domingo, 13 de noviembre de 2011

      Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres       Jean-Jacques Rousseau          Advertencia del autor sobre las notas             Siguiendo mi perezosa costumbre de trabajar a ratos perdidos, he        añadido algunas notas a esta obra. Estas notas se apartan bastante del        asunto algunas veces, por lo cual no son a propósito para ser leídas al        mismo tiempo que el texto. Por esta razón las he relegado al final del        Discurso, en el cual he procurado seguir del mejor modo posible el camino        más recto. Quienes tengan el valor de empezar por segunda vez la lectura        pueden entretenerse en distraer su atención hacia las notas, intentando        una ojeada sobre ellas. En cuanto a los demás poco se perdería si no las        leyesen.          Dedicatoria       A la República de Ginebra            Magníficos, muy honorables y soberanos señores:            Convencido de que sólo al ciudadano virtuoso le es dado ofrecer a su        patria aquellos honores que ésta pueda aceptar, trabajo hace treinta años        para ser digno de ofreceros un homenaje público; y supliendo en parte esta        feliz ocasión lo que mis esfuerzos no han podido hacer, he creído que me        sería permitido atender aquí más al celo que me anima que al derecho que        debiera autorizarme.            Habiendo tenido la dicha de nacer entre vosotros, ¿cómo podría        meditar acerca de la igualdad que la naturaleza ha establecido entre los        hombres y sobre la desigualdad creada por ellos, sin pensar al mismo        tiempo en la profunda sabiduría con que una y otra, felizmente combinadas        en ese Estado, concurren, del modo más aproximado a la ley natural y más        favorable para la sociedad, al mantenimiento del orden público y a la        felicidad de los particulares? Buscando las mejores máximas que pueda        dictar el buen sentido sobre la constitución de un gobierno, he quedado        tan asombrado al verlas todas puestas en ejecución en el vuestro, que, aun        cuando no hubiera nacido dentro de vuestros muros, hubiese creído no poder        dispensarme de ofrecer este cuadro de la sociedad humana a aquel de entre        todos los pueblos que paréceme poseer las mayores ventajas y haber        prevenido mejor los abusos.            Si hubiera tenido que escoger el lugar de mi nacimiento, habría        elegido una sociedad de una grandeza limitada por la extensión de las        facultades humanas, es decir, por la posibilidad de ser bien gobernada, y        en la cual, bastándose cada cual a sí mismo, nadie hubiera sido obligado a        confiar a los demás las funciones de que hubiese sido encargado; un Estado        en que, conociéndose entre sí todos los particulares, ni las obscuras        maniobras del vicio ni la modestia de la virtud hubieran podido escapar a        las miradas y al juicio del público, y donde el dulce hábito de verse y de        tratarse hiciera del amor a la patria, más bien que el amor a la tierra,        el amor a los ciudadanos.            Hubiera querido nacer en un país en el cual el soberano y el pueblo        no tuviesen más que un solo y único interés, a fin de que los movimientos        de la máquina se encaminaran siempre al bien común, y como esto no podría        suceder sino en el caso de que el pueblo y el soberano fuesen una misma        persona, dedúcese que yo habría querido nacer bajo un gobierno democrático        sabiamente moderado.            Hubiera querido vivir y morir libre, es decir, de tal manera sometido        a las leyes, que ni yo ni nadie hubiese podido sacudir el honroso yugo,        ese yugo suave y benéfico que las más altivas cabezas llevan tanto más        dócilmente cuanto que están hechas para no soportar otro alguno.            Hubiera, pues, querido que nadie en el Estado pudiese pretender        hallarse por encima de la ley, y que nadie desde fuera pudiera imponer al        Estado su reconocimiento; porque, cualquiera que sea la constitución de un        gobierno, si se encuentra un solo hombre que no esté sometido a la ley,        todos los demás hállanse necesariamente a su merced (1); y si hay un jefe        nacional y otro extranjero, cualquiera que sea la división que hagan de su        autoridad, es imposible que uno y otro sean obedecidos y que el Estado        esté bien gobernado.            Yo no hubiera querido vivir en una república de reciente institución,        por buenas que fuesen sus leyes, temiendo que, no conviniendo a los        ciudadanos el gobierno, tal vez constituido de modo distinto al necesario        por el momento, o no conviniendo los ciudadanos al nuevo gobierno, el        Estado quedase sujeto a quebranto y destrucción casi desde su nacimiento;        pues sucede con la libertad como con los alimentos sólidos y suculentos o        los vinos generosos, que son propios para nutrir y fortificar los        temperamentos robustos a ellos habituados, pero que abruman, dañan y        embriagan a los débiles y delicados que no están acostumbrados a ellos.        Los pueblos, una vez habituados a los amos, no pueden ya pasarse sin        ellos. Si intentan sacudir el yugo, se alejan tanto más de la libertad        cuanto que, confundiendo con ella una licencia completamente opuesta, sus        revoluciones los entregan casi siempre a seductores que no hacen sino        recargar sus cadenas. El mismo pueblo romano, modelo de todos los pueblos        libres, no se halló en situación de gobernarse a sí mismo al sacudir la        opresión de los Tarquinos (2). Envilecido por la esclavitud y los        ignominiosos trabajos que éstos le habían impuesto, el pueblo romano no        fue al principio sino un populacho estúpido, que fue necesario conducir y        gobernar con muchísima prudencia a fin de que, acostumbrándose poco a poco        a respirar el aire saludable de la libertad, aquellas almas enervadas, o        mejor dicho embrutecidas bajo la tiranía, fuesen adquiriendo gradualmente        aquella severidad de costumbres y aquella firmeza de carácter que hicieron        del romano el más respetable de todos los pueblos.            Hubiera, pues, buscado para patria mía una feliz y tranquila        república cuya antigüedad se perdiera, en cierto modo, en la noche de los        tiempos; que no hubiese sufrido otras alteraciones que aquellas a        propósito para revelar y arraigar en sus habitantes el valor y el amor a        la patria, y donde los ciudadanos, desde largo tiempo acostumbrados a una        sabia independencia, no solamente fuesen libres, mas también dignos de        serlo.            Hubiera querido una patria disuadida, por una feliz impotencia, del        feroz espíritu de conquista, y a cubierto, por una posición todavía más        afortunada, del temor de poder ser ella misma la conquista de otro Estado;        una ciudad libre colocada entre varios pueblos que no tuvieran interés en        invadirla, sino, al contrario, que cada uno lo tuviese en impedir a los        demás que la invadieran; una república, en fin, que no despertara la        ambición de sus vecinos y que pudiese fundadamente contar con su ayuda en        caso necesario. Síguese de esto que, en tan feliz situación, nada habría        de temer sino de sí misma, y que si sus ciudadanos se hubieran ejercitado        en el uso de las armas, hubiese sido más bien para mantener en ellos ese        ardor guerrero y ese firme valor que tan bien sientan a la libertad y que        alimentan su gusto, que por la necesidad de proveer a su propia defensa.            Hubiera buscado un país donde el derecho de legislar fuese común a        todos los ciudadanos, porque ¿quién puede saber mejor que ellos mismos en        qué condiciones les conviene vivir juntos en una misma sociedad? Pero no        hubiera aprobado plebiscitos semejantes a los usados por el pueblo romano,        en el cual los jefes del Estado y los más interesados en su conservación        estaban excluidos de las deliberaciones, de las que frecuentemente        dependía la salud pública, y donde, por una absurda inconsecuencia, los        magistrados hallábanse privados de los derechos de que disfrutaban los        simples ciudadanos.            Hubiera deseado, al contrario, que, para impedir los proyectos        interesados y mal concebidos y las innovaciones peligrosas que perdieron        por fin a los atenienses, no tuviera cualquiera el derecho de preponer        caprichosamente nuevas leyes; que este derecho perteneciera solamente a        los magistrados; que éstos usasen de él con tanta circunspección, que el        pueblo, por su parte, no fuera menos reservado para otorgar su        consentimiento; y que la promulgación se hiciera con tanta solemnidad, que        antes de que la constitución fuese alterada hubiera tiempo para        convencerse de que es sobre todo la gran antigüedad de las leyes lo que        las hace santas y venerables; que el pueblo menosprecia rápidamente las        leyes que ve cambiar a diario, y que, acostumbrándose a descuidar las        antiguas costumbres so pretexto de mejores usos, se introducen        frecuentemente grandes males queriendo corregir otros menores.            Hubiera huido, sobre todo, por estar necesariamente mal gobernada, de        una república donde el pueblo, creyendo poder prescindir de sus        magistrados, o concediéndoles sólo una autoridad precaria, hubiese        guardado para sí, con notoria imprudencia, la administración de sus        asuntos civiles y la ejecución de sus propias leyes. Tal debió de ser la        grosera constitución de los primeros gobiernos al salir inmediatamente del        estado de naturaleza; y ése fue uno de los vicios que perdieron a la        república de Atenas.            Pero hubiera elegido la república en donde los particulares,        contentándose con otorgar la sanción de las leyes y con decidir,        constituidos en cuerpo y previo informe de los jefes, los asuntos públicos        más importantes, estableciesen Tribunales respetados, distinguiesen con        cuidado las diferentes jurisdicciones y eligiesen anualmente para        administrar la justicia y gobernar el Estado a los más capaces y a los más        íntegros de sus conciudadanos; aquella donde, sirviendo de testimonio de        la sabiduría del pueblo la virtud de los magistrados, unos y otros se        honrasen mutuamente, de suerte que sí alguna vez viniesen a turbar la        concordia pública funestas desavenencias, aun esos tiempos de ceguedad y        de error quedasen señalados con testimonios de moderación, de estima        recíproca, de un común respeto hacia las leyes, presagios y garantías de        una reconciliación sincera y perpetua.            Tales son, magníficos, muy honorables y soberanos señores, las        ventajas que hubiera deseado en la patria de mi elección. Y si la        Providencia hubiese añadido además una posición encantadora, un clima        moderado, una tierra fértil y el paisaje más delicioso que existiera bajo        el cielo, sólo habría deseado ya, para colmar mi ventura, poder gozar de        todos estos bienes en el seno de esa patria afortunada, viviendo        apaciblemente en dulce sociedad con mis conciudadanos y ejerciendo con        ellos, a su ejemplo, la humanidad, la amistad y todas las demás virtudes,        para dejar tras mí el honroso recuerdo de un hombre de bien y de un        honesto y virtuoso patriota.            Si, menos afortunado o tardíamente discreto, me hubiera visto        reducido a terminar en otros climas una carrera lánguida y enfermiza,        lamentando vanamente el reposo y la paz de que me había privado una        imprudente juventud, hubiese al menos alimentado en mi alma esos mismos        sentimientos de los cuales no hubiera podido hacer uso en mi país, y,        poseído de un afecto tierno y desinteresado hacia mis lejanos        conciudadanos, les habría dirigido desde el fondo de mi corazón, poco más        o menos, el siguiente discurso:            «Queridos conciudadanos, o mejor, hermanos míos, puesto que así los        lazos de la sangre como las leyes nos unen a casi todos: Dulce es para mí        no poder pensar en vosotros sin pensar al mismo tiempo en todos los bienes        de que disfrutáis, y cuyo valor acaso ninguno de vosotros estima tanto        como yo que los he perdido. Cuanto más reflexiono sobre vuestro estado        político y civil, más difícil me parece que la naturaleza de las cosas        humanas pueda permitir la existencia de otro mejor. En todos los demás        gobiernos, cuando se trata de asegurar el mayor bien del Estado, todo se        limita siempre a proyectos abstractos o, cuando más, a meras        posibilidades; para vosotros, en cambio, vuestra felicidad ya está hecha:        no tenéis mas que disfrutarla, y para ser perfectamente felices no        necesitáis sino conformaros con serlo. Vuestra soberanía, conquistada o        recobrada con la punta de la espada y conservada durante dos siglos a        fuerza de valor y de prudencia, es por fin plena y universalmente        reconocida. Honrosos tratados fijan vuestros límites, aseguran vuestros        derechos y fortalecen vuestra tranquilidad. Vuestra Constitución es        excelente, dictada por la razón más sublime y garantida por potencias        amigas y respetables; vuestro Estado es tranquilo; no tenéis guerras ni        conquistadores que temer; no tenéis otros amos que las sabias leyes que        vosotros mismos habéis hecho, administradas por íntegros magistrados por        vosotros elegidos; no sois ni demasiado ricos para enervaros en la molicie        y perder en vanos deleites el gusto de la verdadera felicidad y de las        sólidas virtudes, ni demasiado pobres para que tengáis necesidad de más        socorros extraños de los que os procura vuestra industria; y esa preciosa        libertad, que no se mantiene en las grandes naciones sino a costa de        exorbitantes impuestos, casi nada os cuesta conservarla.            «¡Que pueda durar siempre, para dicha de sus conciudadanos y ejemplo        de los pueblos, una república tan sabia y afortunadamente constituida! He        aquí el único voto que tenéis que hacer, el único cuidado que os queda. En        adelante, a vosotros incumbe, no el hacer vuestra felicidad -vuestros        antepasados os han evitado ese trabajo-, sino el conservarla duraderamente        mediante un sabio uso. De vuestra unión perpetua, de vuestra obediencia a        las leyes y de vuestro respeto a sus ministros depende vuestra        conservación. Si queda entre vosotros el menor germen de acritud o        desconfianza, apresuraos a destruirlo como levadura funesta de donde        resultarían tarde o temprano vuestras desgracias y la ruina del Estado. Os        conjuro a todos vosotros a replegaros en el fondo de vuestro corazón y a        consultar la voz secreta de vuestra conciencia. ¿Conoce alguno de vosotros        en el mundo un cuerpo más íntegro, más esclarecido, más respetable que        vuestra magistratura? ¿No os dan todos sus miembros ejemplo de moderación,        de sencillez de costumbres, de respeto a las leyes y de la más sincera        armonía? Otorgad, pues, sin reservas a tan discretos jefes esa saludable        confianza que la razón debe a la virtud; pensad que vosotros los habéis        elegido, que justifican vuestra elección y que los honores debidos a        aquellos que habéis investido de dignidad recaen necesariamente sobre        vosotros mismos. Ninguno de vosotros es tan poco ilustrado que pueda        ignorar que donde se extingue el vigor de las leyes y la autoridad de sus        defensores no puede haber ni seguridad ni libertad para nadie.            ¿De qué se trata, pues, entre vosotros sino de hacer de buen grado y        con justa confianza lo que estaríais siempre obligados a hacer por        verdadera conveniencia, por deber y por razón? Que una culpable y funesta        indiferencia por el mantenimiento de la Constitución no os haga descuidar        nunca en caso necesario las sabias advertencias de los más esclarecidos y        de los más discretos, sino que la equidad, la moderación, la firmeza más        respetuosa sigan regulando vuestros pasos y muestren en vosotros al mundo        entero el ejemplo de un pueblo altivo y modesto, tan celoso de su gloria        como de su libertad. Guardaos sobre todo, y éste será mi último consejo,        de escuchar perniciosas interpretaciones y discursos envenenados, cuyos        móviles secretos son frecuentemente más peligrosos que las acciones        mismas. Una casa entera despiértase y se sobresalta a los primeros        ladridos de un buen y fiel guardián que sólo ladra cuando se aproximan los        ladrones; pero todos odian la impertinencia de esos ruidosos animales que        turban sin cesar el reposo público y cuyas advertencias continuas y fuera        de lugar no se dejan oír precisamente cuando son necesarias.»            Y vosotros, magníficos y honorabilísimos señores; vosotros, dignos y        respetables magistrados de un pueblo libre, permitidme que os ofrezca en        particular mis respetos y atenciones. Si existe en el mundo un rango que        pueda enaltecer a quienes lo ocupen, es, sin duda, el que dan el talento y        la virtud, aquel de que os habéis hecho dignos y al cual os han elevado        vuestros conciudadanos. Su propio mérito añade al vuestro un nuevo brillo,        y, elegidos por hombres capaces de gobernar a otros para que los gobernéis        a ellos mismos, os considero tan por encima de los demás magistrados, como        un pueblo libre, y sobre todo el que vosotros tenéis el honor de dirigir,        se halla, por sus luces y su razón, por encima del populacho de los otros        Estados.            Séame permitido citar un ejemplo del que debieran quedar más firmes        huellas y que siempre vivirá en mi corazón. No recuerdo nunca sin sentir        la más dulce emoción al virtuoso ciudadano que me dio el ser y que        aleccionó a menudo mi infancia con el respeto que os era debido. Aun le        veo, viviendo del trabajo de sus manos y alimentando su alma con las        verdades más sublimes. Delante de él, mezclados con las herramientas de su        oficio, veo a Tácito, a Plutarco y a Grocio. Veo a su lado a un hijo amado        recibiendo con poco fruto las tiernas enseñanzas del mejor de los padres.        Pero si los extravíos de una loca juventud me hicieron olvidar un tiempo        sus sabias lecciones, al fin tengo la dicha de experimentar que, por        grande que sea la inclinación hacía el vicio, es difícil que una educación        en la cual interviene el corazón se pierda para siempre.            Tales son, magníficos y honorabilísimos señores, los ciudadanos y aun        los simples habitantes nacidos en el Estado que gobernáis; tales, son esos        hombres instruidos y sensatos sobre los cuales, bajo el nombre de obreros        y de pueblo, se tienen en las otras naciones ideas tan bajas y tan falsas.        Mi padre, lo confieso con alegría, no ocupaba entre sus conciudadanos un        lugar distinguido; era lo que todos son, y tal como era, no hay país en        que no hubiese sido solicitado y cultivado su trato, y aun con fruto, por        las personas más honorables. No me incumbe, y gracias al cielo no es        necesario, hablaros de las atenciones que de vosotros pueden esperar        hombres de semejante excelencia, vuestros iguales así por la educación        como por los derechos de su nacimiento y de la naturaleza; vuestros        inferiores por su voluntad, por la preferencia que deben a vuestros        merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les        debéis una especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacción con cuánta        moderación y condescendencia usáis con ellos de la gravedad propia de los        ministros de las leyes, cómo les devolvéis en estima y consideración la        obediencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justicia y        sabiduría, a propósito para alejar cada vez más el recuerdo de dolorosos        acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver nunca;        conducta tanto más discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se        complace en su deber y ama naturalmente honraros, y que los más fogosos en        sostener sus derechos son los más inclinados a respetar los vuestros.            No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria        y la felicidad; mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que        aquellos que se consideran como magistrados o, más bien, como señores de        una patria más santa y sublime, den pruebas de algún amor a la patria        terrenal que los alimenta. ¡Qué dulce es para mí señalar en nuestro favor        una excepción tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanos más        excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados autorizados        por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave        elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las máximas del        Evangelio, cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en práctica. Todo        el mundo sabe con cuánto éxito se cultiva en Ginebra el gran arte de la        elocuencia sagrada. Pero harto habituados a oír predicar de un modo y ver        practicar de otro, pocas gentes saben hasta qué punto reinan en nuestro        cuerpo sacerdotal el espíritu del cristianismo, la santidad de las        costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los demás. Tal vez        le esté reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante        de una unión tan perfecta en una sociedad de teólogos y de gentes de        letras. Sobre su sabiduría y su moderación, sobre su celoso cuidado por la        prosperidad del Estado fundamento en gran parte la esperanza de su eterna        tranquilidad, y, sintiendo un placer mezclado de asombro y de respeto,        observo cuánto horror manifiestan ante las máximas espantosas de esos        hombres sagrados y bárbaros -de los cuales la Historia ofrece más de un        ejemplo- que, para sostener los pretendidos derechos de Dios, es decir,        sus propios intereses, eran tanto menos avaros de sangre humana cuanto más        se envanecían de que la suya sería siempre respetada.            ¿Podía olvidarme de esa encantadora mitad de la República que hace la        felicidad de la otra y cuya dulzura y prudencia mantienen la paz y las        buenas costumbres? Amables y virtuosas ciudadanas: el sino de vuestro sexo        será siempre gobernar el nuestro. ¡Felices cuando vuestro casto poder,        ejercido solamente en la unión conyugal, no se hace sentir más que para        gloria del Estado y a favor del bienestar público! Así es como gobernaban        las mujeres de Esparta, y así merecéis vosotras gobernar en Ginebra. ¿Qué        hombre bárbaro podría resistir a la voz del honor y de la razón en boca de        una tierna esposa? ¿Y quién no despreciaría un vano lujo viendo la        sencillez y modestia de vuestra compostura, que parece ser, por el brillo        que recibe de vosotras, la más favorable a la hermosura? A vosotras        corresponde mantener vivo siempre, por vuestro amable o inocente imperio y        vuestro espíritu insinuante, el amor de las leyes en el Estado y la        concordia entre los ciudadanos; unir por medio de afortunados matrimonios        las familias divididas, y, sobre todo, corregir con la persuasiva dulzura        de vuestras lecciones y la gracia sencilla de vuestro trato las        extravagancias que nuestros jóvenes aprenden en el extranjero, de donde,        en lugar de tantas cosas que podrían aprovecharles, sólo traen consigo,        con un tono pueril y ridículos aires aprendidos entre mujeres perdidas, la        admiración de no sé qué grandezas, frívolo desquito de la servidumbre que        no valdrá nunca tanto como la augusta libertad. Permaneced, pues, siempre        las mismas: castas guardadoras de las costumbres y de los dulces vínculos        de la paz, y continuad haciendo valer en toda ocasión los derechos del        corazón y de la naturaleza en beneficio del deber y de la virtud.            Me envanezco de no ser desmentido por los resultados fundando en        tales garantías la esperanza de la felicidad común de los ciudadanos y la        gloria de la república. Confieso que, con todas esas ventajas, no brillará        con ese resplandor con que se alucinan la mayor parte de los ojos, y cuya        predilección pueril y funesta es el mayor y mortal enemigo de la felicidad        y de la libertad. Que la juventud disoluta vaya a buscar en otras partes        los placeres fáciles y los largos arrepentimientos; que las pretendidas        personas de buen gusto admiren en otros lugares la grandeza de los        palacios, la ostentación de los trenes, los soberbios ajuares, la pompa de        los espectáculos y todos los refinamientos de la molicie y el lujo. En        Ginebra sólo se hallarán hombres; sin embargo, este espectáculo también        tiene su precio, y aquellos que lo busquen bien podrán parangonarse con        los admiradores de esas otras cosas.            Dignaos, magníficos, muy honorables y soberanos señores, recibir        todos con igual bondad el respetuoso testimonio del cuidado que me tomo        por vuestra común prosperidad. Si fuese tan desgraciado que apareciera        culpable de algún arrebato indiscreto en esta viva efusión de mi corazón,        yo os suplico que lo disculpéis en gracia al tierno afecto de un verdadero        patriota y al celo ardoroso y legítimo de un hombre que no aspira a mayor        felicidad para sí que la de veros a todos dichosos.            Soy con el más profundo respeto, magníficos, muy honorables y        soberanos señores, vuestro muy humilde y muy obediente servidor y        conciudadano,        J. J. ROUSSEAU.             Chamberí, 12 de junio de 1754.          Prefacio            El conocimiento del hombre me parece el más útil y el menos        adelantado de todos los conocimientos humanos (3)        , y me atrevo a decir que la inscripción del templo de Delfos contenía por        sí sola un precepto más importante y más difícil que todos los gruesos        volúmenes de los moralistas. Así, considero el asunto de este DISCURSO (4)        como una de las cuestiones más interesantes que la Filosofía pueda        proponer a la meditación, y, desgraciadamente para nosotros, como uno de        los problemas más espinosos que hayan de resolver los filósofos; porque        ¿cómo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se        empieza por conocer a los hombres mismos? ¿Y cómo podrá llegar el hombre a        verse tal como lo ha formado la naturaleza, a través de todos los cambios        que la sucesión de los tiempos y de las cosas ha debido producir en su        constitución original, y a distinguir lo que tiene de su propio fondo de        lo que las circunstancias y sus progresos han cambiado o añadido a su        estado primitivo? Semejante a la estatua de Glaucos, que el tiempo, el mar        y las tempestades habían desfigurado de tal modo que menos se parecía a un        dios que a una bestia salvaje, el alma humana, modificada en el seno de la        sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisición de una        multitud de conocimientos y de errores, por las transformaciones ocurridas        en la constitución de los cuerpos y por el continuo choque de las        pasiones, ha cambiado, por así decir, de apariencia, hasta el punto de que        apenas puede ser reconocida, y no se encuentra ya, en lugar de un ser        obrando siempre conforme a principios ciertos e invariables, en lugar de        la celestial y majestuosa simplicidad de que su Autor la había dotado,        sino el disforme contraste de la pasión que cree razonar y del        entendimiento en delirio.            Pero lo más cruel aún es que todos los progresos de la especie humana        le alejan sin cesar del estado primitivo; cuantos más conocimientos nuevos        acumulamos, más nos privamos de los medios de adquirir el más importante        de todos, y es, en cierto sentido, a causa de estudiar al hombre por lo        que nos hemos colocado en la imposibilidad de conocerlo.            Echase de ver fácilmente que es en estos cambios de la constitución        humana donde precisa buscar el primer origen de las diferencias que        separan a los hombres, los cuales, por común testimonio, son naturalmente        tan iguales entre sí como lo eran los animales de cada especie antes de        que diferentes causas físicas introdujeran en algunas las variaciones que        en ellas observamos. No es concebible, en efecto, que esos primeros        cambios, de cualquier modo que hayan ocurrido, hayan mudado a la vez y de        semejante manera a todos los individuos de la especie, sino que,        habiéndose perfeccionado o degenerado unos, y habiendo adquirido        cualidades diversas, buenas o malas, que no eran inherentes a su        naturaleza, los otros permanecieron más tiempo en su estado original; y        tal fue entre los hombres la fuente primera de la desigualdad, que es        mucho más fácil demostrarlo así, en general, que señalar con precisión las        verdaderas causas.            No piensen por esto mis lectores que me envanezco de haber visto lo        que me parece, tan difícil de ver. Yo he comenzado algunos razonamientos,        he aventurado algunas conjeturas, pero menos con la esperanza de resolver        la cuestión que con la intención de aclararla y reducirla a su verdadero        estado. Otros podrán fácilmente ir más lejos por el mismo camino, sin que        a nadie le sea fácil llegar a su término; pues no es ligera empresa        distinguir lo que hay de originario y lo que hay de artificial en la        naturaleza actual del hombre, y conocer bien su estado, que no existe ya,        que acaso no ha existido, que probablemente no existirá nunca, mas del        cual es necesario sin embargo tener justas nociones para juzgar        acertadamente nuestro estado presente. Haría falta más filosofía de lo que        se piensa a quien emprendiera la tarea de determinar exactamente las        precauciones necesarias para hacer sólidas observaciones sobre este        asunto; y no me parecería indigna de los Aristóteles y Plinios de nuestro        siglo una buena solución del problema siguiente: ¿Qué experiencias serían        necesarias para llegar a conocer al hombre natural, y cuáles son los        medios de hacer estas experiencias en el seno de la sociedad? Lejos de        emprender la solución de este problema, me atrevo a responder por        anticipado, después de haber meditado bastante sobre esta cuestión, que        los más grandes filósofos no serán bastante capaces para dirigir esas        experiencias, ni los más poderosos soberanos para ponerlas, en práctica,        concurso que, por otra parte, no es razonable esperar, sobre todo con la        perseverancia e, más bien con la continuidad de inteligencia y de buena        voluntad necesaria de una y otra parte para, asegurar el éxito.            Estas investigaciones tan difíciles de hacer y en las cuales tan poco        se ha pensado hasta ahora son, sin embargo, los únicos medios que nos        quedan para resolver una multitud de dificultades que nos impiden el        conocimiento de los fundamentos reales de la sociedad humana. Es esta        ignorancia de la naturaleza del hombre lo que produce tanta incertidumbre        y obscuridad sobre la verdadera definición del derecho natural, pues la        idea del derecho, dice Burlamaqui, y más aún la del derecho natural, son        manifiestamente ideas relativas a la naturaleza del hombre. Por        consiguiente, continúa, de esta misma naturaleza del hombre, de su        constitución y de su estado es necesario deducir los principios de esa        ciencia.            No sin sorpresa y escándalo se observa el desacuerdo que reina sobre        esta importante materia entre los diversos autores que de ella han        tratado. Entre los escritores más serios, apenas si se encuentran dos que        manifiesten la misma opinión sobre este punto. Sin hablar de los filósofos        antiguos, que parece se empeñaron en la tarea de contradecirse unos a        otros sobre los principios más fundamentales, los jurisconsultos romanos        someten indistintamente el hombre y los demás animales a la misma ley        natural, porque consideran más bien bajo ese nombre la ley que la        naturaleza se impone a sí misma que la prescrita por ella, o más bien a        causa de la particular acepción con que interpretan esos jurisconsultos la        palabra ley, que parece ser la han tomado en este punto como expresión de        las relaciones generales establecidas por la naturaleza entre todos los        seres animados para su conservación. Los modernos, reconociendo solamente        bajo el nombre de ley una regla prescrita a un ser moral, es decir,        inteligente, libre y considerado en sus relaciones con otros seres        semejantes, limitan consiguientemente la competencia de la ley natural tan        sólo al animal dotado de razón, es decir, al hombre. Pero como cada uno        define esta ley a su modo y la fundamenta sobre principios en extremo        metafísicos, ocurre que, aun entre nosotros, bien pocos se hallan en        disposición de comprender esos principios, faltos de poder encontrarlos        por sí mismos. De suerte que todas las definiciones de esos hombres        sabios, por otra parte en perenne contradicción recíproca, convienen        solamente en una cosa: que es imposible comprender la ley natural, y por        consiguiente obedecerla, sin ser un grandísimo razonador y un profundo        metafísico; lo cual significa precisamente que los hombres han debido        emplear para la constitución de la sociedad conocimientos que se        desarrollan trabajosamente, y entre pocas personas, en el seno de la        sociedad misma.            Conociendo tan poco la naturaleza y discrepando de tal modo sobre el        sentido de la palabra ley, difícil sería convenir en una buena definición        de la ley natural. He aquí por qué las definiciones que se hallan en los        libros, además del defecto de no ser uniformes, tienen el de ser deducidas        de diversos conocimientos que los hombres no poseen naturalmente y de una        superioridad que no han podido concebir sino después de haber salido del        estado natural. Comiénzase por buscar aquellas reglas que, por la utilidad        común, serían buenas para que los hombres las reconociesen, y al conjunto        de estas reglas se lo da el nombre de ley natural, sin otra prueba que el        bien que se supone resultaría de su aplicación universal. He aquí un        sistema sumamente cómodo de componer definiciones y de explicar la        naturaleza de las cosas por conveniencias casi arbitrarias.            Pero en tanto no conozcamos al hombre natural, es vano que        pretendamos determinar la ley que ha recibido o la que mejor conviene a su        estado. Lo único que podemos ver muy claramente a propósito de esta ley es        que no sólo es necesario, para que sea ley, que la voluntad de aquel a        quien obliga pueda someterse con conocimiento, sino que además es preciso,        para que sea ley natural, que hable inmediatamente por la voz de la        naturaleza.            Dejando, pues, todos los libros científicos, que sólo nos enseñan a        ver a los hombres tal como ellos se han ido formando, y meditando sobre        las primeras y las más simples operaciones del alma humana, creo advertir        dos principios anteriores a la razón, uno de los cuales nos interesa        vivamente para nuestro bienestar y el otro nos inspira una repugnancia        natural si vemos sufrir o perecer a cualquier ser sensible, principalmente        a nuestros semejantes. Del concurso y de la combinación que nuestro        espíritu sepa hacer de esos dos principios, sin que sea necesario añadir        el de la sociabilidad, me parece que se derivan todas las reglas del        derecho natural, reglas que la razón se ve precisada a establecer sobre        otros fundamentos cuando ha llegado, por sucesivos desenvolvimientos, a        sofocar la naturaleza.            De este modo, no es necesario hacer del hombre un filósofo antes de        hacer de él un hombre. Sus deberes hacia sus semejantes no le son dictados        únicamente por las tardías lecciones de la sabiduría, y mientras no        resista a los íntimos impulsos de la conmiseración, nunca hará mal alguno        a otro hombre, ni aun a cualquier ser sensible, salvo el legítimo caso en        que, hallándose comprometida su propia conservación, se vea forzado a        darse a sí mismo la preferencia. De esta manera se acaban las antiguas        controversias sobre la participación de los animales en la ley natural;        pues es claro que, hallándose privados de entendimiento y de libertad, no        pueden reconocer esta ley; más participando en cierto modo de nuestra        naturaleza por la sensibilidad de que se hallan dotados, hay que pensar        que también deben participar del derecho natural y que el hombre tiene        hacia ellos alguna especie de obligaciones. Parece ser, en efecto, que si        estoy obligado a no hacer ningún mal a mis semejantes, es menos por su        condición de ser razonable que por su cualidad de ser sensible, cualidad        que, siendo común al animal y al hombre, debe al menos darlo a aquél el        derecho de no ser maltratado inútilmente por éste.            Este mismo estudio del hombre original, de sus necesidades verdaderas        y de los principios fundamentales de sus deberes, es el único medio        adecuado que pueda emplearse para resolver esa muchedumbre de dificultades        que se presentan sobre el origen de la desigualdad moral, sobre los        verdaderos fundamentos del cuerpo político, sobre los derechos recíprocos        de sus miembros y sobre otras mil cuestiones parecidas, tan importantes        como mal aclaradas.            Considerando la sociedad humana con una mirada tranquila y        desinteresada, parece al principio presentar solamente la violencia de los        fuertes y la opresión de los débiles. El espíritu se subleva contra la        dureza de los unos o deplora la ceguedad de los otros; y como nada hay de        tan poca estabilidad entre los hombres como esas relaciones exteriores        llamadas debilidad o poderío, riqueza o pobreza, producidas más        frecuentemente por el azar que por la sabiduría, parecen las instituciones        humanas, a primera vista, fundadas sobre montones de arena movediza; sólo        examinándolas de cerca, después de haber apartado el polvo y la arena que        rodean el edificio, se advierte la base indestructible sobre que se alza y        apréndese a respetar sus fundamentos. Ahora bien; sin un serio estudio del        hombre, de sus facultades naturales y de sus desenvolvimientos sucesivos,        no le llegará nunca a hacer esa diferenciación y a distinguir en el actual        estado de las cosas lo que ha hecho la voluntad divina y lo que el arte        humano ha pretendido hacer.            Las investigaciones políticas y morales a que da ocasión la        importante cuestión que yo examino son útiles de cualquier modo, y la        historia hipotética de los gobiernos es para el hombre una lección        instructiva bajo todos conceptos. Considerando lo que hubiéramos llegado a        ser abandonados a nosotros mismos, debemos aprender a bendecir a aquel        cuya mano bienhechora, corrigiendo nuestras instituciones y dándoles un        fundamento indestructible, ha prevenido los desórdenes que habrían de        resultar y hecho nacer nuestra felicidad de aquellos medios que parecían        iban a colmar nuestra miseria.            Quem te Deus esse Jussit, et humana qua parte locatus es in re, Disce        (5).       PERSIO, sát. III, v. 71.            Discurso            Voy a hablar del hombre, y el asunto que examino me indica que voy a        hablar a los hombres; mas no se proponen cuestiones semejantes cuando se        teme honrar la verdad. Defenderé, pues, confiadamente la causa de la        humanidad ante los sabios que me invitan, y no quedaré descontento de mí        mismo si consigo ser digno de mi objeto y de mis jueces.            Considero en la especie humana dos clases de desigualdades: una, que        yo llamo natural o física porque ha sido instituida por la naturaleza, y        que consiste en las diferencias de edad, de salud, de las fuerzas del        cuerpo y de las cualidades del espíritu o del alma; otra, que puede        llamarse desigualdad moral o política porque depende de una especie de        convención y porque ha sido establecida, o al menos autorizada, con el        consentimiento de los hombres. Esta consiste en los diferentes privilegios        de que algunos disfrutan en perjuicio de otros, como el ser más ricos, más        respetados, más poderosos, y hasta el hacerse obedecer.            No puede preguntarse cuál es la fuente de la desigualdad natural        porque la respuesta se encontraría enunciada ya en la simple definición de        la palabra. Menos aún puede buscarse si no habría algún enlace esencial        entre una y otra desigualdad, pues esto equivaldría a preguntar en otros        términos si los que mandan son necesariamente mejores que lo que obedecen,        y si la fuerza del cuerpo o del espíritu, la sabiduría o la virtud, se        hallan siempre en los mismos individuos en proporción con su poder o su        riqueza; cuestión a propósito quizá para ser disentida entre esclavos en        presencia de sus amos, pero que no conviene a hombres razonables y libres        que buscan la verdad.            ¿De qué se trata, pues, exactamente en este DISCURSO? De señalar en        el progreso de las cosas el momento en que, sucediendo el derecho a la        violencia, a naturaleza quedó sometida a la ley; de explicar por qué        encadenamiento de prodigios pudo el fuerte decidirse a servir al débil y        el pueblo a comprar un reposo quimérico al precio de una felicidad real.            Todos los filósofos que han examinado los fundamentos de la sociedad        han comprendido la necesidad de retrotraer la investigación al estado de        naturaleza, pero ninguno de ellos ha llegado hasta ahí. Unos no han        titubeado en suponer en el hombre en tal estado la noción de justo e        injusto, sin cuidarse de probar que pudiera haber existido esa noción, ni        aun que lo fuera útil. Otros han hablado del derecho natural que tiene        cada cual de conservar lo que le pertenece, sin explicar qué entendían por        pertenecer. Otros, atribuyendo primero al más fuerte la autoridad sobre el        más débil, han hecho nacer en seguida el gobierno, sin pensar en el tiempo        que debió transcurrir antes de que el sentido de las palabras autoridad y        gobierno pudiera existir entre los hombres. Todos, en fin, hablando sin        cesar de necesidad, de codicia, de opresión, de deseo y de orgullo, han        transferido al estado de naturaleza ideas tomadas de la sociedad: hablaban        del hombre salvaje, y describían al hombre civil. No ha despuntado        siquiera en el espíritu de la mayor parte de nuestros filósofos la duda de        que hubiera existido el estado natural, cuando es evidente, por la lectura        de los libros sagrados, que el primer hombre, habiendo recibido        directamente de Dios reglas y entendimiento, no se hallaba por        consiguiente en ese estado, y que, concediéndose a las escrituras de        Moisés la fe que les debe todo filósofo cristiano, debe negarse que, aun        antes del diluvio, se hayan encontrado nunca los hombres en el puro estado        natural, a menos que no hubiesen recaído en él, paradoja muy difícil de        defender y completamente imposible de probar.            Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se        relacionan con la cuestión. No hay que tomar por verdades históricas las        investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente        por razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para        esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero        origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros físicos sobre la        formación del mundo. La religión nos ordena creer que, habiendo Dios mismo        sacado a los hombres del estado natural inmediatamente después de la        creación, son desiguales porque Él ha querido que lo fuesen; pero no nos        prohíbe hacer conjeturas derivadas únicamente de la naturaleza del hombre        y de los animales que lo rodean acerca de lo que habría sido del género        humano si hubiera quedado abandonado a sí mismo. He aquí lo que se me pide        y lo que yo me propongo examinar en este DISCURSO. Como esta materia        abarca al hombre en general, intentaré emplear un lenguaje adecuado para        todas las naciones, o mejor, olvidando los tiempos y los lugares, para        pensar tan sólo en los hombres a quienes hablo, supondré hallarme en el        Liceo (6) de Atenas repitiendo las lecciones de mis maestros, teniendo por        jueces a los Platones y Jenócrates, y al género humano por auditorio.            ¡Oh tú, hombre, de cualquier país que seas, cualesquiera que sean tus        opiniones, escucha! He aquí tu historia tal como he creído leerla, no en        los libros, de tus semejantes, que son mendaces, sino en la naturaleza,        que jamás miento. Todo lo que provenga de ella será verdadero; sólo será        falso lo que yo haya puesto de mi parte inadvertidamente. Los tiempos de        que voy a hablar están muy lejos ya. ¡Cuánto has cambiado! Por así decir,        es la vida de tu especie la que voy a describirte, según las cualidades        que has recibido, que tu educación y tus costumbres han podido viciar pero        no han podido destruir. Hay, yo lo comprendo, a una edad en la cual        quisiera detenerse el hombre individual; tú buscarás la edad en que        desearías se hubiese detenido tu especie. Disgustado de tu estado presente        por razones que anuncian a tu posteridad desdichada desazones mayores        todavía, tal vez desearías poder retroceder; este sentimiento debe servir        de elogio a tus primeros antepasados, de crítica a tus contemporáneos, de        espanto para aquellos que tengan la desgracia de vivir después que tú.           Primera parte            Por importante que sea, para bien juzgar del estado natural del        hombre, considerarla desde su origen y examinarle, por así decir, en el        primer embrión de la especie, yo no seguiré su organización a través de        sus desenvolvimientos sucesivos ni me detendré tampoco a buscar en el        sistema animal lo que haya podido ser al principio para llegar por último        a lo que es. No examinaré si, como piensa Aristóteles, sus prolongadas        uñas fueron al principio garras ganchudas; si era velludo como un oso, y        si, caminando a cuatro pies (7), su mirada, dirigida hacia la tierra y        limitada a un horizonte de algunos pasos, no indicaba al mismo tiempo el        carácter y los límites de sus ideas. No podría hacer sobre esta materia        sino conjeturas vagas y casi imaginarias. La anatomía comparada no ha        hecho todavía suficientes progresos y las observaciones de los        naturalistas son aún demasiado inciertas para que pueda establecerse sobre        fundamentos semejantes la base de un razonamiento sólido; de modo que, sin        recurrir a los conocimientos naturales que poseemos sobre este punto y sin        parar atención en los cambios que han debido tener lugar tanto en la        conformación interior como en la exterior del hombre a medida que aplicaba        sus miembros a nuevos usos y se nutría con nuevos alimentos, le supondré        constituido de todo tiempo como le veo hoy día, andando en dos pies,        sirviéndose de sus manos como nosotros de las nuestras y midiendo con la        mirada la infinita extensión del cielo.            Despojando a este ser así constituido de todos los dones        sobrenaturales que haya podido recibir y de todas las facultades        artificiales que no ha podido adquirir sino mediando largos progresos;        considerándole, en una palabra, tal como ha debido salir de manos de la        naturaleza, veo un animal menos fuerte que unos, menos ágil que otros,        pero, en conjunto, el más ventajosamente organizado de todos; le veo        saciándose bajo una encina, aplacando su sed en el primer arroyo y        hallando su lecho al pie del mismo árbol que lo ha proporcionado el        alimento; he ahí sus necesidades satisfechas.            La tierra, abandonada a su fertilidad natural (8) y cubierta de        bosques inmensos, que nunca mutiló el hacha, ofrece a cada paso almacenes        y retiros a los animales de toda especie. Dispersos entre ellos, los        hombres observan, imitan su industria, elevándose así hasta el instinto de        las bestias, con la ventaja de que, si cada especie sólo posee el suyo        propio, el hombre, no teniendo acaso ninguno que le pertenezca, se los        apropia todos, se nutre igualmente con la mayor parte de los alimentos (9)        que los otros animales se disputan, y encuentra, por consiguiente, su        subsistencia con mayor facilidad que ninguno de ellos.            Acostumbrados desde la infancia a la intemperie del tiempo y al rigor        de las estaciones, ejercitados en la fatiga y forzados a defender desnudos        y sin armas su vida y su presa contra las bestias feroces, o a escapar de        ellas corriendo, fórmanse los hombres un temperamento robusto y casi        inalterable; los hijos, viniendo al mundo con la excelente constitución de        sus padres y fortificándola con los mismos ejercicios que la han        producido, adquieren de ese modo todo el vigor de que es capaz la especie        humana. La naturaleza procede con ellos precisamente como la ley de        Esparta con los hijos de los ciudadanos (10): hace fuertes y robustos a        los bien constituidos y deja perecer a todos los demás, a diferencia de        nuestras sociedades, donde, el Estado, haciendo que los hijos sean        onerosos a los padres, los mata indistintamente antes de su nacimiento.            Siendo el cuerpo del hombre salvaje el único instrumento de él        conocido, lo emplea en usos diversos, de que son incapaces los nuestros        por falta de ejercicio, y es nuestra industria la que nos arrebata la        agilidad y la fuerza que la necesidad lo obliga a adquirir. Si hubiera        tenido hacha, ¿habría roto con el puño tan fuertes ramas? Si hubiese        tenido honda, ¿lanzaría a brazo con tanta fuerza las piedras? Si hubiera        tenido escalera, ¿treparía con tanta ligereza por los árboles? Si hubiese        tenido caballos ¿sería tan rápido en la carrera? Dad al hombre civilizado        el tiempo preciso para reunir todas esas máquinas a su derredor: no cabe        duda que superará fácilmente al hombre salvaje. Mas si queréis ver un        combate aún más desigual, ponedlos desnudos y desarmados frente a frente,        y bien pronto reconoceréis cuáles son las ventajas de tener continuamente        a su disposición todas sus fuerzas, de estar siempre preparado para        cualquier contingencia y de conducirse siempre consigo, por así decir,        todo entero (11).            Hobbes pretende que el hombre es naturalmente intrépido y ama sólo el        ataque y el combate. Un filósofo ilustre piensa, al contrario, y        Cumberland y Puffendorf así lo aseguran, que nada hay tan tímido como el        hombre en el estado natural, y que se halla siempre atemorizado y presto a        huir al menor ruido que oiga, al menor movimiento que perciba. Acaso        suceda así por lo que se refiere a los objetos que no conoce, y no dudo        que no quede aterrado ante los nuevos espectáculos que se ofrecen a su        vista cuando no puede discernir el bien y el mal físicos que de ellos debe        esperar, ni comparar sus fuerzas con los peligros que tiene que correr;        circunstancias raras en el estado de naturaleza, en el cual todas las        cosas marchan de modo tan uniforme y en el que la faz de la tierra no se        halla sujeta a esos cambios bruscos y continuos que en ella causan las        pasiones y la inconstancia de los pueblos reunidos. Pero el hombre        salvaje, viviendo disperso entre los animales y encontrándose desde        temprano en situaciones de medirse con ellos, hace en seguida la        comparación, y viendo que si ellos le exceden en fuerza él los supera en        destreza, deja de temerlos ya. Poner a un oso o a un lobo en lucha con un        salvaje robusto, ágil e intrépido como lo son todos, armado de piedras y        de un buen palo, y veréis que el peligro será cuando menos recíproco, y        que después de muchas experiencias parecidas, las bestias feroces, que no        aman atacarse unas a otras, atacarán con pocas ganas al hombre, que habrán        hallado tan feroz como ellas. Con respecto a los animales que tienen        realmente más fuerza que él destreza, encuéntrase frente a ellos en el        caso de otras especies más débiles, que no por esto dejan de subsistir;        con la ventaja para el hombre de que, no menos ágil que aquéllos para        correr y hallando en los árboles refugio casi seguro, puede en todas        partes afrontarlos o no, teniendo la elección de la huida o de la lucha.        Añadamos que parece ser que ningún animal hace espontáneamente la guerra        al hombre, salvo en caso de propia defensa o de un hambre extrema, ni        manifiesta contra él esas violentas antipatías que parecen anunciar que        una especie ha sido destinada por la naturaleza a servir de pasto a las        otras.            He aquí, sin duda, la razón por la cual los negros y los salvajes se        preocupan tan poco de los animales feroces que pueden encontrar en los        bosques. Los caribes de Venezuela, entre otros, viven a este respecto en        la más completa seguridad y sin el menor contratiempo. Aunque anden casi        desnudos, dice Francisco Correal, no dejan de exponerse atrevidamente en        los bosques, armados solamente de la flecha y el arco, sin que se haya        oído decir nunca que alguno fuera devorado por las fieras.            Otros enemigos más temibles, contra los cuales no tiene el hombre los        mismos medios de defensa, son los achaques naturales, la infancia, la        vejez y las enfermedades de toda suerte, tristes signos de nuestra        debilidad, cuyos dos primeros son comunes a todos los animales, mientras        que el último es propio principalmente del hombre que vive en sociedad.        Hasta observo, a propósito de la infancia, que la madre, llevando consigo        a todas partes a su hijo, tiene mucha más facilidad para alimentarlos que        las hembras de diversos animales, forzadas a ir y venir continua y        fatigosamente, de un lado, para buscar su alimento; de otro, para        amamantar o alimentar a sus crías. Es verdad que si la mujer perece, el        niño corre bastante el riesgo de perecer con ella; pero este mismo peligro        es común a otras cien especies, cuyos pequeñuelos no se hallan por largo        tiempo en situación de buscar por sí mismos su alimento; y si la infancia        es entre nosotros más larga, siendo la vida más larga también, todo viene        a ser poco más o menos igual en este punto (12), aunque haya sobre la        duración de la primer edad y el número de pequeñuelos (13) otras reglas        que no entran en mi objeto. Entre los viejos, que accionan y transpiran        poco, la necesidad de alimentos disminuye con la facultad de adquirirlos,        y como la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y como la        vejez es de todos los males el que menos alivio puede esperar de la ayuda        humana, se extinguen en fin sin que se advierta que dejan de existir y        casi sin darse cuenta ellos mismos.            Respecto de las enfermedades, no repetiré las vanas y falsas        declamaciones de las personas de buena salud contra la medicina; pero        preguntaré si se puede probar con alguna observación sólida que la vida        media del hombre es más corta en aquel país donde ese arte se halla        descuidado que donde es cultivado con más atención. ¿Cómo podría suceder        así si nosotros nos procuramos más enfermedades que la medicina nos        proporciona remedios? La extrema desigualdad en el modo de vivir, el        exceso de ociosidad en unos y de trabajo en otros, la facilidad de excitar        y de satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad, los alimentos tan        apreciados de los ricos, que los nutren de substancias excitantes y los        colman de indigestiones; la pésima alimentación de los pobres, de la cual        hasta carecen frecuentemente, carencia que los impulsa, si la ocasión se        presenta, a atracarse ávidamente; las vigilias, los excesos de toda        especie, los transportes inmoderados de todas las pasiones, las fatigas y        el agotamiento espiritual, los pesares y contrariedades que se sienten en        todas las situaciones, los cuales corroen perpetuamente el alma: he ahí        las pruebas funestas de que la mayor parte de nuestros males son obra        nuestra, casi todos los cuales hubiéramos evitado conservando la manera de        vivir simple, uniforme y solitaria que nos fue prescrita por la        naturaleza. Si ella nos ha destinado a ser sanos, me atrevo casi a        asegurar que el estado de reflexión es un estado contra la naturaleza, y        que el hombre que medita es un animal degenerado. Cuando se piensa en la        excelente constitución de los salvajes, de aquellos al menos que no hemos        echado a perder con nuestras bebidas fuertes; cuando se sabe que apenas        conocen otras enfermedades que las heridas y la vejez, vese uno muy        inclinado a creer que podría hacerse fácilmente la historia de las        enfermedades humanas siguiendo la de las sociedades civiles. Tal es por lo        menos la opinión de Platón, quien juzga, a propósito de ciertos remedios        empleados o aprobados por Podaliro y Macaón en el sitio de Troya, que        diversas enfermedades que estos remedios hubieron de provocar no eran        conocidas entonces entre los hombres, y Celso refiere que la dieta, tan        necesaria hoy día, fue inventada por Hipócrates.            Con tan contadas causas de males, el hombre, en el estado natural,        apenas tiene necesidad de remedio y menos de medicina. La especie humana        no es a este respecto de peor condición que todas las demás, y fácil es        saber por los cazadores si encuentran en sus correrías muchos animales mal        conformados. Algunos encuentran animales con grandes heridas perfectamente        cicatrizadas, con huesos y aun miembros rotos curados sin más cirujano que        la acción del tiempo, sin otro régimen que su vida ordinaria, y que no por        no haber sido atormentados con incisiones, envenenados con drogas y        extenuados con ayunos han dejado de quedar perfectamente curados. En fin;        por muy útil que sea entre nosotros la medicina bien administrada, no es        menos cierto que si el salvaje enfermo, abandonado a sí mismo, nada tiene        que esperar sino de la naturaleza, nada tiene que temer, en cambio, sino        de su mal, lo cual hace con frecuencia que su situación sea preferible a        la nuestra.            Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los que tenemos        ante los ojos. La naturaleza trata a los animales abandonados a sus        cuidados con una predilección que parece mostrar cuán celosa es de este        derecho. El caballo, el gato, el toro y aun el asno mismo tienen la mayor        parte una talla más alta y todos una constitución más robusta, más vigor,        más fuerza y más valor en los bosques que en nuestras casas; pierden la        mitad de estas cualidades siendo domésticos, y podría decirse que los        cuidados que ponemos en tratarlos bien y alimentarlos no dan otro        resultado que el de hacerlos degenerar. Así ocurre con el hombre mismo: al        convertirse en sociable y esclavo, vuélvese débil, temeroso, rastrero, y        su vida blanda y afeminado acaba de enervar a la vez su valor y su fuerza.        Añadamos que entre la condición salvaje y la doméstica, la diferencia de        hombre a hombre debe ser mucho mayor que de bestia a bestia, pues habiendo        sido el animal y el hombre igualmente tratados por la naturaleza, todas        las comodidades que el hombre se proporcione de más sobre los animales que        domestica son otras tantas causas particulares que le hacen degenerar más        sensiblemente.            La desnudez, la falta de habitación y la carencia de todas esas cosas        inútiles que tan necesarias creemos no constituyen, por consiguiente, una        gran desdicha para esos primeros hombres ni un gran obstáculo para su        conservación. Si no tienen la piel velluda, para nada la necesitan en los        países cálidos; y en los climas fríos bien pronto saben apropiarse las de        las fieras vencidas; si sólo tienen dos pies para correr, poseen dos        brazos para atender a su defensa y a sus necesidades. Sus hijos tal vez        andan tarde y penosamente, pero las madres los llevan con facilidad,        ventaja de que carecen las demás especies, en las cuales la madre, cuando        es perseguida, se ve obligada a dejar abandonados sus pequeñuelos o a        seguir a su paso (14). En fin, a menos de suponer el concurso singular y        fortuito de circunstancias de que hablaré más adelante, y que podrían muy        bien no haber ocurrido nunca, es claro, en todo caso, que el primero que        se hizo vestidos o construyó un alojamiento diose con ello cosas poco        necesarias, puesto que hasta entonces se había pasado sin ellas, y no se        comprende por qué no hubiera podido soportar siendo hombre el género de        vida que llevaba desde su infancia.            Solo, ocioso y cerca sieinpre del peligro, el hombre salvaje debe        gustar de dormir y tener el sueño ligero como los animales, los cuales,        como piensan poco, duermen, por así decir, todo el tiempo que no piensan.        Siendo su propia conservación casi su único cuidado, las facultades que        más debe ejercitar son las que tienen por principal objeto el ataque y la        defensa, bien sea para dominar su presa, bien para guardarse de ser la        presa de otro animal; y, por el contrario, aquellos órganos que sólo se        perfeccionan por la pereza y la sensualidad deben permanecer en un estado        rudimentario que excluya toda suerte de delicadeza. Hallándose divididos        en este punto sus sentidos, el gusto y el tacto serán de una extrema        rudeza; la vista, el olfato y el oído, de una extraordinaria agudeza. Tal        es el estado animal en general, y también, según el testimonio de los        viajeros, el de los pueblos salvajes. No es, por tanto, de extrañar que        los hotentotes del Cabo de Buena Esperanza descubran a simple vista los        barcos en alta mar desde tanta distancia como los holandeses con sus        anteojos; ni que los salvajes de América descubrieran a los españoles        olfateando sus huellas, como hubiesen podido hacer los mejores perros; ni        que todas esas naciones bárbaras soporten sin molestia su desnudez, afinen        su gusto a fuerza de pimienta y beban como agua los licores europeos.            Hasta aquí sólo he hablado del hombre físico; tratemos ahora de        considerarlo en su aspecto metafísico y moral.            No veo en cada animal más que una máquina ingeniosa dotada de        sentidos por la naturaleza para elevarse ella misma y asegurarse hasta        cierto punto contra todo aquello que tiende a destruirla o desordenarla.        La misma cosa observo precisamente en la máquina humana, con la diferencia        de que sólo la naturaleza lo ejecuta todo en las operaciones del animal,        mientras que el hombre atiende las suyas en calidad de agente libre. Aquél        escoge o rechaza por instinto; éste, por un acto de libertad; lo que da        por resultado que el animal no puede apartarse de la regla que le ha sido        prescrita, aun en el caso de que fuese ventajoso para él hacerlo, mientras        que el hombre se aparta con frecuencia y en su perjuicio. Así sucede que        un pichón perecerá de hambre cerca de una fuente colinada de las mejores        carnes y un gato sobre montones de frutas o de granos, aunque uno y otro        podrían muy bien nutrirse con los alimentos que desdeñan, de intentar        ensayarlo; así ocurre que los hombres disolutos se entregan a excesos que        les producen la fiebre o la muerte porque el espíritu corrompe los        sentidos y la voluntad habla cuando calla la naturaleza.            Todos los animales tienen ideas, puesto que tienen sentidos, y aun        combinan sus ideas hasta cierto punto; el hombre no se distingue a este        respecto del animal más que del más al menos; incluso ciertos filósofos        han aventurado que hay algunas veces más diferencia entre dos hombres que        entre un hombre y una bestia. No es, pues, tanto el entendimiento como su        cualidad de agente libre lo que constituyó la distinción específica del        hombre entre los animales. La naturaleza manda a todos los animales, y la        bestia obedece. El hombre experimenta la misma sensación, pero se reconoce        libre de someterse o de resistir, y es sobre todo en la conciencia de esta        libertad donde se manifiesta la espiritualidad de su alma. La física        explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formación de las        ideas; pero en la facultad de querer o, mejor, de elegir, y en el        sentimiento de este poder, sólo se encuentran actos puramente        espirituales, de los cuales nada se explica por las leyes de la mecánica.            Pero, aun cuando las dificultades que rodean estas cuestiones dieran        lugar para discutir sobre esa diferencia entre el hombre y el animal, hay        una cualidad muy específica que los distingue y sobre la cual no puede        haber discusión: es la facultad de perfeccionarse, facultad que, ayudada        por las circunstancias, desarrolla sucesivamente todas las demás, facultad        que posee tanto nuestra especie como el individuo; mientras que el animal        es al cabo de algunos meses lo que será toda su vida, y su especie es al        cabo de mil años lo mismo que era el primero de esos mil años. ¿Por qué        sólo el hombre es susceptible de convertirse en imbécil? ¿No es porque        vuelve así a su estado primitivo y porque, en tanto la bestia, que nada ha        adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto,        el hombre, perdiendo por la vejez o por otros accidentes todo lo que su        perfectibilidad lo ha proporcionado, cae más bajo que el animal mismo?        Triste sería para nosotros vernos obligados a reconocer que esta facultad        distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las desdichas del        hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición        original, en la cual pasaría tranquilos e inocentes sus días; que ella,        produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes,        le hace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza (15). Sería horrible        verse obligado a alabar como bienhechor al primero que enseñó a los        habitantes de las orillas del Orinoco el uso de esas tablillas de madera        que aplican a las sienes de sus hijos y que les aseguran al menos una        parte de su imbecilidad y de su felicidad original.            El hombre salvaje, entregado por la naturaleza al solo instinto, o        más bien compensado del que acaso le falta con facultades capaces de        suplir primero a ese instinto y elevarle después a él mismo muy por encima        de la propia naturaleza, comenzará, pues, por las funciones puramente        animales (16). Percibir y sentir será su primer estado, que le será común        con todos los animales; querer y no querer, desear y tener, serán las        primeras y casi las únicas operaciones de su alma, hasta que nuevas        circunstancias ocasionen en ella nuevos desenvolvimientos.            Digan lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe        mucho a las pasiones, las cuales, según el común sentir, le deben mucho        también. Por su actividad se perfecciona nuestra razón; no queremos saber        sino porque deseamos gozar, y no puede concebirse por qué un hombre que        careciera de deseos y temores habría de tomarse la molestia de pensar. A        su vez, las pasiones se originan de nuestras necesidades, y su progreso,        de nuestros conocimientos, pues no se puede desear o tener las cosas sino        por las ideas que sobre ellas se tenga o por el nuevo impulso de la        naturaleza. El hombre salvaje, privado de toda suerte de conocimiento,        sólo experimenta las pasiones de esta última especie; sus deseos no pasan        de sus necesidades físicas (17); los únicos bienes que conoce en el mundo        son el alimento, una hembra y el reposo; los únicos males que teme son el        dolor y el hambre. Digo el dolor y no la muerte, pues el animal nunca        sabrá qué cosa es morir; el conocimiento de la muerte y de sus terrores es        una de las primeras adquisiciones hechas por el hombre al apartarse de su        condición animal.            Si fuera necesario, fácil me sería apoyar con hechos este sentimiento        y demostrar que en todas las naciones del mundo los progresos del espíritu        han sido precisamente proporcionados a las necesidades que los pueblos        habían recibido de la naturaleza o a las cuales les habían sometido las        circunstancias, y, por consiguiente, a las pasiones que los llevaban a        satisfacer esas necesidades. Mostraría las artes naciendo en Egipto y        extendiéndose con el desbordamiento del Nilo; seguiría su progreso entre        los griegos, donde se las vio brotar, crecer y elevarse hasta el cielo        entre las arenas y las rocas del Ática, sin que pudieran echar raíces en        las fértiles orillas del Eurotas (18). Señalaría que, en general, los        pueblos del Norte son más industriosos que los del Mediodía, porque no        pueden por menos de serlo, como si la naturaleza quisiera de este modo        igualar las cosas, dando a los espíritus la fertilidad que niega a la        tierra.            Pero, sin recurrir al testimonio de la Historia, ¿quién no ve que        todo parece alejar del hombre salvaje la tentación y los medios de dejar        de serlo? Su imaginación nada le pinta; su corazón nada le pide. Sus        escasas necesidades se encuentran tan fácilmente a su alcance, y se halla        tan lejos del grado de conocimientos necesario para desear adquirir otras        mayores, que no puede tener ni previsión ni curiosidad. El espectáculo de        la naturaleza llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar; es        siempre el mismo orden, siempre son las mismas revoluciones. Carece de        aptitud de espíritu para admirar las mayores maravillas, y no es en él        donde puede buscarse la filosofía que el hombre necesita para saber        observar una vez lo que ha visto todos los días. Su alma, que nada agita,        se entrega al sentimiento único de su existencia actual, sin idea alguna        sobre el porvenir, por cercano que pueda estar, y sus proyectos, limitados        como sus miras, apenas se extienden hasta el fin de la jornada. Tal es aún        el grado de previsión del caribe: vende por la mañana su lecho de algodón.        y vuelve llorando al atardecer para recuperarlo, por no haber previsto que        lo necesitaría para la noche cercana.            Cuanto más se medita sobre este asunto, más se ensancha a nuestros        ojos la distancia entre las puras sensaciones y los simples conocimientos;        se hace imposible concebir cómo un hombre habría podido franquear tan gran        intervalo con sus solas fuerzas, sin el concurso de la comunicación y sin        el aguijón de la necesidad. ¡Cuántos siglos quizá habrán transcurrido        antes de que los hombres hayan podido ver otro fuego que el del cielo!        ¡Cuántos azares diversos habrán necesitado para aprender los usos más        comunes de ese elemento! ¡Cuántas veces le habrán dejado extinguir antes        de haber adquirido el arte de reproducirlo! ¡Y cuántas acaso habrá        perecido con su descubridor cada uno de esos secretos! ¿Qué diremos de la        agricultura, arte que tanto trabajo y tanta previsión exige, que tanto        tiene de otras artes, que evidentemente no es practicable sino en una        sociedad al menos empezada, y que no nos sirve tanto a sacar de la tierra        alimentos que ella produciría muy bien sin esto como a forzarla a        satisfacer las preferencias de nuestro gusto?            Pero supongamos que los hombres se hubieran multiplicado de tal modo        que los productos naturales no hubiesen bastado para alimentarlos,        suposición que, por decirlo de paso, demostraría una gran ventaja para la        especie humana en esta manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin        talleres, los instrumentos de labor hubiesen caído del cielo en manos de        los salvajes; que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos        sienten contra el trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever tan        anticipadamente sus necesidades; que hubieran adivinado cómo es necesario        cultivar la tierra, sembrar los granos y plantar los árboles; que hubiesen        descubierto el arte de moler el trigo y de hacer fermentar la uva, cosas        todas que les ha sido preciso fueran enseñadas por los dioses, a falta de        concebir cómo las habrían aprendido por sí mismos; ¿quién sería después de        esto el hombre bastante insensato para fatigarse cultivando un campo que        será despojado por el primer venido, hombre o bestia indistintamente, a        quien conviniese la cosecha? ¿Y cómo podía decidirse cada cual a consagrar        su vida a un penoso trabajo, tanto más seguro de no recoger sus frutos        cuanto más sentiría su necesidad? En una palabra: ¿cómo esta situación        podía decidir a los hombres a cultivar la tierra en tanto no estuviera        repartida entre ellos, es decir, en tanto no hubiese sido destruido el        estado natural?            Aun cuando imaginásemos un hombre salvaje tan hábil en el arte de        pensar como lo presentan nuestros filósofos; aunque hiciéramos de él,        siguiendo ese ejemplo, un filósofo, descubriendo por sí solo las verdades        más sublimes, componiendo por medio de razonamientos abstractos máximas de        justicia y de razón sacadas del amor al orden en general o de la voluntad        conocida de su creador, en una palabra: aunque supusiéramos en su espíritu        tantas luces y tanta inteligencia como torpeza y estupidez debe tener y        tiene en efecto, ¿qué utilidad sacaría la especie de toda esta metafísica,        que no podía comunicarse y que perecería con el individuo que la hubiera        inventado? ¿Qué progresaría el género humano disperso en los bosques entre        los animales? ¿Y hasta qué punto podrían perfeccionarse e ilustrarse        mutuamente unos hombres que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad unos        de otros, apenas se encontrarían dos veces en su vida, sin conocerse y sin        hablarse?            Considérese cuantas ideas debemos al uso de la palabra; cuánto        ejercita y facilita la gramática las operaciones del espíritu; piénsese en        las fatigas inconcebibles y en el infinito tiempo que ha debido costar la        primera invención de las lenguas; añádanse estas reflexiones a las        precedentes, y se comprenderá cuántos millares de siglos han debido        necesitarse para desarrollar sucesivamente en el espíritu humano las        operaciones de que era capaz.            Séame permitido considerar un instante los problemas del origen de        las lenguas. Podría contentarme con citar o repetir las investigaciones        que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia, puesto que todos        confirman mi opinión y acaso me han sugerido la primer idea. Pero el modo        como este filósofo resuelve las dificultades que él mismo se plantea sobre        el origen de los signos instituidos demuestra que ha supuesto lo que yo        discuto, a saber, una especie de sociedad ya establecida entre los        inventores del lenguaje, y al referirme a sus reflexiones creo que debo        añadir las mías para exponer las mis mas dificultades bajo el aspecto que        conviene a mi objeto. La primera que se presenta es imaginar cómo pudieron        ser necesarias las lenguas, pues no teniendo los hombres ninguna        comunicación entre sí ni necesidad alguna de ella, no se concibe ni la        necesidad de esa invención ni su posibilidad si no fue indispensable. Y        aun diría, como muchos otros, que las lenguas han nacido en el comercio        doméstico de padres, madres e hijos. Pero, además de que esto no        resolvería las objeciones, sería cometer el error de quienes, razonando        sobre el estado de naturaleza, transfieren a éste ideas tomadas de la        sociedad; ven a la familia reunida en una misma habitación y a sus        miembros observando entre sí una unión tan íntima y tan permanente como        entre nosotros, en que tantos intereses comunes los reúnen; cuando, al        contrario, no habiendo en ese estado primitivo ni casas, ni cabañas, ni        propiedades de ninguna especie, cada cual se alojaba al azar, y        frecuentemente por una sola noche; los machos y las hembras se ayuntaban        fortuitamente, al azar del encuentro, según la ocasión y el deseo, sin que        la palabra fuera un intérprete muy necesario para las cosas que tenían que        decirse, y con la misma facilidad se separaban (19). La madre amamantaba a        los hijos por propia necesidad; después, habiéndose encariñado con ellos        por la costumbre, los alimentaba por la suya; en cuanto tenían la fuerza        necesaria para buscar su alimento, no tardaban en abandonar a su madre        misma, y como casi no había otro medio de encontrarse que no perderse de        vista, bien pronto se hallaban en estado de no reconocerse unos a otros.        Observad también que teniendo el niño que explicar todas sus necesidades,        y, por tanto, más cosas que decir a la madre que la madre al niño, debe        correr con los mayores gastos de la invención, y que el lenguaje que        emplea tiene que ser en gran parte su propia obra, lo que multiplica tanto        las lenguas como individuos hay para hablarlas, a lo cual contribuye        también la vida errante y vagabunda, que no deja a ningún idioma el tiempo        de adquirir consistencia. Decir que la madre dicta al niño las palabras        que habrá de emplear para pedirle tal o cual cosa demuestra cómo se        enseñan las lenguas ya formadas, pero no enseña cómo se forman.            Supongamos vencida esta primera dificultad; franqueemos por un        momento el espacio inmenso que debió mediar entre el puro estado natural y        la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponiéndolas necesarias (20),        cómo han podido empezar a establecerse. Nueva dificultad, mayor aún que la        precedente, porque si los hombres han necesitado de la palabra para        aprender a pensar, mayor necesidad han tenido de saber pensar para        descubrir el arte de la palabra; y aunque se comprendiera cómo fueron        tomados los sonidos de la voz por intérpretes convencionales de nuestras        ideas, siempre quedaría por saber cuáles han podido ser los intérpretes de        esa convención para las ideas que, careciendo de un objeto sensible, no        podían ser indicadas ni por el gesto ni por la voz. De suerte que apenas        se pueden formular conjeturas soportables sobre el nacimiento de este arte        de comunicar los pensamientos y de establecer un comercio entre los        espíritus, arte sublime que tan lejos se encuentra ya de su origen, pero        que el filósofo ve todavía a tan prodigiosa distancia de su perfección,        que no existe hombre alguno bastante atrevido para asegurar que ésta        llegará algún día, aunque fueran suspendidas en su favor las revoluciones        que el tiempo aporta necesariamente, y los prejuicios salieran de las        Academias o se callasen ante ellas, y éstas pudieran ocuparse de este        espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupción.            El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más universal, más        enérgico, el único de que hubo necesidad antes de que fuese necesario        persuadir a hombres reunidos, fue el grito de la naturaleza. Como este        grito sólo era arrancado por una especie de instinto en las ocasiones        apremiantes para implorar ayuda en los grandes peligros o alivio en los        dolores violentos, no era de uso frecuente en el uso ordinario de la vida,        en el cual reinan sentimientos más moderados. Cuando las ideas de los        hombres empezaron a desarrollarse y multiplicarse, estableciéndose entre        ellos una comunicación más estrecha, buscaron signos más numerosos y un        lenguaje más extenso; multiplicaron las inflexiones de la voz,        acompañándolas de gestos, que, por su naturaleza, son más expresivos y        cuyo sentido depende menos de una determinación anterior. Expresaban,        pues, los objetos visibles y móviles por medio de gestos, y los que hieren        el oído, por sonidos imitativos; pero como el gesto sólo indica los        objetos presentes o fáciles de escribir y las acciones visibles; como no        es de uso universal, porque la obscuridad o la interposición de un cuerpo        le hacen inútil, y exige más bien atención que no la excita, se pensó, en        fin, en substituir el gesto por las articulaciones de la voz, que, sin        tener la misma relación con ciertas ideas, son más adecuadas para        representarlas todas como signos instituidos; esa substitución no pudo        hacerse sino por común consentimiento y de modo muy difícil de practicar        para unos hombres cuyos órganos groseros no tenían todavía ningún        ejercicio, y más difícil aún de concebir en sí misma, puesto que ese        acuerdo unánime debió de ser razonado, y la palabra parece haber sido muy        necesaria para establecer el uso de la palabra.            Se debe pensar que las primeras palabras que usaron los hombres        tuvieron en su espíritu una significación mucho más extensa que las        empleadas en las lenguas ya formadas, y que, ignorando la división de la        oración en sus partes constitutivas, dieron al principio a cada palabra el        sentido de una proposición entera. Cuando empezaron a distinguir el sujeto        del atributo y el verbo del nombre substantivo, no fue éste un mediocre        esfuerzo de genio. Los substantivos sólo fueron al principio nombres        propios; el presente de infinitivo fue el único tiempo verbal; en cuanto a        los adjetivos, su noción debió de desenvolverse muy difícilmente, porque        todo adjetivo es un nombre abstracto y las abstracciones son operaciones        penosas y poco naturales.            Cada objeto recibió al principio un nombre particular, sin considerar        el género y la especie, que esos primeros fundadores no podían distinguir.        Todos los individuos aparecieron a su espíritu aisladamente, como se        hallan en el cuadro de la naturaleza; si una encina se llamaba A, otra se        llamaba B, pues la primer idea que se deduce de dos cosas es que son        distintas, y hace falta con frecuencia mucho tiempo para observar lo que        tienen de común; de suerte que cuanto más limitados eran los        conocimientos, más extensión adquiría el diccionario. Las dificultades de        toda esta nomenclatura no pudieron ser vencidas fácilmente, porque para        clasificar a los seres bajo denominaciones comunes y genéricas era preciso        conocer las propiedades y las diferencias; eran necesarias observaciones y        definiciones; es decir, hacía falta la historia natural y la metafísica,        mucho más de lo que podían tener los hombres de ese tiempo.            Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el        espíritu sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las        comprende sino por medio de proposiciones. Esta es una de las razones por        las cuales los animales no pueden formarse tales ideas ni adquirir nunca        la perfectibilidad que de ellas se deriva. Cuando un mono se lanza sin        vacilar de una nuez a otra, ¿se cree que tiene la idea general de esta        clase de fruto y que compara su arquetipo a esos dos individuos? No, sin        duda; pero la vista de una de esas nueces evoca en su memoria las        sensaciones que ha recibido de la otra, y sus ojos, modificados de cierta        manera, anuncian a su gusto la modificación que va a recibir. Toda idea        general es puramente intelectual; por poco que intervenga la imaginación,        la idea se convierte en seguida en particular. Intentad trazar la imagen        de un árbol en general: nunca lo conseguiréis; a pesar vuestro, será        necesario ver uno, pequeño o grande, pobre o frondoso, claro u obscuro; y        si dependiera de vosotros ver solamente lo que es común a todos los        árboles, esta imagen no se parecería a ningún árbol. Los seres puramente        abstractos se ven de la misma manera o no se conciben sino por el        razonamiento. La sola definición del triángulo os da la verdadera idea;        tan pronto como os figuráis uno en vuestro espíritu, es un triángulo        determinado y no otro alguno, y no podéis evitar hacer sensibles sus        líneas o coloreada la superficie. Es, pues, necesario enunciar        proporciones; es preciso hablar para tener ideas generales, porque tan        pronto como la imaginación se detiene, el espíritu no trabaja sino con        ayuda del razonamiento. Si, por consiguiente, los primeros inventores del        lenguaje no han podido dar nombres mas que a las ideas que ya tenían, se        deduce de aquí que los primeros substantivos sólo han podido ser nombres        propios.            Pero cuando, por medios que yo no concibo, nuestros nuevos gramáticos        empezaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia        de los inventores debió de reducir este método a límites muy estrechos, y        así como al principio habían multiplicado con exceso los nombres de los        individuos por no conocer los géneros y las especies, después hicieron        escaso número de especies y de géneros por no haber considerado a los        seres en todas sus diferencias. Para dar mayor impulso a estas divisiones,        hubiera hecho falta más experiencia y más cultura de las que podían tener,        hubiera sido necesario más trabajo y más investigaciones que poder dedicar        a esa tarea. Ahora bien; si aún hoy se descubren cada día nuevas especies,        que habían escapado hasta ahora a todas nuestras observaciones, júzguese        cuántas debieron substraerse al conocimiento de unos hombres que sólo        consideraban las cosas bajo el primer aspecto. En cuanto a las clases        primitivas y a las nociones más generales, es superfluo añadir que también        debieron de escaparles. ¿Cómo, por ejemplo, habrían imaginado o entendido        las palabras materia, espíritu, substancia, modo, figura, movimiento, toda        vez que a nuestros mismos filósofos, que se sirven de ellas desde tan        largo tiempo, cuéstales trabajo entenderlas, y dado que, siendo        metafísicas las ideas que se asocian a esas palabras, no hallarían ningún        modelo en la naturaleza?            Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan        en este punto la lectura para que consideren, solamente sobre la invención        de las substantivos físicos, es decir, sobre la parte de la lengua más        fácil de hallar, el camino que aún le queda para expresar todos los        pensamientos de los hombres, para tomar una forma constante, para poder        ser hablada públicamente e influir sobre la sociedad; les suplico que        reflexionen cuánto tiempo y cuántos conocimientos han sido necesarios para        descubrir los números (21), los nombres abstractos, los aoristos (22) y        todos los tiempos de los verbos, las partículas, la sintaxis; para unir        los razonamientos y construir la lógica del discurso. En cuanto a mí,        asustado por las dificultades, que se multiplican a cada paso, y        convencido de la imposibilidad casi demostrada de que las lenguas hayan        podido nacer y establecerse por medios puramente humanos, dejo a quien        quiera emprenderla la discusión de este difícil problema: si ha sido más        necesaria la sociedad ya establecida para la institución de las lenguas, o        las lenguas ya inventadas para la constitución de la sociedad.            Sea lo que fuere de estos orígenes, se ve cuando menos, en el escaso        cuidado puesto por la naturaleza para aproximar a los hombres mediante        necesidades mutuas y facilitarles el uso de la palabra, cuán poco ha        preparado su sociabilidad y qué poco ha puesto de su parte para que se        establecieran sus relaciones. En efecto; es imposible imaginar por qué en        ese estado primitivo un hombre tendrá más necesidad de otro hombre que un        mono o un lobo de sus semejantes; ni, suponiendo esa necesidad, qué motivo        podría inducir al otro a acceder; ni tampoco, en este último caso, cómo        podrían convenir entre ellos las condiciones. Bien sé que se repite        incesantemente que nada habría sido tan miserable como el hombre en ese        estado; mas si es verdad, como creo haberos demostrado, que no pudo hasta        muchos siglos después tener el deseo y la ocasión de salir de aquel        estado, habría que acusar a la naturaleza y no a quien ella hubiese        constituido de ese modo. Pero, si yo comprendo bien ese término de        miserable, es una palabra que, o no tiene ningún sentido, o significa una        privación dolorosa o el sufrimiento del cuerpo o del alma. Ahora bien;        desearía que se me explicase cuál puede ser el género de miseria de un ser        libre cuyo corazón se halla en paz y el cuerpo en salud. Yo pregunto: de        la vida social o natural, ¿cuál está más sujeta a convertirse en        insoportable para quienes las disfrutan? Alrededor nuestro casi sólo vemos        gentes lamentándose de su existencia y aun algunos que se privan de ella        en cuanto está en su poder, no bastando apenas el concurso de la ley        divina y de la humana para contener este desorden. Yo pregunto si alguna        vez se ha oído decir que un salvaje en libertad hubiera tan sólo pensado        en quejarse de la vida o en darse la muerte. Júzguese, pues, con menos        orgullo de qué lado se halla la verdadera miseria. Al contrario: nada        habría sido más miserable que el hombre salvaje deslumbrado por los        conocimientos, atormentado por las pasiones y razonando sobre un estado        diferente al suyo. Por una sapientísima providencia, las facultades que        poseía en potencia no debían desarrollarse sino en las ocasiones de        ejercerlas, a fin de que no fueran para él ni superfluas ni onerosas antes        de tiempo, ni tardías e inútiles en caso necesario. Tenía en su solo        instinto cuanto necesitaba para vivir en el estado natural; en la razón        cultivada sólo tiene lo que necesita para vivir en sociedad.            Parece a primera vista que en este estado, no teniendo los hombres        entre sí ninguna clase de relación moral ni de deberes conocidos, no        podrían ser ni buenos ni malos, ni tenían vicios ni virtudes, a menos que,        tomando estas palabras en un sentido físico, se llamen vicios del        individuo las cualidades que pueden perjudicar su propia conservación, y        virtudes, las que a ella puedan contribuir; en este caso, habría que        considerar como más virtuoso a quien menos resistiera los meros impulsos        de la naturaleza. Pero, sin apartarnos de su sentido ordinario, conviene        retener la opinión que podríamos manifestar sobre tal situación y        desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, la balanza en la mano, se        haya examinado si los hombres civilizados poseen más virtudes que vicios,        o si sus virtudes son más ventajosas que funestos sus vicios, o si el        progreso de sus conocimientos constituye una compensación suficiente de        los males que mutuamente se causan a medida que aprenden el bien que        debían hacerse, o si, bien mirado, no se encontrarían en una situación más        feliz no teniendo daño que temer ni bien que esperar de nadie que        hallándose sometidos a una dependencia universal y obligados a recibir        todo de quienes no se obligan a darles nada.            No saquemos la conclusión, como Hobbes, de que, no teniendo ninguna        idea de la bondad, el hombre es naturalmente malo; vicioso, porque no        conoce la virtud; que niega siempre a sus semejantes los servicios que        cree no deberles; que, en virtud del derecho que se arroga sobre las cosas        que necesita, se imagina insensatamente ser el propietario único del        universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las        definiciones modernas del derecho natural; pero las consecuencias que        deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido no menos falso.        Razonando sobre los principios que enuncia, este autor debía decir que,        siendo el estado de naturaleza aquel en que el cuidado de nuestra        conservación es el menos perjudicial para la conservación de nuestros        semejantes, éste era por consiguiente el estado más a propósito para la        paz y el más conveniente para el género humano. Pues dice precisamente lo        contrario, por haber hecho entrar, con gran desacierto, en el cuidado de        la conservación del hombre salvaje la necesidad de satisfacer una multitud        de pasiones que son producto de la sociedad y que han hecho necesarias las        leyes. El malo, dice, es un niño fuerte. Falta saber si el hombre salvaje,        es un niño fuerte. Aunque ello se concediera, ¿qué se deduciría? Que si,        siendo fuerte, este hombre dependía de los demás tanto como siendo débil,        no hay ninguna clase de excesos a los que no se entregara; que pegaría a        su madre cuando tardase demasiado en darle de mamar; que estrangularía a        uno de sus pequeños hermanos cuando estuviese enojado; que mordería al        otro en la pierna cuando fuese tropezado o molestado. Pero ser fuerte y        dependiente son supuestos contradictorios en el estado natural. El hombre        es débil cuando está sometido a dependencia, y es libre antes de ser        fuerte. Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el        uso de razón, como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo        tiempo el abuso de sus facultades, como él mismo pretende; de modo que        podría decirse que los salvajes no son malos precisamente porque no saben        qué cosa es ser buenos, toda vez que no es el desenvolvimiento de la razón        ni el freno de la ley, sino la ignorancia del vicio y la calma de las        pasiones, lo que los impide hacer el mal: Tanto plus in illis proficit        vitiorum ignoratio, quam in his cognitio virtutis (23).            Hay además otro principio que Hobbes no ha observado, el cual,        habiéndole sido dado al hombre para suavizar en ciertas circunstancias la        ferocidad de su amor propio o su deseo de conservación antes del        nacimiento de este amor (24), modera el ardor que siente por su bienestar        con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo que deba        temer una contradicción concediendo al hombre la única virtud natural que        se ha visto obligado a reconocer el más furioso detractor de las virtudes        humanas. Me refiero a la piedad, disposición adecuada a seres tan débiles        y sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto más universal y        tanto más útil al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexión, y        tan natural, que las bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles        muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus pequeños y de los        peligros que arrostran para protegerlos, obsérvase a diario la repugnancia        que experimentan los caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no pasa        nunca al lado de otro de su especie muerto sin sentir cierta inquietud;        hasta hay animales que les dan una suerte de sepultura, y los tristes        mugidos del ganado entrando en el matadero anuncian la impresión que        recibe ante el horrible espectáculo que contempla. Con placer se ve al        autor de la fábula Las abejas (25), obligado a reconocer al hombre como un        ser compasivo y sensible, abandonar su estilo frío y sutil para ofrecernos        la patética imagen de un hombre encerrado que ve fuera a una bestia feroz        arrancar a un niño de brazos de su madre, triturar con sus mortíferos        dientes sus débiles miembros y desgarrar con sus uñas las entrañas        palpitantes de la criatura. ¡Qué horribles estremecimientos experimenta        ese testigo de un suceso en el cual no interviene su interés personal!        ¡Qué angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre        desvanecida y a la expirante criatura!            Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda        reflexión; tal la fuerza de la piedad natural, que las costumbres más        depravadas difícilmente pueden destruirla, puesto que se ve a diario en        nuestros espectáculos enternecerse y llorar ante las desventuras de un        infortunado a un tal que, de hallarse en el lugar del tirano, agravaría        más aún los tormentos de su enemigo, semejante al sanguinario Sila, tan        sensible ante las desgracias que él no había causado, o a ese Alejandro de        Feres, que no osaba asistir a la representación de ninguna tragedia por        temor de que se le viera llorar con Andrómaca y con Príamo, mientras        escuchaba sin emocionarse los gritos de los ciudadanos que mandaba        degollar todos los días.                                                              Mollissima corda             Humano generi dare se natura fatetur,             Quae lacrymas dedit (26).             Mandeville ha comprendido perfectamente que los hombres, con toda su        moral, hubieran sido siempre unos monstruos si la naturaleza no les        hubiese dado la piedad en apoyo de la razón; pero no ha visto que de esta        sola cualidad se derivan todas las virtudes sociales que pretende negar a        los hombres. En efecto: ¿qué es la generosidad, la clemencia, la        humanidad, sino la piedad aplicada a los débiles, a los culpables, o a la        especie humana en general? La benevolencia y la misma amistad son, bien        miradas, productos de una constante piedad fijada en un objeto particular;        pues desear que alguien no sufra, ¿qué es sino desear que sea feliz? Aun        cuando fuera cierto que la conmiseración es sólo un sentimiento que nos        pone en el lugar de quien sufre, sentimiento obscuro y vivo en el salvaje,        desarrollado pero débil en el hombre civilizado, ¿qué importaría esto a la        verdad de lo que afirmo, sino para darle más fuerza? En efecto: la        conmiseración será tanto más enérgica cuanto más íntimamente se        identifique el animal espectador con el animal paciente. Ahora bien; es        evidente que esta identificación ha debido de ser infinitamente más        estrecha en el estado de naturaleza que en el estado de razonamiento. Es        la razón quien engendra el amor propio, y la reflexión lo fortifica; ella        repliega al hombre sobre sí mismo; ella le aparta de todo lo que le        molesta o le aflige. Es la filosofía quien le aísla; por ella dice en        secreto, a la vista de un hombre que sufre: «Muere si quieres; yo estoy        seguro.» Sólo los peligros de la sociedad entera turban el sueño tranquilo        del filósofo y le arrancan del lecho. Se puede degollar impunemente a un        semejante suyo bajo sus ventanas; no tiene más que taparse los oídos y        razonar un poco para impedir a la naturaleza que se subleva dentro de él        identificarlo con aquel a quien se asesina (27). El hombre salvaje carece        de este admirable talento; falto de razón y de prudencia, vésele siempre        entregarse aturdidamente al primer sentimiento de la humanidad. En los        motines, en las contiendas callejeras, acude el populacho y el hombre        prudente se aparta; es la canalla, son las mujeres del mercado quienes        separan a los combatientes o impiden a la gente de bien su mutuo        exterminio.            Es, por tanto, perfectamente cierto que la piedad es un sentimiento        natural que, moderando en cada individuo de su amor a sí mismo, concurre a        la mutua conservación de la especie. Ella nos impulsa sin previa reflexión        al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir; ella substituye en el        estado natural a las leyes, a las costumbres y a la virtud, con la ventaja        de que nadie se siente tentado de desobedecer su dulce voz; ella disuadirá        a un salvaje fuerte de quitar a una débil criatura o a un viejo achacoso        el alimento que han adquirido penosamente, si espera hallar el suyo en        otra parte; ella inspira a todos los hombres, en lugar de la sublime        máxima de justicia razonada Pórtate con los demás como quieres que se        porten contigo, esta otra de bondad natural, acaso menos perfecta, pero        mucho más útil que la anterior: Haz tu bien con el menor daño posible para        otro. En una palabra: es en este sentimiento natural, más bien que en los        sutiles argumentos, donde hay que buscar la causa de la repugnancia que        todo hombre siente a obrar mal, aun independientemente de los preceptos de        la educación. Aunque Sócrates y los espíritus de su tiempo puedan adquirir        la virtud por medio del razonamiento, hace tiempo que habría desaparecido        el género humano si su conservación hubiese dependido de quienes lo        componen.            Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres,        más bien feroces que malos, más atentos a ponerse a cubierto del mal que        podían recibir que inclinados a hacer daño a otros, no estaban expuestos a        contiendas muy peligrosas. Como no tenían entre sí ninguna especie de        relación; como por tanto, no conocían la vanidad, ni la consideración, ni        la estima, ni el desprecio; como no tenían la menor noción del bien ni del        mal, ni alguna idea verdadera de justicia; como miraban las violencias que        podían recibir como daño fácil de reparar, y no como una injuria que debe        ser castigada, y como ni siquiera pensaban en la venganza, a no ser tal        vez maquinalmente y en el mismo momento, como el perro que muerde la        piedra que se le arroja, sus disputas raramente hubieran tenido causa más        importante que el alimento. Pero veo una más peligrosa y de la cual voy a        tratar.            Entre las pasiones que agitan el corazón humano hay una, ardiente,        impetuosa, que hace a un sexo necesario al otro; terrible pasión que        desafía todos los peligros, destruye todos los obstáculos y más parece, en        su furor, propia para aniquilar el género humano que no destinada a        conservarlo. ¿Qué sería de los hombres presa de esta rabia desenfrenada y        brutal, sin pudor ni continencia, y disputándose cada día sus amores al        precio de su sangre?            Es preciso conceder desde luego que cuanto más violentas son las        pasiones más necesarias son las leyes; pero, además de que los desórdenes        y los crímenes que a diario causan esas pasiones demuestran demasiado la        insuficiencia de las leyes a este respecto, convendría examinar si estos        desórdenes no han nacido con las leyes mismas; porque entonces, aunque        fueran capaces de reprimirlos, lo menos que podría exigírseles es que        detuviesen un mal que sin ellas no existiría.            Empecemos por distinguir en el sentimiento del amor lo moral y lo        físico. Lo físico es ese deseo general que impulsa a un sexo a unirse con        otro. Lo moral es lo que determina ese deseo y lo fija exclusivamente en        un solo objeto, o que, por lo menos, le da hacia ese objeto preferido un        mayor grado de energía. Ahora bien; es fácil ver que lo moral del amor es        un sentimiento facticio nacido del uso de la sociedad y elogiado por las        mujeres con suma habilidad y cuidado para implantar su imperio y hacer        dominante el sexo que debía obedecer. Como este sentimiento está fundado        sobre ciertas nociones del mérito y de la belleza que un salvaje no se        halla en estado de poseer, y sobre comparaciones que éste no puede hacer,        debe de ser casi nulo para él; porque del mismo modo que su espíritu no ha        podido forjar ideas abstractas de regularidad y de proporción, así su        corazón no es tampoco susceptible de sentimiento de admiración y de amor,        los cuales nacen, sin que uno se dé cuenta, de la aplicación de esas        ideas. Únicamente escucha al temperamento que la naturaleza le ha dado, no        al gusto que no ha podido adquirir, y cualquier mujer le parece buena.            Limitados a la parte física del amor y bastante felices para ignorar        esas preferencias que irritan el sentimiento amoroso y aumentan las        dificultades, los hombres deben de sentir menos frecuentemente y con menor        viveza los ardores del temperamento, y, por consiguiente, sus disputas        deben de ser más raras y menos crueles. La imaginación, que tantos        estragos produce entre nosotros, no habla a esos corazones salvajes; cada        uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, se entrega a        ellos sin elección, con mayor placer que furor, y, satisfecha su        necesidad, el deseo queda extinguido.            Es, pues, incontestable que así el amor como las demás pasiones no        han adquirido sino en la sociedad ese ardor impetuoso que tan funestos los        hace ser con frecuencia para los hombres. De modo que es en extremo        ridículo representar a los salvajes exterminándose mutuamente y sin cesar        por satisfacer su brutalidad, toda vez que esta opinión está en completa        contradicción con la experiencia, pues los caribes, el pueblo que menos se        ha apartado hasta aquí, entre todos los existentes, del estado natural,        son precisamente los más tranquilos en sus amores y los menos sujetos a        los celos, aunque viven bajo un clima abrasador, que parece dar a sus        pasiones una actividad mayor.            Respecto a las consecuencias que podrían deducirse, en ciertas        especies animales, de las luchas entre machos que en todo tiempo        ensangrientan nuestros corrales o hacen retumbar los bosques en la        primavera con sus gritos disputándose la hembra, es necesario empezar por        excluir a todas aquellas especies en que la naturaleza ha establecido        manifiestamente, por lo que hace al poder relativo de los sexos, distintas        relaciones que entre nosotros; así, las peleas entre gallos no constituyen        una inducción para la especie humana. En las especies en que la proporción        está mejor observada, estas luchas sólo pueden tener por causa la escasez        de hembras respecto al número de machos o los intervalos durante los        cuales la hembra rehúsa constantemente ayuntarse con el macho, lo que        equivale a la primer causa; porque si la hembra sólo admite al macho        durante dos meses al año, es igual que si el número de hembras fuese cinco        sextas partes menor. Pero ninguno de estos dos casos es aplicable a la        especie humana, en la cual el número de las hembras excede generalmente al        de varones, no habiéndose observado nunca tampoco, ni aun entre los        salvajes, que las hembras tengan, como en las otras especies, épocas de        celo y de abstención. Además, en muchas clases de animales, entrando la        especie entera a la vez en mutua efervescencia, sobreviene un momento        terrible de común ardor, de tumulto, desorden y combate; momento que no        existe en la especie humana, porque el amor en ella no es periódico. No        puede deducirse, por consiguiente, de los combates entre ciertos animales        por la posesión de la hembra, que lo mismo sucedería al hombre en el        estado natural; y aunque se pudiera sacar esa conclusión, así como esas        luchas no destruyen esas especies, debe pensarse cuando menos que no        serían más funestas para la nuestra; y aun parece que no causarían tantos        estragos como causan en la sociedad, sobre todo en aquellos países en que,        por respetarse todavía las costumbres, los celos de los amantes y la        venganza de los maridos son diario motivo de duelos, crímenes y peores        cosas; sociedad en que el deber de una eterna fidelidad sólo sirve para        originar adulterios y donde las mismas leyes del honor y la continencia        extienden necesariamente la corrupción y multiplican los abortos.            Concluyamos que el hombre salvaje, errante en los bosques, sin        industria, sin palabra, sin domicilio, sin guerra y sin relaciones, sin        necesidad alguna de sus semejantes, así como sin ningún deseo de        perjudicarlos, quizá hasta sin reconocer nunca a ninguno individualmente;        sujeto a pocas pasiones y bastándose a sí mismo, sólo tenía los        sentimientos y las luces propias de este estado, sólo sentía sus        verdaderas necesidades, sólo miraba aquello que le interesaba ver, y su        inteligencia no progresaba más que su vanidad. Si por casualidad hacía        algún descubrimiento, tanto menos podía comunicarlo cuanto que ni        reconocía a sus hijos. El arte perecía con el inventor. No había educación        ni progreso; las generaciones se multiplicaban inútilmente, y, partiendo        siempre cada una del mismo punto, los siglos transcurrían en la tosquedad        de las primeras edades; la especie era ya vieja, y el hombre seguía siendo        siempre niño.            Si me he extendido tanto tiempo sobre la suposición de esta condición        primitiva es porque, siendo necesario destruir antiguos errores y        prejuicios, he creído que debía ahondar hasta las raíces para demostrar en        el cuadro del verdadero estado de naturaleza cómo la desigualdad, aun        natural, está lejos de tener en ese estado la realidad y la influencia que        pretenden nuestros escritores.            En efecto: es fácil ver que, entre las diferencias que distinguen a        los hombres, pasan por naturales muchas que son únicamente obra de la        costumbre y de los diversos géneros de vida que llevan los hombres en la        sociedad. Así, un temperamento fuerte o delicado, la fuerza o la debilidad        que de éste dependen, proceden con frecuencia más de la manera ruda o        afeminada con que uno ha sido criado que de la constitución primitiva del        cuerpo. Lo mismo sucede con las fuerzas del espíritu, y no solamente la        educación establece diferencias entre los espíritus cultivados y los que        no lo están, sino que aumenta la que existe entre los primeros en        proporción con la cultura, pues si un gigante y un enano van por el mismo        camino, cada paso que adelanten dará una nueva ventaja al gigante. Ahora        bien: si se compara la prodigiosa variedad de educación y de géneros de        vida que reina en los diferentes órdenes del estado civil con la        simplicidad y la uniformidad de la vida animal o salvaje, en la cual todos        se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen        exactamente las mismas cosas, se comprenderá entonces cómo la diferencia        de hombre a hombre debe ser menor en el estado de naturaleza que en el de        sociedad, y cómo la desigualdad natural debe aumentar en la especie humana        por la desigualdad de educación.            Pero aunque la naturaleza afectase en la distribución de sus dones        tantas diferencias como se pretende, ¿qué ventajas gozarían los más        favorecidos en perjuicio de los demás en un estado de cosas que no        admitiría casi ninguna especie de relación entre ellos? Donde no hay amor,        ¿de qué sirve la belleza? ¿De qué sirve el ingenio a gentes que no hablan        nunca, y la astucia a los que no tienen negocios? Oigo repetir a cada        instante que los más fuertes oprimirían a los débiles; pero explíqueseme        qué se quiere decir con la palabra opresión. Unos dominarían con        violencia, otros gemirían sometidos a su capricho. He aquí precisamente lo        que observo entre nosotros; pero no veo cómo puede decirse esto de los        hombres salvajes, a quienes difícilmente se haría comprender qué        significan servidumbre y dominación. Podrá un hombre apoderarse de los        frutos que otro ha cogido, de la caza que ha matado, de la caverna que le        servía de asilo; pero ¿cómo conseguiría nunca hacerse obedecer y cuáles        podrían ser las cadenas de la dependencia entre unos hombres que nada        poseen? Si se me arroja de un árbol, libre estoy para ir a otro; si        alguien me molesta en un sitio, ¿quién me impedirá marcharme a otra parte?        ¿Hay un hombre de fuerza superior a la mía, y además bastante depravado,        bastante perezoso, bastante feroz para obligarme a proveer a su        subsistencia mientras él permanece ocioso? Pues es preciso que se resuelva        a no perderme de vista un solo instante, a tenerme cuidadosamente atado        durante su sueño por temor a que me escape o le mate; es decir, que se ve        obligado a exponerse voluntariamente a una fatiga mucho más grande que la        que quiere evitarse y que la que a mí me causa. Después de todo esto, si        su vigilancia afloja un instante, si un ruido imprevisto le hace volver la        cabeza, doy veinte pasos en el bosque, y mis cadenas quedan rotas y jamás        en su vida vuelve a verme.            Sin necesidad de prolongar inútilmente estos detalles, cada cual debe        ver que, no siendo los lazos de la servidumbre sino la dependencia mutua        de los hombres y de las necesidades recíprocas que los unen, es imposible        esclavizar a un hombre si antes no se le ha puesto en el caso de no poder        prescindir de otro; y como esta situación no existe en el estado natural,        todos se hallan libres del yugo, resultando, vana en él la ley del más        fuerte.            Después de haber demostrado que la desigualdad apenas se manifiesta        en el estado natural y que su influencia es casi nula, me falta explicar        su origen y sus progresos en los desenvolvimientos sucesivos del espíritu        humano. Después de haber demostrado que la perfectibilidad, las virtudes        sociales y las demás facultades que el hombre natural había recibido en        potencia no podían desarrollarse nunca por sí mismas; que para ello        necesitaban el concurso fortuito de diferentes causas externas que podían        no haber nacido nunca y sin las cuales el hombre natural hubiera        permanecido eternamente en su condición primitiva, me falta considerar y        reunir los diferentes azares que han podido, echando a perder la especie,        perfeccionar la razón humana; volver malos a los seres haciéndolos        sociables, y de un término tan lejano, traer al hombre y al mundo al punto        en que los vemos.            Los acontecimientos que voy a describir pueden haber ocurrido de        diferentes maneras; confieso, pues, que sólo me puedo decidir en su        elección por conjeturas; pero, además de que estas conjeturas se        convierten en razones cuando son las más probables conclusiones de la        naturaleza de las cosas y los únicos medios de que puede disponerse para        descubrir la verdad, las consecuencias que quiero deducir de las mías no        serán por ello conjeturales, puesto que sobre los principios que he        formulado no podría construirse ningún otro sistema que me proporcione los        mismos resultados y del cual pueda sacar las mismas conclusiones.            Esto me dispensará de extender mis reflexiones sobre el modo como el        lapso de tiempo transcurrido compensa la escasa verosimilitud de los        acontecimientos; sobre el sorprendente poder de las pequeñas causas cuando        obran sin descanso; sobre la imposibilidad en que nos hallamos, de un        lado, de destruir ciertas hipótesis, si del otro no se les puede dar el        grado de certidumbre de los hechos; sobre que, dados dos hechos como        reales y habiendo que unirlos por una serie de hechos intermediarios,        desconocidos o considerados como tales, corresponde a la Historia, cuando        existe, procurar los hechos que sirven de enlace, o a la Filosofía, en su        defecto, determinar los hechos análogos que pueden enlazarlos; y, en fin,        sobre que, en materia de acontecimientos, la analogía reduce los hechos a        un número mucho más pequeño de clases diferentes de lo que se imagina.        Tengo suficiente con ofrecer estos temas a la consideración de mis jueces;        me basta con haberme arreglado de modo que los lectores vulgares no        tuvieran necesidad de considerarlos.          Segunda parte            El primer hombre a quien, cercando un terreno, se lo ocurrió decir        esto es mío y halló gentes bastante simples para creerle fue el verdadero        fundador de la sociedad civil. ¡Cuántos crímenes, guerras, asesinatos;        cuántas miserias y horrores habría evitado al género humano aquel que        hubiese gritado a sus semejantes, arrancando las estacas de la cerca o        cubriendo el foso: «¡Guardaos de escuchar a este impostor; estáis perdidos        si olvidáis que los frutos son de todos y la tierra de nadie!» Pero parece        que ya entonces las cosas habían llegado al punto de no poder seguir más        como estaban, pues la idea de propiedad, dependiendo de muchas, otras        ideas anteriores que sólo pudieron nacer sucesivamente, no se formó de un        golpe en el espíritu humano; fueron necesarios ciertos progresos, adquirir        ciertos conocimientos y cierta industria, transmitirlos y aumentarlos de        época en época, antes de llegar a ese último límite del estado natural.        Tomemos, pues, las cosas desde más lejos y procuremos reunir en su solo        punto de vista y en su orden más natural esa lenta sucesión de        acontecimientos y conocimientos.            El primer sentimiento del hombre fue el de su existencia; su primer        cuidado, el de su conservación. Los productos de la tierra le proveían de        todo, lo necesario; el instinto le llevó a usarlos. El hambre, otros        deseos hacíanle experimentar sucesivamente diferentes modos de existir, y        hubo uno que le invitó a perpetuar su especie; esta ciega inclinación,        desprovista de todo sentimiento del corazón, sólo engendra un acto        puramente animal; satisfecho el deseo, los dos sexos ya no se reconocían,        y el hijo mismo nada era para la madre en cuanto podía prescindir de ella.            Tal fue la condición del hombre al nacer; tal fue la vida de un        animal limitado al principio a las puras sensaciones, aprovechando apenas        los dones que le ofrecía la naturaleza, lejos de pensar en arrancarle cosa        alguna. Pero bien pronto surgieron dificultades; hubo que aprender a        vencerlas. La altura de los árboles, que le impedía coger sus frutos; la        concurrencia de los animales que intentaban arrebatárselos para        alimentarse, y la ferocidad de los que atacaban su propia vida, todo le        obligó a aplicarse a los ejercicios corporales; tuvo que hacerse ágil,        rápido en la carrera, fuerte en la lucha. Las armas naturales, que son las        ramas de los árboles y las piedras, pronto se hallaron en sus manos.        Aprendió a dominar los obstáculos de la naturaleza, a combatir en caso        necesario con los demás animales, a disputar a los hombres mismos su        subsistencia o a resarcirse de lo que era preciso ceder al más fuerte.            A medida que se extendió el género humano, los trabajos se        multiplicaron con los hombres. La diferencia de los terrenos, de los        climas, de las estaciones, pudo forzarlos a establecerla en sus maneras de        vivir. Los años estériles, los inviernos largos y crudos, los ardientes        estíos, que todo consumen, exigieron de ellos una nueva industria. En las        orillas del mar y de los ríos inventaron el sedal y el anzuelo, y se        hicieron pescadores e ictiófagos (28). En los bosques construyéronse arcos        y flechas, y fueron cazadores y guerreros. En los países fríos se        cubrieron con las pieles de los animales muertos a sus manos. El rayo, un        volcán o cualquier feliz azar les dio a conocer el fuego, nuevo recurso        contra el rigor del invierno; aprendieron a conservar este elemento y        después a reproducirlo, y, por último, a preparar con él la carne, que        antes devoraban cruda.            Esta reiterada aplicación de seres distintos y de unos a otros debió        naturalmente de engendrar en el espíritu del hombre la percepción de        ciertas relaciones. Esas relaciones, que nosotros expresamos con las        palabras grande, pequeño, fuerte, débil, rápido, lento, temeroso,        arriesgado y otras ideas semejantes, produjeron al fin en él una especie        de reflexión o más bien una prudencia maquinal, que le indicaba las        precauciones más necesarias a su seguridad.            Las nuevas luces que resultaron de este desenvolvimiento aumentaron        su superioridad sobre los demás animales haciéndosela conocer. Se ejercitó        en tenderles lazos, en engañarlos de mil modos, y aunque muchos le        superasen en fuerza en la lucha o en rapidez en la carrera, con el tiempo        se hizo dueño de los que podían servirle y azote de los que podían        perjudicarle. Y así, la primer mirada que se dirigió a sí mismo suscitó el        primer movimiento de orgullo; y, sabiendo apenas distinguir las categorías        y viéndose en la primera por su especie, así se preparaba de lejos a        pretenderla por su individuo.            Aunque sus semejantes no fueran para él lo que son para nosotros, y        aunque no tuviera con ellos mayor comercio que con los otros animales, no        fueron olvidados en sus observaciones. Las semejanzas que pudo percibir        con el tiempo entre ellos, su hembra y él mismo, le hicieron juzgar las        que no percibía; viendo que todos se conducían como él se hubiera        conducido en iguales circunstancias, dedujo que su manera de pensar y de        sentir era enteramente conforme con la suya, y esta importante verdad, una        vez arraigaba en su espíritu, le hizo seguir, por un presentimiento tan        seguro y más vivo que la dialéctica, las reglas de conducta que, para        ventaja y seguridad suya, más le convenía observar con ellos.            Instruido por la experiencia de que el amor del bienestar es el único        móvil de las acciones humanas, pudo distinguir las raras ocasiones en que,        por interés común, debía contar con la ayuda de sus semejantes, y aquellas        otras, más raras aún, en que la concurrencia debía hacerle desconfiar de        ellos. En el primer caso se unía a ellos en informe rebaño, o cuando más        por una especie de asociación libre que a nadie obligaba y que sólo duraba        el tiempo que la pasajera necesidad que la había formado; en el segundo,        cada cual buscaba su provecho, bien a viva fuerza si creía ser más fuerte,        bien por astucia y habilidad si sentíase el más débil.            He aquí cómo los hombres pudieron insensiblemente adquirir cierta        idea rudimentaria de compromisos mutuos y de la ventaja de cumplirlos,        pero sólo en la medida que podía exigirlos el interés presente y sensible,        pues la previsión nada era para ellos, y, lejos de preocuparse de un        lejano futuro, ni siquiera pensaban en el día siguiente. ¿Tratábase de        cazar un ciervo? Todos comprendían que para ello debían guardar fielmente        su puesto; pero si una liebre pasaba al alcance de uno de ellos, no cabe        duda que la perseguiría sin ningún escrúpulo y que, cogida su presa, se        cuidaría muy poco de que no se les escapase la suya a sus compañeros.            Fácil es comprender que semejantes relaciones no exigían un lenguaje        mucho más refinado que el de las cornejas o los monos, que se agrupan poco        más o menos del mismo modo. Durante mucho tiempo sólo debieron de componer        el lenguaje universal gritos inarticulados, muchos gestos y algunos ruidos        imitativos; unidos a esto en cada región algunos sonidos articulados y        convencionales, cuyo origen, como ya he dicho, no es muy fácil de        explicar, formáronse lenguas particulares, pero elementales, imperfectas,        semejantes aproximadamente a las que aún tienen diferentes naciones        salvajes de hoy día.            Atravieso como una flecha multitudes de siglos, forzado por el tiempo        que transcurre, por la abundancia de cosas que he de decir y por el        progreso casi imperceptible de los comienzos, pues tanto más lentos eran        para sucederse, tanto más rápidos son para describir.            Estos primeros progresos pusieron en fin al hombre en estado de hacer        otros más rápidos. Cuanto más se esclarecía el espíritu más se        perfeccionaba la industria. Bien pronto los hombres, dejando de dormir        bajo el primer árbol o de guarecerse en cavernas, hallaron una especie de        hachas de piedra duras y cortantes que sirvieron para cortar la madera,        cavar la tierra y construir chozas con las ramas de los árboles, que en        seguida aprendieron a endurecer con barro y arcilla. Fue la época de una        primera revolución, que originó el establecimiento y la diferenciación de        las familias e introdujo una especie de propiedad, de la cual quizá        nacieron ya entonces no pocas discordias y luchas. Sin embargo, como los        más fuertes fueron con toda seguridad los primeros en construirse        viviendas, porque sentíanse capaces de defenderlas, es de creer que los        débiles hallaron más fácil y más seguro imitarlos que intentar        desalojarlos de ellas; y en cuanto a los que ya poseían cabañas, ninguno        de ellos debió de intentar apropiarse la de su vecino, menos porque no le        perteneciera que porque no la necesitaba y porque, además, no podía        apoderarse de ella sin exponerse a una viva lucha con la familia que la        ocupaba.            Las primeras exteriorizaciones del corazón fueron el efecto de un        nuevo estado de cosas que reunía en una habitación común a maridos y        mujeres, a padres o hijos. El hábito de vivir juntos hizo nacer los más        dulces sentimientos conocidos de los hombres: el amor conyugal y el amor        paternal. Cada familia fue una pequeña sociedad, tanto mejor unida cuanto        que el afecto recíproco y la libertad eran los únicos vínculos. Entonces        fue cuando se estableció la primer diferencia en el modo de vivir de los        dos sexos, que hasta entonces habían vivido de la misma manera. Las        mujeres hiciéronse más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña        y a cuidar de los hijos mientras el hombre iba a buscar la común        subsistencia. Con una vida un poco más blanda, los dos sexos empezaron a        perder algo de su ferocidad y de su vigor; pero si cada individuo        separadamente se halló menos capaz de combatir a las fieras, fue en cambio        más fácil reunirse para una resistencia común.            En este nuevo estado, llevando una vida simple y solitaria, con        necesidades muy limitadas y los instrumentos que habían inventado para        atenderlas, los hombres gozaban de una extremada ociosidad, que emplearon        en procurarse diversas, comodidades que sus padres no habían conocido.        Este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar y la primer fuente de        males que prepararon a sus descendientes; pues, además de que así        continuaron debilitan de su cuerpo y su espíritu, y habiendo perdido esas        comodidades, por la costumbre, todo su encanto y degenerado en verdaderas        necesidades, la privación de ellas fue mucho más cruel que agradable era        su posesión, y, sin ser feliz poseyéndolas, perdiéndolas érase  desgraciado.            Se entrevé algo mejor en este punto cómo el uso de la palabra se        estableció o se perfeccionó insensiblemente en el seno de cada familia, y        aun se puede conjeturar cómo diversas causas particulares pudieron        extender el lenguaje y acelerar su progreso haciéndole ser más necesario.        Grandes inundaciones o temblores de tierra cercaron de aguas o de        precipicios las regiones habitadas; revoluciones del globo desgarraron y        cortaron en islas porciones del continente. Se concibe que entre hombres        reunidos de ese modo y forzados a vivir juntos debió de formarse un idioma        común, más bien que entre los que erraban libremente en los bosques de la        tierra firme. Así, es muy probable que, después de sus primeros ensayos de        navegación, los insulares hayan introducido entre nosotros el uso de la        palabra; por lo menos es muy verosímil que la sociedad y las lenguas hayan        nacido en las islas y en ellas se hayan perfeccionado antes de ser        conocidas en el continente.            Todo empieza a cambiar de aspecto. Errantes hasta aquí en los        bosques, los hombres, habiendo adquirido una situación más estable, van        relacionándose lentamente, se reúnen en diversos agrupamientos y forman en        fin en cada región una nación particular, unida en sus costumbres y        caracteres, no por reglamentos y leyes, sino por el mismo género de vida y        de alimentación y por la influencia del clima. Una permanente vecindad no        puede dejar de engendrar en fin alguna relación entre diferentes familias.        Jóvenes de distinto sexo habitan en cabañas vecinas; el pasajero comercio        que exige la naturaleza bien pronto origina otro no menos dulce y más        permanente por la mutua frecuentación. Habitúanse a considerar diversos        objetos y a hacer comparaciones; insensiblemente adquieren ideas de mérito        y de belleza que producen sentimientos de preferencia. A fuerza de verse,        no pueden pasar sin verse todavía. Un sentimiento tierno y dulce se        insinúa en el alma, que a la menor oposición se cambia en furor impetuoso;        los celos se despiertan con el amor, triunfa la discordia, y la más dulce        de las pasiones recibe sacrificios de sangre humana.            A medida que se suceden las ideas y los sentimientos y el espíritu y        el corazón se ejercitan, la especie humana sigue domesticándose, las        relaciones se extienden y se estrechan los vínculos. Los hombres se        acostumbran a reunirse delante de las cabañas o, al pie de un gran árbol;        el canto y la danza, verdaderos hijos del amor y del ocio, constituyen la        diversión o, mejor, la ocupación de los hombres y de las mujeres agrupados        y ociosos. Cada cual empezó a mirar a los demás y a querer ser mirado él        mismo, y la estimación pública tuvo un precio. Aquel que mejor cantaba o        bailaba, o el más hermoso, el más fuerte, el más diestro o el más        elocuente, fue el más considerado; y éste fue el primer paso hacia la        desigualdad y hacia el vicio al mismo tiempo. De estas primeras        preferencias nacieron, por una parte, la vanidad y el desprecio; por otro,        la vergüenza y la envidia, y la fermentación causada por esta nueva        levadura produjo al fin compuestos fatales para la felicidad y la        inocencia.            Tan pronto como los hombres empezaron a apreciarse mutuamente y se        formó en su espíritu la idea de la consideración, todos pretendieron tener        el mismo derecho, y no fue posible que faltase para nadie. De aquí        nacieron los primeros deberes de la cortesía, aun entre los salvajes; y de        aquí que toda injusticia voluntaria fuera considerada como un ultraje,        porque con el daño que ocasionaba la injuria, el ofendido veía el        desprecio de su persona, con frecuencia más insoportable que el daño        mismo. De este modo, como cada cual castigaba el desprecio que se lo había        inferido de modo proporcionado a la estima que tenía de sí mismo, las        venganzas fueron terribles, y los hombres, sanguinarios y crueles. He ahí        precisamente el grado a que había llegado la mayoría de los pueblos        salvajes que nos son conocidos. Mas, por no haber distinguido        suficientemente las ideas y observado cuán lejos se hallaban ya esos        pueblos del estado natural, algunos se han precipitado a sacar la        conclusión de que el hombre es naturalmente cruel y que es necesaria la        autoridad para dulcificarlo, siendo así que nada hay tan dulce como él en        su estado primitivo, cuando, colocado por la naturaleza a igual distancia        de la estupidez de las bestias que de las nefastas luces del hombre civil,        y limitado igualmente por el instinto y por la razón a defenderse del mal        que le amenaza, la piedad natural le impide, sin ser impelido a ello por        nada, hacer daño a nadie, ni aun después de haberlo él recibido. Porque,        según el axioma del sabio Locke, no puede existir agravio donde no hay        propiedad.            Pero es preciso señalar que la sociedad empezada y las relaciones ya        establecidas entre los hombres exigían de éstos cualidades diferentes de        las que poseían por su constitución primitiva; que, empezando a        introducirse la moralidad en las acciones humanas y siendo cada uno, antes        de las leyes, único juez y vengador de las ofensas recibidas, la bondad        que convenía al puro estado de naturaleza no era la que convenía a la        sociedad naciente; que era necesario que los castigos fueran más severos a        medida que las ocasiones de ofender eran más frecuentes; que el terror de        las venganzas tenía que ocupar el lugar del freno de las leyes. Así,        aunque los hombres fuesen ya menos sufridos y la piedad natural ya hubiera        experimentado alguna alteración, este período del desenvolvimiento de las        facultades humanas, ocupando un justo medio entre la indolencia del estado        primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debió de ser la        época más feliz y duradera. Cuanto más se reflexiona, mejor se comprende        que este estado era el menos sujeto a las revoluciones, el mejor para el        hombre (29), del cual no ha debido salir sino por algún funesto azar, que,        por el bien común, hubiera debido no acontecer nunca. El ejemplo de los        salvajes, hallados casi todos en ese estado, parece confirmar que el        género humano estaba hecho para permanecer siempre en él; que ese estado        es la verdadera juventud del mundo, y que todos los progresos ulteriores        han sido, en apariencia, otros tantos pasos hacia la perfección del        individuo; en realidad, hacia la decrepitud de la especie.            Mientras los hombres se contentaron con sus rústicas cabañas;        mientras se limitaron a coser sus vestidos de pieles con espinas vegetales        o de pescado, a adornarse con plumas y conchas, a pintarse el cuerpo de        distintos colores, a perfeccionar y embellecer sus arcos y sus flechas, a        tallar con piedras cortantes canoas de pescadores o rudimentarios        instrumentos de música; en una palabra, mientras sólo se aplicaron a        trabajos que uno solo podía hacer y a las artes que no requerían el        concurso de varias manos, vivieron libres, sanos, buenos y felices en la        medida en que podían serlo por su naturaleza y siguieron disfrutando de        las dulzuras de un trato independiente. Pero desde el instante en que mi        hombre tuvo necesidad de la ayuda de otro; desde que se advirtió que era        útil a uno solo poseer provisiones por dos, la igualdad desapareció, se        introdujo la propiedad, el trabajo fue necesario y los bosques inmensos se        trocaron en rientes campiñas que fue necesario regar con el sudor de los        hombres y en las cuales viose bien pronto germinar y crecer con las        cosechas la esclavitud y la miseria.            La metalurgia y la agricultura fueron las dos artes cuyo        desenvolvimiento produjo esta gran revolución. Para el poeta son el oro y        la plata; más para el filósofo son el hierro y el trigo los que han        civilizado a los hombres y perdido al género humano. Uno y otro eran        desconocidos de los salvajes de América, por lo cual han permanecido        siempre los mismos; y los demás pueblos parece que siguieron bárbaros        mientras no practicaron más que una sola de estas artes. Precisamente, una        de las mejores razones quizá de que Europa haya sido, si no más pronto,        mejor y más constantemente ordenada que las otras partes del mundo es que        al mismo tiempo es la más abundante en hierro y la más fértil en trigo.            Es difícil conjeturar de qué modo han llegado los hombres a conocer y        emplear el hierro, pues no es de creer que hayan imaginado por sí mismos        extraer la materia de la mina y darle las preparaciones necesarias para su        fusión antes de saber lo que resultaría. Por otra parte, no puede        atribuirse este descubrimiento a un incendio casual, puesto que las minas        se forman en lugares áridos y desprovistos de árboles y plantas; de suerte        que parece que la naturaleza ha tomado sus precauciones para ocultarnos el        fatal secreto. Sólo queda la extraordinaria circunstancia de que un        volcán, vomitando materias metálicas en fusión, haya sugerido a los        espectadores la idea de imitar esta operación de la naturaleza; pero es        necesario suponer mucho valor y previsión para emprender un trabajo tan        penoso y calcular desde mucho antes las ventajas que podían obtenerse, y        esto sólo es admisible en espíritus más cultivados que lo debía estar el        de los espectadores.            En cuanto a la agricultura, el principio fue conocido mucho antes de        que se estableciera la práctica, pues no es probable que los hombres,        siempre ocupados en sacar de los árboles y las plantas su subsistencia,        hayan tardado mucho tiempo en advertirlos caminos que sigue la naturaleza        para la generación de los vegetales; pero su industria no se inclinó        probablemente hasta muy tarde de este lado, bien porque los árboles, que        con la caza y la pesca proveían a su alimento, no necesitaban sus        cuidados, sea por desconocer el uso del trigo, sea por falta de        instrumentos para cultivarlo, bien por falta de previsión para las        necesidades futuras, sea, en fin, por no haber medios para impedir a los        demás que se apoderaran del fruto de su trabajo. Cuando ya fueron más        industriosos, es de presumir que empezaron con piedras afiladas y palos        puntiagudos a cultivar algunas legumbres o raíces en derredor de sus        cabañas, mucho antes de saber trabajar el trigo y tener los instrumentos        necesarios para el cultivo en grande; sin contar que para entregarse a        esta labor y sembrar las tierras es preciso decidirse a perder alguna cosa        primero para obtener mucho después, previsión grandemente extraña al        espíritu del salvaje, que, como antes he dicho, tiene bastante con pensar        por la mañana en sus necesidades de la tarde.            La invención de las otras artes fue, por tanto, necesaria para forzar        al género humano a dedicarse a la agricultura. En cuanto hubo necesidad de        hombres para fundir y forjar el hierro, fueron necesarios otros que los        alimentaran. Cuanto mayor fue el número de obreros, menos manos hubo        empleadas en proveer a la común subsistencia, sin haber por eso menos        bocas que alimentar; y como unos necesitaron alimentos en cambio de su        hierro, los otros descubrieron en fin el secreto de emplear el hierro para        multiplicar los alimentos. De aquí nacieron, por una parte, el cultivo y        la agricultura; por otra, el arte de trabajar los metales y multiplicar        sus usos.            Del cultivo de las tierras resultó necesariamente su reparto, y de la        propiedad, una vez reconocida, las primeras reglas de justicia, porque        para dar a cada cual lo suyo es necesario que cada uno pueda tener alguna        cosa. Por otro lado, los hombres ya habían empezado a pensar en el        porvenir, y como todos tenían algo que perder, no había ninguno que no        tuviera que temer para sí la represalia de los daños que podía causar a        otro. Este origen es tanto más natural cuanto que es imposible concebir la        idea de la propiedad naciente de otro modo que por la mano de obra, pues        no se comprende que para apropiarse las cosas que no ha hecho pudiera el        hombre poner más que su trabajo. Es el trabajo únicamente el que, dando        derecho al cultivador sobre el producto de la tierra que ha trabajado, le        da consiguientemente ese mismo derecho sobre el suelo, por lo menos hasta        la cosecha, y así de año en año; lo que, constituyendo una posesión        continua, se transforma fácilmente en propiedad. Cuando los antiguos, dice        Grocio, dieron a Ceres el epíteto de legisladora y a una fiesta que se        celebraba en su honor el nombre de Temosforia, dieron a entender que el        reparto de las tierras había producido una nueva especie de derecho, es        decir, el derecho de propiedad, diferente del que resulta de la ley        natural.            En esta situación, las cosas hubieran podido permanecer iguales si        las aptitudes hubieran sido iguales, y si, por ejemplo, el empleo del        hierro y el consumo de los productos alimenticios hubieran guardado un        equilibrio exacto. Pero la proporción, que nada mantenía, bien pronto        quedó rota; el más fuerte hacía más obra; el más hábil sacaba mejor        partido de lo suyo; el más ingenioso hallaba los medios de abreviar su        trabajo; el labrador necesitaba más hierro, o el herrero más trigo; y        trabajando todos igualmente, unos ganaban más mientras otros, apenas        podían vivir. De este modo, la desigualdad natural se desenvuelve        insensiblemente con la de combinación, y las diferencias entre los        hombres, desarrolladas por las que originan las circunstancias, hácense        más sensibles, más permanentes en sus efectos y empiezan a influir en la        misma proporción sobre la suerte de los particulares.            En este punto las cosas, fácil es imaginar el resto. No me detendré a        describir la invención sucesiva de las otras artes, el progreso de las        lenguas, la prueba y el empleo de las aptitudes, la desigualdad de las        fortunas, el uso y el abuso de las riquezas, ni todos los detalles que        siguen a éstos y que cada uno puede fácilmente suponer. Me limitaré        solamente a echar una ojeada sobre el género humano colocado en ese nuevo        orden de cosas.            He aquí todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la        imaginación en juego, interesado el amor propio, la razón en actividad y        el espíritu casi al término de la perfección de que es susceptible. He        aquí todas las cualidades naturales puestas en acción, establecidas la        condición y la suerte de cada hombre, no sólo en lo que se refiere a la        cantidad de bienes y al poder de servir o perjudicar, sino en cuanto al        espíritu, la belleza, la fuerza o la destreza, el mérito y las aptitudes.        Siendo estas cualidades las únicas que podían atraer la consideración,        bien pronto fue necesario o tenerlas o fingirlas; fue preciso, por el        propio interés, aparecer distinto de lo que en verdad se era. Ser y        parecer fueron dos cosas por completo diferentes, y de esta diferencia        nacieron la ostentación imponente, la astucia engañosa y todos los vicios        que forman su séquito. Por otra parte, de libre e independiente que era        antes el hombre, vedle, por una multitud de nuevas necesidades, sometido,        por así decir, a la naturaleza entera, y sobre todo a sus semejantes, de        los cuales se convierte en esclavo aun siendo su señor: rico, necesita de        sus servicios; pobre; de su ayuda, y la mediocridad le impide prescindir        de aquéllos. Necesita, por tanto, buscar el modo de interesarlos en su        suerte y hacerles hallar su propio interés, en realidad o en apariencia,        trabajando en provecho suyo; lo cual le hace trapacero y artificioso con        unos, imperioso y duro con otros, y le pone en la necesidad de engañar a        todos aquellos que necesita, cuando no puede hacerse temer de ellos y no        encuentra ningún interés en servirlos útilmente. En fin; la voraz        ambición, la pasión por aumentar su relativa fortuna, menos por una        verdadera necesidad que para elevarse por encima de los demás, inspira a        todos los hombres una negra inclinación a perjudicarse mutuamente, una        secreta envidia, tanto más peligrosa cuanto que, para herir con más        seguridad, toma con frecuencia la máscara de la benevolencia; en una        palabra: de un lado, competencia y rivalidad; de otro, oposición de        intereses, y siempre el oculto deseo de buscar su provecho a expensas de        los demás. Todos estos males son el primer efecto de la propiedad y la        inseparable comitiva de la desigualdad naciente.            Antes de haberse inventado los signos representativos de las        riquezas, éstas no podían consistir sino en tierras y en ganados, únicos        bienes efectivos que los hombres podían poseer. Ahora bien; cuando las        heredades crecieron en número y en extensión, hasta el punto de cubrir el        suelo entero y de tocarse unas con otras, ya no pudieron extenderse más        sitio a expensas de las otras, y los que no poseían ninguna porque la        debilidad o la indolencia los había impedido adquirirlas a tiempo, se        vieron obligados a recibir o arrebatar de manos de los ricos su        subsistencia; de aquí empezaron a nacer, según el carácter de cada uno, la        dominación y la servidumbre, o la violencia y las rapiñas. Los ricos, por        su parte, apenas conocieron el placer de dominar, rápidamente desdeñaron        los demás, y, sirviéndose de sus antiguos esclavos para someter a otros        hombres a la servidumbre, no pensaron más que en subyugar y esclavizar a        sus vecinos, semejantes a esos lobos hambrientos que, habiendo gustado una        vez la carne humana, rechazan todo otro alimento y sólo quieren devorar        hombres.            De este modo, haciendo los más poderosos de sus fuerzas o los más        miserables de sus necesidades una especie de derecho al bien ajeno,        equivalente, según ellos, al de propiedad, la igualdad deshecha fue        seguida del más espantoso desorden; de este modo, las usurpaciones de los        ricos, las depredaciones de los pobres, las pasiones desenfrenadas de        todos, ahogando la piedad natural y la voz todavía débil de la justicia,        hicieron a los hombres avaros, ambiciosos y malvados. Entre el derecho del        más fuerte y el del primer ocupante alzábase un perpetuo conflicto, que no        se terminaba sino por combates y crímenes (30). La naciente sociedad cedió        la plaza al más horrible estado de guerra; el género humano, envilecido y        desolado, no pudiendo volver sobre sus pasos ni renunciar a las        desgraciadas adquisiciones que había hecho, y no trabajando sino en su        vilipendio, por el abuso de las facultades que le honran, se puso a sí        mismo en vísperas de su ruina.                                         Attonitus novitate mali, divesque,              miserque,             Effugere optat opes, et quae modo voverat odit (31).        OVID., Metam., lib. XI, v. 127.            No es posible que los hombres no se hayan detenido a reflexionar al        cabo sobre una situación tan miserable y sobre las calamidades que los        agobiaban. Sobre todo los ricos debieron comprender cuán desventajoso era        para ellos una guerra perpetua con cuyas consecuencias sólo ellos cargaban        y en la cual el riesgo de la vida era común y el de los bienes particular.        Por otra parte, cualquiera que fuera el pretexto que pudiesen dar a sus        usurpaciones, demasiado sabían que sólo descansaban sobre un derecho,        precario y abusivo, y que, adquiridas por la fuerza, la fuerza podía        arrebatárselas sin que tuvieran derecho a quejarse. Aquellos mismos que        sólo se habían enriquecido por la industria no podían tampoco ostentar        sobre su propiedad mejores títulos. Podrían decir: «Yo he construido este        muro; he ganado este terreno con mi trabajo.» Pero se les podía contestar:        «¿Quién os ha dado las piedras? ¿Y en virtud de qué pretendéis cobrar a        nuestras expensas un trabajo que nosotros no os hemos impuesto? ¿Ignoráis        que multitud de hermanos vuestros perece o sufre por carecer de lo que a        vosotros os sobra, y que necesitabais el consentimiento expreso y unánime        del género humano para apropiaros de la común subsistencia lo que        excediese de la vuestra?» Desprovisto de razones verdaderas para        justificarse y de fuerza suficiente para defenderse; venciendo fácilmente        a un particular, pero vencido él mismo por cuadrillas de bandidos; solo        contra todos, y no pudiendo, a causa de sus mutuas rivalidades, unirse a        sus iguales contra los enemigos unidos por el ansia común del pillaje, el        rico, apremiado por la necesidad, concibió al fin el proyecto más        premeditado que haya nacido jamás en el espíritu humano: emplear en su        provecho las mismas fuerzas de quienes le atacaban, hacer de sus enemigos        sus defensores, inspirarles otras máximas y darles otras instituciones que        fueran para él tan favorables como adverso érale el derecho natural.            Con este fin, después de exponer a sus vecinos el horror de una        situación que los armaba a todos contra todos, que hacía tan onerosas sus        propiedades como sus necesidades, y en la cual nadie podía hallar        seguridad ni en la pobreza ni en la riqueza, inventó fácilmente especiosas        razones para conducirlos al fin que se proponía. «Unámonos -les dijo- para        proteger a los débiles contra la opresión, contener a los ambiciosos y        asegurar a cada uno la posesión de lo que le pertenece; hagamos        reglamentos de justicia y de paz que todos estén obligados a observar, que        no hagan excepción de nadie y que reparen en cierto modo los caprichos de        la fortuna sometiendo igualmente al poderoso y al débil a deberes        recíprocos. En una palabra: en lugar de volver nuestras fuerzas contra        nosotros mismos, concentrémoslas en un poder supremo que nos gobierna con        sabias leyes, que proteja y defienda a todos los miembros de la        asociación, rechace a los enemigos comunes y nos mantenga en eterna        concordia.»            Mucho menos que la equivalencia de este discurso fue preciso para        decidir a hombres toscos, fáciles de seducir, que, por otra parte, tenían        demasiadas cuestiones entre ellos para poder prescindir de árbitros, y        demasiada avaricia y ambición para poderse pasar sin amos. Todos corrieron        al encuentro de sus cadenas creyendo asegurar su libertad, pues, con        bastante inteligencia para comprender las ventajas de una institución        política, carecían de la experiencia necesaria para prevenir sus peligros;        los más capaces de prever los abusos eran precisamente los que esperaban        aprovecharse de ellos, y los mismos sabios vieron que era preciso        resolverse a sacrificar una parte de su libertad para conservar la otra,        del mismo modo que un herido se deja cortar un brazo para salvar el resto        del cuerpo.            Tal fue o debió de ser el origen de la sociedad y de las leyes, que        dieron nuevas trabas al débil y nuevas fuerzas al rico (32), aniquilaron        para siempre la libertad natural, fijaron para todo tiempo la ley de la        propiedad y de la desigualdad, hicieron de una astuta usurpación un        derecho irrevocable, y, para provecho de unos cuantos ambiciosos,        sujetaron a todo el género humano al trabajo, a la servidumbre y a la        miseria. Fácilmente se ve cómo el establecimiento de una sola sociedad        hizo indispensable el de todas las demás, y de qué manera, para hacer        frente a fuerzas unidas, fue necesario unirse a la vez. Las sociedades,        multiplicándose o extendiéndose rápidamente, cubrieron bien pronto toda la        superficie de la tierra, y ya no fue posible hallar un solo rincón en el        universo donde se pudiera evadir el yugo y sustraer la cabeza al filo de        la espada, con frecuencia mal manejada, que cada hombre vio perpetuamente        suspendida encima de su cabeza. Habiéndose convertido así el derecho civil        en la regla común de todos los ciudadanos, la ley natural no se conservó        sino entre las diversas sociedades, donde, bajo el nombre de derecho de        gentes, fue moderada por algunas convenciones tácitas para hacer posible        el comercio y suplir a la conmiseración natural, la cual, perdiendo de        sociedad en sociedad casi toda la fuerza que tenía de hombre a hombre, no        reside ya sino en algunas grandes almas cosmopolitas que franquean las        barreras imaginarias que separan a los pueblos y, a ejemplo del Ser        soberano que las ha creado, abrazan en su benevolencia a todo el género        humano.            Los cuerpos políticos, que siguieron entre sí en el estado natural,        no tardaron en sufrir los mismos inconvenientes que habían forzado a los        particulares a salir de él, y esta situación fue más funesta aún entre        esos grandes cuerpos que antes entre los individuos que los componían. De        aquí salieron las guerras nacionales, las batallas, los asesinatos, las        represalias, que hacen estremecerse a la naturaleza y ofenden a la razón,        y todos esos prejuicios horribles que colocan en la categoría de las        virtudes el honor de derramar sangre humana. Las gentes más honorables        aprendieron a contar entre sus deberes el de degollar a sus semejantes;        viose en fin a los hombres exterminarse a millares sin saber por qué, y en        un solo día se cometían más crímenes, y más horrores en el asalto de una        sola ciudad, que no se hubieran cometido en el estado de naturaleza        durante siglos enteros y en toda la extensión de la tierra. Tales son los        primeros efectos que se observan de la división del género humano en        diferentes sociedades. Volvamos a sus instituciones.            Yo sé que otros han atribuido diferentes orígenes a las sociedades        políticas, como las conquistas del más fuerte o la unión de los débiles;        pero la elección entre estas causas es indiferente para lo que quiero        dejar asentado. Sin embargo, la que yo he expuesto me parece la más        natural por las siguientes razones: Primera: Que, en el primer caso, el        derecho de conquista, no siendo un derecho, no ha podido servir de        fundamento a otro alguno, pues el conquistador y los pueblos sometidos        permanecían siempre en estado de guerra, a menos que la nación, recobrada        su plena libertad, no escogiera voluntariamente a su vencedor por su jefe;        hasta entonces, sean cualesquiera las capitulaciones que se hubiesen        hecho, como sólo descansan sobre la violencia y, por consiguiente, son        nulas por ese mismo hecho, no puede haber, en esta hipótesis, ni verdadera        sociedad, ni cuerpo político, ni otra ley que la del más fuerte. Segunda:        Que las palabras fuerte y débil son equívocas en el segundo caso; que en        el intervalo entre el establecimiento del derecho de propiedad o del        primer ocupante y la constitución de gobiernos políticos, el sentido de        esos términos es mejor expresado por los de pobre y rico, porque, en        efecto, un hombre no tenía antes de la implantación de las leyes otro        medio de someter a sus iguales que el de atacar a sus bienes o el de darle        parte de los suyos. Tercera: Que, no teniendo los pobres otra cosa que        perder sino su libertad, hubieran cometido una gran locura privándose        voluntariamente del único bien que les quedaba para no ganar nada en el        cambio; que, al contrario, sensibles los ricos, por así decir, en todas        las partes de sus bienes, era mucho más fácil hacerles daño, por lo cual        tenían que tomar muchas más precauciones para protegerse; y que, por        último, es razonable creer que una cosa ha sido inventada más bien por        aquellos a quienes beneficia que por los que con ella salen perjudicados.            El naciente gobierno no tuvo forma regular y constante. La falta de        filosofía y de experiencia sólo dejaba ver las dificultades presentes, y        no se pensaba en remediar las otras sino a medida que se presentaban. A        pesar de todos los esfuerzos de los más sabios legisladores, el estado        político permaneció siempre imperfecto porque era en gran parte la obra        del azar, y, mal empezado, al descubrirse con el tiempo sus defectos y        sugerir los remedios pertinentes, nunca pudieron corregirse los vicios de        su constitución; se le reformaba sin cesar, cuando hubiera sido necesario        empezar por renovar el aire y separar los viejos materiales, como hizo        Licurgo en Esparta, para construir en su lugar un buen edificio.            La sociedad no consistió al principio más que en algunas convenciones        generales que todos los particulares se comprometían a observar, de cuyo        cumplimiento respondía la comunidad ante cada uno de ellos. Fue necesario        que la experiencia demostrara cuán débil era semejante constitución y cuán        fácil a los infractores eludir la prueba o el castigo de las faltas de que        el público sólo debía ser testigo y juez; fue preciso que los        contratiempos y los desórdenes menudeasen continuamente, para que al fin        se pensara en confiar a algunos particulares el peligroso depósito de la        autoridad pública y se encargara a ciertos magistrados el cuidado de hacer        observar las deliberaciones del pueblo; pues decir que los jefes fueron        elegidos antes de que la confederación fuese hecha y que los ministros de        la ley existieron antes que las leyes mismas, es una suposición que ni        siquiera es permitido combatir seriamente.            Tampoco sería muy razonable creer que los pueblos se arrojaron desde        el primer momento en brazos de un amo absoluto, sin condiciones y para        siempre, y que el primer medio de atender a la seguridad común imaginado        por hombres arrogantes o indómitos haya sido precipitarse en la        esclavitud. En efecto: ¿por qué se han dado a sí mismos superiores si no        es para que los defendieran contra la opresión y protegieran sus bienes,        sus libertades y sus vidas, que son, por así decir, los elementos        constitutivos de su ser? Ahora bien en las relaciones entre los hombres,        lo peor que puede sucederle a uno es verse a discreción de otro; ¿no        hubiera sido, pues, contra el buen sentido abandonar entre las manos de un        jefe las únicas cosas para cuya conservación necesitaban su auxilio? ¿Qué        equivalente hubiera podido ofrecer éste por la concesión de tan magnífico        derecho? Y si hubiera osado exigirlo con el pretexto de defenderlos, ¿no        hubiese recibido inmediatamente la respuesta del apólogo: ¿Qué mal nos        haría el enemigo? Es, pues, incontestable, y tal es el precepto        fundamental de todo derecho político, que los pueblos se han dado jefes        para defender su libertad y no para oprimirlos. Si tenemos un príncipe        -decía Plinio a Trajano- es con el fin de que nos preserve de tener un  amo.            Los políticos hacen sobre el amor de la libertad los mismos sofismas        que los filósofos sobre el estado de naturaleza. Por las cosas que ven        juzgan cosas muy distintas que no han visto, y atribuyen a los hombres una        inclinación natural a la esclavitud por la paciencia con que soportan la        suya aquellos que tienen ante los ojos, sin pensar que sucede con la        libertad como con la inocencia y la virtud, cuyo valor no se conoce        mientras no se gozan, el gusto de las cuales desaparece tan pronto como se        han perdido. «Conozco las delicias de tu país -dijo Brasidas a un sátrapa        que comparaba la vida de Esparta con la de Persépolis-, pero tú no puedes        conocer los placeres del mío.»            Al modo como un indómito cerril eriza sus crines, hiere la tierra con        sus cascos y se debate impetuoso con sólo ver el freno, mientras un        caballo domado sufre pacientemente el látigo y la espuela, el hombre        bárbaro no dobla la cabeza al yugo, que el hombre civilizado soporta sin        murmurar, y prefiere la más agitada libertad a una tranquila sujeción. No        es, pues, por envilecimiento de los pueblos sometidos por lo que hay que        juzgar las disposiciones naturales de los hombres en pro o en contra de la        servidumbre, sino por los prodigios que han hecho todos los pueblos libres        para protegerse contra la opresión. Bien sé que los primeros no hacen más        que alabar sin cesar la paz y el reposo de que gozan entre sus hierros y        que miserrimam servitutens pacem appellant (33); pero cuando veo a los        otros sacrificar los placeres, el reposo, las riquezas, el poderío y hasta        la vida misma para conservar ese bien único tan despreciado por los que lo        han perdido; cuando veo a unos animales nacidos libres y aborreciendo la        sumisión romperse la cabeza contra las rejas de su prisión; cuando veo a        muchedumbres de salvajes completamente desnudos desdeñar las        voluptuosidades europeas, desafiar el hambre, el fuego, el hierro y la        muerte solamente por conservar su independencia, pienso que no corresponde        a los esclavos razonar sobre la libertad.            En cuanto a la autoridad paternal, de la cual han hecho derivar        algunos el gobierno absoluto y aun la sociedad entera, sin recurrir a las        pruebas contrarias de Locke y de Sidney, basta con indicar que nada hay en        el mundo tan lejos del espíritu feroz del despotismo como la dulzura de        esa autoridad, que atiende más al provecho de quien obedece que a la        utilidad del que manda; que, por ley natural, el padre sólo es dueño del        hijo mientras éste necesita su ayuda; que después de este término son        iguales, y que entonces el hijo, perfectamente independiente de su padre,        sólo le debe respeto, mas no obediencia; porque el reconocimiento es un        deber que hay que cumplir, pero no un derecho que se pueda exigir. En        lugar de decir que la sociedad civil se deriva del poder paternal, sería        necesario decir, al contrario, que es de ella de quien ese poder tiene su        principal fuerza. Un individuo no fue reconocido por el padre de varios        sino cuando todos permanecieron a su lado. Los bienes del padre, de los        cuales él es el verdadero dueño, son los lazos que mantienen a los hijos        bajo su dependencia, y él puede no darles parte en la herencia sino en la        medida en que lo hayan merecido por un contimio acatamiento de su        voluntad. Ahora bien: lejos de poder esperar los súbditos favor semejante        de su déspota, como le pertenecen ellos y las cosas que poseen, o al menos        así lo pretende aquél, se ven reducidos a recibir como un favor lo que les        deja de sus propios bienes; hace justicia cuando los despoja; concede        gracia cuando los deja vivir.            Continuando el examen de los hechos desde el punto de vista del        derecho, no se hallaría más solidez que veracidad en la implantación        voluntaria de la tiranía, y sería difícil demostrar la validez de un        contrato que sólo obligaría a una de las partes, en el cual se pondría        todo de un lado y nada del otro y que sólo redundaría en perjuicio del        contrayente. Este odioso sistema está muy lejos de ser; aun hoy día, el de        los monarcas sabios y buenos, como puede verse en diversos pasajes de sus        edictos, y particularmente en el siguiente, de un célebre escrito        publicado en 1667 en nombre y por orden de Luis XIV: «No se diga, pues,        que el soberano no se halla sujeto a las leyes de su Estado, puesto que la        proposición contraria es una verdad del derecho de gentes, que la lisonja        ha atacado algunas veces, pero que los buenos príncipes han defendido        siempre como una divinidad tutelar de su Estado. ¡Cuánto más legítimo es        decir con el sabio Platón que la perfecta felicidad de un reino consiste        en que el príncipe sea obedecido de sus súbditos, que él obedezca a la ley        y que la ley sea recta y encaminada siempre al bien público!» (34). No me        detendré a averiguar si, siendo la libertad la más noble de las facultades        del hombre, no es degradar su naturaleza ponerse al nivel de las bestias,        esclavas de su instinto, y aun ofender al mismo Autor de sus días, el        renunciar sin reserva al más precioso de todos sus dones, el someterse a        cometer todos los crímenes que El nos prohíbe, por complacer a un amo        feroz e insensato, y si aquel Obrero sublime debe sentirse más irritado al        ver destruir o al ver deshonrar su obra más hermosa. No apelaré, si se        quiere, a la autoridad de Barbeyrac, que declara netamente, según Locke,        que nadie puede vender su libertad hasta someterse a un poder arbitrario        que lo trata a su capricho, porque -añade- sería vender su propia vida, de        la cual uno no es dueño. Preguntaré solamente con qué derecho aquellos que        no temen envilecerse a sí mismos hasta ese punto han sometido su        posteridad a la misma ignominia y han renunciado por ella a unos bienes        que ésta no debe a su liberalidad y sin los cuales la vida misma es una        carga para todos aquellos que son dignos de ella.       Puffendorff (35) dice que, del mismo modo que una persona transfiere a        otra sus bienes por medio de convenciones y contratos, de igual manera        puede despojarse de su libertad en favor de alguno. Me parece un malísimo        razonamiento, porque, en primer lugar, los bienes que yo enajeno se        convierten para mí en cosa completamente extraña, cuyo abuso me es        indiferente; pero me importa mucho que no se abuse de mi libertad, y yo no        puedo, sin hacerme culpable del daño que se me obligará a hacer, exponerme        a ser instrumento del crimen. En segundo lugar, siendo el derecho de        propiedad de institución humana, cada uno puede disponer a su antojo de        aquello que posee; pero no sucede lo mismo con los dones esenciales de la        naturaleza, como la vida y la libertad, de los cuales le está permitido a        cada uno gozar, mas de los que, al menos es dudoso, nadie tiene el derecho        de despojarse. Renunciando a la libertad se degrada el ser; renunciando a        la vida, se le aniquila en cuanto depende de uno mismo; y como ningún bien        temporal puede compensar la falta de una o de otra, sería ofender al mismo        tiempo a la naturaleza y a la razón renunciar a aquéllas a cualquier        precio que fuera. Pero aunque se pudiera enajenar la libertad como los        bienes propios, la diferencia sería muy grande en cuanto a los hijos, que        no disfrutan de los bienes del padre sino por la transmisión de su        derecho, mientras que siendo la libertad un don que han recibido de la        naturaleza en su calidad de hombres, sus progenitores no tienen ningún        derecho a despojarlos de ella; de suerte que, de igual manera que hubo de        violentarse a la naturaleza para implantar la esclavitud, así ha sido        preciso cambiarla para perpetuar ese derecho, y los jurisconsultos que        decidieron gravemente que el hijo de una esclava nacería esclavo        resolvieron, en otros términos, que un hombre no nace hombre.            Me parece cierto, pues, que no sólo los gobiernos no han empezado por        el poder arbitrario, que no es sino su corrupción, su último extremo, y        que los lleva en fin a la ley única del más fuerte, de la cual fueron al        principio su remedio, sino que, aunque hubieran efectivamente empezado de        ese modo, tal poder, siendo por naturaleza ilegítimo, no ha podido servir        de fundamento a las leyes de la sociedad ni, por consiguiente, a la        desigualdad de estado.            Sin entrar hoy en las investigaciones que están por hacer todavía        sobre la naturaleza del pacto fundarnental de todo gobierno, me limito,        siguiendo la opinión común, a considerar aquí la fundación del cuerpo        político como un verdadero contrato entre los pueblos y los jefes que        eligió para su gobierno, contrato por el cual se obligan las dos partes a        la observación de las leyes que en él se estipulan y que constituyen los        vínculos de su unión. Habiendo el pueblo, a propósito de las relaciones        sociales, reunido todas sus voluntades en una sola, todos los artículos en        que se expresa esa voluntad son otras tantas leyes fundamentales que        obligan a todos los miembros del Estado sin excepción, una de las cuales        determina la elección y el poder de los magistrados encargados de velar        por la ejecución de las otras. Este poder se extiende a todo lo que puede        mantener la constitución, pero no alcanza a poder cambiarla. Se añaden        además los honores que hacen respetables las leyes y los magistrados, y        para éstos personalmente, prerrogativas que los compensan de los penosos        trabajos que cuesta una buena administración. El magistrado, a su vez,        obligase a no usar el poder que le ha sido confiado sino conforme a la        intención de sus mandatarios, a mantener a cada uno en el tranquilo        disfrute de aquello que le pertenece, y a anteponer en toda ocasión la        útilidad pública a su interés privado.            Antes de que la experiencia hubiese demostrado o que el conocimiento        del corazón humano hubiera hecho prever los inevitables abusos de        semejante constitución, debió parecer tanto más excelente cuanto que        aquellos que estaban encargados de velar por su conservación eran los más        interesados en ello; pues como la magistratura y sus derechos descansaban        solamente sobre las leyes fundamentales, si éstas eran destruídas los        magistrados dejaban de ser legítimos y el pueblo dejaba de deberles        obediencia, y como la esencia del Estado no estaría constituida por el        magistrado, sino por la ley, cada cual recobraría de derecho su libertad        natural.            Por poco que se reflexionara atentamente, esto se hallaría confirmado        por nuevas razones, y por la naturaleza del contrato se vería que éste no        podría ser irrevocable; porque si no existía un poder superior que pudiera        responder de la fidelidad de los contratantes ni forzarlos a cumplir sus        compromisos recíprocos, las partes serían los únicos jueces de su propia        causa y cada una tendría siempre el derecho de rescindir el contrato tan        pronto como advirtiera que la otra infringía las condiciones, o bien        cuando éstas dejaran de convenirle. Sobre este principio parece que puede        estar fundado el derecho de abdicar. Ahora bien: a no considerar, como        hacemos nosotros, más que la constitución humana, si el magistrado, que        detenta, todo el poder y se apropia todas las ventajas del contrato, tenía        el derecho de renunciar a la autoridad, con mayor razón el pueblo, que        paga todos los errores de sus jefes, debía tener el derecho de renunciar a        la dependencia. Pero las terribles disensiones, los desórdenes sin fin que        traería consigo un poder tan peligroso, demuestran más que ningana otra        cosa cómo los gobiernos humanos necesitaban una base más sólida que la        sola razón y cómo era necesario a la tranquilidad pública que interviniera        la voluntad divina para dar a la autoridad soberana un carácter sagrado e        inviolable que privara a los súbditos del funesto derecho de disponer de        esa autoridad. Aunque la religión no hubiera producido a los hombres más        que este bien, sería suficiente para que todos la amaran y la adoptaran,        aun con sus abusos, puesto que ahorra mucha más sangre que la derramada        por el fanatismo. Pero sigamos el hilo de nuestra hipótesis.            Las diversas formas de gobierno deben su origen a las diferencias más        o menos grandes que existían entre los particulares en el momento de su        institución. ¿Había un hombre eminente en poder, en virtud, en riqueza o        en crédito? Ese solo fue elegido magistrado, y el Estado fue monárquico.        ¿Había algunos, aproximadamente iguales entre sí, que excedieran a todos        los demás? Fueron elegidos conjuntamente, y hubo una aristocracia.        Aquellos cuya fortuna o cuyos talentos eran menos desproporcionados y que        menos se habían apartado del estado natural guardaron en común la        administración suprema y constituyeron una democracia. El tiempo        experimentó cuál de esas formas era la más ventajosa para los hombres.        Unos quedaron sometidos únicamente a las leyes; otros bien pronto        obedecieron a los amos. Los ciudadanos quisieron guardar su libertad; los        súbditos sólo pensaron en arrebatársela a sus vecinos no pudiendo sufrir        que otros gozaran un bien que no disfrutaban ellos mismos. En una palabra:        en un lado estuvieron las riquezas y las conquistas; en otro, la felicidad        y la virtud.            En estos diversos gobiernos todas las magistraturas fueron al        principio electivas, y cuando la riqueza no la obtenía, la preferencia era        otorgada al mérito, que concede un ascendiente natural, y a la edad, que        da la experiencia en los asuntos y la sangre fría en las deliberaciones.        Los ancianos entre los hebreos, los gerontes de Esparta, el senado de Roma        y la misma etimología de nuestra palabra seigneur (36) demuestran cuán        respetada era en otro tiempo la vejez. Cuanto más recaía el nombramiento        en hombres de edad avanzada más frecuentes eran las elecciones y las        dificultades se hacían sentir más. Se introdujeron las intrigas, se        formaron las facciones, se agriaron los partidos, se encendieron las        guerras civiles; en fin, la sangre de los ciudadanos fue sacrificada al        pretendido honor del Estado, y halláronse los hombres en vísperas de        recaer en la anarquía de los tiempos pasados. La ambición de los poderosos        aprovechó estas circunstancias para perpetuar sus cargos en sus familias;        el pueblo, acostumbrado ya a la dependencia, al reposo y a las comodidades        de la vida, incapacitado ya para romper sus hierros, consintió la        agravación de su servidumbre para asegurar su tranquilidad. Así, los        jefes, convertidos en hereditarios, empezaron a considerar su magistratura        como un bien de familia, a mirarse a sí mismos como propietarios del        Estado, del cual no eran al principio sino los empleados; a llamar        esclavos a sus conciudadanos; a contarlos, como sí fueran animales, en el        número de las cosas que les pertenecían, y a llamarse a sí mismos iguales        de los dioses y reyes de reyes.            Si seguimos el progreso de la desigualdad a través de estas diversas        revoluciones, hallaremos que el establecimiento de la ley y del derecho de        propiedad fue su primer término; el segundo, la institución de la        magistratura; el tercero y último, la mudanza del poder legítimo en poder        arbitrario; de suerte que el estado de rico y de pobre fue autorizado por        la primer época; el de poderoso y débil, por la segunda; y por la tercera,        el de señor y esclavo, que es el último grado de la desigualdad y el        término a que conducen en fin todos los otros, hasta que nuevas        renovaciones disuelven por completo el gobierno o le retrotraen a su forma        legítima.            Para comprender la necesidad de ese progreso no es necesario        considerar tanto los motivos de la fundación del cuerpo político como la        forma que toma en su realización y los inconvenientes que después suscita,        pues los vicios que hacen necesarias las instituciones sociales son los        mismos que hacen inevitable el abuso; y como, exceptuada solamente        Esparta, donde la ley velaba principalmente por la educación de los niños,        donde Licurgo estableció costumbres que casi le dispensaban de promulgar        leyes, éstas, en general, menos fuertes que las pasiones, contienen a los        hombres pero no los cambian, sería fácil demostrar que todo gobierno que,        sin corromperse ni alterarse, procediera siempre exactamente según el fin        de su existencia, habría sido instituido sin necesidad, y que un país en        que nadie eludiera el cumplimiento de las leyes ni nadie abusara de la        magistratura no tendría necesidad ni de magistrados ni de leyes.            Las distinciones políticas engendran necesariamente las diferencias        civiles. La desigualdad, creciendo entre el pueblo y sus jefes, bien        pronto se deja sentir entre los particulares, modificándose de mil        maneras, según las pasiones, los talentos y las circunstancias. El        magistrado no podría usurpar un poder ilegítimo sin rodearse de criaturas        a su hechura, a las cuales tiene que ceder una parte. Por otro lado, los        ciudadanos no se dejan oprimir sino arrastrados por una ciega ambición, y,        mirando más hacia el suelo que hacia el cielo, la dominación les parece        mejor que la independencia, y consienten llevar cadenas para poder        imponerlas a su vez. Es muy difícil someter a la obediencia a aquel que no        busca mandar, y el político más astuto no hallaría el modo de sojuzgar a        unos hombres que sólo quisieran conservar su libertad. Pero la desigualdad        se extiende sin trabajo entre las almas ambiciosas y viles, dispuestas        siempre a correr los riesgos de la fortuna y a dominar u obedecer casi        indiferentemente, según que la fortuna les sea favorable o adversa. Así,        sucedió que pudo llegar un tiempo en que el pueblo estaba de tal modo        fascinado, que sus conductores no tenían más que decir al más ínfimo de        los hombres «¡sé grande tú y toda tu raza!», para que al instante        pareciese grande a todo el mundo y a sus propios ojos y sus descendientes        se elevaran a medida que se alejaban de él; cuanto más lejana e incierta        era la causa, más aumentaba el efecto; cuantos más holgazanes podían        contarse en una familia, más ilustre era.            Si fuera éste el lugar de entrar en tales detalles, explicaría        fácilmente cómo, aunque no intervenga el gobierno, la desigualdad de        consideración y de autoridad es inevitable entre particulares (37) tan        pronto como, reunidos en una sociedad, se ven forzados a compararse entre        sí y a tener en cuenta las diferencias que encuentran en el trato continuo        y recíproco. Estas diferencias son de varias clases; pero como, en        general, la riqueza, la nobleza, el rango, el poderío o el mérito personal        son las distinciones principales por las cuales se mide a los hombres en        la sociedad, probaría que la armonía o el choque de estas fuerzas diversas        constituyen la indicación más segura de un Estado bien o mal constituido;        haría ver que entre estas cuatro clases de desigualdad, como las        cualidades personales son el origen de todas las demás, la riqueza es la        última y a la cual se reducen al cabo las otras, porque, como es la más        inmediatamente útil al bienestar y la más fácil de comunicar, de ella se        sirven holgadamente los hombres para comprar las restantes, observación        que permite juzgar con bastante exactitud en qué medida se ha apartado        cada pueblo de su constitución primitiva y el camino que ha recorrido        hacia el extremo límite de la corrupción. Señalaría de qué manera ese        deseo universal de reputación, de honores y prerrogativas que a todos nos        devora, ejercita y contrasta los talentos y las fuerzas, cómo excita y        multiplica las pasiones y cómo al convertir a todos los hombres en        concurrentes, rivales o, mejor, enemigos, origina a diario desgracias,        triunfos y catástrofes de toda especie haciendo correr la misma pista a        tantos pretendientes. Demostraría que a este ardiente deseo de        notabilidad, que a este furor de sobresalir que nos mantiene en continua        excitación, debemos lo que hay de mejor y peor entre los hombres, nuestras        virtudes y nuestros vicios, nuestras ciencias y nuestros errores, nuestros        conquistadores y filósofos; es decir, una multitud de cosas malas y un        escaso número de buenas. Probaría, en fin, que si se ve a un puñado de        poderosos y ricos en la cima de las grandezas y de la fortuna, mientras la        muchedumbre se arrastra en la obscuridad y en la miseria, es porque los        primeros no aprecian las cosas de que disfrutan sino porque los otros        están privados de ellas, y que, sin cambiar de situación, dejarían de ser        dichosos si el pueblo dejara de ser miserable.            Pero todos estos detalles constituirían por sí solos la materia de        una obra considerable en la cual se pesaran las ventajas e inconvenientes        de toda forma de gobierno con relación al estado natural y en la que se        descubrieran los diferentes aspectos bajo los cuales se ha manifestado        hasta hoy la desigualdad y podría manifestarse en los siglos futuros según        la naturaleza de los gobiernos y las mudanzas que el tiempo introducirá en        ellos necesariamente. Se vería a la multitud oprimida en el interior por        una serie de medidas que ella misma había adoptado para protegerse contra        las amenazas del exterior; se vería agravarse continuamente la opresión        sin que los oprimidos pudieran saber nunca cuándo tendría término ni qué        medio legítimo les quedaba para detenerla; veríanse los derechos de los        ciudadanos y las libertades nacionales extinguirse poco a poco, y las        reclamaciones de los débiles tratadas de murmullos de sediciosos; veríase        a la política restringir el honor de defender la causa común a una porción        mercenaria del pueblo, de donde se vería salir la necesidad de impuestos,        y al labrador agobiado abandonar su campo, aun en tiempo de paz, y dejar        el arado para ceñir la espada; veríanse nacer las funestas y caprichosas        reglas del honor; veríanse a los defensores de la patria mudarse tarde o        temprano en sus enemigos y tener sin cesar un puñal alzado sobre sus        conciudadanos, y llegaría un tiempo en que se oiría a éstos decir al        opresor de su país:             Pectore si fratris gladium juguloque parentis             Condere me jubeas, gravidaeque in viscera partu             Conjugis, invita peragam tamen omnia dextra (38).        LUCANO, lib. I, v. 376.            De la extrema desigualdad de las condiciones y de las fortunas; de la        diversidad de las pasiones y de los talentos; de las artes inútiles, de        las artes perniciosas, de las ciencias frívolas, saldría muchedumbre de        prejuicios igualmente contrarios a la razón, a la felicidad y a la virtud;        veríase a los jefes fomentar, desuniéndolos, todo lo que puede debilitar a        hombres unidos, todo lo que puede dar a la sociedad un aspecto de        concordia aparente y sembrar im germen de discordia real, todo cuanto        puede inspirar a los diferentes órdenes una desconfianza mutua y un odio        recíproco por la oposición de sus derechos y de sus intereses, y        fortificar por consiguiente el poder que los contiene a todos.            Del seno de estos desórdenes y revoluciones, el despotismo,        levantando por grados su odiosa cabeza y devorando cuanto percibiera de        bueno y de sano en todas las partes del Estado, llegaría en fin a pisotear        las leyes y el pueblo y a establecerse sobre las ruinas de la república.        Los tiempos que precedieran a esta última mudanza serían tiempos de        trastornos y, calamidades; mas al cabo todo sería devorado por el        monstruo, y los pueblos ya no tendrían ni jefes ni leyes, sino tiranos.        Desde este instante dejaría de hablarse de costumbres y de virtud, porque        donde reina el despotismo, cui ex honesto nulla est spes (39) no sufre        ningún otro amo; tan pronto como habla, no hay probidad ni deber alguno        que deba ser consultado, y la más ciega obediencia es la única virtud que        les queda a los esclavos.            Éste es el último término de la desigualdad, el punto extremo que        cierra el círculo y toca el punto de donde hemos partido. Aquí es donde        los particulares vuelven a ser iguales, porque ya no son nada y porque,        como los súbditos no tienen más ley que la voluntad de su señor, ni el        señor más regla que sus pasiones, las nociones del bien y los principios        de la justicia se desvanecen de nuevo; aquí todo se reduce a la sola ley        del más fuerte, y, por consiguiente, a un nuevo estado de naturaleza        diferente de aquel por el cual hemos empezado, en que este último era el        estado natural en su pureza y otro es el fruto de un exceso de corrupción.        Pero tan poca diferencia hay, por otra parte, entre estos dos estados, y        de tal modo el contrato de gobierno ha sido aniquilado por el despotismo,        que el déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte, no pudiendo        reclamar nada contra la violencia tan pronto como es expulsado. El motín        que acaba por estrangular o destrozar al sultán es un acto tan jurídico        como aquellos por los cuales él disponía la víspera misma de las vidas y        de los bienes de sus súbditos. Sólo la fuerza le sostenía; la fuerza sola        le arroja. Todo sucede de ese modo conforme al orden natural, y cualquiera        que sea el suceso de estas cortas y frecuentes revoluciones, nadie puede        quejarse de la injusticia de otro, sino solamente de su propia imprudencia        o de su infortunio.            Descubriendo y recorriendo los caminos olvidados que han debido de        conducir al hombre del estado natural al estado civil; restableciendo,        junto con las posiciones intermedias que acabo de señalar, las que el        tiempo que me apremia me ha hecho suprimir o la imaginación no me ha        sugerido, el lector atento quedará asombrado del espacio inmenso que        separa esos dos estados. En esta lenta sucesión de cosas hallará la        solución de una infinidad de problemas de moral y de política que los        filósofos no pueden resolver. Viendo que el género humano de una época no        era el mismo que el de otra, comprenderá la razón por la cual Diógenes no        encontraba al hombre que buscaba, y es porque buscaba un hombre de un        tiempo que ya no existía. Catón, pensará, pereció con Roma y la libertad        porque no era hombre de su siglo, y el más grande entre los hombres no        hizo más que asombrar a un mundo que hubiera gobernado quinientos años        antes. En una palabra: explicará cómo el alma y las pasiones humanas,        alterándose insensiblemente, cambian, por así decir, de naturaleza; por        qué nuestras necesidades y nuestros placeres mudan de objetos con el        tiempo; por qué, desapareciendo por grados el hombre natural, la sociedad        no aparece a los ojos del sabio más que como un amontonamiento de hombres        artificiales y pasiones ficticias, que son producto de todas esas nuevas        relaciones y que carecen de un verdadero fundamento en la naturaleza.            Lo que la reflexión nos enseña sobre todo eso, la observación lo        confirma plenamente: el hombre salvaje y el hombre civilizado difieren de        tal modo por el corazón y por las inclinaciones, que aquello que        constituye la felicidad suprema de uno reduciría al otro a la        desesperación. El primero sólo disfruta del reposo y de la libertad, sólo        pretende vivir y permanecer ocioso, y la ataraxia misma del estoico no se        aproxima a su profunda indiferencia por todo lo demás. El ciudadano, por        el contrario, siempre activo, suda, se agita, se atormenta incesantemente        buscando ocupaciones todavía más laboriosas; trabaja hasta la muerte, y        aun corre a ella para poder vivir, o renuncia a la vida para adquirir la        inmortalidad; adula a los poderosos, a quienes odia, y a los ricos, a        quienes desprecia, y nada excusa para conseguir el honor de servirlos;        alábase altivamente de su protección y se envanece de su bajeza; y,        orgulloso de su esclavitud, habla con desprecio de aquellos que no tienen        el honor de compartirla. ¡Qué espectáculo para un caribe los trabajos        penosos y envidiados de un ministro europeo! ¡Cuántas crueles muertes        preferiría este indolente salvaje al horror de semejante vida, que        frecuentemente ni siquiera el placer de obrar bien dulcifica! Mas para que        comprendiese el objeto de tantos cuidados sería necesario que estas        palabras de poderío y reputación tuvieran en su espíritu cierto sentido;        que supiera que hay una especie de hombres que tienen en mucha estima las        miradas del resto del mundo, que saben ser felices y estar contentos de sí        mismos guiándose más por la opinión ajena que por la suya propia. Tal es,        en efecto, la verdadera causa de todas esas diferencias; el salvaje vive        en sí mismo; el hombre sociable, siempre fuera de sí, sólo sabe vivir        según la opinión de los demás, y, por así decir, sólo del juicio ajeno        deduce el sentimiento de su propia existencia. No entra en mi objeto        demostrar cómo nace de tal disposición la indiferencia para el bien y para        el mal, al tiempo que se hacen tan bellos discursos de moral; cómo,        reduciéndose todo a guardar las apariencias, todo se convierte en cosa        falsa y fingida: honor, amistad, virtud, y frecuentemente hasta los mismos        vicios, de los cuales se halla al fin el secreto de glorificarse; cómo, en        una palabra, preguntando a los demás lo que somos y no atreviéndonos nunca        a interrogarnos a nosotros mismos, en medio de tanta filosofía, de tanta        humanidad, de tanta civilización y máximas sublimes, sólo tenemos un        exterior frívolo y engañoso, honor sin virtud, razón sin sabiduría y        placer sin felicidad. Tengo suficiente con haber demostrado que ése no es        el estado original del hombre y que sólo el espíritu de la sociedad y la        desigualdad que ésta engendra mudan y alteran todas nuestras inclinaciones        naturales.            He intentado explicar el origen y el desarrollo de la desigualdad, la        fundación y los abusos de las sociedades políticas, en cuanto estas cosas        pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las solas luces de la        razón e independientemente de los dogmas sagrados, que otorgan a la        autoridad soberana la sanción del derecho divino. De esta exposición se        deduce que la desigualdad, siendo casi nula en el estado de naturaleza,        debe su fuerza y su acrecentamiento al desarrollo de nuestras facultades y        a los progresos del espíritu humano y se hace al cabo legítima por la        institución de la propiedad y de las leyes. Dedúcese también que la        desigualdad moral, autorizada únicamente por el derecho positivo, es        contraria al derecho natural siempre que no concuerda en igual proporción        con la desigualdad física, distinción que determina de modo suficiente lo        que se debe pensar a este respecto de la desigualdad que reina en todos        los pueblos civilizados, pues va manifiestamente contra la ley de la        naturaleza, de cualquier manera que se la defina, que un niño mande sobre        un viejo, que un imbécil dirija a un hombre discreto y que un puñado de        gentes rebose de cosas superfluas mientras la multitud hambrienta carece        de lo necesario.             Notas         1.      Refiere Herodoto que después del asesinato del falso Esmerdis,        habiéndose reunido los siete libertadores de Persia para deliberar sobre        la forma de gobierno que darían al Estado, Otanes se manifestó        decididamente por la república, opinión extraordinaria en boca de un        sátrapa, pues, aparte la pretensión que tuviera del trono, los poderosos        temen más que a la muerte un sistema de gobierno que los fuerce a respetar        a los hombres. Como puede suponerse, Otanes no fue escuchado, y viendo que        se iba a proceder a la elección de un monarca, él, que no quería ni        obedecer ni mandar, cedió voluntariamente a los otros su derecho a la        corona, pidiendo por toda compensación ser libre e independiente, él y        toda su posteridad, lo que le fue concedido. Aunque Herodoto no nos dijera        cuál fue la restricción que se le puso a ese privilegio, sería necesario        suponerla; de otro modo, Otanes, no reconociendo ninguna especie de ley y        no teniendo que rendir cuentas a nadie, habría sido omnipotente y más        poderoso que el mismo rey. Pero no es presumible que un hombre capaz de        contentarse en tal caso con semejante privilegio fuera capaz de abusar de        él. En efecto: no se ha visto que ese derecho haya causado nunca ninguna        perturbación en el reino, ni por parte del sabio Otanes ni por parte de        sus descendientes.            2.      Tarquino el Soberbio (Lucius Tarquinius Superbus), séptimo y        último rey de Roma. Según la tradición, Tarquino consiguió ser nombrado        rey por la violencia y el asesinato, y su reinado fue una oprobiosa        tiranía. Su hijo Sexto violó a Lucrecia, mujer de Colatino, sobrino de        Tarquino el Soberbio. Colatino y su amigo Bruto juraron vengar el ultraje,        y consiguieron que Tarquino fuera destronado y su familia desterrada.        Tarquino huyó de Roma y fue proclamada la República hacia el año 509 a. de        J. C.            3.      Desde mi primer paso me apoyo confiadamente en una de esa        autoridades respetables para los filósofos, porque proceden de una razón        sólida y sublime que ellos solos saben hallar y comprender.            «Por mucho interés que tengamos en conocernos a nosotros mismos, yo        no sé si no conocemos mejor aquello que no somos. Provistos por la        naturaleza de órganos destinados únicamente a nuestra conservación, sólo        los empleamos en recibir las impresiones exteriores; tratamos solamente de        exteriorizarnos, de existir fuera de nosotros. Demasiado ocupados en        multiplicar las funciones de nuestros sentidos y aumentar la dimensión        exterior de nuestro ser, raramente hacemos uso de ese sentido interior que        nos reduce a nuestras verdaderas dimensiones y que separa de nosotros lo        que nos es extraño. Sin embargo, de este sentido tenemos que servirnos si        queremos conocernos; él es el único por el cual podemos juzgarnos. Pero,        ¿cómo dar a ese sentido toda su actividad y toda su extensión?; ¿cómo        apartar nuestra alma, en la cual reside, de todas las ilusiones de nuestro        espíritu? Hemos perdido el hábito de emplearla; ha permanecido sin        ejercicio en medio del tumulto de nuestras sensaciones corporales y se ha        desecado por el fuego de nuestras pasiones; el corazón, el espíritu, los        sentidos, todo ha trabajado contra ella.» (HIST. NAT., De la naturaleza        del hombre.)           4.      He aquí en qué términos estaba concebida la cuestión propuesta por        la Academia de Dijon: Cuál es el origen de la desigualdad entre los        hombres y si está autorizada por la ley natural.            El DISCURSO de Rousseau no obtuvo el premio, que fue concedido a un        abate Talbert.            5.      «Aprende lo que Dios quiso que fueses y en qué puesto te ha        colocado dentro de la sociedad.»            6.      Nombre de un paseo de Atenas donde, paseándose, daba Aristóteles        sus lecciones. Por eso se los llamó a él y a sus discípulos        «peripatéticos», palabra originaria del verbo griego  [peripatéo]        «pasear».            7.      Los cambios que ha podido determinar en la conformación del hombre        la larga costumbre de andar en dos pies, las semejanzas que se observan        todavía entre sus brazos y las patas anteriores de los cuadrúpedos, y la        consecuencia sacada de su modo de andar, han podido sugerir dudas sobre        cuál podía ser en nosotros el más natural. Todos los niños empiezan por        andar a cuatro pies, y necesitan de nuestro ejemplo y de nuestras        lecciones para aprender a sostenerse de pie. Hay incluso pueblos salvajes,        como los hotentotes, que, abandonando casi por completo a sus hijos, los        dejan andar tanto tiempo con las manos, que luego apenas pueden        enderezarlos. Igual sucede con los hijos de los caribes. Hay además varios        ejemplos de hombres cuadrúpedos, y yo puedo citar, entre otros, el de un        niño hallado en 1344 cerca de Hesse, donde había sido alimentado por        lobos, y que después decía, en la corte del príncipe Enrique, que si sólo        hubiera tenido que contar con su deseo, hubiese preferido volver entre        ellos que vivir entre los hombres. De tal modo se había habituado a        caminar como aquellos animales, que fue preciso ponerle piezas de madera        que le obligaban a tenerse derecho y en equilibrio sobre sus dos pies. Lo        mismo ocurrió con el niño hallado en 1604 en los bosques de Lituania y que        vivía entre los osos. No daba, dice Condillac, ninguna muestra de razón;        andaba con pies y manos, carecía de lenguaje articulado y sólo profería        unos sonidos que en nada se parecían a los de un hombre. El pequeño        salvaje de Hannóver que hace varios años fue conducido a la corte de        Inglaterra pasaba las penas del Purgatorio para acostumbrarse a caminar en        dos pies, y en 1719 se encontró en los Pirineos a otros dos salvajes que        corrían por las montañas como cuadrúpedos. En cuanto a la objeción que        podía hacerse de que eso es privarle del uso de las manos, con las cuales        tantas ventajas obtenemos, además de que el ejemplo de los monos demuestra        que la mano puede emplearse de dos maneras, eso probaría solamente que el        hombre puede dar a sus miembros un empleo más cómodo que el de la        naturaleza y no que la naturaleza haya destinado al hombre a andar de modo        distinto al que ella le enseña.            Pero me parece que hay mejores razones para sostener que el hombre es        bípedo. En primer lugar, aunque se demostrara que pudo estar al principio        conformado de manera distinta a como hoy le vemos, y transformarse luego        como es, eso no sería suficiente para afirmar que haya sucedido así,        porque, después de haber demostrado la posibilidad de ese cambio, sería        preciso todavía, antes de admitirlo, demostrar su verosimilitud. Además,        si los brazos del hombre parecen haber podido servirle de piernas en caso        necesario, ésa es la única observación favorable a esa hipótesis, contra        gran número de otras que la contradicen. Las principales son que, dada la        manera como el hombre tiene unida la cabeza al cuerpo, en lugar de dirigir        su mirada horizontalmente, como todos los demás animales, y como él mismo        la dirige andando de pie, hubiera tenido los ojos, caminando a cuatro        pies, directamente fijados hacia el suelo, situación muy poco favorable        para la conservación del individuo; que la cola, de que carece y que para        nada necesita marchando a dos pies, es útil a los cuadrúpedos, ninguno de        los cuales está privado de ella; que los senos de la mujer, perfectamente        colocados para un bípedo que tiene que tener en brazos a su hijo, estarían        tan mal en un cuadrúpedo, que ninguno los tiene de esa manera; que siendo        las piernas de una excesiva altura en proporción con los brazos, por lo        cual nos arrastramos sobre las rodillas si andamos a cuatro pies, hubiera        hecho del hombre un animal desproporcionado y de incómodo andar; que si        hubiera sentado el pie como las manos, de plano, hubiese tenido en la        pierna una articulación menos, que los otros animales, a saber, la que une        el metatarsiano con la tibia, y que pisando sólo con la punta del pie,        como parece hubiera tenido que hacer, el tarso, sin hablar de los muchos        huesos que lo componen, parece demasiado grande para ocupar el lugar del        metatarsiano, y sus articulaciones con el metatarso y la tibia demasiado        aproximadas para dar a la pierna humana en esta situación la misma        flexibilidad que tienen las de los cuadrúpedos. El ejemplo de los niños        tomado en una edad en que las fuerzas naturales no están aún desarrolladas        ni los miembros fortalecidos, nada dice, pues también podría decir yo que        los perros no están destinados a caminar porque sólo se arrastran algunas        semanas después de su nacimiento. Los hechos particulares tienen todavía        poca fuerza contra la práctica universal de todos los hombres, incluso de        naciones que, por no haber tenido con otras ninguna comunicación, nada        podrían haber imitado de ellas. Un niño abandonado en un bosque antes de        que pudiera andar y amamantado por una bestia seguirá el ejemplo de su        nodriza ejercitándose en andar como ella; la costumbre le dará facilidades        que no habrá recibido de la naturaleza, y así como ciertos mancos llegan a        fuerza de ejercicios a poder hacer con los pies todo lo que hacemos con        nuestras manos, llegará en fin a emplear las manos como los pies.            8.      Si se hallase entre mis lectores algún físico bastante malo para        ponerme reparos sobre la suposición de esta fertilidad natural de la        tierra, me adelanto a contestarlo con el siguiente pasaje:            «Como los vegetales sacan para su nutrición mucha más substancia del        aire y del agua que de la tierra, sucede que al pudrirse devuelven a la        tierra más que de ella han sacado; por otra parte, los bosques atraen las        lluvias deteniendo los vapores. Así, en un bosque que se conservara virgen        largo tiempo, la capa de tierra que sirve para la vegetación aumentaría        considerablemente; pero como los animales restituyen a la tierra menos de        lo que sacan de ella y los hombres consumen enormes cantidades de madera        para el fuego y otros usos, se deduce que la capa de tierra vegetal de un        país habitado debe disminuir continuamente y convertirse en fin en un        terreno como el de la Arabia Pétrea y tantas otras provincias de Oriente,        que es, en efecto, el clima habitado desde tiempo más remoto y en el que        sólo se encuentra sal y arena, porque la sal fija de las plantas y        animales queda, mientras las otras partes se volatilizan.» (HIST. NAT.,        Pruebas de la teoría de la tierra, art. 7.º)            Puede añadirse a esto la prueba práctica de la cantidad de árboles y        plantas de todo género de que estaban cubiertas casi todas las islas        desiertas descubiertas en estos últimos siglos y el hecho que refiero la        historia de los inmensos bosques talados por toda la tierra a medida que        se poblaba o civilizaba. Sobre esto hará todavía las tres observaciones        siguientes: la primera, que si hay una especie de vegetales que pueden        compensar el consumo de materia vegetal hecho por los animales, según el        razonamiento de Buffón, son los árboles especialmente, cuyas copas y hojas        atraen y se apropian mayor cantidad de agua y de vapores que las otras        plantas; la segunda, que la destrucción del suelo, es decir, de la        substancia necesaria para la vegetación, debe acelerarse en la proporción        en que la tierra es más cultivada, y que los habitantes más industriosos        consumen en mayor abundancia sus productos de toda especie; la tercera y        la más importante observación es que los frutos de los árboles        proporcionan al animal una alimentación más abundante que los demás        vegetales, experiencia que he hecho yo mismo comparando los productos de        dos terrenos iguales en extensión y calidad, uno cubierto de castaños y el        otro sembrado de trigo.            9.      Entre los cuadrúpedos, las dos distinciones más universales de las        especies veraces se derivan, una, de los dientes, y la otra, de la        conformación del intestino. Los animales que sólo viven de vegetales        tienen todos los dientes planos, como el caballo, el buey, el, carnero, la        liebre; pero los voraces los tienen puntiagudos, como el gato, el perro,        el lobo, el zorro. En cuanto a los intestinos, los frugívoros tienen        algunos, como el colon, que no se encuentran en los animales voraces.        Parece, pues, que el hombre, que tiene los dientes y los intestinos como        los animales frugívoros, debía ser naturalmente clasificado en esta clase,        y no sólo confirman esta opinión las observaciones anatómicas, sino hasta        los monumentos de la antigüedad le son muy favorables. «Dicearca -escribe        San Jerónimo- refiere en sus libros sobre las antigüedades griegas que        bajo el reinado de Saturno, cuando la tierra todavía era fértil por sí        misma, ningún hombre comía carne, sino que todos se alimentaban de frutas        y de legumbres que crecían naturalmente.» (Libro II, adv. Jovinian.) Esta        opinión puede ser apoyada con los relatos de varios viajeros modernos.        Francisco Correal refiere, entre otros, que la mayor parte de los        habitantes de las islas Lucayas, que los españoles transportaron a las        islas de Cuba, Santo Domingo y otras, murieron por haber comido carne. Por        aquí se ve que prescindo de razones que podía hacer valer, porque, siendo        la presa casi la única causa de combate entre animales carniceros, y        viviendo los frugívoros entre sí en una paz continua, si la raza humana es        de este último género, es claro que hubiera tenido más facilidad para        subsistir en el estado natural, menos necesidad y motivo para salir de él.             10.      Pueblo de guerreros dominando sobre una masa de 290.000 ilotas y        rodeado de otros pueblos fuertes y agresivos, los ciudadanos de esparta        querían que sus hijos fueran como ellos aguerridos y valerosos. Cuando        nacía un niño, los ancianos le examinaban inmediatamente, y si le hallaban        débil o mal constituido, se le conducía al monte Taigeto, donde era        abandonado.            11.      Todos los conocimientos que exigen reflexión, todos aquellos que        no se consiguen sino por el encadenamiento de las ideas y sólo se        perfeccionan sucesivamente, parecen hallarse fuera del alcance del hombre        salvaje, que carece de comunicación con sus semejantes, es decir, del        instrumento que sirve para esta comunicación y de las necesidades que la        hacen necesaria. Su saber y su industria se reducen a saltar, correr,        batirse, lanzar piedras, trepar por los árboles. Pero si sólo sabe estas        cosas, las conoce en cambio mucho mejor que nosotros, que no tenemos de        ellas la misma necesidad, y como dependen únicamente del ejercicio del        cuerpo y no son susceptibles de ninguna comunicación ni progreso de un        individuo a otro, el primer hombre ha podido ser tan hábil como sus        últimos descendientes.            Los relatos de los viajeros están llenos de ejemplos de la fuerza y        vigor de los hombres en las naciones bárbaras y salvajes. En ellos no se        alaba menos su agilidad que su ligereza, y como para observar esas cosas        sólo se necesitan ojos, nada impide que se dé fe a lo que certifican esos        testigos oculares. Al azar saco algunos ejemplos de los primeros libros        que tengo a mano:            «Los hotentotes -dice Kolben- entienden la pesca mejor que los        europeos del Cabo. Su habilidad es la misma con la red, el anzuelo o el        arpón, igual en las bahías que en los ríos. No menos hábilmente cogen los        peces con la mano. En la natación poseen una destreza incomparable. Su        manera de nadar tiene algo de sorprendente y exclusivo. Nadan con el        cuerpo derecho y las manos fuera del agua, de modo que parecen caminar por        la tierra. En la mayor agitación del mar y cuando las olas forman        montañas, danzan en cierto modo sobre el dorso de las olas, subiendo y        bajando como pedazos de corcho.»            «Los hotentotes -añade el mismo autor- tienen una sorprendente        agilidad para la caza, y la velocidad de su carrera excede a la        imaginación.» Se extraña de que no hagan con más frecuencia mal uso de su        agilidad, cosa que sucede, sin embargo, como puede verse por el ejemplo        que él presenta: «Un marinero holandés, al desembarcar en El Cabo, encargó        a un hotentote -dice- que lo siguiera a la ciudad con un rollo de tabaco        de cerca de veinte libras. Cuando se hallaron a cierta distancia de la        gente, el hotentote preguntó al marinero si sabía correr. «¿Correr?        -contestó el marinero-; sí, ya lo creo.» «Vamos a verlo» -replicó el        africano, y, huyendo con el tabaco, desapareció casi al instante. El        marinero, admirado de esta extraordinaria velocidad, desistió de        perseguirlo y no volvió a ver ni su tabaco ni al que lo llevaba.»            «Tienen tan rápida la mirada y tan certera la mano, que los europeos        no les alcanzan. A cien pasos hacen blanco de una pedrada en una moneda de        dos céntimos, y lo más sorprendente es que, en vez de fijar como nosotros        la mirada en el blanco, hacen movimientos y contorsiones continuamente.        Parece como si una mano invisible condujera la piedra.»            El padre Del Tertre dice sobre los salvajes de las Antillas más o        menos las mismas cosas que acaban de leerse sobre los hotentotes del Cabo        de Buena Esperanza. Alaba especialmente su puntería para cazar con flecha        los pájaros al vuelo y su habilidad para coger a nado los peces. Los        salvajes de la América septentrional no son menos célebres por su fuerza y        su destreza. He aquí un ejemplo que permitirá juzgar las de los indios de        la América meridional:            En 1746, un indio de Buenos Aires, habiendo sido condenado a galeras        en Cádiz, propuso al gobernador rescatar su libertad exponiendo su vida en        una fiesta pública. Prometió atacar sólo al toro más furioso sin otra arma        en la mano que una cuerda, que lo echaría a tierra, que lo ataría por        cualquier parte que se le señalara, que lo ensillaría, lo enfrenaría, lo        montaría y montado de esa manera combatiría contra otros dos toros de los        más furiosos que se hicieran salir del toril, y que los mataría en el        momento que se le mandase y sin ayuda de nadie. Le fue concedido. El indio        mantuvo su palabra y llevó a cabo cuanto había prometido. Sobre la manera        como lo hizo y los detalles del combate puede consultarse el primer tomo        de las Observaciones sobre la historia natural, de Gautier, de donde ha        sido sacado este ejemplo.            12.      La duración de la vida de los caballos -dice Buffón- es, como en        todas las demás especies de animales, proporcionada a la duración del        tiempo de su desarrollo. El hombre, cuyo desarrollo dura catorce años,        puede vivir seis o siete veces más, es decir, noventa o cien años. Los        ejemplos que pueden presentarse contrarios a esta regla son tan raros, que        no pueden ser considerados como una excepción de la cual pudieran sacarse        algunas consecuencias. Y como el crecimiento de los caballos ordinarios es        de menor duración que el de los caballos finos, viven también menos tiempo        y son viejos desde los quince años.» (HISTORIA NATURAL, Del caballo.)            13.      Creo ver entre los animales carniceros y frugívoros una        diferencia más general todavía que la señalada en la nota 10ª, puesto que        esa diferencia se extiende hasta los pájaros. Consiste en el número de        hijos, que no excede nunca de dos en cada parto en las especies que sólo        viven de vegetales y que ordinariamente pasa de ese número en los animales        voraces. Fácil es a este respecto conocer la voluntad de la naturaleza por        el número de las mamas, que sólo son dos en cada hembra de la primer        especie, como la yegua, la vaca, la cabra, la cierva, la oveja, etc., y        siempre seis u ocho en las otras hembras, como la perra, la gata, la loba,        el tigre hembra, etcétera. La gallina, la pata, la oca, aves voraces; el        águila y las hembras del gavilán y del mochuelo ponen también y empollan        gran número de huevos, lo que no sucede nunca con la paloma, la tórtola y        otras aves que sólo se alimentan con granos, las cuales no ponen ni        empollan más de dos huevos cada vez. La razón que puede darse de esta        diferencia es que los animales que viven sólo de hierbas y plantas,        permaneciendo casi todo el día en los pastos y teniendo que emplear mucho        tiempo en alimentarse, no podrían dedicarse a amamantar muchas crías; en        vez que los voraces, comiendo en un momento, pueden másfácilmente y con        mayor frecuencia atender a sus pequeñuelos y a la caza y reparar tan gran        cantidad de leche. Claro que podrían hacerse a esto muchos reparos, pero        ésta no es la ocasión; tengo suficiente con haber demostrado en esta parte        el sistema más general de la naturaleza, sistema que suministra una nueva        razón para sacar al hombre de la clase de los carniceros y clasificarlo        entre las especies frugívoras.            14.      Puede haber algunas excepciones, como, por ejemplo, ese animal de        la provincia de Nicaragua, parecido a un zorro, que tiene los pies como        las manos de un hombre y que, según Correal, tiene en el vientre una bolsa        donde la madre mete a sus pequeñuelos cuando se ve en la necesidad de        huir. Es, sin duda, el mismo animal que llaman en Méjico tlacuatzin, a        cuya hembra atribuye Laet una bolsa parecida y para el mismo uso.            Estos datos imprecisos deben de referirse indudablemente al canguro,        mamífero marsupial de Australia, que llega a alcanzar, erguido sobre sus        patas traseras, hasta dos metros de altura; sus miembros anteriores son        muy cortos, mientras que los posteriores, mucho más robustos, tienen más        del doble de longitud, por lo que corre a brincos. Las hembras de estos        animales tienen, en efecto, una especie de bolsa sobre el vientre, en la        cual recogen a los pequeñuelos en caso de peligro. -Nicaragua estaba        todavía en tiempo de Rousseau bajo la dominación española, formando una        provincia de la capitanía general de Guatemala. En 1821 conquistó su        independencia.            15.      Calculando un autor célebre los bienes y los males de la        existencia y comparando las dos sumas, ha encontrado que la última excedía        en mucho a la primera, y que, bien mirado, la vida constituía un mal        presente para el hombre. No me sorprende su conclusión. Ha deducido sus        razonamientos de la constitución del hombre civil; si se hubiera remontado        hasta el hombre natural, puede creerse que hubiera hallado resultados muy        diferentes, que hubiese visto que el hombre no sufre sino aquellos males        que él mismo se procura y que hubiera justificado a la naturaleza. No sin        trabajo hemos llegado a ser tan desgraciados. Cuando por un lado se        consideran los inmensos esfuerzos de los hombres, tantas ciencias        profundizadas, tantas antes inventadas, tantas fuerzas empleadas, abismos        colmados, montañas allanadas, ríos canalizados, tierras roturadas, lagos        dragados, pantanos desecados, construcciones enormes en la tierra, el mar        cubierto de barcos y marineros; y por otro se inquieren con un poco de        reflexión cuáles son las verdaderas ventajas que de todo eso han resultado        para la felicidad de la especie humana, no se puede menos de quedar        asombrado de la enorme desproporción que existe entre ambas cosas y        deplorar la ceguera del hombre, que, por satisfacer su insensato orgullo y        no sé qué vana admiración de sí mismo, corre ardientemente tras de todas        las miserias de que es susceptible y que la benigna naturaleza había        tenido cuidado de apartar de él.            Los hombres son perversos; una triste y continua experiencia dispensa        la prueba. Sin embargo, el hombre es naturalmente bueno; creo haberle        demostrado. ¿Qué puede, pues, haberle pervertido sino los cambios        ocurridos en su constitución, los progresos que ha realizado y los        conocimientos que ha adquirido? Admírese cuanto se quiera la sociedad        humana, pero no será menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a        odiarse entre sí a medida que sus intereses se encuentran, a prestarse en        apariencia mutuos servicios y hacerse en realidad todo el daño imaginable.        ¿Qué se puede pensar de un trato en el cual la razón de cada particular le        dicta a éste principios completamente opuestos a aquellos que la razón        pública aconseja al cuerpo de la sociedad, y en el que cada uno encuentra        su provecho en la desgracia ajena? No existe acaso ningún hombre acomodado        a quien sus ávidos herederos, y con frecuencia sus propios hijos, no        deseen secretamente la muerte; ningún barco en el mar cuyo naufragio no        fuera una buena noticia para algún negociante; ninguna casa que no desee        ver ardiendo con todos los papeles guardados en ella algún deudor de mala        fe; ningún pueblo que no se regocije de los desastres de sus vecinos. De        modo que hallamos nuestro provecho en el daño de nuestros semejantes, y        casi siempre la desgracia de uno es causa de la prosperidad de otro. Pero        lo más peligroso es que las calamidades públicas constituyen la esperanza        de una multitud de particulares; unos desean que haya enfermedades; otros,        mortandad; otros, guerra; otros, hambre. Yo he visto hombres horribles        llorando de dolor por la promesa de un año fértil, y el grande y funesto        incendio de Londres, que costó la vida y los bienes a tantos infortunados,        hizo tal vez la fortuna de diez mil personas. Sé que Montaigne censura al        ateniense Demades por haber hecho castigar a un obrero que, vendiendo muy        caros los sarcófagos, obtenía grandes ganancias con la muerte de los        ciudadanos; pero como la razón que alega Montaigne es que haría falta        castigar a todo el mundo, es evidente que confirma las mías. Penétrese,        pues, a través de nuestras superficiales demostraciones de benevolencia,        hasta el fondo de los corazones; reflexiónese sobre lo que es un estado de        cosas en que todos los hombres se ven forzados a acariciarse y destruirse        mutuamente y donde nacen enemigos por deber y granujas por interés. Si se        me respondo que la sociedad se halla constituida de tal modo que cada        hombre gana sirviendo a los demás, replicaría que estaría muy bien si no        ganase más perjudicándolos. No hay provecho legítimo que no sea superado        por el que puede obtenerse ilegalmente, y el daño causado, al prójimo es        siempre más lucrativo que los servicios. Sólo se trata, pues, de poseer el        medio de asegurarse la impunidad, en lo cual emplean todas sus fuerzas los        poderosos, y los débiles toda su astucia.            El hombre salvaje, cuando ha comido hállase en paz con la naturaleza        y en amistad con sus semejantes. Si alguna vez tiene que disputar a otro        su alimento, no llega nunca a los golpes sin haber comparado antes la        dificultad de vencer con la de hallar en otra parte su subsistencia, y        como el orgullo no se mezcla en la lucha, ésta acaba en unos cuantos        puñetazos; el vencedor come, el vencido va a buscar fortuna y todo queda        en paz. Pero con el hombre social la cosa es muy distinta. Trátase primero        de proveer a lo necesario y después a lo superfluo; luego vienen los        placeres, y después las riquezas inmensas, y después los esclavos. No hay        un solo momento de reposo, y lo más singular es que cuanto menos urgentes        y naturales son las necesidades más aumentan las pasiones y, peor todavía,        el poder de satisfacerlas; de modo que, después de prolongadas        prosperidades, después de haber devorado enormes tesoros y arruinado a        multitud de hombres, mi héroe acabará por destruir todo hasta que sea el        dueño del universo. Tal es el cuadro moral, si no de la vida humana, por        lo menos de las pretensiones secretas del corazón de todo hombre        civilizado.            Comparad sin prevenciones el estado del hombre civil con el del        hombre salvaje, e inquirid, si podéis, cuántas nuevas puertas al dolor y a        la muerte ha abierto el primero, además de su maldad, sus necesidades y        sus miserias. Si consideráis los tormentos del espíritu que nos consumen,        las pasiones violentas que nos agobian y agotan, los excesivos trabajos de        que están sobrecargados los pobres, la ociosidad todavía más peligrosa a        que se entregan los ricos, muriendo aquéllos de privaciones y éstos de sus        excesos; si pensáis en las monstruosas mezcolanzas de los alimentos, en        sus perniciosos condimentos, en los géneros corrompidos, las drogas        falsificadas, los engaños de quienes las venden, los errores de quienes        las administran, en el veneno de las vasijas en que se preparan; si        prestáis atención a las enfermedades epidémicas engendradas por el aire        corrompido por multitudes de hombres reunidos, en las que ocasionan la        delicadeza de nuestra manera de vivir, el paso alternativo de nuestras        habitaciones al aire libre, el uso de vestidos puestos o quitados con poca        precaución, y todos aquellos cuidados que nuestra sensualidad excesiva ha        convertido en costumbres necesarias, cuya negligencia o privación nos        cuesta la salud o la vida; si añadís los incendios y los temblores de        tierra, que, destruyendo ciudades enteras, hacen perecer por millares a        sus habitantes; en una palabra: si juntáis los peligros que todas esas        causas acumulan continuamente sobre nuestras cabezas, comprenderéis        entonces cómo la naturaleza nos hace pagar con exceso el desprecio que        hemos hecho de sus enseñanzas.            No repetiré aquí lo que en otra parte he dicho sobre la guerra; pero        desearía que las gentes instruidas quisieran u osaran dar de una vez al        público los detalles de los horrores que se cometen en los ejércitos por        los proveedores de víveres y los administradores de hospitales; se vería        que sus maniobras, nada secretas, por las cuales se derrumban en un        instante los más brillantes ejércitos, hacen perecer más soldados que el        fuego enemigo. No es menos sorprendente el cálculo de los hombres que el        mar englute todos los años, sea por el hambre o el escorbuto, los piratas,        el fuego o los naufragios. Es claro que hay que poner también en la cuenta        de la propiedad establecida, y por consiguiente de la sociedad, los        asesinatos, envenenamientos, robos en los caminos, y los castigos mismos        de estos crímenes, castigos necesarios para prevenir mayores males, pero        que, costando la vida a uno o más seres por la muerte de un hombre, no        dejan de doblar en realidad las pérdidas de la especie humana. ¡Cuántos        medios vergonzosos de impedir el nacimiento de los hombres y defraudar a        la naturaleza, sea por esos gustos brutales y depravados que injurian a su        más bella obra, gustos que jamás conocieron ni los salvajes ni los        animales y que han nacido en los países civilizados de la imaginación        corrompida; sea por esos abortos secretos, dignos frutos de la relajación        y del honor vicioso; sea por el abandono o la muerte de una multitud de        niños, víctimas de la miseria de sus padres o de la bárbara vergüenza de        sus madres; sea, en fin, por la mutilación de esos infortunados, una parte        de cuya existencia y toda su posteridad son consagradas a vanas canciones,        o, peor todavía, a los celos brutales de algunos hombres, mutilación que        en este último caso es un doble ultraje a la naturaleza: por el        tratamiento de quienes las sufren y por el uso a que se les destina!            Pero ¿no hay aún mil casos más frecuentes y peligrosos en que los        derechos paternales ofenden abiertamente a la humanidad? ¡Cuántos talentos        perdidos e inclinaciones forzadas por la imprudente violencia de los        padres! ¡Cuántos hombres que se habrían distinguido en una situación        conveniente mueren desgraciados y deshonrados en otra hacia la cual no        sentían inclinación alguna! ¡Cuántos matrimonios felices, aunque        desiguales, han sido deshechos o perturbados, y cuántas castas esposas        deshonradas por este orden de condiciones, en contradicción con la        naturaleza! ¡Cuántas uniones extravagantes hechas por interés y reprobadas        por el amor y por la razón! ¡Cuántos esposos honestos y virtuosos sufren        mutuamente su suplicio por haber sido mal casados! ¡Cuántas jóvenes e        infortunadas víctimas de la avaricia de sus familias se hunden en el vicio        o pasan sus tristes días en lágrimas, gimiendo en unos lazos indisolubles        que el corazón repugna y que sólo el oro ha formado! ¡Felices algunas        veces aquellas que el valor y la virtud misma arrancan a la existencia        antes de que una bárbara violencia las fuerce a pasarla en el crimen o en        la desesperación! ¡Perdonadme, padres y madres para siempre dignos de        lástima! Con pesar avivo vuestros sufrimientos, pero ¡ojalá puedan servir        de ejemplo eterno y terrible a quienquiera se atreva, en nombre mismo de        la naturaleza, a violar el más sagrado de sus derechos!            Si sólo he hablado de esas uniones mal avenidas que son obra de        nuestra civilización, ¿créese acaso que aquellas que fueron presididas por        el amor y la simpatía están exentas de inconvenientes? ¿Qué sería si yo        intentara presentar a la especie humana atacada en sus mismas fuentes, y        hasta en el más sagrado de todos los vínculos, cuando no se escucha la voz        de la naturaleza sino después de haber consultado la fortuna, y cuando,        confundiéndose en el desorden social los vicios y las virtudes, la        continencia se convierte en una precaución criminal y la negativa a dar        vida a un semejante en un acto de humanidad? Pero, sin desgarrar el velo        que cubre tantos horrores, contentémonos nosotros con indicar el mal, al        cual otros deben aportar el remedio.            Añádase a todo esto esa cantidad de oficios malsanos que abrevian la        existencia o destruyen el organismo, tales como los trabajos en las minas,        las diversas preparaciones de metales, de minerales, el plomo sobre todo;        del cobre, del mercurio, del cobalto, del arsénico, del rejalgar; esos        otros oficios peligrosos que cuestan a diario la vida a muchos obreros,        unos plomeros, otros carpinteros, otros albañiles, otros trabajadores de        las canteras; júntense, digo, todos esos objetos, y podrán verse en el        establecimiento y perfección de las sociedades las razones de la        disminución de la especie, cosa que ya ha sido observada por más de un        filósofo.            El lujo, imposible de evitar entre hombres ávidos de sus propias        comodidades y de la consideración ajena, acaba en seguida el mal empezado        por las sociedades, y, con el pretexto de dar de comer a los pobres, que        no se debía haber hecho, empobrece al resto y despuebla el Estado pronto o        tarde.            El lujo es un remedio mucho peor que el mal que pretende curar, o,        mejor, él es el peor de todos los males en cualquier Estado, grande o        pequeño, que, por mantener turbas de lacayos y de miserables que él mismo        ha hecho, agobia y arruina al campesino y al ciudadano, semejante a esos        vientos ardientes del Mediodía que, cubriendo la hierba y las verduras de        los campos de insectos devoradores, quitan la subsistencia a los animales        útiles y llevan la penuria y la muerte a todos los lugares en que se hacen        sentir.            De la sociedad y del lujo que ella engendra nacen las artes liberales        y mecánicas, el comercio, las letras y todas esas inutilidades que hacen        florecer la industria y enriquecen y pierden a los Estados. La razón de        esta decadencia es muy sencilla. Es fácil ver que, por su naturaleza, la        agricultura es la menos lucrativa de todas las artes, porque siendo sus        productos de los más indispensables para el hombre, su precio debe ser        proporcionado a las facultades de los más pobres. Del mismo principio        puede deducirse la siguiente regla: que, en general, las artes son        lucrativas en razón inversa de su utilidad, y que las más necesarias son        al cabo las más descuidadas. Por donde se ve lo que debe pensarse de las        verdaderas ventajas de la industria y del efecto real que resulta de sus        progresos.            Tales son las causas sensibles de todas las miserias a que son        lanzadas en fin por la opulencia las naciones más admiradas. A medida que        la industria y las artes se desarrollan y florecen, el campesino,        despreciado, cargado de impuestos necesarios para el mantenimiento del        lujo y condenado a pasar su existencia entre el trabajo y el hambre,        abandona sus tierras para buscar en las ciudades el pan que debía llevar a        ellas. Cuanto más las capitales deslumbran de admiración los ojos        estúpidos del pueblo, más habrá que gemir viendo los campos abandonados,        las tierras sin cultivar, los grandes caminos inundados de desgraciados        ciudadanos convertidos en mendigos o salteadores y destinados a acabar un        día su miseria en un estercolero o en el suplicio. Así es como el Estado,        enriqueciéndose por un lado, se debilita y despuebla por otro, y las más        poderosas monarquías, después de grandes esfuerzos para hacerse opulentas        y al mismo tiempo desiertas, terminan por ser la presa de las naciones        pobres, que sucumben a la funesta tentación de invadirlas, y que se        enriquecen y debilitan a su vez, hasta que ellas mismas sean invadidas y        destruidas por otras.            Explíquesenos de una vez qué es lo que ha podido producir esas nubes        de bárbaros que durante tantos siglos han inundado a Europa, Asia y        África. ¿Eran la industria de sus artes, la sabiduría de sus leyes, la        excelencia de su vida social las causas de su prodigiosa población? Que        nuestros sabios tengan la bondad de decirnos por qué, lejos de        multiplicarse hasta ese punto, esos hombres feroces y brutales, sin luces,        sin freno, sin educación, no se exterminaban mutuamente a cada instante        disputándose el alimento o la caza; que nos expliquen cómo esos miserables        han tenido el atrevimiento de mirar frente a frente a unas gentes tan        hábiles como nosotros, con tan hermosa disciplina militar, tan bellos        códigos y tan sabias leyes; en fin, por qué, después que la sociedad se ha        perfeccionado en los países del Norte y después de tanto trabajo para        enseñar a esos hombres sus mutuos deberes y el arte de vivir agradable y        apaciblemente en sociedad, no se vuelven a ver salir multitudes de hombres        como en otro tiempo. Mucho me temo que no salga alguno respondiéndome que        todas esas grandes cosas, a saber: las artes, las ciencias y las leyes,        han sido sabiamente inventadas por los hombres como una peste saludable        para prevenir la excesiva multiplicación de la especie, de miedo a que el        mundo que nos está destinado resultara al cabo harto pequeño para sus        habitantes.            ¿Cómo? ¿Es necesario destruir las sociedades, suprimir el tuyo y el        mío y volver a vivir en los bosques con los osos? Consecuencia al modo de        mis adversarios, que me gusta tanto prever como dejarles la vergüenza de        deducirla. ¡Oh vosotros a quienes no ha llegado la voz del cielo y que no        reconocéis a vuestra especie otro destino que el de acabar en paz esta        corta vida; vosotros los que podéis dejar en medio de las ciudades        vuestras funestas adquisiciones, vuestros espíritus inquietos, vuestros        corazones corrompidos y vuestros deseos desenfrenados! ¡Volved a vuestra        antigua y primera inocencia, puesto que depende de vosotros; id a los        bosques a perder de vista y olvidar los crímenes de vuestros        contemporáneos, y no temáis envilecer a vuestra especie renunciando a sus        luces por renunciar a sus vicios! En cuanto a los hombres como yo, cuyas        pasiones han destruido para siempre la sencillez original, que no pueden        ya alimentarse con hierbas y bellotas, ni prescindir de jefes ni de leyes;        los que fueron honrados en su primer padre con lecciones sobrenaturales;        los que verán en la intención de dar a las acciones humanas una moralidad        que no hubiesen adquirido en mucho tiempo la razón de un precepto        indiferente en sí mismo e inexplicable en cualquier otro sistema;        aquellos, en una palabra, que están convencidos de que la voz divina llama        a todo el género humano a las luces y a la felicidad de las celestiales        inteligencias, todos esos intentarán, por el ejercicio de las virtudes que        se obligan a practicar aprendiendo a conocerlas, merecer el premio eterno        que deben esperar; respetarán los lazos sagrados de las sociedades de que        son miembros; amarán a sus semejantes y los servirán con todas sus        fuerzas; obedecerán escrupulosamente a las leyes y a los hombres que son        sus autores y ministros; honrarán especialmente a los buenos y sabios        príncipes que sepan prevenir, remediar o atenuar esa multitud de abusos y        males pronta siempre a agobiarnos; animarán el celo de esos dignos jefes        enseñándolos sin temor ni adulación la grandeza de su empresa y el rigor        de sus deberes; pero no por eso dejarán de despreciar una organización que        no puede mantenerse sino mediante la ayuda de tantas gentes respetables        que más frecuentemente se desean que se consiguen, y de la cual, a pesar        de todos sus cuidados, nacen a diario más calamidades reales que aparentes        beneficios.            16.      Entre los hombres que conocemos, bien por nosotros mismos, bien        por los historiadores y viajeros, unos son blancos, otros son negros,        otros son rojos; unos llevan el cabello largo, otros tienen sólo lana        rizada; unos son velludos casi del todo, otros no tienen ni aun barba. Han        existido y acaso existan pueblos de hombres de talla gigantesca, y,        dejando de lado la fábula de los pigmeos, que puede muy bien no ser sino        pura exageración, se sabe que los lapones, especialmente los        groenlandeses, son de talla bastante inferior a la media del hombre.        Incluso se pretende que hay pueblos enteros en que los hombres tienen cola        como los cuadrúpedos. Y, sin conceder una fe excesiva a los relatos de        Herodoto y Ctesias, se puede al menos sacar esta conclusión bastante        verosímil: que si se hubieran podido hacer buenas observaciones en esos        tiempos antiguos, en que los diversos pueblos seguían costumbres más        distintas entre sí que hoy día, se hubiesen observado, tanto en la figura        como en la conformación del cuerpo, variaciones mucho más sorprendentes.        Todos estos hechos, de los cuales es fácil presentar pruebas        incontestables, no pueden sorprender sino a aquellos que están        acostumbrados a no ver más que los objetos que los rodean y que ignoran        los poderosos efectos de las variaciones del clima, del aire, de los        alimentos, de la manera de vivir, de las costumbres en general, y sobre        todo la fuerza asombrosa de las mismas causas cuando obran        ininterrumpidamente sobre una larga serie de generaciones. Hoy que el        comercio, los viajes y las conquistas aproximan cada vez más a los        diversos pueblos y que sus costumbres se confunden sin cesar por la        frecuente comunicación, se advierte que ciertas diferencias nacionales se        han atenuado; así, por ejemplo, puede observar cualquiera que los        franceses actuales no tienen ya aquellos cuerpos grandes, blancos y rubios        descritos por los historiadores latinos, aunque el tiempo, junto con la        mezcla de francos y normandos, blancos y rubios también, hubiera debido        restaurar lo que el frecuente trato con los romanos hubiese podido restar        a la influencia del clima sobre la constitución natural y el color de los        habitantes. Todas estas observaciones acerca de las diferencias que mil        causas pueden producir y han producido en la especie humana me hacen dudar        si diversos animales parecidos a los hombres, considerados como bestias        por los viajeros sin detenido examen, o a causa de algunas diferencias en        su conformación exterior, o solamente por que esos animales no hablaban,        no serían, en efecto, verdaderos hombres salvajes cuya raza, antiguamente        dispersa en los bosques, no hubiera tenido ocasión de desarrollar ninguna        de sus facultades virtuales, ni adquirir ningún grado de perfección, y se        hallaba todavía en el primitivo estado natural. Demos un ejemplo de lo que        quiero decir:           «Encuéntrase en el reino del Congo -dice el traductor de la Historia        de los viajes- gran número de esos animales que en las Indias orientales        llaman orangutanes, los cuales ocupan como un término medio entre la        especie humana y los babuinos. Battel refiere que en los bosques de        Mayomba, en el reino de Loango, se ven dos especies de monstruos, los más        grandes de los cuales se llaman pongos y los otros enjocos. Los primeros        tienen una semejanza exacta con el hombre, pero son mucho más robustos y        de mayor talla. Tienen un rostro humano, pero los ojos muy hundidos; sus        manos, sus mejillas, sus orejas no tienen pelo, excepto las cejas, que son        muy largas. Aunque tienen el resto del cuerpo bastante velludo, el pelo no        es excesivamente espeso, y su color es moreno. En fin, la única parte que        los distingue del hombre es la pierna, que carece de pantorrilla. Andan        derechos, sujetándose con la mano el pelo del cuello. Viven retirados en        los bosques; duermen encima de los árboles y se construyen una especie de        techo que los resguarda de la lluvia. Su alimento lo constituyen las        frutas o nueces silvestres; nunca comen carne. Los negros acostumbran,        cuando atraviesan de noche los bosques, encender fuegos; por la mañana,        cuando se marchan, observan que los pongos ocupan su plaza alrededor del        fuego y no se retiran hasta que se apaga, pues, aunque tienen mucha        habilidad, no tienen suficiente, entendimiento para entretener el fuego        echando leña.            «Caminan a veces en grandes grupos y matan a los negros que cruzan        los bosques. También se arrojan sobre los elefantes que van a pastar a los        sitios en que ellos se encuentran, y tanto los molestan a palos o        puñetazos, que los obligan a huir lanzando gritos. Nunca se cogen pongos        vivos, porque son tan fuertes, que diez hombres no serían suficientes para        coger a uno solo; pero los negros cogen gran número de pongos jóvenes        después de haber matado a la madre, a cuyo cuerpo el pequeño se agarra        fuertemente. Cuando muere uno de estos animales, los demás cubren su        cuerpo con un montón de ramas o de hojas. Purchass cuenta que en las        conversaciones que había tenido con Battel le había oído referir que un        pongo le arrebató mi negrito, el cual pasó un mes entero entre esos        animales, pues no hacen daño alguno a los hombres que sorprenden, por lo        menos cuando éstos no los miran, como había observado el negrito. Battel        no ha descrito la segunda especie de esos monstruos.            Dapper confirma que el Congo está lleno de esos animales que llevan        en las Indias el nombre de orangutanes, es decir, habitantes de los        bosques, y que los africanos llaman quojas-morros. Este animal es tan        parecido al hombre -dice-, que a algunos viajeros se los ha ocurrido        pensar si podía haber nacido de una mujer y un mono, quimera que los        mismos negros rechazan. Uno de esos animales fue transportado a Holanda y        presentado al príncipe de Orango Federico Enrique. Tenía la altura de un        niño de tres años y era de mediano, gordura, pero cuadrado y bien        proporcionado, muy ágil y vivo, las piernas carnosas y robustas, la parte        anterior del cuerpo desnuda, pero la posterior cubierta de pelo negro. A        primera vista, su cara parecía la de un hombre, pero tenía la nariz        aplastada y retorcida; sus orejas eran también como en la especie humana;        los pechos, pues era hembra, redondeados; el ombligo, hundido; los        hombros, bien proporcionados; las manos, divididas en dedos y pulgares;        sus pantorrillas y talones, gruesos y carnosos. Andaba con frecuencia        derecho sobre sus dos pies, y era capaz de alzar y llevar pesos bastante        grandes. Cuando quería beber cogía con una mano la tapadera y con la otra        tenía el jarro por el culo; después se limpiaba graciosamente los labios.        Para dormir ponía la cabeza en un almohadón, tapándose con tanta        habilidad, que se le hubiera tomado por un hombre en el lecho. Los negros        refieren cosas extrañas sobre este animal; aseguran que no solamente        fuerza a las mujeres y a las muchachas, sino que no teme atacar a hombres        armados. En una palabra: hay bastante probabilidad de que sea el sátiro de        los antiguos. Merolla habla seguramente de estos animales cuando cuenta        que los negros cogen algunas veces en sus cacerías hombres y mujeres        salvajes.»            También se habla de esa especie de animales antropomorfos en el        tercer tomo de la misma Historia de los viajes, bajo el nombre de begos y        mandriles; mas, para no volver a las anteriores descripciones, digamos que        se encuentran en la descripción de estos supuestos monstruos sorprendentes        analogías, con la especie humana y diferencias menores que las que podían        señalarse de hombre a hombre. No se hallan en estos pasajes las razones en        que se fundan los autores para negar a los animales en cuestión el nombre        de hombres salvajes; pero es fácil comprender que es a causa de su        estupidez y también porque no hablan, flojas razones para aquellos que        saben que, aunque el órgano de la palabra es natural al hombre, no lo es        la palabra misma, y que conocen hasta qué punto su perfectibilidad puede        haber llevado al hombre por encima de su estado original. El esca o número        de líneas que contienen esas descripciones nos permite juzgar qué mal han        sido observados esos animales y con qué prejuicios han sido considerados.        Por ejemplo: son calificados de monstruos, y, sin embargo, se conviene en        que engendran. En un lugar, Battel dice que los pongos matan a los negros        cuando éstos cruzan los bosques; en otro, Purchass afirma que no les hacen        ningún daño, aun cuando los sorprendan, por lo menos si los negros no se        paran a mirarlos. Los pongos se reúnen alrededor de las hogueras        encendidas por los negros cuando éstos se retiran, y se marchan a su vez        cuando el fuego se apaga. Este es el hecho; he aquí ahora el comentario        del observador: pues, aunque tienen mucha habilidad, no poseen        entendimiento suficiente para mantener el fuego arrojando leña. Quisiera        adivinar cómo Battel, o Purchass su compilador, ha podido saber que la        retirada de los pongos es un efecto de su estupidez y no de su voluntad.        En un clima como el de Loango, el fuego no es una cosa muy necesaria a los        animales, y si los negros los encienden es más para ahuyentar a las fieras        que contra el frío. Es, pues, muy sencillo que, después de haber estado        algún tiempo entreteniéndose con las llamas, o luego de haberse calentado        bien, los pongos se cansen de estar siempre en el mismo sitio y se marchen        a buscar su alimento, que exige más tiempo que si comieran carne. Por otro        lado, se sabe que la mayoría de los animales son naturalmente perezosos y        que se resisten a toda clase de cuidados que no son de absoluta necesidad.        Parece, en fin, muy extraño que los pongos, cuya destreza y fuerza se        alaban, que saben enterrar sus muertos y construirse techos de ramas, no        sepan echar leña al fuego. Recuerdo perfectamente haber visto hacer a un        mono esta misma maniobra que se pretende no pueden hacer los pongos; es        verdad que mi atención no estaba entonces inclinada de este lado, y que        cometí igual falta que reprocho a esos viajeros, descuidando examinar si        la intención del mono era, en efecto, entretener el fuego o simplemente,        como yo creo, imitar la acción de un hembra. Sea lo que fuere, está        suficientemente demostrado que el mono no es una variedad del hombre, no        sólo porque está privado de la facultad de pensar, sino porque es evidente        que su especie carece de la facultad de perfeccionarse, que constituye el        carácter específico de la especie humana, experiencias que parece no haber        sido hechas con suficiente atención con el pongo y el orangután para poder        sacar la misma conclusión. Habría, sin embargo, un medio por el cual, si        el orangután y otros eran de la especie humana, los observadores menos        hábiles podrían asegurarse de ello hasta con demostración práctica; pero,        además de que no bastaría para esta experiencia una sola generación, debe        pasar por impracticable, porque sería necesario que lo que sólo es mera        suposición fuera demostrado cierto antes de que la prueba corroborativa        pudiera ser intentada inocentemente.            Los juicios precipitados, que no son fruto de una razón esclarecida,        están propensos a caer en el exceso. Nuestros viajeros convierten sin        reparo en bestias, bajo el nombre de pongos, de mandriles, de orangutanes,        a esos mismos seres que los antiguos, con el nombre de sátiros, faunos y        silvanos, hacían divinidades. Tal vez, después de investigaciones más        exactas, se halle que no son ni bestias ni dioses, sino hombres. Entro        tanto, me parece que debe darse la preferencia sobre estas cuestiones a        Merolla, ilustrado religioso, testigo ocular y que, a pesar de su        ingenuidad, no dejaba de ser un hombre de espíritu, que no al comerciante        Battel, a Dapper, Punchass y demás compiladores.            ¿Qué juicio habrían formulado semejantes observadores sobre el niño        hallado en 1694, del que ya he hablado en la nota 8.ª, que no daba prueba        alguna de razón, andaba a cuatro pies, carecía de lenguaje articulado y        emitía unos sonidos en nada parecidos a los de un hombre? Pasó mucho        tiempo, continúa el mismo filósofo que me refiere el hecho, antes de que        pudiera proferir algunas palabras. En cuanto pudo hablar se le preguntó        sobre su primer estado, pero no recordaba mucho más que recordamos        nosotros de lo que nos ha sucedido en la cuna. Si, desgraciadamente para        él, esta criatura hubiera caído en manos de nuestros viajeros, no cabe        duda que, después de haber observado su silencio y su estupidez, habrían        tornado el partido de dejarlo en los bosques, o bien de encerrarlo en una        casa de fieras, después de lo cual hubieran hablado sabiamente de él en        bonitas relaciones como de una bestia muy curiosa y que se parecía mucho        al hombre.            Desde hace tres o cuatro siglos los habitantes de Europa inundan las        otras partes del mundo y publican incesantemente nuevas colecciones de        viajes y relatos; pero yo estoy persuadido de que los únicos hombres que        conocemos son los europeos, y aun parece, debido a los prejuicios        ridículos, que no se han extinguido ni entre las gentes de letras, que no        hace cada uno, bajo el pomposo nombre de estudio del hombre, sino el        estudio de los hombres de su país. Los particulares van y vienen de un        pueblo a otro, pero la filosofía parece que no viaja; así, la de un pueblo        parece poco a propósito para otro. La razón de esto es manifiesta, al        menos por lo que se refiere a las regiones apartadas; sólo hay cuatro        clases de hombres que realicen largos viajes: los marinos, los        comerciantes, los soldados y los misioneros. Ahora bien; no puede        esperarse que las tres clases primeras proporcionen buenos observadores;        en cuanto a los últimos, ocupados en una vocación sublime, aunque no        estuvieran sujetos a los prejuicios de su condición como los otros, debe        creerse que no se entregarían voluntariamente a investigaciones que        parecen de pura curiosidad y que los distraerían de trabajos más        importantes a que están destinados. Por lo demás, para enseñar el        Evangelio no hace falta más que celo, y Dios pone el resto; mas para        estudiar a los hombres son precisas aptitudes que Dios no se compromete a        dar a nadie y que no siempre son patrimonio de los santos.            No se abre un libro de viajes en que no se vean descripciones de        caracteres y costumbres; pero queda uno sorprendido viendo que esas gentes        que tantas cosas han descrito no han dicho más que lo que ya sabía cada        cual, no han sabido advertir al otro extremo del mundo sino lo que        hubieran podido observar en su propia calle, y que esos rasgos verdaderos        que distinguen a los pueblos y atraen la mirada de los ojos hechos para        ver han escapado casi siempre a los suyos. De aquí ha salido ese bello        principio de moral tan rebatido por la turba filosofante: que los hombres        son iguales en todas partes; que, teniendo en todo lugar las mismas        pasiones y los mismos vicios, es perfectamente inútil tratar de        caracterizar a los diferentes pueblos; lo que está tan bien discurrido        como si se dijera que no podía distinguirse a Juan de Pedro porque ambos        tienen nariz, boca y ojos.            ¿No se verán renacer aquellos tiempos felices en que los pueblos no        se mezclaban en la filosofía, en que los Platones, los Tales y los        Pitágoras, poseídos de un ardiente deseo de sabor, emprendían grandes        viajes únicamente para instruirse y sacudir lejos de su patria el yugo de        los prejuicios nacionales, aprender a conocer a los hombres por sus        semejanzas y por sus diferencias y adquirir esos conocimientos universales        que no son de un siglo ni de un país exclusivamente, sino que, por ser de        todos los tiempos y lugares, constituyen, por así decir, la ciencia común        de los sabios?            Se admira la munificencia de algunos curiosos que han hecho o ayudado        a hacer, sin reparar en gastos, viajes en Oriente con sabios y pintores        para dibujar las ruinas y descifrar o copiar las inscripciones; pero        apenas concibo cómo en un siglo en que todo el mundo se envanece de bellos        conocimientos no se encuentran dos hombres cordialmente unidos, ricos uno        en dinero y otro en genio, amantes de la gloria y de la inmortalidad,        dispuestos a sacrificar, uno veinte mil escudos de su fortuna, otro diez        años de su vida, en un célebre viaje alrededor del mundo para estudiar, no        plantas y piedras, sino a los hombres y las costumbres, y que, después de        tantos siglos empleados en medir y estudiar la casa, se dispusieran al fin        a conocer a los que la habitan.            Los académicos que han recorrido la parte septentrional de Europa y        la meridional de América tenían por objeto visitarlas más como geómetras        que como filósofos. Sin embargo, como eran a la vez ambas cosas, no pueden        mirarse como completamente desconocidas las regiones vistas y descritas        por los La Condamine y los Maupertuis. El lapidario Chardín, que ha        viajado como Platón, no ha dejado nada por decir sobre Persia. China        parece haber sido bien observada por los jesuitas. Kempfer da una idea        pasable de lo poco que ha visto en el Japón. Fuera de estas referencias,        no conocemos las Indias orientales, únicamente frecuentadas por europeos        más atentos a llenar sus bolsas que sus cabezas. El África entera, con sus        numerosos habitantes, tan singulares por su carácter como por su color,        está todavía sin explorar. La tierra está cubierta de naciones de las        cuales no conocemos más que los nombres, ¡y pretendemos juzgar al género        humano! Supongamos un Montesquieu, un Buffón, un Diderot, un Duclos, un        D'Alembert, un Condillac u hombres de este temple viajando para instruir a        sus compatriotas, observando y descubriendo como ellos saben hacerlo        Turquía, Egipto, Berbería, el imperio de Marruecos, la Guinea, el        territorio de los cafres, el interior de África y sus costas orientales,        las Malabares, el Mogol, las riberas del Ganges, los reinos de Siam, de        Pegu, de Ava, la China y Tartaria, y especialmente el Japón; después, en        el otro hemisferio, Méjico, Perú, Chile, territorios magallánicos, sin        olvidar los Patagones, falsos o verdaderos; Tucumán, Paraguay, si era        posible; el Brasil, los Caribes, la Florida y todas las regiones salvajes.        Este sería el viaje más importante de todos, el que habría que hacer con        la más extrema atención. Supongamos que estos nuevos Hércules, de regreso        de sus excursiones memorables, escribieran holgadamente la historia        natural, moral y política de lo que habían visto; nosotros mismos veríamos        salir un mundo nuevo de su pluma y así aprenderíamos a conocer el nuestro.        Digo que cuando tales observadores afirmaran que tal animal era un hombre,        y de otro que era una bestia, se les podría creer; pero sería una gran        simpleza conceder el mismo crédito a esos viajeros incultos, con los        cuales se siente algunas veces la intención de examinar la misma cuestión        que ellos se meten a resolver sobre otros animales.            17.      Esto me parece de la mayor evidencia y no puedo concebir de dónde        hacen nacer nuestros filósofos todas las pasiones que atribuyen al hombre        natural. Exceptuadas las puras necesidades físicas, que la misma        naturaleza exige, todas nuestras restantes necesidades no son tales sino        por la costumbre, con anterioridad a la cual no eran tales necesidades, o        por nuestros deseos, y no se desea lo que no se conoce. De aquí se deduce        que, no deseando el hombre salvaje más que las cosas conocidas, y no        conociendo sino aquello que está a su alcance o es fácil de adquirir, nada        debe haber tan tranquilo como su alma y tan limitado como su espíritu.            18.      Célebre río de la península del Peloponeso, a cuya orilla se        asentaba Esparta. Los espartanos, después de hacer el ejercicio, corrían        llenos de sudor y de polvo a bañarse en sus aguas. Las alusiones al        Eurotas son muy frecuentes en las tradiciones de Esparta. Cuéntase en una,        como ejemplo del carácter de las mujeres espartanas, que una de ellas,        viendo a su hijo huir de un combate, le mató con sus propias manos,        exclamando: ¡Las aguas del Eurotas no corren para los ciervos!»            19.      Encuentro en el Gobierno civil de Locke una razón demasiado        especiosa para que me sea permitido ocultarla. «Como el fin de la unión        entre el macho y la hembra -dice ese filósofo- no es simplemente el de        procrear, sino el de propagar la especie, esta sociedad debe durar, aun        después de la procreación, por lo menos tanto tiempo como es necesario        para la alimentación y la conservación de los procreados, es decir, hasta        que sean capaces de proveer por sí mismos a sus necesidades. Esta regla,        que la infinita sabiduría del Creador ha establecido sobre todas las obras        de sus manos, vemos que es observada por las criaturas inferiores al        hombre constantemente y con exactitud. Entre los animales que se nutren de        hierba la sociedad entre el macho y la hembra no dura más tiempo que cada        acto de ayuntamiento, porque, como las mamas de la madre son suficientes        para nutrir a las crías hasta que éstas son capaces de comer la hierba, el        macho se contenta con engendrar y no se ocupa más después de la hembra ni        de los pequeñuelos, a cuya subsistencia en nada puede contribuir. Pero        entre los animales carnívoros la sociedad dura más tiempo, a causa de que,        no pudiendo la madre proveer a su propia subsistencia y a alimentar al        mismo tiempo a sus cachorros con su sola presa, que es una manera de        alimentarse mucho más laboriosa y peligrosa que la herbívora, la        asistencia del macho es indispensable para el sostenimiento de su común        familia, si puede usarse este término, la cual, mientras no pueda ir a        buscar alguna presa, no podrá subsistir sin los cuidados del macho y de la        hembra. La misma cosa se observa en todas las aves, exceptuados algunos        pájaros domésticos que se encuentran en sitios en que la abundancia de        alimento exime al macho del cuidado de alimentar a las crías; se ve que        mientras las crías en sus nidos tienen necesidad del sustento, el macho y        la hembra se lo llevan hasta que los pequeñuelos pueden volar y proveer a        su subsistencia.            «Y en esto consiste, en mi opinión, la principal, si no la única        razón de por qué el macho y la hembra, en el género humano, están        obligados a una sociedad más duradera que entre las demás criaturas. Esta        razón es que la mujer es capaz de concebir, y ordinariamente queda de        nuevo embarazada y pare un nuevo hijo mucho antes de que el precedente        esté en situación de poder prescindir de la ayuda de sus padres y pueda        atender por sí mismo a sus necesidades. De este modo, obligado un padre a        cuidar de los hijos que ha engendrado y a hacerlo por mucho tiempo,        también está en la obligación de vivir en la sociedad conyugal con la        misma mujer de quien los ha tenido y de permanecer en esta sociedad mucho        más tiempo que las otras criaturas, cuyos pequeñuelos pueden subsistir por        sí mismos antes de que llegue la época de una nueva procreación, y el lazo        entre macho y hembra se rompe por sí mismo y uno y otro quedan en plena        libertad hasta que la época en que acostumbran ayuntarse los animales los        obligue a escoger nuevos compañeros. En este punto no se sabría admirar        bastante la sabiduría del Creador, que, habiendo dado al hombre cualidades        propias para proveer tanto al porvenir como al presente, ha querido y        hecho de manera que la sociedad del hombre durara mucho más tiempo que la        del macho y la hembra entre las demás criaturas, a fin de que la industria        del hombre y de la mujer fuera más excitada y sus intereses más unidos,        con objeto de hacer provisiones para sus hijos y dejarles hacienda, por no        haber nada más perjudicial para los hijos que una unión incierta y vaga o        una disolución fácil y frecuente de la sociedad conyugal.»            El mismo amor de la verdad que me ha hecho exponer sinceramente esta        objeción me excita a acompañarle de algunas observaciones, si no para        resolverla, al menos para aclararla.            1.ª Señalaré en primer lugar que las pruebas morales no tienen gran        fuerza en materia de física y que sirven más bien para justificar hechos        existentes que para constatar la existencia real de esos hechos. Ahora        bien; tal es el género de pruebas que Locke aduce en el pasaje que he        copiado; pues aunque pueda ser ventajoso para la especie humana que la        unión entre el hombre y la mujer sea permanente, no se deduce que así haya        sido establecido por la naturaleza; de otro modo habría que decir también        que ella ha instituido la sociedad civil, las artes, el comercio y cuanto        se pretende ser útil a los hombres.            2.ª Ignoro dónde ha hallado Locke que entre los animales de presa la        sociedad del macho y la hembra dure más tiempo que entre los herbívoros y        que uno ayude al otro a alimentar a las crías, pues no se ve que el perro,        el gato, el oso ni el lobo reconozcan a su hembra mejor que el caballo, el        carnero, el toro, el ciervo y los demás animales cuadrúpedos a la suya.        Parece, al contrario, que si el concurso del macho fuera necesario a la        hembra para conservar sus pequeñuelos, esto sucedería sobre todo en las        especies que sólo viven de hierbas, porque la hembra necesita mucho tiempo        para pastar y en este intervalo se ve forzada a descuidar sus crías,        mientras que una osa o una loba tienen más tiempo para amamantar sus        pequeñuelos porque devoran en un instante su presa. Este razonamiento está        confirmado por el examen del número relativo de mamas y de hijuelos que        distingue las especies carniceras de las frugívoras, de lo que he tratado        en la nota 14ª. Si esta observación es justa y general, como la mujer sólo        tiene dos tetas y no da existencia cada vez mas que a un hijo, ésta es una        fuerte razón más para dudar que la especie humana sea naturalmente        carnicera; de suerte que me parece que para llegar a la conclusión de        Locke sería necesario invertir su razonamiento. No tiene más solidez la        misma distinción aplicada a las aves; porque ¿quién podrá admitir que la        unión del macho y la hembra es más duradera entre los buitres y los        cuervos que entre las tórtolas? Tenemos dos especies de aves domésticas,        el pato y el pichón, que nos dan ejemplo completamente contrario al        sistema de ese autor. El pichón, que sólo vive de granos, sigue unido con        su hembra y juntos alimentan a las crías. El pato, cuya voracidad es        conocida, no reconoce ni a la hembra ni a sus crías y no ayuda en nada a        su sustento, y entre los pollos, especie que no es menos carnívora, no se        ve que el gallo se preocupe poco ni mucho de la pollazón. Si en otras        especies el macho comparte con la hembra el cuidado de alimentar los        pequeñuelos es porque éstos, que no pueden volar en seguida ni pueden ser        amamantados por la madre, están en peores condiciones que los cuadrúpedos        para poderse pasar sin la ayuda del padre, mientras que a estos últimos        les basta con las mamas de la madre, por lo menos durante cierto tiempo.            3.ª Hay mucha incertidumbre sobre el hecho principal que sirve de        base a todo el razonamiento de Locke, porque para saber, como él pretende,        si en el puro estado natural la mujer queda por lo general embarazada de        nuevo y da a luz un nuevo hijo mucho tiempo antes que el anterior pueda        proveer por sí mismo a sus necesidades, harían falta experiencias que        seguramente no ha hecho Locke ni nadie puede hacer. La cohabitación        continua del marido y la mujer es tan propicia a exponerse a un nuevo        embarazo, que es muy difícil creer que el ayuntamiento fortuito o el        impulso único del temperamento produzcan efectos tan frecuentes en el puro        estado natural que en el de la sociedad conyugal; esta lentitud acaso        contribuiría a hacer a los niños más robustos y podría ser, por otra        parte, compensada por la facultad de concebir prolongada hasta una edad        más avanzada en las mujeres que hubieran abusado menos de ella en su        juventud. Respecto a los niños, hay bastantes razones para creer que sus        fuerzas y órganos se desarrollan más tarde entre nosotros que en el estado        primitivo de que hablo. La debilidad original que heredan de sus padres,        el cuidado que se tiene de envolver y torturar sus miembros, la molicie en        que se crían y quizá también el uso de leche distinta a la de su madre,        todo contraría y retarda en ellos los primeros progresos de la naturaleza.        La aplicación que se les exige sobre mil cosas en las cuales tienen que        tener fija continuamente su atención, mientras que no se da ningún        ejercicio a sus fuerzas corporales, puede también trabar considerablemente        su crecimiento; de modo que si, en lugar de sobrecargar y fatigar desde el        principio sus espíritus de mil maneras, se dejara que ejercitasen su        cuerpo en los movimientos continuos que la naturaleza parece exigirles, es        de creer que estarían mucho antes en condición de andar, de accionar y de        atender por sí mismos a sus necesidades.            4.ª En fin, Locke prueba, cuando más, que podría muy bien existir en        el hombre un motivo de seguir unido a la mujer cuando ésta tiene un hijo;        pero no prueba de ningún modo que ha debido unirse a ella antes del parto        y durante los nuevo meses de su embarazo. Si una mujer es indiferente al        hombre durante esos nueve meses y si aun llega a no reconocerla, ¿por qué        la va a ayudar después del parto?¿Por qué va a ayudarla a criar un niño        que no sabe si le pertenece enteramente y cuyo nacimiento no ha resuelto        ni previsto? Locke supone evidentemente de qué se trata, pues no es        cuestión de saber por qué el hombre sigue unido a la mujer después del        alumbramiento, sino por qué se une a ella después de la concepción.        Satisfecho el apetito sexual, el hombre no tiene necesidad de la mujer ni        la mujer del hombre. Éste no tiene la menor preocupación ni tal vez la        menor idea de las consecuencias de su acto. Cada uno se va por su lado, y        no hay la menor razón para suponer que al cabo de nueve meses recuerden        haberse conocido, pues esta clase de memoria, por la cual un individuo da        su preferencia a otro para el acto de la generación, exige, como pruebo en        el texto, más adelanto o corrupción en el entendimiento humano que puede        concebirse en el estado de animalidad de que aquí se trata. Cualquier        mujer puede satisfacer tan bien como la otra los nuevos deseos del hombre,        y otro hombre satisfacer a la misma mujer, suponiendo que sienta el mismo        apetito durante la preñez, de lo que puede razonablemente dudarse. Y si en        el estado de naturaleza la mujer no siente la pasión amorosa después de la        concepción del hijo, la dificultad de su sociedad con el hombre hácese        mucho mayor, porque entonces no necesita ni del hombre que la ha fecundado        ni de otro alguno. No hay, pues, en el hombre ninguna razón para buscar la        misma mujer ni en la mujer para buscar el mismo hombre. El razonamiento de        Locke cae por tierra, y toda la dialéctica de este filósofo no le ha        garantido contra la falta que Hobbes y otros han cometido. Tenían que        explicar un hecho del estado natural, es decir, de un estado en que los        hombres vivían aislados, en que ningún hombre tenía motivo alguno para        permanecer al lado de otro, ni acaso los hombres de vivir al lado unos de        otros, lo que todavía es peor; y no han pensado en transportarse más allá        de los siglos de la sociedad, es decir, de estos tiempos en que los        hombres tienen siempre una razón de permanecer unidos y en los cuales tal        hombre tiene con frecuencia algún motivo para seguir al lado de tal hombre        o mujer.            20.      Me guardaré mucho de embarcarme en las reflexiones filosóficas        que habría que hacer sobre las ventajas e inconvenientes de esta        institución de las lenguas. No es a mí a quien se permite atacar los        vulgares errores y el pueblo ilustrado respeta demasiado sus prejuicios        para soportar con paciencia mis pretendidas paradojas. Dejemos, pues,        hablar a las gentes a quienes no se ha incriminado que osaran algunas        veces tomar el partido de la razón contra la opinión de la multitud. Nec        quidquam felicitati humani generis decederet, si, pulsa tot linguarum        peste et confusione, unam artem callerent mortales, et signis, motibus        gestibusque, licitum foret quidvis explicare. Nunc vero ita comparatum        est, ut animalium quoe vulgo bruta credentur melior longe quam nostra hac        in parte videatur conditio utpote quae promptius, et forsan felicius,        sensus et cogitationes suas sine interprete significent, quam ulli queant        mortales, praesertim si peregrino utantur sermone. (Is. Vossius, de        Poemat. cant. et viribus rhythmi.)            21.      Platón, demostrando cómo las ideas de la cantidad discreta y sus        relaciones son necesarias hasta en las menores artes, se burla con razón        de los autores de su tiempo, que pretendían que Palamedes había inventado        los números en el sitio de Troya, como si, dice el filósofo, Agamenón        hubiera podido ignorar hasta entonces cuántas piernas tenía. Se comprende,        en efecto, la imposibilidad de que la sociedad y las artes hubieran        llegado a donde se encontraban ya cuando el sitio de Troya si los hombres        no hubieran usado los números y el cálculo; pero la necesidad de conocer        los números antes que adquirir otros conocimientos hace difícil imaginar        su invención. Una vez conocido el nombre de los números es fácil explicar        su sentido y excitar las ideas que esos nombres representan; mas para        inventarlos ha sido preciso, antes de haberse familiarizado, por así        decir, con las meditaciones filosóficas, ejercitarse en conocer a los        seres por su sola esencia e independientemente de toda otra percepción;        abstracción muy penosa, muy metafísica, muy poco natural y sin la cual, no        obstante, esas ideas nunca se hubieran podido transferir de una especie o        género a otro, ni los números hacerse universales. Un salvaje podía        considerar separadamente su pierna derecha y su pierna izquierda, y mirar        ambas bajo la idea indivisible de un par; pero no pensar que tenía dos,        porque, una cosa es la idea representativa, que nos pinta un objeto, y        otra la idea numérica, que lo determina. Todavía menos podía calcular        hasta cinco, y aunque poniendo una mano sobre otra hubiera podido observar        que los dedos se correspondían exactamente, estaría lejos de pensar en su        igualdad numérica; no sabía mucho mejor el número de sus dedos que el de        sus cabellos, y si, después de haberle hecho comprender qué son los        números, alguien le hubiera dicho que en los pies tenía igual número de        dedos que en la mano, hubiese quedado seguramente sorprendido, al hacer la        comparación, viendo que era verdad.            22.      El aoristo es cierto tiempo verbal de la conjugación griega.            23.      «Hasta tal punto les es a ellos más provechosa la ignorancia de        los vicios que a los otros el conocimiento de la virtud.» (Justin.,        Historia, lib. III, cap. II.)            24.      No deben confundirse el amor propio y el amor de sí mismo, dos        pasiones muy diferentes por su naturaleza y por sus efectos. El amor de sí        mismo es un sentimiento natural que lleva a todos los animales a velar por        su conservación, y que, guiado en el hombre por la razón y la piedad,        produce la humanidad y la virtud. El amor propio no es más que un        sentimiento relativo, ficticio, nacido en la sociedad, que lleva a cada        individuo a hacer más caso de sí que de nadie, que inspira a los hombres        todo el mal que se hacen mutuamente y que es la fuente verdadera del  honor.            Dicho esto, sostengo que en nuestro estado primitivo, en nuestro        verdadero estado natural, el amor propio no existe, porque, considerándose        cada hombre en particular como el único espectador que le contempla, como        el único ser en el universo que se interesa por él, como el juez único de        su propio mérito, no es posible que un sentimiento que tiene su origen en        comparaciones que él no está en situación de hacer pueda germinar en su        alma. Por igual razón, este hombre no podrá sentir ni odio ni deseos de        venganza, pasiones que sólo pueden nacer de nuestra opinión ante una        ofensa recibida, y como es el desprecio o la intención de dañar, y no el        mal, lo que constituye la ofensa, los hombres que no saben ni estimarse ni        compararse pueden hacerse mutuas violencias cuando buscan con ellas alguna        ventaja, pero nunca ofenderse. En una palabra: el hombre, no mirando a sus        semejantes sino como podía mirar a los animales de otra especie        cualquiera, puede arrebatar la presa al más débil o ceder la suya al más        fuerte, considerando estas rapiñas como hechos naturales, sin el menor        movimiento de insolencia o desprecio y sin más pasión que el dolor o la        alegría de un buen o mal resultado.            25.      Bernardo de Mandeville, médico y escritor holandés establecido en        Inglaterra, muerto en 1733.            26.      «La Naturaleza, al darnos las lágrimas, muestra que ha otorgado        al hombre un corazón compasivo.» (Juvenal, sát. XV.)            27.      Rousseau dice en el libro VIII de sus Confesiones que el retrato        de este filósofo corresponde a Diderot.            28.      Ictiófagos (del griego [ichthyophágos], de [ichthýs], «pez», y         [phágomai], «comer»), los que se alimentan de peces.            29.      Es cosa muy notable que, después de tantos años como hace que los        europeos se torturan en adaptar a los salvajes de diversas regiones del        mundo a su manera de vivir, no hayan podido ganar uno sólo, ni aun en        favor del cristianismo, pues nuestros misioneros hacen de ellos algunas        veces cristianos, pero nunca hombres civilizados. Nada puede vencer su        obstinada repugnancia a adoptar nuestras costumbres y nuestro modo de        vivir. Si esos pobres salvajes son tan desgraciados como se pretende, ¿por        qué inconcebible aberración del entendimiento rehúsan constantemente        civilizarse a nuestra semejanza o aprender a vivir felices entre nosotros?        Se lee en cambio en mil sitios que muchos franceses y otros europeos se        han refugiado voluntariamente en esos pueblos y han pasado su vida entera        sin poder abandonar esa extraña manera de vivir, y se ve a sensatos        misioneros recordar enternecidos los días tranquilos e inocentes pasados        entre esos pueblos tan despreciados. Si se responde que carecen de luces        suficientes para juzgar sanamente su estado y el nuestro, replicaré que la        apreciación de la felicidad es más bien asunto del sentimiento que de la        razón. Por otra parte, esa objeción se vuelve contra nosotros con mayor        fuerza, pues hay más distancia de nuestras ideas al estado de espíritu en        que sería necesario hallarse para concebir el gusto que encuentran los        salvajes en su modo de vivir, que entre las ideas de los salvajes y las        que pueden hacerle comprender nuestra existencia. En efecto: después de        algunas observaciones pueden ver fácilmente que nuestros esfuerzos se        encaminan a dos únicos objetos; a saber, para sí, las comodidades de la        vida, y la consideración de los demás. Pero ¿de qué manera podemos        nosotros imaginar la especie de placer que experimenta un salvaje pasando        una vida solo, en medio de los bosques, o pescando, o soplando en una mala        flauta sin saber sacar nunca ni un solo tono y sin preocuparse de        aprenderlo?            Varias veces se han llevado salvajes a París, a Londres y otras        ciudades; se ha corrido a deslumbrarlos con nuestro lujo, nuestras        riquezas y nuestras artes más útiles y curiosas; todo esto no ha excitado        nunca en ellos sino una admiración estúpida, sin el menor movimiento de        deseo. Recuerdo, entre otras, la historia de un jefe de algunos americanos        septentrionales que fue conducido a la corte de Inglaterra hace una        treintena de años. Se le presentaron mil cosas para hacerle un presente        que pudiera agradarle, sin hallar nada que pareciera interesarle. Nuestras        armas le parecían pesadas e incómodas, nuestros zapatos le herían los        pies, nuestros vestidos le molestaban; todo lo rechazaba. Por fin se        advirtió que, habiendo tomado una manta de lana, parecía que le agradaba        cubrir con ella su espalda. «Convendréis -le dijeron en seguida- en la        utilidad de este objeto.» « Sí -respondió-, me parece tan bueno como una        piel.» Pero no hubiera dicho esto siquiera si hubiese llevado una y otra        bajo la lluvia.            Tal vez se me diga que la costumbre, sujetando a uno a su manera de        vivir, impide a los salvajes apreciar lo que hay de bueno en la nuestra;        pero, en tal caso, debe parecer por lo menos extraordinario que la        costumbre tenga más fuerza para mantener a los salvajes en el goce de su        miseria que a los europeos en el disfrute de su felicidad. Para oponer a        esta última objeción una respuesta a la cual nada se pueda replicar, sin        acudir al ejemplo de los jóvenes salvajes que vanamente se ha intentado        civilizar, sin hablar de los groenlandeses e islandeses que se ha        intentado educar y alimentar en Dinamarca, y que la tristeza o la        desesperación hicieron perecer, sea de languidez, sea en el mar por        intentar volver a nado a sus países, me contentaré con citar un solo        ejemplo bien probado, que ofrezco para su examen a los admiradores de la        civilización europea:            «Todos los esfuerzos de los misioneros holandeses del Cabo de Buena        Esperanza no han podido convertir a un solo hotentote. Van der Stel,        gobernador del Cabo, cogió a uno en su infancia y le hizo educar en los        principios de la religión cristiana y en la práctica de los usos de        Europa. Se le vistió lujosamente, se le enseñaron varias lenguas, y sus        progresos respondieron admirablemente a los cuidados puestos en su        educación. El gobernador, esperando mucho de su espíritu, le envió a las        Indias con un comisario general, que le empleó útilmente en los asuntos de        la Compañía. Después de la muerte del comisario volvió al Cabo. Algunos        días después, en una visita que hizo a algunos hotentotes parientes suyos,        tomó la decisión de despojarse de sus vestidos europeos y cubrirse con la        piel de una oveja. Así volvió al fuerte, con un paquete que contenía sus        anteriores ropas, y presentándolas al gobernador, le dijo: Tened la        bondad, señor de tener presente que renuncio para siempre a estos        vestidos; renuncio también por toda mi vida a la religión cristiana; he        resuelto vivir y morir en la religión, en las costumbres y usos de mis        antepasados. La única gracia que os pido es que me dejéis el collar y el        machete que llevo; los guardaré como recuerdo vuestro. En el acto, sin        esperar la respuesta de Van der Stel, emprendió la huida, y jamás volvió        al Cabo.» (Historia de los viajes, tomo V, pág. 175.)            30.      Se me podría objetar que, en un desorden semejante, los hombres,        en lugar de exterminarse sañudamente, se hubieran dispersado si no hubiese        habido límites a su dispersión. Pero, en primer lugar, estos límites        hubiesen sido al menos los del mundo, y si se piensa en la excesiva        población que resulta del estado natural, se comprenderá que la tierra, en        ese estado, no habría tardado en quedar cubierta de hombres, forzados de        tal modo a vivir reunidos. Por otra parte, se habrían dispersado si el mal        hubiese sido rápido, un cambio del día a la mañana; pero nacían bajo el        yugo, estaban habituados a llevarlo, aunque sentían su peso, y se        contentaban con esperar la ocasión de sacudirlo. En fin: acostumbrados ya        a mil comodidades, que los forzaban a vivir agrupados, la dispersión no        era tan fácil como en los primeros tiempos, en los cuales, no teniendo        nadie necesidad sino de sí mismo, cada uno tomaba su partido sin esperar        el consentimiento de los demás.            31.      «Espantado por tan extraño suplicio, rico e indigente al mismo        tiempo, desea librarse de las riquezas y odia lo que antes pidiera.»            32.      El mariscal de Villars contaba que en una de sus campañas,        haciendo sufrir y murmurar al ejército las excesivas bribonadas de un        abastecedor de víveres, le amonestó duramente y le amenazó con hacerlo        colgar. «Esta amenaza no me afecta -le contestó con arrogancia el        granuja-, y tengo la satisfacción de deciros que no se cuelga fácilmente a        un hombre que dispone de cien mil escudos.» «No sé cómo se las arregló        -añadía ingenuamente el mariscal-, pero, en efecto, no fue colgado, aunque        lo merecía cien veces.»            33.      «Llaman paz a la más desdichada servidumbre.»            34.      Traité des droits de la reine très-chrétienne sur divers Etats de        la monarchie d'Espagne, 1677.            35.      Juan Barbeyrac, jurisconsulto francés, autor de numerosas obras,        muy estimadas en su tiempo, sobre el derecho público (1674-1729). John        Locke, filósofo inglés; ocupó diferentes cargos públicos y escribió        diversas obras, entre ellas su célebre Ensayo sobre el entendimiento        humano (1632-1704). Samuel Puffendorf, escritor e historiador alemán del        siglo XVII (1632-1694).            36.      El francés seigneur y el español señor tienen la misma        etimología, latín senior, comparativo de senex, viejo, anciano. También        era título de distinción. Gerontes era el nombre que se daba en Esparta a        los ancianos que componían el senado, es decir, un Consejo de ancianos        compuesto de treinta miembros. Según Seignobos, «eran hombres de las        principales familias, elegidos por el siguiente procedimiento: el pueblo        se reunía; los candidatos desfilaban uno después de otro ante la        muchedumbre, que los aclamaba al pasar. Allí cerca, en una cabaña, unos        ancianos escuchaban las aclamaciones sin ver nada y declaraban cuál había        sido la más fuerte. El candidato más fuertemente aclamado era el elegido y        permanecía en el cargo hasta su muerte.            37.      La justicia distributiva se opondría a esta rigurosa igualdad del        estado de naturaleza, aun cuando fuera practicable en la sociedad civil; y        como todos los miembros del Estado le deben servicios proporcionados a su        inteligencia y a sus fuerzas, los ciudadanos, a su vez, deben ser        distinguidos en proporción a sus servicios. En este sentido hay que        entender un pasaje de Isócrates en el que éste alaba a los primeros        Atenienses por haber sabido distinguir cuál era la más ventajosa de ambas        clases de igualdad, una de las cuales consiste en dar parte        indiferentemente a todos los ciudadanos en todas las ventajas, y la otra,        en distribuirlas conforme al mérito de cada uno. Esos hábiles políticos,        añade el orador, rechazando esa injusta igualdad que no establece        diferencia alguna entre los malvados y las personas de bien, se adhirieron        inviolablemente a aquella que recompensa y castiga a cada uno según su        mérito. Pero, en primer lugar, nunca ha existido sociedad alguna, sea        cualquiera el grado de corrupción a que haya podido llegar, en la que no        se hiciera alguna distinción entre los malvados y las personas de bien; y        en materia de costumbres, en la cual la ley no puede fijar una medida        suficientemente exacta para que sirva de regla al magistrado, muy        sabiamente le veda, para no dejar a su discreción la suerte o el rango de        los ciudadanos, el juicio de las personas, dejándole sólo el de los actos.        Únicamente unas costumbres tan puras como las de los antiguos romanos        pueden soportar la existencia de censores; entre nosotros, semejantes        tribunales habrían trastornado todo en seguida. El derecho de establecer        una diferencia entre el malvado y el hombre de bien corresponde a la        opinión pública. El magistrado sólo es juez del derecho riguroso; el        pueblo es el verdadero juez de las costumbres, juez íntegro y aun        esclarecido sobre este punto, que algunas veces es engañado, pero nunca        corrompido. La categoría de los ciudadanos debe ser determinada, no por        sus méritos personales, que sería dejar a los magistrados el medio de        aplicar casi arbitrariamente la ley, sino por los servicios reales que        prestan al Estado, los cuales son susceptibles de una apreciación más        exacta.            38.      «Si me ordenas hundir el hierro en el pecho de un hermano, en la        garganta de un padre o en las entrañas de una esposa cercana a ser madre,        yo forzaré mi mano a obedecerte.»            39.      «Para el cual no hay ninguna esperanza de honradez.»   

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