viernes, 11 de noviembre de 2011

Ahondando en la palabra de Dios

2011-11-05

Velad, porque no sabéis el día

32º domingo tiempo ordinario —A—
—Se parece el reino de los cielos a diez doncellas que tomaron sus lámparas y salieron a esperar al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco eran sensatas…
Mt 25, 1-13

El Reino de Dios es una fiesta

La conocida parábola de las diez vírgenes nos presenta dos aspectos muy interesantes del Reino de Dios. Por un lado, la llegada del Reino se compara con la del novio: con una boda. La imagen del desposorio es utilizada por Jesús en más ocasiones durante su vida pública. La venida de Dios es una fiesta, y no una fiesta cualquiera. Llega el novio y los invitados se preparan con alborozo para recibirle. Es una hermosa metáfora de lo que sucede cuando dejamos que Dios entre en nuestras vidas: entra el Amor y nuestro corazón lo celebra.
Sin embargo, no todo el mundo está preparado para recibir a Dios. Jesús nos muestra dos actitudes humanas en las figuras de estas diez doncellas, cinco prudentes, cinco insensatas.

Anticipar la llegada con amor

¿Qué hacen las vírgenes prudentes? Están atentas. Prevén que quizás el novio tarde y se haga de noche. Llevan sus lámparas y, además, aceite de recambio. Santa Teresa decía que quien ama mucho piensa mucho. Quien espera ardientemente prevé y se prepara. De la misma manera, cuando esperamos a un invitado muy querido, ponemos a punto nuestro hogar y compramos todo cuanto hace falta para recibirlo dignamente.
Así sucede también con nuestra vida espiritual y nuestra relación con Dios. A veces vivimos una oscuridad, una sequedad íntima que nos produce ansiedad. Nos parece que Dios está lejos o ausente, y deseamos que llegue. Pero… ¿vamos a esperar de brazos cruzados? Quien realmente quiere recibir a Dios en su vida no se queda inactivo. Espera alerta, con la lámpara del alma encendida. Con aceite. Esa lamparilla es la oración constante. Y el aceite son las obras. Vivir “como si” el novio ya estuviera con nosotros, vivir siempre alegres, aunque en ocasiones sintamos vacío interior, es una manera de anticipar y adelantar la venida de Dios.

La frialdad nos lleva al abismo

En cambio, ahí tenemos la actitud negligente de las vírgenes necias. Esperan al novio, sí, pero de forma pasiva y despreocupada. Su falta de previsión es, en el fondo, una falta de amor, de compromiso, de implicación. El descuido revela poco interés y, tal vez, poca confianza.
Cuando se les acaba el aceite, piden más a sus compañeras. La respuesta de éstas puede parecernos un poco insolidaria: “Por si acaso no hay bastante para todas, mejor es que vayáis a la tienda y lo compréis”. Pero, haciendo una lectura en profundidad, es una respuesta acertada.
El proceso de crecimiento espiritual es intransferible. Cada persona ha de pasar por sus propias etapas de crecimiento. La fe es un don que recibimos, pero la libertad humana es personal y cada cual debe construir la suya. Una persona puede mostrar a otra qué ha hecho, pero no puede trasladarle su propia experiencia, sólo el conocimiento. Y esto es lo que hacen las doncellas prudentes: ellas ya fueron antes a la tienda a comprar su aceite. Ya se prepararon con tiempo; eso es lo que deben hacer las otras.
Pero, ¿qué ocurre? Que llegan tarde. Pasó el momento, dejaron escapar la ocasión y ya no pueden entrar a la fiesta.

Saber ver los signos de Dios

El tiempo es otro don que nos es dado. Vivimos en el tiempo, pero no podemos poseerlo ni detenerlo. Nuestra vida no da marcha atrás; no podemos rectificar sobre el pasado.
Durante nuestra existencia mortal, se nos presentarán muchas oportunidades para acercarnos a Dios y entablar con él una amistad bella y duradera. Dios nos tiende la mano en multitud de ocasiones. Si no tenemos nuestra “lámpara” interior encendida, no lo veremos. De ahí el aviso final del evangelio: “Velad, porque no sabéis el día ni la hora”. Jesús nos llama a vivir atentos a esas múltiples señales que nos envía Dios. Él nos habla, a través de personas, situaciones, lecturas, acontecimientos… ¡Sepamos estar alerta! Porque cuando dejemos pasar de largo la ocasión, quedamos expuestos a la intemperie, a la noche del alma, al frío.
Es cierto que Dios es misericordioso y nos brindará una y mil ocasiones para llegar a Él. Pero nuestra vida es limitada y tampoco sabemos cuándo moriremos. Por eso, ¡no nos durmamos! Vivamos con esperanza activa, amando e iluminando nuestros días con la oración. Y Él llegará y nos llamará a gozar de su banquete.

2011-10-29

Quien se enaltece será humillado

31º domingo tiempo ordinario —A—

Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Mt 23, 1-12

El afán de ganar elogios

Esta lectura es una bofetada al orgullo de la fe y a la hipocresía. Jesús manifiesta con claridad la falta de coherencia de muchos escribas y fariseos, que se sientan “en la cátedra de Moisés”, ejerciendo su liderazgo religioso sobre el pueblo, y que se complacen en exigir a otros lo que ellos mismos no cumplen.

Son duras palabras y rotundas. Los cristianos de hoy no debemos leerlas con asombro y desprecio hacia los judíos de entonces: nosotros mismos podemos caer en esas actitudes soberbias, por el hecho de ser creyentes, de estar formados o de ocupar algún lugar de responsabilidad en nuestras parroquias o comunidades.

Como en aquella parábola del fariseo y el publicano, Jesús arremete contra el afán de figurar y guardar unas apariencias impresionantes. A ciertas personas les agrada sobremanera ser reconocidas, respetadas, halagadas. Necesitan que la gente haga reverencias ante ellas. Les gusta ser llamadas “maestros”.

Tal vez nosotros podamos pensar que no somos así. Que, más bien, somos humildes y no pretendemos ser nadie importante. Pero si hacemos examen de conciencia, ¿no nos gusta que nos elogien? ¿No buscamos, de tanto en tanto, que nos den una palmadita en la espalda? ¿No nos complace ser vistos como buena gente, sencillos pero honestos, irreprochables, serviciales, responsables? ¿No nos agrada ser bien considerados y recibir la confianza y las alabanzas ajenas? Seamos sinceros y apartemos de nosotros toda falsa modestia. ¡Claro que nos gusta! Incluso, a veces, nuestra pretendida abnegación y servicialidad se convierten en formas de llamar la atención y reclamar halagos.

No nos creamos superiores

Jesús nos avisa. No nos lo creamos. No nos envanezcamos por nuestra fe, ni por nuestra conducta intachable. No caigamos en la egolatría, que es, finalmente, esa manera de reclamar para nosotros el reconocimiento y los honores que sólo corresponden a Dios.

Creer es un don. Por tanto, no es nuestro mérito vivir la fe y poseer ciertas cualidades. Todo cuanto tenemos lo hemos recibido. Todo cuanto sabemos, alguien nos lo ha enseñado. El único padre y maestro es Dios. El único consejero, Cristo.

También nos alerta Jesús de los problemas que genera en un grupo humano ese afán de figurar y de querer ser más que los otros. Lo señala en numerosas ocasiones, porque sabe que en toda comunidad brotan conflictos y, la mayoría de las veces, son a causa de este querer ser primeros. Por eso Jesús acaba su discurso diciendo aquello que repetirá en la última cena: “el primero entre vosotros será vuestro servidor”. Más aún: “el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

La esclavitud del egoísmo

Algunos pensadores hacen lecturas psicológicas y extremistas de estas palabras y denuncian que el evangelio pide una sumisión total a los creyentes, una renuncia a sí mismos y a lo que son, una auto-aniquilación. En definitiva, una esclavitud moral.

Cuando habla de humillarse, Jesús nos está hablando de vivir volcado a los demás, de manera generosa y desprendida, sin atender a las poderosas razones del ego, que reclama constantes mimos y jamás se sacia. En realidad, la esclavitud es justamente esta: vivir pendientes de nosotros mismos, de la imagen que proyectamos, del qué dirán los otros, de nuestro prestigio personal, de nuestra reputación. Quien vive centrado en sí mismo, se encierra en un mundo obsesivo y asfixiante, que engrosa su ego pero vuelve raquítica su alma.

Jesús no nos pide la autodestrucción de nuestra personalidad. Tampoco pide humillaciones y penitencias indignantes. En ningún lugar del evangelio se habla de autoflagelarse ni de someterse a castigos físicos o morales. Al contrario, Jesús siempre va al rescate de la dignidad humana, especialmente en aquellas personas que son más marginadas por sus propios congéneres. Su mensaje siempre es liberador.

2011-10-21

El primer mandamiento

30º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y el primero. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas”.
Mt 22, 34-40

Más allá de la ley, el amor

El pueblo judío seguía las enseñanzas de la Torá, que contenía más de seiscientos preceptos religiosos a cumplir. Jesús los resume todos en dos: amar a Dios con todas las fuerzas y al prójimo como a uno mismo.
Ante la pregunta de un maestro de la ley, Jesús contesta yendo más allá del conocimiento de ésta. Responde desde su profunda vivencia de Dios. Así, dice que el mandamiento principal es amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Es decir, amar a Dios con toda la intensidad y situarlo en el centro de nuestra vida. Esta respuesta refleja la relación íntima de Jesús con su Padre. Él ama a Dios con toda su vida, tanto, que la entrega por amor.
Amar es más que cumplir un precepto o una norma; el amor es la concreción y la plenitud de la ley. Jesús nos alerta a no caer en legalismos religiosos. Nos pide que amemos por encima de todo y nos enseña también a amar a Dios como él lo ama.

Amar al prójimo

Pero no se puede separar amar a Dios y al prójimo. Ambos amores están estrechamente vinculados. San Juan nos dice: “¿Dices que amas a Dios, a quien no ves, y no amas al prójimo, a quien ves?, ¡hipócrita!”
La mejor forma de demostrar el amor a Dios es amar al prójimo. Amar a Dios nos cuesta quizás menos pero amar al prójimo, que no piensa como nosotros, que no es de nuestro grupo, que incluso nos ha hecho daño, es más difícil y supone una mayor exigencia.
Si de verdad amamos a Dios, como consecuencia inevitable amaremos a los demás. Jesús lleva al límite el amor al prójimo, incluso al que no es “amigo”, es decir, hasta el enemigo. Amar al enemigo es la máxima expresión de un amor encarnado y cristiano. Así, Jesús lleva la ley a su plenitud. Ya no nos dirá que amemos al prójimo “como a ti mismo”. En la cena pascual, durante el discurso del adiós, nos dirá: “Amaos unos a otros como yo os he amado”.
En ese “como” está la clave del amor cristiano. Si en el Antiguo Testamento el amor a Dios y al prójimo resumían toda la Ley y los profetas, en el Nuevo Testamento se nos da un único Mandamiento: el amor al estilo de Jesús, “amaos como yo os he amado”. Jesús va mucho más allá de las normas, y su respuesta a la pregunta del fariseo trasciende toda la ley. Los cristianos de hoy hemos de aprender a amar al modo de Jesús y sacar de nosotros todos aquellos aspectos judaizantes que nos impiden amar en libertad, con todo nuestro entusiasmo y entrega. Sólo el amor desde la libertad nos llevará a la plenitud de la vida cristiana.

2011-10-15

Dios y el César

29º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Dad al César lo que es del César,
y a Dios lo que es de Dios”.
Mt 22, 15-21

Una pregunta maliciosa

Los fariseos y los partidarios de Herodes quieren comprometer a Jesús con una pregunta malintencionada. Así, envían a varios a interrogarlo y lo ponen ante una cuestión delicada: ¿Es lícito pagar tributos al César? Previamente, le han dedicado palabras halagadoras: “Sabemos que siempre dices la verdad, que enseñas los caminos de Dios y que no te importa lo que diga la gente”. Pero Jesús capta inmediatamente sus intenciones y responde con inteligencia, sin atacar la relación del pueblo judío con Roma, una relación de dominio y opresión.
Quieren atrapar a Jesús pidiéndole su opinión acerca del poder romano, pero él se desmarca de la polémica y esquiva la trampa.
Ante las preguntas que nacen fruto de la desconfianza, para sonsacarnos y utilizar nuestras opiniones como arma arrojadiza, Jesús nos enseña a actuar de manera lúcida e inteligente. En primer lugar, no se deja embaucar por sus palabras lisonjeras. “Hipócritas”, les dice, “¿por qué me tentáis?”. Luego, les responde con otra pregunta y les obliga a encontrar ellos mismos la respuesta. Pidiéndoles un denario romano, les dice: “¿De quién son esta cara y esta inscripción?”. Ellos responden: “Del César”. Y entonces él pronuncia esta frase rotunda: “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

¿Qué es del César?

¿Qué es del César y qué es de Dios? Con su respuesta, Jesús marca una clara separación entre el poder divino y el humano, avanzándose en muchos siglos a lo que hoy conocemos como “separación de poderes” o laicidad del estado.
Ser cristianos no nos exime de las obligaciones de cualquier otro ciudadano. Dar al César lo que le corresponde es aportar nuestros impuestos para la construcción de servicios, equipamientos y obras públicas necesarias en nuestros países. Es decir, ser buenos ciudadanos, responsables y solidarios, contribuyendo a la mejora de toda la sociedad.
Pero no podemos dar al César nuestra libertad, nuestros pensamientos, nuestro corazón. Nuestra conciencia y nuestro ser no pertenecen a los poderes humanos sino que son un don de Dios.

¿Qué es de Dios?

A Dios, ¿qué podemos darle? Dios nos lo ha dado todo. Nos ha dado la existencia, la familia, los amigos, nuestra libertad, incluso nuestro patrimonio, poco o mucho. Pero, por encima de todo esto, nos ha dado el don de la fe y el regalo de la promesa de la eternidad. ¿Cómo corresponder a tantos dones? Nunca podremos hacerlo.
Dios no nos pide dinero y nunca nos obligará a dar aquello que no queramos dar, ni nos castigará por ello. Pero aquel que tuvo la iniciativa de hacernos existir y nos ha dado todo cuanto tenemos, ¿no merece que le entreguemos generosamente algo de nosotros?
¡Cuántas veces regateamos ante él, porque olvidamos que nos ha dado la misma vida!
Dar a Dios lo que es de Dios significa trabajar por la paz, construir la fraternidad, cuidar de los más débiles. Son de Dios la comunión y la amistad. Cuando actuamos así, le estamos ofreciendo nuestro pequeño tributo en tiempo, en vida, en esfuerzo y en pasión. Será entonces cuando llevaremos inscrita en nuestro corazón la imagen de un Dios Padre generoso que nos lo ha dado todo.

Libertad interior

Con su respuesta, Jesús pone de manifiesto su auténtica libertad frente a la religiosidad judía y al gobierno opresor de Roma. Por encima de una y otro, Jesús sitúa a Dios.
El cristiano ha de aprender a estar en el mundo que le toca vivir, cumpliendo con sus obligaciones cívicas, pero con la mirada puesta más alto. Hemos de vivir nuestra vida de manera trascendida. Sólo así manifestaremos la verdadera libertad de los seguidores de Jesús y podremos exclamar, con el profeta Isaías (Is 45, 1.4.-6), que Dios es el Señor, y no hay otro; fuera de él, no hay dios.
Esta ha sido la libertad de los santos y de tantas personas que han entregado su vida porque en su corazón han tenido muy claro qué es de Dios.

2011-10-08

Dios nos invita

28º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis convidadlos a la boda”
Mt 22, 1-14

Una historia de amor al hombre

La relación de Dios con el hombre es una bella historia de amor. Dios no se cansa de ir en nuestra búsqueda para sentarnos a su mesa. Es un Dios enamorado de su criatura. Como bien leemos en la lectura del Antiguo Testamento (Is 25, 6-10), él “preparará para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos…”, “Aniquilará para siempre la muerte”, “enjugará las lágrimas de todos los rostros”. “Aquí está nuestro Dios… Celebremos y gocemos con su salvación. La mano de Dios se posará sobre este monte”.
Las escrituras ya nos revelan ese amor apasionado de Dios por su pueblo escogido, Israel. También arrojan luz sobre cómo es ese reino de los cielos: allí donde reina Dios es una fiesta donde hay abundancia de bienes, donde la tristeza, la muerte y el llanto se alejan. Reinan su amor y su magnificencia. Por eso es comparado con un banquete espléndido.

Es Dios quien nos invita

En el evangelio, Jesús nos explica con parábolas cómo Dios nos invita a su reino.
De entrada, la iniciativa parte siempre de Dios: es él quien busca al hombre. Nos busca a nosotros. Pero, como el pueblo de Israel, no escuchamos ni aceptamos la invitación. Los criados son los profetas que salen a los caminos para hablar a las gentes de la misericordia y el don de Dios. El mismo Cristo sale a la calle y nos llama a la conversión. Quiere sentarnos a su mesa, a su ágape. Pero, ¿qué sucede?
No tenemos tiempo para Dios. Nos convida incesantemente, pero estamos tan metidos en nuestros asuntos, tan ajetreados, tan ensimismados, que no sólo no oímos, sino que tampoco aceptamos su invitación. Todo son excusas para no acudir a su llamada. Porque una llamada pide dar un sí, pide tiempo, dedicación… ¿Estamos dispuestos a responder? Incluso nos molesta que alguien, en nombre de Dios, nos pueda ayudar a discernir sobre nuestra vida. Como hicieron los convidados con los criados, los despedimos de mala manera y los apartamos.

Cuando rechazamos a Dios, el mundo se hunde

Con estas excusas, no nos extrañe que Dios parezca estar ausente. A menudo nos preguntamos, ¿dónde está Dios? Cuando, en realidad, él viene a nuestro encuentro cada día pero lo rechazamos, incluso insultamos y despreciamos a sus enviados. ¡Qué orgulloso se torna el mundo cuando prescinde de Dios y cree no necesitar de aquel que se lo ha dado todo!
Ese alejamiento de Dios tiene consecuencias devastadoras. La primera es la frialdad que nos hace insensibles al sufrimiento, al dolor. Después vendrán otras, que estamos viendo cada día en nuestro mundo de hoy. El hambre, las guerras y la violencia no son fruto del abandono de Dios, sino consecuencia de nuestro brusco rechazo a él.

Más allá del cumplimiento de la ley

Pero Dios sigue buscándonos. Envía a sus criados, nos abre las puertas de su casa y quiere que su mesa esté llena de invitados. Continúa seduciéndonos, insistiendo, porque nos ama.
En la parábola vemos que, finalmente, logra llenar su sala de comensales. Quienes escucharán a Dios a menudo serán gentes que, a nuestro juicio, quizás sean más despreciables, marginadas o incluso pecadoras. Serán aquellas que, en el fondo, tienen una especial sensibilidad para captar su llamada. Recordemos que esta parábola está dirigida a los judíos que ostentan el poder: “fuisteis llamados pero no vinisteis”. Su excesivo legalismo religioso les cierra el corazón y deja a un lado la misericordia y la bondad. ¿No creéis que nosotros, los creyentes de nuestro tiempo, reflejamos a veces esa actitud de desprecio ante la invitación? Siempre tenemos cosas más importantes que hacer. Estamos absorbidos por mil asuntos y hemos reducido nuestra fe a una mera práctica ritualista. ¿No habremos caído en el legalismo judío? ¿No hemos superado la Torá? Cristo revoluciona la ley, llevándola hasta las últimas consecuencias, y la supera yendo mucho más allá. No quiere perfectos cumplidores de la ley, sino corazones abiertos llenos de amor y misericordia. Claro que esto es más exigente que cumplir unos preceptos.

Vestirse de fiesta

Los cristianos acudimos cada domingo al ágape del Señor: la eucaristía es su banquete. Pero no creamos que por estar aquí ya tenemos el reino del cielo asegurado. El rey, nos cuenta Jesús, repara en un invitado que no lleva el traje de fiesta. En realidad, es su corazón el que no se ha revestido de fiesta, no está limpio ni convertido. Quizás este comensal no ha venido convencido al banquete. Dios nos quiere libres de toda esclavitud para participar en su fiesta. Y aquí el autor sagrado nos muestra la relación entre el sacramento de la reconciliación y la eucaristía. No podemos vivir la plenitud de la fiesta si antes no hemos perdonado y recibido el perdón. Nuestra liberación y nuestra pureza de corazón son el vestido de fiesta que nos permite sentarnos a la mesa con Cristo.

Muchos son los llamados…

Muchos son los llamados y pocos los escogidos. ¿Realmente los llamados seguimos a Jesús? En la medida que entreguemos nuestra vida a Dios seremos escogidos por él para anunciar su reino. Y esto supondrá ir a contracorriente, sortear dificultades y no temer nada, confiando siempre en Dios.
Los que participamos cada domingo del ágape eucarístico hemos de salir a los cruces de los caminos. Aunque no lo parezca, mucha gente está ansiosa de Dios, de ser escuchada, de recibir su amor. Nos lamentamos porque nuestras iglesias se vacían, pero no damos un paso para anunciar a Dios fuera de sus muros. No vengamos a misa sólo para escuchar su palabra: vivamos de su palabra. Nuestra misión es llamar a otros a vivir la experiencia de la amistad con Dios. Sólo de esta manera llenaremos de comensales nuestras eucaristías.

2011-09-29

El amo de la viña

27º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“”Y cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?”Le contestaron: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos”. Y Jesús les dice: “¿No habéis leído nunca en la Escritura: la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular, es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro? Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos”
Mt 21, 33-43

Israel, la viña del Señor

En el relato de la primera lectura de Isaías y en el evangelio la viña es imagen del pueblo de Israel. Para expresar el amor de Dios hacia su pueblo, la tradición profética del Antiguo Testamento utiliza la expresión “esposa” al referirse a Israel como amada del Señor: “Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña” (Is 5,1)
Dios quiere un pueblo fecundo que dé frutos jugosos. En la primera lectura se nos cuenta que el señor cava, cultiva y siembra su tierra con buenas cepas. Pero, a la hora de recoger la cosecha, se encuentra con una amarga decepción: la viña ha dado agrazones. Paralelamente, el profeta explica que los hombres de Judá son la viña, el plantel preferido del Señor, pero “esperó de ellos derecho, y ahí tenéis: asesinatos; esperó justicia, y ahí tenéis: lamentos”.
Isaías se lamenta porque el pueblo escogido se aparta del camino de Dios y sufre las consecuencias de este alejamiento. Dios ama su jardín y lo entrega a los hombres para que lo cuiden y lo cultiven. Pero la ambición y el afán de poder los apartan del deseo de Dios. Los criados que acuden a recoger los frutos de la vendimia son los profetas que con tenacidad predican la conversión de su pueblo para que abra su corazón a Dios. Pero el pueblo de Israel rechaza a sus profetas.

El dueño de la viña envía a su Hijo

La lectura del Antiguo Testamento finaliza con una amenaza: el señor abandona la viña a su suerte y será devastada por los enemigos. Pero Dios, en realidad, no deja huérfano a su pueblo. Y en este contexto hay que situar la parábola de los viñadores infieles que explica Jesús a los sumos sacerdotes y letrados.
Dios sigue amando a su pueblo a pesar de todo y finalmente envía a su hijo, pensando que a éste lo respetarán. No es así. Los labradores piensan que es el heredero y lo matan para apoderarse de la herencia.
Con esta parábola, Jesús está anticipando su propia muerte. Él es el hijo enviado por el Padre. Los sacerdotes de su pueblo son los labradores que también lo rechazarán y buscarán su muerte. Jesús les advierte: el señor de la viña les arrebatará el campo a los labradores y lo entregará a otros. Y continúa: “la piedra que desecharon los constructores será la piedra angular”. En estas palabras leemos algo más que el castigo del Antiguo Testamento. Contienen una promesa: Dios no abandona su viña. Jesús morirá a manos de su propio pueblo, pero Dios lo resucitará y lo convertirá en piedra angular de un nuevo edificio: la Iglesia. Esta será su nueva viña, el nuevo pueblo de Dios. Y ya no se limitará a Israel, sino que se extenderá por todo el mundo.

La viña del Señor, hoy

Dios nos ofrece un jardín: el mundo. Lo ama y nos lo entrega para que lo cuidemos y lo cultivemos. Ese jardín también es la humanidad.
Hoy vivimos una época de secularización. Muchas personas viven al margen de los caminos de Dios y hay una tendencia a apartarlo de nuestra vida cotidiana. La viña abandonada cae pasto de las zarzas y la destrucción: esta es una viva imagen de lo que sucede en nuestro mundo cuando la humanidad se aparta de Dios y decide prescindir de él. Cuando el hombre mata a Dios y se adueña del mundo, esa primera euforia, ese endiosamiento, acaba convirtiéndose en sangre y lamentos, como nos recuerda Isaías. La pretendida justicia degenera en guerra y asesinatos. Este es el panorama del mundo que ha querido apartar a Dios.
Por eso, más que nunca, los cristianos tenemos una misión. Hemos de ser labradores del reino de Dios. Hemos de cultivar el campo de la Iglesia, unidos a Cristo, sacando el mejor jugo espiritual de nuestras vidas. Hemos de trabajar para que la semilla de la palabra de Dios dé fruto.

El fruto de la vid

Hoy se nos pide a nosotros que rindamos cuentas a Dios sobre nuestra encomienda de anunciar la buena nueva de su amor. ¿Qué fruto podemos ofrecer?
Cuántas veces percibimos, incluso dentro de la Iglesia, orgullo y autosuficiencia. Nos cuesta escuchar. Cuánta gente, en nombre de Cristo, nos ha hablado, dando testimonio, y hasta convirtiéndose en mártires, derramando su sangre por amor. Y aún y así no nos hemos convertido. Quizás hoy no matamos a los profetas, pero sí nos volvemos intolerantes y criticamos en exceso. Nos molesta que alguien pueda aleccionarnos, o que pueda corregirnos cuando quiere sacar lo mejor de nosotros.
También nos cuesta estar unidos a la comunidad de la Iglesia. Nos gusta ir por libre. Olvidamos que Jesús es la vid y nosotros los sarmientos. Sólo unidos firmemente a él y a los demás podremos dar buen fruto.
Cuidado. ¿Qué hará el dueño de la viña si no somos fecundos? Se la dará a otros.
No temamos, pero tampoco nos aletarguemos. Dios tiene una promesa de salvación y nunca se cansará de esperar y de seguir dándonos oportunidades. Cuando nos abramos a él daremos los frutos tan deseados.
El vino, fruto de la vid, es una alusión a la eucaristía. Así como el agua en el evangelio es símbolo de purificación, el vino es expresión de fiesta, de la magnificencia de Dios hacia su criatura. Cuando ponemos nuestro trabajo en manos de Dios, él transforma nuestros esfuerzos y los convierte en fuente de gozo y vida plena.

2011-09-24

Decir sí a Dios

26º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y las prostitutas le creyeron. Y aún después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis”.
Mt 21, 28-32

Un mensaje a los que se amparan en la ley

Jesús se dirige de una manera provocativa a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo. Es decir, hacia los que ostentan el poder religioso y representan la pureza de la fe del pueblo judío. Esgrimiendo la ley como arma de poder, estos grupos exigen a los demás su exacto cumplimiento, mientras que ellos, con su vida, a veces desmienten la doctrina que predican. Es en este contexto que se han de entender las palabras de Jesús.
Como en tantas ocasiones, Jesús recurre a una parábola para transmitir un mensaje que sus oyentes asimilan y pueden comprender perfectamente. El texto nos relata la historia de un padre y dos hijos. Al primero, le pide que vaya a trabajar a su viña. Él le dice que no quiere, pero más tarde va. Al segundo le pide lo mismo, éste responde que sí de inmediato, pero luego no va. Evidentemente, quien cumple la voluntad del padre es el que va a la viña, porque después de su negativa, finalmente recapacita y se pone a trabajar.

Todos somos llamados

Dios nos llama a todos a trabajar en su viña. También hoy nos está llamando a los cristianos a levantarnos y a expandir su reino en medio del mundo. La esencia de nuestra vocación cristiana es decir sí a Dios. Sin dudar, cada día. Significa dejar que Dios entre de lleno en nuestros planes y se convierta en el centro de nuestra existencia. Para los cristianos, decir sí a Dios es decir también sí a Cristo, a la Iglesia, al apostolado, a la misión. Nuestro sí es una forma de estar y ser en la vida. No es un sí para algo concreto que nos puede pedir puntualmente, es un sí a todas y por todas.
Entendemos que el primer hijo diga que no y luego se arrepienta, porque trabajar por Dios implica un esfuerzo y una profunda conversión, un replantearnos nuestra relación con Dios. ¿Estamos a todas con él? Decirle sí comporta trabajar por un mundo más justo y esforzarnos para que todos conozcan a Dios, nuestra máxima felicidad. El padre valora los hechos del primer hijo. Pero siempre es mejor y más hermoso decir sí y actuar en consecuencia, respondiendo con prontitud, con una actitud alerta, dócil y de escucha permanente.

Cuando esquivamos el sí nos alejamos

En cambio, el segundo hijo, que dice sí con tanta rapidez, falta al compromiso. En él podemos vernos reflejados muchas veces. Cuánta gente dice sí, viene a misa, cumple con los preceptos cristianos… pero no ha dado una respuesta desde el corazón, una respuesta que comprometa su vida y sus acciones. Ese sí diluido, que no se llega a convertir en realidad, es una mentira. Se convierte en un no solapado que nos va alejando de Dios y que aparta de nosotros el cielo. Cuando nos negamos a ir a la viña, estamos dejando de trabajar por la justicia.

La humildad, necesaria para construir el reino

Jesús hace una advertencia a los sacerdotes y a los ancianos: “Los publicanos y las prostitutas os adelantarán en el reino de los cielos”. Los pecadores que caen entienden a Jesús. Comprenden que han de cambiar. Por eso, dice Jesús, escucharon a Juan Bautista y su mensaje de conversión y renovación interior. Ellos están preparados para escuchar a Dios. En cambio, los que se creen dueños de la fe están muy lejos de entender a Jesús y se cierran a su mensaje. ¿Cuántas veces, desde nuestras cátedras, llenos de orgullo, nos sentimos o creemos ser mejores que los demás? Jesús nos dirá, hoy también, que los de adentro, los que venimos a misa, los que formamos parte de una comunidad, no somos necesariamente mejores que los de afuera. Estas palabras nos pueden resultar duras. Pero cuántas dificultades de convivencia se generan en el seno de las comunidades, los movimientos y las parroquias porque algunos se sienten mejores que los demás. Creemos que por el hecho de venir, colaborar y participar estamos exentos de pecado y no necesitamos corrección. Y desatamos tensiones absurdas e inútiles a nuestro alrededor.
Decir sí a Dios implica humildad, servicio y comprensión. “Siervo inútil soy, he hecho lo que debía”. Sólo desde la humildad y la unidad podremos construir un auténtico cielo a nuestro alrededor y nos convertiremos en trabajadores fecundos de la viña del Señor, su Iglesia.

2011-09-17

Todos somos llamados

25º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener envidia porque soy bueno?” Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.
Mt 20, 1-16

La lógica divina

La parábola de este evangelio puede parecer de entrada desconcertante. En ella se nos relata cómo el amo de una viña va contratando trabajadores para vendimiar, desde primera hora de la mañana hasta la última. En el momento de pagarles, ordena a su administrador que les dé a todos la misma paga, comenzando por los últimos que se incorporaron a la tarea. Los viñadores que han trabajado desde temprano protestan y reclaman una paga mayor. Pero el señor de la viña replica que les pagará a todos según lo que han acordado, sin hacer distinciones.
Desde una lectura meramente racional podemos pensar que el dueño de la viña es injusto al no valorar las horas de los primeros trabajadores llamados. Pero, más allá de una lección de moral social o de ética laboral, hemos de buscar en este relato una clave teológica.
Los planes de Dios no son nuestros planes, como nos recuerda la primera lectura del profeta Isaías (Is 55, 6-9). Nuestra forma de entender la justicia y el derecho tampoco es igual que la lógica divina. La generosidad de Dios excede nuestros estrechos parámetros economicistas.

Dios llama siempre

Este texto evoca otro pasaje en el que Jesús dice a sus discípulos: “La mies es mucha y los obreros pocos”. Ahora, más que nunca, se hace necesario trabajar por la paz, por la justicia y por crear esperanza. Estamos en un mundo convulso y vemos a mucha gente caer en el vacío y el desespero. Algo les está faltando. Jesús nos llama a atender a estas personas y a hacer real y posible su reino en medio del mundo. Para ello, va llamando, como el señor de la viña. Siempre sale en nuestra busca y nunca se cansa. Nos pide que vayamos a trabajar por su causa. Desde el profetismo bíblico hasta el mismo Jesús, y en el testimonio de muchos santos y mártires, vemos cómo en la historia miles de personas han trabajado incesantemente para instaurar el Reino de Dios.
Para él, en la tarea por el Reino tienen tanto valor muchas horas como pocas. Por tanto, no podemos buscar excusas para decir que no. A cualquier edad, en cualquier momento de nuestra vida, podemos escuchar su llamada. Como cristianos, deberíamos acoger los planes de Dios en nuestra vida y trabajar junto a él.

Evitemos las controversias inútiles

Cuántas veces, en las parroquias, comunidades o movimientos se generan dificultades por no aceptar a los nuevos que llegan, trayendo nueva savia y nuevas ideas. Nos agarramos a la experiencia, al tiempo, para no asumir la frescura que pueden aportar los recién llegados. Hoy vemos que en las parroquias se da un cierto cansancio y rutina a la hora de funcionar. A veces se percibe falta de entusiasmo e ilusión. Nos convertiremos en buenos viñadores cuando sepamos asumir la hermosa frase de san Pablo: “Mi vida es Cristo”. En la medida en que realmente dejemos entrar a Cristo en nuestra vida, Cristo sea nuestra vida y ésta gire en torno a él, nos convertiremos en nuevos evangelizadores.
No podemos perder el tiempo en recelos, comparaciones absurdas o desconfianzas. La paga será la misma, y no será un denario, sino la salvación, la eternidad, el amor de Dios. Si dejamos de perder tiempo en cosas inútiles nuestros sarmientos, bien unidos a la vid que es Cristo darán mucho más fruto.

Los últimos serán primeros

Los últimos serán los primeros. No es éste el primer pasaje evangélico donde leemos palabras así. Dios siempre espera nuestra conversión. Hemos leído en otros textos que el buen pastor va detrás de la oveja perdida; Jesús elogia la fe del centurión, pone de ejemplo al publicano que se humilla y llama como discípulo a un recaudador de impuestos. Antes de exhalar el último suspiro, en la cruz, aún promete el paraíso al buen ladrón que es crucificado junto a él.
Hemos de aprender de esta actitud. No creamos que, por estar años trabajando por él somos más importantes que otros. Para él todos son importantes, desde el primero hasta el último. Vale tanto la conversión de una persona en el lecho de muerte como la del que ha entregado toda su vida por el evangelio. Esto sólo se puede entender desde la lógica de Dios, que supera la razón humana. La justicia de Dios es amor y misericordia sin medida.

2011-09-10

Hasta setenta veces siete


24º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
—Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?
Jesús le contestó:
—No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete…
Mt 18, 21-35.

Las cuentas del mal

El evangelio de hoy nos habla de un tema espinoso, por lo necesario y a la vez difícil que se nos hace a todos: el perdón.
Pedro, con cierta ingenuidad, le pregunta a Jesús cuántas veces debe perdonar a un hermano —familiar, amigo, conocido— que le ofende. ¿Hasta siete? Fijémonos en dos detalles. Primero, en el orgullo solapado que se lee entre líneas. Un hermano “que me ofende” denota que nuestra dignidad, nuestro honor, son heridos. Qué susceptibles somos. ¿Nos creemos tan dignos, tan honorables, tan perfectos, que podemos considerarnos ofendidos? ¿No pensamos que nosotros también podemos ofender a los demás, queriendo o sin querer, por nuestra torpeza o falta de tacto y caridad?
En segundo lugar, casi hace sonreír esa contabilidad de ofensas y perdones. Cómo nos gusta llevar las cuentas del mal. Recordamos todos y cada uno de los agravios sufridos. ¡Tremendas matemáticas de la mezquina justicia humana!
Jesús le responde que no debe perdonar siete veces —el siete es un número simbólico que, para los hebreos, expresa plenitud—… sino setenta veces siete. Es decir, ha de perdonar siempre.

La justicia de Dios

Y, como solía hacer, Jesús explica entonces una parábola. Es un relato impresionante que nos enseña cómo es Dios, cómo somos las personas y cómo estamos llamados a ser.
De entrada, a Dios se lo debemos todo, como ese siervo de la parábola que debe diez mil talentos —una suma millonaria, en aquel entonces— a su señor. Nunca podremos pagar nuestra deuda a Dios. ¿Qué podemos ofrecerle, comparable a la grandeza de existir, de estar vivos, de haber recibido tantas cosas buenas a lo largo de nuestra vida? Hasta la persona más pobre tiene, al menos, que agradecerle el don de la existencia. Y no olvidemos otro gran don. Somos amados. Aunque no seamos conscientes y a menudo lo olvidemos, la mirada amorosa de Dios siempre está sobre nosotros.
El señor de la parábola, ante las súplicas del siervo endeudado, decide condonarle la deuda. ¡Toda! Buena lección que podríamos aplicar a tantas situaciones de nuestro mundo de hoy… Y no sólo a las deudas económicas, sino a esas deudas morales. “Me debe una disculpa”, “me hizo aquello, y me las pagará”… Son esas deudas que provocan nuestras pequeñas revanchas y un sinfín de resentimientos y conflictos que envenenan nuestra vida diaria.
Dios perdona. Totalmente. Sin poner condiciones. Con la misma gratuidad que nos lo da todo. Así es él.
¿Y nosotros? Jesús viene a estirar nuestra pequeña alma, encogida y tacaña, con este ejemplo. Como hijos de Dios, semejantes a él, ¿no vamos a mostrar esa misma largueza de corazón con los demás?

La justicia humana

La parábola continúa. El siervo perdonado se va, feliz, y no se le ocurre otra cosa que ir a buscar a un compañero que le debe cien denarios, ¡una suma muy inferior a la que él debía a su amo! El compañero suplica que le deje pagar con tiempo, le ruega paciencia, pero él lo ignora y lo hace encarcelar. Ante la magnanimidad del señor vemos la vileza del siervo. A buen seguro, los oyentes de Jesús que escuchaban esta parábola se debieron rebelar al oír esto. Tan indignados debieron quedar como los compañeros del personaje, en el relato. Estos van a avisar a su señor y le cuentan lo ocurrido. Y, ahora sí, el señor toma medidas y hace justicia.
¿Qué enseñanza podemos extraer de todo esto? Dios, siendo todopoderoso, siendo infinitamente bueno, justo, fiel y pudiendo castigarnos por nuestras faltas y maldades, no lo hace. Es más, se apiada en seguida cuando acudimos a él pidiendo perdón, igual que el siervo abrumado por las deudas. “Perdona nuestras deudas”, dice el Padrenuestro. ¿Pronunciamos esta frase con sinceridad? Porque la plegaria continúa con una segunda parte, tan importante como la primera: “como nosotros perdonamos a los que nos ofenden (o a nuestros deudores, decía el Padrenuestro antiguo)”. ¿Lo decimos de corazón?

Mirar con ojos de Dios

La parábola de hoy nos da una gran lección moral. Aprendamos a ser como Dios: compasivos, comprensivos, afables y generosos con los demás. Cuando alguien nos ofende, intentemos ponernos en su lugar y comprender sus razones. Quizás entonces nos demos cuenta de que el daño que nos ha hecho, aunque injusto, tiene una explicación. La ira que albergamos se irá disolviendo y nos será más fácil perdonar. Intentemos ver a la otra persona como a nosotros nos gustaría ser mirados. Con ojos compasivos, abiertos, faltos de prejuicios. Con ojos que ven lo que no se ve, lo más importante, el alma, la dignidad, los afanes y deseos de aquella persona. Intentemos ver a los demás con “ojos del Padre del cielo”. Y procuremos imitarle en uno de los actos más difíciles, pero más bellos y que más nos humaniza: el ejercicio del perdón incondicional.

2011-09-02

La corrección fraterna

23º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad…”
“Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo”.
Mt 18, 15-20

Corregir con amor, un deber cristiano

La palabra del Señor toca hoy un tema delicado: la corrección fraterna, es decir, avisar y reprender a alguien cuando, a nuestro juicio, se ha equivocado o ha obrado mal.
Es un deber cristiano corregir al que yerra. En la primera lectura del profeta Ezequiel (Ez 33, 7-9) Dios le ordena poner en práctica la reprensión para salvar a quien obra mal. Amar comporta ofrecer ayuda y también, cuando es necesario, el aviso y la corrección.
Pero también es importante saber decir las cosas para que nuestra advertencia sea educativa y no dañe a la otra persona. Cuando alguien se equivoca puede tener sus razones, por eso conviene escuchar siempre antes de emitir un juicio severo sobre su conducta.
Todos nos equivocamos, una y otra vez. Y nos cuesta admitirlo. En cambio, parece que juzgar y reprender a los demás nos resulta más fácil. Pero no todos sabemos corregir adecuadamente.

Claves para una corrección fraterna

Jesús nos da varias claves para que nuestra corrección sea fraterna y efectiva. Es necesario tener libertad y confianza con la otra persona para poder señalar aquello en lo que creemos que ha errado. Si no existe un vínculo cercano con ella, una relación próxima y de afecto, la corrección será infructuosa. Sólo podremos corregirla si la consideramos como un hermano, mirándola con amor y comprensión. Si comenzamos a juzgar a los demás como si fuéramos inquisidores, basándonos en rígidos criterios personales, dejando a un lado toda consideración y muestra de caridad, nuestros avisos no ayudarán a nadie.
Otra característica de la corrección fraterna es la discreción. De ahí que Jesús insista en el carácter privado, o entre dos o tres personas, a la hora de reprender. Sólo en última instancia se recurrirá a toda la comunidad para amonestar al que se equivoca.
Finalmente, es el amor el que da la potestad para “atar y desatar”, en la tierra y en el cielo, como indica Jesús a sus discípulos. Sin amor, la corrección no tiene sentido.
En el fondo, Jesús está hablando de la unidad. Cuando alude a la comunidad, está recordándonos que, si no hay amor, no es posible consolidar un grupo humano. Y en esa comunidad hay que ayudar a sacar lo mejor que tiene cada persona, quitando lo malo y lo destructivo y potenciando sus cualidades. Para ello es imprescindible tener una conciencia de fraternidad y de unión. Por encima de las diferencias, todos somos hermanos e hijos de Dios.

El valor de la oración comunitaria

Este evangelio tiene una segunda parte, tan importante como la primera: “Si dos o tres se ponen de acuerdo para pedir algo, mi Padre del cielo se lo dará”. La oración personal tiene un enorme sentido, porque enriquece nuestra amistad con Dios. Necesitamos espacios de soledad e intimidad con él. Pero también es necesario aprender a pedir cosas junto con los restantes miembros de nuestra familia o comunidad. Muchas veces, las peticiones individuales son dispares y, si tuviéramos que ponernos de acuerdo, nos costaría pedir todos a una. La plegaria comunitaria revela la unidad, ¡y Dios la escucha con tanto agrado! Cuando pedimos las cosas desde la sinceridad y con un solo corazón, Dios presta especial atención, pues quiere que seamos uno en las peticiones importantes para el bien humano.
Hoy el mundo atraviesa una gran sequía espiritual. Pidamos por las personas que agonizan de sed de Dios. Roguemos para que se llenen los pantanos vacíos del ser humano, hambriento de ternura, de amor, de sonrisas…, sediento de Dios.
Y pidamos con confianza, porque quien no confía acaba secándose en la aridez de la desesperanza. Seamos conscientes de que Dios oye la plegaria de muchas voces unidas. Su deseo no es otro que nuestra felicidad y plenitud.
Y pidamos con confianza, porque quien no confía acaba secándose en la aridez de la desesperanza. Seamos conscientes de que Dios oye la plegaria de muchas voces unidas. Su deseo no es otro que nuestra felicidad y plenitud.

Dios colma nuestro vacío

Muchas personas hemos tenido experiencias vívidas de Dios. Lo hemos sentido a nuestro lado, en momentos difíciles o cruciales de nuestras vidas. Nos ha ayudado, jamás nos ha olvidado. Siempre nos espera, siempre nos socorre. En cambio, nosotros a menudo nos olvidamos de él.
El olvido de Dios nos hace correr, angustiados, inquietos y siempre deseosos de tener más. Nuestro vacío existencial pide ser colmado y muchas veces lo llenamos de dinero, de bienes, de distracciones y de tantas otras cosas que, en realidad, nunca nos acaban de satisfacer. Ni el poder económico, ni la fama, ni siquiera los logros intelectuales pueden llenarnos como lo hace Dios.
Jesús nos trae a Dios. Se hace presente, de forma muy especial, en la eucaristía. Cada vez que lo tomamos podemos alimentarnos y llenarnos de él. Pero, además, nos dice Jesús: “Allí donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo”. Podemos encontrarlo, no sólo en los sacramentos, sino en los demás. En los hogares, en medio de la lucha social por la justicia, en los grupos…, allí donde haya corazones abiertos al amor lo encontraremos.
Hoy el mundo atraviesa una gran sequía espiritual. Pidamos por las personas que agonizan de sed de Dios. Roguemos para que se llenen los pantanos vacíos del ser humano, hambriento de ternura, de amor, de sonrisas… sediento de Dios.

2011-08-27

Quien quiera seguirme...

22º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
“El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará”
Mt 16, 21-27

El dolor, un paso hacia el amor

De camino hacia Jerusalén, Jesús comunica a los suyos algo importante: seguir la voluntad de Dios lo llevará a la ciudad, donde será entregado y muerto en cruz. Por amor al Padre llegará a dar la vida, pasando por el desprecio, el dolor y el rechazo.
Pedro, que poco antes ha confesado a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, no puede entenderlo e increpa a Jesús: ¡Eso no puede sucederte, Dios no lo permita! Y Jesús le responde con palabras duras. La mentalidad de Pedro es muy humana, aún no ha aprendido a ver las cosas desde la perspectiva de Dios.
Entonces, después de reprenderlo, Jesús reúne a todos los suyos y los alecciona: si quieren seguirle, tendrán que tomar su cruz, negarse a sí mismos y caminar con él. Estos son los tres principales requisitos que los cristianos también tenemos que tener en cuenta para seguir a Jesús.

Negarse a sí mismo

Esta es la auténtica revolución espiritual, la verdadera conversión. Negarse a sí mismo implica dejar de autoidolatrarse y vencer el orgullo existencial. No somos nada, apenas motitas de polvo perdidas en el universo. Pese a nuestros estudios, nuestro dinero, nuestros éxitos o nuestro estatus social, nuestra existencia es frágil, podemos morir en cualquier momento. Somos casi nada, pero para Dios somos sus hijos. Por su amor, nos convierte en criaturas penetradas de su divinidad, en estirpe suya.
¿Qué significa negarse a sí mismo? Negarse a sí mismo es abrir el corazón y dejar que Dios sea el eje y el centro de nuestra vida. Nos lleva a apartar todo lo que nos aleja de Dios y a renunciar al egocentrismo. El otro se convierte en prioridad. En definitiva, se trata de vivir para los demás, tal como lo hicieron los santos y las personas generosas que hemos conocidos: padres, abuelos y tantos otros.
Sin embargo, no todo el mundo está dispuesto a negarse a sí mismo. Dejar atrás el ego supone renunciar al poder, a la posesión, al dominio sobre las personas… Sólo cuando tenemos el valor de olvidarnos para dejar que emerja en nosotros Cristo, estaremos preparados para afrontar la cruz.

Tomar la cruz

Decir sí a Dios pasa por el dolor y la muerte. No porque Dios lo quiera, ¡no hagamos lecturas masoquistas de este evangelio! Dios quiere nuestra felicidad, pero Jesús nos avisa que alcanzar la libertad pide morir y resucitar.
La libertad no es un simple hacer lo que nos viene en gana, lo que nos complace en cada momento, sin ataduras de ninguna clase y sin responsabilidad alguna. La libertad implica un compromiso y fidelidad. Sólo quien es libre, como Jesús lo fue, puede volcar toda su vida por amor. El amor a Dios conlleva una entrega absoluta de la vida.
El cristiano debe asumir su parte de pasión. Decir sí a Dios nos hará avanzar hacia el viernes santo, hacia el silencio del sábado santo, la muerte y, por fin, la resurrección. Ser fiel a Cristo y a la Iglesia hará inevitable que suframos incomprensión y hasta rechazo.
La primera lectura de hoy, del profeta Jeremías, así lo expresa (Jer 20, 7-9). Jeremías sufre porque anunciar a Dios le acarrea escarnios y burlas. Está cansado y quiere dejar la predicación, pero la palabra de Dios le quema por dentro y no puede dejar de comunicarla.

Enamorarse de Dios

Hoy, ser cristiano no está de moda ni bien visto socialmente. La sociedad desprecia los valores cristianos y religiosos. No nos desanimemos. Jeremías se sintió seducido por Dios, tomado por él, arrebatado por su amor. La lectura nos revela una relación hermosa y profunda entre el profeta y su Creador. Podríamos preguntarnos: ¿nos sentimos nosotros seducidos por Dios? ¿Nos atrevemos a proclamar y extender su palabra, sin temor?
Quizás lo más terrible de nuestra sociedad no sean las burlas a la fe, ni siquiera la persecución, sino que la gente no quiera saber nada de Dios. El vacío y la indiferencia son mucho más graves. El mundo no tiene apetito de Dios, le falta hambre de trascendencia. El relativismo y el pasotismo espiritual nos alejan, no sólo de Dios, sino de la identidad humana.

Llenar la vida de sentido

¿De qué nos sirve tenerlo todo si nos falta Dios, el aliento que nos da la vida? Muchas personas tienen de todo, disfrutan de muchos bienes e incluso de personas que las quieren. Pero si no se tiene a Dios, no se tiene nada. Si no sentimos que Dios nos ama, que nos mira a los ojos, con inmensa ternura, que nos habla y cuenta con nosotros… nuestra vida queda reducida a muy pocas cosas, efímeras y superficiales.
Lo mundano, nos recuerdan San Pablo y tantos otros santos, no tiene sentido si no es a la luz del Dios. Nuestra vida no será santa si no nos abrimos a Dios. La gran batalla a librar, la más dura, es contra nosotros mismos y nuestras resistencias. Venceremos cuando lleguemos a ofrecernos, al igual que el mismo Cristo, como “hostias vivas, santas y agradables a Dios” (Ro, 12, 1) La victoria será la entrega de todo nuestro ser al servicio del amor, a Dios y a los demás. Entonces nuestra existencia cobrará sentido y probaremos el auténtico sabor de la alegría y la libertad.

2011-08-20

Jesús, la gran cuestión

21º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
Él les preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! Porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre, que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.
Mt 16, 13-20

Una pregunta directa y crucial

El verano, tiempo de ocio y de descanso, es un tiempo propicio también para meditar y reflexionar sobre nuestra fe. El evangelio de hoy nos interpela con esa pregunta, tan directa y rotunda: ¿quién decimos que es Jesús?
Sobre Jesús se han dicho muchas cosas, ya en su tiempo, y también hoy, veinte siglos después. Es un hombre lleno de Dios que no deja indiferente a nadie, tampoco a los agnósticos o a los ateos.
En su época, tal como recoge Mateo en el evangelio, unos decían que era Elías o alguno de los profetas, otros, que Juan Bautista revivido. Muchos pensaban que era un rabino extraordinario, un maestro.
La pregunta de Jesús a los suyos también se dirige a nosotros, a los cristianos, de forma muy especial: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Es una pregunta directa y crucial, que pide una respuesta comprometida y sincera.
Se ha escrito mucha literatura y se han ofrecido múltiples interpretaciones sobre Jesús, algunas profundas e intuitivas, otras aberrantes y confusas. Periodistas, filósofos, teólogos, escritores…, son muchos los que intentan descifrar la verdad de su persona y transmiten una imagen suya a la sociedad. Recibimos tantos impactos e influencias que muchas veces tragamos toda esta información sin discernir. Es importante que seamos capaces de preguntarnos y de buscar respuestas, como buenos pedagogos. ¿Quién es Jesús? La respuesta que demos puede marcar toda nuestra vida.
Muchos piensan que Jesús fue simplemente un hombre bueno, un líder carismático o un gran pensador. Pero Jesús es mucho más que todo eso: es el Hijo de Dios. Este es el fundamento de la fe cristiana y de la Cristología. Jesús es quien revela el amor de Dios: esta es la verdad que nos legaron Pedro y los apóstoles.

La respuesta de la fe

Esta revelación no es fruto de la inteligencia, de la razón, ni siquiera de una experiencia emocional. Nuestras solas fuerzas no pueden llegar a comprenderla. Pedro afirma: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Él ha vivido con Jesús, ha caminado a su lado y ha compartido largas conversaciones con él. Ha captado la hondura de su corazón y su relación íntima y extraordinaria con Dios. Ha aprendido a amarlo y a confiar en él. El episodio en el mar, cuando Jesús camina sobre las olas y Pedro quiere ir hacia él, revela su valor y también sus miedos. Cuando se hunde, Jesús le tiende la mano. Pedro ha experimentado esa salvación; Jesús ha sabido calmar sus tempestades interiores y ha arrojado luz en su vida. Por eso puede exclamar: tú eres el Mesías, el que nos salva, el que nos libera, el que viene a levantarnos cuando nos hundimos.
La expresión “Hijo de Dios vivo” enlaza con la tradición hebrea, el Dios de Abraham y de Jacob, “un Dios de vivos, y no de muertos”. Dios vive en Jesús y por eso él se convierte en el Mesías de su pueblo.
Nuestra miopía religiosa nos dificulta creer. Si no abrimos nuestro corazón no podremos tomar la antorcha del testimonio que nos han pasado Pedro, los apóstoles y sus sucesores a lo largo de los siglos. Jesús se hace presente siempre. Después de su resurrección, permanece con nosotros en el sacramento de la eucaristía. Su presencia es un don, al igual que la fe que inspira la respuesta de Pedro. Jesús le responde diciendo que “Eso no te lo ha revelado hombre alguno, sino mi Padre”. La revelación nunca vendrá por nuestros esfuerzos intelectuales o por nuestra formación teológica, sino por el don de la fe, que Dios regala a todos, pero que pide un espíritu abierto y receptivo.

La misión de Pedro

Después de la pregunta y la afirmación rotunda de Pedro, Jesús le da una misión. Lo hace piedra angular. Sobre su fe edificará la Iglesia, y a él le otorgará potestad. Esto es lo que significa la última frase: “Lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo…”
Hoy se acusa continuamente a la Iglesia de su poder temporal. Pocos entienden que la Iglesia está más allá que aquí, que tiene un pie en el cielo y que no es una mera institución humana, inventada por los apóstoles, sino que es fruto de la voluntad de Dios. La Iglesia es querida, amada y deseada por Dios mismo, e instituida por Jesús en el momento en que se dirige a Pedro y le dice que sobre él edificará su Iglesia. Sobre Pedro, sobre su fe, se levanta la Iglesia, que perdura hasta hoy, regida por el Espíritu Santo.
¿Qué consecuencias tiene todo esto para nosotros? Jesús pregunta acerca de sí y nos encontramos con la respuesta de Pedro y con una Iglesia nacida para revelar el amor de Dios al mundo. Dios nos ama tanto que nos regala al mismo Jesús, su Hijo, y también al Espíritu Santo. En la eucaristía ambos se nos hacen presentes.

El secreto mesiánico

En ese momento de revelación, Jesús les pide a los suyos que callen y no expliquen a nadie que él es el Mesías. Es lo que se conoce como secreto mesiánico. Jesús consideró que no era un momento prudente para dar a conocer su identidad más honda. Sólo lo sabían sus discípulos, pero ya en ese momento expresó su deseo de que fundaran una Iglesia en el futuro, donde su identidad como Hijo de Dios sería revelada a todos. La gran misión de la Iglesia es ésta: comunicar a Jesús, el Hijo de Dios vivo. Y esta es también nuestra misión como cristianos: llevar su amor hasta los confines de la tierra.

2011-08-13

Qué fe tan grande

20º Domingo Tiempo Ordinario. Ciclo A
La mujer se prosternó y dijo: “Señor, socórreme”. Jesús le respondió: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perros”. Ella le contestó: “Es verdad, Señor, pero también los cachorrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos”. Entonces Jesús le dijo: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas”.
Mt 15, 21-28

La fe auténtica es perseverante

En tierras extranjeras, fuera de Israel, una mujer acude a Jesús y le suplica que cure a su hija, poseída de un mal demonio. La actitud de Jesús, al principio, nos parece severa y desconcertante. ¿Cómo puede desoír a esta mujer? Al final, los mismos discípulos, hartos de su insistencia y sus gritos, le piden que la atienda.
Esta petición nos recuerda las de otros personajes que también acudieron a él y pertenecían a otros pueblos, como el centurión romano o los leprosos samaritanos. En este caso, Jesús se hace de rogar. Con sus palabras parece afirmar que su labor se circunscribe al pueblo de Israel. “He venido a las ovejas descarriadas del pueblo de Israel”. Tal vez Jesús ha querido comprobar si la petición de la mujer es sincera y auténtica.
Y la mujer insiste. Lo llama “Señor”. Reconoce su poder y confía en él. Lo sigue porque tiene la certeza de que puede sanar a su hija.
Hoy, Dios también nos pide a los cristianos que confiemos y que no perdamos la esperanza. Nos pide perseverancia, como a la mujer cananea. Para ello es preciso ser humildes, reconocer que estamos llenos de limitaciones y pecados, y que necesitamos su ayuda y su compasión.

Pedir por los seres amados

En el diálogo entre Jesús y la mujer cananea se intercambian unas palabras clave. En primer lugar, ella expone su súplica. No pide por ella, sino por su hija. ¡Cuántas madres rezan por sus hijos e imploran ayuda! Y no sólo piden por enfermedades físicas, sino por otros males que los aquejan. Hoy, son muchos los jóvenes que viven desorientados, vacíos, sin norte y sin saber qué hacer. El dolor y la preocupación empujan a muchas madres a rogar por ellos ante Dios. Desean lo mejor para ellos y, cuando ya no pueden hacer nada más, les queda la oración. El amor nos hace implorar ayuda para nuestros seres queridos.

Un “demonio muy malo”

La mujer explica que su hija tiene un demonio muy malo dentro. El mal se manifiesta de muchas maneras, y hoy también tiene sus expresiones. Muchas veces, ese “demonio” toma la forma del orgullo desmedido y la autosuficiencia. Otras veces, es el egoísmo y la cerrazón, el rechazo y la indiferencia ante los demás. Es un mal que corroe por dentro, y las madres saben que destruye el interior de sus hijos.

Humildad para pedir

La mujer se postra ante Jesús. Ten compasión, le suplica, socórreme. Se sabe necesitada y desvalida, pero no se rinde y pide auxilio. Muchas veces nos rendimos y nos desanimamos, dejamos de pedir y acabamos creyendo que nadie escuchará nuestros ruegos. Aprendamos de la perseverancia de esta mujer cananea.
Jesús, finalmente, la escucha, demostrando que su corazón está abierto a todo el mundo, y también a los extranjeros. Nosotros, los cristianos de Occidente, que recibimos a muchos inmigrantes en nuestras comunidades, tal vez tenemos la tentación de creernos mejores que los de afuera, o de pensar que merecemos más que ellos. Y no es así. Jesús se da a todos, y en este evangelio vemos que lo importante no es el origen o la procedencia, sino la fe. La bondad de Dios se extiende a todos los continentes.
En su diálogo, respondiendo a las palabras de Jesús, y “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”, ella responde: “Pero también los cachorrillos comen de las migajas de sus amos”. Es entonces cuando Jesús se conmueve. “¡Qué grande es tu fe!”

Las migas de pan

Esas migajas de pan son una imagen del pan eucarístico. Tomar a Cristo es vivir alimentados de su amor y de su fe. Como la mujer, todos necesitamos al menos un trocito de ese pan para fortalecer nuestra vida.
Sentirnos amados por Dios, a través de Jesús, presente en el pan de la eucaristía, cada domingo, ¡esa es nuestra fe! Con sólo un poco de su pan y de su vino podríamos curarnos de todos los males espirituales que nos aquejan.

La fe cura y colma los deseos

La fe insistente de la cananea cura a su hija. La fe devuelve la vida, la esperanza y el amor. A menudo nos falta fe porque carecemos de humildad para pedir. La gran enfermedad, el gran demonio, es el orgullo, que nos aparta de los demás. En cambio, la humildad nos acerca.
Como a la mujer del evangelio, Jesús también puede decirnos hoy: ¡qué grande es vuestra fe! Pues a pesar de la apatía y el secularismo de la sociedad, pese a la frialdad religiosa y a contracorriente del mundo, seguimos aquí, creyendo, reuniéndonos a compartir el pan del cielo.
Jesús acaba con unas palabras que son promesa firme: “Se cumplirá aquello que deseas”. Así es. La fe nos llevará a colmar nuestros deseos. No sólo nuestras necesidades físicas, materiales o de salud, sino las aspiraciones más profundas de nuestro ser. Nuestro anhelo más hondo, el deseo de que Dios entre en nuestra vida y reine en nuestro corazón, se verá saciado. Pidámosle con fe, humildes, que nos llene de su amor y de su luz.
Ahondando en la palabra de Dios

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