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Lectura espiritual para retiros (I). Selección de textos a cargo de Javier Grahit
miércoles, 07 de mayo de 2003
Javier Grahit
Lectura espiritual para retiros (I)
Javier Grahit
Textos escogidos por meses
1. Juan Pablo II. Enc. Que sean uno (Ut unum sint) del 25 mayo 1995.
2. Juan Pablo II, Ex. Ap. El Custodio del Redentor (Redemptoris custos) de 15 agosto de 1989. León XIII, Carta Enc. Quamquam pluries de 15 agosto de 1889. León XIII, Quamquam pluries. Pablo VI, Alocución de 19 de marzo de 1969.
3. Juan Pablo II. Enc. Rico en misericordia (Dives in misericordia) de 30 noviembre 1980.
4. Juan Pablo II, Enc. (1ª) Redemptor hominis, 4 marzo (primer domingo de Cuaresma) de 1979
5. Juan Pablo II. Enc (6ª) La Madre del Redentor (Redemptoris Mater), de 25 marzo, solemnidad de la Anunciación, de 1987.
6. Juan Pablo II, Enc. Dominum e vivificantem de 18 de mayo, Pentecostés de 1986, sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo.
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Retiro de enero (octavario por la unidad de los cristianos) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre el empeño ecuménico
¡Ut unum sint!, ¡que sean uno! La llamada a la unidad de los cristianos que el Concilio Vaticano II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor. El valiente testimonio de tantos mártires pertenecientes a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar. Cristo llama a todos sus discípulos a la unidad. Me mueve el deseo de renovar esta invitación y proponerla de nuevo con determinación.
Sin embargo, además de las divergencias doctrinales que hay que resolver, los cristianos no pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones ancestrales, de los malentendidos y prejuicios, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco. Por este motivo debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración que llevará incluso a la purificación de la memoria histórica... Están invitados a reconocer juntos los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones. Es necesaria una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de suscitar una renovada disponibilidad precisamente para anunciar el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación.
Con el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica. La Iglesia católica reconoce y confiesa las debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio del Salvador. La Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Yo mismo quiero promover cualquier paso útil; es un deber del Obispo de Roma. Lo llevo a cabo con la profunda convicción de obedecer al Señor y con plena conciencia de mi fragilidad humana. "Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca". La conversión de Pedro y de sus sucesores se apoya en la oración misma del Redentor en la cual la Iglesia participa constantemente. Pido encarecidamente que participen de esta oración los fieles de la Iglesia católica y todos los cristianos. Junto conmigo, rueguen todos por esta conversión.
La Iglesia católica basa en el designio de Dios su compromiso ecuménico pues ha sido enviada al mundo, no replegada sobre sí misma, para anunciar y extender el misterio de comunión que la constituye. La unidad de toda la humanidad es voluntad de Dios. Por eso Dios envió a su Hijo... La Iglesia católica asume la acción ecuménica como un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad. Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Jesús mismo antes de la Pasión rogó para "que todos sean uno". Esta unidad está en el centro mismo de su obra. La unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. "Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo" (1Jn 1,3). Así pues, para la Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión.
Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia. En la situación actual de división entre los cristianos, los fieles católicos se sienten profundamente interpelados por el Señor de la Iglesia y ella no olvida que muchos en su seno ofuscan el designio de Dios.
Los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión existente... por este motivo el Concilio Vaticano II habla de una cierta comunión aunque imperfecta. Fuera de la comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de la gracia. No se trata de poner juntas todas estas riquezas con el fin de llegar a la Iglesia deseada por Dios. De acuerdo con la Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en su realidad escatológica.
En el magisterio del Concilio hay un nexo claro entre renovación, conversión y reforma. Basándose en una idea que el mismo Papa Juan XXIII había expresado en la apertura del Concilio, el Decreto sobre ecumenismo menciona el modo de exponer la doctrina entre los elementos de la continua reforma. No se trata de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles... La doctrina debe ser presentada de modo que sea comprensible para aquellos a quienes Dios la destina. En la Carta Encíclica "Apóstoles de los eslavos" recordaba cómo Cirilo y Metodio tradujeron las nociones de la Biblia y los conceptos de la teología griega en un contexto de experiencias históricas y de pensamiento muy diverso. Comprendieron que no podían imponer a los pueblos, cuya evangelización les encomendaron, ni siquiera la indiscutible superioridad de la lengua griega y de la cultura bizantina.
Puesto que por su naturaleza la verdad de fe está destinada a toda la humanidad, exige ser traducida a todas las culturas. La expresión de la verdad puede ser multiforme y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado.
Y es no sólo renovación del modo de expresar la fe, sino de la misma vida de fe. Así creía en la unidad de la Iglesia el Papa Juan XXIII que constataba: "Es mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos divide". Por su parte, el Concilio Vaticano II exhorta: "Recuerden todos los fieles cristianos que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión cuanto más se esfuercen por vivir una vida más pura según el Evangelio" (UR,7). Esta conversión y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico. "Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos". La comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo. En la oración nos reunimos en nombre de Cristo que es Uno. Él es nuestra unidad. Es como si nosotros deberíamos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque nuestra presencia común en este lugar aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta que todos los cristianos se reúnan en la única celebración de la Eucaristía.
La Semana de Oración por la unidad de los cristianos que se celebra en el mes de enero se ha convertido en una tradición difundida y consolidada. Pero además de ella, son muchas las ocasiones que durante el año llevan a los cristianos a rezar juntos... La conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad, brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento. Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos. En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración, no puede excluirse la preocupación por la unidad.
Si por una parte la oración es la condición para el diálogo, por otra llega a ser su fruto en cuanto el diálogo cumple también y al mismo tiempo la función de un examen de conciencia. ¿Cómo no recordar en este contexto las palabras de la primera carta de Juan?: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros... Si decimos que no hemos pecado, hacemos mentiroso a Dios y su Palabra no está en nosotros" (1Jn1,8-10). El sacrificio salvífico de Cristo se ofrece por todos los pecados del mundo, y por tanto también los cometidos contra la unidad de la Iglesia, tanto de los pastores como de los fieles.
No sólo se deben perdonar y superar los pecados personales, sino también los sociales, es decir, las estructuras mismas del pecado que han contribuido y pueden contribuir a la división y a su consolidación.
Las relaciones entre los cristianos no tienden sólo al mero conocimiento recíproco, a la oración en común y al diálogo. Prevén y exigen desde ahora cualquier posible colaboración práctica en los diversos ámbitos: pastoral, cultural, social e incluso en el testimonio del mensaje del Evangelio. Una cooperación así fundada sobre la fe común, no sólo es rica por la comunión fraterna, sino que es una epifanía de Cristo mismo.
Cuanto he dicho anteriormente en relación al diálogo ecuménico desde la clausura del Concilio en adelante, lleva a dar gracias al Espíritu de la verdad prometido por Cristo Señor a los apóstoles y a la Iglesia. Es la primera vez en la historia que la acción a favor de la unidad de los cristianos ha adquirido proporciones tan grandes y se ha extendido a un ámbito tan amplio. Reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica.
Una visión de conjunto de los últimos treinta años ayuda a comprender mejor muchos de los frutos... Por ejemplo, en el mismo espíritu del Sermón de la Montaña, los cristianos ya no se consideran enemigos o extranjeros, sino hermanos y hermanas. Se sustituye incluso el uso de la expresión "hermanos separados" por términos más adecuados; se habla de "otros cristianos", "otros bautizados", de "cristianos de otras comunidades"... Esta ampliación de la terminología traduce una notable evolución de la mentalidad. Lo he podido constatar personalmente muchas veces durante las celebraciones ecuménicas que constituyen uno de los eventos importantes de mis viajes apostólicos. Se han relegado al olvido las excomuniones del pasado; se prestan edificios de culto; se ofrecen becas de estudio para la formación de ministros, se interviene ante las autoridades civiles para defender a otros cristianos... No es la consecuencia de un filantropismo liberal o de un vago espíritu de familia; es mucho más que un mero acto de cortesía. Cada vez más adoptan conjuntamente posiciones, en nombre de Cristo, sobre problemas importantes que afectan a la vocación humana, la libertad, la justicia, la paz y el futuro del mundo, elementos constitutivos de la misión cristiana. Numerosos cristianos participan juntos en proyectos audaces que pretenden cambiar el mundo para que triunfe el respeto a los derechos y necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos.
¿Cómo anunciar el Evangelio de la reconciliación sin comprometerse al mismo tiempo en la obra de la reconciliación de los cristianos? Pienso en el grave obstáculo que la división constituye para el anuncio del Evangelio. Se trata de uno de los imperativos de la caridad. El Papa Pablo VI escribía al Patriarca ecuménico Atenágoras I: "Pueda el Espíritu Santo guiarnos por el camino de la reconciliación para que la unidad de nuestras Iglesias llegue a ser un signo siempre más luminoso de esperanza y de consuelo para toda la humanidad".
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Retiro de Febrero (en los siete domingos de san José) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre San José
Llamado a ser el Custodio del Redentor, "José ... hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer" (Mt 1,24).
Desde los primeros siglos, los Padres de la Iglesia, inspirados en el Evangelio, han subrayado que san José, al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo.
En el centenario de la publicación de la Carta Encíclica Quamquam pluries del Papa León XIII, y siguiendo la huella de la secular veneración a san José, deseo presentar a la consideración de vosotros, queridos hermanos y hermanas algunas reflexiones sobre aquél al cual Dios "confió la custodia de sus tesoros más preciosos"... De este modo, todo el pueblo cristiano no sólo recurrirá con mayor fervor a san José e invocará su patrocinio, sino que tendrá siempre presente ante sus ojos su humilde y maduro modo de servir, así como de "participar" en la economía de la salvación... Precisamente José de Nazaret "participó" en este misterio como ninguna persona, a excepción de María, la Madre del Verbo Encarnado. Él "participó" en este misterio junto a ella, comprometido en la realidad del mismo hecho salvífico, siendo depositario del mismo amor, por cuyo poder el eterno Padre "nos predestinó a la adopción de hijos suyos en Jesucristo" (Ef 1,5).
La vía propia de José, su peregrinación de la fe, se concluirá antes de que María se detenga ante la Cruz en el Gólgota y antes de que Ella, una vez vuelto Cristo al Padre, se encuentre en el Cenáculo de Pentecostés el día de la manifestación de la Iglesia al mundo, nacida mediante el poder del Espíritu de verdad.
La Encarnación y la Redención constituyen una unidad orgánica e indisoluble... Precisamente por esta unidad el Papa Juan XXIII, que tenía una gran devoción a san José, estableció que en el Canon romano de la Misa (la Plegaria Eucarística I), memorial perpetuo de la Redención, se incluyera su nombre junto al de María y antes del de los Apóstoles, de los Sumos Pontífices y de los Mártires.
Para la Iglesia, si es importante profesar la concepción virginal de Jesús, no lo es menos defender el matrimonio de María con José porque jurídicamente depende de este matrimonio la paternidad de José... El hijo de María es también hijo de José en virtud del vínculo matrimonial que les une: "A raíz de aquel matrimonio fiel -dice san Agustín- ambos merecieron ser llamados padres de Cristo. No sólo aquella madre sino también aquel padre ... que era esposo de su madre".
Durante su vida, que fue una peregrinación en la fe, José, al igual que María, permaneció fiel a la llamada de Dios hasta el final. A lo largo de este camino, los Evangelios no citan ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio de san José posee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el "justo" (Mt 1,19).
En la Liturgia se celebra a María como "unida a José", el hombre justo, por un estrechísimo y virginal vínculo de amor". Se trata en efecto de dos amores que representan conjuntamente el misterio de la Iglesia, virgen y esposa, la cual encuentra en el matrimonio de María y José su propio símbolo. "La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradice la dignidad del matrimonio, sino que la presupone y la confirma. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo", que es comunión de amor entre Dios y los hombres.
"Dios -dice el Papa León XIII- ha dado a José como esposo a la Virgen, no sólo como compañero de vida, testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella". Este vínculo de caridad constituyó la vida de la Sagrada Familia, primero en la pobreza de Belén, luego en el exilio en Egipto y, sucesivamente, en Nazaret... En esta familia José es el padre... Por esto adquieren un justo significado las palabras de María a Jesús en el templo: "Tu padre y yo... te buscábamos". Ésta no es una frase convencional... indican toda la realidad de la Encarnación.
Expresión cotidiana de este amor en la vida de la Familia de Nazaret es el trabajo.... el de carpintero. Esta simple palabra abarca toda la vida de José. Para Jesús éstos son los años de la vida escondida de la que habla el evangelista tras el episodio ocurrido en el templo: "Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos" (Lc 2,51). Esta sumisión, es decir la obediencia de Jesús en la casa de Nazaret, es entendida también como participación en el trabajo de José. El que era llamado "hijo del carpintero" había aprendido el trabajo de su padre putativo.
El trabajo humano y, en particular el trabajo manual tienen en el Evangelio un significado especial. Junto con la humanidad del Hijo de Dios, el trabajo ha formado parte del misterio de la Encarnación, y también ha sido redimido de modo particular. Gracias a su banco de trabajo sobre el que ejercía su profesión con Jesús, José acercó el trabajo humano al misterio de la Redención... Se trata, en definitiva, de la santificación de la vida cotidiana, que cada uno debe alcanzar según el propio estado y que puede ser fomentada según un modelo accesible a todos: "San José -decía Pablo VI- es el modelo de los humildes, que el cristianismo eleva a grandes destinos; san José es la prueba de que para ser buenos y auténticos seguidores de Cristo no se necesitan "grandes cosas", sino que se requieren solamente las virtudes comunes, humanas, sencillas, pero verdaderas y auténticas".
También el trabajo de carpintero en la casa de Nazaret está envuelto por el mismo clima de silencio que acompaña todo lo relacionado con la figura de José. Pero es un silencio que descubre de modo especial el perfil interior de esta figura. Los Evangelios hablan exclusivamente de lo que José "hizo"; sin embargo permiten descubrir en sus "acciones" -ocultas por el silencio- un clima de profunda contemplación. José estaba en contacto cotidiano con el misterio "escondido desde los siglos", que "puso su morada" bajo el techo de su casa... Esto explica, por ejemplo, que santa Teresa de Jesús, la gran reformadora del Carmelo contemporáneo, se hizo promotora de la renovación del culto a san José en la cristiandad occidental... La aparente tensión entre la vida activa y la contemplativa encuentran en él una superación ideal, cosa posible en quien posee la perfección de la caridad.
En tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX (hoy beato), queriendo poner la Iglesia bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró (en 1870) "Patrono de la Iglesia Católica". El Pontífice sabía que no se trataba de un gesto peregrino. ¿Cuáles son los motivos para tal confianza? León XIII los expone así: "Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús (...) José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia (...) Es por tanto conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo".
Este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos "países y naciones en los que -como he escrito en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Chistifideles laici- la religión y la vida cristiana fueron florecientes y" que "están ahora sometidos a dura prueba". Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial "poder desde lo alto", don ciertamente del Espíritu del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus santos.
Pablo VI invitaba a invocar este patrocinio "como la Iglesia, en estos últimos tiempos suele hacer; ante todo, para sí, en una espontánea reflexión teológica sobre la relación de la acción divina con la acción humana, en la gran economía de la redención, en la que la primera, la divina, es completamente suficiente, pero la segunda, la humana, la nuestra, aunque no puede nada (cf Jn 15,5), nunca está dispensada de una humilde pero condicional y ennoblecedora colaboración".
Hace ya cien años el Papa León XIII exhortaba al mundo católico a orar para obtener la protección de san José, Patrono de toda la Iglesia... Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las mismas palabras de León XIII: "Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad". Aún hoy existen suficientes motivos para encomendar a todos los hombres a san José.
El Concilio Vaticano II ha sensibilizado de nuevo a todos hacia "las grandes cosas de Dios", hacia la "economía de la salvación" de la que José fue ministro particular. Encomendándonos, por tanto, a la protección de aquel a quien Dios mismo "confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes", aprendamos al mismo tiempo de él a servir a la "economía de la salvación"... servir a la misión salvífica de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y cada uno: a los esposos y a los padres, a quienes viven del trabajo de sus manos o de cualquier trabajo, a las personas llamadas a la vida contemplativa, así como a las llamadas al apostolado.
Que él nos indique el camino, ya a las puertas del próximo Milenio, durante el cual debe perdurar y desarrollarse ulteriormente la "plenitud de los tiempos", que es propia del misterio inefable de la Encarnación del Verbo.
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Retiro de marzo (acerca de la Cuaresma) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre Dios Padre, rico en misericordia
"Dios rico en misericordia" (Ef 2,4) es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre. Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, una exigencia de no menor importancia en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es "misericordioso y Dios de todo consuelo" (2Cor 1,3). Efectivamente, en la Constitución Gaudium et spes leemos: "Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y descubre la sublimidad de su vocación": y esto lo hace "en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor" (GS,22).
La mentalidad contemporánea, quizá en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia...
Ante sus conciudadanos en Nazaret, Cristo hace alusión a las palabras del profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ungió para evangelizar a los pobres, me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor" (Lc 4,18). Estas frases son su primera declaración mesiánica a la que siguen los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Cristo se convierte en signo legible de Dios que es amor; se hace signo del Padre, signo visible.
En base a ese modo de manifestar la presencia de Dios que es Padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación. Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía al mismo tiempo a los hombres que a su vez se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje del Mesías y constituye la esencia del Evangelio.
El concepto de misericordia tiene en el Antiguo Testamento una larga y rica historia. Israel fue el pueblo de la Alianza con Dios, Alianza que rompió muchas veces. Cuando a su vez adquiría conciencia de su propia infidelidad -y a lo largo de la historia de Israel no faltan profetas y hombres que despiertan tal conciencia- se apelaba a la misericordia. Es significativo que los profetas en su predicación pongan la misericordia, a la que recurren con frecuencia debido a los pecados del pueblo, en conexión con el amor por parte de Dios. La misericordia no pertenece únicamente al concepto de Dios, sino que es algo que caracteriza la vida de todo el pueblo de Israel y también de sus propios hijos e hijas: es el contenido de la intimidad con su Señor, el contenido de su diálogo con Él.
En los umbrales del Nuevo Testamento resuena la misericordia divina... María, entrando en casa de Zacarías, proclama con toda su alma la grandeza del Señor "por su misericordia", de la que "de generación en generación" se hacen partícipes los hombres que viven en el temor de Dios. Al nacer Juan Bautista, en la misma casa su padre Zacarías, bendiciendo al Dios de Israel, glorifica la misericordia que ha concedido "a nuestros padres y se ha recordado de su santa alianza". En las enseñanzas de Cristo mismo esta imagen se simplifica y a la vez se profundiza. Esto se ve quizá con más evidencia en la parábola del hijo pródigo.
Nuestros prejuicios en torno al tema de la misericordia son a lo más el resultado de una valoración exterior. Ocurre a veces que percibimos principalmente la misericordia como una relación de desigualdad entre el que la ofrece y el que la recibe. Consiguientemente la misericordia difama a quien la recibe y ofende la dignidad del hombre. La parábola del hijo pródigo demuestra cuán diversa es la realidad... el hijo pródigo comienza a verse a sí mismo y sus acciones con toda verdad. Para el padre, el hijo se convierte precisamente en un bien... La misericordia... constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión.
El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres termina en la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo en este misterio pascual si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido revelada en la historia de nuestra salvación. El que "pasó haciendo el bien" y "curando toda clase de enfermedades y dolencias", Él mismo parece merecer ahora la más grande misericordia y apelar a ella cuando es arrestado, ultrajado, condenado, flagelado, coronado de espinas, clavado en la cruz y expira entre terribles tormentos. Es entonces cuando merece de modo particular la misericordia de los hombres, y no la recibe.
El misterio pascual es el cúlmen de esta revelación y actuación de la misericordia divina que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido salvífico querido por Dios. La cruz de Cristo sobre el Calvario surge como llamada dirigida al hombre a fin de que participe en la vida divina y para que, como hijo pródigo, participe de la verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios.
Pero la última palabra de su mensaje y de su misión mesiánica será pronunciada en aquella alborada cuando las mujeres primero y los apóstoles después, venidos al sepulcro de Cristo crucificado, verán la tumba vacía y proclamarán por vez primera: "Ha resucitado". En esta glorificación del Hijo de Dios habla y no cesa nunca de decir que Dios Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre ya que "tanto amó al mundo -por tanto al hombre en el mundo- que le dio a su Hijo unigénito para que quien crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna" (Jn 3,16).
María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado -como nadie- la misericordia y también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina. Nadie como la Madre del Crucificado ha experimentado el pasmoso encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el "beso" dado por la misericordia a la justicia. Sabe su precio y sabe cuán alto es... En ella y por Ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. También nuestra generación está comprendida en las palabras de María cuando glorificaba la misericordia de la que "de generación en generación" son partícipes cuantos se dejan guiar por el temor de Dios.
La presente generación se siente privilegiada porque el progreso le ofrece tantas posibilidades, insospechadas hace solamente unos decenios. El hombre ha extendido su poder sobre la Naturaleza y ha adquirido un conocimiento más profundo de las leyes de su comportamiento social. El desarrollo de la informática, las nuevas técnicas de la comunicación, la ciencia biológica y psicológica... aunque este progreso sigue siendo muy a menudo el privilegio de los países industrializados pero no se puede negar que la perspectiva de hacer beneficiarios a todos los pueblos y a todos los países no es una utopía. Pero al lado de esto existen al mismo tiempo dificultades, inquietudes e imposibilidades que atañen a la respuesta profunda que el hombre sabe que debe dar. El desequilibrio fundamental hunde sus raíces en el corazón humano.
A partir del Concilio, las tensiones y amenazas allí delineadas se han ido revelando mayormente y han confirmado aquel peligro que no permiten nutrir ilusiones. Aumenta la sensación de amenaza y la perspectiva de un conflicto que, teniendo en cuenta los actuales arsenales atómicos, podría significar la auto-destrucción parcial de la humanidad. El hombre contemporáneo tiene miedo de que con el uso de los medios inventados por esta civilización materialista, cada individuo, lo mismo que las naciones, puede ser víctima del atropello de otros individuos o sociedades. Los medios técnicos a disposición de la civilización actual ocultan no sólo la posibilidad de una auto-destrucción por vía de un conflicto militar, sino también la posibilidad de una subyugación "pacífica" de los individuos, de sociedades enteras y de naciones por quienes disponen de medios suficientes y están dispuestos a servirse de ellos sin escrúpulos. Se piensa también en la tortura todavía existente en el mundo, ejercida sistemáticamente por la autoridad como instrumento de dominio y de atropello, y practicada impunemente por los subalternos. Todo ello junto a la conciencia de la amenaza biológica...
La Iglesia comparte con los hombres de nuestro tiempo este profundo y ardiente deseo de una vida justa... No obstante, sería difícil no darse uno cuenta de que no raras veces los programas que parten de la idea de justicia en la práctica sufren deformaciones. La experiencia demuestra que otras fuerzas negativas, como son el rencor, el odio e incluso la crueldad, han tomado la delantera a la justicia. En tal caso, el ansia de aniquilar al enemigo, de limitar su libertad y hasta de imponerle una dependencia total, se convierte en el motivo fundamental de la acción. En efecto, es obvio que en nombre de una presunta justicia, se aniquila al prójimo, se le mata, se le priva de la libertad, se le despoja de los elementales derechos humanos...
Debemos también preocuparnos por el ocaso de tantos valores fundamentales de la moral humana, del respeto a la vida humana, del respeto al matrimonio y a la estabilidad de la familia, donde va unida la crisis de la verdad en las relaciones interhumanas. Existe la desacralización que a veces se transforma en "deshumanización": el hombre y la sociedad para quienes nada es "sacro", van decayendo moralmente a pesar de las apariencias.
Con esta imagen de nuestra generación que no cesa de suscitar una profunda inquietud, vienen a la mente las palabras de María que, con la encarnación del Hijo de Dios, resonaron en el Magnificat. La Iglesia debe dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en Cristo, profesándola y tratando después de introducirla y encarnarla en la vida de sus fieles y de todos los hombres de buena voluntad. También implorándola frente a todas las amenazas que pesan sobre el horizonte de la humanidad actual.
La Iglesia vive una vida auténtica cuando -como María- profesa y proclama la misericordia y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia de las que es depositaria y dispensadora sobre todo en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación.
El camino que Cristo nos ha manifestado en el sermón de la montaña es mucho más rico de lo que podemos observar en los comunes juicios humanos que consideran la misericordia como un proceso que presupone y mantiene las distancias. Deriva de ahí la pretensión actual de liberar de la misericordia las relaciones interhumanas y sociales y basarlas únicamente en la justicia. La misericordia auténticamente cristiana es la más perfecta encarnación de la justicia y de la igualdad entre los hombres. La misericordia es indispensable para plasmar las relaciones mutuas entre los hombres. Es imposible establecer los vínculos de fraternidad únicamente con la justicia. El amor misericordioso es indispensable entre aquellos que están más cercanos: entre los esposos, entre padres e hijos, entre amigos; es también indispensable en la educación, pero no acaba aquí su término. Pablo VI indicó en más de una ocasión la "civilización del amor" como fin al que deben tender los esfuerzos. En tal dirección nos conduce el Concilio cuando habla repetidas veces de la necesidad de hacer el mundo más humano. El mundo de los hombres puede hacerse cada vez más humano solamente si en todas las relaciones recíprocas introduce el momento del perdón que es la condición fundamental de la reconciliación. Por esto la Iglesia debe considerar como uno de sus deberes principales es el de proclamar e introducir en la vida el misterio de la misericordia, revelado en sumo grado en Cristo Jesús.
La Iglesia considera como deber propio custodiar la autenticidad del perdón y proclama la verdad de la misericordia de Dios revelada en Cristo crucificado y resucitado. La Iglesia tiene el derecho y el deber de recurrir a la misericordia "con poderosos clamores" cuando el hombre contemporáneo no tiene la valentía de pronunciar siquiera la palabra "misericordia". Es pues necesario una ferviente plegaria: un grito al Dios que no puede despreciar nada de lo que ha creado. Al igual que los profetas, recurramos al amor que tiene características maternas y que, a semejanza de una madre, sigue a cada uno de sus hijos, a toda oveja descarriada, aunque hubiese millones de extraviados, aunque en el mundo la iniquidad prevaleciese sobre la honestidad, aunque la humanidad contemporánea mereciese por sus pecados un nuevo "diluvio", como mereció en su tiempo la generación de Noé. Recurramos al amor paterno que Cristo nos ha revelado y recordando las palabras del Magnificat de María, imploremos la misericordia divina para la generación actual. Elevemos nuestras súplicas guiados por la fe, la esperanza y la caridad que Cristo ha injertado en nuestros corazones para gritar, como Cristo en la cruz: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen". Esto es amor a los hombres, a todos los hombres sin excepción o división alguna. La Iglesia debe guiarse por la conciencia de que no le es lícito en modo alguno replegarse sobre sí misma.
Supliquemos por intercesión de Aquella que no cesa de proclamar "la misericordia de generación en generación" y también de aquellos en quienes se ha cumplido las palabras del sermón de la montaña: "Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5,7).
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Retiro de abril (sobre la Humanidad Santísima de Jesucristo) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre Jesucristo, Redentor del hombre (A)
El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia. A Él se vuelve mi pensamiento y mi corazón en esta hora solemne que está viviendo la Iglesia y la entera familia humana contemporánea. En efecto, este tiempo en el que, después de mi amado predecesor Juan Pablo I, Dios me ha confiado por misterioso designio el servicio universal vinculado a la Cátedra de san Pedro, está ya muy cercano el año dos mil. Será el año de un gran Jubileo que nos hará recordar y renovar la conciencia de la verdad-clave de la fe.
¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya el final del segundo milenio, nos acerque más al "Padre sempiterno"? Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse cuando acepta la llamada según el mandato de Cristo dirigido más de una vez a Pedro: "Apacienta mis corderos"... sé pastor de mi rebaño y después, "una vez convertido, confirma a tus hermanos".
Se impone una respuesta fundamental, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento, de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo Redentor del hombre; hacia Cristo Redentor del mundo. En Él están escondidos "todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia", y la Iglesia es su Cuerpo. La Iglesia es en Cristo como "sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG,1). La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras que son escuchadas también por los no cristianos. La vida de Cristo habla al mismo tiempo a tantos hombres que no están en condiciones aún de repetir como Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo". La Iglesia vive su misterio y busca continuamente los caminos para acercar este Misterio de su Maestro y Señor al género humano, a los pueblos, a las naciones, a las generaciones que se van sucediendo.
En Él se ha revelado la verdad fundamental sobre la creación. En Jesucristo, el mundo visible, creado por Dios para el hombre, adquiere nuevamente su vínculo original. El inmenso progreso jamás conocido que se ha verificado en este siglo, ¿no revela quizá él mismo, y por lo demás en un grado jamás antes alcanzado, esa multiforme sumisión a la vanidad? Basta recordar la amenaza de contaminación del ambiente natural, los conflictos armados, la falta de respeto a la vida de los no nacidos... El mundo de las conquistas científicas y técnicas jamás logradas anteriormente, ¿no "gime y sufre" y "está esperando la manifestación de los hijos de Dios"?
El hombre tiene una historia propia de su vida y sobre todo de su alma y escribe esta historia suya personal por medio de numerosos lazos, contactos, situaciones, estructuras sociales que lo unen a otros hombres; y esto lo hace desde el primer momento de su existencia sobre la tierra, desde el momento de su concepción... A este hombre en su continua inclinación al pecado y a la vez en su continua aspiración a la verdad, al bien, a la belleza, a la justicia, al amor: a este hombre tenía ante sus ojos el Concilio Vaticano II. Este hombre es el camino de la Iglesia porque el hombre, todo hombre sin excepción alguna, ha sido redimido por Cristo. La Iglesia debe ser consciente de las amenazas que se presentan al hombre y debe ser consciente también de todo lo que parece contrario al esfuerzo para que "la vida humana sea cada vez más humana", para que todo lo que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del hombre.
El hombre está siempre amenazado por lo que produce, por el resultado del trabajo de sus manos y de su inteligencia. Los frutos se traducen muy pronto y de manera a veces imprevisible contra el mismo hombre. El hombre vive cada vez más en el miedo. Teme que sus productos puedan ser dirigidos de manera radical contra él mismo. Teme que puedan convertirse en medios e instrumentos de una autodestrucción inimaginable frente a la cual todos los cataclismos y catástrofes de la historia que conocemos parecen palidecer. La explotación de la tierra, del planeta exige una planificación racional y honesta. El desarrollo de la técnica no controlado ni encuadrado en un plan universal y humanístico lleva consigo la amenaza del ambiente natural del hombre. Era voluntad del Creador que el hombre se pusiera en contacto con la naturaleza como dueño y custodio inteligente y no como explotador y destructor sin ningún reparo. El desarrollo de la técnica y de la civilización exige un desarrollo proporcional de la moral y la ética. Este progreso, por otro lado tan maravilloso, no puede menos de engendrar múltiples inquietudes. ¿Crecen de veras entre los hombres el amor social, el respeto de los derechos de los demás o, por el contrario, crecen los egoísmos? La situación del hombre en el mundo contemporáneo parece distante tanto de las exigencias del orden moral como de las exigencias de la justicia. Se trata del desarrollo de las personas y no solamente de la multiplicación de las cosas. Se trata no tanto de "tener más" cuanto de "ser más". El hombre no puede renunciar al puesto que les es propio en el mundo visible, no puede hacerse esclavo de las cosas, de los sistemas económicos, de la producción y de sus propios productos. Una civilización materialista condena al hombre a la esclavitud. La amplitud del fenómeno pone en tela de juicio las estructuras y los mecanismos financieros, monetarios, productivos y comerciales que rigen la economía mundial. Nos encontramos ante un drama que no puede dejarnos indiferentes: el sujeto que sufre los daños y las injurias es siempre el hombre. Drama exacerbado aún más por grupos privilegiados y países ricos que acumulan de manera excesiva los bienes cuya riqueza se convierte de modo abusivo en causa de diversos males.
La tarea no es imposible pero no se avanzará en este camino si no se realiza una verdadera conversión de las mentalidades y de los corazones. La Iglesia no disponiendo de otras armas que las del espíritu, la palabra y el amor, no puede renunciar a anunciar "la palabra a tiempo y a destiempo". Por eso no cesa de pedir a cada una de las dos partes, y pedir a todos en nombre de Dios y en nombre del hombre: ¡no matéis!, ¡No preparéis a los hombres destrucciones y exterminio! ¡Pensad en vuestros hermanos que sufren hambre y miseria! ¡Respetad la dignidad y la libertad de cada uno!
Todo hombre está penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo. Esta unión de Cristo con el hombre es en sí misma un misterio del que nace el "hombre nuevo" llamado a participar en la vida de Dios, vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido de la Virgen María y que es el final del cumplimiento de la vocación del hombre. La Iglesia, mirando con los ojos de Cristo mismo, se hace cada vez más consciente de ser la custodia de un tesoro: el tesoro de la humanidad, enriquecido por el inefable misterio de la filiación divina. Por esta fuerza, la Iglesia se une con el Espíritu de Cristo, con el Espíritu Santo que el Redentor había prometido. ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven! ¡Ven" ¡Ven! ¡Riega la tierra en sequía! ¡Sana el corazón enfermo! ¡Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo! ¡Doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero!
El reciente Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, enseña que la Iglesia es "sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano". Esta invocación al Espíritu y en el Espíritu es introducirse en la plena dimensión del misterio de la Redención pues el Espíritu nos infunde los sentimientos del Hijo y nos orienta al Padre.
Cristo nuestro Señor, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. En Él la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada a dignidad sin igual. El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido en cierto modo a todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, "semejante en todo a nosotros, menos en el pecado" ¡Él, el Redentor del hombre!
Al reflexionar otra vez sobre este texto maravilloso del Magisterio conciliar, no olvidamos ni por un momento que Jesucristo se ha convertido en nuestra reconciliación ante el Padre. Solamente Él ha dado satisfacción al amor eterno del Padre. La Cruz sobre el Calvario, por medio de la cual Jesucristo -Hombre, Hijo de María Virgen, hijo putativo de José de Nazaret- "deja" este mundo, es al mismo tiempo una nueva manifestación de la eterna paternidad de Dios. El Dios de la creación se revela como Dios de la redención, como Dios que es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo.
"Dios es amor" y el hombre no puede vivir sin amor. Cristo Redentor revela plenamente la dimensión humana del misterio de la Redención, la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad. El hombre que quiera comprenderse a fondo a sí mismo, debe acercarse a Cristo, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención. En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y dignidad del hombre, se llama Evangelio. Este estupor es al mismo tiempo persuasión y certeza que es certeza de fe que vivifica todo aspecto del humanismo auténtico.
El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas es dirigir la mirada al hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo. Tal conciencia se forma en el diálogo, el cual, antes de hacerse coloquio, debe dirigir la propia atención al "otro", a aquel con el cual queremos hablar. El Concilio nos ha dado la visión del orbe terrestre como un mapa de varias religiones al que se sobrepone en estratos el fenómeno del ateismo programado, organizado y estructurado de un sistema político. La religión es un fenómeno universal unido a la historia del hombre desde sus inicios. El documento conciliar dedicado a las religiones no cristianas está lleno de profunda estima por los grandes valores espirituales que los Padres de la Iglesia veían como reflejos de una única verdad, "como gérmenes del Verbo". El Concilio ha dedicado una atención especial a la religión judía, recordando el gran patrimonio espiritual y común a los cristianos y a los judíos, y ha expresado su estima hacia los creyentes del Islamismo cuya fe se refiere también a Abraham. Con la apertura realizada por el Concilio, la Iglesia tiene una conciencia más completa del misterio de Cristo. En esta misión de la que decide sobre todo Cristo mismo, todos los cristianos deben descubrir lo que les une y podamos así acercarnos juntos a todas las culturas, a todas las concepciones ideológicas, a todos los hombres de buena voluntad.
Pablo VI proclamó a la Madre de Cristo "Madre de la Iglesia" porque ella ha dado la vida humana al Hijo de Dios y su propio Hijo quiso explícitamente extender su maternidad a todas las almas confiando a ella desde lo alto de la cruz a su discípulo predilecto como hijo. Posteriormente todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo acogieron espiritualmente en su casa a esta Madre. El eterno amor del Padre manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo, se acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre.
5
Retiro de mayo (mes de María) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre la Virgen María, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia
"La Iglesia va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios", anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que él venga" (LG,8)... "La congregación de todos los creyentes que miran a Jesús como autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz, es la Iglesia convocada y constituida por Dios para que sea sacramento visible de esta unidad salutífera para todos y cada uno" (LG,9).
El Concilio Vaticano II habla de la Iglesia en camino, estableciendo una analogía con el Israel de la Antigua Alianza en camino a través del desierto. El camino posee un carácter exterior incluso visible en el tiempo y en el espacio... pero el carácter esencial de su camino es interior. Precisamente en este camino María está presente como la que es "feliz porque ha creído". Entre todos los creyentes es como un "espejo" donde se reflejan de modo más profundo y claro "las maravillas de Dios" (Act 2,11).
La Iglesia, edificada por Cristo, el día de Pentecostés inicia aquel camino de fe, la peregrinación de la Iglesia a través de la historia de los hombres y de los pueblos...
María no ha recibido directamente la misión apostólica; no se encontraba entre los que Jesús envió "por todo el mundo para enseñar a todas las gentes" cuando les confirió esta misión. Estaba, en cambio, en el Cenáculo donde los apóstoles se preparaban a asumir esta misión con la venida del Espíritu de la verdad... Desde el momento de la Anunciación y de la Concepción, desde el momento del nacimiento en la cueva de Belén, María siguió paso tras paso a Jesús en su maternal peregrinación de fe. Lo siguió a través de los años de su vida oculta en Nazaret; lo siguió también en el período de la separación externa cuando Él comenzó a hacer y a enseñar (cf Act 1,1) en Israel. Lo siguió sobre todo en la experiencia trágica del Gólgota. Mientras María se encontraba con los apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén en los albores de la Iglesia, se confirmaba su fe, nacida de las palabras de la Anunciación. Ni siquiera bajo la cruz había disminuido la fe de María. Ella también, como Abraham, había sido la que "esperando contra toda esperanza, creyó" (Rom 4,18). Y después de la Resurrección, la esperanza había descubierto su verdadero rostro y la promesa había comenzado a transformarse en realidad...
Ya en los albores de la Iglesia, al comienzo del largo camino por medio de la fe que comenzaba con Pentecostés en Jerusalén, María estaba con todos los que constituían el germen del "nuevo Israel". Y la Iglesia perseveraba constante en la oración junto a ella. Así será siempre. Precisamente esta fe de María, esta heroica fe suya "precede" el testimonio apostólico de la Iglesia y permanece en el corazón de la Iglesia. Los que a través de los siglos, de entre los diversos pueblos y naciones de la tierra, acogen con fe el misterio de Cristo, Verbo encarnado y Redentor del mundo, no sólo se dirigen con veneración y recurren con confianza a María como a su Madre, sino que buscan en su fe el sostén para la propia fe.
Los apóstoles y los discípulos del Señor, en todas las naciones de la tierra, perseveran "en la oración en compañía de María, la madre de Jesús" (Act 1,14), constituyendo a través de las generaciones "el signo del Reino" que no es de este mundo. Esta presencia de María encuentra múltiples medios de expresión en nuestros días, al igual que a lo largo de la historia de la Iglesia, por medio de la fe y la piedad de los fieles, por medio de las tradiciones de las familias cristianas, por medio de la fuerza atractiva e irradiadora de los grandes santuarios como Guadalupe, Lourdes, Fátima y de los otros diseminados en las distintas naciones... entre los que no quiero dejar de citar el de mi tierra natal Jasna Gora. Tal vez se podría hablar de una específica geografía de la fe y de la piedad mariana que abarca todos estos lugares de especial peregrinación del Pueblo de Dios, el cual busca el encuentro con la Madre de Dios para hallar la consolidación de la propia fe.
El camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del ecumenismo. Los cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad por la que Cristo invocaba al Padre por sus discípulos el día antes de su Pasión: "para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). Por consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del mundo, mientras su división constituye un escándalo (cf UR, 1). Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra de la salvación. Los cristianos deseosos de hacer -como les recomienda su Madre- lo que Jesús les diga, podrán caminar juntos en aquella peregrinación de la fe, de la que María es todavía ejemplo y que debe guiarlos hacia la unidad querida por su único Señor y tan deseada por quienes están atentos a la escucha de lo que hoy "el Espíritu dice a las Iglesias" (Apoc 2,7.11.17).
Deseo subrayar cuán profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Teotókos (la Madre de Dios). En su culto litúrgico "los Orientales ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen... y Madre Santísima de Dios" (UR,15). Las Iglesias que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen "verdadera Madre de Dios". Los Padres griegos y la tradición bizantina, contemplando la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar en la profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo y la Iglesia. Las tradiciones coptas y etiópicas la han celebrado con abundante producción poética. El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado "la cítara del Espíritu Santo", ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca. San Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte inspiración poética, canta y exalta la dignidad y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado.
Las imágenes de la Virgen tienen un lugar de honor en las Iglesias y en las casas. María está representada o como trono de Dios que lleva al Señor y lo entrega a los hombres, o como camino que lleva a Cristo y lo muestra, o como orante en actitud de intercesión, o como protectora que extiende su manto sobre los pueblos, o como misericordiosa Virgen de la ternura. La Virgen es representada habitualmente con su Hijo, el niño Jesús, que lleva en brazos. A veces lo abraza con ternura, otras veces, hierática, parece absorta en la contemplación de aquel que es Señor de la historia. Conviene recordar también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha acompañado constantemente la peregrinación en la fe de los pueblos de la antigua Rus... Los Iconos son venerados en Ucrania, en Bielorrusia y en Rusia con diversos títulos. En estos Iconos la Virgen resplandece como la imagen de la divina belleza, morada de la Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo de la contemplación, icono de la gloria. Recuerdo también el Icono de la Virgen del Cenáculo, en oración con los apóstoles a la espera del Espíritu... Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las diversas manifestaciones de la gran tradición de la Iglesia, podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus dos pulmones, Oriente y Occidente...
La Iglesia, pues, en la presente fase de su camino, trata de buscar la unión de quienes profesan su fe en Cristo para manifestar la obediencia a su Señor. La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial en el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de María, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión de su fe, en la que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios.
En estas sublimes palabras, sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel, se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón... En su arrobamiento, María confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud de Cristo. Es consciente de que en ella se realiza la promesa hecha a los padres , ante todo, "en favor de Abraham y su descendencia por siempre"; que en ella, como madre de Cristo, converge toda la economía salvífica, en la que "de generación en generación" se manifiesta aquel que, como Dios de la Alianza, se acuerda "de la misericordia".En el Magníficat, la Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del origen de la historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la poca fe en Dios. Contra la sospecha que "el padre de la mentira" ha hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer, María, a la que la tradición suele llamar "nueva Eva" y verdadera "madre de los vivientes", proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios.
La Iglesia no cesa de repetir con María las palabras del Magníficat y con esta verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo milenio cristiano, implica un renovado empeño en su misión.
6
Retiro de junio (por Pentecostés) LECTURA ESPIRITUAL
Sobre el Espíritu Santo (A)
La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo, que es "Señor y dador de vida". Así lo profesa el símbolo de la fe llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de dos concilios -Nicea, año 325, y Constantinopla, año 381- en los que fue formulado o promulgado. En ellos se añade también que el Espíritu Santo "habló por boca de los profetas". Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma de su fe, Jesucristo. Esta fe debe ser siempre fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Desde León XIII, que publicó en 1897 la Encíclica Divinum illud munus, dedicada enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en la Encíclica Mystici corporis (1943) se refirió al Espíritu Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente con Cristo, cabeza del cuerpo místico, hasta el Concilio Vaticano II que ha hecho sentir la necesidad de una nueva profundización de la doctrina sobre el Espíritu Santo como subrayaba Pablo VI: "A la cristología y a la eclesiología debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo al Espíritu Santo justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar". Nos estimula también la herencia común con las Iglesias orientales las cuales han custodiado celosamente las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de los Padres sobre el Espíritu Santo.
Las precedentes encíclicas Redemptor hominis y Dives in misericordia celebran el hecho de nuestra salvación realizada en el Hijo, enviado por el Padre al mundo "para que el mundo se salve por él" (Jn 3,17) y "toda lengua proclame que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre" (Filp 2,11). El Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación de la Iglesia... La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu mientras, junto con la familia humana, se acerca al final del segundo milenio después de Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra que "pasarán", la Iglesia sabe bien que adquieren especial elocuencia las "palabras que no pasarán". Son las palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente inagotable del "agua que brota para la vida eterna" (Jn 4,14).
Se realiza así la misión del Mesías que recibió la plenitud del Espíritu Santo para el pueblo elegido y para toda la humanidad. Mesías literalmente significa "Cristo", es decir "ungido", y en la historia de la salvación quiere decir "ungido con el Espíritu Santo". Ésta era la tradición profética del Antiguo Testamento. El Mesías de la estirpe de David, del tronco de Jesé, es precisamente aquella persona sobre la que "se posará" el Espíritu del Señor. El Mesías es el "ungido" y es el "enviado" y, según el libro de Isaías, es también el siervo elegido, el varón de dolores. Los textos proféticos deben leerse a la luz del Evangelio pero el Nuevo Testamento recibe una particular clarificación por la admirable luz contenida en los textos veterotestamentarios.
Sobre el anuncio del futuro Mesías contenido en las palabras de Isaías se referirá Jesucristo al comienzo de su actividad mesiánica en Nazaret mismo, en la sinagoga, cuando abriendo el libro encontró el pasaje en que está escrito: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido el Señor". Después de haber leído este fragmento, dijo a los presentes: "Esta Escritura que acabáis de escuchar se ha cumplido hoy".
Su misión mesiánica es revelada por Juan Bautista que anuncia al Mesías-Cristo como el que "lleva" el Espíritu Santo, como Jesús revelará mejor en el cenáculo. Lo que Juan anuncia, se realiza a la vista de todos. Jesús de Nazaret va al Jordán para recibir también el bautismo de penitencia. Al ver que llega, Juan proclama: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". Y este testimonio es corroborado por otro testimonio de orden superior pues, mientras Jesús, después de ser bautizado, estaba en oración, "se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma" y al mismo tiempo "vino una voz del cielo que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco".
En el discurso del cenáculo, el Espíritu Santo es revelado de una manera nueva y más plena pero la expresión definitiva tiene lugar el día de la resurrección. "Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas las puertas, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo. La paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado.... Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo".
Lo que había sucedido entonces en el interior del cenáculo "estando cerradas las puertas", más tarde, el día de Pentecostés, es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén para la fiesta. Leemos en un documento del Vaticano II: "El Espíritu Santo obraba ya sin duda en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del evangelio por la predicación entre los paganos". La "era de la Iglesia" comenzó con la "venida" del Espíritu Santo, reunidos en el cenáculo junto con María, la madre del Señor. La "era de la Iglesia" perdura a través de los siglos y las generaciones. En nuestro siglo, en el que la humanidad se está acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta "era de la Iglesia" se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano II. La enseñanza de este concilio está esencialmente impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, rico magisterio que contiene propiamente todo lo que "el Espíritu dice a las iglesias" en la fase presente de la historia de la salvación...
Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo en la época moderna se concentra como contenido de la cultura y de la civilización, como filosofía, como ideología, como programa de acción y encuentra su máxima expresión en el materialismo. Por principio y de hecho, el materialismo excluye radicalmente la presencia y la acción de Dios que es Espíritu. Un materialismo verdadero y propio tiene carácter ateo y significa la aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana. Todo lo que es material es corruptible y si el hombre es sólo "carne", la muerte es para él un término insalvable. La vida humana es exclusivamente existir para morir.
Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización actual, los signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes y frecuentes. Basta pensar en la carrera armamentística y en el peligro que conlleva de autodestrucción nuclear. Por otra parte, la indigencia y el hambre que lleva a la muerte... pero se vislumbran "signos de muerte" aún más sombríos: quitar la vida a los seres humanos aun antes de su nacimiento o antes de que llegue a la meta natural de la muerte. Nuevas guerras que privan de la vida o de la salud a centenares de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala internacional? Por desgracia esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro de muerte que se está perfilando en nuestra época al final del segundo milenio cristiano. Signos de muerte que se multiplican, pero queda la certeza cristiana de que el viento "sopla donde quiere", de que nosotros poseemos las primicias del Espíritu y que, podemos estar sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero "gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo".
Una espera llena de indefectible esperanza porque precisamente a este ser humano se ha acercado Dios que es Espíritu. Jesucristo es el testigo perenne de la victoria sobre la muerte. "Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos, dará también la vida a vuestros cuerpos". En nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia anuncia la vida y al mismo tiempo anuncia al que da la vida. La Iglesia sirve a la vida consciente de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial porque es espiritual e incorruptible. Como escribe el Vaticano II, precisamente en razón de la semejanza divina, el hombre "es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma" (GS, 24) en su dignidad de persona.
El Espíritu transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias. En la perspectiva del año dos mil se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres "puedan encontrar su propia plenitud... en la entrega sincera de sí mismos a los demás" según una frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad. "Que todos sean uno" a semejanza entre la unión de las Personas divinas. Que bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubran esta dimensión divina de su ser y de su vida, que sean capaces de liberarse de los diversos determinismos materialistas. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen las estructuras y los mecanismos dominantes en diversos sectores de la sociedad. El Espíritu Santo es el único que puede ayudar a las personas a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, descubriendo la verdadera libertad. Los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple "renovación de la faz de la tierra" colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización tiene de bueno, noble y bello. Esto lo hacen como discípulos de Cristo que obra por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, despertando el anhelo del siglo futuro, alentando, purificando y robusteciendo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin.
Es un hecho histórico que la Iglesia salió del cenáculo el día de Pentecostés. Espiritualmente está siempre en el cenáculo, persevera en la oración, como los apóstoles, junto a María, la madre de Cristo. De este modo, la Iglesia, unida la Virgen Madre se dirige incesantemente como esposa a su divino esposo como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis: "El Espíritu y la esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven!" Es la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios del reino eterno.
Ante él me arrodillo implorando, como Espíritu del Padre y del Hijo, que nos conceda a todos la bendición y la gracia que deseo a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.
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