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Guía para los catequistas Congregación para la Evangelización de los Pueblos 1. Ministerio necesario. Venerables Hermanos en el Episcopado En este histórico período, que por múltiples razones se manifiesta sumamente sensible y favorable al influjo del mensaje cristiano, la Congregación para la Evangelización de los Pueblos ha querido brindar una especial atención a algunas de las categorías de personas que, en la actividad misionera, desempeñan un rol imprescindible. Así, luego de considerar la materia concerniente a la formación en los seminarios mayores (1986) y la temática relativa a la vida y al ministerio de los sacerdotes (1989), nuestra Congregación, en ocasión de su Asamblea Plenaria del mes de abril de 1992, ha centrado su atención y su reflexión, en los catequistas laicos. En el largo camino evangelizador que la Iglesia ha recorrido, los catequistas han tenido siempre un papel de primera importancia. Aun hoy, como justamente afirma la Encíclica Redemptoris Missio, ellos son también "insustituibles evangelizadores". El mismo Santo Padre, dirigiendo su Mensaje a nuestra citada Asamblea Plenaria, ha confirmado nuevamente la singularidad del papel del catequista afirmando que: "Durante mis viajes apostólicos he podido constatar personalmente que los catequistas ofrecen, sobre todo en los territorios de misión, 'una singular e insustituible contribución a la propagación de la fe y de la Iglesia (AG 17)'". También la Congregación para la Evangelización de los Pueblos ha percibido y percibe directa y claramente la indiscutible actualidad de los catequistas laicos. Pues ellos, bajo la guía de los sacerdotes, siguen anunciando con franqueza la "Buena Nueva" a sus hermanos no cristianos, preparándolos luego a ingresar en la comunidad eclesial con el bautismo. Mediante la instrucción religiosa, la preparación a los sacramentos, la promoción de la oración y de las obras de caridad, ayudan a los bautizados a crecer en el fervor de la vida cristiana. Donde los sacerdotes son escasos, a ellos es encomendada la guía pastoral de las pequeñas comunidades lejanas al centro. Y también, sosteniendo duras pruebas y dolorosas privaciones, ellos son frecuentemente llamados a testimoniar su propia fidelidad. La historia pasada y reciente de la evangelización ratifican esta coherencia que, siendo tal, no raramente los ha conducido a donar hasta la propia vida. (Verdaderamente los catequistas son un honor de la Iglesia misionera! La presente Guía para los catequistas, fruto de la última Plenaria de nuestra Congregación, evidencia el interés del Dicasterio misionero en favor de esta "benemérita escuadra" de apóstoles laicos. Ella contiene un material vasto y ordenado que toca variados aspectos de particular importancia, como son: la identidad del catequista, su selección, su formación y espiritualidad, algunas de sus fundamentales tareas apostólicas y hasta su situación económica. Con grande esperanza encomiendo esta Guía a los Obispos, a los Sacerdotes y a los mismos catequistas, invitando a todos a tomarla seriamente en examen y a esforzarse por actuar las directivas contenidas en ella. A los Centros y a las Escuelas para los catequistas, les pido, en particular, que se esmeren por inserir y hacer específica y práctica referencia de este documento en sus programas de formación y de enseñanza, los cuales, por lo que toca a los contenidos, cuentan ya con el Catecismo de la Iglesia Católica, y que fue publicado sucesivamente a la celebración de la Asamblea Plenaria. La utilización atenta y fiel de la Guía para los catequistas en todas las Iglesias que dependen de nuestro Dicasterio misionero, además de promover en modo renovado la figura del catequista, contribuirá ciertamente a garantizar un unitario crecimiento en tan vital sector para el futuro de la misión en el mundo. Es este el auspicio sincero que, con la oración, encomiendo a María "Madre y Modelo de los catequistas", a quien pido los haga ser, cada vez más y siempre, patente y consolante realidad en todas las jóvenes Iglesias. El Santo Padre, al tomar conocimiento de este empeño asumido por nuestro Dicasterio y visto el texto de la "Guía", ha manifestado su vivo aprecio y aliento por la iniciativa, impartiendo de corazón a todos, con particular miramiento a los catequistas, la reconfortante bendición apostólica. Roma, Fiesta de San Francisco Javier, 3 de Diciembre de 1993
INTRODUCCION La Congregación para la Evangelización de los Pueblos (CEP) ha demostrado siempre una atención especial por los catequistas, convencida de que ellos constituyen - bajo la guía de los Pastores - una fuerza de primer orden para la evangelización. Después de haber publicado en el mes de abril de 1970, algunas directrices de orden práctico sobre los catequistas, consciente de su responsabilidad y teniendo en cuenta los profundos cambios ocurridos en el campo misionero, la CEP se propone llamar nuevamente la atención sobre la situación actual, los problemas y las perspectivas de promoción de esa benemérita legión de apóstoles. La CEP se siente reconfortada al respecto por las numerosas y urgentes intervenciones del Santo Padre Juan Pablo II, que, en sus viajes apóstolicos, aprovecha toda oportunidad para subrayar la actualidad y la importancia de la obra de los catequistas, como "fundamental servicio evangélico". Se trata de un objetivo exigente y comprometedor. Pero teniendo en cuenta que los catequistas, desde los primeros siglos del Cristianismo y en todas las épocas de renovado impulso misionero, han dado siempre, y siguen prestando todavía, "una ayuda singular y enteramente necesaria para la expansión de la fe y de la Iglesia", ese objetivo llega a ser también prometedor e irrenunciable. Animada por estas constataciones, y después de haber examinado en la Asamblea Plenaria del 27-30 abril 1992 todas las informaciones y sugerencias recibidas como resultado de una amplia consulta realizada entre los Obispos y los centros de catequesis de los territorios de misión, la CEP ha preparado una Guía para los catequistas en la que se tratan de manera sistemática y existencial, los aspectos principales de la vocación, la identidad, la espiritualidad, la elección, la formación, las tareas misioneras y pastorales, la remuneración y la responsabilidad del pueblo de Dios hacia los catequistas, en la situación actual y en perspectiva al futuro. Se proponen, en cada tema, tanto el ideal que se quiere alcanzar, como los elementos indispensables y realísticos para que un catequista pueda definirse como tal. Las directrices se expresan, de propósito, en forma general, para que sean aplicables a todos los catequistas de las jóvenes Iglesias. Es tarea de los Pastores competentes especificarlas, en base a las necesidades y de las posibilidades locales. Los destinatarios de esta Guía son, ante todo, los catequistas, pero también los relacionados con ellos, es decir los Obispos, los sacerdotes, los religiosos, los formadores y los fieles, ya que existe una profunda conexión entre los distintos componentes de la comunidad eclesial. Antes de la publicación de esta Guía, el Santo Padre Juan Pablo II ha aprobado el Catecismo de la Iglesia Católica, y ordenó su publicación. No hace falta encarecer la importancia extraordinaria para la Iglesia y para todo hombre de buena voluntad, de esta rica y sintética "exposición de la fe de la Iglesia y de la doctrina católica, atestiguadas o iluminadas para la Sagrada Escritura, por la Tradición Apostólica y el Magisterio". Es evidente que el nuevo Catecismo, aunque sea un documento diferente por finalidades y contenidos, proporciona nueva luz a distintos puntos de la Guía y, sobre todo es un seguro y competente punto de referencia para la formación y la actividad de los catequistas. En la redacción final del texto, en particular en las notas, se han indicado las principales conexiones con los temas expuestos en el Catecismo. Lo que se busca es que esta Guía pueda ser un punto de referencia, de unidad y de estímulo para los catequistas y, a través de su acción, también para las comunidades eclesiales. La CEP, por tanto, la confía a las Conferencias Episcopales y a cada uno de los Ordinarios, como ayuda para la vida y el apostolado de los catequistas, y como base para la renovación de los Directorios nacionales y diocesanos que les conciernen.
PRIMERA PARTE UN APOSTOL SIEMPRE ACTUAL
En la Iglesia, el Espíritu Santo llama por su nombre a cada bautizado a dar su aportación al advenimiento del Reino de Dios. En el estado laical se dan varias vocaciones, es decir, distintos caminos espirituales y apostólicos en los que están involucrados cada uno de los fieles y los grupos. En el cauce de una vocación laical común florecen vocaciones laicales particulares. Fundamento de la personalidad del catequista, además de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, es, pues, un llamamiento específico del Espíritu, es decir, un "carisma particular reconocido por la Iglesia" hecho explícito por el mandato del Obispo. Es importante que el candidato a catequista capte el sentido sobrenatural y eclesial de ese llamamiento, para que pueda responder con coherencia y decisión como el Verbo eterno: "He aquí que vengo" (Hb 10,7), o como el profeta: "Heme aquí, envíame" (Is 6,8). En la realidad misionera, la vocación del catequista es específica, es decir, reservada a la catequesis, y general, para colaborar en los servicios apostólicos que sirven para la edificación de la Iglesia y para su crecimiento. La CEP insiste sobre el valor y sobre la especificidad de la vocación del catequista; de ahí el empeño que debe tener cada uno en descubrir, discernir y cultivar la propia vocación. Por tanto, el catequista que trabaja en los territorios de misión tiene una identidad propia que lo distingue del catequista que desempeña sus funciones en las Iglesias de antigua fundación, como lo enseñan el mismo Magisterio y la legislación de la Iglesia. Sintetizando, el catequista en los territorios de misión está caracterizado por cuatro elementos comunes y específicos: un llamamiento del Espíritu; una misión eclesial; una cooperación al mandato apostólico del Obispo; una conexión especial con la realización de la actividad misionera ad Gentes. Estrechamente vinculada a esa identidad está la función del catequista que se desarrolla en relación con la actividad misionera. Esa misión se presenta amplia y diferenciada: al mismo tiempo que anuncio explícito del mensaje cristiano y conducción de los catecúmenos y de los hermanos y hermanas a los sacramentos hasta la madurez de fe en Cristo, es también presencia y testimonio; comprende la promoción del hombre; se traduce en inculturación, se hace diálogo. Por eso el Magisterio, cuando trata del catequista en tierra de misión, manifiesta una consideración privilegiada y hace una reflexión de amplio alcance. Así, la Redemptoris Missio describe a los catequistas como "agentes especializados, testigos directos, evangelizadores insustituibles, que representan la fuerza fundamental de las comunidades cristianas, especialmente en las Iglesias jóvenes". El mismo Código de Derecho Canónico trata aparte el asunto de los catequistas comprometidos en la actividad misionera propiamente dicha y los describe como "fieles laicos debidamente instruidos y que se destaquen por su vida cristiana, los cuales, bajo la dirección de un misionero, se dediquen a explicar la doctrina evangélica y a organizar los actos litúrgicos y las obras de caridad". Esta amplia descripción de la misión del catequista corresponde al concepto esbozado en la Asamblea Plenaria de la CEP, en el 1970: "El catequista es un laico especialmente encargado por la Iglesia, según las necesidades locales, para hacer conocer, amar y seguir a Cristo por aquellos que todavía no lo conocen y por los mismos fieles". Es oportuno, sin embargo, recordar una precisación. Así como a los otros fieles, también al catequista se pueden confiar, según las normas canónicas, algunos cometidos conexos al sagrado ministerio, que no requieren el carácter de la Ordenación. El desempeño de tales funciones, en calidad de suplente, no hace del catequista un pastor, en cuanto su legitimación deriva directamente de la delegación oficial dada por los Pastores. Conviene, sin embargo, tener presente una precisación hecha en el pasado por este mismo Dicasterio en su actividad ordinaria: "El catequista no es un mero suplente del sacerdote, sino que es, de derecho, un testigo de Cristo en la comunidad a la que pertenece". Los catequistas en los territorios de misión se distinguen no solo de los catequistas que actúan en las Iglesias de antigua tradición, sino que se presentan con características y modalidades de acción muy diversificadas de una experiencia eclesial a otra, por lo que resulta difícil hacer una descripción unitaria y sintética. En el plan práctico, es útil tener presente que se puede hablar de dos categorías de catequistas: los de tiempo pleno, que dedican toda su vida a este servicio, y, en cuanto tales, son reconocidos oficialmente: y los de tiempo parcial, que ofrecen una colaboración limitada, pero siempre preciosa. La proporción entre estas dos categorías varía de zona a zona, aunque la línea de tendencia muestra que los catequistas de tiempo parcial son mucho más numerosos. A la dos categorías están confiadas bastantes tareas o funciones. Y precisamente en este aspecto se dan las mayores y más numerosas diversificaciones. Consideramos objetivo el siguiente prospecto global, y puede ayudar a comprender la situación actual en las Iglesias que dependen de la CEP: - Los catequistas que tienen la función específica de la catequesis, a los que se confían en general estas actividades: la educación en la fe de jóvenes y adultos; la preparación para recibir los sacramentos de la iniciación cristiana, tanto de los candidatos, como de sus familias; la colaboración en iniciativas de apoyo a la catequesis como retiros, encuentros, etc. Estos catequistas son más numerosos en las Iglesias donde la organización de los servicios laicales está mejor desarrollada. - Los Catequistas que cooperan en las distintas formas de apostolado con los ministros ordenados en cordial y estrecha obediencia. Sus tareas son múltiples: desde el anuncio a los no cristianos y la catequesis a los catecúmenos y a los bautizados, hasta la animación de la oración comunitaria, especialmente de la liturgia dominical cuando falta el sacerdote; desde la asistencia espiritual a los enfermos hasta la celebración de funerales; desde la formación de otros catequistas en los centros y la dirección de los catequistas voluntarios, hasta el control de las iniciativas pastorales; desde la promoción humana y de la justicia, hasta la ayuda a los pobres, las actividades organizativas, etc. Estos catequistas prevalecen en las parroquias de vasto territorio, y en comunidades de fieles distantes del centro; o también cuando los párrocos, por falta de sacerdotes, escogen colaboradores laicos de tiempo completo. El dinamismo de las Iglesias jóvenes y su situación socio-cultural favorecen el surgir y aun perdurar de otras distintas funciones apostólicas. Así, existen los maestros de religión en las escuelas, encargados de enseñar la religión a los estudiantes bautizados y la primera evangelización a los no cristianos. Estos prevalecen donde la autoridad del Estado limita enseñanza religiosa en sus escuelas, y son también importantes donde existe una estructura escolar de la Iglesia o donde se trata de recuperar su presencia entre los estudiantes de las escuelas estatalizadas. Hay también Catequistas dominicales encargados de enseñar la religión en escuelas organizadas por las parroquias y enlazadas con la liturgia festiva, especialmente donde el Estado no permite tal enseñanza en las escuelas propias. Y no hay que olvidar tampoco a cuantos operan en los barrios de grandes ciudades, en nuevas zonas urbanas, entre militares, immigrados, encarcelados etc. Las diversas experiencias y sensibilidades eclesiales consideran estas funciones como propias del Catequista, o como formas de servicio laical a la Iglesia y a su misión. La CEP considera esta variedad de cometidos como expresión de la riqueza del Espíritu operante en las Iglesias jóvenes. Y los recomienda a la atención de los Pastores. Pero pide que se promuevan aquellos que responden mejor a las exigencias actuales, poniendo especial atención a las perspectivas para el futuro. Hay otro aspecto que no debemos desestimar. Los catequistas pertenecen a diversas categorías de personas, y es por tanto claro que el impacto de su actividad varía según el ambiente y las culturas en las que operan. Así, por ejemplo, el hombre casado parece ser más indicado para desempeñar la tarea de animador de la comunidad, especialmente donde la cultura lo considera todavía como el jefe natural de la sociedad; a la mujer se la juzga, en general, más idónea para la educación de los niños y para la promoción cristiana del ambiente femenino; a los adultos se les considera más maduros y estables, sobre todo si son casados, con la posibilidad, además, de testimoniar coherentemente el valor cristiano del matrimonio; los jóvenes, en cambio, son los preferidos para los contactos con los jóvenes y para iniciativas que exigen más disponibilidad y tiempo libre. En fin, es oportuno tener presente que, al lado de los catequistas laicos, opera en la catequesis un gran número de religiosos y religiosas. Aun sin considerarlos Catequistas por el hecho de ser consagrados poseen una indudable preparación espiritual y plena disponibilidad apostólica. De ahí que, en la práctica, los religiosos y las religiosas ejercen las funciones propias de los catequistas y sobre todo, en virtud de su estrecha colaboración con los sacerdotes, tienen con frecuencia una parte activa a nivel de dirección. Por estas razones, la CEP encomienda al compromiso de los religiosos y de las religiosas, como ya se verifica en muchas partes, este importante sector de la vida eclesial, especialmente al nivel de la formación, de la atención y del cuidado de los catequistas. 5. Perspectivas de desarrollo en un futuro próximo. La tendencia general que la CEP asume y anima es la de mantener y promover la figura del catequista cono tal, independientemente de las tareas que desesempeña. El valor del catequista, y su eficacia apostólica, son siempre decisivos para la misión de la Iglesia. La CEP, basada en su experiencia de alcance universal, presenta algunas pistas para promover e iluminar una reflexión en este sentido: - se ha de dar preferencia absoluta a la calidad. El problema común, reconocido como tal parece ser la escasez de individuos con una preparación adecuada. El objetivo inmediato y prioritario para todos ha de ser, por tanto, la persona del catequista. Esto tendrá consecuencias prácticas en los criterios de elección, en el proceso de formación, en el cuidado y atención al catequista. Las palabras del Santo Padre son muy claras: "Para un servicio evangélico tan fundamental se necesitan numerosos operarios. Pero, sin descuidar el número, hay que procurar con todo empeño sobretodo la calidad del catequista" . - Teniendo en cuenta el nuevo impulso dado a la misión ad gentes, el futuro del catequista en las Iglesias jóvenes se caracterizará, ciertamente, por el celo misionero. El catequista, por lo tanto, se deberá calificar cada vez más como apóstol laico de frontera. En el futuro deberá seguir distinguiéndose, como en el pasado, por su eficacia insustituible en la actividad misionera ad gentes. - No basta establecer un objetivo; es preciso elegir los medios adecuados para alcanzarlo. Eso vale también para la cualificación del catequista. Se trata de establecer programas concretos, procurarse adecuadas estructuras y medios económicos, y encontrar formadores preparados para garantizar al catequista la mayor idoneidad posible. Desde luego, la importancia de los medios y el grado de cualificación varían según las posibilidades reales de cada Iglesia, pero todos deben lograr un objetivo mínimo, sin ceder ante las dificultades. - Reforzar los núcleos de responsables. Se prevé que en todas partes serán necesarios almenos algunos catequistas profesionales, preparados en centros específicos que, bajo la dirección de los Pastores y en puestos claves de la organización catequística, deberán cuidar la preparación de las nuevas fuerzas, introducirlas y guiarlas en el desempeño de sus funciones. Deberán estar situados en los distintos planos: parroquial, diocesano y nacional, y han de garantizar el buen funcionamiento de ese sector tan importante para la vida de la Iglesia. - Además de estas líneas de renovación para el porvenir de los catequistas, la CEP constata que, con toda probabilidad, pues se vislumbran los síntomas, en un futuro próximo cobrarán fuerza algunas categorías. Habrá que identificar quiénes serán protagonistas del mañana. En este contexto, será necesario impulsar especialmente a los catequistas que tienen un marcado espíritu misionero, para que "se hagan ellos mismos animadores misioneros de sus respectivas comunidades eclesiales y estén dispuestos, si el Espíritu les llama interiormente y los Pastores les envían, a salir de su propio territorio para anunciar el Evangelio, preparar los catecumenos al Bautismo y construir nuevas comunidades eclesiales". Se prevé, asimismo, un futuro cada vez más importante para los Catequistas dedicados directamente a la catequesis, porque las Iglesias jóvenes se desarrollan, multiplicando los servicios apostólicos laicales distintos del catequista. Se requerirán por tanto, catequistas especializados. Entre éstos hay que destacar los que trabajan por la renovación cristiana en las comunidades de mayoría de bautizados, pero de escasa instrucción religiosa y vida de fe. Están surgiendo otros tipos de catequistas, que hay que tener en cuenta porque deberán responder a retos ya en parte actuales, como la urbanización, la creciente escolaridad con particular referencia al ambito universitario y, más en general, a los jóvenes, y también las migraciones con el fenómeno de los refugiados, el avance de la secularización, los cambios políticos, la cultura de masa favorecida por los mass-media, etc. La CEP señala el alcance de estas perspectivas y la necesidad de no eludirlas, puesto que las opciones concretas, y su actuación gradual corresponden a los Pastores locales. Las Conferencias Episcopales y cada uno de los Obispos deberán elaborar un programa de promoción del catequista para el futuro, teniendo en cuenta estas pistas preferenciales que valen para todos, y dedicando especial atención a la dimensión misionera, tanto en la formación como en la actividad del catequista. Estos programas, que no deben ser genéricos sino circunstanciados, deberán responder al contexto local, de manera que cada Iglesia tenga los catequistas que necesita ahora, y forme y prepare a los catequistas que prevé que responderán mejor a sus necesidades futuras.
II - LINEAS DE ESPIRITUALIDAD DEL CATEQUISTA
6. Necesidad y naturaleza de la espiritualidad del catequista. Es necesario que el catequista tenga una profunda espiritualidad, es decir, que viva en el Espíritu que le ayude a renovarse contínuamente en su identidad específica. La necesidad de una espiritualidad propia del catequista se deriva de su vocación y misión. Por eso, la espiritualidad del catequista entraña, con nueva y especial exigencia, una llamada a la santidad. La feliz expresión del Sumo Pontífice Juan Pablo II: "el verdadero misionero es el santo" puede aplicarse ciertamente al catequista. Como todo fiel, el catequista "está llamado a la santidad y a la misión", es decir, a realizar su propia vocación "con el fervor de los santos". La espiritualidad del catequista está ligada estrechamente a su condición de "cristiano" y de "laico", hecho partícipe, en su propia medida, del oficio profético, sacerdotal y real de Cristo. La condición propia del laico es secular, con el "deber específico, cada uno según su propia condición, de animar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico, y dar así testimonio de Cristo, especialmente en la realización de esas mismas cosas temporales y en el ejercicio de las tareas seculares". Cuando el catequista está casado, la vida matrimonial forma parte de su espiritualidad. Como afirma justamente el Papa:"Los catequistas casados tienen la obligación de testimoniar con coherencia el valor cristiano del matrimonio, viviendo el sacramento en plena fidelidad y educando con responsabilidad a sus hijos". Esta espiritualidad correspondiente al matrimonio puede tener un impacto favorable y característico en la misma actividad del catequista, y este tratará de asociar a la esposa y a los hijos en su servicio, de manera que toda la familia llegue a ser una célula de irradiación apostólica. La espiritualidad del catequista está vinculada también a su vocación apostólica y, por consiguiente, se expresa en algunas actitudes determinantes que son: la apertura a la Palabra, es decir, a Dios, a la Iglesia y por consiguiente, al mundo; la autenticidad de vida; el celo misionero y el espíritu mariano. El ministerio del catequista está esencialmente unido a la comunicación de la Palabra. La primera actitud espiritual del catequista está relacionada, pues, con la Palabra contenida en la revelación, predicada por la Iglesia, celebrada en la liturgia y vivida especialmente por los santos. Y es siempre un encuentro con Cristo, oculto en su Palabra, en la Eucaristía, en los hermanos. Apertura a la Palabra significa, a fin de cuentas, apertura a Dios, a la Iglesia y al mundo. - Apertura a Dios Uno y Trino, que está presente en lo más íntimo de la persona y da un sentido a toda su vida: convicciones, criterios, escala de valores, decisiones, relaciones, comportamientos, etc. El catequista debe dejarse atraer a la esfera del Padre que comunica la Palabra; de Cristo, Verbo Encarnado, que pronuncia todas y solo las Palabras que oye al Padre (cf. Jn 8,26; 12,49); del Espíritu Santo que ilumina la mente para hacer comprender toda la Palabra y caldea el corazón para amarla y ponerla fielmente en práctica (Cf. Jn 16,12-14). Se trata, pues, de una espiritualidad arraigada en la Palabra viva, con dimensión Trinitaria, como la salvación y la misión universal. Eso implica una actitud interior coherente, que consiste en participar en el amor del Padre, que quiere que todos los hombres lleguen a conocer la verdad y se salven (cf. 1Tim 2,4); en realizar la comunión con Cristo, compartir sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,5), y vivir, como Pablo, la experiencia de su continua presencia alentadora: "No tengas miedo (...) porque yo estoy contigo" (Hch 18,9-10); en dejarse plasmar por el Espíritu y transformarse en testigos valientes de Cristo y anunciadores luminosos de la Palabra. - Apertura a la Iglesia, de la cual el catequista es miembro vivo que contribuye a construirla y por la cual es enviado. A la Iglesia ha sido encomendada la Palabra para que la conserve fielmente, profundice en ella con la asistencia del Espíritu Santo y la proclame a todos los hombres. Esta Iglesia, como Pueblo de Dios y Cuerpo Místico de Cristo, exige del catequista un sentido profundo de pertenencia y de responsabilidad por ser miembro vivo y activo de ella; como sacramento universal de salvación, ella le pide que se empeñe en vivir su misterio y gracia multiforme para enriquecerse con ellos y llegar a ser signo visible en la comunidad de los hermanos. El servicio del catequista no es nunca un acto individual o aislado, sino siempre profundamente eclesial. La apertura a la Iglesia se manifiesta en el amor filial a ella, en la consagración a su servicio y en la capacidad de sufrir por su causa. Se manifiesta especialmente en la adhesión y obediencia al Romano Pontífice, centro de unidad y vínculo de comunión universal, y también al propio Obispo, padre y guía de la Iglesia particular. El catequista debe participar responsablemente en las vicisitudes terrenas de la Iglesia peregrina que, por su misma naturaleza, es misionera y debe compartir con ella, también el anhelo del encuentro definitivo y beatificante con el Esposo. El sentido eclesial, propio de la espiritualidad del catequista se expresa, pues, mediante un amor sincero a la Iglesia, a imitación de Cristo que "amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella" (Ef 5,25). Se trata de un amor activo y totalizante que llega a ser participación en su misión de salvación hasta dar, si es necesario, la propia vida por ella. - Apertura misionera al mundo, lugar donde se realiza el plan salvífico que procede del "amor fontal" o caridad eterna del Padre; donde históricamente el Verbo puso su morada para habitar con los hombres y redimirlos (cf. Jn 1,14), donde ha sido derramado el Espíritu para santificar a los hijos y constituirlos como Iglesia, para llegar hasta el Padre a través de Cristo, en un solo Espíritu (cf. Ef 2,18). El catequista tendrá, pues, un sentido de apertura y de atención a las necesidades del mundo, al que se sabe enviado constantemente y que es su campo de trabajo, aún sin pertenecer del todo a él (cf. Jn 17,14-21). Eso significa que deberá permanecer insertado en el contexto de los hombres, hermanos suyos, sin aislarse o echarse atrás por temor a las dificultades o por amor a la tranquilidad; y conservará el sentido sobrenatural de la vida y la confianza en la eficacia de la Palabra que, salida de la boca misma de Dios, no retorna sin producir un efecto seguro de salvación (cf. Is 55,11). El sentido de apertura al mundo caracteriza la espiritualidad del catequista en virtud de la "caridad apostólica", la misma de Jesús, Buen Pastor, que vino para "reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,52). El catequista ha de ser, pues, el hombre de la caridad que se acerca a los hermanos para anunciarles que Dios los ama y los salva, junto con toda la familia de los hombres.
8. Coherencia y autenticidad de vida. La tarea del catequista compromete toda su persona. Ha de aparecer evidente que que el catequista, antes de anunciar la Palabra, la hace suya y la vive. "El mundo (...) exige evangelizadores que hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible". Lo que el catequista propone no ha de ser una ciencia meramente humana, ni tampoco la suma de sus opiniones personales, sino el contenido de la fe de la Iglesia, única en todo el mundo, que él ya vive, que ha experimentado y de la cual es testigo. De aquí surge la necesidad de coherencia y autenticidad de vida en el catequista. Antes de hacer catequesis, debe ser catequista. (La verdad de su vida es la nota cualificante de su misión! (Qué disonancia habría si el catequista no viviera lo que propone, y si hablara de un Dios que ha estudiado pero que le es poco familiar! El catequista debe aplicarse a sí mismo lo que el evangelista Marcos dice con referencia a la vocación de los apóstoles: "Instituyó Doce para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar" (cf. Mc 3,14-15). La autenticidad de vida se expresa a través de la oración, la experiencia de Dios, la fidelidad a la acción del Espíritu Santo. Ello implica una intensidad y un orden interior y exterior, aunque adaptándose a la distintas situaciones personales y familiares de cada uno. Se puede objetar que el catequista, en cuanto laico, vive en una realidad que no le permite estructurarse la vida espiritual como si fuera un consagrado y que, por consiguiente, debe contentarse con un tono más modesto. En todas las situaciones de la vida, tanto en el trabajo como en el ministerio, es posible, para todos, sacerdotes, religiosos y laicos, alcanzar una elevada comunión con Dios y un ritmo de oración ordenada y verdadera; no sólo esto, sino también crearse espacios de silencio para entrar más profundamente en la contemplación del Invisible. Cuanto más verdadera e intensa sea su vida espiritual, tanto más evidente será su testimonio y más eficaz su actividad. Es importante, asimismo, que el catequista crezca interiormente en la paz y en la alegría de Cristo, para ser el hombre de la esperanza, del valor, que tiende hacia lo esencial (cf. Rm 12,12). Cristo, en efecto, "es nuestro gozo" (Ef 2,14), y lo comunica a los apóstoles para que su "alegría llegue a plenitud" (Jn 15,11). El catequista deberá ser, pues, el sembrador de la alegría y de la esperanza pascual, que son dones del Espíritu. En efecto "El don más precioso que la Iglesia puede ofrecer al mundo de hoy, desorientado e inquieto, es el de formar cristianos firmes en lo esencial y humildemente felices en su fe". Un catequista que viva en contacto con muchedumbres de no cristianos, como sucede en los territorios de misión, en fuerza del Bautismo y de la vocación especial no puede menos de sentir como dirigidas a él las palabras del Señor: "También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a éllas las tengo que conducir" (Jn 10,16); "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda creatura" (Mc 16,15). Para poder afirmar como Pedro y Juan ante el Sanedrín: "No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído" (Hch 4,20) y realizar, como Pablo, el ideal del ministerio apostólico: "el amor de Cristo nos apremia" (2Cor 5,14), es necesario que el catequista tenga un arraigado espíritu misionero. Este espíritu se hace apostólicamente operante y fecundo bajo algunas condiciones importantes: ante todo, el catequista ha de tener fuertes convicciones interiores y ha de irradiar entusiasmo y valor, sin avergonzarse nunca del Evangelio (cf. Rm 1,16). Deje que los sabios de este mundo busquen las realidades inmediatas y gratificantes y gloríese sólo de Cristo que le da la fuerza (cf. Col 1,29) y no ansíe saber, ni predicar, nada más que a "Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1Co 1,24). Como justamente afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, del "amoroso conocimiento de Cristo nace irresistible el deseo de anunciar, de 'evangelizar' y de conducir los a otros al 'si' de la fe en Jesucristo. Pero, al mismo tiempo, se siente la necesidad de conocer cada vez mejor esta fe". Además, el catequista ha de procurar mantener la convicción interior del pastor que "va tras la oveja descarriada hasta que la encuentra" (Lc 15.4); o de la mujer que "busca con cuidado la dracma perdida hasta que la encuentra" (Lc 15,8). Es una convicción que engendra celo apostólico: "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio" (1Co 9,22-23; cf. 2Co 12,15); "(ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1Co 9,16). Estos apremios interiores de Pablo podrán ayudar al catequista a acrecentar en sí mismo el celo como corresponde a su su vocación especial, y también a su voluntad de responder a ella y le impulsarán a colaborar activamente en el anuncio de Cristo y en la construcción y al crecimiento de la comunidad eclesial. El espíritu misionero requiere, en fin, que el Catequista imprima, en lo más íntimo de su ser, el signo de la autenticidad; la cruz gloriosa. El Cristo que el catequista ha aprendido a conocer, es el "crucificado" (cf 1Co 2,2); el que él anuncia es también el "Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles" (1Co 1,23), que el Padre ha resucitado de los muertos al tercer día (cf Hch 10,40). El catequista, por consiguiente, deberá saber vivir el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, con esperanza, en toda situación de limitación y sufrimiento personal, de adversidades familiares, de obstáculos en el servicio apostólico, en el deseo de seguir el mismo camino que recorrió el Señor: "completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (Col 1,24)". Por una vocación singular, María vio al Hijo de Dios "crecer en sabiduría, edad y gracia" (Lc 2,52). Ella fue la Maestra que lo "formó en el conocimiento humano de las Escrituras y de la historia del designio de Dios sobre su Pueblo en la adoración al Padre". Ella fue, asimismo, "la primera de sus discípulos". Como lo afirmó audazmente S. Agustín, el hecho de ser discípula fue para María más importante que ser madre. Se puede decir, con razón y alegría, que María es un "catecismo viviente", "madre y modelo del catequista". La espiritualidad del catequista, como la de todo cristiano y, especialmente, la de todo apóstol, debe estar enriquecida por un profundo espíritu mariano. Antes de explicar a los demás la figura de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, el catequista debe vivir su presencia en lo más íntimo de sí mismo y manifestar, con la comunidad, una sincera piedad mariana. Ha de encontrar en María un modelo sencillo y eficaz que debe realizar en sí mismo y poder proponer: "La Virgen fue en su vida un ejemplo del amor maternal con que debe animar a todos aquellos que, en la misión apostólica de la Iglesia, cooperan a la regeneración de los hombres". El anuncio de la Palabra está siempre relacionado con la oración, la celebración eucarística y la construcción de la comunión fraterna. La comunidad primitiva vivió esa rica realidad (Hch 2-4) con María, la Madre de Jesús (cf. Hch 1,14).
III. ACTITUDES DEL CATEQUISTA FRENTE A DETERMINADAS SITUACIONES ACTUALES
11. Servicio a la comunidad y atención a las distintas categorías. El servicio del Catequista se ofrece a toda clase de personas, sea cual fuere la categoría a la que pertenecen: jóvenes y adultos, hombres y mujeres, estudiantes y trabajadores, sanos y enfermos, católicos, hermanos separados y no bautizados. Sin embargo, no es lo mismo ser catequista de catecúmenos que se preparan a recibir el bautismo, o responsable de una aldea de cristianos con el cometido de seguir las distintas actividades pastorales, o ser Catequista encargado de enseñar el catecismo en las escuelas, o preparar a los sacramentos, o serlo en un barrio de ciudad o en la zona rural. Por lo tanto, concretamente, todo catequista deberá promover el conocimiento y la comunión entre los miembros de la comunidad, cuidar de las personas que le han sido confiadas, y tratar de comprender sus necesidades particulares para poder las ayudar. Desde este punto de vista, los catequistas se distinguen por tareas propias y por preparación especifica. Esta situación, de hecho, sugiere que el catequista pueda conocer de antemano su destino, y que se le introduzca a la categoría de personas a las que ha de servir. Para esto serán útiles las sugerencias dadas al respecto por el Magisterio, especialmente en el Directorio Catequético General, nn. 77-97 y en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae, nn. 35-45. En el vasto campo apostólico, el catequista está llamado a prestar especial cuidado a los enfermos y ancianos, por su fragilidad física y psíquica que exige especial solidaridad y asistencia. El catequista ha de acercarse al enfermo y ayudarle a comprender el sentido profundo y redentor del misterio cristiano de la cruz en unión con Jesús que asumió el peso de nuestras enfermedades (cf. Mt 8,17; Is 53,4). Visita a los enfermos con frecuencia, los conforta con la Palabra y, cuando está encargado de ellos, con la Eucaristía. El catequista ha de seguir de cerca también a los ancianos, que tienen una función cualificada en la Iglesia, como justamente lo reconoce Juan Pablo II al definir al anciano "el testigo de la tradición de la fe (cf. Sal 44,2; Ex 12,26-27), el maestro de vida (cf. Si 6,34; 8,11-12), el operador de caridad". Ayudar al anciano, para un catequista significa ante todo colaborar a que su familia lo mantenga insertado como "testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes"; además, hacer que experimente la cercanía de la comunidad y animarlo a que viva con fe sus inevitables límites y, en ciertos casos, también la soledad. El catequista no deje de preparar al anciano para el encuentro con el Señor, ayudándole a sentir la alegría que nace de la esperanza cristiana en la vida eterna. Hay que tener presente, además, la sensibilidad que el catequista deberá demostrar para comprender y prestar su ayuda en ciertas situaciones difíciles, como: la unión irregular de la pareja, los hijos de esposos separados o divorciados. El catequista debe participar y expresar verdaderamente la inmensa compasión del corazón de Cristo (cf. Mt 9,36; Mc 6,34; 8,2; Lc 7,13).
Como toda la actividad evangelizadora, también la catequesis está llamada a llevar la fuerza del Evangelio al corazón de la cultura y de las culturas. El proceso de inculturación requiere largo tiempo porque es un proceso profundo, global y gradual. A través de él, como explica Juan Pablo II, "la Iglesia encarna el Evangelio en las diversas culturas y, al mismo tiempo, introduce a los pueblos con sus culturas en su misma comunidad; trasmite a las mismas sus propios valores, asumiendo lo que hay de bueno en ellas y renovándolas desde dentro". Los catequistas, en cuanto apóstoles, están implicados necesariamente en el dinamismo de este proceso. Además, con una preparación específica, que no puede prescindir del estudio de la antropología cultural y de los idiomas más idóneos a la inculturación, se les debe ayudar a operar por su parte y en la pastoral de conjunto, siguiendo las directrivas de la Iglesia acerca de este tema particular, que podemos sintetizar así: - El mensaje evangélico, aunque no se identifica nunca con una cultura, necesariamente se encarna en las culturas. De hecho, desde el comienzo del cristianismo, se ha encarnado en algunas culturas. Hay que tener en cuenta esto para no privar a las Iglesias jóvenes de valores que ya son patrimonio de la Iglesia universal. - El Evangelio tiene una fuerza regeneradora, capaz de rectificar no pocos elementos de las culturas en las que penetra, cuando no son compatibles con él. - El sujeto principal de la inculturación son las comunidades eclesiales locales, que viven una experiencia cotidiana de fe y caridad, insertadas en una determinada cultura, corresponde a los Pastores indicar las pistas principales que se deben recorrer para destacar los valores de una determinada cultura; los expertos sirven de estímulo y ayuda. - La inculturación es genuina si se guía por estos dos principios: se basa en la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura y avanza de acuerdo con la Tradición de la Iglesia y las directivas del Magisterio, y no contradice la unidad deseada por el Señor. - La piedad popular, entendida como conjunto de valores, creencias, actitudes y expresiones propias de la religión católica y purificada de los defectos debidos a la ignorancia o a la superstición, expresa la sabiduría del Pueblo de Dios y es una forma privilegiada de inculturación del Evangelio en una determinada cultura. Para participar positivamente en ese proceso, el catequista deberá atenerse a estas directivas que favorecen en él una actitud clarividente y abierta; insertarse con toda seriedad en el plan de pastoral aprobado por la autoridad competente de la Iglesia, sin aventurarse en experiencias particulares que podrían desorientar a los demás fieles; y reavivar la esperanza apostólica, convencido de que la fuerza del Evangelio es capaz de penetrar en cualquier cultura, enriqueciéndola y fortaleciéndola desde dentro.
Entre el anuncio del Evangelio y la promoción humana hay una "estrecha conexión". Se trata, en efecto, de la única misión de la Iglesia. "Con el mensaje evangélico la Iglesia ofrece una fuerza libertadora y promotora de desarrollo, precisamente porque lleva a la conversión de corazón y de la mentalidad; ayuda a reconocer la dignidad de cada persona; dispone a la solidaridad, al compromiso, al servicio de los hermanos; inserta al hombre en el proyecto de Dios, que es la construcción del Reino de paz y de justicia, a partir ya de esta vida. Es la perspectiva bíblica de los 'nuevos cielos y nueva tierra' (cf. Is 65,17; 2Pe 3,13; Ap 21,1), es la que ha introducido en la historia el estímulo y la meta para el progreso de la humanidad". Es bien sabido que la Iglesia reivindica para sí una misión de orden "religioso", que debe realizarse, sin embargo, en la historia y en la vida real de la humanidad y, por tanto, en forma no desencarnada. Es tarea, preeminente de los laicos, llevar los valores del Evangelio al campo económico, social y político. El catequista tiene una importante tarea propia y característica en el sector de la promoción humana, del desarrollo y defensa de la justicia. Al vivir en un mismo contexto social con los hermanos, es capaz de comprender, interpretar y resolver las situaciones y los problemas a la luz del Evangelio. Ha de saber, pues, estar en contacto con la gente, estimularla a tomar conciencia de la realidad en que vive para mejorarla y, cuando sea necesario, ha de tener el valor de hablar en nombre de los más débiles para defender sus derechos. Por lo que se refiere a la acción, cuando es necesario realizar iniciativas de ayuda, el catequista deberá actuar siempre con la comunidad, en un programa de conjunto, bajo la guía de los Pastores. Aquí surge, necesariamente, otro aspecto relacionado con la promoción: la opción preferencial por los pobres. El catequista, sobre todo cuando está comprometido en el apostolado en general, tiene el deber de asumir esta opción eclesial que no es exclusiva, sino una forma de primacía de la caridad. Y debe estar convencido de que su interés y ayuda a los pobres se funda en la caridad porque, como afirma explícitamente el Sumo Pontífice Juan Pablo II: "El amor es, y sigue siendo, la fuerza de la misión". El catequista ha de tener presente que por pobres se entiende sobre todo aquellos que se hallan en situación de estrechez económica, tan numerosos en diversos territorios de misión; estos hermanos deben poder experimentar el amor maternal de la Iglesia, aunque todavía no formen parte de ella, y sentirse estimulados a afrontar y superar las dificultades con la fuerza de la fe cristiana, ayudándolos a hacerse ellos mismos artífices de su propio desarrollo integral. Todo acto caritativo de la Iglesia, así como toda la actividad misionera, da "a los pobres luz y aliento para un verdadero desarrollo". Además de atender a los desposeídos, los catequistas han de acercarse y ayudar, porque son también pobres, a los oprimidos y perseguidos, a los marginados y a todas las personas que viven en una situación de grave necesidad, como los minusválidos, los desocupados, los prisioneros, los refugiados, los drogadictos, los enfermos de SIDA, etc.. La división de los cristianos es contraria a la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y "daña a la causa santísima de la predicación del Evangelio a todos los hombres". Todas las comunidades cristianas tienen el deber de "participar en el diálogo ecuménico y demás iniciativas destinadas a realizar la unidad de los cristianos". Pero en los territorios de misión este compromiso asume una urgencia especial para que no sea vana la oración de Jesús al Padre: "sean también ellos en nosotros, una cosa sola, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). El catequista, en virtud de su misión, se encuentra necesariamente implicado en esta dimensión apostólica y debe colaborar a madurar la conciencia ecuménica en la comunidad, comenzando por los catecúmenos y los neófitos. Ha de cultivar, pues, un profundo deseo de unidad, insertarse con gusto en el diálogo con los hermanos de otras confesiones cristianas y comprometerse generosamente en las iniciativas ecuménicas, dentro de su cometido, siguiendo las directivas de la Iglesia, especificadas localmente por la Conferencia Episcopal y por el Obispo. Procure sobre todo seguir las directivas acerca de la cooperación ecuménica en la catequesis y en la enseñanza de la religión en las escuelas. Su acción será verdaderamente ecuménica si se esfuerza en "enseñar que la plenitud de las verdades reveladas y de los medios de salvación instituidos por Cristo se halla en la Iglesia católica"; y si logra también "hacer una presentación correcta y leal de las demás Iglesias y comunidades eclesiales de las que el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse como medio de salvación". En el ambiente donde realiza su actividad, el catequista ha de hacer lo posible por establecer relaciones amistosas con los responsables de las otras confesiones, de acuerdo con los Pastores y, si fuere necesario, en representación suya; ha de evitar que se fomenten inútiles polémicas y concurrencia; debe ayudar a los fieles a vivir en armonía y respeto con los cristianos no católicos, realizando plenamente y sin ningun complejo, su identidad católica; y promueva el esfuerzo común de todos los que creen en Dios, para ser "constructores de paz".
El diálogo inter-religioso es una parte de la misión evangelizadora de la Iglesia. El anuncio y el diálogo se orientan efectivamente hacia la comunicación de la verdad salvífica. El diálogo es una actividad indispensable en las relaciones entre la Iglesia católica y las otras religiones y merece seria atención. Se trata de un diálogo de la salvación, que se realiza en Cristo. También los catequistas, cuya tarea primordial en las misiones es el anuncio, deben estar abiertos, preparados y comprometidos en ese tipo de diálogo. Se les ha de ayudar, pues, a llevarlo a cabo, teniendo en cuenta las indicaciones del Magisterio, especialmente las de la Redemptoris Missio, del documento conjunto Diálogo y Anuncio, del Pontificio Consejo para el Diálogo Inter-religioso y de la C.E.P., y del Catecismo de la Iglesia Católica, que implican: - Escucha del Espirítu, que sopla donde quiere (cf Jn 3,8), respetando lo que El ha operado en el hombre, para alcanzar la purificación interior, sin la cual el diálogo no reporta frutos de salvación. - El correcto conocimiento de las religiones presentes en el territorio: su historia y organización; los valores que, como "semillas del Verbo", pueden ser una "preparación al Evangelio", los límites y errores que se oponen a la verdad evangélica y que se deben, respectivamente, completar y corregir. - La convicción de fe que la salvación procede de Cristo y que, por consiguiente, el diálogo no dispensa del anuncio; que la Iglesia es el camino ordinario de la salvación y sólo ella posee la plenitud de la verdad revelada y de los medios salvíficos. No es posible, como ha reafirmado S.S. Juan Pablo II haciendo referencia a la Redemptoris Missio: "poner en un mismo nivel la revelación de Dios en Cristo y las escrituras o tradiciones de otras religiones. Un teocentrismo que no reconociera a Cristo en su plena identidad sería inaceptable para la fe católica. (...) El mandato misionero de Cristo, perennemente válido, es una invitación explícita a hacer discípulos a todas la gentes y a bautizarlas para que se abra para ellas la plenitud del don de Dios". El diálogo no debe, pues, conducir al relativismo religioso. - La colaboración práctica con los organismos religiosos no cristianos para resolver los grandes retos que se plantean a la humanidad, como la paz, la justicia, el desarrollo, etc.. Además, se requiere una actitud de aprecio y acogida a las personas. La caridad del Padre común es la que debe unir a la familia de los hombres en toda obra de bien. En la realización de un diálogo tan importante, no hay que dejar solo al catequista, este, a su vez, se ha de mantener integrado en la comunidad. Toda iniciativa de diálogo inter-religioso se debe llevar a cabo partiendo de los programas aprobados por el Obispo y cuando es preciso por la Conferencia Episcopal o por la Santa Sede, y ningún catequista ha de actuar por su cuenta, ni mucho menos contra las directivas comunes. En fin, hay que tener fe en el diálogo, el camino para realizarlo es difícil e incomprendido. El diálogo es a veces el único modo de dar testimonio de Cristo, y es siempre un camino hacia el Reino que no dejará de dar sus frutos, aunque el tiempo y momento están reservados al Padre (cf. Hch 1,8).
La proliferación de las sectas de origen cristiana y no cristiana es, actualmente, un reto pastoral para la Iglesia en todo el mundo. En los territorios de misión, representan un serio obstáculo para la predicación del Evangelio y para el desarrollo ordenado de las Iglesias jóvenes, pues atacan a la integridad de la fe y a la solidez de la comunión. Existen zonas más vulnerables y personas más expuestas a su influencia. Lo que las sectas pretenden ofrecer, les favorece aparentemente porque lo presentan como una respuesta "inmediata" y "sencilla" a las necesidades sensibles de las personas, y se sirven de medios apropiados a la sensibilidad y cultura locales. Como es bien sabido, el Magisterio de la Iglesia ha alertado varias veces respecto a las sectas, animando a que se considere su difusión actual como una ocasión para una "seria reflexión" por parte de la Iglesia. Más que una campaña contra las sectas, en los territorios de misión se debe dar un nuevo impulso a la "actividad misionera" propiamente dicha. El catequista se presenta, hoy día, como uno de los agentes más aptos para superar positivamente ese fenómeno. Con su tarea de anunciar la Palabra y de acompañar el crecimiento en la vida cristiana, el catequista se encuentra en una situación ideal para ayudar a las personas - tanto cristianos como no cristianos - a comprender cuáles son las verdaderas respuestas a sus necesidades, sin recurrir a las pseudo-seguridades de las sectas. Además, como laico puede actuar más capilarmente y hablar de modo más realista y comprensivo. Las líneas de acción preferenciales, para un catequista, son las siguientes: conocer bien el contenido y especialmente las cuestiones que las sectas explotan para combatir la fe y a la Iglesia, y así hacer comprender a la gente la inconsistencia de la exposición religiosa de las sectas; cuidar la instrucción y el fervor de vida de las comunidades cristianas para detener la corrosión; intensificar el anuncio y la catequesis para prevenir la difusión de las sectas. El catequista, por consiguiente, ha de empeñarse en realizar una obra silenciosa, perseverante y positiva con las personas, para iluminarlas, protegerlas y, eventualmente, liberarlas de la influencia de las sectas. No hay que olvidar que muchas sectas son intolerantes y proselitísticas y, en general, se muestran agresivas hacia el Catolicismo. No es posible pensar en un diálogo constructivo con la mayor parte de ellas, si bien hay que partir del respeto y comprensión que merecen las personas. Esta constatación exige que la obra de la Iglesia sea compacta para no dar espacio a confusiones; y también ecuménica, porque la expansión de las sectas representa, asimismo, una amenaza para las otras denominaciones cristianas. Por lo que se refiere a la acción, el catequista deberá actuar dentro del programa pastoral común aprobado por los Pastores competentes.
SEGUNDA PARTE IV - ELECCION PRUDENTE
Un problema fundamental en los territorios de misón, es la dificultad de establecer qué grado de convicción de fe y qué calidad de motivación vocacional ha de tener un candidato para ser aceptado. Este problema se debe a muchas causas más o menos consistentes; principalmente: la diversa madurez religiosa de las comunidades eclesiales; la escasez numérica de personas idóneas y disponibles; la situación socio-política; la escasa preparación escolar básica y las dificultades económicas. Este estado de cosas puede engendrar una especie de resignación ante la cual es preciso reaccionar. La CEP insiste en el principio de que una buena selección de los candidatos es la condición preliminar para lograr catequistas idóneos. Por eso, como hemos dicho ya, exhorta a que, desde la elección inicial se procure ante todo la calidad. Es preciso que los Pastores tengan este criterio como ideal a lograr gradualmente y que no acepten con facilidad compromisos. Además, la CEP sugiere que se cultive la formación del ambiente, dando a conocer cuál es el papel del catequista en la comunidad, sobre todo entre los jóvenes, para que aumente el número de los que se sienten inclinados a comprometerse en este servicio eclesial. No se olvide, además, que el aprecio que manifiestan los fieles por esa función es directamente proporcionada al modo con que los Pastores tratan a sus catequistas, valorizan sus atribuciones y respetan su responsabilidad. Un catequista realizado, responsable y dinámico, que actúa con entusiasmo y alegría en el ejercicio de su tarea, apreciado y justamente remunerado, es el mejor promotor de su propia vocación. Para escoger un candidato como catequista, es preciso saber qué criterios son "esenciales" y cuáles no. En la práctica, es indispensable que en todas las Iglesias se establezca una lista de criterios de selección, para que los encargados de escoger a los candidatos tengan puntos de referencia. La elaboración de esa lista, con criterios suficientes, precisos, realistas y controlables, corresponde a la autoridad local, única capaz de valorar las exigencias del servicio y la posibilidad de responder a ellas. También en este punto conviene tener en cuenta las siguientes indicaciones generales, con el fin de lograr un comportamiento homogéneo en todas las zonas de misión, respetando las necesarias e inevitables diferencias. - Algunos criterios se refieren a la persona del catequista: por principio absoluto previo, como se acepte nunca a nadie que no tenga motivaciones serias, o que solicite ser catequista porque no ha podido encontrar otra ocupación más honrosa y rentable. En sentido positivo, los criterios deberán contemplar: la fe del candidato, que se manifiesta en su piedad y en el estilo de vida diaria; su amor a la Iglesia y la comunión con los Pastores; el espíritu apostólico y la apertura misionera; su amor a los hermanos, con propensión al servicio generoso; su preparación intelectual básica; buena reputación en la comunidad, y que tenga todas las potencialidades humanas, morales y técnicas relacionadas con las funciones peculiares de un catequista, como el dinamismo, la capacidad de buenas relaciones, etc. - Otros criterios se refieren al acto de la selección: tradándose de un servicio eclesial, la decisión incumbe al Pastor, generalmente al párroco. La comunidad se verá implicada, necesariamente, en cuanto debe indicar y valorar el candidato. El Obispo, a quien el párroco presentará los candidatos, también participará personalmente o mediante su delegado, al menos en un momento sucesivo, para confirmar con su autoridad la elección y, sucesivamente, para conferir la misión oficial. - Existen criterios especiales de aceptación en centros o escuelas para catequistas: además de los criterios generales que valen para todos, cada centro establece sus propios criterios de aceptación de acuerdo con las características del centro mismo, especialmente en lo referente a la preparación escolar básica que se exige, las condiciones de participación, los programas de formación, etc. Estas indicaciones generales deben especificarse concretamente in loco, sin omitir ninguno de los campos indicados, precisándolos y completándolos, en base a lo que requiere y permite cada situación.
V - CAMINO DE FORMACION
Para que las comunidades eclesiales puedan contar con catequistas suficientes e idóneos, además de una elección atenta, es indispensable proporcionar una preparación de calidad. El Magisterio de la Iglesia reclama continuamente y con convicción, la necesidad de la preparación del catequista, porque cualquier actividad apostólica "que no se apoye en personas verdaderamente formadas, está condenada al fracaso". Es útil señalar que los documentos del Magisterio requieren para el catequista en una formación global y especifica. Global, es decir, que abarque todas las dimensiones de su personalidad, sin descuidar ninguna. Específica, es decir ordenada al servicio peculiar que ha de llevar a cabo: anunciar la Palabra a los distantes y a los cercanos, guiar a la comunidad, animar y, cuando sea necesario, presidir el encuetro de oración, asistir a los hermanos en las diversas necesidades espirituales y materiales. Todo esto lo confirmó el Papa Juan Pablo II: "Cuidar con especial solicitud la calidad significa, pues, procurar con preferencia una formación básica adecuada y una actualización constante. Se trata de una labor fundamental para asegurar a la misión de la Iglesia, personal calificado, programas completos y estructuras adecuadas, abrazando todas las dimensiones de la formación,de la humana a la espiritual, doctrinal, apostólica y profesional". Se trata, pues, de una formación exigente para el interesado y comprometedora para los que deben cooperar en su realización. La CEP la confía como tarea de máxima importancia hoy, al cuidado especial de los Ordinarios.
Para realizar su vocación, los catequistas - como todo fiel laico - "han de ser formados para vivir aquella unidad con la que está marcado su mismo ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana". No pueden existir niveles paralelos y diferentes en la vida del catequista: el espiritual, con sus valores y exigencias; el secular con sus distintas manifestaciones, y el apostólico con sus compromisos, etc.. Para lograr la unidad y la armonía de la persona es importante, desde luego, educar y disciplinar sus propias tendencias caracteriales, intelectuales, emocionales, etc., para favorecer el crecimiento, y seguir un programa de vida ordenado; es decisivo profundizar y aferrar que el principio y la fuente de la identidad del catequista, es la persona de Cristo Jesús. El objeto esencial y primordial de la catequesis, como es bien sabido, es la persona de Jesús de Nazareth, "Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1,14), "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6). Todo el "misterio de Cristo" (Ef 3,4), "escondido desde siglos y generaciones" (Col 1,26), es el que debe ser revelado. Por tanto, la preocupación del catequista deberá ser, precisamente, la de trasmitir, a través de su enseñanza y comportamiento, la doctrina y la vida de Jesús. El ser y actuar del catequista dependen, inseparablemente, del ser y el actuar de Cristo. La unidad y la armonía del catequista se deben leer desde esa perspectiva cristocéntrica y han de construirse en base a una "familiaridad profunda con Cristo y con el Padre", en el Espíritu. Nunca se insistirá bastante en este punto, si se quiere renovar la figura del catequista en este momento decisivo para la misión de la Iglesia. Desde la elección, es importante poner cuidado en que el candidato posea un mínimo de cualidades humanas básicas, y muestre aptitud para un crecimiento progresivo. El objetivo, en este ámbito, es que el catequista sea una persona humanamente madura e idónea para una tarea responsable y comunitaria. Por tanto, se deben tener en cuenta algunos aspectos determinados. Ante todo, la esfera propiamente humana, con todo lo que ella implica: equilibro psico-físico, buena salud, responsabilidad, honradez, dinamismo; ética profesional y familiar; espíritu de sacrificio, de fortaleza, de perseverancia, etc. Además, la idoneidad para desempeñar las funciones de catequista: facilidad de relaciones humanas, de diálogo con las diversas creencias religiosas y con la propia cultura; idoneidad de comunicación, disposición para colaborar; función de guía; serenidad de juicio; comprensión y realismo; capacidad para consolar y de hacer recobrar la esperanza, etc. En fin, algunas dotes características para afrontar situaciones o ambientes particulares: ser artífices de paz; idóneos para el compromiso de promoción, de desarrollo, de animación socio-cultural; sensibles a los problemas de la justicia, de la salud, etc. Estas cualidades humanas, educadas con una sana pedagogía, forman una personalidad madura y completa, ideal para un catequista. La misión de educador en la fe requiere en el catequista una intensa vida espiritual. Este es el aspecto culminante y más valioso de su personalidad y, por tanto, la dimensión preferente de su formación. El verdadero catequista es el santo. La vida espiritual del catequista se centra en una profunda comunión de fe y amor con la persona de Jesús que lo ha llamado y lo envía. Como Jesús, el único Maestro (cf. Mt 23,8), el catequista sirve a los hermanos con la enseñanza y con las obras que son siempre gestos de amor (cf. Hch 1,1). Cumplir la voluntad del Padre, que es un acto de caridad salvífica hacia los hombres, es también alimento para el catequista, como lo fue para Jesús (cf. Jn 4,34). La santidad de vida, realizada desde la perspectiva de la identidad de laico y apóstol, ha de ser, pues, el ideal al que se ha de aspirar en el ejercicio del servicio de catequista. La formación espiritual se desarrolla en un proceso de fidelidad hacia "Aquél que es el principio inspirador de toda la obra catequética y de los que la realizan: el Espíritu del Padre y del Hijo: el Espíritu Santo". La manera más adecuada para alcanzar ese alto grado de madurez interior es una intensa vida sacramental y de oración. De las experiencias más significativas y realistas se destaca un ideal de vida de oración que la CEP propone al menos para los catequistas que guían una comunidad, o que trabajan con dedicación plena, o colaboran estrechamente con el sacerdote, especialmente para los llamados Cuerpos directivos: - Participación en la Eucaristía con regularidad y, donde es posible, cada día, sosteniéndose con el "pan de vida" (Jn 6,34), para formar "un solo cuerpo" con los hermanos (cf. 1Cor 10,17) y ofreciéndose a sí mismo al Padre, junto con el cuerpo y la sangre del Señor. - Liturgia vivida en sus distintas dimensiones, para crecer como persona y para ayudar la comunidad. - Rezo de una parte de la Liturgia de las Horas especialmente de Laudes y de Vísperas, para unirse a la alabanza que la Iglesia ofrece al Padre "desde que sale el sol hasta el ocaso" (Sal 113,3). - Meditación diaria, especialmente sobre la Palabra de Dios, en actitud de contemplación y de respuesta personal. Como la experiencia lo demuestra, la meditación regular, así como la lectio divina, hecha también por los laicos, pone orden en la vida y asegura un armonioso crecimiento espiritual. - Oración personal, que alimente la comunión con Dios durante las ocupaciones diarias, prestando especial atención a la piedad mariana. - Frecuencia del Sacramento de la Penitencia para la purificación interior y el fervor del espíritu. - Participación en retiros espirituales, para la renovación personal y comunitaria. Sólo alimentando la vida interior con una oración abundante y bien hecha, el catequista puede lograr el grado de madurez espiritual que su cometido exige. Como la adhesión al mensaje cristiano, que en último término es fruto de la gracia y de la libertad, y no depende de la habilidad del catequista, es necesario que su actividad esté acompañada por la oración. Puede suceder que, debido a la escasez de personas disponibles e idóneas, surja el riesgo de contentarse con catequistas de nivel más bien bajo. La CEP anima a no ceder a esas soluciones pragmáticas para que esta figura de apóstol pueda mantener su puesto cualificado en la Iglesia así como lo exige el actual momento del compromiso misionero. Para la vida espiritual del catequista es necesario proporcionarle medios adecuados. El primero es, sin lugar a dudas, la dirección espiritual. Merecen estima las diócesis que confían a uno o varios sacerdotes la guía espiritual de los catequistas en sus mismos puestos de trabajo. Pero es insustituible la obra constante de un director espiritual que el catequista mismo escoge entre los sacerdotes disponibles y de fácil acceso. Este sector hay que potenciarlo. Los párrocos, sobre todo, han de permanecer cerca de sus propios catequistas, preocupándose de seguirlos en su crecimiento espiritual, más aun que en la eficacia de su trabajo. Se recomiendan, asimismo, las iniciativas parroquiales o diocesanas que tienen por objeto la formación interior de los catequistas - como las escuelas de oración, las convivencias fraternas y de coparticipación espiritual y los retiros espirituales. Estas iniciativas no aíslan a los catequistas, sino que les ayudan a crecer en la espiritualidad propia y en la comunión entre ellos. Todo catequista, en fin, debe estar convencido de que la comunidad cristiana es también un lugar apropiado para cultivar la vida interior. Mientras guía y anima la oración de los hermanos, el catequista recibe de ellos, al mismo tiempo, un estímulo y un ejemplo para mantener el fervor y crecer como apóstol.
Se requiere en todos los candidatos una preparación escolar básica evidentemente proporcionada a la situación general del país. Son conocidas, al respecto, las dificultades que se presentan donde la escolaridad es baja. No se debe ceder sin reaccionar ante esas dificultades. Por el contrario, hay que tratar de elevar el grado de estudio básico que se requiere para ser aceptados, de manera que todos los candidatos estén preparados para seguir un curso de cultura religiosa superior; sin la cual además de experimentar un sentimiento de inferioridad respecto a otros que han estudiado, resultan efectivamente menos aptos para afrontar ciertos ambientes y para resolver nuevas problemáticas. Por lo que se refiere a los contenidos, sigue siendo actual y válido el cuadro completo de formación teológico-doctrinal, antropológica y metodológica, tal como se presenta en el Directorio Catequístico General publicado por la Congregación para el Clero en 1971. En lo que concierne a los territorios de misión, sin embargo, es necesario hacer algunas precisaciones y añadir unas observaciones que este Dicasterio ya había expresado, en parte, in ocasión de la Asamblea Plenaria de 1970, y que ahora asume y desarrolla en base a la Encíclica Redemptoris Missio: - En virtud del fin propio de la actividad misionera, los elementos fundamentales de la formación doctrinal del catequista serán la Teología Trinitaria, la Cristología y la Eclesiología, consideradas en una síntesis global, sistemática y progresiva del mensaje cristiano. Comprometido a dar a conocer y a amar a Cristo, Dios y Hombre, deberá conocerlo a fondo e interiorizarse con El. Comprometido a dar a conocer y a amar a la Iglesia, se familiarizará con su tradición e historia y con el testimonio de los grandes modelos, como son los Padres y los Santos. - El grado de cultura religiosa y teológica varía de un lugar a otro, dependiendo de cómo se imparta la enseñanza: en centros, o en cursos breves. En todo caso se debe asegurar a todos un mínimo conveniente, fijado por la Conferencia Episcopal o por el Obispo, en base al criterio general ya mencionado, de la necesidad de adquirir una cultura religiosa superior. - La Sagrada Escritura deberá seguir siendo la materia principal de enseñanza y constituir el alma de todo el estudio teológico. Esta ha de intensificarse cuando sea necesario. Habrá que estructurar, entorno a la Sagrada Escritura, un programa que incluya las principales ramas de la teología. Se tenga presente que el catequista tiene que ser formado en la pastoral bíblica, también en previsión de la confrontación con las confesiones no católicas y con las sectas que recurren a la Biblia de modo no siempre correcto. - También la Misiología ha de enseñarse a los catequistas, al menos en sus elementos basilares, para garantizarles este aspecto esencial de su vocación. - Llamado a ser animador de la oración comunitaria, el catequista necesita profundizar convenientemente el estudio de la Liturgia. - Según las necesidades locales, habrá que incluir o dar mayor relieve a algunos temas de estudio; por ejemplo, la doctrina, las creencias de los ritos principales de las otras religiones o las variantes teólogicas de las Iglesias y de las comunidades eclesiales no católicas presentes en la región. - Merecen especial atención algunos temas que dan a la preparación intelectual del catequista un mayor arraigo y actualización, como: la inculturación del Cristianismo en una cultura determinada; la promoción humana y de la justicia en una especial situación socio-económica; el conocimiento de la historia del país, de las prácticas religiosas, del idioma, de los problemas y necesidades del ambiente al que ha sido destinado el catequista. - Por lo que se refiere a la preparación metodológica, hay que tener presente que, en las misiones, muchos catequistas trabajan también en distintos campos de la pastoral, y que casi todos están en contacto con seguidores de otras religiones. Por eso hay que iniciarlos no sólo en la enseñanza de la catequesis, sino también en todas aquellas actividades que forman parte del primer anuncio y de la vida de una comunidad eclesial. - Será importante. asimismo, presentar a los catequistas contenidos relacionados con las nuevas situaciones que van surgiendo en el contexto de su vida. En los programas de estudio se deberán incluir también - partiendo de la realidad actual y de las previsiones para el futuro - materias que ayuden a afrontar fenómenos como la urbanización, la secularización, la industrialización, las migraciones, los cambios socio-póliticos, etc. - Hay que insistir en que la formación teológica tiene que ser global y no sectorial. Los catequistas, en efecto, deben llegar a una comprensión unitaria de la fe que favorezca precisamente la unidad y la armonía de su personalidad, y también de su servicio apostólico. - Actualmente hay que aprovechar la especial importancia que reviste, para la preparación doctrinal de los catequistas el Catecismo de la Iglesia Católica. Este contiene, en efecto, una síntesis orgánica de la Revelación y de la perenne fe católica, tal como la Iglesia la propone a sí misma y a la comunidad de los hombres de nuestro tiempo. Como afirma S.S. Juan Pablo II, en la Constitución Apostólica Fidei depositum, el Catecismo contiene "cosas nuevas y viejas" (cf. Mt 13,52), pues la fe es siempre la misma y al mismo tiempo es fuente de luces siempre nuevas. El servicio que el Catecismo quiere ofrecer es atinente y actual para cada catequista. La misma Constitución Apostólica afirma que el Catecismo se ofrece a los Pastores y a los fieles para que se sirvan de él en el cumplimiento, dentro y fuera de la comunidad eclesial, de "su misión de anunciar la fe y de llamar a la vida evangélica". Y se ofrece también "a todo hombre que os pida cuentas de la esperanza que hay en vosotros (cf. 1Pt 3,15) y que desea conocer lo que la Iglesia católica cree". Sin duda alguna los catequistas encontrarán en el nuevo Catecismo una fuente de inspiración y una mina de conocimientos para su misión específica. - A estas indicaciones hay que añadir una exhortación a procurar los medios necesarios para la formación intelectual de los catequistas. Entre éstos están, en primer lugar, las escuelas de catequesis: y se revelan también muy eficaces los cursos breves promovidos en las diócesis o en las parroquias, la instrucción individual impartida por un sacerdote o un catequista experto; además, la utilización de material didáctico. Es bueno que se dé importancia, en la formación intelectual, a metodologías variadas y sencillas como las lecciones escolares, el trabajo en grupo, el análisis de casos prácticos, las investigaciones y el estudio individual. La dimensión intelectual de la formación se presenta, pues, como algo muy exigente, y requiere personal cualificado, estructuras y medios económicos. Se trata de un desafío que hay que afrontar y superar con valor, sano realismo y una programación inteligente, ya que es éste uno de los sectores más deficientes en el momento actual. Todo catequista deberá empeñarse al máximo en el estudio para llegar a ser como una lámpara que ilumina el camino de los hermanos (cf. Mt 5, 14-16). Para ello, debe ser el primero en sentirse gozoso de su fe y de su esperanza (cf. Flp 3,1; Rm 12,12); teniendo el sano criterio de proponer sólo los contenidos sólidos de la doctrina eclesial en fidelidad al Magisterio; sin permitisse nunca perturbar las conciencias, sobre todo de los jóvenes, con teorías "más propias para suscitar problemas inútiles que para secundar el plan de Dios, fundado en la fe" (1Tm 1,4). En fin de cuentas, es deber del catequista unir en su persona la dimensión intelectual y la espiritual. Ya que existe un único Maestro, el catequista debe de ser consciente de que sólo el Señor Jesús enseña, mientras que él lo hace "en la medida en que es su portavoz, permitiendo que Cristo enseñe por su boca". La dimensión pastoral de la formación se refiere al ejercicio de la triple función: profética, sacerdotal y real del laico bautizado. Por eso hay que iniciar al catequista en su tarea: anuncio del Evangelio, catequesis, ayuda a los hermanos para que vivan su fe y rindan culto a Dios, y presten los servicios pastorales en la comunidad. Las aspectos principales en los que se debe educar a los candidatos son: el espíritu de responsabilidad pastoral y la leadership; la generosidad en el servicio; el dinamismo y la creatividad; la comunión eclesial y la obediencia a los Pastores. Este tipo de formación requiere instrucciones doctrinales explicando los principales campos apostólicos en los que un catequista puede actuar, de manera que conozca bien las necesidades y el modo de responder a ellas. Es necesario, asimismo, que se expliquen las características de los destinatarios: niños, adolescentes, jóvenes o adultos; estudiantes o trabajadores, bautizados o no; miembros de pequeñas comunidades o de movimientos; sanos o enfermos, ricos o pobres, etc., y las distintas maneras de dirigirse a ellos. En particular se asegure a los catequistas la preparación pastoral sacramental, de manera que puedan ayudar a los fieles a comprender mejor el sentido religioso de los signos y acercarse con confianza a estas fuentes perennes de vida sobrenatural. No se olvide la importancia de acompañar a los cristianos que sufren a vivir la gracia propia del sacramento de la Unción de los Enfermos. La formación pastoral requiere, además, ejercicios prácticos, especialmente al principio, bajo la guía de maestros, del sacerdote, o de algún catequista experto. Las instrucciones teóricas y los ejercicios prácticos deberán armonizarse, en la medida de lo posible, de manera que la introducción al compromiso apostólico sea gradual y completa. Por lo que se refiere a la preparación al servicio específico de la catequesis, es oportuno recordar expresamente el Directorio Catequético General en particular allí donde se explican los "elementos de metodología". La dimensión misionera está estrictamente vinculada a la identidad misma del catequista y caracteriza todas sus actividades apostólicas. Por eso se le debe cuidar con esmero en la formación, procurando asegurar a cada catequista una buena iniciación teórica y práctica que le capacite, como cristiano laico, a recorrer las etapas progresivas que son propias de la actividad misionera, a saber: - Estar presente activamente en la sociedad de los hombres, dando un testimonio auténtico de vida, estableciendo con todos una convivencia sincera, y colaborando en caridad para resolver los problemas comunes. - Anunciar con franqueza (cf. Hch 4,23; 28,31) la verdad acerca de Dios y de que él envió para la salvación de todos, a nuestro Señor Jesucristo (cf. 2Ts 1,9-10), de manera que los no cristianos, a los que el Espíritu Santo abra el corazón (cf. Hch 16,14), puedan creer y convertirse libremente. - Encontrar a los adeptos de otras religiones sin prejuicios, y en diálogo franco y abierto. - Preparar a los catecúmenos en el camino de iniciación gradual al misterio de la salvación, a la práctica de los preceptos evangélicos y a la vida religiosa, litúrgica y caritativa del pueblo de Dios. - Construir la comunidad, preparando a los candidatos a recibir el Bautismo y los demás sacramentos de la iniciación cristiana, para que entren a formar parte de la Iglesia de Cristo que es profética, sacerdotal y real. - Bajo la guía de los Pastores y en colaboración con los demás fieles, cumplir las tareas que, según el plan pastoral, conducen a la maduración de la Iglesia particular. Estos servicios corresponden a necesidades de cada Iglesia, y caracterizan al catequista en los territorios de misión. Por consiguiente, la actividad de formación deberá ayudar al catequista a afinar su sensibilidad misionera, y capácitarlo a descubrir y a aprovechar todas las situaciones favorables al primer anuncio. - Recordando el pensamiento ya citado de Juan Pablo II, cuando los catequistas se forman bien en el espíritu misionero se hacen animadores misioneros de su propia comunidad eclesial e impulsan fuertemente la evangelización de los no cristianos, prontos a que sus Pastores los envíen fuera de la propia Iglesia o país. Los Pastores, conscientes de su propia responsabilidad, traten de valorar al máximo esa legión insustituible de apóstoles y ayúdenles a acrecentar cada día más su celo misionero. El hecho de que la Iglesia sea misionera por su misma naturaleza y haya sido llamada y destinada a evangelizar a todos los hombres, comporta una doble convicción: en primer lugar, que la actividad apostólica no es un acto individual y aislado; y que se ha de llevar a cabo en comunión eclesial, a partir de la Iglesia particular con su Obispo. Estas constataciones de Pablo VI con relación a los evangelizadores pueden aplicarse con todo derecho a los catequistas, cuya tarea es una realidad eminentemente eclesial y, por tanto, comunitaria. El catequista, en efecto, es enviado por los Pastores y actúa gracias a la misión recibida de la Iglesia y en nombre de ella. Su acción, de la que él no es dueño sino humilde siervo, tiene, en el orden de la gracia, vínculos institucionales con la acción de toda la Iglesia. Las actitudes principales que se deben tener en cuenta para educar convenientemente a un catequista a esa dimensión comunitaria son: - La actitud de obediencia apostólica a los Pastores, en espíritu de fe, como Jesús que "se despojó de sí mismo tomando condición de siervo (...), obedeciendo hasta la muerte" (Flp 2,7-8; cf. Hb 5,8; Rm 5,19). A esta obediencia apostólica debe acompañar una actitud de responsabilidad, ya que el ministerio del catequista, después de la elección y del mandato, es ejercido por la persona llamada y habilitada interiormente por la gracia del Espíritu. En este contexto de la obediencia apostólica, se hace cada vez más oportuno el mandato o misión canónica, como se acostumbra en muchas Iglesias, en el que se destaca el vínculo que existe entre la misión de Cristo y de la Iglesia, con la del catequista. Se aconseja sea en una función litúrgica especial o litúrgicamente inspirada, debidamente aprobada, celebrada en la comunidad de la que procede el catequista, durante la cual el Obispo o un delegado suyo dé el mandato, haciendo un gesto significativo, como por ejemplo la imposición del crucifijo o la entrega de los Evangelios. Es conveniente que este rito del mandato tenga más solemnidad para el catequista de plena dedicación que para el catequista de tiempo limitado. - Capacidad de colaborar en distintos niveles: el sentido comunitario produce necesariamente en el individuo una actitud de colaboración que se debe educar y apoyar. El catequista deberá tener en cuenta todos los componentes de la comunidad eclesial en la que está insertado, y actuar en unión con ellos. Se recomienda, especialmente, la colaboración con otros laicos comprometidos en la pastoral, sobre todo en las Iglesias donde están más desarrollados los servicios laicales distintos al del catequista. Para colaborar en este plano, no es suficiente una convicción interior; se debe echar mano también del trabajo de conjunto, como la planificación y la revisión en común de las distintas obras y actividades. Esta unión de todas las fuerzas es cometido, sobre todo, de los Pastores; pero la cordura de un catequista deberá favorecer la convergencia de todos los que trabajan en su radio de acción. El catequista debe saber sufrir por la Iglesia, afrontando la fatiga que comporta el apostolado realizado en común y aceptando las imperfecciones de los miembros de la Iglesia, a imitación de Cristo que amó a su Iglesia hasta darse por ella (cf. Ef 5,25). La educación al sentido comunitario debe ser objeto de atención especial, desde el comienzo de la formación, mediante experiencias preparadas, realizadas y revisadas en grupo por los candidatos. Es de capital importancia, en la formación de los catequistas, contar con educadores idóneos y suficientes. Cuando se habla de agentes, se debe entender todo el conjunto de personas implicadas en la formación. Los catequistas deben estar convencidos, ante todo, de que su primer educador es Nuestro Señor Jesu Cristo, que forma a través del Espíritu Santo (cf Jn 16,12-15). Esto exige en ellos un espíritu de fe y una actitud de oración y de recogimiento para dar espacio a la pedagogía divina. La educación de apóstoles es pues, principalmente un arte que se expresa en el ámbito sobrenatural. La persona es la primera responsable del propio crecimiento interior, es decir, de cómo se debe responder al llamamiento divino. La conciencia de esta responsabilidad deberá impulsar al catequista a dar una respuesta activa y creativa comprometiéndose y asumiendo todas las responsabilidades del propio progreso de vida. El catequista opera en comunión, al servicio y con la ayuda de la comunidad eclesial. Por tanto, también la comunidad está llamada a colaborar en la formación de sus catequistas, asegurándoles, en especial, un ambiente positivo y fervoroso; acogiéndolos por lo que son y ofreciéndoles la debida colaboración. En la comunidad, los Pastores desempeñan también un servicio de guía como educadores de los catequistas. Esto requiere de ellos particular atención y, en los candidatos, confianza y coherencia en seguir sus directivas. El Obispo y el párroco son, en virtud de su función, los formadores más adecuados de los catequistas. Los formadores, es decir, los delegados por la Iglesia para ayudar a los catequistas a realizar el programa de educación, son como "compañeros de viaje" cuyo servicio cualificado es muy valioso. Son, ante todo, los responsables de los centros para catequistas y también los que se encargan de la formación básica y permanente de los candidatos fuera de los centros. Es importante que se escojan educadores idóneos que, además de destacarse por sentido de Iglesia y por vida cristiana, posean una preparación específica para esa tarea y tengan una experiencia personal por haber desempeñado, ellos también, el servicio de la catequesis. Es bueno que los formadores constituyan un equipo o grupo compuesto posiblemente de sacerdotes, religiosos y laicos, tanto hombres como mujeres escogidos sobre todo entre catequistas experimentados. Así, la formación resultará más completa y encarnada. Los candidatos han de tener confianza en sus formadores y considerarlos guías indispensables que la Iglesia les ofrece amorosamente para que puedan llegar a un alto grado de madurez. El proceso de formación que antecede al comienzo del ministerio catequético no es igual en todas las Iglesias, ya que la organización y las posibilidades son diferentes, y varía asimismo, según se imparta en un centro o fuera de él. Hay que insistir en que todos los catequistas reciban una formación inicial mínima suficiente, sin la cual no podrían ejercer convenientemente su misión. Con este fin indicamos algunos criterios y directivas que contribuirán a promover y a guiar las distintas opciones de la actividad formativa: - Conocimiento del sujeto: es necesario que el candidato sea conocido personalmente y en su ambiente cultural. Sin este conocimiento de base, la formación sería más bien una simple instrucción poco personalizada. - Atención a la realidad socio-eclesial: es importante que la formación de los catequistas no sea abstracta, sino encarnada en la realidad en que ellos viven y actuán. La atención a las situaciones eclesiales y sociales ofrece puntos de referencia concretos y garantiza una formación más adecuada. - Formación continua y gradual: es preciso ayudar a los candidatos a alcanzar todos los objetivos de la formación, de manera progresiva y gradual, respetando los ritmos de crecimiento de cada uno y las necesarias diferencias de las distintas etapas. No se debe pretender tener catequistas completos desde el principio, pero ayúdeseles a mejorar sin interrupciones ni desequilibrios. - Método ordenado y completo: teniendo en cuenta el contexto misionero y los principios de una sana pedagogía, es necesario que el método de formación se nutra de experiencia, es decir, que se enriquezca con confrontaciones, programadas y guiadas, con las situaciones eclesiales, culturales y sociales locales; que sea integral, a saber, que procure el desarrollo de la persona en todos sus aspectos y valores; dialogante, con un continuo intercambio entre la persona y Dios, el formador y la comunidad; liberador, para desligar al catequista de cualquier condicionamiento consciente o inconsciente, que contraste con el mensaje evangélico; armónico, es decir, que procure asumir lo esencial y conduzca a la unidad interior. - Proyecto de vida: una pedagogía eficaz ayuda al individuo a construir un plan de vida que establezca los objetivos y los medios para alcanzarlos, de manera realista. A todo catequista se debe dar, desde el principio, una formación que le capacite para fijarse un plan ordenado, cuidando, ante todo, la identidad y el estilo de vida, y también las cualidades necesarias para el apostolado. - Diálogo formativo: es el encuentro personal entre el candidato y el formador. Se trata de un encuentro importante para iluminar, estimular y acompañar el progreso en la formación. El catequista ha de abrirse al formador y establecer con él un diálogo constructivo y regular. En el diálogo formativo ocupa un puesto singular la dirección espiritual, que llega hasta lo más íntimo de la persona y la ayuda a abrirse a la gracia para crecer en sabiduría. - En un contexto comunitario: la comunidad cristiana, donde el catequista vive y desarrolla su actividad, es el lugar necesario de confrontación, propuesta y discernimiento de vida para todos sus miembros y - en especial - para los que desempeñan una vocación apostólica. Los catequistas pueden descubrir progresivamente, en la comunidad, cómo se lleva a cabo el proyecto divino de la salvación. Ninguna verdadera educación apostólica puede realizarse al margen del contexto comunitario. Estas indicaciones se tienen presentes donde existe una buena estructura para la formación básica. Sin embargo, pueden servir de estímulo y orientación para los Pastores y para los mismos candidatos también en la fase inicial. Hay que evitar, absolutamente, toda improvisación en la preparación de los catequistas, o dejarla a su exclusiva iniciativa. La evolucióm de la persona, el dinamismo peculiar de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, el proceso de continua conversión y de crecimiento en la caridad apostólica, la renovación de la cultura, la evolución de la sociedad y el continuo perfeccionamiento de los métodos didácticos, exigen que el catequista se mantenga en fase de formación durante todo el período de su servicio activo. Este empeño concierne tanto a los dirigentes como a los catequistas, y abarca todas las dimensiones de su formación: humana, espiritual, doctrinal y apostólica. La formación permanente asume características particulares según las distintas situaciones: al comienzo de la actividad apostólica, es una introducción al servicio, necesaria a todo catequista, y consiste en instrucciones doctrinales y en experiencias prácticas dirigidas. Durante el ejercicio del ministerio, la formación permanente es una renovación continua para mantenerse preparados para la diversas tareas, que incluso pueden cambiar. Así se garantiza la calidad de los catequistas, evitando el desgaste y rutina con el pasar del tiempo. En algunos casos de especial dificultad, de cansancio, de cambio de lugar o de ocupación, etc., la formación permanente ayuda al catequista a madurar el criterio, y a recobrar el fervor y dinamismo iniciales. La responsabilidad de la formación permanente no puede atribuirse únicamente a los organismos centrales; corresponde también a los interesados y a cada una de las comunidades, teniendo en cuenta las distintas realidades de unas personas a otras y de unos lugares a otros. Además de reafirmar el valor de todos estos principios, es necesario fomentar el uso de instrumentos útiles para la formación permanente. Es cierto que se presentan obstáculos de orden económico, o debidos a la carencia de personal cualificado, a la escasez de libros y de otro material didáctico; a las distancias y medios de transporte inadecuados, etc. No obstante, la formación permanente de los catequistas sigue siendo un imperativo indiscutible. Los esfuerzos que los responsables están realizando con este objeto deben ser respaldados. Hay que tratar de crear en todas partes, una organización suficiente y emprender iniciativas concretas, para que ningún catequista se vea privado de una mejoría constante. Entre las iniciativas para la formación permanente, el primer lugar corresponde a los Centros catequéticos que asisten a los antiguos alumnos al menos durante el primer período mediante cartas circulares e individuales, envío de material, visitas in loco de los formadores y encuentros de revisión en los mismos centros. Los centros son los ambientes más apropiados para organizar cursos de renovación y actualización de catequistas, en cualquier momento de su servicio. Las diócesis, si no disponen de un centro al cual dirigirse, busquen otros ambientes para llevar a cabo sus ciclos de formación permanente que, por lo general, consisten en breves cursos, encuentros de un día, etc., animados por personal expresamente encargado a nivel diocesano. De modo análogo se debe actuar en las parroquias o en los grupos de parroquias vecinas que colaboran entre sí. Las iniciativas aisladas no son suficientes para la formación permanente. Se precisan programas orgánicos que prevean una renovación cíclica sobre los distintos aspectos de la personalidad del catequista. No basta, pues, cuidar de la profesionalidad laboral; hay que privilegiar siempre la identidad de la persona. Se ha de cuidar con esmero todo programa de carácter espiritual porque esta dimensión es, sin discusión, la principal. No se olvide que el catequista ha de permanecer enraizado en su comunidad para recibir la formación permanente en su propio contexto y junto con los demás fieles. Al mismo tiempo, se debe procurar desarrollar la dimensión universal, valorizando los encuentros entre catequistas de distintas Iglesias particulares. Además de las iniciativas organizadas, la formación permanente está confiada a los mismos interesados. Todo catequista, por tanto, deberá hacerse cargo de su propio y continuo progreso, mediante el mayor empeño posible, persuadido de que nadie puede reemplazarle en su responsabilidad primaria.
Entre los medios de formación, se destacan los centros o escuelas para catequistas. Es significativo que los documentos de la Iglesia, desde el Ad Gentes hasta la Redemptoris Missio, insistan en la importancia de "favorecer la creación y el incremento de las escuelas (o centros) para catequistas que, aprobados por las Conferencias Episcopales, otorguen títulos oficialmente reconocidos por éstas últimas". Cuando se hace referencia a los centros para catequistas, se habla de realidades muy diferentes: desde organismos desarrollados, que pueden albergar por largo tiempo a los candidatos con un programa de formación orgánico, hasta estructuras esenciales para pequeños grupos o cursos breves, o incluso sólo para encuentros de un día. En su mayoría, los centros son diocesanos o interdiocesanos; algunos son nacionales continentales, o internacionales. Estos distintos tipos de centros se complementan mutuamente y deben promoverse todos ellos. Existen elementos comunes a estos centros, como el programa de formación que hace del centro un lugar de crecimiento en la fe; la posibilidad de residir en él; la enseñanza escolar alternada con experiencias pastorales y, sobre todo, la presencia de un grupo de formadores. Existen también elementos propios que distinguen a unos centros de otros. Entre éstos: el nivel mínimo que se requiere de preparación escolar, proporcionado al nivel nacional; las condiciones para aceptar a los candidatos; la duración del curso y de la residencia; las características de los candidatos mismos: sólo hombres o sólo mujeres, o ambos; jóvenes o adultos; casados, solteros o parejas; distintas sensibilidades y énfasis en los contenidos y métodos de formación, que se adaptan a la realidad local; formación específica, o no, para las esposas de los catequistas; entrega o no, de un diploma. Es importante que exista una cierta conexión entre los centros, sobre todo a nivel nacional, bajo la responsabilidad de la Conferencia Episcopal. Esa conexión se favorece con encuentros regulares entre todos los formadores de los distintos centros y por el intercambio de material didáctico. De este modo, se procura la unidad de la formación y se potencian los centros con el enriquecimiento participado de la experiencia de los demás. La importancia de los centros no se limita a la actividad formativa que se refiere a las personas. Pueden llegar a ser verdaderos núcleos de reflexión sobre temas importantes de carácter apostólico como: los contenidos de la catequesis, la inculturación, el diálogo interreligioso, los métodos pastorales, etc... y servir de apoyo a los Pastores en sus responsabilidades. Además de los centros o escuelas, hemos de mencionar los cursos y los encuentros, de distinta duración y composición, organizados por las diócesis y parroquias, especialmente aquellos en los que participan el Obispo o los párrocos. Son medios de formación muy eficaces y, en ciertas zonas y situaciones, constituyen el único medio para proporcionar una buena formación. Estos cursos no se oponen a los programas de los centros, sirven más bien para prolongar su influencia o, como sucede a menudo, para compensar la falta de centros. Tanto para la actividad de los centros como para la de los cursos, son indispensables los instrumentos didácticos: libros, audiovisuales y todo el material que sirve para preparar bien a un catequista. Corresponde a los Pastores responsables procurar que los centros estén provistos del material necesario, de acuerdo con su importancia. Es encomiable la costumbre de intercambiarse los medios didácticos entre un centro y otro, entre una y otra diócesis. A veces se trata de intercambios útiles entre naciones limítrofes y homogéneas por su situación socio-religiosa. La CEP insiste en que no basta proponerse objetivos elevados de formación, sino que es preciso escoger y utilizar los medios eficaces. Por tanto, además de insistir en que se dé prioridad absoluta a los formadores, que hay que preparar bien y sostenerlos, la CEP pide que se potencien los centros en todas partes. También, para esto, se requiere un sano realismo, para evitar un discurso sólo teórico. El objetivo que se quiere alcanzar es lograr que todas la diócesis puedan formar un cierto número de catequistas propios, por lo menos los cuadros, en un centro. Además, fomentar las iniciativas locales, en particular los encuentros programados y guiados, porque son indispensables para la formación inicial de los que no han podido frecuentar el centro y para la formación permanente de todos.
TERCERA PARTE LA RESPONSABILIDAD HACIA EL CATEQUISTA VI - REMUNERACION DEL CATEQUISTA
Se reconoce unánimemente que la cuestión económica es uno de los obstáculos más serios para poder contar con un número suficiente de catequistas. Ese problema no se plantea, desde luego, con los maestros de religión en las escuelas oficiales, ya que éstos reciben el sueldo del Estado. Por lo que se refiere, en cambio, a cualquier categoría de catequistas remunerados por la Iglesia, en particular los que tienen una familia a su cargo, la cuestión crucial es la proporción entre lo que reciben y las exigencias de la vida. Se perciben consecuencias negativas en distintos aspectos: en la elección, ya que las personas dotadas prefieren trabajos mejor remunerados; en el compromiso, porque resulta necesario desempeñar otros oficios para completar los ingresos; en la formación, porque muchos no están en condiciones de participar en los cursos; en la perseverancia, y en las relaciones con los Pastores. Además, en algunas culturas el trabajo se aprecia por lo que retribuye y se corre el riesgo de considerar a los catequistas como trabajadores de inferior categoría. La retribución del catequista ha de considerarse como cuestión de justicia y no de libre contribución. Los catequistas, de dedicación plena o parcial, deben ser retribuidos según normas precisas, establecidas a nivel de diócesis y parroquia, teniendo en cuenta los recursos económicos de la Iglesia particular, de la situación personal y familiar del catequista, en el contexto ecónomico general del Estado. Se reservará especial atención a los catequistas enfermos, inválidos y ancianos. Como en el pasado, la CEP seguirá interesándose en promover y distribuir aportaciones económicas para los catequistas, según las posibilidades. Pero, insiste a la vez, en la necesidad de buscar a, toda costa, una solución más estable del problema. Los presupuestos de las diócesis y de las parroquias por tanto, deberán destinar a esta obra una cuota proporcionada de los ingresos, siguiendo el criterio de dar la prioridad a los gastos de la formación. También los fieles deberán hacerse cargo del mantenimiento de los catequistas, sobre todo cuando se trata del animador de su comunidad local. La calidad de las personas, en particular las que están comprometidas en el apostolado directo, tienen la precedencia respecto a las estructuras. No se destinen pues a otros fines ni se reduzcan los presupuestos destinados a los catequistas. Se recomienda especialmente la ayuda económica para los centros de catequistas. Este esfuerzo es digno de encomio y contribuirá sin duda a incrementar la vida cristiana en un futuro próximo, porque la catequesis activa y eficaz es la base de la formación del Pueblo de Dios. Al mismo tiempo deben promoverse y multiplicarse los catequistas voluntarios, que se comprometen a una cooperación a tiempo limitado, con regularidad, pero sin una verdadera remuneración porque tienen ya otro empleo fijo. Esta línea de acción es más realista cuando se trata de comunidades eclesiales que tienen ya un cierto grado de desarrollo. Es necesario ciertamente educar a los fieles a que consideren la vocación del catequista como una misión, más que como un empleo de vida. Además, será preciso reexaminar la organización y la distribución de los catequistas. En resumen, el problema económico exige una solución a partir de la Iglesia local. Todas las otras iniciativas son una buena contribución y han de potenciarse, pero la solución radical hay que buscarla localmente, especialmente con una acertada administración, que respete las prioridades apostólicas, y educando a la comunidad a dar la debida contribución económica.
VII - RESPONSABILIDAD DEL PUEBLO DE DIOS
La CEP siente la necesidad de expresar en públicamente su reconocimiento y gratitud a los Obispos, a los sacerdotes y a las comunidades de fieles por la atención que siempre han demostrado a los catequistas: esa actitud es una garantía para el anuncio misionero, para la madurez de las Iglesias jóvenes. Los catequistas, en efecto, son apóstoles de primera línea: sin ellos "no se habrían edificado Iglesias hoy día florecientes"; son, además, una de las componentes esenciales de la comunidad, enraizados en ella por el Bautismo y la Confirmación y su vocación, con el derecho y el deber de crecer en plenitud y de obrar con responsabilidad. Es significativo que Juan Pablo II, en la Encíclica Redemptoris Missio, encomie de este modo a los catequistas en los territorios de misión: "Entre los laicos que se hacen evangelizadores se encuentran, en primera línea, los catequistas. (...) Aunque se ha habido un incremento de los servicios eclesiales y extraeclesiales, el ministerio de los catequistas continúa siendo siempre necesario y tiene unas características peculiares". Estas palabras confirman lo que el mismo Sumo Pontífice había afirmado en la Exhortación Apostólica Catechesi Tradendae: "El título de 'catequista' se aplica por excelencia a los catequistas de tierras de misión". A los catequistas se puede aplicar, con toda verdad, la palabra del Señor: "Id y haced discípulos a todas las naciones" (Mt 28,19), porque "ellos están dedicados por oficio al ministerio de la palabra". Los catequistas sean valorizados en la organización de la comunidad eclesial. Será muy util garantizar su presencia significativa en los organismos de comunión y participación apostólica, como por ejemplo, los consejos pastorales diocesanos y parroquiales. No hay que olvidar que el número de catequistas aumenta de continuo y que de su actual dedicación dependerá la calidad de las futuras comunidades cristianas. En la sociedad moderna existen situaciones que reclaman la presencia de los catequistas, porque son laicos que viven las situaciones seculares y pueden iluminarlas con la luz del Evangelio, actuando en el interior de la sociedad. Hoy, en el contexto de la teología del laicado, los catequistas ocupan necesariamente un lugar destacado. Todas estas consideraciones hacen ver la urgencia de promover catequistas, tanto en número, mediante una adecuada promoción vocacional como, sobre todo, en la calidad, mediante una atenta y global programación de formación.
Los Obispos como primeros "responsables de la catequesis", son también los primeros responsables de los catequistas. El Magisterio contemporáneo y la legislación renovada de la Iglesia insisten en esa responsabilidad originaria de los Obispos, vinculada a su función de sucesores de los Apóstoles, en cuanto Colegio y como Pastores de las Iglesias particulares. La CEP recomienda a cada uno de los Obispos y a las Conferencias Episcopales, que continuen con todo esfuerzo, y si es necesario, refuercen su solicitud por los catequistas, teniendo en cuenta todos los aspectos que les conciernen: desde establecer los criterios de elección, promover programas y estructuras de formación, hasta utilizar los medios adecuados para su mantenimiento, etc. Los Obispos traten personalmente a los catequistas, instaurando una relación profunda y si es posible individual con ellos. Cuando esto no sea factible, podría ser util nombrar un vicario episcopal para ese cometido. En fuerza de su experiencia, la CEP indica también algunos campos preferenciales de intervención: - Coscientizar la comunidad diocesana y las parroquiales, con especial atención a los presbíteros, acerca de la importancia y el papel de los catequistas. - Crear o renovar los Directorios catequéticos en lo que se refiere a la figura y a la formación del catequista, en el ámbito nacional y diocesano, de manera que haya claridad y unidad cuando se aplicuen las respectivas indicaciones del Directorio Catequético General, de la Exhortación Apóstolica Catechesi Tradendae y de la actual Guía para los catequistas a la situación local. - Garantizar un material mínimo para la preparación específica de los catequistas en el ámbito diocesano y parroquial, de manera que ninguno de ellos comience a ejercer su misión sin estar preparado, y además, fundar o promover escuelas o centros apropiados. - Procurar como objetivo la creación de cuadros en todas las diócesis y parroquias, es decir, grupos de catequistas bien formados en los centros y con una experiencia adecuada que - como se ha dicho ya - en colaboración con el Obispo y con los sacerdotes, puedan encargarse de la formación y de la asistencia de otros catequistas voluntarios y se les puedan confiar puestos claves para la realización de los programas catequéticos. - Atender a las necesidades referentes a la formación, a la actividad y a la vida de los catequistas con un esmerado planteamiento económico, involucrando a la comunidad. Además de estos campos preferenciales de intervención, el mejor modo en que los Obispos pueden, en general, actuar su responsabilidad con los catequistas, es manifestándoles su amor paternal, e interesándose constantemente por ellos mediante contactos personales.
Los Sacerdotes, y especialmente los párrocos, como educadores en la fe y colaboradores inmediatos del Obispo, tienen un cometido inmediato e isustituible en la promoción del catequista. Si como pastores, deben reconocer, promover y coordinar los distintos carismas en el interior de la comunidad, de manera especial deberán seguir a los catequistas que comparten su trabajo de anunciar la Buena Nueva. Han de considerarlos y aceptarlos como personas responsables del ministerio que se les ha confiado y no como meros ejecutores de programas preestablecidos. Promuevan su dinamismo y creatividad y eduquen a las comunidades para que asuman su responsabilidad en la catequesis y acojan a los catequistas, colaboren con ellos y los sostengan económicamente, teniendo en cuenta si tienen a su cargo una familia. Desde esta perspectiva especial, es de importancia decisiva educar al clero ya desde el seminario, para que esté en condiciones de apreciar, favorecer y valorar adecuadamente al catequista como figura eminente de apóstol y su colaborador especial en la viña del Señor.
La preparación de los catequistas está confiada, generalmente, a personas calificadas tanto en los centros como en las parroquias. Estos formadores tienen una función de gran responsabilidad y dan una aportación preciosa a la Iglesia. Sean pues conscientes de su vocación y del valor de su tarea. Cuando una persona acepta el mandato de formar catequistas, ha de considerarse como la expresión concreta de la solicitud de los Pastores y ha de seguir fielmente sus directivas. Además, ha de saber vivir la dimensión eclesial del mandato, realizándolo con espíritu comunitario y siguiendo la planificación de conjunto. Como ya hemos dicho, el formador de catequistas deberá estar dotado de cualidades espirituales, morales y pedagógicas, especialmente se quiere de él que pueda educar sobre todo con su propio testimonio. Ha de seguir de cerca a los catequistas, trasmitiéndoles fervor y entusiasmo. Todas las diócesis deberán hacer lo posible por tener un grupo de formadores de catequistas, compuesto en lo posible de sacerdotes, religiosos religiosas y laicos, que se puedan enviar a las parroquias a preparar a los aspirantes, en comunidad e individualmente. CONCLUSION
Las directivas contenidas en esta Guía se proponen con la esperanza de que sean como un ideal para todos los catequistas. Los catequistas gozan de la estima de todos por su participación en la actividad misionera y por sus características que raramente se encuentran en las comunidades eclesiales fuera de la misión. El número de los catequistas se incrementa y oscila estos últimos años, entre los 250.000 y los 350.000. Para muchos misioneros, los catequistas son una ayuda insostituible; se puede decir, su mano derecha y a veces su lengua. Frecuentemente han sostenido la fe de las jóvenes comunidades en los momentos difíciles y sus familias han dado muchas vocaciones sacerdotales y religiosas. ¿Cómo no estimar estos "animadores fraternos de comunidades nacientes"?. No se puede concluir más eficazmente este documento que citando las vibrantes palabras que el Papa Juan Pablo II dirigió a los catequistas de Angola durante su última visita apostólica: "Tantas veces ha dependido de vosotros la consolidación de las nuevas comunidades cristianas por no decir su primera piedra fundamental, mediante el anuncio del Evangelio a los que no lo conocían. Si los misioneros no podían estar presentes o tuvieron que partir poco después del primer anuncio, allí estábais presentes vosotros, los catequistas, para sostener y formar a los catecúmenos, para preparar al pueblo cristiano a recibir los sacramentos, para enseñar la catequesis y para asumir la responsabilidad de la animación de la vida cristiana en sus pueblos o en sus barrios. (...) Dad gracias al Señor por el don de vuestra vocación, con la que Cristo os ha llamado y elegido de entre los otros hombres y mujeres, para ser instrumentos de su salvación. Responded con generosidad vuestra vocación y tendréis escrito vuestro nombre en el cielo (cf. Lc 10,20)". La CEP espera que, con la ayuda de Dios y de la Virgen María, esta Guía imprima nuevo impulso a la renovación constante de los catequistas para que así, su generosa aportación continue siendo acertada y fructuosa también para la misión del Tercero Milenio. El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el curso de la Audiencia concedida al que suscribe Cardenal Prefecto, el 16 de Junio de 1992, ha aprobado la presente Guía para los Catequistas y ha dispuesto su publicación. Roma, en la Sede de la Congregación para la Evangelización, 3 de Diciembre de 1993, Fiesta de San Francisco Javier. Jozef Card. Tomko, Prefecto Giuseppe Uhac, Arzobispo tit. de Tharros, Secretario PUBLICIDAD | PUBLICIDAD Anuncie aquí Te recomendamos »
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martes, 22 de noviembre de 2011
Guía para los catequistas
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