sábado, 23 de abril de 2011

Conocereis de Verdad | Sangre - 1º Preciosísima Sangre de Ntro. Señor Jesucristo y el pan; misterio

Saturday 23 April 2011 | Actualizada : 2011-04-10
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El Misterio eucarístico -sacrificio, presencia, banquete- no consiente reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada.
Ecclesia de Eucharistia, n. 61


VII.MMX


CONSAGRACIÓN A LA SANGRE DE CRISTO

Salvador Misericordioso, consciente de que soy nada ante tu majestad, me postro a tus pies y te agradezco las innumerables gracias que te has dignado derramar sobre mí, ingrata criatura, especialmente por liberarme mediante tu Sangre Preciosa del poder destructor de Satanás.


En presencia de María Santísima, mi Ángel Guardián, mi Santo patrono y de toda la corte celestial, me consagro voluntariamente y de todo corazón, ¡Oh! queridísimo Jesús, a tu Sangre Preciosa, con la que redimiste al mundo del pecado, de la muerte y del infierno.


Te prometo, con la ayuda de tu gracia y con mí mayor empeño, promover y propagar la devoción a tu Sangre Preciosa, que es el precio de nuestra redención, para que tu adorable Sangre sea honrada y glorificada por todos.


De esta forma, quiero reparar mi deslealtad a tu Sangre Preciosa de amor, y compensarte por las muchas profanaciones que los hombres cometen en contra el inestimable precio de su salvación.


Que mis propios pecados, mi frialdad, y todos los actos irrespetuosos que haya cometido contra Ti, ¡Oh! Santa y Preciosa Sangre, queden borrados.


+++




Carta de San Pablo a los Romanos 8,31-39.

¿Qué diremos después de todo esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase de favores? ¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros? ¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Como dice la Escritura: Por tu causa somos entregados continuamente a la muerte; se nos considera como a ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó. Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor.

+++


LA PRECIOSÍSIMA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

¡Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa de Cristo; de esa Sangre, fruto de un seno generoso, que el Rey de las gentes derramó para rescate del mundo: "in mundi praetium"!

Pero, antes de que la lengua cante gozosa y el corazón se explaye en afectos de gratitud y amor, es necesario que medite la inteligencia las sublimidades del Misterio de Sangre que palpita en el centro mismo de la vida cristiana.

Hay tres hechos que se dan, de modo constante y universal, a través de la historia del hombre: la religión, el sacrificio y la efusión de sangre.

Los más eminentes antropólogos han considerado la religiosidad como uno de los atributos del género humano. La función céntrica de toda forma religioso-social ha sido siempre el sacrificio. Este se presenta como la ofrenda a Dios de alguna cosa útil al hombre, que la destruye en reconocimiento del supremo dominio del Señor sobre todas las cosas y con carácter expiatorio. Por lo que se refiere a la efusión de sangre, observamos que el sacrificio —al menos en su forma más eficaz y solemne— importa la idea de inmolación o mactación de una víctima, y, por lo mismo, el derramamiento de sangre, de modo que no hay religión que, en su sacrificio expiatorio, no lleve consigo efusión de sangre de las víctimas inmoladas a la divinidad.

La sangre es algo que repugna y aparta, sobre todo si se trata de sangre humana. Sin embargo, en los altares de todos los pueblos, en el acto, cumbre en que el hombre se pone en relación con Dios, aparece siempre sangre derramada.

Así lo hace Abel, a la salida del paraíso (Gen. 4, 4), y Noé, al abandonar el arca (Gen. 8, 20-21). El mismo acto repite Abraham (Gen. 15, 10). Y sangre emplea Moisés para salvar a los hijos de Israel en Egipto (Ex. 12, 13), para adorar a Dios en el desierto (Ex. 14, 6) y para purificar a los israelitas (Heb. 9, 22). Una hecatombe de víctimas inmoladas solemnizó la dedicación del templo de Salomón.

Y no es sólo el pueblo escogido el que hace de la sangre el centro de sus funciones religiosas más solemnes, sino que son también los pueblos gentiles; en ellos encontramos igualmente víctimas y altares de sacrificio cubiertos de sangre, como lo cuentan Homero y Herodoto en la narración de sus viajes.

Adulterado el primitivo sentido de la efusión de sangre, en el colmo de la aberración, llegaron los pueblos idólatras a ofrecer a los dioses falsos la sangre caliente de víctimas humanas. Niños, doncellas y hombres fueron inmolados, no sólo en los pueblos salvajes, sino también en las cultas ciudades. Y todavía, cuando los conquistadores españoles llegaron a Méjico, quedaron horripilados a la vista de los sacrificios humanos. Los sacerdotes idólatras sacrificaban anualmente miles de hombres, a los que, después de abrirles vivos el pecho, sacaban el corazón palpitante para exprimirlo en los labios del ídolo,

El hecho histórico, constante y universal, del derramamiento de sangre como función religiosa principal de los pueblos encierra en sí un gran misterio, cuya clave para descifrarlo se halla entre dos hechos también históricos, uno de partida y otro de llegada, de los que uno plantea el tremendo problema y el otro lo resuelve, para alcanzar su punto culminante en el "himno nuevo”, que eternamente cantan los ancianos ante el Cordero sacrificado (Apoc. 7, 14), al que rodean los que, viniendo de la gran tribulación, lavaron y blanquearon sus túnicas en la Sangre del Cordero (ibid.), y vencieron definitivamente, por la virtud de la Sangre, al dragón infernal (cf. Apoc. 12, 11).

El pecado original creó un estado de discordia y enemistad entre Dios y el hombre. Consecuencia del pecado fue la siguiente: Dios, en el cielo, ofendido; el hombre, en la tierra, enemigo de Dios, y Satanás, "príncipe de este mundo" (lo. 12, 31), al que reduce a esclavitud.

En la conciencia del hombre desgraciado quedó el recuerdo de su felicidad primera, la amargura de su deslealtad para con el Creador, el instinto de recobrar el derecho a sus destinos gloriosos y el ansia de reconciliarse con Dios.

¡Y surge el fenómeno misterioso de la sangre! El hombre siente en lo más íntimo de su naturaleza que su vida es de Dios y que ha manchado esta vida por el pecado original y por sus crímenes personales. La voz de la naturaleza, escondida en lo íntimo de su conciencia, le exige que rinda al supremo Hacedor el homenaje de adoración que le es debido, y, después de la caída desastrosa, le reclama una condigna expiación. Adivina el hombre la fuerza y el valor de la sangre para su reconciliación con Dios, pues en la sangre está la vida de la carne, ya que la sangre es la que nutre y restaura, purifica y renueva la vida del hombre; sin ella, en las formas orgánicas superiores, es imposible la vida: al derramarse la sangre sobreviene la muerte.

Por otra parte, si en la sangre está la vida —vida que manchó el pecado—, extirpar la vida será borrar el pecado. De ahí que el hombre, llevado por su instinto natural, se decide a "hacer sangre", eligiendo para este oficio a "hombres de sangre", como han llamado algunas razas a sus sacerdotes, para que, con los sacrificios cruentos, rindan, en nombre de todos, homenaje y expiación a la divinidad. Dios mostró su agrado por estos sacrificios (Gen. 4, 4; 8, 21) y consagró con sus mandatos esta creencia al ordenar el culto del pueblo hebreo (Lev. 1, 6; 17, 22).

La sangre, por representar la vida, fue entonces elegida como el instrumento más adecuado para reconocer el supremo dominio de Dios sobre la vida y sobre todas las cosas y para expiar el pecado. Por eso Virgilio, al contemplar la efusión de sangre de la víctima inmolada, dirá poéticamente que es el alma vestida de púrpura la que sale del cuerpo sacrificado (Eneida, 9,349).

Pero como el hombre no podía derramar su propia sangre ni la de sus hermanos, buscó un sustituto de su vida en la vida de los animales, especialmente en la de aquellos que le prestaban mayor utilidad, y los colocó sobre los altares, sacrificándolos en adoración y en acción de gracias, para impetrar los dones celestes y para que le fueran perdonados sus pecados. He aquí descifrado el misterio del derramamiento de sangre. Su universalidad hace pensar si sería Dios mismo el que enseñara a nuestros primeros padres esta forma principal del culto religioso.

Los sacrificios gentílicos, aun en medio de sus aberraciones, no eran otra cosa que el anhelo por la verdadera expiación. Por eso se ofrecían animales inmaculados o niños inocentes, buscando una ofrenda enteramente pura. Pero vana era la esperanza de reconciliación con Dios por medio de los animales: no hay paridad entre la vida de un animal y el pecado de un hombre (cf. Heb. 10, 4). Era inútil para ello la efusión de sangre humana, de niños y doncellas, que eran sacrificados a millares: no se lava un crimen con otro crimen, ni se paga a Dios con la sangre de los hombres.

Quedaban los sacrificios del pueblo judío, ordenados y queridos por Dios, pero en ellos no había más que una expiación pasajera e insuficiente.

Los sacrificios judaicos, especialmente el sacrificio del Cordero pascual y el de la Expiación, tenían por fin principal anunciar y representar el futuro sacrificio expiatorio del Redentor (Heb. 10, 1-9). Estos sacrificios no tenían más valor que su relación típica con un sacrificio ideal futuro, con una Sangre inocente y divina que había de derramarse para nivelar la justicia de Dios y poner paz entre Él y los hombres (cf. Cor, 2, 17). Todo el Antiguo Testamento estaba lleno de sangre, figura de la Sangre de Cristo, que había de purificarnos a todos y de la que aquélla recibía su eficacia. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran, en efecto, de un valor limitado, pues su eficacia se reducía a recordar a los hombres sus pecados y a despertar en ellos afectos de penitencia, significando una limpieza puramente exterior, por medio de una santidad legal, que se aviniera con las intenciones del culto, pero que no podía obrar su santificación interior.

Por lo demás, Dios sentía ya hastío por los sacrificios de animales, ofrecidos por un pueblo que le honraba con los labios, pero cuyo corazón estaba lejos de Él (cf. Mt. 15, 8). "¡Si todo es mío! ¿Por qué me ofrecéis inútilmente la sangre de animales, si me pertenecen todos los de las selvas? No ofrezcáis más sacrificios en vano" (Is. 1, 11-13; 40, 16; Ps. 49, 10).

Para reconciliar al mundo con Dios se necesitaba sangre limpia, incontaminada; sangre humana, porque era el hombre el que había ofendido a Dios; pero sangre de un valor tal que pudiera aceptarla Dios como precio de la redención y de la paz; sangre representativa y sustitutiva de la de todos los hombres, porque todos estaban enemistados con Dios. ¡Ninguna sangre bastaba, pues, sino la de Cristo, Hijo de Dios!

Esta sola es incontaminada, como de Cordero inmaculado (1 Petr. 1, 19); de valor infinito, porque es sangre divina; representativa de toda la sangre humana manchada por el pecado, porque Dios cargará a este, su divino Hijo, todas las iniquidades de todos los hombres (Is. 53, 6).

Si los hombres tuvieron facilidad para venderse, observa San Agustín, ahora no la tenían para rescatarse; pero aún más, no tenían siquiera posibilidad de ello. Y el Verbo de Dios, movido por un ímpetu inefablemente generoso de amor, al entrar en el mundo le dijo al Padre: "Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente" (Heb. 10, 5-7). Y ofreciendo su sacrificio, con una sola oblación, la del Calvario, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb. 10, 12-14). Y el hombre, deudor de Dios, pagó su deuda con precio infinito; alejado de Él, pudo acercarse con confianza (Heb. 10, 19-22); degradado por la hecatombe de origen, fue rehabilitado y restituido a su primitiva dignidad. Se había acabado todo lo viejo; la reconciliación estaba hecha por medio de Jesucristo; Dios y el hombre habían sido puestos cerca por la Sangre de Cristo Jesús. Todo había sido reconciliado en el cielo y en la tierra por la Sangre de la Cruz (2 Cor. 5, 18-19; Eph. 2, 16; Col. 1, 20).

La sangre real de Cristo (Lc. 1, 32; Apoc. 22, 16), divina y humana, sangre preciosa, precio del mundo, había realizado el milagro. El rescate fabuloso estaba pagado. "Nada es capaz de ponérsele junto para compararla, porque realmente su valor es tan grande que ha podido comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos" (San Agustín).

Pudo Jesucristo redimir al mundo sin derramar su Sangre; pero no quiso, sino que vivió siempre con la voluntad de derramarla por entero. Hubiera bastado una sola gota para salvar a la humanidad; pero Jesús quiso derramarla toda, en un insólito y maravilloso heroísmo de caridad, fundamento de nuestra esperanza.

¡Oh generoso Amigo, que das la vida por tus amigos! ¡Oh Buen Pastor, que te entregaste a la muerte por tus ovejas! (lo. 15, 13: 10, 15). ¡Y nosotros no éramos amigos, sino pecadores! Jesucristo se nos presenta como el Esposo de los Cantares, cándido y rubicundo; por su santidad inmaculada, mas blanco que la nieve; pero con una blancura como la de las cumbres nevadas a la hora del crepúsculo, siempre rosada por el anhelo, por la voluntad, por el hecho inaudito de la total efusión de su Sangre redentora.

"¡Sangre y fuego, inestimable amor!", exclamaba Santa Catalina de Siena. "La flor preciosa del cielo, al llegar la plenitud de los tiempos, se abrió del todo y en todo el cuerpo, bañada por rayos de un amor ardentísimo. La llamarada roja del amor refulgió en el rojo vivo de la Sangre" (SAN BUENAVENTURA, La vid mística, 23).

Las tres formas legítimas de religión con las que Dios ha querido ser honrado a lo largo de los siglos (patriarcal, mosaica y cristiana) están basadas en un pacto que regula las relaciones entre Dios y el hombre; pacto sellado con sangre (Gen. 17, 9-10,13; Ex. 24, 3-7,8; Mt. 26, 8; Mc. 14, 24: Lc, 22, 20; 1 Cor. 11, 25). La Sangre purísima de Jesucristo es la Sangre del Pacto nuevo, del Nuevo Testamento, que debe regular las relaciones de la humanidad con Dios hasta el fin del mundo.

Cada uno de estos pactos es un mojón de la misericordia de Dios, que orienta la ruta de la humanidad en su camino de aproximación a la divinidad: caída del hombre, vocación de Abraham, constitución de Israel, fundación de la Iglesia.

Todo pacto tiene su texto. El texto del Nuevo Testamento es el Evangelio en su expresión más comprensiva, que significa el cúmulo de cosas que trajo el Hijo de Dios al mundo y que se encierran bajo el nombre de ". Buena Nueva que comprende al mismo Jesucristo, alfa y omega de todo el sistema maravilloso de nuestra religión; la Iglesia, su Cuerpo Místico, con su ley, su culto y su jerarquía; los sacramentos, que canalizan la gracia, participación de la vida de Dios, y el texto precioso de los sagrados Evangelios y de los escritos apostólicos, llamados por antonomasia el Nuevo Testamento, luz del mundo y monumento de sabiduría del cielo y de la tierra.

Además, el Pacto lleva consigo compromisos y obligaciones que Cristo ha cumplido y sigue cumpliendo, y debe cumplir también el cristiano. Antes de ingresar en el cristianismo y de ser revestidos con la vestidura de la gracia hicimos la formalización del Pacto de sangre, con sus renuncias y con la aceptación de sus creencias. "¿Renuncias?... ¿Crees?..., nos preguntó el ministro de Cristo. "¡Renuncio! ¡Creo!" "¿Quieres ser bautizado?" "¡Quiero!" Y fuimos bautizados en el nombre de la Trinidad Santísima y en la muerte de Cristo, para que entendiéramos que entrábamos en la Iglesia marcados con la Sangre del Hijo de Dios. Quedó cerrado el pacto, por cuyo cumplimiento hemos de ser salvados. “La Sangre del Señor, si quieres, ha sido dada para ti; si no quieres, no ha sido dada para ti. La Sangre de Cristo es salvación para el que quiere, suplicio para el que la rehusa" (Serm. 31, lec.9, Brev. in fest. Pret. Sanguinis).

El pacto de paz y reconciliación tendrá su confirmación total en la vida eterna. "Entró Cristo en el cielo —dice Santo Tomás— y preparó el camino para que también nosotros entráramos por la virtud de su Sangre, que derramó en la tierra" (3 q.22 a.5).

"No os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo", advierte San Pablo (1 Cor. 6, 19.20). Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y radiante —por una vida intachable y una conducta auténticamente cristiana— a imagen soberana de Dios, impresa en nosotros por la creación, y la amable fisonomía de Cristo, grabada en nuestra alma por medio de los sacramentos. Si nos sentimos débiles, vayamos a la misa, sacrificio del Nuevo Testamento, y acerquémonos a la comunión para beber la Sangre que nos dará la vida (lo. 6, 54).

En esta hora de sangre para la humanidad sólo los rubíes de la Sangre de Cristo pueden salvarnos. Con Catalina de Siena. "os suplico, por el amor de Cristo crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por la Esposa de Cristo", pues es sangre dulcísima y pacificadora, en la que "se apagan todos los odios y la guerra, y toda la soberbia del hombre se relaja".

Si para el mundo es ésta una hora de sangre, para el cristiano ha sonado la hora de la santidad. Lo exige la Sangre de Cristo. "Sed. Santos —amonestaba San Pedro a la primera generación cristiana—, sed santos en toda vuestra conducta, a semejanza del Santo que os ha llamado a la santidad... Conducíos con temor durante el tiempo de nuestra peregrinación en la tierra, sabiendo que no habéis sido rescatados con el valor de cosas perecederas, el oro o la plata, sino con la preciosa Sangre de Cristo, que es como de Cordero incontaminado e inmaculado" (1 Petr. 1, 15-18).

Roguemos al Dios omnipotente y eterno que, en este día, nos conceda la gracia de venerar, con sentida piedad, la Sangre de Cristo, precio de nuestra salvación, y que, por su virtud, seamos preservados en la tierra de los males de la vida presente, para que gocemos en el cielo del fruto sempiterno (Colecta de la festividad).

¡Acuérdate, Señor, de estos tus siervos, a los que con tu preciosa Sangre redimiste!

JUAN HERVÁS BENET

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La preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo


Desde la época de los Apóstoles, la Preciosa Sangre del Señor ha sido símbolo de la Redención. Aunque la devoción particular a la Preciosa Sangre se debe, sobre todo, a la iniciativa de San Gaspar del Búfalo, ya desde mucho antes se practicaba dicha devoción en varias Iglesias.-

Por ejemplo, en 1582, se concedió a la arquidiócesis de Valencia, España, el rezo de un oficio "de la Sangre de Cristo"; la diócesis de Sarzana, en la Toscana, obtuvo la misma gracia en 1747. A principios del siglo XIX, se concedió a la congregación de San Gaspar el privilegio de celebrar la fiesta de la Preciosa Sangre. El Papa Pío IX la extendió a la Iglesia universal en 1849, cuando la revolución acababa de expulsarle de Roma.-


Como lo hacía notar Dom Guéranger, al celebrar la solemnidad de la Preciosa Sangre, la Iglesia celebra su propio nacimiento, pues la sangre y el agua que brotaron del costado de Cristo le dieron el ser. De ese modo, la herida del costado de Cristo se convirtió en fuente de vida para el mundo.-


En la homilía de la lección de maitines San Juan Crisóstomo dice: "Así, pues, la iglesia nació del costado de Cristo, como Eva, la esposa de Adán, nació de su costado…Así como Dios creó a la mujer, sacándola del costado del hombre, así Cristo creó a la Iglesia sacándola de su propio costado".-

La preciosa Sangre de Nuestro Señor Jesucristo


Oración
. Padre Eterno, recibe en sacrificio de propiciación por las necesidades de la Iglesia y de la patria y en reparación de los pecados de los
hombres, la preciosísima sangre y agua salidas de la herida del divino Corazón de Jesús, y ten misericordia de nosotros.-

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"Sin el memorial del Señor -es decir, sin la Eucaristía- nosotros no podemos vivir", declaraban durante la persecución de Diocleciano los cristianos de África del norte. También nosotros, sin la fuerza que brota de la Eucaristía, sobre todo la del domingo, no podemos vivir.

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LA EUCARISTÍA, PAN DEL CIELO

Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo


(-A-, 29 mayo 2005)

Esta fiesta se comenzó a celebrar en Lieja en el año 1246, siendo extendida a toda la Iglesia occidental por el papa Urbano VI en 1264, con la finalidad de proclamar la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Presencia permanente y sustancial, más allá de la celebración de la Misa y que es digna de ser adorada en la exposición solemne y en las procesiones con el Santísimo sacramento que comenzaron a celebrarse en el siglo siguiente impulsadas por el papa Juan XXII, y que han llegado a ser - como ocurre en Valencia desde hace 650 años - verdaderos monumentos de la piedad católica.

Ocurre, como en la pasada solemnidad de la Trinidad, que aquello que se celebra todos los días tiene una ocasión exclusiva para profundizar en lo que se hace ordinariamente. Este es el día de la Eucaristía en sí misma; una ocasión para creer y adorar, pero también para conocer mejor la riqueza de este misterio a partir de los textos bíblicos distribuidos en los tres ciclos de lecturas.

De este modo, si los años “B” y “C” dedican respectivamente las lecturas de esta solemnidad al misterio de la Sangre sacramental de Cristo y a la contemplación de la Eucaristía como sacrificio pascual y ágape comunitario de la Iglesia, en el leccionario de este año “A” la atención se dirige preferentemente al pan eucarístico, sacramento del Cuerpo de Cristo..

El maná, figura del pan eucarístico

En el capítulo sexto del Evangelio de san Juan, el diálogo entre los judíos y Jesús acerca de la Eucaristía se inicia evocando el milagro del maná, la providencial comida con que Dios alimentó a sus padres en el desierto. Para el antiguo pueblo de Dios, afligido y desesperado en el desierto, puesto a prueba para comprobar su confianza en Dios, la alimentación con el maná - según el Deuteronomio - se entiende como una prueba de que no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. Este alimento corporal proporcionado por Dios en el desierto sólo puede entenderse ahora como palabra de Dios y respuesta a las necesidades del hombre, pues sólo en ese sequedal sin una gota de agua, donde el hombre no puede encontrar nada y depende totalmente de Dios, el pan del cielo y la palabra de Dios se convierten en la misma cosa. Del mismo modo, a lo largo de la historia de Israel, Dios lo sacia con flor de harina y envía su mensaje a la tierra (Salmo responsorial 147).

El pan vivo bajado del cielo

Esta unidad de la palabra y del pan de Dios se completa en el Evangelio con un milagro mucho más grande realizado por Jesús, que se presenta a sí mismo como tal unidad; pero nadie pudo comprender esta unidad, incluso después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces que se acababa de producir y que es el episodio que da origen al largo discurso de Jesús contenido en el mencionado capítulo sexto de san Juan. Se comprende que Jesús puede transmitir la palabra de Dios, pero ¿cómo puede identificarse con ella hasta el punto que el que no coma su carne y no beba su sangre no tendrá vida eterna (Cf. Juan 6,53-54)? Jesús no se contenta con invitar a esta comida; insiste, obliga a participar en ella. Sólo el que se alimenta de él tiene en sí la palabra de Dios y con ella a Dios mismo. Jesús nos ofrece una salvación mucho mas preciada que la que dio Moisés a los israelitas. Aquellos padres del pueblo comieron el maná y murieron (Jn 6,48), y no consiguieron la vida eterna que se obtiene con la comida que Jesús ofrece. Jesús no explica cómo es posible este milagro, únicamente afirma lo siguiente: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6,55); y el que no acepte esto no tendrá vida en él. Al recibir la Eucaristía, cada uno de nosotros debe recordar que, en medio del desierto de esta vida, se arroja como un hambriento en los brazos de Dios.

En la comunión formamos un solo cuerpo

La lectura de san Pablo es una importante aplicación del misterio del pan de Cristo para la Iglesia, de modo que ésta no es un cuerpo o corporación social más, al que nos adherimos o del que nos separamos según nos conviene o nos resulta atractivo.

En Iglesia, por los acramentos de la Iniciación Cristiana, formamos una unión mística en el cuerpo resucitado y glorioso de Jesús. Este único cuerpo, que ahora toma forma eucarística, tiene el poder de incorporarnos a él, en la comunión de los santos a partir de la comunión en las cosas santas. De este modo la comida de un mismo pan – que es Cristo - aumenta la unidad sobrenatural entre los cristianos, de forma mucho más profunda que la simpatías que existen entre los grupos de cristianos.

El sacramento de la unidad y el amor

Con nuestra adhesión personal a Cristo y a su Iglesia participamos en la unidad sobrenatural del cuerpo de Cristo y la hacemos visible en el mundo. Comulgamos unidos en la caridad que es el Dios-amor, y nos vemos urgidos a obrar con amor y a extender esta caridad hacia todos los hombres. Esta unidad y este amor superan nuestras voluntades y son conjuntamente un don que nos llega por medio del Espíritu Santo que obra todo esto; ese mismo Espíritu que es invocado para que dé vida al pan y al vino y que es llamado sobre la Iglesia reunida para que congregue en la unidad a cuantos participan del cuerpo y la sangre de Cristo (Plegaria eucarística II), para que llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu (Plegaria eucarística III).

Jaime Sancho Andreu

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El pan de cada día

Pedir a nuestro Padre Dios solamente el pan para hoy significa que tendremos un nuevo encuentro con Él el día de mañana. El Señor nos enseñó a pedir en la palabra pan todo lo que necesitamos como hijos de Dios: fe, esperanza, amor, alegría, alimento para el cuerpo y para el alma, fe para ver en los acontecimientos diarios la voluntad de Dios, corazón grande para comprender y ayudar a todos... El pan es el símbolo de todos los dones que nos llegan de Dios (Éxodo 23, 25; Isaías 33, 16). Pedimos aquí, en primer lugar, el sustento que cubra las necesidades de esta vida; después, lo necesario para la salud del alma (CATECISMO ROMANO). Al pedir el pan de cada día estamos aceptando que toda nuestra existencia depende de Dios, al mismo tiempo que Él quiere que nunca olvidemos a nuestros hermanos, especialmente los más necesitados.

Los Santos Padres no sólo han interpretado este pan como el alimento material; también han visto significado en él el Pan de vida, la Sagrada Eucaristía, sin la cual no puede subsistir la vida sobrenatural del alma. La Comunión es el sagrado banquete en el que Cristo se da a Sí mismo, es el pan con el que alimenta a los cristianos en su camino hacia el Cielo. No está Cristo en nosotros después de comulgar como un amigo está en un amigo; está “verdadera, real y substancialmente presente” en nosotros. Existe en la Sagrada Comunión una unión tan estrecha con Jesús mismo que sobrepuja todo entendimiento. Cuando digamos: Padre, danos hoy nuestro pan de cada día, nos animará a comulgar con más frecuencia, y aun diariamente.

Oculto bajo los accidentes de pan, Jesús espera que nos acerquemos con frecuencia a recibirle. Son muchos los ausentes, y Jesús nos espera. Cuando le recibamos, podremos decirle, con una oración que hoy se reza en la Liturgia de las Horas: Quédate con nosotros, Señor Jesús, porque atardece; se nuestro compañero de camino, levanta nuestros corazones, reanima nuestra débil esperanza (Oración de las II Vísperas). Hacemos el propósito de preparar mejor la Comunión, con más fe y con más amor. Y diremos con más devoción: Padre, “danos hoy nuestro pan de cada día; lo que necesitamos para subsistir en el cuerpo y en el alma”. Mañana nos sentiremos dichosos de pedir de nuevo a Dios que se acuerde de nuestra pobreza. Y Él nos dirá: Omnia mea tua sunt (Lucas 15, 31), todas mis cosas son tuyas.

Fuente: Colección "Hablar con Dios" por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra. Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre

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«Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Lc 10, 25). Sabiéndole experto en Sagrada Escritura, el Señor invita a aquel hombre a dar él mismo la respuesta, que de hecho este formula perfectamente citando los dos mandamientos principales: amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo. Entonces, el doctor de la Ley, casi para justificarse, pregunta: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). Esta vez, Jesús responde con la célebre parábola del «buen samaritano» (cf. Lc 10, 30-37), para indicar que nos corresponde a nosotros hacernos «prójimos» de cualquiera que tenga necesidad de ayuda. El samaritano, en efecto, se hace cargo de la situación de un desconocido a quien los salteadores habían dejado medio muerto en el camino, mientras que un sacerdote y un levita pasaron de largo, tal vez pensando que al contacto con la sangre, de acuerdo con un precepto, se contaminarían. La parábola, por lo tanto, debe inducirnos a transformar nuestra mentalidad según la lógica de Cristo, que es la lógica de la caridad: Dios es amor, y darle culto significa servir a los hermanos con amor sincero y generoso.

Este relato del Evangelio ofrece el «criterio de medida», esto es, «la universalidad del amor que se dirige al necesitado encontrado “casualmente” (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea» (Deus caritas est, 25). Junto a esta regla universal, existe también una exigencia específicamente eclesial: que «en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad». El programa del cristiano, aprendido de la enseñanza de Jesús, es un «corazón que ve» dónde se necesita amor y actúa en consecuencia (cf. ib, 31). †

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La profesión de fe de Pedro respecto de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Esta declaración no es fruto de un razonamiento, sino una revelación del Padre al humilde pescador de Galilea, como lo confirma Jesús mismo al decir: «No te lo han revelado ni la carne ni la sangre» (Mt 16, 17). Simón Pedro está tan cerca del Señor que él mismo se convierte en una roca de fe y de amor sobre la que Jesús ha edificado su Iglesia y, como observa san Juan Crisóstomo, «la ha hecho más fuerte que el cielo mismo» (Hom. In Matthaeum 54, 2: PG 58,535). De hecho, el Señor concluye diciendo: «Lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 16, 19). †

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‘Pasarán las cosas, oh Dios, pasarán las cosas y pasaré también yo; ¡Tú nunca pasarás, Tú, amor eterno!’

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Recristianizar una sociedad cada vez más pagana no será fácil.

Y las sectas escondidas detrás de máscaras ‘pesudo-cristianas’, progresan en el carnaval de la ignorancia materialista y hedonista.

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la plegaria a Dios en agradecimiento al caer el día, por cada cridtiano

Hoy en día se persigue y fustiga a los católicos con impunidad escandalosa. Y se les condena a tener que aceptar ‘en silencio y de manos atadas’ toda calumnia, injuria y sospecha. No sea que además de todas sus afrentas se les acuse de prepotentes por replicar conforme al derecho de toda persona a defender su honra.

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La diferencia que existe entre un mártir y un fanático: mártir es el que es capaz de morir por amor de Dios. Fanático religioso, o de cualquier otro tipo, es el que es capaz de matar, a sí mismo y a los demás, por su dios.

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«Porque llegará el tiempo en que los hombres no soportarán más la sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones, se procurarán una multitud de maestros que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad para escuchar cosas fantasiosas.» La advertencia es de San Pablo (II Tim 4, 3-4), y la historia de la Iglesia muestra que la profecía se ha cumplido. Desde los primeros tiempos del cristianismo multitud de «cosas fantasiosas» han circulado con mayor o menor fortuna en forma de herejías que se apartaban de la recta doctrina. Algo, desde luego, grave y serio, por la importancia de la Fe para la salvación («El que creyere y fuere bautizado, se salvará; pero el que no creyere, se condenará», Mc 16, 16), pero que en algunos casos puede ser contemplado casi con humor, pues la historia de la Iglesia es pródiga en personas que sostuvieron doctrinas verdaderamente absurdas. Aparecen doctrinas corrosivas y engañosas, o sea: las sectas, un poco al gusto de todos, como para servirse en el mercado


“El deber de la memoria forma parte de la conciencia y la historia de la Iglesia y que todos los historiadores deben tener presente a la hora de promover la verdad de un siglo XX marcado por la sangre de los mártires. Hoy nuestro lenguaje abusa de la palabra mártir, porque se habla de martirio en sentido laico e incluso para los kamikazes islámicos, pero el sahid o suicida no tiene nada que ver con el mártir cristiano”. “El mártir cristiano no se mata para matar a otras personas, sino que da la propia vida para que otros no sean asesinados, para no abandonar la propia fe, para sostener a los otros creyentes y, en definitiva, por amor”.

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Semilla de nuevos cristianos

El diccionario de la Real Academia Española expone, en su primera acepción, que mártir es toda aquella «persona que padece muerte por amor de Jesucristo y en defensa de la religión cristiana». Nada más. Desde las persecuciones del Imperio Romano a los cristianos de la Iglesia primitiva y hasta nuestros días, ha habido una constante en la Historia de la Iglesia católica: el martirio. Que no es otra cosa que el testimonio de la fe llevado hasta las últimas consecuencias. En España, por suerte para la Iglesia, pues «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos», según explica su Magisterio, la circunstancia de los que han sido asesinados por odio a la fe se ha repetido con frecuencia. Y de manera más especial y cruenta durante la II República y la Guerra Civil, donde la religión fue objeto de condena a muerte, a pesar de que estos «hombres y mujeres de toda condición antes de morir perdonaron a sus verdugos», según recordó Juan Pablo II en la ceremonia de beatificación de 233 de ellos en 2001. 2003-12-10 LA RAZÓN. ESP.

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Simón Pedro era -como la mayoría de los primeros discípulos del Señor- natural de Betsaida, ciudad de Galilea, en la ribera nordeste del lago de Genesaret. Lo mismo que su padre Juan y su hermano Andrés, era pescador. Estaba casado, pues el Evangelio nos refiere cómo Jesús curó a su suegra, que vivía en Cafarnaúm. Pescador y príncipe de los apóstoles, primer papa y piedra sobre la cual se edifica la Iglesia. Éste es Pedro. Pedro dijo: «Señor, en tu palabra, echaré la red»


"El Bautismo nos hace piedras del edificio de Jesucristo; la Confirmación, nos hace arquitectos. Sé un buen arquitecto, que se luzca en alguna obra maestra, que condense todo tu ideal."

[Cinco minutos con Jesús, P. Alfonso Milagro]

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La Oración debe ir acompañada de obras


"Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a tí; y si fuere menester, lo ayunes, porque ella lo coma, no tanto por ella, como porque sabes que tu Señor quiere aquello. Esta es la verdadera unión con su voluntad, y que si vieres loar mucho a una persona te alegres más mucho que si te loasen a tí. Esto, a la verdad, fácil es, que si hay humildad, antes tendrá pena de verse loar. Mas esta alegría de que se entiendan las virtudes de las hermanas es gran cosa, y cuando viéremos alguna falta en alguna, sentirla como si fuera en nosotras y encubrirla.

Mucho he dicho en otras partes (Camino de la Perfección 6.4/ 7) de esto, porque veo, hermanas, que si hubiese en ello quiebra vamos perdidas. Plega al Señor nunca la haya, que como esto sea, yo os digo que no dejéis de alcanzar de Su Majestad la unión que queda dicha. Cuando os viéreis faltas en esto, aunque tengáis devoción y regalos, que os parezca habéis llegado ahí, y alguna suspensioncilla en la oración de quietud (que algunas luego les parecerá que está todo hecho), creedme que no habéis llegado a unión, y pedid a nuestro Señor que os dé con perfección este amor del prójimo, y dejad hacer a Su Majestad, que El os dará más que sepáis desear, como vosotras os esforcéis y procuréis en todo lo que pudiereis esto; y forzar vuestra voluntad para que se haga en todo la de las hermanas, aunque perdáis de vuestro derecho, y olvidar vuestro bien por el suyo, aunque más contradicción os haga el natural; y procurar tomar trabajo por quitarle al prójimo, cuando se ofreciere. No penséis que no ha de costar algo y que os lo habéis de hallar hecho. Mirad lo que costó a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte, la murió tan penosa como muerte de cruz."

Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia: Castillo interior, Moradas V,3.11

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«Dios se hizo hombre para que nosotros pudiéramos hacernos Dios; y se manifestó a sí mismo en la carne para que pudiéramos hacernos una idea del Padre invisible; y resistió la insolencia de los hombres, para que pudiéramos recibir la herencia de la inmortalidad» (San Atanasio , Sobre la Encarnación, 54, 3)

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La Iglesia, desde el inicio, es católica,

esta es su esencia más profunda, dice Pablo.

El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, es un pueblo que proviene de todos los pueblos. La Iglesia, desde el inicio, es católica, esta es su esencia más profunda. San Pablo explica y destaca esto en la segunda lectura, cuando dice: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13). La Iglesia debe llegar a ser siempre nuevamente lo que ya es: debe abrir las fronteras entre los pueblos y derribar las barreras entre las clases y las razas. En ella no puede haber ni olvidados ni despreciados. En la Iglesia hay sólo hermanos y hermanas de Jesucristo libres. S. S. Benedicto XVI – P.P. 2005

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Benedicto PP. XVI: «La verdad se demuestra a sí misma en el amor».

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«El amor a Dios genera mártires, no violencia».

Humilde y reconciliadora actitud
El que ama con Cristo ve al hombre, al otro joven, de un modo radicalmente nuevo, que el mundo no conoce, ni enseña, ni es capaz de vivenciar ni de comunicar. Se dice, y se pretende mostrar, con un acercamiento superficial y supuestamente neutral y objetivo al fenómeno de las religiones, que la fe en Dios y que el amor a Dios genera violencia. Lo que es verdad y ha sido verdad a lo largo de toda la Historia, muy especialmente la del siglo XX, es todo lo contrario: el amor a Dios, presentado, encarnado y entregado en Jesucristo, lo que produce es amor misericordioso, ofrecido en total gratuidad al hombre. ¡Produce mártires! No es extraño, por tanto, que los detentadores del poder humano pretendan, y traten por todos los medios, de hacer comprender a las jóvenes generaciones lo contrario. ¿Es posible que nos hayamos olvidado tan pronto de las más horrendas tragedias de la Humanidad, las del siglo pasado, con sus dos Guerras Mundiales y con dos regímenes políticos que, negando explícita y militantemente a Dios, despreciaron al hombre y lo humillaron hasta los extremos más inconcebibles del genocidio y de su eliminación por millones? Al que no era de su raza , se le calificaba de Untermensch -de infrahombre-, indigno de vivir; y, al que no pertenecía a su clase, se le declaraba enemigo del pueblo y destinado al gulag y al exterminio. Y ciertamente los actuales fanatismos religiosos no se curarán negando la verdad y el amor de Dios, a través de fórmulas criptorreligiosas de un laicismo radical y autosuficiente, sino buscándola y encarnándola lo más auténticamente posible. ...[…]… 2007-IX.
+Antonio Mª Rouco Varela – Esp.

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"Obras todas del Señor, bendecid al Señor".-

¡Gloria y alabanza a ti, Santísima Trinidad, único y eterno Dios!

“¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!” (Sal 8, 2).-

“En la grandeza y hermosura de las criaturas, proporcionalmente se puede contemplar a su Hacedor original… Y si se admiraron del poder y de la fuerza, debieron deducir de aquí cuánto más poderoso es su plasmador...; si fueron seducidos por su hermosura, ... debieron conocer cuánto mejor es el Señor de ellos, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas”.

"Respice stellam, voca Mariam!".

¡Mira la estrella, invoca a María!

Por venir a visitarnos, nuestro agradecimiento.


Anno Domini 2007 - "In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!".

Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor!

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La belleza de ser cristiano y la alegría de comunicarlo - «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicara los otros la amistad con Él» (Benedicto XVI,).

Dar razón de la belleza de Cristo en los escenarios del mundo contemporáneo.

2000 años en que la Iglesia-cuna de Cristo, muestra su belleza al mundo.

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“El que a vosotros escucha, a mí me escucha” (Lc 16,10).

"Marana tha, ven, Señor Jesús" (Ap 22, 20).

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In Obsequio Jesu Christi.

San Pedro Crisólogo (hacia 406-450), obispo de Ravena, doctor de la Iglesia - Sermón 3, PL 52, 303-306, CCL 24, 211-215 -

El signo de Jonás - He aquí que la huída del profeta Jonás lejos de Dios (Jo 1,3) se cambia en imagen profética, y lo que se presenta como un naufragio funesto se convierte en signo de la Resurrección del Señor. El mismo texto de la historia de Jonás nos muestra a las claras como éste realiza plenamente la imagen del Salvador. De Jonás se ha escrito que «huyó lejos de la presencia de Dios». El mismo Señor, para tomar la condición y un rostro humano ¿no ha huido de la condición y el aspecto de la divinidad? Así lo dice el apóstol Pablo: «Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo» (Fl 2,6-7). El que es el Señor ha revestido la condición de Servidor; para pasar desapercibido en el mundo, para vencer al demonio, él mismo huyó en el hombre... Dios está en todas partes: es imposible escapar de él; para «huir lejos de la faz de Dios», no en un lugar sino en cierta manera por el aspecto, Cristo se refugió en el rostro totalmente asumido de nuestra servidumbre. El texto sigue: «Jonás bajó a Jope para huir a Tarsis.» El que desciende, es éste: «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo» (Jn 3,13). El Señor bajó del cielo a la tierra, Dios bajó hasta el hombre, el todopoderosos bajó hasta nuestra servidumbre. Pero Jonás que bajó hasta la nave tuvo que subir a ella para viajar; así Cristo, bajado hasta el mundo, subió, por las virtudes y milagros, a la nave de su Iglesia.

EPISTULA IACOBI – Cap. I

20 ira enim viri iustitiam Dei non operatur




Conocereis de Verdad | Sangre - 1º Preciosísima Sangre de Ntro. Señor Jesucristo y el pan; misterio

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