PARA ENCONTRARNOS CON EL SEÑOR EN EL CAMINO
CARLOS OSORO SIERRA
Es difícil hablar de la experiencia del Señor en el camino. Y lo es, porque inmediatamente, nos tenemos que trasladar para hablar de esta experiencia, a hablar del hombre y de Dios. Del hombre en su caminar por la historia. De ese hombre que en el camino quiere libremente, aceptar un amor que decida y oriente su vida. De ese hombre que habiendo aceptado ese amor, lee su vida, la vida de los demás, los acontecimientos, la historia desde una atalaya distinta a la de otros hombres que quieren vivir la vida sin aceptar ese amor. Necesariamente, hablar de la experiencia del Señor en el camino, nos hace hablar de la oración, entendida como esa actividad humana de comunicación con Dios, en busca de una vida más rica y plena. Nos hace aprender a vivir, en medio del mundo, en una amistad total y verdadera con Dios. Ello nos hace descubrir, cómo el cristiano, además de estar presente, como todo hombre, entera y naturalmente, en la realidad del mundo visible, en cuyo seno vive y a la que se adhiere con todos sus sentidos, lo ha de estar también en la realidad invisible. Lo peculiar del hombre cristiano, es precisamente estar presente a todo el universo, el de las cosas visibles, al que llega por medio de los sentidos, y el de las cosas invisibles, al que toca por medio de la fe. Y para él, estas últimas son tanto más presentes cuanto que son más reales, en el pleno sentido de la palabra.
Por tanto, el creyente, es el hombre que tiene como misión vivir el universo total, y vivirlo desde quien da coherencia, sentido y fundamento a él y a todo lo que existe. Es precisamente esta postura ante la vida, la causa de que aparezca, en cierto modo, como un extraño en medio de los hermanos que no poseen esa visión del universo.
Tenemos que vivir desde esta visión, en un mundo en que muchas veces hoy se vive la ausencia de Dios. Tenemos que vivir entre hombres, sean los que sean, compañeros de trabajo, transeúntes de las calles, negros y blancos, europeos o africanos, hombres al fin y al cabo, pero para los que muchos su universo no coincide con el nuestro. Y con ellos, nos sentimos en momentos cerca y lejos. Hay días en que tenemos sensación de soledad, de incapacidad para comunicarles esta visión, y sin embargo nuestro amor hacia ellos, nos impulsa a desear que participen de esta visión que nosotros tenemos. Otras veces sentimos su cercanía porque somos capaces de hacer lectura de la impronta de Dios que ellos son, pues son su imagen.
I. RAÍCES DESDE DONDE HEMOS DE VIVIR LA EXPERIENCIA DEL SEÑOR EN EL CAMINO
No podemos confesarnos creyentes, discípulos de Jesucristo, si es que no aceptamos el valor incondicional de la Biblia como reveladora del sentido del hombre y el valor incondicional de la propia experiencia como lugar teológico de la revelación de Dios. Todo ello porque en la biblia descubrimos a Dios tal como él ha querido revelarse al hombre. Y sin la experiencia, el conocimiento de Dios resulta vacío; no existe lugar teológico para tal conocimiento.
Nos es necesario recurrir a estas profundidades para buscar las raíces de la experiencia de Dios en el camino. Podríamos decir, de una manera muy breve, que Dios aparece en la biblia como el creador, el Dios de la historia y el padre de Jesucristo. Esto tiene alcances muy grandes, pero no vamos a ver todos sino algunos aspectos de ellos. Dios creó el mundo y Dios creó al hombre. El mundo no es Dios y no puede negar a Dios. Pero el caso del hombre es distinto: el hombre puede negar a su creador. Y es aquí donde hemos de recurrir a la experiencia. Mirémonos en profundidad y desde esta profundidad nos preguntamos ¿qué es lo que más nos hiere en la vida? Si nos leemos bien, descubrimos que hay muchas cosas: enfermedades, terremotos, incendios, avalanchas, la muerte biológica. Pero hay una que es radical para todos los hombres: la gente, los demás hombres. Y es por ello, por lo que constantemente andamos tratando de cambiar a los demás, de hacerles acoplarse a nuestras ideas.
Cuando no conseguimos cambiar a los otros, entonces optamos por despreciarlos o ignorarlos. Por supuesto, que así no actuamos como Dios. El acepta al hombre como un otro. Y le ha aceptado como creatura que puede negarse a admitir a su creador. El vivir como creaturas significa respetar lo que Dios espera de nosotros y lo que Dios espera de los demás. Lo cual significa dos cosas: 1) que tenemos que desarrollar todo lo que somos; 2) que tenemos que ayudar al otro a desarrollar todo lo que es.
En el camino de nuestra vida nos topamos con Dios, el Otro por excelencia, y con otros distintos a Dios y a nosotros: el hombre, la naturaleza. En este paseo por la historia que hoy realizamos todos nosotros, nos encontramos siendo hombres técnicos (en el sentido de que queremos controlarlo todo). La técnica implica control. Y para controlar algo necesitamos saber cómo funciona. Hay algo grave en esto: hoy identificamos conocer y controlar. Conocimiento implica respeto, es decir, deseo de someter nuestras ideas a la verdadera naturaleza del otro. El control implica imposición, sometimiento del otro a nuestros fines. Esto a la hora de caminar por la vida, trae unas consecuencias graves para nuestra existencia. El control nos hace no sólo jugar a hacer «papeles» nosotros. sino a imponer el «papel que han de tener los demás». El «papel» es una norma de conducta. Esto es lo que Jesús rechazó con el nombre de «hipocresía». Ya que jugar un papel es un modo de evitar entrar en contacto con el otro. Estamos en un momento histórico, en el que se nos presenta la posibilidad de vivir desde mesianismos, indiferentismos o desde la encarnación. Los mesianismos consisten en utilizar todos los medios que se tienen a mano, para convertir a los demás a nuestras ideas: las ideologías intentan realizar esto y utilizan los medios a su alcance para conseguir este fin. Los indiferentismos consisten en admitir a los demás no por amor, sino por impotencia. Hay otro camino para vivir que es el de la encarnación, que implica hacernos otros, no para traer al otro a nuestro redil, sino para aprender cómo Dios le habla a él. Tenemos que aprender a escuchar al otro como otro y no como alguien que puede convertirse en uno de nosotros. El resultado de entrar por este camino no es de identidad sino de comunión, es decir, de compartir las diferencias. Significa esta comunión que permito que los demás me cambien y que yo cambio a los demás en la medida en que cambio yo mismo.
Sólo el camino de encarnación, que es el que nos enseña Jesucristo, nos sirve para vivir una vida auténtica, de apertura total a Dios, de comunión con El. Y en la medida en que vivimos así, los demás y el universo entero, lo leemos de modo distinto, nos situamos en él de manera diferente y entramos en diálogo con todo desde una plataforma no construida con nuestras fuerzas, sino con la fuerza de quien ha hecho todo lo que existe. Y nuestra vida queda definida no por mesianismos o impotencias, sino por la comunión con Dios que me hace cambiar y parecerme a él. Y que me hace cambiar a los demás por la fuerza de quien me cambia a mi mismo.
¿Cómo va a poder vivir la experiencia del Señor en el camino, aquél cuya única preocupación está en construirse en la tierra una situación confortable? «Atesora riquezas para sí en vez de enriquecerse según Dios» (Lc12, 21). Sólo puede tener experiencia del Señor en el camino, aquél que, en cierto sentido, dimita de sí mismo, o mejor, se convierta a Dios. Hay experiencia del Señor, cuando uno se descentra de su yo y pone en Dios su único punto de referencia. Y es que el problema reside en querer recorrer el camino de la vida por uno mismo o junto a Dios. En el fondo se nos plantea este interrogante: ¿quieres desentrañar por ti mismo todos los problemas, quieres resolverlos desde ti o quieres aceptar lo que tú eres y lo que es todo lo que existe, creatura de Dios? «Una escena del antiguo testamento viene a reflejar admirablemente esta verdad. Es la escena de la zarza ardiendo (/Ex/03/05). Moisés está solo en el desierto. De pronto, ve una zarza que arde y no se consume. Acude para ver cual es la causa de aquella maravilla: «Voy a ver de que se trata«, se dijo. «No te acerques le dice Dios desde el fondo de la zarza. Quítate las sandalias. El lugar que pisas es santo«. Dios no es para el hombre un objeto de investigación científica. Ciertamente, puede y debe, según las capacidades de su inteligencia, hacerse una idea de Dios y criticar incluso la que la humanidad le ha trasmitido a través de los siglos. Pero si quiere encontrar a Dios y no solamente tener una idea de él, tiene que recibirle. Dios, como cualquier persona viviente, no se deja captar a capricho. Visita y se acerca a aquél que no pretende atraparlo, como si de un objeto de la naturaleza se tratase. Descálzate. No hagas valer tus derechos. Sólo así te diré quien soy, te diré quien eres y lo que debes hacer. A través del fuego que no puedes atrapar con tus dedos, pero que puede trasformar todo lo que le ofrezcas, me conocerás y quedarás revestido de mi fuerza»
Entendernos de la manera que hemos dicho supone no sólo hacer unos actos como aquél que intenta construir una obra, bien sea solo o en compañía, sino que toda nuestra vida forma parte de esos actos por los que el hombre trata de encontrar y reconocer a los otros y a todo lo que existe en la relación con el Otro, es decir, con el Dios revelado por Jesucristo. ¿Acaso no es esto definir la vida orante del discípulo del Señor? ¿No es esto lo que ha de hacer quien acepta vivir en compañía de Dios? ¿No es esto aceptar vivir desde y en el amor de Dios?
II. LOS DISCÍPULOS DE JESÚS VIVEN PERMANENTEMENTE EN PRESENCIA DE DIOS
ORA/SIEMPRE: Hemos de ser para los hombres los testigos de la vida y de la luz. Tenemos que realizar en nosotros y para todos los hombres esa presencia total del mundo invisible. Y esto es obra de fe. El vivir permanente en presencia de Dios, esto es la oración. Oración que tendrá diversos momentos: oración pura en el retiro, silencio, en la suspensión absoluta de toda actividad y el permanecer en medio de las actividades cotidianas en estado de oración, de diálogo con el Señor. Es imposible separar ambos momentos, los dos son necesarios. No se da el uno sin el otro. No se puede vivir, el uno, ni es auténtico, ni veraz, sin vivir el otro.
Decíamos antes que el discípulo de Jesús vive permanentemente en presencia de Dios. Un permanente, es ante todo un hombre al que se le ha dejado disponible, con objeto de realizar una tarea especializada, a la cual debe consagrar su tiempo, con vistas al bien común de todos. Esto es el discípulo de Jesucristo, alguien que tiene disponibilidad absoluta para vivir la permanencia de la presencia de Dios en medio de los hombres. El cristiano estará presente ante Dios y ante Cristo, de una manera permanente. Por otra parte el permanente, se convierte en delegado de sus compañeros de la historia. Ha de desempeñar perfectamente el mandato que le ha sido confiado por Dios a través de Cristo. Ha de mantener muy vivo el sentimiento de lo que representa esta delegación. Todo esto, es muy difícil de vivir, si no creemos efectivamente en la importancia vital de vivir permanente en la presencia de Dios o lo que diríamos en el lenguaje más clásico, en estado de oración. ¿Cómo poder exigir de alguien que esté disponible para una tarea si en el fondo de si mismo no cree en su importancia? Solamente cuando comprendamos que el acto esencial de nuestra vida es el de vivir permanentemente en presencia de Dios entenderemos esto. Entenderemos que nuestra vida entera es oración. Descubriremos la necesidad del diálogo con Dios para después en el trabajo, en las responsabilidades, en el cansancio, en la fatiga, en la vida cotidiana, hacerlo todo con un sentimiento vivo de sentirnos amigos y amados por Dios.
¿Quién como Jesucristo, estuvo permanentemente delante del Padre, en estado de adoración y de oración, ya que la misma visión de Dios moraba en medio de todas sus actividades humanas? Y sin embargo, él busca momentos de soledad, de sumergirse en el silencio: «Y habiendo despedido a las turbas, subió al monte a solas para orar» (Mt 14, 23). «Y al amanecer, muy oscuro todavía, levantándose, salió y se fue a un lugar solitario, y allí hacia oración» (Mc 1, 35). Y es que estos momentos son los que hacen que la absoluta soberanía de Dios se manifieste en todos los momentos de nuestra existencia. Es aquí donde se adquiere la permanencia del sentido de lo divino. Cuando el hombre pierde el sentido de lo divino y, por tanto, el de su estado de criatura, es cuando ya no tienen sentido esas interrupciones de toda actividad humana que nos llevan a reconocer el derecho que tiene Dios a exigir de nosotros esa especie de pertenencia exclusiva, de disminución de nuestras actividades humanas, para vivir en estado de adoración y oración. Estos actos suponen mucho valor y mucho abandono de si mismo a una actividad de Cristo. Estos actos suponen una especie de muerte a todo lo que no sea Dios.
¿Por qué a veces decimos que oramos y sin embargo en la vida no se nota, no somos capaces de mantener viva la presencia de Dios? A veces nos refugiamos en simples formalismos de oraciones vocales o en reflexiones meditadas, que muchas veces son escapatorias ya que no se ha realizado el acto fundamental de entrega de si mismo. No se entienda aquí que tenemos que eliminar estas oraciones vocales o las reflexiones de fe, al contrario; pero hemos de pensar que pueden servir de coartada para no entregar nuestra vida a Dios, a su acción. Es verdad, que suele existir una escisión entre oración y vida. Toda nuestra vida debe ser oración. Pero para que esto suceda así es necesario que nos esforcemos para que en nuestra vida concreta vivamos a Dios, para que nuestra vida sea un acto de amor y de entrega de nosotros mismos. Es necesario tener esos momentos de entrega absoluta y radical en la presencia alentadora de Dios, para poder vivir mi trabajo, mis paseos por la calle, mis conversaciones, los acontecimientos... etc., con miradas de fe. Así, vivir permanente en presencia de Dios será: echar permanentemente miradas de fe a la realidad del mundo. Nuestras alegrías o tristezas, nuestros cansancios o fastidios, nuestras rebeldías o repugnancias, son revuelos superficiales, ya que lo profundo que Jesucristo, está por encima y debajo de todo y quiere vernos en permanente ofrenda al Padre y en permanente entrega a los hermanos.
Para poder hacer esto, es preciso arraigar en nuestro interior esta visión del mundo dentro de la fe. Así, frente a los excesivos sufrimientos que vemos, no penetraría en nosotros el escándalo o la amargura, sino que seriamos capaces de descubrir en fe el misterio del dolor y llevar este sufrimiento como Jesucristo, con amor. En las alegrías, seremos capaces no de vivir la autosuficiencia, sino de saber acercarnos al misterio de la vida entroncando nuestra alegría en la resurrección del Señor. Sólo así, con miradas limpias y claras, uno puede estar dispuesto a vivir y a morir por aquél que nos mantiene, que nos alienta, que nos da coherencia, que nos hace mantenernos en esperanza viva, que nos hace vivir sólo de una fuerza capaz de trasformar todo y a todos: el amor:
Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia. aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no soy nada (I Cor 13, 1-2).
III. VIVIR LA EXPERIENCIA DEL ORIGEN DE TODO PARA SER PERMANENTE
Hay una frase de Karl Barth que se ha hecho famosa: «para un cristiano hay dos lecturas cotidianas obligatorias: la biblia y el periódico», la Biblia que nos dice lo que es el mundo, y el periódico lo que vive. Pero para poder hacer estas lecturas es necesario saber desde dónde lo hacemos.
Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley de Yahveh, su ley susurra día y noche! Es como un árbol plantado junto a corrientes de agua, que da a su tiempo el fruto y jamás se marchita su follaje; todo lo que hace sale bien (Sal 1, 1-3).
A la Biblia le gusta el símbolo del árbol, y por eso lo utiliza sin cesar. El mismo Jesucristo no se cansa de comparar el reino de Dios con un gran árbol salido de un pequeño grano de mostaza, e incluso va aún más allá: El, Jesucristo, es la cepa y nosotros los sarmientos de la única y de la misma viña. Pues bien, la fe es como un árbol. Y como hace el árbol, la fe crece primero en profundidad y en la oscuridad y en la presión de la tierra hasta que es capaz de buscar agua y alimentos. Y cuando las raíces encuentran qué absorber, el follaje puede desarrollarse hacia lo alto. La fe es el tiempo de las raíces. Y echar raíces es trabajo humilde, difícil. El tiempo de las ramas, del follaje viene más tarde. Para poder vivir lo que la biblia nos dice como palabra del Señor, y hacer una lectura de nuestra vida cotidiana desde Dios, es necesario echar raíces, es decir, arraigar nuestra vida en Dios. No podemos servirnos de la biblia para empolvar nuestras teorías y nuestras acciones como se echa azúcar sobre un pastel. La fe es una escuela de la mirada, de esa mirada de Dios sobre la creación 2.
Sólo desde esta situación, puedo encontrar el misterio de mi propio origen, que al fin y al cabo, es el origen de todo cuanto existe. Solamente así puedo hacer lecturas de la vida que sean armónicas conmigo, con toda persona, con todas las cosas; ya que todas tienen el mismo origen que yo. Así mis saberes que abarcan tantas cosas, mis responsabilidades, mis inquietudes, los intereses, mis desasosiegos, las alegrías y tristezas, alcanzarán integración en una experiencia más profunda, que es la de sentirse viviendo a la luz del siempre presente, Dios. He de ser capaz de dejar, que el origen en Dios domine mi vida como el sentido esencial de lo que soy y de lo que hago. Cuando me siento «plantado junto a las corrientes de agua» (Sal 1), cuando constato mi origen, miro con respeto y amor a toda persona o cosa que aparece en mi situación de vida. Esta actitud ante mi origen, es la condición para vivir la caridad: sólo así se me hace posible respetar a todos y a todas las cosas tal como aparecen en el horizonte de mi vida cotidiana.
Por todo lo dicho, puede aparecer que vivir mi existencia desde el origen en Dios, me haga escapar de la lucha, del esfuerzo, de la conflictividad en el caminar hacia un mundo mejor. Sin embargo, es todo lo contrario, ya que vivir así, nos hace participar con mayor ánimo en la lucha. Reconocer mi origen y el de los demás es fuente de fuerza personal, que me prepara para actos concretos de valor. Quien vive desde el origen, no es un fugitivo que huye de la justicia o de la implantación de la misma en el mundo. Sucede que inmerso en la calma de mi origen, estaré mejor armado para comprometerme en la batalla de la humanidad, en la resistencia en el sufrimiento; ya que participo en lo original, en la raíz de todos los sucesos. Esto hace que se revelen nuevos aspectos de mi condición y de la de los demás, que llegue a nuevos juicios y acciones, que vea más allá de los intereses y entusiasmos del momento. Esta experiencia de armonía y unidad original representa la condición imprescindible para encontrar un hombre, un acontecimiento, una cosa concreta en Dios, o para encontrar a Dios o a Cristo en ellos.
IV. PARA VMR PERMANENTES EN MEDIO DE TODO LO CREADO
Hemos de aprender a mirar las cosas con aquella mirada primordial, la que tuvo Dios desde el principio:
En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.
Dijo Dios: Haya luz... Haya firmamento... Acumúlense las aguas... y vio Dios que estaba bien. Dijo Dios: Produzca la tierra vegetación... Haya luceros... Bullan las aguas de animales... Produzca la tierra animales... Hagamos al ser humano... y bendíjolos Dios... Vio Dios cuanto habla hecho y todo estaba muy bien. (Gén 1, 1-31).
Descubrimos aquí a Dios, no como un héroe que lucha y sufre para organizar el mundo contra alguien, sino a un Dios anterior a todo, que crea sin esfuerzo, sin ayuda. Además, pone garantía a todo lo que ha hecho: todo esto es bueno, muy bueno. No podemos olvidar esta visión del mundo, ya que es fundamental, pues nos separa radicalmente de otras visiones que hoy se presentan y viven los hombres. Así nos lo recuerda Romano Guardini: CREACION/BUENA
En el comienzo, no había en el mundo nada malo. Todo lo que Dios crea y organiza es bueno. Es el hombre únicamente el que trae el mal sobre la tierra, y no obligado por necesidades míticas, sino porque lo ha querido así. El mal no constituye un principio de este mundo. No es necesario para que haya tensión y vida o para que la historia se desarrolle. Tales pensamientos son el poema viciado que el hombre se ha compuesto sobre su propio acto y sobre sus consecuencias... Es necesario que el hombre lo tome en serio: todo lo que Dios ha creado es bueno. No hay mal inicial. El hombre, él solo, introdujo el mal en el mundo, en un mundo de Dios que era bueno... La existencia es buena. Todas las concepciones del mundo, trágicas o estéticas, que pretenden que el mal es inherente al mundo, que constituye la amargura que da grandeza a la existencia, que es el polo opuesto al bien, gracias al cual se produce la ascensión espiritual que da impulso a la historia sean cuales sean las diferentes formas del conocimiento antiguo o moderno-, no son más que teorías imaginadas por el hombre para justificar la desgracia que el mismo ha causado. Desde su origen, la existencia es buena. El mal que la ensombrece ahora no ha sido introducido sino mucho más tarde... 3.
Entrar nosotros en esta visión de Dios, es fundamental para descubrir en la realidad las huellas de Dios. El hombre contemplativo ha entrado siempre en esta visión y aunque ve lo malo, es capaz de descubrir la vida, lo que existe en su originalidad primordial. Sean males, fueren las oscuridades, el rastro de mal que pudiera existir en nuestras vidas, e incluso nuestra incapacidad para comprender como un Dios bueno puede permitir esto, nuestro reflejo inmediato debe ser el estar seguros de que Dios es inocente del mal. Ya que no existe mal inicial en la naturaleza. Dios ha dado a cada ser lo que le era necesario para cumplir su destino. La creación es buena. Y la verdadera sabiduría consiste en no olvidarlo nunca sean cuales sean las contradicciones en las que podamos estar mezclados. Hay modos diferentes de mirar el mundo, los seres que nos rodean; la del cristiano es una, que no es la del sabio o la del político, quizá se parezca algo más a la del poeta.
Esta visión, es necesario que la introduzcamos los cristianos en el mundo, ya que posiblemente como gritaban Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, «el amor no es amado». Es necesario hacerla presente en las lecturas de la vida que hagamos, en las ciudades, en los campos, en los montes y en las llanuras. Es necesario hacerla presente en las leyes, en las ciencias, en las artes, en la política, en la educación, ya que su presencia hace retomar al hombre otras perspectivas, otras honduras. Recuerdo aquí aquellas palabras del apóstol Pablo:
Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oir novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas (2 Tim 4, 3-4).
¿Acaso no vemos nacer en el mundo formas religiosas que son como manifestaciones de vida, de esfuerzos para sobrevivir? Creo que urgen en el mundo hombres que hagan lecturas de él, desde la originalidad. El mundo de hoy pide hombres para los que Dios no es una idea, sino una realidad 4.
Precisamente, esto tenemos que ser la iglesia, el cuerpo de Cristo que se hace una realidad tangible en el mundo: es esa comunidad de gentes que han puesto en común los distintos talentos que Dios les ha dado, para que en esta vida de comunidad puedan expresar los diferentes aspectos del amor de Dios y puedan trabajar juntos en el mundo como cuerpo de Cristo, como sus representantes, dando una impronta nueva, diferente al mundo, a la historia, a cada hombre.
Este grupo de Jesús, su iglesia, tiene que mirar como Dios. Y no se puede alardear de pertenecer a Cristo si no lo está experimentando constantemente en el silencio. Tenemos que ser capaces de encontrarlo en el silencio, en el desierto. Y esto no es pura palabrería: cambiaremos los locales, las fórmulas, pero si no cambia el corazón del hombre, todo sigue de la misma manera. Para mirar como Dios no basta con quererlo, con desearlo, con pedirlo, hay que contemplarlo con insistencia, con fidelidad, día tras día, sin esperar ningún resultado. Dios sólo llega al hombre, cuando el hombre cerrando los ojos a todo se sabe mirado por el Padre y sigue viviendo con esperanza de que todo tiene sentido. Y así el hombre desde esta situación camina por la vida, actúa, se compromete. Quien vive así, estará en el silencio y en la adoración, en el hablar, en el moverse de un sitio para otro, en el trabajo y en el descanso no como un pequeño salvador de este mundo, sino sabiendo y dando a conocer que sólo el Señor es el salvador.
V. PARA VIVIR PERMANENTES ANTE EL PRÓJIMO
El prójimo puede esperar de un creyente al menos la manera fundamental de ser de Cristo, debe exigir del cristiano no solamente ni fundamentalmente que resuelva su situación o sus problemas, sino que le mire como Cristo. El mandato del amor exige de cada creyente la actitud de Cristo hacia los demás: amaros como yo os he amado; trataros como yo os he tratado; miraros como yo os he mirado. Para ello es necesario descubrir a Cristo en sus encuentros. Hay uno que siempre me ha impresionado: es el encuentro con la samaritana:
Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar... Allí estaba el pozo de Jacob... Llega una mujer de Samaria a sacar agua... Jesús le dice: Dame de beber... ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mi, que soy una mujer samaritana?... Si conocieras el don de Dios, y quien es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva... Le dice la mujer: Señor, dame de ese agua... El le dice: vete, llama a tu marido... Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo... La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: Venid... (Jn 4, 5-41).
Este encuentro del Señor, desde una lectura sencilla, nos hace descubrir la mirada del Señor a los demás. A esta mujer la ve su pecado: ha tenido cinco maridos. Es seguro que en el pueblo es mirada como una pecadora, no es aceptada. Ella se siente aborrecida por los demás. Pero se ha encontrado con alguien que la ve en lo mejor que ella tiene, la ve en su originalidad primordial que es más grande que la situación en la que vive y en esa originalidad hay reflejos de Dios: ella va a buscar agua para su actual marido y para sus hijos. Y eso es bueno. Ello es un reflejo de Dios. Y esta mujer que se siente vista así, por primera vez, se siente amada, respetada, querida, aceptada. Percibe un amor que nunca había sentido, que nunca le hablan dado a conocer. Y marcha corriendo al pueblo a contar a sus vecinos lo que había pasado y a invitarles a que vengan a ver al Señor.
En este encuentro se percibe cómo ha de ser nuestra permanencia ante el prójimo. Ha de ser como la de Cristo: viendo en el otro una imagen de Dios que no podemos destruir, ni manejar a nuestro capricho. Los encuentros que realiza el Señor con los demás no avasallan, no imponen, sino que promueven a vivir no desde una imagen desdibujada que no se sabe que es, sino desde la imagen limpia y clara que son los hombres. Cada vez que miramos al prójimo con los ojos de Jesús, lo acercamos a nuestro mundo, a nuestra vida, a nuestra fe. Una actuación nuestra que no estropee al otro, se parecerá a la del Señor. Cada uno de nosotros hemos experimentado encuentros con el Señor a través de otros que me han tratado, me han acompañado, me han visitado como él lo hacía mientras vivió en esta historia.
RESPETO/RESPICERE: Para poder estar permanente ante el prójimo, es necesario encontrarme con quien es mi origen. Cuanto más me cierre a él, más me alejo de mi mismo y más me alejo del prójimo en su realidad más honda. Por eso, si estoy alejado de mi origen, de Dios, mis encuentros con los demás nunca serán como los de Cristo. Los encuentros del Señor eran de un respeto absoluto. Respeto proviene de la palabra latina respicere que significa volver a mirar. El respeto es un modo de mirar una y otra vez hasta descubrir en el prójimo su valor original. Y el cristiano es el hombre que mira siempre de esta manera profunda y que está dispuesto no sólo a descubrir el valor original de una persona tras sus culpas y deficiencias, sino a descubrir el valor oculto tras todos sus valores. Así, mi contemplación respetuosa, descubre valores en el otro. A la luz de la fe, reconozco, que se conceden valores, en diferente medida a diferentes personas, y alabo a Dios de todo corazón por ello. Pero el respeto, si es el de Cristo, nos lleva a actuar en verdad, a cambiar al otro, a ayudar al otro. Voy a intentar aclararlo con un ejemplo: tres amigos estaban sentados delante de Job; después de haber estado callados comienzan a hablar. Y le alientan, le exhortan y sobre todo le instruyen. Pero se oye a Dios encolerizado, contra estos amigos que hablan a Job con palabras serias y piadosas, pero que humanamente no sirven a Job de ayuda. Sus palabras son hipócritas, pues no sirven de ayuda a Job que está a punto de maldecir a Dios; los amigos no penetran en la miseria del prójimo, sino que enseñan, hacen apostolado. Estos amigos pasan de largo ante el prójimo, es verdad que han dicho la verdad, pero no entraron en la miseria del otro, mintieron con existencia, no fueron testigos de la verdad, no hicieron sitio en su ser a la miseria del prójimo. A Job no le resolvieron nada ni casi percibió su cercanía. Y es que el hombre que permanece prójimo, hace como Jesucristo, lleva en si la capacidad de despertar en el otro amor y amistad. No pretenden conseguir nada del otro, no quieren unir a nadie a su carro. Todos hemos tenido la experiencia de encontrarnos a gusto al lado de estos hombres 5. Encontrar el origen y vivir desde él; y vivir todo lo que existe desde él, nos hace tomar como lugar fundamental de nuestra vida al otro. Se comienza a ayudar a los demás para que encuentren la orientación fundamental de su vida, para que se liberen de todo aquello que les pudiera cerrar el camino a la felicidad. Así se da como más ímpetu y agilidad a la vida, se la honra y se desarrolla, se logra en los demás una vida más plena y una autenticidad más segura. Tenemos que salir al encuentro del prójimo cada día, con confianza. Si el hombre a pesar de todas sus desilusiones, permanece junto al otro, entonces va creciendo lentamente algo que ayuda, que ofrece bondad y que trae esperanza. Y así el otro, va siendo dichoso porque nosotros lo aceptamos como felicidad, somos felices por él. Así permaneció Jesús junto al otro.
VI. PARA VIVIR PERMANENTES ANTE LOS SUCESOS
HT-PD: Dios nos habla a partir de los sucesos, de los acontecimientos y desde el hombre. Esto es afirmar que Dios nos habla por la historia o desde la historia. Con esto queremos confirmar el carácter netamente histórico de la revelación y de la salvación. Para descubrir esta realidad tan clara, es necesario que el hombre viva permanente ante los sucesos y acontecimientos. Es necesario, para poder vivir permanente, entender y partir de un presupuesto fundamental: la historia humana y la historia de la salvación no son dos historias superpuestas o paralelas o contrapuestas, sino la única historia de los hombres en la cual se actúa el designio de salvación querido por el Padre en Cristo. La historia de la salvación se inserta y desarrolla en la historia de los pueblos y, aún no identificándose, no sucede fuera o al margen de ella. Dada esta unidad de la historia y, al mismo tiempo, distinción entre historia humana e historia de la salvación, se comprende por qué los «sucesos», los «acontecimientos» sin perder nada de su significación sociológica, pueden ser leídos e interpretados a la luz de la fe.
Descubrimos como los apóstoles fueron capaces de interpretar adecuadamente el signo que constituyó la existencia de Jesús. Los evangelistas descubren una relación entre el nacimiento de Jesús en Belén y el nacimiento de David en Belén: aquí se apoyarán para deducir el carácter real de Jesús (Mt 2, 1-2). Los evangelistas ven también una relación entre la bajada de Israel a Egipto y la huida de la familia de Jesús a Egipto: de allí deducirán un nuevo aspecto de la continuidad con la historia de Israel (Mt 2, 15). Los evangelistas señalan una nueva relación entre Moisés que da la ley en un monte y Jesús que da la nueva ley en otro monte, para señalar el carácter profético de Jesús como nuevo Moisés (Mt 5, 1). Hay otro aspecto que no puede menospreciarse, los destinatarios de los autores del nuevo testamento son personas concretas que tienen sus peculiaridades, ya sean judíos o griegos o gentiles.
En la época actual, la constitución Gaudium et spes,nos permite advertir que hemos de partir también de la «condición del hombre en el mundo moderno», teniendo en cuenta sus circunstancias, sus situaciones, sus problemas, «aportando a ellos la luz que torna del evangelio» (GS 3).
El creyente tiene que conocer, discernir y juzgar a la luz del evangelio los acontecimientos, ya que es así como los purifica y los descubre en la plenitud de su significado salvífico. Solamente cuando hace esto, realiza del acontecimiento humano un acontecimiento plenamente humano. Y esto es descubrir las señales de la presencia de Dios, descubrir la voz de Dios en su paso por la historia o a través de la historia. Así se expresa el concilio Vaticano II:
El pueblo de Dios movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios (GS 11).
No se trata aquí de buscar oportunismos, la iglesia, cada creyente, debe escuchar y estar disponible a aquella acción de Dios en el mundo para seguir el camino de Cristo. La voluntad de Dios se expresa en las sencillas exigencias diarias, en los acontecimientos de la historia, del mismo modo que él se dio a conocer en la vida cotidiana de Jesús. Cada uno de nosotros tenemos que responder a la voluntad del Padre con el mismo espíritu del Señor; es la única manera de desplegar la plenitud de mi originalidad divina. Esta plenitud ha de ser mi empresa principal, tenemos que buscar el reino de Dios y todo lo demás se nos dará por añadidura. Todas las circunstancias únicas que surgen y desaparecen en mi vida, quiere Dios que las leamos desde la originalidad que en él tenemos y que nos ha sido descubierta con absoluta claridad por Jesucristo: «En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (Ef 2, 10). Tal vez, muchas veces no comprenda o tarde mucho en entender las cosas y es que como Pablo tenemos que decir: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció el pensamiento del Señor? o ¿quién fue su consejero? o ¿quién le dio primero, que tenga derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él son todas las cosas> (Rm 11, 33-35). El amor que Dios nos tiene es mucho más profundo que mi amor por mi, le interesa mi suerte mucho más de lo que a mi pudiera interesarme nunca. Cuanto afecta a mi vida y a la de los demás hombres, es seguro que en ello, Dios nos habla, nos comunica algo de su querer para con nosotros.
Quisiera explicar esto, desde el mismo evangelio, haciendo una lectura de un suceso. Quienes lo vivieron fueron capaces de entenderlo y leerlo desde la fe:
Aquel mismo día iban dos de ellos a un pueblo llamado Emaús... y conversaban entre si todo lo que había pasado. . y sucedió.. que el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos... El les dijo: ¿de qué discutís...?, ...Lo de Jesús el nazareno... ¡oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas...! Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que cuando se puso a la mesa con ellos, tomó pan... y .. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron... Y levantándose al momento. se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los once... que decían: ¡Es verdad! ¡EI Señor ha resucitado...! (Lc 24, 13-35).
Estos peregrinos habían sido testigos de un suceso en el que habían sido implicados. Pero los judíos lo habían matado. Y los peregrinos están descorazonados ante esta desgracia. Encuentran al Señor sin reconocerle y le cuentan lo ocurrido. Entonces Jesús les hace hacer una revisión de los signos, del acontecimiento, del suceso. Empieza reprochándoles su poca fe: «¡qué torpes sois y qué lentos para creer!»... Nos hemos de dar cuenta que Jesús no sitúa a los peregrinos en el nivel de lo psicológico, ni en el del esfuerzo personal, ni en el del examen de conciencia, sino que los sitúa al nivel de la fe, los sitúa de tal modo que sólo desde la morada de Dios van a dar significación al suceso que les preocupaba, van a descubrir la presencia de él. Ellos saben muy bien cómo les pesa lo que ha ocurrido, pero no saben leer este suceso. «¿No tenia el Mesías que padecer todo esto para entrar en su gloria?». Después, Jesús, recuerda las intervenciones de Dios en el pasado, la maravillas que hizo con su pueblo. Les hace descubrir que es él, Jesús, el sentido último. ¿Cuál fue el resultado de esta lectura del suceso que les hizo hacer? Los mismos peregrinos nos lo dicen: «¿No estábamos en ascuas mientras nos hablaba por el camino?». Y se vuelven a Jerusalén para anunciar lo que han visto: Cristo ha resucitado. Es el mismo evangelio, el que nos hace ver los elementos de una lectura de cualquier «suceso» o «acontecimiento». En el relato de los peregrinos de Emaús encontramos: un acontecimiento, una lectura del acontecimiento a la luz de los profetas y de la escritura, el paso de una situación de fracaso y tristeza a la explicación de esta situación y volver a la acción de una forma totalmente nueva. Ha sido este hecho como una renovación de la mirada interior, como ver con ojos nuevos las cosas sucedidas. Esto es precisamente el permanecer permanente ante los sucesos: ser capaces de situarnos ante ellos, no para inventar un plan de acción, no para buscar desde nosotros o desde un grupo un objetivo a realizar, sino ser capaces de poner el suceso y nuestra propia vida a la luz de Dios que nos ha sido dada en el evangelio de Jesucristo. La fe, como les sucedió a los discípulos de Emaús, les permitió en su vida descubrir, desde su situación y en el acontecimiento, a Jesucristo. Y es que sólo la fe y la luz de Dios nos da creatividad y profundidad en los sucesos.
VII. LA VERDADERA PERMANENCIA DEL DlSCÍPULO DE JESÚS SE HACE EN Y CON LA COMUNIDAD
¿De qué experiencia nace el sentirse iglesia del Señor? Todos sabemos que la experiencia fundamental del cristiano, la que le da su identidad, es la de saberse amado incondicionalmente por el Padre. En sentido teológico, se puede decir que hay comunidad cristiana allí donde hay dos personas que se saben amadas incondicionalmente por el Padre. Si en sentido sociológico la comunidad comienza con la unión de dos personas, la comunidad cristiana se inicia allí donde hay dos personas unidas en el nombre del Señor. La iglesia es una comunidad de hombres que para llegar a reunirse en el espíritu de Jesús, son íntimamente solidarios del género humano y de su historia; no vienen de una parte y van a otra, porque tal parte no existe; pero ellos conocen el alfa y la omega, el origen y el fin: el sentido; en esto consiste su fe. El grupo de seguidores de Jesús, de discípulos, no poseen una opinión religiosa para uso interno o para saborearla entre ellos; ha sido el Espíritu de Jesús quien les ha revelado la significación de este mundo, intimándoles la orden de difundir esta noticia hasta los confines de la humanidad. Por eso, el anuncio forma parte integrante del cristianismo, porque se trata de creer en un evangelio, es decir en un acontecimiento de importancia universal: «¡Ay de mi si no evangelizara!» (I Cor 9, 16): precisamente, ésta seria la prueba, de no tener sentido de iglesia, de no sentirse amado por Dios y con la misma misión de Jesús; el no tener ganas, ni deseos de ir a molestar a los demás porque creemos que la noticia es insignificante.
Pero no, la noticia es tan importante como urgente el hecho de que se conozca. La iglesia no es simplemente la ocasión de encontrar a Dios: es portadora de la revelación positiva de su verdad y de los medios de gracia instituidos por él. Además, la iglesia es el sacramento público y universal de salvación, instituido para todos y suficiente para todos: el único que es apto para reunir a los hombres en un único y visible pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu santo.
El texto más actual de la escritura, el que se puede decir que en cada siglo, en cada época histórica, en cada reforma, ha vuelto a la iglesia a su camino, es realmente este breve pasaje:
Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones. El temor se apoderaba de todos, pues los apóstoles realizaban muchos prodigios y señales. Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos según la necesidad de cada uno. Acudían al templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad a los que se habían de salvar (Hech 2, 42-47).
El mismo concilio Vaticano II, ve en este texto «el modelo, no sólo de la vida religiosa (Perfectae caritatis 15, 1), de la de los misioneros (Ad gentes 25, 1) y de los sacerdotes (Presbyterorum ordinis 17, 4 y 21, 1), sino de todo el pueblo santo (Lumen gentium 13, 1; Dei Verbum 10, 1)». Este pasaje, es importante que no lo consideremos como si estuviere separado del resto del libro de los Hechos. Más bien es la conclusión de todo lo que precede: pentecostés, bautismo de los primeros cristianos. Quisiera descubrir en él unas constantes que son fundamentales para descubrir la permanencia en la comunidad. El v. 42 nos da la clave, aparecen como cuatro constantes que han de tener los discípulos:
a) Constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles: y es que el cristiano busca en la escritura el sentido de todo lo que existe, en ella está la clave para ver el plan que Dios tiene sobre el mundo. Los apóstoles muestran cómo en Jesús se cumple toda la escritura, de ahí la importancia del antiguo testamento para la comprensión de la fe.
b) Constantes en la comunidad de vida: comparten la vida, las penas, los esfuerzos con los hermanos más pobres, en recursos materiales o en Dios. Su comunidad de vida no viene dada por la amistad o por ser familia, sino que son creyentes, se sienten amados e hijos de Dios en el Hijo.
c) Constantes en el partir el pan: Cristo entregándose por nosotros en adoración silenciosa, unificándonos en él; «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos trasformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos» (2 Cor 3, 18).
d) Constantes en las oraciones: poniéndonos a la disposición de Dios para que actúe en nosotros y así vaya teniendo nuestra vida la misma dimensión y la misma perspectiva que Cristo.
Y estas constantes han de servir para ser más iglesia del Señor, para ser más comunidad y más fraternidad. Comunidad y fraternidad son indisociables. No se puede privilegiar a una u a otra. La comunidad fraterna, se funda en la fe: ni amigos, ni hermanos en principio, sino creyentes. En la comunidad primera había esclavos y libres, pobres y ricos, jóvenes y viejos, de profesiones variadas, con gustos y psicologías distintas, pitagóricos que rechazaban comer pescado y judíos ortodoxos que no querían tocar las carnes ofrecidas a los ídolos. Sin embargo todo esto, se fundía en una comunidad fraterna que vivía las constantes que antes señalábamos.
El discípulo de Jesús no es alguien solitario o súbdito de unos pocos. Es alguien que ha entrado en una comunidad de fe en el Dios vivo de la revelación manifestada en Cristo, conviviendo la comunidad de fe con los hermanos. Es alguien que entró en una comunidad de esperanza, desde lo poseído en arras, hasta la posesión y el logro pleno por la entrega total a hacer crecer la comunidad de los que esperan la salvación y la consumación. Es alguien que ha entrado en una comunidad de amor, el amor del Padre, que se nos ha hecho amor encarnado en Cristo y se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu, para alentar una nueva y más amplia abertura a la comunión y comunicación interpersonal fraterna y filial. Por eso, el discípulo de Jesús, no es un permanente solitario y abandonado, sino alguien que siempre lo realiza junto a otros.
La iglesia, es una comunidad de permanentes. Es una comunidad de salvación y santificación. Y lo es toda ella. Ella es visibilizadora de la acción salvadora de Cristo en el tiempo. Ella es salvada y salvadora, santificada y santificadora. Esta comunidad surge de una nueva fraternidad que Cristo ha abierto para todos y que se despliega en la misión eclesial, dentro de la cual cada uno de los miembros de esta comunidad de gracia cumple su peculiar misión desde los diversos dones jerárquicos y carismáticos de la vocación cristiana. Todos los que forman esta comunidad fraterna viven en la esperanza y caminan en el amor y abren a todos los hombres su acción que es la del mismo Jesucristo.
CARLOS OSORO
DE DOS EN DOS. Apuntes sobre la fraternidad apostólica
SÍGUEME. SALAMANCA 1981, págs.204-222
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1. J. Laplace, La oración, búsqueda y encuentro, Madrid 2, 1978, 27.
2. G. Cesbron, Ce que je crois, Grasset, Paris 1973.
3. R. Guardini, Le commencement de toutes clases, Cerf, Paris.
4. Cf. J. Loew-G. M. Coittier, Dynamisme de la foi et incroyance, Cerf, Paris.
5. Cf. L. Boros, Encontrar a Dios en el hombre, Sígueme, Salamanca 6,1978.
DIOS,EXPERIENCIA
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