sábado, 9 de abril de 2011

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Contenido: "MISTERIOS GOZOSOS: (se rezan los lunes y sábados)



1º La Anunciación del Ángel a la Virgen María y la Encarnación del Hijo de Dios

Lo que veo. María, muchacha jovencísima (al máximo quince años a juzgar por su aspecto), está en una pequeña habitación rectangular; verdaderamente, una habitación de jovencita. Contra una de las dos paredes más largas, está el lecho: una cama baja, sin cuja, cubierta por gruesas esteras o tapetes -diríase que éstos están extendidos sobre una tabla o sobre un entramado de cañas porque están muy rígidos y sin pliegues como los de nuestras camas-. Contra la otra pared, un estante con una lámpara de aceite, unos rollos de pergamino y una labor de costura –parece un bordado- cuidadosamente doblada.

A uno de los lados del estante, hacia la puerta, que da al huerto, abierta ahora, aunque tapada por una cortina que palpita movida por un ligero vientecillo, en un taburete bajo está sentada la Virgen. Está hilando un lino candidísimo y suave como la seda. Sus manitas, sólo un poco más oscuras que el lino, hacen girar rápidamente el huso. Su carita juvenil, preciosa, está ligeramente inclinada y ligeramente sonriente, como si estuviera acariciando o siguiendo algún dulce pensamiento.

Hay un gran silencio en la casita y en el huerto. Y mucha paz, tanto en la cara de María como en el espacio que la rodea. Paz y orden. Todo está limpio y ordenado. La habitación, de humildísimo aspecto y mobiliario, casi desnuda como una celda, tiene un aire austero y regio, debido a su gran limpieza y a la cuidadosa colocación de la cobertura del lecho, de los rollos, de la lámpara y del jarroncito de cobre que está cerca de ésta con un haz de ramitas floridas dentro, ramitas de melocotonero o de peral, no lo sé; lo que sí está claro es que son de árboles frutales, de un blanco ligeramente rosado.

María comienza a cantar en voz baja. Luego alza ligeramente la voz. No llega al pleno canto, pero su voz ya vibra en la habitación, sintiéndose en aquélla una vibración del alma. No entiendo la letra, que sin duda es en hebreo, pero, dado que, de vez en cuando repite “Yeohvah”, intuyo que se trata de algún canto sagrado, acaso un salmo. Quizás María recuerda los cantos del Templo. Debe tratarse de un dulce recuerdo. Efectivamente, deja sobre su regazo sus manos, y con ellas el hilo y el huso, y levanta la cabeza para apoyarla en la pared, hacia atrás. Su rostro está encendido de un lindo rubor; los ojos, perdidos tras algún dulce pensamiento, brillantes por un golpe de llanto, que no los rebosa pero sí los agranda. Y, a pesar de todo, los ojos ríen, sonríen ante ese pensamiento que ven y que los abstrae de lo sensible. Resaltando de su vestido blanco sencillísimo, circundado por las trenzas, que lleva recogidas como corona en torno a la cabeza, el rostro rosado de María parece una linda flor.

El canto pasa a ser oración: “Señor Dios Altísimo, no te demores más en mandar a tu Siervo para traer la paz a la tierra. Suscita el tiempo propicio y la virgen pura y fecunda para la venida de tu Cristo. Padre, Padre santo, concédele a tu sierva ofrecer su vida para esto. Concédeme morir tras haber visto tu Luz y tu Justicia en la Tierra, sabiendo que la Redención se ha cumplido. ¡Oh, Padre Santo, manda a la Tierra el Suspiro de los Profetas! Envía el Redentor a tu sierva. Que cuando cese mi día se me abra tu Casa por haber sido abiertas sus puertas por tu Cristo para todos aquellos que en ti hayan esperado. Ven, ven, Espíritu del Señor. Ven a los fieles tuyos que te esperan. ¡Ven, Príncipe de la Paz!...”. María se queda así ensimismada...

La cortina late más fuerte, como si alguien la estuviera aventando con algo o quisiera descorrerla. Y una luz blanca de perla fundida con plata pura hace más claras las paredes tenuemente amarillentas, hace más vivos los colores de las telas, más espiritual el rostro alzado de María. En la luz se prosterna el Arcángel. La cortina no ha sido descorrida ante el misterio que se está verificando; es más, ya no late: pende, rígida, pegada a las jambas, separando, como una pared, el interior del exterior.

El Arcángel necesariamente debe adquirir un aspecto humano; pero es un aspecto ultra-humano. ¿De qué carne está compuesta esta figura bellísima y fulgurante? ¿Con qué substancia la ha materializado Dios para hacerla sensible a los sentidos de la Virgen? Sólo Dios puede poseer estas sustancias y usarlas de esa manera perfecta. Es un rostro, es un cuerpo, son ojos, boca, cabellos y manos como los nuestros; pero no se trata de nuestra opaca materia: es una luz que ha tomado color de carne, de ojos, de cabellera, de labios, una luz que se mueve y sonríe y mira y habla.

“¡Salve, María, llena de Gracia, salve!”. La voz es un dulce arpegio como de perlas chocadas contra un metal precioso.

María se estremece y baja la mirada. Su estremecimiento aumenta cuando ve a la fúlgida criatura arrodillada aproximadamente a un metro de distancia de Ella, con las manos cruzadas sobre el pecho, mirándola con una veneración infinita.

María, repentinamente, se pone en pie y aprieta su cuerpo contra la pared. Palidece y se ruboriza alternativamente. Su rostro expresa estupor y turbación. Inconscientemente aprieta sus manos contra el pecho escondiéndolas en las anchas mangas. Se recoge sobre sí misma como queriendo esconder lo más posible su cuerpo: un acto de delicado pudor.

“No. No temas. ¡El Señor está contigo! ¡Bendita tú entre todas las mujeres!”.

A pesar de estas palabras, María sigue temiendo. ¿De dónde viene ese ser extraordinario? ¿Es un enviado de Dios, o del Engañador?

“¡No temas, María!” insiste el Arcángel. “Yo soy Gabriel, el Ángel de Dios. Mi Señor me ha enviado a ti. No temas, porque has hallado gracia ante Dios. Tú concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre “Jesús”. Será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y verdaderamente lo será. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará para siempre en la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin nunca. Comprende, santa Virgen amada del Señor, Hija bendita suya, llamada a ser Madre de su Hijo, comprende qué Hijo vas a engendrar”.

“¿Cómo puede suceder esto si yo no conozco hombre? ¿Acaso el Señor ya no acoge el ofrecimiento de su sierva? ¿Es que ya no quiere que sea virgen por amor a Él?”.

“No vas a ser madre por obra de varón, María. Tú eres la eterna Virgen, la Santa de Dios. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, Santo se llamará el que nacerá de ti, e Hijo de Dios. Todo lo puede el Señor, Dios nuestro. Isabel, la estéril, en su vejez ha concebido un hijo que será el Profeta de tu Hijo, el que preparará sus caminos. El Señor la ha liberado de su oprobio y su memoria quedará en las gentes unida a tu nombre, como el nombre de su hijo al de tu Hijo Santo, y hasta el final de los siglos las gentes os llamarán bienaventuradas por la gracia del Señor que habéis recibido, y a ti especialmente, María, porque habrán recibido la Gracia por medio de ti. Isabel está ya en su sexto mes, y su peso, paradójicamente, la regocija, y más aún la regocijará cuando conozca el motivo de tu gozo. Para Dios nada es imposible, María, llena de Gracia. ¿Qué debo responderle a mi Señor? No te turbe ningún tipo de pensamiento. Él tutelará tus intereses si te pones en sus manos. ¡El mundo, el Cielo, Dios eterno esperan tu respuesta!”.

María, cruzando a su vez sus manos sobre el pecho e inclinándose con gesto reverente dice: “He aquí la esclava de Dios. Hágase de mí según su palabra”.

El Ángel resplandece de alegría y se pone en actitud adorante, puesto que, sin duda, ve al Espíritu de Dios descender sobre la Virgen, inclinada en gesto de adhesión; luego desaparece sin mover la cortina, dejándola cerrada cubriendo el Misterio santo.



2º La visita de María Santísima a su prima Santa Isabel

Me encuentro en un lugar montañoso. No son grandes montañas, pero tampoco puede decirse que sean simples colinas. Tienen cimas y sinuosidades ya propias de las verdaderas montañas, como las que se ven en nuestros Apeninos tosco-umbrianos. La vegetación es tupida y bonita. Abunda el agua fresca que mantiene verdes los pastos y fértiles los huertos, casi todos plantados de manzanos, higueras y vid; esta última, en torno a las casas. Debe ser primavera, como se deduce de que las uvas sean ya de un cierto volumen, como semillas de veza; y de que las flores de los manzanos asemejen a numerosas bolitas de color verde intenso; así como el hecho de que en lo alto de las ramas de las higueras hayan aparecido ya los primeros frutos, todavía en estado embrional, pero ya bien definidos. Y los prados son una verdadera alfombra esponjosa y de mil colores en que pacen, o descansan, las ovejas: manchas blancas sobre el fondo de esmeralda de la hierba.

María sube en su burrito por una vía que está en bastante buen estado, y que debe ser de primer orden. Sube, porque, efectivamente, el pueblo, de aspecto bastante ordenado, está más arriba. Mi interno consejero me dice: “Este lugar es Hebrón”. Usted me hablaba de Montana. Yo no sé qué hacer. A mí se me indica con este nombre. No sé si será “Hebrón” toda la zona o sólo el pueblo. Yo oigo esto, y esto es lo que digo.

María está entrando en el pueblo. Atardece. Algunas mujeres, en las puertas de las casas, observan la llegada de la forastera y chismean entre sí. La siguen con la mirada y no se quedan tranquilas hasta que la ven detenerse delante de una de las casas más lindas, situada en el centro del pueblo y que tiene delante un huerto-jardín, y detrás y alrededor un huerto de árboles frutales bien cuidado, que se extiende luego dando lugar a un vasto prado que sube y baja por las sinuosidades del monte, para terminar en un bosque de altos árboles, tras el cual no sé qué más hay. Todo ello cercado por un seto de morales o rosales silvestres. No lo distingo bien porque –no sé si usted lo tiene presente- tanto la flor como el ramaje de estas matas espinosas son muy semejantes, y mientras no aparece el fruto en las ramas es fácil confundirse. En la parte delantera de la casa, es decir, por el lado paralelo al pueblo, la propiedad está cercada por un pequeño muro blanco, a lo largo de cuya parte alta hay ramas de verdaderos rosales, todavía sin flores, aunque ya llenas de capullos. En el centro, una cancilla de hierro, cerrada. Se comprende que se trata de la casa de una de las personalidades del pueblo, y de gente que vive desahogadamente, pues, efectivamente, todo en ella da signos, si no de riqueza y de pompa, sí, sin duda, de bienestar. Y mucho orden.

María se baja del burrito y se acerca a la puerta de hierro. Mira por entre las barras. No ve a nadie. Entonces trata de que la oigan. Una mujercita (la más curiosa de todas, que la ha seguido) le hace señales para que se fije en un extraño objeto que sirve para llamar: dos piezas de metal dispuestas en equilibrio en una especie de yugo, las cuales, moviendo el yugo con una gruesa cuerda, chocan entre sí haciendo el sonido de una campana o de un gong.

María tira de la cuerda, pero lo hace de forma tan delicada que el sonido es sólo un ligero tintineo que nadie oye. Entonces la mujercita, una viejecilla toda ella nariz y barbilla puntiaguda, y con una lengua que vale por diez juntas, se agarra a la cuerda y se pone a tirar, a tirar, a tirar. Una llamada que despertaría a un muerto. “Se hace así, mujer. Si no, ¿cómo va a querer que la oigan? Sepa que Isabel es anciana, y también Zacarías. Y ahora, además se sordo, está mudo. Los dos sirvientes son también viejos, ¿sabe? ¿Ha venido alguna otra vez? ¿Conoce a Zacarías? ¿Es usted...?”.

Aparece un viejecillo renco que salva a María de este diluvio de informaciones y preguntas. Debe ser jardinero o labrador. Lleva en la mano un pequeño rastrillo y una hoz atada a la cintura. Abre. María entra mientras le da las gracias a la mujer, pero... ¡ay!, la deja sin respuesta. ¡Qué desilusión para la curiosa!

Nada más entrar, dice: “Soy María de Joaquín y Ana, de Nazaret. Prima de vuestros señores”.

El viejecillo inclina la cabeza y saluda, luego da una voz: “¡Sara! ¡Sara!”. Y abre otra vez la verja para coger el borriquillo, que se había quedado afuera porque María, para librarse de la pegajosa mujercita, se había colado dentro muy rápida, y el jardinero, tan rápidamente como Ella, había cerrado la verja delante de las narices de la chismosa. Pasa al burro y, mientras lo hace, dice: “¡Ah..., gran dicha y gran desgracia para esta casa! El Cielo ha concedido un hijo a la estéril. ¡Bendito sea por ello el Altísimo! Pero Zacarías volvió de Jerusalén mudo hace ya siete meses. Se hace entender con gestos, o escribiendo. ¿Ha tenido noticia de ello? Mi señora en medio de esta alegría y este dolor, la ha echado mucho de menos. Siempre hablaba de usted con Sara. Decía: “¡Si estuviese aquí conmigo mi pequeña María...! Si hubiera seguido ahora en el Templo, habría enviado a Zacarías a traerla. Pero el Señor ha querido que fuese la esposa de José de Nazaret. Sólo Ella podría consolarme en este dolor y ayudarme a rezar a Dios, porque todo en Ella es bondad. En el Templo todos la echan de menos y están tristes. La pasada fiesta, cuando fui con Zacarías la última vez a Jerusalén a dar gracias a Dios por haberme dado un hijo, oí de sus maestras estas palabras: ‘Al Templo parecen faltarle los querubines de la Gloria desde que la voz de María no suena ya entre estas paredes’”. ¡Sara! ¡Sara! Mi mujer es un poco sorda. Ven, ven, que te llevo yo”.

En vez de Sara, aparece, en la parte alta de una escalera adosada a un lado de la casa, una mujer ya muy anciana, ya llena de arrugas, con el pelo muy canoso –pero que ha debido ser negrísimo, a juzgar por lo negras que tiene las pestañas y las cejas y por el color moreno de su cara-. Contrasta en modo extraño, con su visible vejez, su estado, ya muy patente, a pesar de la ropa amplia y suelta que lleva. Mira protegiéndose los ojos de la luz con la mano. Reconoce a María. Levanta los brazos hacia el cielo con una exclamación de asombro y de alegría, y se apresura, en la medida en que puede, hacia abajo al encuentro de la recién llegada. Y María –cuyos movimientos son siempre moderados- esta vez se echa a correr rápida como un cervatillo y llega al pie de la escalera al mismo tiempo que Isabel. Y recibe en su pecho con viva efusión de afecto a su prima, que, al verla, llora de alegría.

Permanecen abrazadas un momento. Luego Isabel se separa con una exclamación de dolor y alegría al mismo tiempo, y se lleva las manos al abultado vientre. Agacha la cabeza, palideciendo y sonrojándose alternativamente. María y el sirviente extienden los brazos para sujetarla, pues ella vacila como si se sintiera mal.

Pero Isabel, después de un minuto de estar como recogida dentro de sí, alza su rostro, tan radiante que parece rejuvenecido, mira a María sonriendo con veneración como si estuviera viendo un ángel y se inclina en un intenso saludo diciendo: “¡Bendita tú entre todas las mujeres! ¡Bendito el Fruto de tu vientre! (lo dice así, dos frases bien separadas) ¿Cómo he merecido que venga a mí, sierva tuya, la Madre de mi Señor? Sí, ante el sonido de tu voz, el niño ha saltado en mi vientre como jubiloso, y cuando te he abrazado el Espíritu del Señor me ha dicho una altísima verdad en el corazón. ¡Dichosa tú, porque has creído que a Dios le fuera posible lo que posible no aparece a la humana mente! ¡Bendita tú, que por tu fe harás realidad lo que te ha sido predicho por el Señor y fue predicho a los Profetas para este tiempo! ¡Bendita tú, por la Salud que engendras para la estirpe de Jacob! ¡Bendita tú, por haber traído la Santidad a este hijo mío que siento saltar de júbilo en mi vientre como cabritillo alborozado porque se siente liberado del peso de la culpa, llamado a ser el precursor, santificado antes de la Redención por el Santo que se está desarrollando en ti!”.

María, con dos lágrimas como perlas, que le bajan desde los risueños ojos hasta la boca sonriente, el rostro alzado hacia el cielo, levantados también los brazos, en la posición que luego tantas veces tendrá su Jesús, exclama: “El alma mía magnifica a su Señor” y continúa el cántico como nos ha sido transmitido. Al final, en el versículo: “Ha socorrido a Israel, su siervo etc.”, recoge las manos sobre el pecho y se arrodilla muy curvada hacia el suelo adorando a Dios.

El sirviente, cuando había visto que Isabel no se sentía mal y que quería manifestar su pensamiento a María, se había retirado prudentemente; ahora vuelve del huerto acompañado de un anciano de aspecto majestuoso, de barba y pelo enteramente blancos, el cual, con vistosos gestos y sonidos guturales, saluda desde lejos a María.

“Zacarías está llegando” dice Isabel tocando en el hombro a la Virgen, que está orando absorta. “Mi Zacarías está mudo. Está bajo sanción divina por no haber creído. Ya te contaré luego. Ahora espero en el perdón de Dios porque has venido tú; tú, llena de Gracia”.

María se levanta. Va hacia Zacarías. Se inclina hasta el suelo ante él. Le besa la orla de la vestidura blanca que le cubre hasta los pies. Esta vestidura es muy amplia y está sujeta a la cintura por una ancha franja bordada.

Zacarías, con gestos, da la bienvenida a María, y juntos van donde Isabel. Entran todos en una vasta habitación, muy bien puesta, de la planta baja. Ofrecen asiento a María y mandan que le sirvan una taza de leche recién ordeñada –todavía tiene la espuma- y unas pequeñas tortas.

Isabel da órdenes a la sirvienta, quien, embadurnadas de harina todavía las manos y el pelo más blanco de cuanto en realidad lo es, por la harina que tiene, por fin ha hecho acto de presencia. Quizás estaba haciendo el pan. Da órdenes también al sirviente –al que oigo llamar Samuel- para que lleve el baulillo de María a la habitación que le indica. Todos los deberes de una señora de casa para con su huésped.

Entretanto, María responde a las preguntas que Zacarías le hace escribiendo con un estilo en una tablilla encerada. Por las respuestas, comprendo que le está preguntando por José y por cómo se encuentra siendo su prometida. Y comprendo también que a Zacarías le es negada toda luz sobrenatural acerca de la gravidez de María y su condición de Madre del Mesías. Es Isabel quien, acercándose a su marido y poniéndole con amor una mano en el hombro, como para hacerle una casta caricia, le dice: “María también es madre. Regocíjate por su felicidad”. Y no dice nada más. Mira a María; y María la mira, pero no la invita a decir nada más, por lo cual guarda silencio.



3º El nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo en el portal de Belén

EL VIAJE A BELÉN

Veo un camino principal. Viene por él mucha gente. Borriquillos cargados de utensilios y de personas. Borriquillos que regresan. La gente los espolea. Quien va a pie, va aprisa porque hace frío.

El aire es limpio y seco. El cielo está sereno, pero tiene ese frío cortante de los días invernales. La campiña sin hojas parece más extensa, y los pastizales apenas si tienen hierba un poco crecida, quemada con los vientos invernales; en los pastizales las ovejas buscan algo de comer y buscan el sol que poco a poco se levanta; se estrechan una a la otra, porque también ellas tienen frío y balan levantando su trompa hacia el sol como si le dijesen: “Baja pronto, ¡que hace frío!“. El terreno tiene ondulaciones que cada vez son más claras. Es en realidad un terreno de colinas. Hay concavidades con hierba lo mismo que valles pequeños. El camino pasa por en medio de ellos y se dirige hacia el sureste.

María viene montada en un borriquillo gris. Envuelta en un manto pesado. Delante de la silla está el arnés que llevó en el viaje a Hebrón, y sobre el cofre van las cosas necesarias. José camina a su lado, llevando la rienda. ¿Estás cansada?: le pregunta de cuando en cuando.

María lo mira. Le sonríe. Le contesta: «No.» A la tercera vez añade: «Más bien tu debes sentirte cansado con el camino que hemos hecho.»

«¡Oh, yo ni por nada! Creo que si hubiese encontrado otro asno, podrías venir más cómoda y caminaríamos más pronto. Pero no lo encontré. Todos necesitan en estos días de una cabalgadura. Lo siento. Pronto llegaremos a Belén. Más allá de aquel monte está Efrata.»

Ambos guardan silencio. La Virgen, cuando no habla, parece como si se recogiese en plegaria. Dulcemente se sonríe con un pensamiento que entreteje en sí misma. Si mira a la gente, parece como si no viera lo que hay: hombres, mujeres, ancianos, pastores ricos, pobres, sino lo que Ella sola ve.

«¿ Tienes frío?» pregunta José, porque sopla el aire. «No. Gracias.»

Pero José no se fía. Le toca los pies que cuelgan al lado del borriquillo, calzados con sandalias y que apenas si se dejan ver a través del largo vestido. Debe haberlos sentido fríos, porque sacude su cabeza y se quita una especie de capa pequeña, y la pone en las rodillas de María, la extiende sobre sus muslos, de modo que sus manitas estén bien calientes bajo ella y bajo el manto.

Encuentran a un pastor que atraviesa con su ganado de un lado a otro. José se le acerca y le dice algo. El pastor dice que sí, José toma el borriquillo y lo lleva detrás del ganado que está paciendo. El pastor toma una rústica taza de su alforja y ordeña una robusta oveja. Entrega a José la taza que la da a María.

«Dios os bendiga» dice María. «A ti por tu amor, y a ti por tu bondad. Rogaré por ti.»

«¿ Venís de lejos?»

«De Nazaret» responde José.

«¿Y vais?»

«A Belén.»

«El camino es largo para la mujer en este estado. ¿Es tu mujer?»

«Sí.»

«¿Tenéis a donde ir?»

«No.»

«¡Va mal todo! Belén está llena de gente que ha llegado de todas partes para empadronarse o para ir a otras partes. No sé si encontréis alojo. ¿Conoces bien el lugar?»

«No muy bien.»

«Bueno.. . te voy a enseñar... porque se trata de Ella (y señala a María). Buscad el alojo. Estará lleno. Te lo digo para darte una idea. Está en una plaza. Es la más grande. Se llega a ella por este camino principal. No podéis equivocaros. Delante de ella hay una fuente. El albergue es grande y bajo con un gran portal. Estará lleno. Pero si no podéis alojaros en él o en alguna casa, dad vuelta por detrás del albergue, como yendo a la campiña. Hay apriscos en el monte. Algunas veces los mercaderes que van a Jerusalén los emplean como albergue. Hay apriscos en el monte, no lo olvidéis: húmedos, fríos y sin puerta, pero siempre son un refugio, porque la mujer... no puede quedarse en la mitad del camino. Tal vez allí encontréis un lugar... y también heno para dormir y para el asno. Que Dios os acompañe.»

«Y a ti te dé su alegría» responde la Virgen. José por su parte dice: «La paz sea contigo.»

Vuelve a continuar su camino. Una concavidad más extensa se deja ver desde la cresta a la que han llegado. En la concavidad, arriba y abajo, a lo largo de las suaves pendientes que la rodean, se ven casas y casas. Es Belén.

«Hemos llegado a la tierra de David, María. Ahora vas a descansar. Me parece que estás muy cansada...»

«No. Pensaba yo... estoy pensando...» María aprieta la mano de José y le dice con una sonrisa de bienaventurada: «Estoy pensando que el momento ha llegado.»

«¡Que Dios nos socorra! ¿Qué vamos a hacer?»

«No temas, José. Ten constancia. ¿Ves qué tranquila estoy yo?»

«Pero sufres mucho.»

«¡Oh no!». Me encuentro llena de alegría. Una alegría tal, tan fuerte, tan grande, incontenible, que mi corazón palpita muy fuerte y me dice: '¡Va a nacer! ¡Va a nacer!' Lo dice a cada palpitar. Es mi Hijo que toca a mi corazón y que dice: 'Mamá: ya vine. Vengo a darte un beso de parte de Dios. ¡Oh, qué alegría, José mío!»

Pero José no participa de la misma alegría. Piensa en lo urgente que es encontrar un refugio, y apresura el paso. Puerta tras puerta pide alojo. Nada. Todo está ocupado. Llegan al albergue. Está lleno hasta en los portales, que rodean el patio interior.

José deja a María que sigue sentada sobre el borriquillo en el patio y sale en busca de algunas otras casas. Regresa desconsolado. No hay ningún alojo. El crepúsculo invernal pronto se echa encima y empieza a extender sus velos. José suplica al dueño del albergue. Suplica a viajeros. Ellos son varones y están sanos. Se trata ahora de una mujer próxima a dar a luz. Que tengan piedad. Nada. Hay un rico fariseo que los mira con manifiesto desprecio, y cuando María se acerca, se separa de ella como si se hubiera acercado una leprosa. José lo mira y la indignación le cruza por la cara. María pone su mano sobre la muñeca de José para calmarlo. Le dice: «No insistas. Vámonos. Dios proveerá.»

Salen. Siguen por los muros del albergue. Dan vuelta por una callejuela metida entre ellos y casuchas. Le dan vuelta. Buscan. Allí hay algo como cuevas, bodegas, más bien que apriscos, porque son bajas y húmedas. Las mejores están ya ocupadas. José se siente descorazonado.

«Oye, galileo» le grita por detrás un viejo. «Allá en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una cueva. Tal vez no haya nadie.»

Se apresuran a ir a esa cueva. Y que si es una madriguera. Entre los escombros que se ven hay un agujero, más allá del cual se ve una cueva, una madriguera excavada en el monte, más bien que gruta. Parece que sean los antiguos fundamentos de una vieja construcción, a la que sirven de techo los escombros caídos sobre troncos de árboles.

Como hay muy poca luz y para ver mejor, José saca la yesca y prende una candileja que toma de la alforja que trae sobre la espalda. Entra y un mugido lo saluda. «Ven, María. Está vacía. No hay sino un buey.» José sonríe. «Mejor que nada...»

María baja del borriquillo y entra.

José puso ya la candileja en un clavo que hay sobre un tronco que hace de pilar. Se ve que todo está lleno de telarañas. El suelo, que está batido, revuelto, con hoyos, guijarros, desperdicios, excrementos, tiene paja. En el fondo, un buey se vuelve y mira con sus quietos ojos. Le cuelga hierba del hocico. Hay un rústico asiento y dos piedras en un rincón cerca de una hendidura. Lo negro del rincón dice que allí suele hacerse fuego.

María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre su pescuezo para sentir lo tibio de él. El buey muge, pero no hace más, parece como si comprendiera. Lo mismo cuando José lo empuja para tomar mucho heno del pesebre y hacer un lecho para María -el pesebre es doble, esto es, donde come el buey, y arriba una especie de estante con heno de repuesto, y de este toma José- no se opone. Hace lugar aun al borriquillo que cansado y hambriento, se pone al punto a comer. José voltea también un cubo con abolladuras. Sale, porque afuera vio un riachuelo, y vuelve con agua para el borriquillo. Toma un manojo de varas secas que hay en un rincón y se pone a limpiar un poco el suelo. Luego desparrama el heno. Hace una especie de lecho, cerca del buey, en el rincón más seco y más defendido del viento. Pero siente que está húmedo el heno y suspira. Prende fuego, y con una paciencia de trapista, seca poco a poco el heno junto al fuego.

María sentada en el banco, cansada, mira y sonríe. Todo está ya pronto. María se acomoda lo mejor que puede sobre el muelle de heno, con las espaldas apoyadas contra un tronco. José adorna todo aquel... ajuar, pone su manto como una cortina en la entrada que hace de puerta, una defensa muy pobre. Luego da a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de una cantimplora. «Duerme ahora» le dice. «Yo velaré para que el fuego no se apague. Afortunadamente hay leña. Esperamos que dure y que arda. Así podemos ahorrar el aceite de la lámpara.»

María obediente se acuesta. José la cubre con el manto de ella, y con la capa que tenía antes en los pies.

«Pero tú vas a tener frío...»

«No, María. Estoy cerca del fuego. Trata de descansar. Mañana será mejor.»

María cierra los ojos. No insiste. José se va a su rincón. Se sienta sobre una piedra, con pedazos de leña cerca. Pocos, que no durarán mucho por lo que veo.

Están del siguiente modo: María a la derecha con las espaldas a la... puerta, semi-escondida por el tronco y por el cuerpo del buey que se ha echado en tierra. José a la izquierda y hacia la puerta, por lo tanto, diagonalmente, y así su cara da al fuego, con las espaldas a María. Pero de vez en vez se voltea a mirarla y la ve tranquila, como si durmiese. Despacio rompe las varas y las echa una por una en la hoguera pequeña para que no se apague, para que dé luz, y para que la leña dure. No hay más que el brillo del fuego que ahora se reaviva, ahora casi está por apagarse. Como está apagada la lámpara de aceite, en la penumbra resaltan sólo la figura del buey, la cara y manos de José. Todo lo demás es un montón que se confunde en la gruesa penumbra.

NACIMIENTO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
(Escrito el 6 de junio de 1944)

Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria.

José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta -llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta- debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María.

«¿ No te has dormido?» le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: «Estoy orando.»

«¿Te hace falta algo?»

«Nada, José.»

«Trata de dormir un poco. Al menos de descansar.»

«Lo haré. Pero el orar no me cansa.»

«Buenas noches, María.»

«Buenas noches, José».

María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pezuña contra el suelo, otra cosa no se oye.

Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.

María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Solo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo solo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.

Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.

La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo...

La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.

El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo... ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.

La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen... y de ella emerge la Madre.

Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve sus manitas gorditas como capullo de rosa, y sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengüita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre su cabecita, sino sobre su pecho, donde palpita su corazoncito, que palpita por nosotros... allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano su Mamita con un beso inmaculado.

El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.

José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: «José, ven.»

José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: «Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.

A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.

«Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.

Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: «Heme aquí. En su Nombre, ¡oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer tu voluntad. Y con Él, yo, María y José, mi esposo. Aquí están tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, tu voluntad, para gloria tuya y por amor tuyo.» Luego María se inclina y dice: «Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.

«¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡No soy digno!» José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.

Pero María sonriente insiste: «Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales.»

José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: «¡Oh, Señor, Dios mío!» y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.

María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger su cabecita. «¿Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.

José mira a su alrededor. Piensa... «Espera» dice. «Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto.» Y se pone a hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. «Ya está» dice. «Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente...»

«Toma mi manto» dice María.

«Tendrás frío.»

«¡Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él.»

José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.

María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.

MARÍA RELATA EL NACIMIENTO DE JESÚS EN LA GRUTA DE BELÉN:
Hacia Belén con los apóstoles y discípulos
(Escrito el 3 de julio de 1945)

Salen de Betania a la primera sonrisa de la aurora. Jesús se dirige a Belén con su Madre, con María de Alfeo y con María Salomé. Les siguen los discípulos. El niño encuentra por todas partes motivos para alegrarse; las mariposas que despiertan, los pajaritos que cantan o caminan por el sendero, las flores que resplandecen con las perlas del rocío, la aparición de un rebaño en que hay muchos corderitos que balan. Pasado el río que está al sur de Betania, que se deshace en espumas, la comitiva se dirige a Belén en medio de dos series de colinas verdes con sus olivares y viñedos, con campos en los que apenas mieses doradas se ven. El valle es fresco, y el camino bastante bueno.

Simón de Jonás se adelanta, llega al grupo de Jesús y pregunta: «¿De acá se puede ir a Belén? Juan dice que la otra vez fuisteis por otros caminos.»

«Es verdad» responde Jesús, «pero es porque veníamos de Jerusalén. Por acá es más breve. Nos separaremos, como habéis decidido, en la tumba de Raquel que las mujeres quieren ver. Luego nos reuniremos en Betsur donde mi Madre quiere detenerse.»

«Así es... pero sería muy hermoso que estuviésemos todos... tu Madre especialmente... porque, en fin de cuentas, la Reina de Belén y de la gruta es Ella, y Ella sabe todo, todo, muy bien... Si lo oyese de sus labios... sería diferente... eso es todo.»

Jesús sonríe al mirar a Simón que insinúa dulcemente su gusto.
«¿Cuál gruta, padre?» pregunta Marziam.

«La gruta en donde nació Jesús.»

«¡Oh! ¡Qué bien! ¡También yo voy!...»

«¡Sería muy hermoso en realidad!» dicen María de Alfeo y Salomé.

«¡Muy hermoso! ... Sería regresar para atrás... cuando el mundo te ignoraba es verdad, pero que no te odiaba todavía... Sería encontrar otra vez el amor de los sencillos que no supieron dudar y amaron con humildad y fe... Para mí sería lo mismo que quitarse este peso de amargura que me taladra el corazón desde que sé que te odian, ponerlo allí, en el lugar en donde naciste... Debe quedar ahí la dulzura de tu mirada, de tu respiración, de tu sonrisa vaga, allí... y me acariciarían el alma que está tan amargada..» María llora quedito, con recuerdos y con tristeza.

«Si es así iremos, Mamá. Hoy tú eres la Maestra y Yo el niño que aprende.»

«Oh, ¡Hijo! ¡No! Tú siempre eres el Maestro...»

«No, Mamá. Simón de Jonás dijo bien. En la tierra de Belén tú eres la Reina. Es tu primer castillo. María, de la descendencia de David, guía a este pequeño pueblo a su morada.»

Iscariote hace intento de hablar, pero se calla. Jesús que lo ve y comprende, dice: «Si alguien por cansancio o por otra razón no quiere venir, que prosiga hasta Betsur.» Pero nadie dice nada. Prosiguen por el camino del valle que va en dirección de este a occidente. Después dan vuelta al norte para costear una colina que se interpone y así llegan al camino, que lleva de Jerusalén a Belén, exactamente cerca del cubo sobre el que hay una cúpula redonda, que señala la tumba de Raquel. Todos se acercan a orar respetuosamente.

«Aquí nos detuvimos, yo y José... está igual a entonces. Tan solo la estación es diferente. En ese entonces era un día frió de Casleu. Había llovido y los caminos estaban lodosos. Después sopló un viento helado y en la noche sobrevino la brisa. Los caminos se endurecieron, pero sobre de ellos pasaron los carros y la gente. Era como un mar lleno de barcas y mi asnito caminaba con fatiga...»

«Y tú, Madre mía, ¿no?»

«Oh, ¡Te tenía a Tí!...» Y lo mira con ojos tan dulces que conmueven. Vuelve a hablar: «La noche se acercaba y José estaba muy preocupado. A cada paso se estaba levantando un viento que cortaba... La gente se dirigía presurosa a Belén, chocando los unos contra los otros, y muchos se enojaban contra mi asnito que caminaba despacio, buscando donde poner las pezuñas... Parecía como si supiese que estabas Tú ahí... y que dormías la última noche en mi seno. Hacía frió... pero yo ardía. Sentía que estabas por llegar... ¿Llegar? Que podrías decir: 'Yo estaba aquí, desde hace nueve meses”. Pero entonces era como si bajases del Cielo. Los Cielos bajaban, bajaban sobre de mí, y yo veía sus resplandores... Veía arder la divinidad en su gozo de tu próximo nacimiento, y esos rayos me penetraban, me encendían, me abstraían ... de todo ... Frío ... viento ... gente ... ¡de todo! Veía a Dios. . . De cuando en cuando y con esfuerzo lograba traer mi corazón a la tierra y sonreía a José que tenía miedo del frío y del cansancio que soportaba, y que guiaba al asnito por temor de que tropezase, y que me envolvía en la manta por miedo de que me fuese a resfriar .. Pero nada podía acaecer. No sentía los empujones. Me parecía como si caminase sobre un camino de estrellas, entre nubes de luz, como si me llevasen ángeles... y sonreía... primero a ti... te miraba a través de la barrera de la carne. Te miraba dormir con los puñitos cerrados en tu lecho de rosas frescas; Tú, capullo de lirio... luego sonreía a mi esposo que estaba muy afligido, tan afligido, para darle ánimos... también a la gente que ignoraba que ya respiraba en el aire del Salvador... Nos detuvimos cerca de la tumba de Raquel para que descansase un poco el asnito y para comer poco de pan y olivas, nuestras provisiones de pobres. Yo no tenía hambre. No podía tener hambre... estaba colmada de alegría... Emprendimos otra vez el camino ... Venid. Os mostraré en donde encontramos al pastor... no creáis que me equivocaré. Vuelvo a vivir aquella hora y encuentro todos los lugares porque miro todo a través de una luz angelical. El ejército angélico tal vez aquí está de nuevo, invisible a nuestros ojos, pero visible a las almas con su resplandor, y así todo se descubre, todo se vuelve a ver. No pueden engañarse y me llevan... para alegría mía y vuestra. Ved, de aquel campo a éste vino Elías con sus ovejas, y José le pidió leche para mí. Y allí en ese prado, nos detuvimos mientras ordeñaba la leche caliente y restauradora, y le daba sus avisos a José.

Venid, venid... este es el sendero del último valle antes de llegar a Belén. Tomamos éste por el camino principal, al llegar a la ciudad, era un mar de gente y de animales... ¡Allí está Belén! Oh, ¡cómo lo amo! ¡Tierra querida de mis padres que me dieron el primer beso de mi Hijo! Te has abierto, buena y fragante como el pan, cuyo nombre tienes, para dar el Pan verdadero al mundo que muere de hambre. Me abrazaste como una madre, tú, en cuyo seno ha quedado el amor maternal de Raquel. Oh, tú, tierra santa, Belén davídica, primer templo dedicado al Salvador, a la Estrella matinal que nació de Jacob para indicar la ruta de los Cielos al linaje humano. ¡Mirad qué hermosa es la primavera! Pero también lo fue entonces, aunque los campos y los viñedos estaban desnudos. Un ligero velo de escarcha volvía a resplandecer en las ramas limpias, y parecían cubrirse de diamantes como si hubiesen sido envueltos en un velo impalpable paradisíaco. De las casas salía el humo. La cena se acercaba y el humo, que subía en espirales, hasta este borde, dejaba ver la ciudad que por no estar despejada no se descubría bien... Todo era limpio, silencioso... todo estaba en espera... de Ti, de Ti, ¡Hijo! La tierra presagiaba tu llegada... Te habrían presagiado también los betlemitas, pues no eran malos, aunque no lo creáis. No podían darnos hospedaje... En los hogares buenos y honrados de Belén se apretaban, arrogantes como siempre, sordos y soberbios, los que todavía ahora lo son, y que no podían sentirte... ¡Cuántos fariseos, saduceos, herodianos, escribas, essenios había! Oh, el que ahora ellos no puedan entender, les viene desde aquel entonces en que su corazón fue duro. Lo han cerrado al amor a aquella hermana suya, en aquella noche... y se quedaron, han permanecido en las tinieblas. Desde entonces rechazaron a Dios, al rechazar de su amor al prójimo.
Venid. Vamos a la gruta. Es inútil entrar en la ciudad. Los mejores amigos de mi Niño no están ya. Basta la naturaleza amiga con sus piedras, su río, su leña para hacer fuego. La naturaleza que sintió la llegada de su Señor... Venid sin miedo. Por aquí se da vuelta... Ved allí las ruinas de la Torre de David. ¡Oh! ¡Que la amo más que un palacio! ¡Benditas ruinas! ¡Bendito río! ¡Bendita planta que como por milagro te despojaste con el viento de todas tus ramas para que encontrásemos leña y pudiésemos encender fuego!»

María baja rápida a la gruta. Atraviesa el riachuelo sobre una tabla que hace de puente. Corre al lugar despejado en donde están las ruinas y cae de rodillas a sus umbrales. Se inclina y besa el suelo. La siguen los demás. Están conmovidos ... El niño, al que no ha dejado ni un momento, parece como si escuchase una narración maravillosa y sus ojitos negros absorben las palabras y acciones de María. No se pierde de nada.

María se levanta, entra: «Todo, todo como entonces... Con excepción de que era de noche... José hizo fuego a la entrada. Entonces, sólo entonces, al bajar del asnito, sentí qué cansada y fría estaba yo... nos saludó un buey. Fui a donde estaba, para sentir un poco de calor, para apoyarme en el heno... José, aquí donde estoy, extendió heno que me sirviese de lecho, y lo secó por mí y por ti, Hijo, con el fuego que encendió en aquel rincón... porque era bueno como un padre en su amor de esposo-ángel... y unidos de la mano, como dos hermanos extraviados en la oscuridad de la noche, comimos nuestro pan y queso. Luego se fue allí para echar leña en la hoguera. Se quitó el manto para que tapase la abertura... en realidad bajó el velo ante la gloria de Dios que descendía de los cielos, ante Ti, Jesús mío... yo me quedé sobre el heno, al calor de los dos animales, envuelta en mi manto y mi cobija de lana... ¡Querido esposo mío! En aquella hora temerosa en que me encontraba solamente ante el misterio de la maternidad, hora que la mujer por vez primera ignora del todo y para mí, la hora de mi única maternidad, me encontraba sumergida ante lo ignoto del misterio que sería ver al Hijo de Dios salir de mi carne mortal, y él, José, fue para mí como una madre, un ángel... mi consuelo... entonces y... siempre.

Luego el silencio y el sueño envolvieron a José... para que no viese lo que para mí era el beso cotidiano de Dios... y a mí me llegaron las ondas inconmensurables del éxtasis que provenían de un mar de delicias, que me elevaban de nuevo sobre las crestas luminosas cada vez más altas. Me llevaban arriba, arriba con ellas, en un océano de luz, de alegría, de paz, de amor, hasta encontrarme sumergida en el mar de Dios, del seno de Dios... Se oyó una voz de la tierra: «¿Duermes, María?» ¡Oh! ¡Tan lejana! ... un eco, un recuerdo de la tierra... Es tan débil que el alma no se sacude y no sé como se pueda decir. Entre tanto subo, subo en ese abismo de fuego, de felicidad infinita, de un preconocimiento de Dios... hasta Él, hasta Él... ¡Oh! Pero ¿eres Tú el que naciste de mí, o soy yo la que nací de fulgores Trinos, aquella noche? ¿Soy yo quien te di, o Tú me aspiraste para darme? No lo sé...

Y luego la bajada, de coro en coro, de astro en astro, de capa en capa, dulce, lenta, bienaventurada feliz como una flor que es llevada en alto por un águila y luego se le deja que se vaya, y que poco a poco desciende sobre las alas del aire, que se hace más hermosa a causa de la lluvia, con su arco iris que se eleva al cielo, y luego se encuentra en el lugar en donde nació... Mi diadema: ¡Tú! Tú sobre mi corazón...

Sentada aquí, después de haberte adorado de rodillas, te amé. Finalmente pude amarte sin las barreras de la carne; y de aquí me levanté para llevarte al amor del que como yo era digno de amarte entre los primeros. Y aquí, entre estas dos columnas rústicas, te ofrecí al Padre. Y aquí por primera vez estuviste sobre el pecho de José... luego te envolví entre pañales y juntos te colocamos aquí... Yo te mecía en mis brazos, mientras José secaba el heno en la hoguera y lo conservaba caliente, metiéndoselo en el pecho. Después allí ambos te adoramos. Inclinados sobre Ti, para aspirar tu aliento, para ver a qué grado puede conducir el amor, para llorar lágrimas que ciertamente se vierten en el cielo al ver la gloria inexhausta de Dios.»
María, que al recordar aquella noche ha ido y venido señalando los lugares, llena de amor, con un parpadear de llanto en sus ojos azules y con una sonrisa de alegría en su boca, se inclina ahora sobre su Jesús, que está sentado sobre una gran piedra, y lo besa en los cabellos, llorando, adorándolo como en aquel entonces ...

«Y luego los pastores vinieron a adorarte aquí adentro con su buen corazón. Era el primer suspiro de la tierra que entraba con ellos. Era el olor de la humanidad, de rebaños, de heno. Y afuera los ángeles, que te adoraban con amor, que te cantaban con cánticos que jamás repetirá creatura humana; que te amaban con el amor de los cielos, con el aire del cielo que entraba con ellos, que te traían con sus fulgores... tu nacimiento, ¡oh bendito!...»

María está arrodillada al lado de su Hijo y llora de emoción con la cabeza apoyada sobre sus rodillas. Nadie se atreve a romper el silencio. Más o menos emocionados los presentes se dirigen miradas, como si sobre las telarañas y piedras toscas esperasen ver pintada la escena que acababan de escuchar...

María vuelve a decir: «Éste fue el nacimiento de mi Hijo. Nacimiento infinitamente sencillo, infinitamente grande. Lo he referido con mi corazón de mujer, no con palabras sabias de un maestro. No hubo nada más, porque fue la cosa más grande de la tierra, escondida bajo las apariencias más comunes.»

«¿Y al día siguiente? ¿Y luego?» Preguntan varios, entre cuyas voces están las de las dos Marías.

«¿El día siguiente? Oh, muy sencillo. Fui la madre que amamanta a su niño, que lo lava, que lo envuelve en pañales como lo hacen todas las madres. Calentaba el agua, que tomaba del río cercano, sobre el fuego encendido allá afuera para que el humo no hiciese llorar a estos ojitos azules, en el rincón más separado, en una vieja jofaina lavaba a mi Hijo y le ponía pañales frescos. Iba al río a lavar estos y los ponía a secar al sol... y luego, alegría que no puede descifrarse, ponía a mi Hijo sobre mi pecho y el bebía mi leche. Se ponía cada día más bonito y feliz. El primer día, en la hora de más calor, fui a sentarme allí afuera para verlo mamar. Aquí la luz no entra, se filtra, y luz y llama dan aspectos caprichosos a las cosas. Fui allá afuera al sol... y miré al Verbo encarnado. La madre conoció entonces a su Hijo, y la sierva de Dios a su Señor. Y fui mujer y adoradora... Después la casa de Ana... Los días que pasaste en la cuna, tus primeros pasos, tus primeras palabras... Pero esto sucedió después, a su tiempo ... Nada, nada fue semejante a la hora en que naciste... sólo cuando regrese a Dios encontraré esa plenitud...»

«Pero... ¡partir así cuando se acercaba! ¡Qué imprudencia! ¿Por qué no esperaron?... El decreto concedía un lapso largo de tiempo para casos excepcionales como el nacimiento o enfermedad... Alfeo me lo dijo...» dice María de Alfeo.

«¿Esperar? Oh, ¡no! Aquella tarde cuando José llevó la noticia, tú y yo, Hijo saltamos de alegría. Era la llamada... porque aquí, sólo aquí debías de nacer, como habían predicho los profetas; y aquel decreto imprevisto fue como un cielo piadoso que borraba de José aún el recuerdo de su sospecha. Era lo que esperaba para ti, para él, para el mundo judío y para el mundo futuro, hasta la consumación de los siglos. Estaba dicho. Y como tal así sucedió. ¡Esperar! ¿Puede la novia poner obstáculos a su sueño de bodas? ¿Por qué esperar?»

«Por todo lo que podía suceder...» vuelve a decir María de Alfeo.

«No tenía ningún miedo. Me apoyaba en Dios.»

«Pero ¿sabías que todo sucedería así?»

«Nadie me lo había dicho, y de hecho no pensaba en ello, tanto que para dar ánimos a José permití que él y vosotros dudaseis de que el tiempo de su nacimiento no estaba cercano. Pero yo sabía, sabía que para la Fiesta de las Luces habría nacido la Luz del Mundo.»

«Tú más bien, mamá, ¿por qué no acompañaste a María? Y ¿por qué no pensó en ello mi padre? Deberíais haber venido también vosotros aquí. ¿No vinisteis todos?» Pregunta con un tono de reproche Judas Tadeo.

«Tu padre había decidido venir después de las Encenias y lo dijo a su hermano, pero José no quiso esperar.»

«Pero tú al menos...» le objeta Tadeo.

«No le reproches, Judas. De común acuerdo encontramos que era justo poner un velo sobre el misterio de este nacimiento.»

«¿Sabía José que sucedería con esas señales? Si tú no lo sabías, ¿cómo podía saberlas él?»

«No sabíamos nada, excepto de que El debía nacer.»

«¿Entonces?»

«Entonces la Sabiduría divina nos guió, como era justo. El nacimiento de Jesús, su presencia en el mundo, debía presentarse sin nada que fuese extraordinario, que pudiese incitar a Satanás. Vosotros veis que el rencor que existe todavía en Belén contra el Mesías es una consecuencia de su primera epifanía. La envidia diabólica se aprovechó de la revelación para derramar sangre, odio. ¿Estás contento, Simón de Jonás, que ni hablas y como que ni respiras?»

«Muy contento... tanto, que me parece estar fuera del mundo, en un lugar todavía más santo que si estuviese más allá que el velo del Templo... tanto que... ahora que te he visto en este lugar y con la luz de entonces, creo siempre haberte tratado con respeto, como a una mujer, una gran mujer. Ahora... ahora no me atreveré a decirte como antes: 'María'. Para mí, antes, eras la Mamá de mi Maestro, ahora, ahora te he visto sobre las cimas de esas ondas celestiales. Te he visto cual reina, y yo miserable soy tu esclavo» se arroja en tierra y besa los pies de María.

Jesús ahora habla: «Levántate, Simón. Ven aquí, cerca de Mí.»

Pedro va a la izquierda de Jesús, porque María está a la derecha: «¿Quienes somos ahora nosotros? » Pregunta Jesús.

«¿Nosotros? ... Somos Jesús, María y Simón.»

«Muy bien. Pero... ¿cuántos somos?»

«Tres, Maestro.»

«Entonces, una trinidad. Un día en el Cielo, en la divina Trinidad afloró un pensamiento: 'Ahora es tiempo de que el Verbo vaya a la tierra', y en un palpitar amoroso el Verbo vino a la tierra. Se separó por esto del Padre y del Espíritu Santo. Vino a trabajar a la tierra. En el Cielo los dos se habían quedado, contemplando las obras del Verbo, permaneciendo más unidos que nunca para fundir Pensamiento y Amor para ayudar a la Palabra que obra en la tierra. Llegará un día en que del cielo se oirá una orden: “Es tiempo que regreses porque todo está cumplido' y entonces el Verbo regresará a los cielos, así... (Jesús da un paso atrás dejando a María y a Pedro en donde estaban) y de lo alto del cielo contemplará las obras de los dos que han quedado en la tierra, los cuales, por un movimiento santo, se unirán más que nunca, para unir poder y amor y con ellos cumplir el deseo del Verbo: “La Redención del Mundo a través de la perpetua enseñanza de su Iglesia'. Y el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo con sus rayos de luz entretejerán una cadena para estrechar siempre más a los dos que quedan sobre la tierra: a mi Madre, el amor; y a ti, el poder. Debes, sí, tratar a María como a Reina pero no como esclavo. ¿No te parece?»

«Me parece todo lo que quieras. ¡Estoy anonadado! ¿Yo el poder? Oh, si debo ser el poder, ¡entonces no me queda más que apoyarme sobre Ella! Oh, Madre de mi Señor, no me abandones jamás, jamás...»

«No tengas miedo. Te tendré siempre así de la mano, como hacía con mi Niño, hasta que fue capaz de caminar por Sí solo.»

«Y ¿luego?»

«Luego te sostendré con mis plegarias. ¡Ea! Simón, no dudes jamás del poder de Dios. No dudé yo, ni tampoco José. Tampoco debes hacerlo. Dios ayuda hora tras hora, si permanecemos humildes y fieles... Venid ahora acá afuera, cerca del río, a la sombra del árbol que, si estuviese más avanzada la estación del verano, nos proporcionaría manzanas. Venid. Comeremos antes de irnos... ¿En dónde, Hijo mío?»
«En Yala. Está cerca. Y mañana iremos a Betsur.»

Se sientan bajo la sombra del manzano y María se recarga sobre el tronco. Bartolomé la mira fijamente, cómo acepta de su Hijo los alimentos que ha bendecido. ¡Tan joven y todavía emocionada celestialmente con la revelación que acaba de escuchar! Sonríe a su Hijo con ojos de amor y dice en voz baja: «' A la sombra de él me senté y su comida fue dulce a mi paladar'.»

Le responde Judas Tadeo: «Es verdad. Ella languidece de amor, pero no se puede decir que despertó bajo un manzano.»

«Y ¿por qué no hermano? ¿Qué sabemos nosotros de los secretos del Rey?» Responde Santiago de Alfeo.

Y Jesús sonriendo dice: «La nueva Eva fue concebida por el Pensamiento a los pies del manzano paradisíaco para que con su sonrisa y llanto ahuyentase a la serpiente y desintoxicase el fruto envenenado. Ella se convirtió en árbol por el fruto redentor. Venid, amigos y comed de él. Porque alimentarse de su dulzura es alimentarse de la miel de Dios.»

«Maestro, responde a una pregunta mía que hace tiempo he querido hacerte. El Cántico de que estamos hablando ¿incluye a Ella?» Pregunta despacio Bartolomé mientras María se ocupa del niño y habla con las mujeres.

«Desde el principio del libro se habla de Ella, y de Ella se hablará en los libros futuros hasta que la palabra del hombre se cambie en el sempiterno hosanna de la eterna Ciudad de Dios» y Jesús se dirige a las mujeres.

«¡Cómo se percibe que desciende de David! ¡Qué Sabiduría! ¡Qué poesía!» Dice Zelote hablando con sus compañeros.

«Pues bien» interviene Iscariote que todavía bajo los sentimientos de días anteriores habla poco, pero tratando de volver a tener la misma franqueza de antes, dice: «pues bien yo querría comprender por qué debió acaecer la Encarnación. Sólo Dios puede hablar de modo que derrote a Satanás. Sólo Dios puede tener el poder de redención. Esto no lo dudo. Pero me parece que el Verbo no debía de haberse envilecido tanto haciéndose como los demás hombres, y sujetándose a las miserias de la infancia y de las demás de la vida. ¿No habría podido aparecer con forma humana, ya adulto, en forma adulta? O si quería tener una Madre, ¿podía haberse buscado una adoptiva, así como hizo con su padre? Me parece que una vez se lo pregunté, pero no me respondió ampliamente, o no lo recuerdo.»

«Pregúntaselo; pues que de eso estamos hablando...» dice Tomás.

«Yo no. Lo hice enojar un poco y no me siento perdonado. Preguntádselo por mí.»

«Pero, perdona. Nosotros aceptamos todo sin tener elucubraciones, y ¿debemos hacer la pregunta? ¡No es justo!» Replica Santiago de Zebedeo.

«¿Qué cosa no es justo?» pregunta Jesús.

Silencio. Zelote se hace intérprete de los demás.

«No te guardo rencor. Esto ante todo. Hago las observaciones necesarias, sufro y perdono. Esto para quien tiene miedo, fruto todavía de su turbación. En cuanto a la Encarnación real que llevé a cabo, escuchad: 'Es justo que así haya sido”. En el futuro Muchos caerán en errores sobre mi Encarnación, y me darán exactamente las formas erróneas que Judas querría que hubiese tomado. Hombre, aparentemente con cuerpo, pero en realidad, fluido como un juego de luces, por lo cual sería y no sería carne real. Y sería y no sería verdadera maternidad de María. En verdad Yo tengo un cuerpo real y María, en verdad, es la Madre del Verbo Encarnado. Si la hora del nacimiento no fue sino un éxtasis, la razón es, porque Ella es la nueva Eva sin peso de culpa y sin herencia de castigo. Pero no me envilecí al descansar en Ella ¿acaso el maná encerrado en el Tabernáculo se envileció?'. No, antes bien se honró con estar ahí. Otros dirán que no teniendo Yo cuerpo real, no padecí y no morí durante mi permanencia en la tierra. No pudiendo negar que Yo existí, se negará mi Encarnación real, o mi Divinidad verdadera. En verdad os digo que soy Uno con el Padre in eterno, y estoy unido a Dios como hombre, porque en verdad ha acontecido que el Amor haya llegado a lo inimaginable en su perfección, revistiéndose de carne para salvar la carne. A todos estos errores responde mi vida entera, que da sangre desde mi nacimiento hasta la muerte, y que se ha sujetado a lo que es común con el hombre excepto el pecado. Nacido, sí, de Ella. Y para vuestro bien. Vosotros no sabéis cómo se ablanda la Justicia desde que tiene a la Mujer como colaboradora. ¿Estás contento ahora, Judas?»

«Sí, Maestro.»

«Haz lo mismo conmigo.»

Iscariote inclina la cabeza, avergonzado, y tal vez emocionado ante una bondad tan grande.

Se quedan allí por un poco más de tiempo bajo el manzano. Quién duerme, quién ronca. María se levanta, vuelve a la cueva, Jesús la sigue...



4º La presentación del Niño Jesús en el Templo

Veo que de una casita modestísima sale una pareja de personas. Por una escalerita externa baja una jovencísima madre con un niño en brazos envuelto en un lienzo blanco.

Reconozco a esta Mamá nuestra. Es la misma de siempre: pálida y rubia, grácil y muy fina en todos sus movimientos. Va vestida de blanco y arropada con un manto azul pálido, cubre su cabeza un velo blanco. Lleva con mucho cuidado a su Niño.

Al pie de la escalera la está aguardando José al lado de un burrito pardo. José, tanto por lo que se refiere a la túnica como al manto, está vestido todo de marrón claro. Mira a María y le sonríe. Cuando María llega hasta el burrito, José se pasa las riendas del borriquillo al brazo izquierdo y para que María pueda sentarse mejor en la albardilla del asno, toma un momento al Niño, que duerme tranquilo. Luego le vuelve a dar a Jesús y se ponen en camino.

José va andando al lado de María, sujetando siempre por las riendas al jumento y poniendo cuidado en que éste vaya derecho y sin tropiezos. María tiene a Jesús en el regazo, y, como si tuviera miedo a que cogiese frío, le extiende encima un borde de su manto. Los dos esposos hablan poquísimo, pero se sonríen frecuentemente.

El camino, que no es ningún modelo de vía, en una campiña desnuda por la estación que corre, se articula en varias direcciones. Algún que otro viajero se cruza con ellos dos, o los alcanza, pero son raros.

Luego pueden verse algunas casas y unos muros que recintan la ciudad. Los dos esposos entran en ella por una puerta y comienzan el recorrido por la calzada urbana, hecha de adoquines muy separados. El camino es ahora mucho más difícil, ya porque haya un tráfico que en todo momento hace que el burro se detenga, ya porque éste, por las piedras y los agujeros de las piedras que faltan, haga continuamente movimientos bruscos, los cuales incomodan a María y al Niño.

La calle no es horizontal; sube, aunque ligeramente; es estrecha, entre casas altas de puertecitas estrechas y bajas, de escasas ventanas que dan a la calle. Arriba el cielo se asoma en multitud de listas azules entre unas casas y otras, o más exactamente entre unas terrazas y otras; abajo, en la calle, hay gente y rumor de voces, y se cruzan otras personas a pie o en burros, o llevando jumentos cargados, y otras que van detrás de una caravana de camellos que dificulta el paso. En un momento dado, pasa, con gran ruido de cascos y de armas, una patrulla de legionarios romanos, que desaparece tras un arco que está a caballo de uno y otro lado de una vía muy estrecha y pedregosa.

José gira a la izquierda y toma una calle más ancha y más bonita. Al fondo de la misma veo el muro almenado que ya conozco.

María, al llegar a una puerta en que hay una especie de paradero para otros burros, baja del suyo. Digo “paradero” porque es una especie de cabaña grande, o, mejor, de cobertizo, donde hay paja esparcida por el suelo y unos palos con unas argollas para atar a los cuadrúpedos.

José da algunas monedas a un hombre que ha venido. Con ellas se procura un poco de heno, luego saca un cubo de agua de un pozo tosco que hay en un ángulo y da las dos cosas al burrito. Después se llega de nuevo hasta donde María y ambos entran en el recinto del Templo.

Se dirigen, primero, hacia un pórtico donde están aquellos a quienes Jesús, pasado el tiempo, pegará egregiamente con un azote, o sea, los vendedores de tórtolas y corderos y los cambistas. José compra dos pichones blancos. No cambia el dinero. Se entiende que tiene ya el que necesita.

José y María se dirigen hacia una puerta lateral que tiene ocho escalones –creo que también las otras puertas; es como si el cubo del Templo estuviera elevado respecto al resto del suelo-. Ésta tiene un gran atrio, como los portales de nuestras casas de ciudad (para que se haga usted una idea), pero más vasto y ornado. En él, a la derecha y a la izquierda, hay como dos altares, dos volúmenes rectangulares cuya finalidad de momento no entiendo bien (parecen pilas, poco profundas: la parte interna es más baja, en algunos centímetros, respecto al borde externo).

Viene un sacerdote –no se si motu proprio o es que José le ha llamado-. María ofrece los dos pobres pichones, y yo, que comprendo cuál será su suerte, dirijo la mirada a otra parte. Observo la decoración de la recargadísima puerta, del techo y del atrio. Me parece ver con el rabillo del ojo que el sacerdote asperja a María con agua. Debe ser agua porque no veo manchas en su vestido. Luego María, que junto con los dos pichones había dado un montoncillo de monedas al sacerdote –me había olvidado de decirlo-, entra con José en el Templo propiamente dicho, acompañada por el sacerdote.

Miro a todas partes. Es un lugar decoradísimo. Cabezas de ángeles esculpidas y palmas y ornatos se extienden por las columnas, las paredes y el techo. La luz penetra por unas curiosas ventanas alargadas, estrechas, naturalmente sin cristales, y abiertas en diagonal con respecto a la pared. Supongo que será para impedir que entre el agua cuando llueve torrencialmente.

María se adentra hasta un determinado punto en que se detiene. Unos metros más adelante hay otros escalones y encima hay otra especie de altar, tras el cual hay otra construcción.

Ahora me doy cuenta de que no estaba en el Templo, como creía, sino en lo que rodea al Templo propiamente dicho, o sea, al Santo; traspasar su linde, aparte de los sacerdotes, parece que nadie puede hacerlo. Lo que yo creía que era el Templo, por tanto, no es sino un vestíbulo cerrado, que rodea por tres partes al Templo, que custodia el Tabernáculo. No sé si me he explicado bien; de todas formas, yo no soy ni arquitecta ni ingeniera.

María ofrece el Niño –que se ha despertado y dirige a su alrededor sus ojitos inocentes, con esa mirada de asombro propia de los niños de pocos días- al sacerdote. Éste le toma y le eleva extendiendo los brazos, vuelto hacia el Templo, dando la espalda a esa especie de altar que está encima de aquellos escalones. El rito ha quedado cumplido. La Madre recibe de nuevo al Niño y el sacerdote se marcha.

Algunos miran curiosos. Entre ellos se abre paso un viejecito que camina encorvado y renco apoyándose en un bastón. Debe ser muy anciano –para mí, sin duda, de más de ochenta años-. Se acerca a María y le solicita por un momento al Pequeñuelo. María, sonriendo, se lo concede.

Simeón –que yo siempre había creído que pertenecía a la casta sacerdotal y que, sin embargo, a juzgar al menos por el vestido, es un simple fiel- le toma y le besa. Jesús le sonríe con ese gesto mimoso, incierto, de los lactantes. Parece que le observa curioso, porque el viejecillo llora y ríe al mismo tiempo, y sus lágrimas crean todo un bordado de destellos que se insinúa entre las arrugas y que perla su larga barba blanca hacia la cual Jesús tiende sus manitas. Es Jesús, pero es un niñito pequeñín, y todo lo que se mueve delante de Él atrae su atención, y se le antoja tomarlo para entender mejor lo que es. María y José sonríen, como también las otras personas que están presentes, que celebran la hermosura del Pequeñuelo.

Oigo las palabras del santo anciano y veo la mirada de asombro de José, la mirada emocionada de María, y las de la pequeña multitud (quién se muestra asombrado y emocionado, quién, al oír las palabras del anciano, ríe irónicamente). Entre éstos hay algún barbudo y pomposo miembro del Sanedrín, y menean la cabeza mirando a Simeón con irónica piedad. Deben pensar que ha perdido la razón por la edad.

La sonrisa de María se difumina en su avivada palidez cuando Simeón le anuncia el dolor. A pesar de que Ella ya lo sepa, esta palabra le traspasa el espíritu. Se acerca más a José, María, buscando consuelo; estrecha con pasión a su Niño contra su pecho, y bebe, como alma sedienta, las palabras de Ana, la cual, siendo mujer, siente compasión de su sufrimiento y le promete que el Eterno le mitigará con sobrenatural fuerza la hora del dolor. “Mujer, a Aquel que ha dado el Salvador a su pueblo no le faltará el poder de otorgar el don de su ángel para confortar tu llanto. Nunca les ha faltado la ayuda del Señor a las grandes mujeres de Israel, y tú eres mucho más que Judit y que Yael. Nuestro Dios te dará corazón de oro purísimo para aguantar el mar de dolor por el que serás la Mujer más grande de la creación, la Madre. Y tú, Niño, acuérdate de mí en la hora de tu misión”.

Y aquí me cesa la visión.

2 de febrero de 1944.

Dice Jesús:

“De la descripción que has hecho, brotan para todos dos enseñanzas.

Primera: no se manifiesta la verdad a aquel sacerdote que, aun estando inmerso en los ritos, tiene su espíritu ausente; antes bien, se revela a un simple fiel.

El sacerdote –siempre en contacto con la Divinidad, orientado al cuidado de cuanto concierne a Dios, dedicado a todo aquello que es superior a la carne- habría debido intuir en seguida quién era el Niño que ofrecían al Templo esa mañana. Mas, para poder intuir, necesitaba tener un espíritu vivo, y no solamente una vestidura externa de un espíritu que, si no estaba muerto, sí al menos muy soñoliento.

El Espíritu de Dios, puede, si quiere, tronar como un rayo y sacudir como un terremoto al espíritu más cerrado; puede hacerlo. Pero, generalmente –porque es Espíritu de orden como es Orden Dios en cada una de sus Personas y en su modo de actuar-, se efunde y habla, no digo donde existe mérito suficiente para recibir sus manifestaciones –en ese caso, muy pocas veces se manifestaría, y tú no conocerías tampoco sus luces-, sino en donde ve la “buena voluntad” de merecer su manifestación.

¿Cómo se hace notoria esta buena voluntad? Con una vida hecha toda de Dios hasta donde os es posible. En la fe, en la obediencia, en la pureza, en la caridad, en la generosidad, en la oración. No en las prácticas. En la oración, Hay menos diferencia entre la noche y el día que entre las prácticas y la oración. Ésta es comunión de espíritu con Dios, de la cual salís con vigor nuevo y decididos a ser cada vez más de Dios. Aquéllas son una costumbre cualquiera, con objetivos diversos pero siempre egoístas, y que os deja como erais; es más, os agrava con culpa de embuste o de desidia.

Simeón tenía esta buena voluntad. La vida no le había escatimado ni trabajos ni pruebas. Pero él no había perdido su buena voluntad. Los años y las vicisitudes no habían mellado, ni removido, su fe en el Señor, en sus promesas, como tampoco habían cansado su buena voluntad de ser cada vez más digno de Dios. Y Dios, antes de que los ojos de su siervo fiel se cerrasen a la luz del Sol –en espera de volver a abrirse al Sol de Dios rutilante desde los Cielos, abiertos a mi ascensión después del Martirio- le mandó el rayo de luz del Espíritu para que le guiara al Templo y ver así la Luz que había venido al mundo.

“Movido por el Espíritu Santo” dice el Evangelio. ¡Oh! ¡si los hombres supieran qué perfecto Amigo es el Espíritu Santo; qué Guía, qué Maestro! ¡Oh, si amaran los hombres, e invocaran, a este Amor de la Santísima Trinidad, a esta Luz de la Luz, a este Fuego del Fuego, a esta Inteligencia, a esta Sabiduría! ¡Cuánto más sabrían de aquello que es necesario saber!

Mira, María; mirad, hijos. Simeón esperó durante toda una larga vida “ver la Luz”; saber que se había cumplido la promesa de Dios, Pero no dudó nunca. Nunca se dijo a sí mismo: “Es inútil que persevere en esperar y en orar”. Perseveró. Y obtuvo “ver” lo que no vieron ni el sacerdote ni los miembros del Sanedrín, que estaban llenos de soberbia y completamente ofuscados: al Hijo de Dios, al Mesías, al Salvador en esa carne infantil que le daba calor y sonrisas. Recibió, a través de mis labios de Niño, la sonrisa de Dios, como primer premio por su vida honrada y pía.

Segunda lección: las palabras de Ana. Ella, profetisa, también ve en mí, recién nacido, al Mesías. Esto, dada su capacidad de profecía, sería natural; pero, escucha, escuchad lo que, impulsada por la fe y la caridad, dice a mi Madre... e iluminad con ello vuestro espíritu, ese espíritu vuestro que tiembla en este tiempo de tinieblas y en esta Fiesta de la Luz. Dice: “A Aquel que ha otorgado un Salvador no le faltará el poder de enviar a su ángel para confortar tu llanto, el vuestro.”

Considerad que Dios se ha dado para cancelar la obra de Satanás en los espíritus. ¿No va a poder derrotar ahora a los diablos que os torturan? ¿No va a poder enjugar vuestro llanto, dispersando a estos diablos y volviendo a enviar de nuevo la paz de su Cristo? ¿Por qué no se lo pedís con fe? Pero con fe verdadera, impetuosa, una fe ante la cual el rigor de Dios –indignado por tantas culpas vuestras- caiga con una sonrisa, y llegue el perdón, que es ayuda, y venga su bendición, como arco iris, a esta tierra que se hunde en un diluvio de sangre querido por vosotros mismos.

Considerad que el Padre, después de haber castigado a los hombres con el diluvio, se dijo a sí mismo y a su Patriarca: “No volveré a maldecir la tierra a causa de los hombres, porque los sentidos y los pensamientos del corazón humano están inclinados al mal ya desde la adolescencia; por tanto no volveré a castigar a todo ser vivo, como he hecho”. Y se ha mostrado fiel a su palabra; no ha vuelto a mandar el diluvio. Sin embargo, vosotros ¿cuántas veces os habéis dicho, y habéis dicho a Dios: “Si nos salvamos esta vez, si nos salvas, no volveremos jamás a hacer guerras, nunca jamás”, para hacerlas luego y cada vez más tremendas? ¿Cuántas veces, ¡oh falsos!, y sin respeto hacia el Señor y hacia vuestra palabra? Y, no obstante, Dios os ayudaría una vez más si la gran masa de los fieles le llamase con fe y amor impetuoso.

¡Oh, vosotros –demasiado pocos para contrapesar a los muchos que mantienen vivo el rigor de Dios- vosotros, los que, a pesar del tremendo presente amenazador, que crece por momentos, permanecéis de todas formas devotos a Él, depositad vuestras fatigas a los pies de Dios! Él sabrá enviaros a su ángel, como envió al Salvador al mundo. No temáis. Estad unidos a la Cruz, que siempre ha vencido las insidias del demonio, el cual viene, con la crueldad de los hombres y con las tristezas de la vida, a tratar de reducir a la desesperación –o sea, a que queden separados de Dios- a los corazones que no puede atrapar de otra manera”.



5º El Niño Jesús, perdido y hallado en el Templo

41. La disputa de Jesús con los doctores en el Templo. La angustia de la Madre y la respuesta del Hijo.

28 de enero de 1944.

Veo a Jesús. Es ya un adolescente. Lleva una túnica blanca que le llega hasta los pies; me parece que es de lino. Encima, se coloca, formando elegantes pliegues, una prenda rectangular de un color rojo pálido. Lleva la cabeza descubierta. Los cabellos, de una coloración más intensa que cuando le vi de niño, le llegan hasta la mitad de las orejas. Es un muchacho de complexión fuerte, muy alto para su edad (muy tierna aún, como refleja el rostro).

Me mira y me sonríe tendiendo las manos hacia mí. Su sonrisa de todas formas se asemeja ya a la que le veo de adulto: dulce y más bien seria. Está solo. Por ahora no veo nada más. Está apoyado en un murete de una callecita toda en subidas y bajadas, pedregosa y con una zanja que está aproximadamente en su centro y que en tiempo de lluvia se transforma en regato; ahora, como el día está sereno, está seca.

Me da la impresión de estarme acercando yo también al murete y de estar mirando alrededor y hacia abajo, como está haciendo Jesús. Veo un grupo de casas; es un grupo desordenado: unas son altas; otras, bajas; van en todos los sentidos. Parece –haciendo una comparación muy pobre pero muy válida- un puñado de cantos blancos esparcidos sobre un terreno oscuro. Las calles, las callejas, son como venas en medio de esa blancura. Ora aquí, ora allá, hay árboles que descuellan por detrás de las tapias; muchos de ellos están en flor, muchos otros están ya cubiertos de hojas nuevas: debe ser primavera.

A la izquierda respecto a mí que estoy mirando, se alza una voluminosa construcción, compuesta de tres niveles de terrazas cubiertas de construcciones, y torres y patios y pórticos; en el centro se eleva una riquísima edificación, más alta, majestuosa, con cúpulas redondeadas, esplendorosas bajo el sol, como si estuvieran recubiertas de metal, cobre u oro. El conjunto está rodeado por una muralla almenada (almenas de esta forma: M, como si fuera una fortaleza). Una torre de mayor altura que las otras, horcada en su base sobre una vía más bien estrecha y en subida, cual severo centinela, domina netamente el vasto conjunto.

Jesús observa fijamente ese lugar. Luego se vuelve otra vez, apoya de nuevo la espalda sobre el murete, como antes, y dirige su mirada hacia una pequeña colina que está frente al conjunto del Templo. El collado sufre el asalto de las casas sólo hasta su base, luego aparece virgen. Veo que una calle termina en ese lugar, con un arco tras el cual sólo hay un camino pavimentado con piedras cuadrangulares, irregulares y mal unidas; no son demasiado grandes, no son como las piedras de las calzadas consulares romanas; parecen más bien las típicas piedras de las antiguas aceras de Viareggio (no sé si existen todavía), pero colocadas sin conexión: un camino de mala muerte. El rostro de Jesús toma un aspecto tan serio, que yo fijo mi atención buscando en este collado la causa de esta melancolía. Pero no encuentro nada de especial; es una elevación del terreno, desnuda, nada más. Eso sí, cuando me vuelvo, he perdido a Jesús; ya no está ahí. Y me quedo adormilada con esta visión.

...Cuando me despierto, con el recuerdo en mi corazón de lo que he visto, recobradas un poco las fuerzas y en paz, porque todos están durmiendo, me encuentro en un lugar que nunca antes había visto. En él hay patios y fuentes, pórticos y casas (más bien pabellones, porque tienen más las características de pabellones que de casas). Hay una gran muchedumbre de gente vestida al viejo uso hebreo, y... mucho griterío. Me miro a mi alrededor y, al hacerlo, me doy cuenta de que estoy dentro de esa construcción que Jesús estaba mirando; efectivamente, veo la muralla almenada que circunda el conjunto, y la torre centinela, y la imponente obra de fábrica que se yergue en su centro, pegando a la cual hay pórticos, muy bellos y amplios, y, bajo éstos, multitud de personas ocupadas, quiénes en una cosa, quiénes en otra.

Comprendo que se trata del recinto del Templo de Jerusalén. Veo fariseos, con sus largas vestiduras ondeantes, sacerdotes vestidos de lino y con una placa de precioso material en la parte superior del pecho y de la frente, y con otros reflejos brillantes esparcidos aquí o allá por los distintos indumentos, muy amplios y blancos, ceñidos a la cintura con un cinturón también de material precioso. Luego veo a otros, menos engalanados, pero que de todas formas deben pertenecer también a la casta sacerdotal, y que están rodeados de discípulos más jóvenes que ellos; comprendo que se trata de los doctores de la Ley. Entre todos estos personajes me encuentro como perdida, porque no sé qué pinto yo ahí.

Me acerco al grupo de los doctores, donde ha comenzado una disputa teológica. Mucha gente hace lo mismo.

Entre los “doctores” hay un grupo capitaneado por uno llamado Gamaliel y por otro, viejo y casi ciego, que apoya a Gamaliel en la disputa; oigo que le llaman Hil.lel (pongo la hache porque oigo una aspiración al principio del nombre), y creo que es o maestro o pariente de Gamaliel: lo deduzco de la confidencia y al mismo tiempo respeto con que éste le trata. El grupo de Gamaliel es de mentalidad más abierta, mientras que el otro grupo, que es el más numeroso, está dirigido por uno llamado Siammai, y adolece de esa intransigencia llena de resentimiento, y retrógrada, tan claramente descrita por el Evangelio.

Gamaliel, rodeado de un nutrido grupo de discípulos, habla de la venida del Mesías, y, apoyándose en la profecía de Daniel, sostiene que el Mesías debe haber nacido ya, puesto que ya han pasado unos diez años desde que se cumplieron las setenta semanas profetizadas contando desde que fue publicado el decreto de reconstrucción del Templo. Siammai le plantea batalla afirmando que, si bien es cierto que el Templo fue reconstruido, no es menos cierto que la esclavitud de Israel ha aumentado, y que la paz que debía haber traído Aquel que los Profetas llaman “Príncipe de la paz” está bien lejos de ser una realidad en el mundo, y especialmente en Jerusalén, oprimida bajo el peso de un enemigo que osa extender su dominio hasta incluso dentro del recinto del Templo, controlado por la Torre Antonia, que está llena de legionarios romanos dispuestos a aplacar con la espada cualquier tumulto de independencia patria.

La disputa, llena de cavilosidades, está destinada a durar. Cada uno de los maestros hace alarde de erudición, no tanto para vencer a su rival, cuanto para atraerse la admiración de los que escuchan; este propósito es evidente.

Del interior del nutrido grupo de fieles se oye una tierna voz de niño: “Gamaliel tiene razón”.

Movimiento en la gente y en el grupo de doctores: buscan al que acaba de interrumpir; de todas formas, no hace falta buscarle, Él no se esconde; antes bien, se abre paso entre la gente y se acerca al grupo de los “rabíes”. Reconozco en Él a mi Jesús adolescente. Se le ve seguro y franco, y sus ojos centellean llenos de inteligencia.

“¿Quién eres?” le preguntan.

“Un hijo de Israel que ha venido a cumplir con lo que la Ley ordena”.

Gusta esta respuesta intrépida y segura, y obtiene sonrisas de aprobación y de benevolencia. Despierta interés el pequeño israelita.

“¿Cómo te llamas?”.

“Jesús de Nazaret”.

Y aquí acaba la benevolencia del grupo de Siammai. Sin embargo, Gamaliel, más benigno, prosigue el diálogo junto con Hil.lel. Es más, es Gamaliel el que, con deferencia, le dice al anciano: “Pregúntale alguna cosa al niño”.

“¿En qué basas tu seguridad?” pregunta Hil.lel.

(Encabezo las respuestas con los nombres para abreviar y para que sea más claro).

Jesús: “En la profecía, que no puede errar respecto a la época, y en los signos que la acompañaron cuando llegó el tiempo de su cumplimiento. Cierto es que César nos domina. Pero el mundo gozaba de gran paz y estaba muy tranquila Palestina cuando se cumplieron las setenta semanas. Tanto es así que le fue posible a César ordenar el censo en sus dominios; no habría podido hacerlo si hubiera habido guerra en el Imperio o revueltas en Palestina. De la misma forma que se cumplió ese tiempo, ahora se está cumpliendo ese otro de las sesenta y dos más una desde la terminación del Templo, para que el Mesías sea ungido y se cumpla lo que conlleva la profecía para el pueblo que no le quiso. ¿Podéis dudarlo? ¿No recordáis que la estrella fue vista por los Sabios de Oriente y fue a detenerse justo en el cielo de Belén de Judá, y que las profecías y las visiones, desde Jacob en adelante, indican ese lugar como el destinado a recibir el nacimiento del Mesías, hijo del hijo de Jacob, a través de David, que era de Belén? ¿No os acordáis de Balaam? “Una estrella nacerá de Jacob”. Los Sabios de Oriente, cuya pureza y fe abría sus propios ojos y sus propios oídos, vieron la Estrella y comprendieron su Nombre: “Mesías”, y vinieron a adorar a la Luz que había descendido al mundo”.

Siammai, con mirada maligna: “¿Dices que el Mesías nació cuando la Estrella, en Belén Efratá?”.

Jesús: “Yo lo digo”.

Siammai: “Entonces ya no existe. ¿No sabes, niño, que Herodes mandó matar a todos los nacidos de mujer de un día a dos años de edad de Belén y de los alrededores? Tú, Tú que sabes tan bien la Escritura, debes saber también que “un grito se ha oído en lo alto... Es Raquel que está llorando por sus hijos”. Los valles y las alturas de Belén, que recogieron el llanto de la agonizante Raquel, se llenaron de llanto revivido por las madres ante sus hijos asesinados. Entre ellas estaba, sin duda, también la Madre del Mesías”.

Jesús: “Te equivocas, anciano. El llanto de Raquel hízose himno, pues donde ella había dado a luz al “hijo de su dolor”, la nueva Raquel dio al mundo al Benjamín del Padre celestial, Hijo de su derecha, Aquel que ha sido destinado para congregar al pueblo de Dios bajo su cetro y liberarle de la más terrible de las esclavitudes”.

Siammai: “¿Y cómo, si le mataron?”.

Jesús: “¿No has leído de Elías que fue raptado por el carro de fuego? ¿Y no va a haber podido salvar el Señor Dios a su Emmanuel para que fuera Mesías de su pueblo? Él, que separó el mar ante Moisés para que Israel pasase sin mojarse hacia su tierra, ¿no va a haber podido mandar a sus ángeles a librar a su Hijo, a su Cristo, de la crueldad del hombre? En verdad os digo: el Cristo vive y está entre vosotros, y cuando llegue su hora se manifestará en su potencia”. La voz de Jesús, al decir estas palabras que he subrayado, resuena en un modo que llena el espacio. Sus ojos centellean aún más, y, con un gesto de dominio y de promesa, tiende el brazo y la mano derecha, y luego los baja, como para jurar. Es todavía un niño, pero ya tiene la solemnidad de un hombre.

Hil.lel: “Niño, ¿quién te ha enseñado estas palabras?”.

Jesús: “El Espíritu de Dios. Yo no tengo maestro humano. Ésta es la Palabra del Señor que os habla a través de mis labios”.

Hil.lel: “Ven aquí entre nosotros, que quiero verte de cerca, ¡oh, niño!, para que mi esperanza se reavive en contacto con tu fe y mi alma se ilumine con el sol de la tuya”.

Y le sientan a Jesús en un asiento alto y sin respaldo, entre Gamaliel e Hil.lel, y le entregan unos rollos para que los lea y los explique. Es un examen en toda regla. La muchedumbre se agolpa atenta.

La voz infantil de Jesús lee: “‘Consuélate, pueblo mío. Hablad al corazón de Jerusalén, consoladla porque su esclavitud ha terminado... Voz de uno que grita en el desierto: preparad los caminos del Señor... Entonces se manifestará la gloria del Señor...’”.

Siammai: “Como puedes ver, nazareno, aquí se habla de una esclavitud ya terminada. Y nosotros somos ahora más esclavos que nunca. Aquí se habla de un precursor. ¿Dónde está? Tú desvarías”.

Jesús: “Yo te digo que tú y los que son como tú, más que los demás, necesitáis escuchar la llamada del Precursor. Si no, no veréis la gloria del Señor, ni comprenderás la palabra de Dios, porque las bajezas, las soberbias, las dobleces, te obstaculizarán ver y oír”.

Siammai: “¿Así le hablas a un maestro?”.

Jesús: “Así hablo y así hablaré hasta la muerte. Porque por encima de mi propio beneficio está el interés del Señor y el amor a la Verdad, de la cual soy Hijo. Y además te digo, rabí, que la esclavitud de que habla el Profeta, que es de la que Yo hablo, no es la que crees, como tampoco la regalidad será la que tú piensas. Antes bien, por mérito del Mesías, el hombre será liberado de la esclavitud del Mal que le separa de Dios, y la señal del Cristo, liberados los espíritus de todo yugo, hechos súbditos del Reino eterno, signará a éstos. Todas las naciones inclinarán su cabeza, ¡oh, estirpe de David!, ante el Vástago de ti nacido, árbol ahora que extiende sus ramas sobre toda la Tierra y se alza hacia el Cielo. Y en el Cielo y en la Tierra toda boca glorificará su Nombre y doblará su rodilla ante el Ungido de Dios, ante el Príncipe de la Paz, el Caudillo, ante Aquel que, tomando de sí mismo, embriagará a toda alma cansada y saciará toda alma hambrienta; el Santo que estipulará una alianza entre la Tierra y el Cielo; no como la que fue estipulada con los Padres de Israel cuando Dios los sacó de Egipto (siguiendo considerándolos de todas formas siervos), sino imprimiendo la paternidad celeste en el espíritu de los hombres con la gracia de nuevo infundida por los méritos del Redentor, por el cual todos los hombres buenos conocerán al Señor y el Santuario de Dios no volverá a ser destruido y hollado”.

Siammai: “¡Pero, niño, no blasfemes! Acuérdate de Daniel, que dice que, cuando hayan matado al Cristo, el Templo y la Ciudad serán destruidos por un pueblo y por un caudillo venideros. ¡Y tú sostienes que el Santuario de Dios no volverá a ser derribado! ¡Respeta a los Profetas!”.

Jesús: “En verdad te digo que hay Uno que está por encima de los Profetas, y tú no le conoces, ni le conocerás, porque te falta el deseo de ello. Y has de saber que todo cuanto he dicho es verdad. No conocerá ya la muerte el Santuario verdadero. Al igual que su Santificador, resucitará para vida eterna y, al final de los días del mundo, vivirá en el Cielo”.

Hil.lel.: “Préstame atención, niño. Ageo dice: “...Vendrá el Deseado de las gentes... Grande será entonces la gloria de esta casa, y de esta última más que de la primera”. ¿Crees que se refiere al Santuario de que Tú hablas?”.

Jesús: “Sí, maestro. Esto es lo que quiere decir. Tu rectitud te conduce hacia la Luz, y Yo te digo que, una vez consumado el Sacrificio del Cristo, recibirás paz porque eres un israelita sin malicia”.

Gamaliel: “Dime, Jesús: ¿Cómo puede esperarse la paz de que hablan los Profetas, si tenemos en cuenta que este pueblo ha de sufrir la devastación de la guerra? Habla y dame luz también a mí”.

Jesús: “¿No recuerdas, maestro, que quienes estuvieron presentes la noche del nacimiento del Cristo dijeron que las formaciones angélicas cantaron: “Paz a los hombres de buena voluntad”? Ahora bien, este pueblo no tiene buena voluntad, y no gozará de paz; no reconocerá a su Rey, al Justo, al Salvador, porque le espera como rey con poder humano, mientras que es Rey del espíritu; y no le amará, puesto que el Cristo predicará lo que no les gusta a este pueblo. Los enemigos, los que llevan carros y caballos, no serán subyugados por el Cristo; sí los del alma, los que doblegan, para infernal dominio, el corazón del hombre, creado por el Señor. Y no es ésta la victoria que de Él espera Israel. Tu Rey vendrá, Jerusalén, sobre “la asna y el pollino”, o sea, los justos de Israel y los gentiles; mas Yo os digo que el pollino le será más fiel a Él y, precediendo a la asna, le seguirá, y crecerá en el camino de la Verdad y de la Vida. Israel, por su mala voluntad, perderá la paz, y sufrirá en sí, durante siglos, aquello mismo que hará sufrir a su Rey al convertirle en Rey de dolor de que habla Isaías”.

Siammai: “Tu boca tiene al mismo tiempo sabor de leche y de blasfemia, nazareno. Responde: ¿Dónde está el Precursor? ¿Cuándo lo tuvimos?”.

Jesús: “Él es ya una realidad. ¿No dice Malaquías: Yo envío a mi ángel para que prepare delante de mí el camino; en seguida vendrá a su Templo el Dominador que buscáis y el Ángel del Testamento, anhelado por vosotros’? Luego entonces el Precursor precede inmediatamente al Cristo. Él es ya una realidad, como también lo es el Cristo. Si transcurrieran años entre quien prepara los caminos al Señor y el Cristo, todos los caminos volverían a llenarse de obstáculos y a hacerse retortijados. Esto lo sabe Dios y ha previsto que el Precursor preceda en una hora sólo al Maestro. Cuando veáis al Precursor, podréis decir: “Comienza la misión del Cristo”. Y a ti te digo que el Cristo abrirá muchos ojos y muchos oídos cuando venga a estos caminos; mas no vendrá a los tuyos, ni a los de los que son como tú. Vosotros le daréis muerte por la Vida que os trae. Pero cuando –más alto que este Templo, más alto que el Tabernáculo que está dentro del Santo de los Santos, más alto que la Gloria que está sostenida por los Querubines- el Redentor ocupe su trono y su altar, de sus numerosísimas heridas fluirán: maldición para los deicidas; vida para los gentiles. Porque Él, ¡oh, maestro insipiente!, no es, lo repito, Rey de un reino humano, sino de un Reino espiritual, y sus súbditos serán únicamente aquellos que por su amor sepan renovarse en el espíritu y, como Jonás, nacer una segunda vez, en tierras nuevas, ‘las de Dios’, a través de la generación espiritual que tendrá lugar por Cristo, el cual dará a la humanidad la Vida verdadera”.

Siammai y sus seguidores: “¡Este nazareno es Satanás!”.

Hil.lel y los suyos: “No. Este niño es un Profeta de Dios. Quédate conmigo, Niño; así mi ancianidad transfundirá lo que sabe en tu saber, y Tú serás Maestro del pueblo de Dios”.

Jesús: En verdad te digo que si muchos fueran como tú, Israel sanaría; mas la hora mía no ha llegado. A mí me hablan las voces del Cielo, y debo recogerlas en la soledad hasta que llegue mi hora. Entonces hablaré, con los labios y con la sangre, a Jerusalén; y correré la misma suerte que corrieron los Profetas, a quienes Jerusalén misma lapidó y les quitó la vida. Pero sobre mi ser está el del Señor Dios, al cual Yo me someto como siervo fiel para hacer de mí escabel de su gloria, en espera de que Él haga del mundo escabel para los pies del Cristo. Esperadme en mi hora. Estas piedras oirán de nuevo mi voz y trepidarán cuando diga mis palabras últimas. Bienaventurado los que hayan oído a Dios en esa voz y crean en Él a través de ella: el Cristo les dará ese Reino que vuestro egoísmo sueña humano y que, sin embargo, es celeste, y por el cual Yo digo: “Aquí tienes a tu siervo, Señor, que ha venido a hacer tu voluntad. Consúmala, porque ardo en deseos de cumplirla’”.

Y con la imagen de Jesús con su rostro inflamado de ardor espiritual elevado al cielo, con los brazos abiertos, erguido entre los atónitos doctores, me termina la visión.



22 de febrero de 1944.

Dice Jesús:

“Volvemos muy atrás en el tiempo, muy atrás. Volvemos al Templo, donde Yo, con doce años, estoy disputando; es más, volvemos a las vías que van a Jerusalén, y de Jerusalén al Templo.

Observa la angustia de María al ver –una vez congregados de nuevo juntos hombres y mujeres- que Yo no estoy con José.

No levanta la voz regañando duramente a su esposo. Todas las mujeres lo habrían hecho; lo hacéis, por motivos mucho menores, olvidándoos de que el hombre es siempre cabeza del hogar. No obstante, el dolor que emana del rostro de María traspasa a José más de lo que pudiera hacerlo cualquier tipo de reprensión. No se da tampoco María a escenas dramáticas. Por motivos mucho menores, vosotras lo hacéis deseando ser notadas y compadecidas. No obstante, su dolor contenido es tan manifiesto (se pone a temblar, palidece su rostro, sus ojos se dilatan) que conmueve más que cualquier escena de llanto y gritos.

Ya no siente ni fatiga ni hambre. ¡Y el camino había sido largo, y sin reparar fuerzas desde hacía horas! Deja todo; deja el camastro que se estaba preparando, deja la comida que iban a distribuir. Deja todo y regresa. Está avanzada la tarde, anochece; no importa; todos sus pasos la llevan de nuevo hacia Jerusalén; hace detenerse a las caravanas, a los peregrinos; pregunta, José la sigue, la ayuda. Un día de camino en dirección contraria, luego la angustiosa búsqueda por la Ciudad.

¿Dónde, dónde puede estar su Jesús? Y Dios permite que Ella, durante muchas horas, no sepa dónde buscarme. Buscar a un niño en el Templo no era cosa juiciosa: ¿qué iba a tener que hacer un niño en el Templo? En el peor de los casos, si se hubiera perdido por la ciudad y, llevado de sus cortos pasos, hubiera vuelto al Templo, su llorosa voz habría llamado a su mamá, atrayendo la atención de los adultos y de los sacerdotes, y se habrían puesto los medios para buscar a los padres fijando avisos en las puertas. Pero no había ningún aviso. Nadie sabía nada de este Niño en la ciudad. ¿Guapo? ¿Rubio? ¿Fuerte? ¡Hay muchos con esas características! Demasiado poco para poder decir: “¡Le he visto! ¡Estaba allí o allá!”.

Y vemos a María, pasados tres días, símbolo de otros tres días de futura angustia, entrando exhausta en el Templo, recorriendo patios y vestíbulos. Nada. Corre, corre la pobre Mamá hacia donde oye una voz de niño. Hasta los balidos de los corderos le parecen el llanto de su Hijo buscándola. Mas Jesús no está llorando; está enseñando. Y he aquí que desde detrás de una barrera de personas llega a oídos de María la amada voz diciendo: ‘Estas piedras trepidarán...’. Entonces trata de abrirse paso por entre la muchedumbre, y lo consigue después de una gran fatiga: ahí está su Hijo, con los brazos abiertos, erguido entre los doctores.

María es la Virgen prudente. Pero esta vez la congoja sobrepuja su comedimiento. Es una presa que derriba todo lo que pilla a su paso. Corre hacia su Hijo, le abraza, levantándole y bajándole del escabel, y exclama: “¡Oh! ¿Por qué nos has hecho esto! Hace tres días que te estamos buscando. Tu Madre está a punto de morir de dolor, Hijo. Tu padre está derrengado de cansancio. ¿Por qué, Jesús?”.

No se preguntan los “porqués” a Aquel que sabe, los “porqués de su forma de actuar. A los que han sido llamados no se les pregunta “por qué” dejan todo para seguir la voz de Dios. Yo era Sabiduría y sabía; Yo había “sido llamado” a una misión y la estaba cumpliendo. Por encima del padre y de la madre de la tierra, está Dios, Padre divino; sus intereses son superiores a los nuestros; su amor es superior a cualquier otro. Y esto es lo que le digo a mi Madre.

Termino de enseñar a los doctores enseñando a María, Reina de los doctores. Y Ella no se olvidó jamás de ello. Volvió a surgir el Sol en su corazón al tenerme de la mano, de esa mano humilde y obediente; pero mis palabras también quedaron en su corazón. Muchos soles y muchas nubes habrían de surcar todavía el cielo durante los veintiún años que debía Yo permanecer aún en la tierra. Mucha alegría y mucho llanto, durante veintiún años, se darán el relevo en su corazón. Mas nunca volverá a preguntar: “¿Por qué nos has hecho esto, Hijo mío?”.

¡Aprended, hombres arrogantes!

He explicado e iluminado Yo la visión porque tú no estás en condiciones de hacer más”.

MISTERIOS LUMINOSOS: (se rezan los jueves)

1º El Bautismo de Jesús en el río Jordán

45.Predicación de Juan el Bautista y Bautismo de Jesús.

La manifestación divina.

3 de febrero de 1944, por la noche.

1Veo una llanura despoblada de vegetación y de casas. No hay campos cultivados, y muy pocas y raras plantas reunidas aquí o allá en matas - vegetales familias - en los sitios en que el suelo está por debajo menos quemado. Imagine que este terreno quemado y baldío está a mi derecha - teniendo yo el norte a mis espaldas - y se prolonga hacia el Sur respecto a mí.

A la izquierda veo un río de orillas muy bajas, que corre lentamente también de Norte a Sur. Por el movimiento lentísimo del agua comprendo que no debe haber desniveles en su lecho y que fluye por una llanura tan achatada que constituye una depresión. El movimiento es apenas suficiente para que el agua no se estanque formando un pantano. (El agua es poco profunda, tanto que se ve el fondo; a mi juicio, no más de un metro, como mucho uno y medio. Tiene la anchura del Arno hacia S. Miniato-Empoli: yo diría que unos veinte metros. Pero no tengo buen ojo para calcular con exactitud). Es de un azul ligeramente verde hacia las orillas, donde, por la humedad del suelo, hay una faja tupida de hierba que alegra la vista, cansada de la desolación pedregosa y arenosa de cuanto se le extiende delante.

Esa voz íntima que le he explicado que oigo y me indica lo que debo notar y saber me advierte que estoy viendo el valle del Jordán. Lo llamo valle porque se emplea esta palabra para indicar el lugar por donde corre un río, pero en este caso es impropio llamarlo así porque un valle presupone montes y yo aquí no veo montes cercanos. Pero, en fin, estoy en el Jordán, y el espacio desolado que observo a mi derecha es el desierto de Judá. Si es correcto llamarlo desierto en el sentido de un lugar donde no hay casas ni trabajo humano, no lo es según el concepto que nosotros tenemos de desierto. Aquí no se ven esas arenas onduladas que nosotros nos pensamos, sino sólo tierra desnuda, con piedras y detritus esparcidos; es como los terrenos aluviales después de una crecida. En la lejanía, colinas.

Además, junto al Jordán hay una gran paz, un algo especial, superior a lo común, como lo que se nota en las orillas del Trasimeno. Es un lugar que parece guardar memoria de vuelos de ángeles y voces celestes. No sé bien decir lo que experimento, pero me siento en un lugar que habla al espíritu.

2Mientras observo estas cosas, veo que la escena se puebla de gente a lo largo de la orilla derecha - respecto a mí - del Jordán. Hay muchos hombres, vestidos de diversas formas. Algunos parecen gente del pueblo, otros ricos; no faltan algunos que parecen fariseos por el vestido ornado de ribetes y galones.

Entre todos ellos, en pie sobre una roca, un hombre a quien, aunque sea la primera vez que le veo, lo reconozco en seguida como el Bautista. Habla a la multitud, y le aseguro que no son palabras dulces. Jesús llamó a Santiago y a Juan 'los hijos del trueno'... ¿Cómo llamar entonces a este vehemente orador? Juan Bautista merece el nombre de rayo, avalancha, terremoto... ¡Gran ímpetu y severidad, manifiesta, efectivamente, en su modo de hablar y en sus gestos!

Habla anunciando al Mesías y exhortando a preparar los corazones para su venida, extirpando de ellos los obstáculos y enderezando los pensamientos. Es un hablar vertiginoso y rudo. El Precursor no tiene la mano suave de Jesús sobre las llagas de los corazones. Es un médico que desnuda y hurga y corta sin miramientos.

3Mientras le escucho - no repito las palabras porque son las mismas que citan los evangelistas, pero ampliadas en impetuosidad - veo que mi Jesús se acerca a lo largo de un senderillo que va por el borde de la línea herbosa y umbría que sigue el curso del Jordán. Este rústico camino (más sendero que camino) parece dibujado por las caravanas Y las personas que durante años y siglos lo han recorrido para llegar a un punto donde, por ser menos profundo el fondo del río, es fácil vadearlo. El sendero continúa por el otro lado del río y se pierde entre la hierba de la orilla opuesta.

Jesús está solo. Camina lentamente, acercándose, a espaldas de Juan. Se aproxima sin que se note y va escuchando la voz de trueno del Penitente del desierto, como si fuera uno de tantos que iban a Juan para que los bautizara, y a prepararse a quedar limpios para la venida del Mesías. Nada le distingue a Jesús de los demás. Parece un hombre común por su vestir; un señor en el porte y la hermosura, mas ningún signo divino le distingue de la multitud.

Pero diríase que Juan ha sentido una emanación de espiritualidad especial, Se vuelve y detecta inmediatamente su fuente. Baja impetuosamente de la roca que le servía de púlpito y va deprisa hacia Jesús, que se ha detenido a algunos metros del grupo apoyándose en el tronco de un árbol.

4Jesús y Juan se miran fijamente un momento. Jesús con esa mirada suya azul tan dulce; Juan con su ojo severo, negrísimo, lleno de relámpagos. Los dos, vistos juntos, son antitéticos. Altos los dos - es el único parecido -, son muy distintos en todo lo demás. Jesús, rubio y de largos cabellos ordenados, rostro de un blanco marmóreo, ojos azules, atavío sencillo pero majestuoso. Juan, hirsuto, negro: negros cabellos que caen lisos sobre los hombros (lisos y desiguales en largura); negra barba rala que le cubre casi todo el rostro, sin impedir con su velo que se noten los carrillos ahondados por el ayuno; negros ojos febriles; oscuro de piel, bronceada por el sol y la intemperie; oscuro por el tupido vello que le cubre. Juan está semidesnudo, con su vestidura de piel de camello (sujeta a la cintura por una correa de cuero), que le cubre el torso cayendo apenas bajo los costados delgados y dejando descubiertas las costillas en la parte derecha, esas costillas cubiertas por el único estrato de tejidos que es la piel curtida por el aire. Parecen un salvaje y un ángel vistos juntos.

Juan, después de escudriñarle con su ojo penetrante, exclama: «He aquí el Cordero de Dios. ¿Cómo es que viene a mí mi Señor?».

Jesús responde lleno de paz: «Para cumplir el rito de penitencia».

«Jamás, mi Señor. Soy yo quien debe ir a ti para ser santificado, ¿y Tú vienes a mí?».

Y Jesús, poniéndole una mano sobre la cabeza, porque Juan se había inclinado ante Él, responde: «Deja que se haga como deseo, para que se cumpla toda justicia y tu rito sea inicio para un más alto misterio y se anuncie a los hombres que la Víctima está en el mundo».

5Juan le mira con los ojos dulcificados por una lágrima y le precede hacia la orilla. Allí Jesús se quita el manto, la túnica y la prenda interior quedándose con una especie de pantalón corto; luego baja al agua, donde ya está Juan, que le bautiza vertiendo sobre su cabeza agua del río, tomada con una especie de taza que lleva colgada del cinturón y que a mí me parece como una concha o una media calabaza secada y vaciada.

Jesús es exactamente el Cordero. Cordero en el candor de la carne, en la modestia del porte, en la mansedumbre de la mirada.

Mientras Jesús remonta la orilla y, después de vestirse, se recoge en oración, Juan le señala ante las turbas y testifica que le ha reconocido por el signo que el Espíritu de Dios le había indicado como señal infalible del Redentor.

Pero yo estoy polarizada en mirar a Jesús orando, y sólo tengo presente esta figura de luz que resalta sobre el fondo de hierba de la ribera.



2º La autorrevelación de Jesús en las Bodas de Caná

50.Las bodas de Caná. El Hijo, no sujeto ya a la Madre, lleva a cabo para Ella el primer milagro.

16 de enero de 1944, de noche. Las bodas de Caná.

1Veo una casa. Una característica casa oriental: un cubo blanco más ancho que alto, con raras aberturas, terminada en una azotea que está rodeada por un pequeño muro de aproximadamente un metro de alto y sombreada por una pérgola de vid que trepa hasta allí y extiende sus ramas sobre más de la mitad de esta soleada terraza que hace de techo. Una escalera exterior sube a lo largo de la fachada hasta una puerta, que se abre a mitad de altura. En el nivel de la calle hay unas puertas bajas y distanciadas, no más de dos por cada lado, que dan a habitaciones también bajas y oscuras. La casa se alza en medio de una especie de era (más espacio amplio herboso que era) que tiene en el centro un pozo. Hay higueras y manzanos. La casa mira hacia el camino, pero no está situada en él; está un poco hacia dentro, y un sendero, entre la hierba, la une a aquél, que parece camino de primer orden.

Se diría que la casa está en la periferia de Caná: casa de propietarios campesinos que viven en medio de su finca. El campo se extiende tras la casa con sus lejanías verdes y apacibles. Hay un bonito sol y un azul tersísimo de cielo. En principio no veo nada más. La casa está sola.

2Después veo a dos mujeres, con largos vestidos y un manto que hace también de velo. Vienen por el camino y luego por el sendero. Una es más anciana: cincuenta años aproximadamente, y viste de oscuro: un color pardo-marrón como de lana natural. La otra está vestida de un color más claro: un vestido amarillo pálido y manto azul, y aparenta unos treinta y cinco años. Es muy hermosa, esbelta, y tiene un porte lleno de dignidad, a pesar de ser toda gentileza y humildad. Cuando está más cerca, noto el color pálido del rostro, los ojos azules y los cabellos rubios que pueden verse sobre la frente bajo el velo. Reconozco a María Santísima. Quién pueda ser la otra, que es morena y más anciana, no lo sé. Hablan entre ellas. La Virgen sonríe. Cerca ya de la casa, alguien, encargado de ver quiénes iban llegando, lo comunica, y salen a su encuentro hombres y mujeres - todos vestidos de fiesta - que las acogen con gran alegría, especialmente a María Santísima.

La hora parece matutina, yo diría que hacia las nueve - quizás antes -, porque el campo tiene todavía ese aspecto fresco de las primeras horas del día por el rocío que hace aparecer más verde a la hierba y por el aire aún exento de polvo. La estación me parece primaveral pues la hierba de los prados no está quemada por el verano y el trigo de los campos está aún tierno y sin espiga, todo verde. Las hojas de la higuera y del manzano también están verdes, y todavía tiernas, y también las de la parra. Pero no veo flores en el manzano; y no veo fruta, ni en el manzano, ni en la higuera, ni en la vid. Señal de que el manzano ha florecido ya, pero hace poco tiempo, y los pequeños frutos todavía no se ven.

3María, agasajada por un anciano que la acompaña - parece el dueño de la casa -, sube la escalera exterior y entra en una amplia sala que parece ocupar toda o buena parte de la planta alta.

Creo comprender que los recintos de la planta baja son las habitaciones propiamente dichas, las despensas, los trasteros y las bodegas; mientras que ésta sería el recinto reservado para usos especiales, como fiestas de carácter excepcional, o para trabajos que requieran mucho espacio, o también para colocar holgadamente productos agrícolas. Si de fiestas se trata, lo vacían completamente y lo adornan, como hoy, con ramas verdes, esterillas y mesas ricamente surtidas de viandas. En el centro, suntuosamente provista de manjares, hay una de estas mesas; encima, ya preparado, ánforas y platos colmados de fruta. A lo largo de la pared de la derecha, respecto a mí que miro, otra mesa, aderezada, aunque menos ricamente. A lo largo de la pared izquierda, una especie de largo aparador y encima de él platos con quesos y otros manjares (me parecen tortas cubiertas de miel, y dulces). En el suelo, junto a esta misma pared, otras ánforas y tres grandes recipientes con forma de jarra de cobre (más o menos; son una especie de tinajas).

María escucha benignamente a todos; después, se quita el manto y ayuda, bondadosa, a terminar los preparativos del banquete. La veo ir y venir, poniendo en orden los divanes, derechas las guirnaldas de flores, mejorando el aspecto de los fruteros, comprobando si en las lámparas hay aceite. Sonríe y habla poquísimo y en voz muy baja, pero escucha mucho y con mucha paciencia.

Un gran rumor de instrumentos musicales viene del camino (realmente poco armónicos). Todos, menos María, corren afuera. Veo entrar a la novia, toda emperifollada y feliz, rodeada de parientes y amigos, al lado del novio, que ha sido el primero en salir presuroso a su encuentro.

4Y en este momento la visión sufre un cambio. Veo, en vez de la casa, un pueblo. No sé si es Caná u otra aldea cercana. Y veo a Jesús con Juan y otro, que me parece que es Judas Tadeo (pero podría equivocarme respecto al segundo). Por lo que respecta a Juan, no me equivoco. Jesús está vestido de blanco y tiene un manto azul marino. Al oír el sonido de los instrumentos, el compañero de Jesús pregunta algo a un hombre de condición sencilla y transmite la respuesta a Jesús.

«Vamos a darle una satisfacción a mi Madre» dice entonces Jesús sonriendo. Y se encamina por las tierras, con sus dos compañeros, hacia la casa. Me he olvidado de decir que tengo la impresión de que María es o pariente o muy amiga de los parientes del novio, porque se ve que los trata con familiaridad.

Cuando Jesús llega, la persona de antes, puesta como centinela, avisa a los demás. El dueño de la casa, junto con su hijo, el novio, y con María, baja al encuentro de Jesús y le saluda respetuosamente. Saluda también a los otros dos. El novio hace lo mismo.

Pero lo que más me gusta es el saludo lleno de amor y de respeto de María a su Hijo, y viceversa. No grandes manifestaciones externas. Pero la palabra de saludo: «La paz está contigo» va acompañada de una mirada de tal naturaleza, y una sonrisa tal, que valen por cien abrazos y cien besos. El beso tiembla en los labios de María pero no lo da. Sólo pone su mano blanca y menuda sobre el hombro de Jesús y apenas le toca un rizo de su larga cabellera: una caricia de púdica enamorada.

5Jesús sube al lado de su Madre; detrás, los discípulos y los dueños de la casa. Entra en la sala del banquete, donde las mujeres se ocupan de añadir asientos y cubiertos para los tres invitados, inesperados según me parece. Yo diría que era dudosa la venida de Jesús y absolutamente imprevista la de sus compañeros.

Oigo con nitidez la voz llena, viril, dulcísima del Maestro decir al poner pie en la sala: «La paz sea en esta casa y la bendición de Dios descienda sobre todos vosotros»: saludo global y lleno de majestad para todos los presentes. Jesús domina con su aspecto y estatura a todos. Es el invitado, y además fortuito, pero parece el rey del convite; más que el novio, más que el dueño de la casa. A pesar de ser humilde y condescendiente, es Él quien se impone.

Jesús toma asiento en la mesa del centro, con el novio, la novia, los parientes de los novios y los amigos más notables. A los dos discípulos, por respeto al Maestro, se los coloca en la misma mesa.

Jesús está de espaldas a la pared en que están las tinajas y los aparadores. Por ello, no lo ve, como tampoco ve el afán del mayordomo con los platos de asado que van siendo introducidos por una puertecita que está junto a los aparadores.

Observo una cosa: menos las respectivas madres de los novios y menos María, ninguna mujer está sentada en esa mesa. Todas las mujeres están - y meten bulla como si fueran cien - en la otra mesa que está pegando a la pared, y se las sirve después de que se ha servido a los novios y a los invitados importantes. Jesús está al lado del dueño de la casa. Tiene enfrente a María, que está sentada al lado de la novia.

El banquete comienza. Le aseguro que no falta el apetito, ni tampoco la sed. Los que comen y beben poco son Jesús y su Madre, la cual, además, habla poquísimo. Jesús habla un poco más. Pero, a pesar de ser pareo de palabras, no se manifiesta ni enfadado ni desdeñoso. Es un hombre afable, pero no hablador. Sí le consultan algo, responde; si le hablan, se interesa, expone su parecer, pero después se recoge en sí como quien está habituado a meditar. Sonríe, nunca ríe. Y, si oye alguna broma demasiado irreflexiva, hace como si no escuchara. María se alimenta de la contemplación de su Jesús, como Juan, que está hacia el fondo de la mesa y atentísimo a los labios de su Maestro.

6María se da cuenta de que los criados cuchichean con el mayordomo y de que éste está turbado, y comprende lo que de desagradable sucede. «Hijo» dice bajo, llamando la atención de Jesús con esa palabra. «Hijo, no tienen más vino».

«Mujer, ¿qué hay ya entre tú y Yo?». Jesús, al decir esta frase, sonríe aún más dulcemente, y sonríe María, como dos que saben una verdad, que es su gozoso secreto y que ignoran todos los demás.



7Jesús me explica el significado de la frase.

«Ese 'ya', que muchos traductores omiten, es la clave de la frase y explica su verdadero significado.

Yo era el Hijo sujeto a la Madre hasta el momento en que la voluntad del Padre me indicó que había llegado la hora de ser el Maestro. Desde el momento en que mi misión comenzó, ya no era el Hijo sujeto a la Madre, sino el Siervo de Dios. Rotas las ligaduras morales hacia la que me había engendrado, se transformaron en otras más altas, se refugiaron todas en el espíritu, el cual llamaba siempre 'Mamá' a María, mi Santa. El amor no conoció detenciones, ni enfriamiento, más bien habría que decir que jamás fue tan perfecto como cuando, separado de Ella como por una segunda filiación, Ella me dio al mundo para el mundo, como Mesías, como Evangelizador. Su tercera, sublime, mística maternidad, tuvo lugar cuando, en el suplicio del Gólgota, me dió a luz a la Cruz, haciendo de mí el Redentor del mundo.

'¿Qué hay ya entre tú y Yo?'. Antes era tuyo, únicamente tuyo. Tú me mandabas, yo te obedecía. Te estaba 'sujeto'. Ahora soy de mi misión.

¿Acaso no lo he dicho?: 'Quien, una vez puesta la mano en el arado, se vuelve hacia atrás a saludar a quien se queda, no es apto para el Reino de Dios'. Yo había puesto la mano en el arado para abrir con la reja no la tierra sino los corazones, y sembrar en ellos la palabra de Dios. Sólo levantaría esa mano una vez arrancada de allí para ser clavada en la Cruz y abrir con mi torturante clavo el corazón del Padre mío, haciendo salir de él el perdón para la humanidad.

Ese 'ya', olvidado por la mayoría, quería decir esto: 'Has sido todo para mí, Madre, mientras fui únicamente el Jesús de María de Nazaret, y me eres todo en mi espíritu; pero, desde que soy el Mesías esperado, soy del Padre mío. Espera un poco todavía y, acabada la misión, volveré a ser todo tuyo; me volverás a tener entre los brazos como cuando era niño y nadie te disputará ya este Hijo tuyo, considerado un oprobio de la humanidad, la cual te arrojará sus despojos para cubrirte incluso a ti del oprobio de ser madre de un reo. Y después me tendrás de nuevo, triunfante, y después me tendrás para siempre, tú tambien triunfante, en el Cielo. Pero ahora soy de todos estos hombres. Y soy del Padre que me ha mandado a ellos'.

Esto es lo que quiere decir ese pequeño, y tan denso de significado, 'ya'».



8María ordena a los criados: «Haced lo que Él os diga». María ha leído en los ojos sonrientes del Hijo el asentimiento, revestido de una gran enseñanza para todos los 'llamados'. Y Jesús ordena a los criados: «Llenad de agua los cántaros».

Veo a los criados llenar las tinajas de agua traída del pozo (oigo rechinar la polea subiendo y bajando el cubo que gotea). Veo al mayordomo echarse en la copa un poco de ese líquido con ojos de estupor, probarlo con gestos de aún más vivo asombro, degustarlo y hablarles al dueño de la casa y al novio (estaban cercanos).

María mira una vez más al Hijo y sonríe; luego, tras una nueva sonrisa de Jesús, inclina la cabeza, ruborizándose tenuemente: se siente muy dichosa.

Un murmullo recorre la sala, las cabezas se vuelven todas hacia Jesús y María; hay quien se levanta para ver mejor, quien va a las tinajas... Silencio, y, después, un coro de alabanzas a Jesús.

Pero Él se levanta y dice una frase: «Agradecédselo a María» y se retira del banquete. Los discípulos le siguen. En el umbral de la puerta vuelve a decir: «La paz sea en esta casa y la bendición de Dios descienda sobre vosotros» y añade: «Adiós, Madre».

La visión cesa.



3º El anuncio de Jesús sobre el Reino de Dios y su invitación a la conversión

58. Curación de un ciego en Cafarnaúm.

7 de octubre de 1944.

1Dice Jesus, y en seguida me invade la paz, y la alegría de esta paz luminosa pone alegre mi corazón: «Ve. Le gustan mucho los epi­sodios de los ciegos. Pues vamos a darle otro». Y yo veo.

2Estío. El Sol declina con gran belleza. Ha puesto al rojo vivo todo el Occidente, y el lago de Genesaret es una enorme lámina incandes­cente bajo el cielo encendido.

Veo las calles de Cafarnaúm apenas empezando a poblarse de gente: mujeres que van a la fuente, hombres, pescadores preparando las redes y las barcas para la pesca nocturna, niños que corren ju­gando por las calles, asnos yendo con cestos hacia la campiña, quizás para coger verduras.

Jesús se asoma a una puerta que da a un pequeño patio todo sombreado por una vid y una higuera; más allá, un caminito pedre­goso que bordea el lago. Es la casa de la suegra de Pedro, porque éste está en la orilla con Andrés; prepara en la barca las cestas para el pescado, y las redes; coloca asientos y rollos de cuerdas, todo lo que se necesita para la pesca, en definitiva, y Andrés le ayuda, yendo y viniendo de la casa a la barca.

3Jesús le pregunta a un apóstol: «¿Tendremos buena pesca?».

«Es el tiempo propicio. El agua está tranquila y habrá claro de luna. Los peces subirán a la superficie desde las capas profundas y mi red los arrastrará».

«¿Vamos solos?».

«¡Maestro! ¿Cómo crees que podemos ir solos con este sistema de redes?».

«No he ido nunca a pescar y espero que tú me enseñes». Jesús baja despacito hacía el lago y se detiene en la orilla de arena gruesa y guijarrosa, cerca de la barca.

«Mira, Maestro: se hace así. Yo salgo al lado de la barca de Santiago de Zebedeo, y se va hasta el punto adecuado, así, emparejados. Después se echa la red. Un extremo lo tenemos nosotros; Tú lo quieres tener ¿no?, eso me has dicho».

«Sí, si me explicas lo que tengo que hacer».

«No hay más que vigilar el descenso, que la red baje despacio y sin formar nudos; lentamente, porque estaremos en aguas de pesca y un movimiento demasiado brusco puede alejar a los peces; y sin nudos para no cerrar la red, que se debe abrir como una bolsa, o una vela, si lo prefieres, hinchada por el viento. Luego, cuando toda la red haya bajado, remaremos despacio, o iremos con vela según la necesidad, describiendo un semicírculo sobre el lago, y cuando la vibración de la cabilla de seguridad nos diga que la pesca es buena, nos dirigiremos a tierra firme, y allí, casi en la orilla - no antes, para no correr el riesgo de ver huir la pesca; no después, para no dañar ni a los peces ni la red con las piedras - sacamos la red. En ese momento hace falta tacto, porque las barcas deben acercarse tanto que desde una se pueda retirar el extremo de la red dado a la otra, pero no chocarse para no aplastar la bolsa llena de pescado. 4Atención, Maestro, es nuestro pan. Ojo a la red; que no se descomponga con las sacudídas de los peces. Defienden su libertad con fuertes coletazos, y si son muchos... entiendes... son animales pequeños, pero cuando se juntan diez, cien, mil, adquieren una fuerza como la de Leviatán».

«Como sucede con las culpas, Pedro. En el fondo, una no es irreparable. Pero si uno no tiene cuidado en limitarse a esa una y acumula, acumula, acumula, sucede que al final esa pequeña culpa (quizás una simple omisión, una simple debilidad) se hace cada vez más grande, se transforma en un hábito, se hace vicio capital. Algunas veces se empieza por una mirada concupiscente, y se termina consumando un adulterio. Algunas veces se comienza por una falta de caridad de palabra hacia un pariente, y se termina en un acto violento contra el prójimo. ¡Ay si se empieza y se deja que las culpas aumenten de peso con su número!... Llegan a ser peligrosas y opresoras como la misma Serpiente infernal, y arrastran al abismo de la Gehena».

«Tienes razón, Maestro... Pero, ¡somos tan débiles...!».

«Vigilancia y oración para ser fuertes y obtener ayuda, y firme voluntad de no pecar, luego una gran confianza en la amorosa justicia del Padre».

«¿Dices que no será demasiado severo para con el pobre Simón?».

«Con el Simón viejo podía ser severo, pero con mi Pedro, el hombre nuevo, el hombre, de su Cristo... no, Pedro. Él te ama y continuará amándote».

«¿Y yo?».

«También tú, Andrés, y lo mismo Juan y Santiago, Felipe y Natanael. Sois mis primeros elegidos».

5«¿Vendrán otros? Está tu primo. Y en Judea...».

«¡Oh..., muchos! Mi Reino está abierto a todo el género humano, y en verdad te digo que más abundante que la más copiosa de tus pescas será la mía en las noches de los siglos...: que cada siglo es una noche en la cual es guía y luz, no la pura luz de Orión o la de la Luna marinera, sino la palabra de Cristo y la Gracia que vendrá de Él; noche que conocerá la aurora de un día sin ocaso, de una luz en que todos los fieles vivirán, de un Sol que revestirá a los elegidos y los hará hermosos, eternos, felices como dioses, dioses menores, hijos del Padre Dios, similares a mí ... Ahora no podéis entender. Pero en verdad os digo que vuestra vida cristiana os concederá una semejanza con vuestro Maestro, y resplandeceréis en el Cielo por sus mismos signos. Pues bien, Yo obtendré, a pesar de la sorda envidia de Satanás y la flaca voluntad del hombre, una pesca más abundante que la tuya».

«¿Pero seremos nosotros solos tus apóstoles?».

«¿Celoso, Pedro? No. No lo seas. Vendrán otros, y en mi corazón habrá amor para todos. No seas avaro, Pedro. Tú no sabes todavía Quién es el que te ama. ¿Has contado alguna vez las estrellas? ¿Y las piedras del fondo de este lago? No. No podrías. Pues aún menos podrías contar los latidos de amor de que es capaz mi corazón. ¿Has podido alguna vez contar cuántas veces este mar puede besar la orilla con su ósculo de ola en el curso de doce lunas? No. No podrías. Pues aún menos podrías contar las olas de amor que de este corazón se derraman para besar a los hombres. Estáte seguro, Pedro, de mi amor».

Pedro toma la mano de Jesús y la besa. Se le ve conmovido.

Andrés mira y no se atreve. Pero Jesús le pone la mano entre el pelo y dice: «Tambíén a ti te quiero mucho. En la hora de tu aurora verás reflejado en la bóveda del cielo - le verás sin tener que alzar los ojos - a tu Jesús, que te sonreirá para decirte: 'Te amo. Ven', y el paso a la aurora te será más dulce que la entrada en una cámara nupcial...».

6«¡Simón! ¡Simón! ¡Andrés! Voy...». Juan corre jadeante hacia ellos. «¡Maestro! ¿Te he hecho esperar?». Juan mira a Jesús con su ojo enamorado.

Pedro interviene: «Verdaderamente empezaba a pensar que quizás ya no venías. Prepara pronto tu barca. ¿Y Santiago?...».

«Eso... nos hemos retrasado por un ciego. Creía que Jesús estaba en nuestra casa y ha ido allí. Le hemos dicho: 'No está aquí. Quizás mañana te curará. Espera'. Pero no quería esperar. Santiago decía: 'Has esperado mucho la luz, ¿qué te supone esperar otra noche?'. Pero no atiende a razones...».

«Juan, si tú estuvieras ciego, ¿tendrías prisa de volver a ver a tu madre?».

«¡Claro!».

«¿Y entonces?... ¿Dónde está el ciego?».

«Está viniendo con Santiago. Se le ha agarrado al manto Y no le deja. Pero viene despacio, porque la orilla es pedregosa y él se tropieza... Maestro, ¿me perdonas el haberme comportado con dureza?».

«Sí. Pero en reparación ve a ayudarle al ciego y tráemele».

Juan se marcha corriendo.

Pedro hace un ligero movimiento de cabeza, pero calla. Mira al cielo, que tiende a hacerse azul después de tanto color cobre, mira al lago y a otras barcas que ya han salido a pescar, y suspira.

«¿Simón?».

«¿Maestro?».

«No tengas miedo. Tendrás una pesca abundante aunque salgas el último».

«¿También esta vez?».

«Todas las veces que tengas caridad, Dios te concederá la gracia de la abundancia».

7«Ahí llega el ciego».

El pobrecito camina entre Santiago y Juan. Tiene entre las manos un bastón, pero no lo usa ahora. Va mejor dejándose conducir por los dos discípulos.

«Aquí está el Maestro, frente a ti».

El ciego se arrodilla: «¡Señor mío! ¡Piedad!».

«¿Quieres ver? Levántate. ¿Desde cuándo estás ciego?».

Los cuatro apóstoles se agrupan alrededor de los dos.

«Desde hace siete años, Señor. Antes veía bien y trabajaba. Era herrero en Cesarea Marítima. Ganaba bastante. Siempre tenían necesidad de mi trabajo en el puerto y en los mercados (que eran muchos). Pero, forjando un hierro en forma de ancla - y puedes hacerte una idea de lo rojo que estaba si piensas que no ofrecía resistencia a los golpes - saltó un fragmento incandescente y me quemó el ojo. Ya los tenía enfermos por el calor de la fragua. Perdí este ojo, y el otro también se apagó al cabo de tres meses. He terminado los ahorros y ahora vivo de la caridad...».

«¿Estás solo?».

«Tengo esposa y tres hijos muy pequeños... de uno no conozco ni siquiera su cara... y tengo también a mi madre, que es ya anciana. No obstante, ahora es ella y mi mujer quienes ganan un poco de pan, y con esto y el óbolo que llevo yo, no nos morimos de hambre. ¡Si Tú me curases!... Volvería al trabajo. No pido más que trabajar como un buen israelita y ofrecer un pan a quienes amo».

«¿Y has venido a mí? ¿Quién te lo ha dicho?».

«Un leproso que curaste al pie del Tabor, cuando volvías al lago después de aquel discurso tan hermoso».

«¿Qué te ha dicho?».

«Que Tú lo puedes todo. Que eres salud de los cuerpos y de las almas. Que eres luz para las almas y para los cuerpos, porque eres la Luz de Dios. Él, el leproso, había osado mezclarse entre la muchedumbre, con el riesgo de ser apedreado, completamente envuelto en un manto, porque te había visto pasar hacia el monte y tu rostro le había encendido una esperanza en el corazón. Me dijo: 'Vi en ese rostro algo que me dijo: 'Ahí hay salud. ¡Ve!'. Y fui'. Me repitió tu discurso y me dijo que Tú le curaste tocándole, sin repugnancia, con tu mano. Volvía de los sacerdotes después de la purificación. Yo le conocía, porque le había servido cuando tenía un almacén en Cesarea. Y ahora he venido, por ciudades y pueblos, preguntando por ti. Y te he encontrado... ¡Piedad de mí!».

8«Ven. ¡Demasiado viva es todavía la luz para uno que sale de la oscuridad!».

«Entonces, ¿me curas?».

Jesús le conduce hacia la casa de la suegra de Pedro, a la luz atenuada del huertecillo, se le pone delante, pero de forma que los ojos curados no sufran el primer impacto del lago aún todo jaspeado de luz. El hombre se deja llevar tan dócilmente, sin preguntar siquiera, que parece un niño dulcísimo.

«¡Padre! ¡Tu luz a este hijo tuyo!». Jesús tiene extendidas las manos sobre la cabeza del hombre, que está de rodillas. Permanece así un momento. Luego se moja la punta de los dedos con saliva y toca apenas con su mano derecha los ojos, que están abiertos pero no tienen vida.

Pasa un momento. El hombre parpadea y se restriega los ojos, como uno que saliera del sueño y los tuviera obnubilados.

«¿Qué ves?».

«¡Oh!... ¡Oh!... ¡Oh, Dios Eterno! ¡Me parece... me parece... oh... que veo... te veo el vestido... es rojo, ¿no es verdad?, y una mano blanca... y un cinturón de lana!... ¡Oh, Jesús bueno... veo cada vez mejor cuanto más me habitúo a ver!... La hierba del suelo... y eso es un pozo, ¡claro!, y allí hay una vid...».

«Levántate, amigo».

El hombre, que llora y ríe al mismo tiempo, se alza y, pasado un instante de lucha entre el respeto y el deseo, levanta la cara y encuentra la mirada de Jesús, un Jesús sonriente de piedad, de una piedad que es toda amor. ¡Debe ser muy bonito recuperar la vista y ver como primer Sol ese rostro! El hombre emite un grito y tiende los brazos; es un acto instintivo. Pero en seguida se frena.

Es Jesús quien abriendo los suyos arrima a sí al hombre, que es mucho más bajo que Él. «Ve a tu casa, ahora, y sé feliz y justo. Ve con mi paz».

«¡Maestro, Maestro! ¡Señor! ¡Jesús! ¡Santo! ¡Bendito! La luz... Pero si veo... veo todo... Ahí, el lago azul y el cielo sereno y los últimos rayos de sol y el primer atisbo de luna... Pero el azul más hermoso y sereno lo veo en tu ojo; y en ti veo la belleza del Sol más verdadero, y resplandecer lo puro de la Luna más santa. ¡Astro de los que sufren, Luz de los ciegos, Piedad que vives y obras!».

«Yo soy Luz de los espíritus. Sé hijo de la Luz».

«Siempre, Jesús. Cada vez que mi párpado se abra o cierre sobre mi pupila renacida, renovaré este juramento. ¡Benditos seáis Tú y el Altísimo!».

«¡Bendito sea el Altísimo Padre! Adiós».

Y el hombre parte dichoso, seguro, mientras Jesús y los estupefactos apóstoles bajan a dos barcas y comienzan la maniobra de la navegación.

Y la visión termina.



4º La Transfiguración de Jesús en el Monte Tabor

37. La Transfiguración

(Escrito el 3 de diciembre de 1945 y el 5 de agosto de 1944)

¿Qué hombre hay que no haya visto, por lo menos una vez en su vida, un amanecer sereno de marzo? Y si lo hubiere, es muy infeliz, porque no conoce una de las bellezas más grandes de la naturaleza a la que la primavera ha despertado, la hecho cual una doncella, como debía haberlo sido en el primer día.

En medio de esta belleza, que es límpida en todos aspectos y cosas desde las hierbas nuevas y llenas de rocío, hasta las florecitas que se abren, como niños que acabaran de nacer, desde la primera sonrisa que la luz dibuja en el día, hasta los pajarillos que se despiertan con un batir de alas y lanzan su primer “pío” interrogativo, preludio de todos sus canoros discursos que lanzarán durante el día, hasta el aroma mismo del aire que ha perdido en la noche, con el baño del rocío y la ausencia del hombre, toda mota de polvo, humo, olor de cuerpo humano, van caminando Jesús, los apóstoles y discípulos. Con ellos viene también Simón de Alfeo. Van en dirección del sudeste, pasando las colinas que coronan Nazaret, atraviesan un arroyo, una llanura encogida entre las colinas nazaretanas y un grupo de montes en dirección hacia el este. El cono semitrunco del Tabor precede a estos montes. El cono semitrunco me recuerda, no sé por qué, en su cima a la lámpara de nuestra ronda vista de perfil.

Llegan al Tabor. Jesús se detiene y dice: “Pedro, Juan y Santiago de Zebedeo, venid conmigo arriba al monte. Los demás desparramaos por las faldas, yendo por los caminos que lo rodean, y predicad al Señor. Quiero estar de regreso en Nazaret al atardecer. No os alejéis, pues, mucho. La paz esté con vosotros.” Y volviéndose a los tres, dice: “Vamos”, y empieza a subir sin volver su mirada atrás y con un paso tan rápido que Pedro que le sigue, apenas si puede.

En un momento en que se detienen, Pedro colorado y sudado, le pregunta jadeando: “¿A dónde vamos? No hay casas en el monte. En la cima está aquella vieja fortaleza. ¿Quieres ir a predicar allá?”

“Hubiera tomado el otro camino. Estás viendo que le he volteado las espaldas. No iremos a la fortaleza, y quien estuviere en ella ni siquiera nos verá. Voy a unirme con mi Padre, y os he querido conmigo porque os amo. ¡Ea, ligeros!”

“Oh, Señor mío, ¿no podríamos ir un poco más despacio, y así hablar de lo que oímos y vimos ayer, que nos dio para pasar hablando toda la noche?”

“A las citas con Dios hay que ir rápidos. ¡Fuerzas Simón Pedro! ¡Allá arriba descansaréis!” Y continúa subiendo...

(Dice Jesús: “Aquí intercalaréis la visión de la Transfiguración del 5 de agosto de 1944, pero sin el dictado que tiene.”)

Estoy con mi Jesús sobre un monte alto. Con Jesús están Pedro, Santiago y Juan. Siguen subiendo. La mirada alcanza los horizontes. Es un sereno día que hace que aun las cosas lejanas se distingan bien.

El monte no forma parte de algún sistema montañoso como el de Judea. Se yergue solitario. Teniendo en cuenta el lugar donde se encuentra, tiene ante sí el oriente, el norte a la izquierda, a la derecha el sur y a sus espaldas el oeste y la cima que se yergue todavía a unos cuantos centenares de pasos.

Es muy elevado. Uno puede ver hasta muy lejos. El lago de Genesaret parece un trozo de cielo caído para engastarse entre el verdor de la tierra, una turquesa oval encerrada entre esmeraldas de diversa claridad, un espejo que tiembla, que se encrespa un poco al contacto de un ligero viento por el que se resbalan, con agilidad de gaviotas, las barcas con sus velas desplegadas, un tantín encurvadas hacia las azulejas ondas, con esa gracia con que el halcón hiende los aires, cuando va de picada en pos de su presa. De esa vasta turquesa sale una vena, de un azul más pálido, allí donde el arenal es más ancho, y más oscuro allá donde las riberas se estrechan, el agua es más profunda y cobriza por la sombra que proyectan los árboles que robustos crecen cerca del río, que se alimentan de sus aguas. El Jordán parece una pincelada casi rectilínea en la verde llanura. Hay poblados sembrados acá y allá del río. Algunos no son más que un puñado de casas, otros más grandes, casi como ciudades. Los caminos principales no son más que líneas amarillentas entre el verdor. Aquí, dada la situación del monte, la llanura está más cultivada y es más fértil, muy bella. Se distinguen los diversos cultivos con sus diversos colores que ríen al sol que desciende de un firmamento muy azul.

Debe ser primavera, tal vez marzo, si calculo bien la latitud de Palestina, porque veo que el trigo está ya crecido, todavía verde, que ondea como un mar, veo los penachos de los árboles más precoces con sus frutos en sus extremidades como nubecillas blancas y rosadas en este pequeño mar vegetal, luego prados todos en flor debido al heno por donde las ovejas van comiendo su cotidiano alimento.

Junto al monte, en las colinas que le sirven como de base, colinas bajas, cortas, hay dos ciudades, una al sur, y otra al norte.

Después de un breve reposo bajo el fresco de un grupo de árboles, por compasión a Pedro a quien las subidas cuestan mucho, se prosigue la marcha. Llegan casi hasta la cresta, donde hay una llanura de hierba en que hay un semicírculo de árboles hacia la orilla.

“¡Descansad, amigos! Voy allí a orar.” Y señala con la mano una gran roca, que sobresale del monte y que se encuentra no hacia la orilla, sino hacia el interior, hacia la cresta.

Jesús se arrodilla sobre la tierra cubierta de hierba y apoya las manos y la cabeza sobre la roca, en la misma posición que tendrá en el Getsemaní. No le llega el sol porque lo impide la cresta, pero lo demás está bañado de él, hasta la sombra que proyectan los árboles donde se han sentado los apóstoles.

Pedro se quita las sandalias, les quita el polvo y piedrecillas, y se queda así, descalzo, con los pies entre la hierba fresca, como estirado, con la cabeza sobre un montón de hierba que le sirve de almohada.

Lo imita Santiago, pero para estar más cómodo busca un tronco de árbol sobre el que pone su manto y sobre él la cabeza.

Juan se queda sentado mirando al Maestro, pero la tranquilidad del lugar, el suave viento, el silencio, el cansancio lo vencen. Baja la cabeza sobre el pecho, cierra sus ojos. Ninguno de los tres duerme profundamente. Se ha apoderado de ellos esa somnolencia de verano que atonta solamente.

De pronto los sacude una luminosidad tan viva que anula la del sol, que se esparce, que penetra hasta bajo lo verde de los matorrales y árboles, donde están.

Abren los ojos sorprendidos y ven a Jesús transfigurado. Es ahora tal y cual como lo veo en las visiones del paraíso. Naturalmente sin las llagas o sin la señal de la cruz, pero la majestad de su rostro, de su cuerpo es igual, igual por la luminosidad, igual por el vestido que de un color rojo oscuro se ha cambiado en un tejido de diamantes, de perlas, en vestido inmaterial, cual lo tiene en el cielo. Su rostro es un sol esplendidísimo, en que resplandecen sus ojos de zafiro. Parece todavía más alto, como si su glorificación hubiese cambiado su estatura. No sabría decir si la luminosidad, que hace hasta fosforescente la llanura, provenga toda de Él o si sobre la suya propia está mezclada la luz que hay en el universo y en los cielos. Sólo sé que es una cosa indescriptible.

Jesús está de pie, más bien, como si estuviera levantado sobre la tierra, porque entre Él y el verdor del prado hay como un río de luz, un espacio que produce una luz sobre la que él esté parado. Pero es tan fuerte que puedo casi decir que el verdor desaparece bajo las plantas de Jesús. Es de un color blanco, incandescente. Jesús está con su rostro levantado al cielo y sonríe a lo que tiene ante Sí.

Los apóstoles se sienten presa de miedo. Lo llaman, porque les parece que no es más su Maestro. “¡Maestro, Maestro!” lo llaman con ansia.

Él no oye.

“Está en éxtasis” dice Pedro tembloroso. “¿Qué estará viendo?”

Los tres se han puesto de pie, quieren acercarse a Jesús, pero no se atreven.

La luz aumenta mucho más por dos llamas que bajan del cielo y se ponen al lado de Jesús. Cuando están ya sobre el verdor, se descorre su velo y aparecen dos majestuosos y luminosos personajes. Uno es más anciano, de mirada penetrante, severa, de barba partida en dos. De su frente salen cuernos de luz, que me lo señalan como a Moisés. El otro es más joven, delgado, barbudo y velloso, algo así como el Bautista, al que se parece por su estatura, delgadez, formación corporal y severidad. Mientras la luz de Moisés es blanca como la de Jesús, sobre todo en los rayos que brotan de la frente, la que emana de Elías es solar, de llama viva.

Los dos profetas asumen una actitud de reverencia ante su Dios encarnado y si les habla con familiaridad, ellos no pierden su actitud reverente. No comprendo ni una de las palabras que dicen.

Los tres apóstoles caen de rodillas, con la cara entre las manos. Quieren ver, pero tienen miedo. Finalmente Pedro habla: “¡Maestro! ¡Maestro, óyeme!” Jesús vuelve su mirada con una sonrisa. Pedro toma ánimos y dice: “¡Es bello estar aquí contigo, con Moisés y Elías! Si quieres haremos tres tiendas, para Ti, para Moisés y para Elías, ¡nos quedaremos aquí a servirte!...”

Jesús lo mira una vez más y sonríe vivamente. Mira también a Juan y a Santiago, una mirada que los envuelve amorosamente. También Moisés y Elías miran fijamente a los tres. Sus ojos brillan, deben ser como rayos que atraviesan los corazones.

Los apóstoles no se atreven a añadir una palabra más. Atemorizados, callan. Parece como su estuvieran un poco ebrios, pero cuando un velo que no es neblina, que no es nube, que no es rayo, envuelve y separa a los tres gloriosos detrás de un resplandor mucho más vivo, los esconde a la mirada de los tres, una voz poderosa, armoniosa vibra, llena el espacio. Los tres caen con la cara sobre la hierba.

“Este es mi Hijo amado, en quien encuentro mis complacencias. ¡Escuchadlo!”

Pedro cuando se ha echado por tierra exclama: “¡Misericordia de mí que soy un pecador! Es la gloria de Dios que desciende.” Santiago no dice nada. Juan murmura algo, como si estuviese próximo a desvanecerse: “¡El Señor ha hablado!”

Nadie se atreve a levantar la cabeza aun cuando el silencio es absoluto. No ven por esto que la luz solar ha vuelto a su estado, que Jesús está solo y que ha tornado a ser el Jesús con su vestido rojo oscuro. Se dirige a ellos sonriente. Los toca, los mueve, los llama por su nombre.

“Levantaos. Soy Yo. No tengáis miedo” dice, porque los tres no se han atrevido a levantar su cara e invocan misericordia sobre sus pecados, temiendo que sea el ángel de Dios que quiere presentarlos ante el Altísimo.

“¡Levantaos, pues! ¡Os lo ordeno!” repite Jesús con imperio. Levantan la cara y ven a Jesús que sonríe.

“¡Oh, Maestro! ¡Dios mío!” exclama Pedro. “¿Cómo vamos a hacer para tenerte a nuestro lado, ahora que hemos visto tu gloria? ¿Cómo haremos para vivir entre los hombres, nosotros, hombres pecadores, que hemos oído la voz de Dios?”

“Debéis vivir a mi lado, ver mi gloria hasta el fin. Haceos dignos porque el tiempo está cercano. Obedeced al Padre mío y vuestro. Volvamos ahora entre los hombres porque he venido para estar entre ellos y para llevarlos a Dios. Vamos. Sed santos, fuertes, fieles por recuerdo de esta hora. Tendréis parte en mi completa gloria, pero no habléis nada de esto, a nadie, ni a los compañeros. Cuando el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos y vuelto a la gloria del Padre, entonces hablaréis, porque entonces será necesario creer para tener parte en mi reino.”

“¿No debe acaso venir Elías a preparar tu reino? Los rabíes enseñan así.”

“Elías ya vino y ha preparado los caminos al Señor. Todo sucede como se ha revelado, pero los que enseñan la revelación no la conocen y no la comprenden. No ven y no reconocen las señales de los tiempos, y a los que Dios ha enviado. Elías ha vuelto una vez. La segunda será cuando lleguen los últimos tiempos para preparar los hombres a Dios. Ahora ha venido a preparar los primeros al Mesías, y los hombres no lo han querido conocer y lo han atormentado y matado. Lo mismo harán con el Hijo del hombre, porque los hombres no quieren reconocer lo que es su bien.”

Los tres bajan pensativos y tristes la cabeza. Descienden por el camino que los trajo a la cima.

...A mitad de camino, Pedro en voz baja dice: “¡Ah, Señor! Repito lo que dijo ayer tu Madre: “¿Por qué nos has hecho esto?” Tus últimas palabras borraron la alegría de la gloriosa vista que tenían ante sí nuestros corazones. Es un día que no se olvidará. Primero nos llenó de miedo la gran luz que nos despertó, más fuerte que si el monte estuviera en llamas, o que si la luna hubiera bajado sobre el prado, bajo nuestros ojos. Luego tu mirada, tu aspecto, tu elevación sobre el suelo, como si estuvieses pronto a volar. Tuve miedo de que, disgustado de la maldad de Israel, regresases el cielo, tal vez por orden del Altísimo. Luego tuve miedo de ver aparecer a Moisés, a quien sus contemporáneos no podían ver sin velo, porque brillaba sobre su cara el reflejo de Dios, y no era más que hombre, mientras ahora es un espíritu bienaventurado, y Elías... ¡Misericordia divina! Creí que había llegado mi último momento. Todos los pecados de mi vida, desde cuando me robaba la fruta, allá cuando era pequeñín, hasta el último de haberte mal aconsejado hace algunos días, vinieron a mi memoria. ¡Con qué tremor me arrepentí! Luego me pareció que me amaban los dos justos... y tuve el atrevimiento de hablar. Pero su amor me infundía temor porque no merezco el amor de semejantes espíritus. Y ¡Luego!... ¡luego! ¡El miedo de los miedos! ¡La voz de Dios!... ¡Yeové habló! ¡A nosotros! Ordenó: “¡Escuchadlo!”. Te proclamó “su hijo amado en quien encuentra sus complacencias” ¡Qué miedo! ¡Yeové! ¡A nosotros!... ¡No cabe duda que tu fuerza nos ha mantenido la vida!... Cuando nos tocaste, y tus dedos ardían como puntas de fuego, sufrí el último miedo. Creí que había llegado la hora de ser juzgado y que el ángel me tocaba para tomar mi alma y llevarla ante el Altísimo... ¿Pero cómo hizo tu Madre para ver... para oír... para vivir, en una palabra, esos momentos de los que ayer hablaste, sin morir, Ella que estaba sola, que era una jovencilla, y sin Ti?”

“María, que no tiene culpa, no podía temer a Dios. Eva tampoco lo temió mientras fue inocente y Yo estaba. Yo, el Padre y el Espíritu. Nosotros que estamos en el cielo, en la tierra y en todo lugar, que teníamos y tenemos nuestro tabernáculo en el corazón de María.” explica dulcemente Jesús.

“¡Qué cosas!... ¡Qué cosas! Pero luego hablaste de muerte... Y toda nuestra alegría se acabó... Pero ¿por qué a nosotros tres? ¿No hubiera sido mejor que todos hubiesen visto tu gloria?”

“Exactamente porque muertos de miedo como estáis al oír hablar de muerte, y muerte por suplicio del Hijo del Hombre, del Hombre-Dios, Él ha querido fortificaros para aquella hora y para siempre con un conocimiento anterior de lo que seré después de la muerte. Acordaos de ello, para que lo digáis a su tiempo. ¿Comprendido?”

“Sí, Señor. No es posible olvidarlo. Sería inútil contarlo. Dirían que estábamos ‘ebrios’”.



5º Jesús instituye la Eucaristía

600 La última Cena pascual.

Empieza el sufrimiento del Jueves Santo.

Los apóstoles -son diez- se dedican intensamente a preparar el Cenáculo.

Judas, encaramado encima de la mesa, observa si hay aceite en todas las ampollas de la lámpara, que es grande y parece una corola de fucsia doble. Y es que está formada por una barra -el tallo- rodeada de cinco lámparas en ampollas que asemejan a pétalos; luego tiene una segunda vuelta, más abajo, que es toda una coronita de pequeñas llamas; luego, por último, tiene tres pequeñas lamparitas colgadas de delgadas cadenas y que parecen los pistilos de la flor luminosa. Luego baja de un salto y ayuda a Andrés a colocar la vajilla en la mesa con arte. Sobre ésta se ha extendido un finísimo mantel.

Oigo que Andrés dice:

-¡Qué espléndido lino!

Y Judas Iscariote:

-Uno de los mejores manteles de Lázaro. Marta se ha empeñado en traerlo.

-¿Y estas copas? ¿Y estas jarras, entonces? - observa Tomás, que ha puesto el vino en las preciosas jarras y las mira una y otra vez con ojos de experto, espejándose en sus panzas estilizadas y acariciando sus asas trabajadas con cincel.

-¿Quién sabe lo que costarán, eh? - pregunta Judas Iscariote.

-Está trabajado con martillo. A mi padre le encantarían. La plata y el oro en hojas se pliegan con facilidad cuanto están calientes. Pero tratado así... Para estropearlo basta un momento; es suficiente a un golpe mal dado. Se necesitan fuerza y ligereza al mismo tiempo.

-¿Ves las asas? Sacadas del bloque, no soldadas. Cosas de ricos... Fíjate que toda la limadura y lo desbastado se pierden.

No sé si entiendes lo que te digo.

-¡Claro que entiendo! En pocas palabras, es como uno que hace una escultura.

-Exactamente.

Todos observan con admiración. Luego vuelven a su trabajo: quién coloca los asientos, quién prepara los aparadores.

Entran juntos Pedro y Simón.

-¡Oh, por fin habéis venido! ¿A dónde habéis ido otra vez? Habéis llegado con el Maestro y con nosotros y os habéis escapado de nuevo - dice Judas Iscariote.

-Una gestión que había que hacer antes de la hora» responde escuetamente Simón.

-¿Sientes melancolías?

-Creo que con lo que hemos oído durante estos días, y en esos labios que nunca hemos encontrado falaces, hay buenas razones para sentirlas.

-Y con ese tufo de... Bien, cállate, Pedro - masculla Pedro entre dientes.

-¿Tú también?... Me pareces un desquiciado desde hace algunosdías. Tienes cara de conejo agreste cuando siente tras sí al chacal - responde Judas Iscariote.

-Y tú tienes morros de garduña. Tú tampoco estás muy guapo desde hace unos días. Miras de una manera... Hasta se te han torcido los ojos... ¿A quién esperas, o qué esperas ver? Pareces seguro. Quieres parecerlo. Pero se te ve como a uno temeroso de algo - replica Pedro.

-¡En cuanto a miedo!... ¡Tampoco tú eres ningún héroe!

-¡Ninguno lo somos, Judas. Tú llevas el nombre del Macabeo, pero no lo eres. El mío significa: 'Dios otorga gracias', pero te juro que tiemblo por dentro como quien se supiera portador de desgracia y, sobre todo, tengo miedo de caer en desgracia ante Dios. Simón de Jonás, a pesar de su nuevo nombre de 'piedra', ahora se manifiesta blando como cera en el fuego.

Ya no es estable en su voluntad. ¡Y yo nunca lo vi con miedo en medio de desatadas tempestades! Mateo, Bartolmái y Felipe parecen sonámbulos. Mi hermano y Andrés no hacen más que suspirar. Los dos primos, en quienes se une el dolor de la sangre con el del amor al Maestro, pues ya los ves: parecen hombres ya viejos. Tomás ha perdido su jovialidad. Y Simón está tan ajado por el dolor -yo diría: tan corroído, lívido y abatido-, que parece otra vez el leproso consumido de hace tres años – le responde Juan.

-Sí. Nos ha sugestionado a todos con su melancolía - observa Judas Iscariote.

-Mi primo Jesús, el Maestro y Señor mío y vuestro, está y no está melancólico. Si con esta palabra quieres decir que está triste por el exceso de dolor que todo Israel le está dando - y nosotros vemos este dolor- y por el otro, oculto dolor que sólo Él ve, te digo: 'Tienes razón'; pero si usas ese término para decir que está desquiciado, eso te lo prohíbo - dice Santiago de Alfeo.

-¿Y no es demencia una idea fija de melancolía? Yo he estudiado también lo profano, y tengo conocimientos. Jesús ha dado demasiado de sí, y ahora tiene la mente cansada.

-Lo cual significa 'demente', ¿no es verdad? - pregunta el otro primo, Judas, que está aparentemente calmo.

-¡Justamente eso! ¡Había visto con claridad tu padre, justo de santa memoria, a quien tú tanto te pareces en justicia y sabiduría! Jesús -triste destino de una ilustre casa demasiado vieja y que padece senilidad psíquica- ha tenido siempre una tendencia a esta enfermedad. Suave al principio, luego cada vez más agresiva. Tú mismo has visto cómo ha atacado a fariseos y escribas, saduceos y herodianos. Él se ha hecho imposible la vida, como un camino sembrado de esquirlas de cuarzo. Y se las ha sembrado Él solo. Nosotros... lo hemos amado tanto, que el amor nos ha puesto un velo delante de nuestros ojos. Pero los que lo amaron sin idolatrarlo: tu padre, tu hermano José, y primero Simón, vieron las cosas con equilibrio... Hubiéramos debido abrir los ojos ante sus palabras. Sin embargo, su dulce hechizo de enfermo nos sedujo. Y ahora... ¡En fin!

-Judas Tadeo, que -de la misma altura de Judas Iscariote- está justo frente a él y parece oírlo con calma, reacciona violentamente. Con un fuerte revés arroja a Judas, supino, a uno de los asientos, y con una cólera contenida en la voz, inclinándose sobre la cara del cobarde que no reacciona -quizás temiendo que Judas Tadeo esté al corriente de su crimen- le dice con voz penetrante:

-¡Esto por la demencia, reptil! Y si no te estrangulo es porque Jesús está allí y es noche de Pascua. ¡Pero piensa, piénsalo bien! Si le ocurre algo malo y ya no está Él para detener mi fuerza, nadie te salva. Es como si ya tuvieras el nudo corredizo en el cuello; y serán estas manos mías honradas y fuertes de artesano galileo y de descendiente del hondero de Goliat, las que te lo hagan. ¡Levántate, enervado libertino! Y atento a lo que haces, ¡eh! Judas se alza, lívido, sin la más mínima reacción. Y lo que me maravilla es que ninguno reacciona ante este gesto nuevo de Judas Tadeo. Al contrario... está claro que todos lo aprueban.

Vuelve el ambiente a la normalidad y un instante después Jesús entra. Se asoma en el umbral de la pequeña puerta por la que su alto físico apenas pasa. Pone pie en el tan reducido descansillo, y, con su mansa, triste sonrisa, abriendo los brazos, dice:

-La paz sea con vosotros.

Es una voz cansada, como la de uno que estuviera languideciendo en lo físico o en lo moral.

Baja. Acaricia la cabeza rubia de Juan, que ha ido a su encuentro. Sonríe, como si no supiera nada, a su primo Judas, y dice al otro primo:

-Tu madre te ruega que seas dulce con José. Ha preguntado por mí y por ti hace poco a las mujeres. Siento no haberle saludado.

-Lo vas a hacer mañana.

-¿Mañana?... Bueno... tendré tiempo de verlo...

-¡Oh, Pedro, por fin estaremos un poco juntos! Desde ayer me pareces un fuego fatuo: te veo y luego no te veo. Hoy casi puedo decir que te he perdido. Tú también, Simón.

-Nuestro pelo más blanco que negro te puede dar la seguridad de que no nos hemos ausentado por apetito carnal – dice serio Simón.

-Aunque... a todas las edades se pueda tener esa hambre... ¡Los viejos! Son peores que los jóvenes... - dice ofensivo Judas Iscariote.

Simón lo mira. Ya iba a replicar. Pero también lo mira Jesús y dice:

-¿Te duele una muela? Tienes el carrillo derecho hinchado y rojo.

-Sí. Me duele. Pero no tiene mayor importancia.

Los otros no dicen nada y la cosa muere así.

-¿Habéis hecho todo lo que había que hacer? ¿Tú, Mateo? ¿Y tú, Andrés? ¿Y Tú, Judas, has pensado en la ofrenda al Templo?

Tanto los dos primeros como Judas Iscariote dicen:

-Todo hecho, todo lo que dijiste que había que hacer para hoy. No te preocupes.

-Yo he llevado las primicias de Lázaro a Juana de Cusa. Para los niños. Me han dicho: '¡Eran mejores aquellas manzanas!'.

¡Aquellas tenían el sabor del hambre! Y eran tus manzanas - dice Juan con rostro sonriente y de ensoñación.

También Jesús sonríe ante un recuerdo...

-Yo he visto a Nicodemo y a José - dice Tomás.

-¿Los has visto? ¿Has hablado con ellos? - pregunta Judas Iscariote con exagerado interés.

-Sí, ¿qué hay de raro en ello? José es un buen cliente de mi padre.

-No lo habías dicho antes... ¡Por eso me he asombrado!...

Judas trata de remediar la impresión que ha dado, una impresión de ansiedad, por el encuentro de José y Nicodemo con Tomás.

-Me resulta extraño que no hayan venido a presentarte su obsequioso saludo. Ni ellos ni Cusa ni Manahén... Ninguno de los...

Pero Judas Iscariote se ríe con una falsa carcajada interrumpiendo a Bartolomé, y dice:

-El cocodrilo vuelve a su madriguera en el momento apropiado.

-¿Qué quieres decir? ¿Qué insinúas? - pregunta Simón con una agresividad como nunca ha tenido.

-¡Calma, calma! ¿Qué os sucede? ¡Es la noche de Pascua! Nunca hemos tenido aparejo tan digno para consumir el cordero. Celebremos, pues, la cena con espíritu de paz. Veo que os he turbado mucho con mis instrucciones de estas últimas noches. Pero, ¿veis? ¡He terminado! Ahora ya no os voy a causar más turbación. No está todo dicho en cuanto a mí se refiere.

Sólo lo esencial. El resto... lo comprenderéis después. Se os dirá... ¡Sí, vendrá el que os lo dirá! Juan, ve con Judas y algún otro por las copas para la purificación. Y luego nos sentamos a la mesa.

La dulzura de Jesús verdaderamente parte el corazón.

Juan con Andrés, Judas Tadeo con Santiago, traen una copa grande, echan agua en ella y ofrecen a Jesús la toalla, y también a los compañeros, los cuales hacen luego lo mismo con ellos. Y ponen la copa (en realidad es una palangana de metal) en un rincón.

-Y ahora cada uno a su sitio. Yo aquí, y aquí, a la derecha, Juan; al otro lado, mi fiel Santiago: los dos primeros discípulos.

Después de Juan mi Piedra fuerte. Y después de Santiago el que es como el aire, que no se advierte pero siempre está y consuela: Andrés. A su lado mi primo Santiago. ¿No te duele, dulce hermano, el que asigne el primer puesto a los primeros? Eres el sobrino del Justo, cuyo espíritu, más que nunca en esta hora, late en suspendido vuelo sobre mí. ¡Ten paz, padre de mi debilidad de niño, encina a cuya sombra hallaron alivio la Madre y el Hijo! ¡Ten paz!... Después de Pedro, Simón... Simón, ven un momento aquí. Quiero mirar fijamente tu rostro leal. Después te veré ya sólo mal, porque otros me cubrirán tu honesto rostro.

Gracias, Simón. Por todo - y lo besa.

Simón, dejado ya, va a su sitio y, un instante, se lleva las manos a la cara con un gesto de aflicción.

-En frente de Simón mi Bartolmái. Dos honradeces y sabidurías que se reflejan recíprocamente. Están bien juntos. Y, al lado, tú, Judas, hermano mío. Así te veo... y me parece estar en Nazaret... cuando alguna fiesta nos reunía a todos en torno a una mesa... También en Caná... ¿Recuerdas? Estábamos el uno al lado del otro. Una fiesta... una fiesta de boda... el primer milagro... el agua transformada en vino... También hoy una fiesta... y también hoy habrá un milagro... el vino cambiará de naturaleza... y será... - Jesús se sume en su pensamiento. Con la cabeza baja, está como aislado en su mundo secreto. Los demás lo miran sin decir nada.

Alza de nuevo la cabeza y mira fijamente a Judas Iscariote, y le dice:

-Tú estarás frente a mí.

-¿Tanto me quieres? ¿Más que a Simón, que siempre quieres tenerme enfrente?

-Mucho. Tú lo has dicho.

-¿Por qué, Maestro?

-Porque eres el que más ha hecho de todos para esta hora.

Judas mira al Maestro y a sus compañeros con una mirada muy cambiante: al primero con una cierta, irónica compasión; a los otros, con aire de triunfo.

-Y a tu lado, en una parte, Mateo; en la otra, Tomás.

-Entonces Mateo a mi izquierda y Tomás a mi derecha.

-Como quieras, como quieras - dice Mateo - Me basta con tener bien de frente a mi Salvador.

-Por último, Felipe. ¿Veis? El que no está a mi lado en el lado de honor, tiene el honor de estar frente a mí.

Jesús, en pie en su sitio, vierte en la amplia copa que está colocada delante de Él -todos tienen altas copas, pero El tiene una mucho más grande, además de la que tienen todos; debe ser la copa ritual-, vierte el vino. Alza la copa, la ofrece, la pone en la mesa.

Luego todos juntos preguntan con tono de salmo:

-¿Por qué esta ceremonia?

Pregunta formal, de rito, está claro.

A la cual Jesús, como cabeza de familia, responde:

-Este día recuerda nuestra liberación de Egipto. Bendito sea Yeohveh, que ha creado el fruto de la vid.

Bebe un sorbo de este vino ofrecido y pasa el cáliz a los demás. Luego ofrece el pan, lo parte, lo distribuye; luego las hierbas empapadas en la salsa rojiza que hay en cuatro salseras.

Terminada esta parte de la comida cantan salmos, todos en coro. Se lleva a la mesa, desde el aparador, la amplia bandeja del cordero asado, y la ponen delante de Jesús.

Pedro, que desempeña el papel de... primera parte, de coro, si le gusta más, pregunta:

-¿Por qué este cordero, así?

-Como recuerdo de cuando Israel fue salvado por el cordero inmolado. No murió ningún primogénito donde la sangre brillaba en las jambas y el dintel. Y, después, mientras todo Egipto lloraba a los primogénitos varones muertos, desde el palacio del faraón hasta los tugurios, los hebreos, capitaneados por Moisés, se movieron hacia la tierra de la liberación y la promesa.

Ceñidas ya sus cinturas, calzados los pies, cayado en mano, fue diligente el pueblo de Abraham para ponerse en marcha cantando los himnos del júbilo.

Todos se ponen en pie y entonan:

-Cuando Israel salió de Egipto y la casa de Jacob de un pueblo bárbaro, Judea vino a ser su santuario» etc., etc. (en la Neovulgata Salmo 114).

Ahora Jesús corta el cordero, llena un nuevo cáliz, bebe de él y lo pasa. Luego entonan otro canto:

-Niños, alabad al Señor; bendito sea el Nombre del Eterno, ahora y por los siglos de los siglos. De Oriente a Occidente debe ser alabado» etc. (Salmo 113).

Jesús da los trozos de cordero cuidando de que todos queden bien servidos, justamente como haría un padre de familia rodeado de los amados hijos de su corazón. Solemne, un poco triste, mientras dice:

-He deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua. Ha sido para mí el deseo de los deseos, desde que fui –ab aeterno- 'el Salvador'. Sabía que esta hora precedería a esa otra. Mas la alegría de darme infundía, anticipadamente, este consuelo a mi padecer... He deseado ardientemente comer con vosotros esta Pascua, porque ya nunca comeré del fruto de la vid hasta la llegada del Reino de Dios. Entonces me sentaré nuevamente con los elegidos en el Banquete del Cordero, para el desposorio de los Vivientes con el Viviente. Pero vendrán a él solamente los que hayan sido humildes y limpios de corazón como Yo soy.

-Maestro, hace un momento has dicho que el que no tiene el honor del sitio lo tiene por estar enfrente de ti. ¿Cómo podemos saber, entonces, quién es el primero de entre nosotros? - pregunta Bartolomé.

-Todos y ninguno. Una vez... volvíamos cansados... nauseados por el odio farisaico. Pero no estabais cansados de discutir entre vosotros acerca de quién era el mayor... Un niño vino a mí rápido... un pequeño amigo mío... Y su inocencia endulzó la desazón que Yo tenía por muchas cosas (no la última, vuestra humanidad obstinada). ¿Dónde estás ahora, pequeño Benjamín que tuviste aquella sabia respuesta que te vino del Cielo porque -ángel como eras- el Espíritu te hablaba? En aquel momento os dije: 'Si uno quiere ser el primero, sea el último y el servidor de todos'. Y os puse como ejemplo al sabio niño. Ahora os digo:

'Los reyes de las naciones las dominan. Y los pueblos oprimidos, aun odiándolos, los aclaman, y los reyes son llamados “Benefactores”, “Padres de la Patria”. Mas el odio se anida bajo el falso obsequio'. Pero entre vosotros no debe ser así. Que el mayor sea como el menor; el que es cabeza, como uno que sirve. Efectivamente: ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? El que está a la mesa. Yo, sin embargo, os sirvo; y, dentro de poco, os serviré más. Vosotros sois los que habéis estado conmigo en las pruebas. Y Yo dispongo para vosotros un puesto en mi Reino de la misma forma que en Él Yo seré Rey según la voluntad del Padre-, para que comáis y bebáis en mi mesa eterna y estéis sentados en tronos juzgando a las doce tribus de Israel. Habéis permanecido a mi lado en mis pruebas... Esto y no otra cosa es lo que os hace grandes ante los ojos del Padre.

-¿Y los que vendrán después? ¿No tendrán un lugar en el Reino? ¿Sólo nosotros?

-¡Oh, cuántos príncipes habrá en mi Casa! Todos los que hayan sido fieles a Cristo en las pruebas de la vida serán príncipes en mi Reino. Porque los que hayan perseverado hasta el final en el martirio de la existencia serán como vosotros, que conmigo habéis perseverado en mis pruebas. Yo me identifico en mis creyentes. A los predilectos les doy, como enseña, ese Dolor que abrazo por vosotros y por todos los hombres. El que me sea fiel en el Dolor será un bienaventurado mío; como vosotros, mis amados.

-Nosotros hemos perseverado hasta el final.

-¿Tú crees, Pedro? Pues te digo que la hora de la prueba debe llegar todavía. Simón, Simón de Jonás, mira que Satanás ha pedido cribaros como al trigo. He orado por ti, para que tu fe no vacile. Tú, una vez enmendado, confirma a tus hermanos.

-Sé que soy un pecador. Pero te seré fiel hasta la muerte. Este pecado no lo tengo. Nunca lo tendré.

-No seas soberbio, Pedro mío. Esta hora cambiará muchas cosas que antes eran de un modo y ahora serán distintas.

¡Cuántas!... Y esas cosas traen y comportan necesidades nuevas. Vosotros lo sabéis. Siempre os he dicho, incluso cuando íbamos por lugares lejanos recorridos por bandoleros: 'No temáis. No nos sucederá nada malo, porque los ángeles del Señor están con nosotros. No os preocupéis de nada'. ¿Os acordáis de cuando os decía: 'No estéis preocupados por lo que comeréis o por el vestido. El Padre sabe qué necesitamos'? También os decía: 'El hombre es mucho más que un pájaro y que una flor que hoy es hierba y mañana heno. Y veis que el Padre cuida también de la flor y del pajarillo. ¿Podréis, entonces, dudar de que cuide de vosotros?'. Y os decía: 'Dad a quien os pida, a quien os hiera presentadle la otra mejilla'. Os decía: 'No llevéis ni bolsa ni cayado'. Porque he enseñado amor y confianza. Pero ahora... ahora ya no es ese tiempo. Ahora os digo: '¿Os ha faltado alguna vez algo hasta ahora? ¿Alguna vez os han hecho algún daño?'.

-Nada, Maestro. Y sólo a ti te lo han hecho.

-Así veis que mi palabra era veraz. Pero ahora los ángeles son, todos, convocados por su Señor. Es hora de demonios... Con las alas de oro, los ángeles del Señor se tapan los ojos, se vendan, y les duele el color de sus alas, porque no es color de amargura y ésta es hora de luto, y de un luto cruel, sacrílego... Esta noche no hay ángeles en la Tierra. Están junto al trono de

Dios para cubrir con su canto las blasfemias del mundo deicida y el llanto del Inocente. Y nosotros estamos solos... Yo y vosotros: solos. Los demonios son los dueños de esta hora. Por eso nuestro aspecto ahora y nuestra actitud serán como los de los pobres hombres que recelan y no aman. Ahora el que tenga una bolsa tome consigo también una alforja, el que no tenga espada venda su manto y cómprese una. Porque también se dice de mí en la Escritura, (Isaías 53, 12) y debe cumplirse: 'Fue contado entre los malhechores'. En verdad, todo lo que a mí se refiere toca a su fin.

Simón, que se ha alzado y ha ido al arquibanco donde había dejado su rico manto -y es que esta noche todos visten sus mejores indumentos, y, por tanto, llevan puñales, damasquinados pero muy cortos (más cuchillos que puñales), colgados de los ricos cinturones-, coge dos espadas, dos verdaderas espadas, largas, levemente curvadas, y se las lleva a Jesús:

-Yo y Pedro nos hemos armado esta noche. Tenemos éstas. Pero los demás tienen sólo el puñal corto.

Jesús toma las espadas, las observa, desenvaina una y prueba su tajo contra una uña. Es una extraña visión, y produce una impresión todavía más extraña el ver ese fiero instrumento en las manos de Jesús.

-¿Quién os las ha dado? - pregunta Judas Iscariote mientras Jesús observa y calla. Judas parece muy inquieto...

-¿Quién? Te recuerdo que mi padre era noble y muy poderoso.

-Pero Pedro...

-¿Pero qué? ¿Desde cuándo tengo que dar cuentas de los regalos que quiero hacer a mis amigos?

Jesús alza la cabeza. Antes ha metido el arma en su vaina y ahora devuelve las dos espadas al Zelote.

-Está bien. Son suficientes. Has hecho bien en cogerlas. Pero ahora, antes de beber el tercer cáliz, esperad un momento.

Os he dicho que el mayor es como el menor y que Yo estoy como quien sirve en esta mesa y que más os serviré. Hasta ahora os he dado alimentos. Es un servicio en orden al cuerpo. Ahora quiero daros un alimento para el espíritu. No es un plato del rito antiguo; es del nuevo rito. Yo quise bautizarme antes de ser el 'Maestro'. Para esparcir la Palabra bastaba ese bautismo. Ahora será derramada la Sangre. Vosotros necesitáis otro lavacro, aunque os hayáis purificado (con Juan el Bautista en su momento y hoy también, en el Templo). No es suficiente. Venid para que os purifique. Suspended la comida. Hay algo más importante que la comida que se da al vientre para que se llene, aunque sea alimento santo, como este del rito pascual; y ello es un espíritu puro, en disposición de recibir el don del cielo que ya desciende para hacerse un trono en vosotros y daros la Vida. Dar la Vida a quienes están limpios.

Jesús se levanta -debe también alzarse Juan, para dejar a Jesús salir mejor de su sitio-, va a un arquibanco y se quita la túnica roja; la pone doblada encima del manto, ya doblado, se ciñe a la cintura una toalla grande, luego va a otra palangana, que todavía está vacía y limpia. Echa en ella agua, lleva la palangana al centro de la habitación, junto a la mesa, y la pone encima de un taburete. Los apóstoles lo miran estupefactos.

-¿No me preguntáis que qué hago?

-No lo sabemos. Te digo que ya estamos purificados - responde Pedro.

-Y Yo te repito que eso no importa. Mi purificación le sirve al que ya está purificado para estarlo más.

Se arrodilla. Desata las sandalias a Judas Iscariote y le lava los pies; uno primero, otro después. Es fácil hacerlo, porque los triclinios están hechos de tal manera que los pies quedan hacia la parte externa. Judas está estupefacto. No dice nada. Pero, cuando Jesús, antes de calzar el pie izquierdo y levantarse, pone el gesto de besarle el pie derecho ya calzado, Judas retrae bruscamente el pie y da un golpe con la suela en la boca divina. Lo hace sin querer. No es un golpe fuerte, pero a mí me causa mucho dolor. Jesús sonríe, y, al apóstol, que le dice: «¿Te he hecho daño? Ha sido sin querer... Perdona», le responde:

-No, amigo. Lo has hecho sin malicia y no hace daño.

-Judas lo mira... Es una mirada inquieta, huidiza...

Jesús pasa a Tomás, luego a Felipe... Rodea el lado estrecho de la mesa y va donde su primo Santiago. Lo lava, y lo besa en la frente al levantarse. Pasa a Andrés, que está rojo de vergüenza y hace esfuerzos por no llorar; lo lava, lo acaricia como a un niño. Luego está Santiago de Zebedeo, que no hace sino susurrar: « ¡Oh, Maestro! ¡Maestro! ¡Maestro! ¡Anonadado y sublime Maestro mío!». Juan se ha desatado ya las sandalias y, mientras Jesús está agachado secándole los pies, él se inclina y lo besa en el pelo.

¡Pero, a Pedro!... ¡No es fácil convencerlo para este rito!

-¿Tú lavarme a mí los pies? ¡Ni por asomo! Mientras viva, no te lo permitiré. Yo soy un gusano, Tú eres Dios. Cada uno en su lugar.

-Lo que Yo hago tú no puedes comprenderlo por ahora. Más adelante lo comprenderás. Déjame.

-Todo lo que Tú quieras, Maestro. ¿Quieres cortarme el cuello? Hazlo. Pero no me lavarás los pies.

-¡Oh, mi Simón! ¿No sabes que si no te lavo no tendrás parte en mi Reino? ¡Simón, Simón! Necesitas esta agua para tu alma y para el mucho camino que debes recorrer. ¿No quieres venir conmigo? Si no te lavo, no vienes a mi Reino.

-¡Oh, Señor mío bendito! ¡Pues entonces lávame todo! ¡Los pies, las manos y la cabeza!

-El que, como vosotros, se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque ya está enteramente purificado. Los pies... El hombre con los pies camina sobre cosas sucias. Y ello sería poco, pues ya os dije que lo que ensucia no es lo que entra y sale con el alimento, ni contamina al hombre lo que se pega a los pies por el camino. No. Lo que le contamina es lo que incuba y madura en su corazón y de allí sale y contamina sus acciones y sus miembros. Y los pies del hombre de corazón no limpio se dirigen hacia la crápula, la lujuria, los tratos ilícitos, los delitos... Por tanto, son, de entre los miembros del cuerpo, los que tienen mucha parte que purificar... como también los ojos, y la boca... ¡Oh, hombre!, ¡hombre!, ¡perfecta criatura un día, el primero, y luego tan corrompido por el Seductor! ¡Y no había en ti malicia, oh hombre, ni pecado!... ¿Y ahora? ¡Eres todo malicia y pecado y no hay parte en ti que no peque!

Jesús ha lavado los pies a Pedro. Los besa. Y Pedro llora y toma con sus gruesas manos las dos manos de Jesús, se las pasa por los ojos y las besa luego.

También Simón se ha quitado las sandalias y, sin decir nada, se deja lavar. Pero luego, cuando Jesús está ya para pasar a Bartolomé, Simón se arrodilla, le besa los pies y dice:

-¡Límpiame de la lepra del pecado como me limpiaste de la lepra del cuerpo, para no quedar confundido en la hora del juicio, Salvador mío!

-No temas, Simón. Vendrás a la Ciudad celeste, blanco como nieve alpina.

-¿Y yo, Señor? ¿A tu viejo Bartolmái qué le dices? Me viste a la sombra de la higuera y leíste mi corazón. ¿Ahora qué ves?, ¿dónde me ves? Tranquiliza a este pobre anciano que teme no tener ni fuerza ni tiempo para llegar a como quieres que seamos.

Se le ve muy emocionado a Bartolomé.

-Tampoco temas tú. En aquel momento dije: 'He aquí a un verdadero israelita en quien no hay engaño'. Ahora digo: 'He aquí a un verdadero cristiano digno del Cristo'. ¿Que dónde te veo? Sentado en un trono eterno, vestido de púrpura. Yo estaré siempre contigo.

Le toca el turno a Judas Tadeo, el cual, cuando ve a sus pies a Jesús, no sabe contenerse y reclina la cabeza sobre el brazo que tiene apoyado en las mesa y llora.

-No llores, dulce hermano. Te sientes como uno que debiera soportar que le arrancasen un nervio, y te parece que no puedes soportarlo. Pero será un dolor breve. Luego... ¡serás feliz, porque me quieres! Te llamas Judas. Y eres como nuestro gran Judas (1 Macabeos 3, 1-9): como un gigante. Eres el protector. Tus acciones son de león y cachorro de león rugientes.

Desanidarás a los impíos, que ante ti retrocederán, y los inicuos sentirán terror. Yo sé las cosas. Sé fuerte. Una eterna unión estrechará y hará perfecto nuestro parentesco, en el Cielo - Lo besa también a él, en la frente, como a su otro primo.

-Yo soy pecador, Maestro. A mí no...

-Eras pecador, Mateo. Ahora eres el Apóstol. Eres una 'voz' mía. Te bendigo. ¡Cuánto camino han recorrido estos pies para avanzar sin cesar, hacia Dios!... El alma los incitaba y ellos han abandonado todo camino que no fuera mi camino. Continúa.

¿Sabes dónde termina el sendero? En el seno del Padre mío y tuyo.

Jesús ha terminado. Deja la toalla, se lava en agua limpia las manos, se pone de nuevo la túnica, vuelve a su sitio y, al sentarse, dice:

-Ahora estáis limpios, aunque no todos. Sólo los que han tenido la voluntad de estarlo.

Mira fijamente a Judas de Keriot, que ha hecho como si no hubiera oído, ocupado en explicar a su compañero Mateo cómo su padre se decidió a mandarlo a Jerusalén: palabras inútiles que tienen para Judas -quien, a pesar de su audacia, debe sentirse incómodo- la única finalidad de guardar las apariencias.

Jesús vierte vino por tercera vez en el cáliz común. Bebe. Ofrece de beber. Luego canta, y los otros le siguen en coro:

«Amo porque el Señor escucha la voz de mi oración, porque inclina su oído hacia mí. Le invocaré durante toda mi vida. Me rodeaban dolores de muerte» etc. (Según la numeración de la Neovulgata, se recitan por orden: Salmo 116 (que agrupa el 114 y el 115 de la Vulgata), Salmo 117, Salmo 118 (largo himno), Salmo 119 (el que no termina nunca)

Un momento de pausa. Luego sigue cantando: «Tuve fe y por eso hablé. Me había humillado profundamente y en medio de mi turbación decía: 'Todo hombre es mentiroso'». Mira fijo a Judas.

La voz de mi Jesús, esta noche cansada, recobra fuerza cuando exclama: «Valiosa es ante los ojos de Dios la muerte de los santos» y «Has roto mis cadenas. Te ofreceré un holocausto de alabanza invocando el nombre del Señor» etc. etc. (Salmo 115).

Otra breve pausa en el canto, y luego continúa: «Alabad todas al Señor, naciones, todos los pueblos alabadlo. Porque se ha afianzado en nosotros su misericordia y la verdad del Señor permanece eterna».

Otra breve pausa y luego un largo himno: «Celebrad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia...».

Judas de Keriot canta tan desentonado, que Tomás dos veces lo conduce al tono con su potente voz de barítono y lo mira fijamente. También los otros lo miran, porque, por lo general está siempre bien entonado, y de su voz, como de todas las otras cosas -lo he podido comprender- se siente orgulloso. ¡Pero esta noche! Ciertas frases le turban, hasta el punto de que le salen gallos, y lo mismo ciertas miradas de Jesús que subrayan las frases. Una de estas frases es: «Es mejor confiar en el Señor que confiar en el hombre». Otra es: «Se me empujó y vacilaba, y estaba para caer. Pero el Señor me sujetó». Otra es: «No moriré, sino que viviré y referiré las obras del Señor». Y, en fin, estas dos que voy a decir, le estrangulan la voz al Traidor en la garganta:

«La piedra desechada por las constructores ha venido a ser piedra angular» y « ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!».

Acabado el salmo, mientras Jesús corta y de nuevo pasa trozos de cordero, Mateo pregunta a Judas de Keriot:

-¿Te encuentras mal?

-No. Déjame tranquilo. No te preocupes de mí.

-Mateo se encoge de hombros.

Juan, que ha oído esto, dice:

-Tampoco el Maestro está bien. ¿Qué te sucede, Jesús mío? Tienes la voz quebrada; como la de un enfermo o la de uno que haya llorado mucho - y lo abraza, estando con la cabeza apoyada en el pecho de Jesús.

-Sólo es que ha hablado mucho; y yo, lo único es que he andado mucho y he cogido frío - dice Judas nervioso.

Y Jesús, sin responderle a él, dice a Juan:

-Tú ya me conoces... y sabes qué es lo que me cansa...

El cordero está casi terminado.

Jesús, que ha comido poquísimo y ha bebido sólo un sorbo de vino por cada cáliz -sin embargo, como si se sintiera febril, ha bebido mucha agua- continúa hablando:

-Quiero que comprendáis mi gesto de antes. Os he dicho que el primero es como el último, y que os daría un alimento que no es corporal. Os he dado un alimento de humildad. Para vuestro espíritu. Vosotros me llamáis: Maestro y Señor. Decís bien, porque lo soy. Entonces, si Yo os he lavado los pies, también debéis lavároslos vosotros los unos a los otros. Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo que Yo he hecho. En verdad os digo: el siervo no es más que su señor, ni el apóstol más que Aquel que lo ha constituido apóstol. Tratad de comprender estas cosas. Y si, comprendiéndolas, las ponéis por obra, seréis bienaventurados. Pero no seréis todos bienaventurados. Yo os conozco. Sé a quiénes he elegido. No de la misma manera me refiero a todos. Pero digo la verdad. Por otra parte, debe cumplirse lo que en relación a mí fue escrito (Salmo 41, 10): “Aquel que come conmigo el pan ha alzado contra mí su calcañar'. Os digo todo antes de que suceda, para que no abriguéis dudas respecto

a mí. Cuando todo esté cumplido, creeréis todavía más que Yo soy Yo. El que me recibe a mí recibe al que me ha enviado: al Padre santo que está en los Cielos. Y el que reciba a los que Yo envíe me recibirá a mí mismo. Porque Yo estoy con el Padre y vosotros estáis conmigo... Pero ahora vamos a cumplir el rito.

Vierte de nuevo vino en el cáliz común y, antes de beber de él y de pasarlo para que beban, se levanta, y con Él se levantan todos, y canta otra vez uno de los salmos de antes: «Tuve fe y por eso hablé... » Y luego uno que no termina nunca.

¡Hermoso... pero eterno! Creo identificarlo, por el comienzo y lo largo que es, como el salmo 118. Lo cantan así: un trozo todos juntos; luego, por turnos, uno dice un dístico y los otros, juntos, un trozo; y así hasta el final. ¡Yo creo que al final tienen que sentir sed!

Jesús se sienta. No se recuesta; se queda sentado, como nosotros. Y habla:

-Ahora que el antiguo rito ha sido cumplido, voy a celebrar el nuevo. Os he prometido un milagro de amor. Es la hora de realizarlo. Por esto he deseado esta Pascua. De ahora en adelante, ésta será la hostia inmolada en perpetuo rito de amor. Os he amado durante toda la vida de la Tierra, amigos amados. Os he amado durante toda la eternidad, hijos míos. Y quiero amaros hasta el final. No hay cosa mayor que ésta. Recordadlo. Yo me marcho. Pero permaneceremos siempre unidos mediante el milagro que voy a cumplir ahora.

Jesús toma un pan todavía entero. Lo pone encima del cáliz, que está completamente lleno. Bendice y ofrece ambos, luego parte el pan y toma de él trece trozos. Se los da, uno a uno, a los apóstoles, y dice:

-Tomad y comed. Esto es mi Cuerpo. Haced esto en memoria mía, que me marcho.

Pasa el cáliz y dice:

-Tomad y bebed. Ésta es mi Sangre. Éste es el cáliz del nuevo pacto en la Sangre y por la Sangre mía, que será derramada por vosotros para el perdón de vuestros pecados y para daros la Vida. Haced esto en memoria mía.

Jesús está tristísimo. Toda huella de sonrisa, de luz, de color, lo han abandonado. Su rostro es ya de agonía. Los apóstoles lo miran angustiados.

Jesús se levanta y dice:

-No os mováis. Vuelvo enseguida». Toma el trozo decimotercero de pan y el cáliz y sale del Cenáculo.

-Va donde su Madre - susurra Juan.

Y Judas Tadeo suspira:

-¡Pobre mujer!

Pedro pregunta en voz baja:

-¿Crees que Ella sabe?

-Sabe todo. Siempre lo ha sabido todo.

Hablan todos en voz bajísima, como delante de un muerto.

-Pero, creéis que realmente... - pregunta Tomás, que no quiere creer todavía.

-¿Y lo dudas? Es su hora - responde Santiago de Zebedeo.

-Que Dios nos dé la fuerza de ser fieles - dice el Zelote.

-¡Oh! Yo... - Pedro está para decir algo, pero Juan, que está alerta, dice:

-¡Chss! Está aquí.

Jesús vuelve. Trae en la mano el cáliz vacío. En su fondo, una mínima señal de vino, que, bajo la luz de la lámpara, parece realmente sangre.

Judas Iscariote, que tiene ante sí el cáliz, lo mira como hechizado, y luego desvía la mirada.

Jesús lo observa y se estremece. Juan, estando apoyado en el pecho de Jesús, siente este estremecimiento, y exclama:

-Dilo, ¿no?! Estás temblando...

-No. No tiemblo por fiebre... Todo os lo he dicho y todo os lo he dado. Más no podía daros. Os he dado a mí mismo.

Hace ese dulce gesto suyo de las manos, las cuales, antes unidas, ahora se separan y abren, mientras agacha la cabeza, como queriendo decir: 'Perdonad si más no puedo. Así es.'

-Os he dicho todo y os he dado todo. Y repito que el nuevo rito se ha cumplido. Haced esto en memoria mía. Os he lavado los pies para enseñaros a ser humildes y puros como el Maestro vuestro. Porque en verdad os digo que los discípulos deben ser como es el Maestro. Recordadlo, recordadlo. Incluso cuando estéis en una posición superior. Ningún discípulo está por encima de su Maestro. De la misma manera que Yo os he lavado, hacedlo entre vosotros. O sea, amaos como hermanos, ayudándoos los unos a los otros, venerándoos recíprocamente, siendo ejemplo los unos para los otros. Y sed puros. Para ser dignos de comer el Pan vivo que ha bajado del Cielo y tener dentro de vosotros, por su virtud, la fuerza de ser mis discípulos en el mundo enemigo que os odiará por causa de mi Nombre. Pero uno de vosotros no es puro. Uno de vosotros me traicionará.

Por este motivo estoy intensamente conturbado en el espíritu... La mano del que me traiciona está conmigo en esta mesa. Ni mi amor, ni mi Cuerpo y mi Sangre, ni mi palabra, lo convierten y le hacen arrepentirse. Yo lo perdonaría yendo a la muerte también por él.

Los discípulos se miran aterrorizados, se escrutan, no sin recelos los unos de los otros. Pedro, despertándose todas sus dudas, mira fijamente a Judas Iscariote. Judas Tadeo se pone en pie como impulsado por un resorte, para mirar también a Judas por encima del cuerpo de Mateo.

¡Pero éste se muestra tan seguro! A su vez, clava sus ojos en Mateo, como si sospechara de él. Luego fija su mirada en

Jesús. Sonríe y pregunta:

-¿Soy yo, acaso, ése?

Parece el más seguro de su honestidad, y parece que si hace esta pregunta es sólo porque no se interrumpa la conversación.

Jesús repite su gesto y dice:

-Tú lo dices, Judas de Simón. No Yo. Tú lo dices. Yo no te he nombrado. ¿Por qué te acusas? Pregúntale a tu voz interior, a tu conciencia de hombre, a esa conciencia que Dios Padre te ha dado para que vivas como hombre, y mira a ver si te acusa. Tú, antes que ningún otro, lo sabrás. Pero, si ella te tranquiliza, ¿por qué dices palabras que son malditas con sólo decirlas, y piensas en un hecho igualmente maldito con sólo pensarlo, aunque sea por juego?

Jesús habla con calma. Parece sostener la tesis propuesta como lo podría hacer un maestro con sus alumnos. La agitación es fuerte, pero la calma de Jesús la aplaca.

De todas formas, Pedro, que es el que más sospecha de Judas - quizás también Judas Tadeo, pero lo parece menos, porque la desenvoltura de Judas Iscariote lo desarma-, tira de una manga a Juan, y cuando Juan, que se había pegado fuertemente a Jesús al oír hablar de traición, se vuelve, le susurra:

-Pregúntale que quién es.

Juan vuelve a su postura de antes. Lo único es que alza levemente la cabeza, como para besar a Jesús, y entretanto le susurra al oído:

-¿Maestro, quién es?

Y Jesús, con voz bajísima, devolviéndole el beso entre los cabellos:

-Aquel al que dé un pedazo de pan untado.

Toma un pan todavía entero, no el resto del usado para la Eucaristía; separa un buen trozo, lo unta en el jugo que ha dejado el cordero en la bandeja, alarga por encima de la mesa el brazo y dice:

-Toma, Judas. Esto te gusta.

-Gracias, Maestro. Sí que me gusta - y, sin saber lo que es ese bocado, se lo come, mientras Juan, horrorizado, hasta cierra los ojos para no ver la horrenda sonrisa que tiene Judas mientras muerde con sus fuertes dientes el pan acusador.

-Bien. Ahora que te he dado esta satisfacción, márchate - dice Jesús a Judas. - Todo está cumplido, aquí (marca mucho la palabra). Lo que en otro lugar queda por hacer hazlo pronto, Judas de Simón.

-Te obedezco enseguida, Maestro. Luego me reuniré contigo en el Getsemaní. ¿Vas allí, verdad?, ¿como siempre?

-Voy allí... como siempre... sí.

-¿Qué tiene que hacer? - pregunta Pedro - ¿Va solo?

-No soy ningún niño - dice en tono socarrón Judas, que se está poniendo el manto.

-Déjalo que se marche. Yo y él sabemos lo que se debe hacer - dice Jesús.

-Sí, Maestro.

Pedro guarda silencio. Quizás piensa que ha pecado de desconfianza hacia su compañero. Con la mano en la frente, piensa.

Jesús aprieta contra su corazón a Juan y le susurra otra cosa entre sus cabellos:

-No digas nada a Pedro, por ahora. Sería un inútil escándalo.

-Adiós, Maestro. Adiós, amigos - Judas se despide.

-Adiós - dice Jesús.

Y Pedro:

-Adiós, muchacho.

Juan, con la cabeza casi en el regazo de Jesús, susurra:

-¡Satanás!

Sólo Jesús lo oye, y suspira.

Hay unos minutos de absoluto silencio. Jesús está cabizbajo, mientras mecánicamente acaricia los rubios cabellos de Juan.

Luego reacciona. Alza la cabeza, mira alrededor de sí, sonríe (una sonrisa consoladora para los discípulos). Dice:

-Quitamos la mesa. Vamos a sentarnos todos bien juntos, como hijos en torno a su padre.

Toman los triclinios que había detrás de la mesa (los de Jesús, Juan, Santiago, Pedro, Simón, Andrés y el primo Santiago) y los llevan al otro lado.

Jesús toma asiento en el suyo, igual que antes, entre Santiago y Juan. Pero, cuando ve que Andrés va a sentarse en el sitio que ha dejado Judas Iscariote, grita:

-No, ahí no.

Un grito impulsivo que su suma prudencia no logra evitar.

Luego modifica de esta manera:

-No es necesario tanto espacio. Sentados, se puede estar en éstos; son suficientes. Os quiero tener muy cerca.

Ahora, respecto a la mesa, están así:

0 sea, forman una U alargada con Jesús en el centro y, enfrente, la mesa -una mesa ya sin comida- y el sitio de Judas.

Santiago de Zebedeo llama a Pedro:

-Siéntate aquí. Yo me siento en este taburete, a los pies de Jesús.

-¡Que Dios te bendiga, Santiago! ¡Lo estaba deseando! - dice Pedro, y se arrima a su Maestro, que viene a hallarse estrechado entre Juan y Pedro, y tiene a Santiago a los pies.

Jesús sonríe:

-Veo que empiezan a obrar las palabras que he dicho antes. Los buenos hermanos se quieren. Yo también te digo, Santiago: 'Que Dios te bendiga'. Tampoco este acto tuyo será olvidado por el Eterno, y lo encontrarás allá arriba.

Todo lo que pido lo puedo. Ya lo habéis visto. Ha bastado un solo deseo para que el Padre concediera al Hijo el darse en Alimento al hombre. Con todo lo que ha sucedido ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, porque el milagro, sólo posible para los amigos de Dios, es testimonio de poder. Cuanto mayor es el milagro, más segura y profunda es esta divina amistad. Éste es un milagro que, por su forma, duración y naturaleza, por su magnitud y los límites a que llega, no admite otro posible mayor.

Os digo que es tan poderoso, tan sobrenatural, tan incomprensible para el hombre soberbio, que muy pocos lo entenderán como debe entenderse, y muchos lo negarán. ¿Qué diré, entonces? ¿Condena para ellos? No. Diré: ¡piedad!

Pero, cuanto mayor es el milagro, mayor es la gloria que recibe su autor. Es Dios mismo quien dice: 'Sí, este amado mío ha recibido lo que ha querido, y Yo lo he concedido, porque grande es la gracia que posee ante mis ojos'. Y aquí dice: 'Posee una gracia sin límites, como infinito es el milagro que ha hecho'. La gloria que de Dios revierte en el autor del milagro y la gloria que del autor del milagro revierte en el Padre son parejas: porque toda gloria sobrenatural, procediendo de Dios, a su fuente retorna. Y la gloria de Dios, aun siendo ya infinita, crece y crece y resplandece por la gloria de sus santos. Así, digo: de la misma forma que ha sido glorificado por Dios el Hijo del hombre, Dios ha sido glorificado por Este. Yo he glorificado a Dios en mí mismo, a su vez Dios glorificará en sí a su Hijo; muy pronto lo glorificará.

¡Exulta, Tú que vuelves a tu Sede, oh Esencia espiritual de la Segunda Persona! ¡Exulta, Carne que vuelves a subir después de tanto destierro en el fango! Y lo que se te va a dar como morada ciertamente no es el Paraíso de Adán, sino el excelso Paraíso del Padre. Que, si se dijo que sorprendido por un mandato de Dios -dado por boca de un hombre- se detuvo el Sol, (Josué 10, 12-14) ¿qué no sucederá en los astros cuando vean el prodigio de la Carne del Hombre subir y sentarse a la derecha del Padre en su Perfección de materia glorificada?

Hijitos míos, ya poco tiempo estaré con vosotros. Luego me buscaréis como los huérfanos buscan al padre o a la madre muertos. Y, llorando, hablando de Él iréis y llamaréis en vano al mudo sepulcro, y luego llamaréis a las puertas azules de los Cielos, con vuestra alma lanzada en suplicante búsqueda de amor, y diréis: '¿Dónde está nuestro Jesús? Queremos tenerlo. Sin

Él ya no hay luz en el mundo, ni alegría ni amor. O devolvédnoslo o dejadnos entrar. Queremos estar donde Él'. Mas no podéis, por ahora, ir a donde Yo voy. Se lo dije también a los judíos: 'Luego me buscaréis, pero a donde voy Yo vosotros no podéis ir'. Os lo digo también a vosotros.

Considerad que ni siquiera mi Madre podrá ir a donde Yo voy. Y fijaos que dejé al Padre para ir a Ella y hacerme Jesús en su seno sin mancha. Fijaos que de la Inviolada vine en el éxtasis luminoso de mi Natividad; y de su amor, hecho leche, me nutrí.

Yo estoy hecho de pureza y amor porque María me nutrió con su virginidad fecundada por el Amor perfecto que vive en el Cielo.

Y fijaos que por Ella crecí, costándole fatigas y lágrimas... Y fijaos que le pido un heroísmo que supera a todos los realizados hasta ahora, respecto al cual los de Judit y Yael son como heroísmos de pobres mujeres en oposición con su rival en la fuente del pueblo. Y fijaos que ninguno la iguala en amor a mí. Pues bien, a pesar de todo, la dejo y voy a donde Ella no irá hasta dentro de mucho tiempo. Para Ella no es el mandato que os doy a vosotros: 'Santificaos año tras año, mes tras mes, día tras día, hora tras hora, para poder venir a mí cuando llegue vuestro momento'. En Ella reside toda gracia y santidad. Es la criatura que ha tenido todo y ha dado todo. Nada hay que añadir en Ella, y nada hay que quitar. Es el santísimo testimonio de lo que puede Dios.

Pero para estar seguro de que en vosotros exista la aptitud de venir a mí y de olvidar el dolor del luto de la separación de vuestro Jesús, os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como Yo os he amado, amaos igualmente los unos a los otros. Por esto se sabrá que sois mis discípulos. Cuando un padre tiene muchos hijos, ¿en qué se sabe que son sus hijos? No tanto por el aspecto físico -porque hay hombres que son en todo semejantes a otro hombre con el que no tienen ninguna relación de sangre, y ni siquiera de nación-, cuanto por el común amor a la familia, a su padre y entre sí. E incluso cuando muere el padre la buena familia no se disgrega, porque la sangre es una, que es la que recibieron genéticamente de su padre y anuda vínculos que ni siquiera la muerte desata, porque más fuerte que la muerte es el amor. Pues bien, si me amáis aun después de que os deje, todos reconocerán que sois hijos míos, y por tanto, discípulos míos, y que, habiendo tenido un único padre, entre vosotros sois hermanos.

Señor Jesús, pero ¿a dónde vas? - pregunta Pedro.

-Voy a donde tú, por ahora, no puedes seguirme. Pero después me seguirás.

-¿Y por qué no ahora? Te he seguido siempre, desde que me dijiste: 'Sígueme'. He dejado todo sin añoranzas...

Marcharte ahora sin tu pobre Simón, dejándome privado de ti, mi Todo, después de que yo he dejado mi poco bien de antes, no es ni razonable ni bonito por tu parte. ¿Vas a la muerte? Bien, pues yo también voy. Iremos juntos al otro mundo. Pero antes te habré defendido. Estoy preparado para dar la vida por ti.

-¿Tú darás tu vida por mí? ¿Ahora? Ahora, no. En verdad, en verdad te lo digo: antes de que cante el gallo me negarás tres veces. Estamos todavía en la primera vigilia. Luego vendrá la segunda... y luego la tercera. Antes del galicinio, renegarás de tu Señor tres veces.

-¡Imposible, Maestro! Creo en todo lo que dices, pero no en esto; estoy seguro de mí.

-Ahora, por ahora estás seguro; pero es porque ahora me tienes todavía a mí. Tienes contigo a Dios. Dentro de poco el Dios encarnado será prendido y ya no lo tendréis. Y Satanás, después de poneros rémoras -tu propia seguridad es una astucia de Satanás, morralla para ponerte rémoras- os amedrentará. Os insinuará: 'Dios no existe. Yo existo'. Y, dado que, a pesar de que el espanto os empañe la mente, todavía razonaréis, lo que comprenderéis será que si Satanás es el amo de esa hora, es que ha muerto el Bien y lo que obra es el Mal; que el espíritu ha sido abatido y triunfa lo humano. Entonces os quedaréis como guerreros sin caudillo, perseguidos por el enemigo, y, en medio del desconcierto propio de los vencidos, os doblegaréis ante el vencedor, y, para evitar que os maten, renegaréis del héroe caído.

Pero -os lo ruego-, no se turbe vuestro corazón. Creed en Dios. Creed también en mí. Contra todas las apariencias, creed en mí. Creed en mi misericordia y en la del Padre tanto el que se quede como el que huya; tanto el que calle como el que abra su boca para decir: 'No lo conozco'. Igualmente, creed en mi perdón. Y creed que, cualesquiera que sean en el futuro vuestras acciones, en el Bien y en mi Doctrina (por tanto, en mi Iglesia), esas acciones os darán un igual lugar en el Cielo.

En la casa del Padre mío hay muchas moradas. Si no fuera así, os lo habría dicho. Porque Yo voy por delante. A preparar un lugar para vosotros. ¿No hacen, acaso, eso los padres buenos, cuando tienen que llevar a sus pequeñuelos a otro lugar? Van por delante, preparan la casa, los enseres, las provisiones. Y luego vuelven y toman consigo a sus más amadas criaturas. Eso hacen, por amor. Para que a sus pequeñuelos no les falte nada, ni se sientan incómodos en el nuevo pueblo. Lo mismo hago Yo, y por el mismo motivo. Me marcho, ahora. Cuando haya preparado para cada uno su puesto en la Jerusalén celestial, volveré y os tomaré conmigo, para que estéis conmigo donde Yo estoy, donde no habrá ya muerte ni lutos ni lágrimas ni gritos ni hambre ni dolor ni tinieblas ni quemazón, sino sólo luz, paz, bienaventuranza y canto.

¡Oh, canto de los Cielos altísimos cuando los doce elegidos estén en los tronos con los doce patriarcas de las tribus de Israel y, encendidos en el fuego del amor espiritual, canten, erguidos frente al mar de la bienaventuranza, el cántico eterno cuyo arpegio será el eterno aleluya del ejército angélico...!

Quiero que donde voy a estar estéis vosotros. Y ya sabéis a dónde voy, y sabéis el camino.

-¡Pero Señor! Nosotros no sabemos nada. No nos dices a dónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino que hay que tomar para ir hacia ti y abreviar la espera? - pregunta Tomás.

-Yo soy el Camino, la Verdad, la Vida. Me lo habéis oído decir y explicar repetidas veces. Y, en verdad, algunos que ni siquiera sabían que existía un Dios se han encaminado antes por mi camino y ya os preceden. ¡Oh!, ¿dónde estás, oveja descarriada de Dios traída por mí de nuevo al redil?, ¿dónde estás tú, resucitada de alma?

-¿Quién? ¿De quién hablas? ¿De María de Lázaro? Está allí, con tu Madre. ¿Quieres que venga? ¿O quieres que venga Juana? Estará, sin duda, en su palacio. Pero, si quieres, vamos a llamarla...

-No. No me refiero a ellas... Pienso en aquella que será mostrada sólo en el Cielo... y en Fotinai... Ellas me han encontrado. Y desde entonces no han dejado mi camino. A una le indiqué al Padre como Dios verdadero y al espíritu como levita en esta individual adoración; a la otra, que ni siquiera sabía que tenía un espíritu, le dije: 'Mi nombre es Salvador; salvo a quien tiene buena voluntad de salvarse. Yo soy Aquel que busca a los perdidos, que da la Vida, la Verdad y la Pureza. Quien me busca me encuentra'. Y ambas han encontrado a Dios... Os bendigo, débiles Evas que habéis venido a ser más fuertes que Judit... Voy a donde estáis... Vosotras me consoláis... ¡Benditas seáis!...

-Muéstranos al Padre, Señor, y seremos como estas mujeres - dice Felipe.

-¡Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, ¿y tú, Felipe, no me has conocido todavía?! El que me ve a mí ve al Padre mío. ¿Cómo es que dices: 'Muéstranos al Padre'? ¿No logras creer que Yo estoy en el Padre y Él en mí? Las palabras que os digo no os las digo motu propio, sino que el Padre, que mora en mí, cumple cada una de mis obras. ¿Y no creéis que Yo esté en el Padre y Él en mí? ¿Qué tengo que decir para haceros creer? Pues si no creéis en las palabras creed al menos en las obras.

Yo os digo, y os lo digo con verdad: el que cree en mí hará las obras que Yo hago, y las hará aun mayores, porque voy al Padre. Y todo lo que pidáis al Padre en mi nombre Yo lo haré para que el Padre sea glorificado en su Hijo. Y haré lo que me pidáis en nombre de mi Nombre. Mi Nombre, en lo que realmente es, es conocido por mí sólo y por el Padre que me ha engendrado y por el Espíritu que de nuestro amor procede. Por ese Nombre todo es posible. El que piensa en mi Nombre con amor me ama, y obtiene; pero no basta amarme, es necesario observar mis mandamientos para tener el verdadero amor.

Son las obras las que dan testimonio de los sentimientos. Y por este amor rogaré al Padre, y Él os dará otro Consolador, que permanezca para siempre con vosotros, Uno en quien Satanás y el mundo no pueden ensañarse, el Espíritu de la Verdad que el mundo no puede recibir ni herir, porque ni lo ve ni lo conoce. Dirigirá contra Él sus escarnios, pero Él es tan excelso que el escarnio no lo podrá herir; mientras que su piedad superará toda medida para aquellos que lo amen, aunque sean pobres y débiles. Vosotros lo conoceréis, porque ya vive con vosotros y pronto estará en vosotros.

No os dejaré huérfanos. Ya os he dicho que volveré a vosotros. Pero antes de que llegue la hora de venir a recogeros para ir a mi Reino Yo vendré; a vosotros vendré. Dentro de poco el mundo ya no me verá. Pero vosotros me veis y me veréis.

Porque Yo vivo y vosotros vivís. Porque Yo viviré y vosotros también viviréis. Ese día conoceréis que estoy en el Padre mío y vosotros en mí y Yo en vosotros. Porque el que acoge mis preceptos y los observa es el que me ama, y el que me ama será amado por el Padre mío y poseerá a Dios porque Dios es caridad y quien ama tiene en sí a Dios. Y Yo lo amaré porque en él veré a Dios, y me manifestaré a él dándome a conocer en los secretos de mi amor, de mi sabiduría, de mi Divinidad encarnada. Serán mis regresos a los hijos del hombre, a quienes amo, aunque sean débiles e incluso enemigos. Pero éstos serán sólo débiles, y yo los fortaleceré. Les diré: '¡Álzate!', diré '¡Sal afuera!', diré: '¡Sígueme!', diré 'Escucha', diré 'Escribe'... y vosotros estáis entre éstos.

-¿Por qué, Señor, te manifiestas a nosotros y no al mundo? - pregunta Judas Tadeo.

-Porque me amáis y ponéis por obra mis palabras. El que haga esto será amado por el Padre y Nosotros iremos a él y viviremos con él, en él; mientras que el que no me ama no pone por obra mis palabras y actúa según la carne y el mundo. Ahora bien, sabed que lo que os he dicho no son palabras de Jesús Nazareno sino palabras del Padre, porque Yo soy el Verbo del Padre, que me ha enviado. Os he dicho estas cosas hablando así, con vosotros, porque quiero Yo mismo prepararos a la completa posesión de la Verdad y la Sabiduría. Pero todavía no podéis comprender ni recordar. Pero, cuando venga a vosotros el Consolador, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, podréis comprender, y os enseñará todo y os recordará todo lo que Yo os he dicho.

Mi paz os dejo, mi paz os doy. Os la doy no como la da el mundo, y ni siquiera como hasta ahora os la he dado: saludo bendito del Bendito a los bendecidos. La paz que ahora os doy es más profunda. En este adiós, os comunico a mí mismo, mi Espíritu de paz, de la misma manera que os he comunicado mi Cuerpo y mi Sangre, para que tengáis en vosotros una fuerza en la inminente batalla. Satanás y el mundo desatan su guerra contra vuestro Jesús. Es su hora. Tened en vosotros la Paz, mi Espíritu que es espíritu de paz, porque Yo soy el Rey de la paz. Tened esta paz para no sentiros demasiado desvalidos. El que sufre con la paz de Dios dentro de sí, sufre, pero ni blasfema ni se desespera.

No lloréis. Habéis oído también que he dicho: 'Voy al Padre y luego regresaré'. Si me amarais por encima de la carne, os alegraríais, porque voy con el Padre después de este gran destierro... Voy donde Aquel que es mayor que Yo y que me ama.

Os lo he dicho ahora, antes de que se cumpla -como también os he revelado todos los sufrimientos del Redentor antes de ir a ellos- para que, cuando todo se cumpla, creáis más en mí. ¡No os turbéis de esa manera! No os descorazonéis. Vuestro corazón necesita equilibrio...

Poco me queda para hablaros... ¡y todavía tengo mucho que decir! Llegado al final de esta evangelización mía, me parece como si no hubiera dicho todavía nada, y que mucho, mucho, mucho quede por hacer. Vuestro estado aumenta esta sensación mía. ¿Qué diré entonces? ¿Que he desempeñado con deficiencias mi función?, ¿o que vosotros sois tan duros de corazón, que para nada ha servido mi obra? ¿Dudaré? No. Me pongo en las manos de Dios, y os pongo a vosotros, mis predilectos, en sus manos. Él dará cumplimiento a la obra de su Verbo. No soy como un padre que muere sin más luz que la humana; Yo espero en Dios. Y aun sintiendo en mí el apremio de daros todos los consejos de que os veo necesitados, y aun sintiendo que el tiempo huye, voy tranquilo a mi destino. Sé que sobre las semillas caídas en vosotros está para descender el rocío, un rocío que las hará germinar a todas ellas; y luego vendrá el sol del Paráclito, y las semillas se transformarán en árboles corpulentos. Muy pronto llegará el príncipe de este mundo, aquel con quien Yo nada tengo que ver; y, si no hubiera sido por la finalidad redentora, ningún poder hubiera tenido en orden a mí. Pero esto sucede para que el mundo sepa que amo al Padre y que lo amo hasta la obediencia de muerte y que por eso hago lo que me ha mandado.

Es la hora de marcharnos. Levantaos. Oíd las últimas palabras. Yo soy la verdadera Vid. El Padre es el Viñador. Al sarmiento que no produce fruto el Padre lo corta y al que produce fruto lo poda para que dé aún más fruto. Vosotros estáis ya purificados por mi palabra. Permaneced en mí -Yo permanezco en vosotros- para mantener esa pureza. El sarmiento separado de la vid no puede producir fruto. Igualmente vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la Vid; vosotros, los sarmientos. El que permanece unido a mí produce abundantes frutos. Pero si uno se separa se seca, y es arrojado al fuego y allí arde. Porque sin la unión conmigo no podéis hacer nada. Permaneced, pues en mí; que mis palabras permanezcan en vosotros; luego pedid lo que queráis y se os concederá. El Padre mío, cuanto más fruto deis y cuanto más discípulos míos seáis, más glorificado será. Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo. Permaneced en mi amor, que salva. Amándome, seréis obedientes. La obediencia aumenta el recíproco amor. No digáis que me repito. Conozco vuestra debilidad. Quiero que os salvéis. Os digo estas cosas para que la alegría que os he querido dar esté en vosotros y sea completa. Amaos. ¡Amaos! Éste es mi mandamiento nuevo. Amaos unos a otros más de lo que cada uno ame a sí mismo. No hay mayor amor que el del que da su vida por sus amigos. Vosotros sois

mis amigos y Yo doy la vida por vosotros. Haced lo que os enseño y mando.

Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, mientras que vosotros sabéis lo que Yo hago.

Todo lo sabéis acerca de mí. Me he manifestado a vosotros, pero no sólo esto, sino que también os he revelado al Padre y al Paráclito y todo lo que he oído a Dios.

No os habéis elegido a vosotros mismos, sino que os he elegido Yo, y os he elegido para que vayáis a los pueblos y deis fruto en vosotros y en los corazones de los evangelizados y vuestro fruto permanezca, y el Padre os dé todo lo que en mi Nombre le pidáis.

No digáis: 'Y entonces, si nos has elegido, ¿por qué has elegido a un traidor? Si lo sabes todo, ¿por qué has hecho esto?'. No os preguntéis ni siquiera quién es ése. No es un hombre. Es Satanás. Se lo dije al amigo fiel y lo he dejado decir al hijo predilecto. Es Satanás. Si Satanás no se hubiera encarnado -el eterno, torpe remedador de Dios, en una carne mortal-, este

poseído no hubiera podido quedar al margen de mi poder de Jesús. He dicho: 'poseído'. No. Es mucho más: es uno que está anulado en Satanás».

-¿Por qué, Tú que has expulsado los demonios, no lo has liberado? - pregunta Santiago de Alfeo.

-¿Lo preguntas por amor a ti, temiendo ser él? No temas eso.

-¿Yo, entonces?

-¿Yo?

-¿Yo?

-Callad. No digo ese nombre. Uso misericordia. Haced vosotros lo mismo.

-¿Pero por qué no lo has vencido? ¿No podías?

-Podía. Pero para impedir a Satanás encarnarse para matarme habría debido exterminar a la raza humana antes de la Redención. ¿Qué habría redimido, entonces?

-¡Dímelo, Señor, dímelo!

Pedro ha caído de rodillas ante Jesús y lo zarandea frenéticamente, como si el delirio se hubiera apoderado de él.

-¿Soy yo? ¿Soy yo? ¿Me examino? No me parece serlo. Pero Tú... has dicho que te negaré... Y tiemblo... ¡Qué horror ser yo!...

-No, Simón de Jonás, tú no.

-¿Por qué me has quitado mi nombre de 'Piedra'? ¿Entonces soy de nuevo Simón? ¿Lo ves? ¡Lo estás diciendo! ... ¡Soy yo! ¿Cómo he podido llegar a esto? Decidlo... decidlo vosotros... ¿Cuándo me he hecho traidor?... ¿Simón?... ¿Juan?... ¡Hablad!...

-¡Pedro! ¡Pedro! ¡Pedro! Te llamo Simón porque pienso en el primer encuentro, cuando eras Simón. Y pienso en cómo has sido leal desde el primer momento. No eres tú. Lo digo Yo: Verdad.

-¿Quién, entonces?

-¡Pues Judas de Keriot! ¿No lo has entendido todavía? - grita Judas Tadeo, que ya no es capaz de seguir conteniéndose.

-¿Por qué no me lo has dicho antes? ¿Por qué? - grita también Pedro.

-Silencio. Es Satanás. No tiene otro nombre. ¿A dónde vas, Pedro?

-A buscarlo.

-Deja inmediatamente ese manto y esa arma. ¿O es que tengo que expulsarte y maldecirte?

-¡No, no! ¡Oh, Señor mío! Pero yo... pero yo... ¿estaré enfermo de delirio? ¡Oh! ¡Oh!

Pedro llora arrojado al suelo a los pies de Jesús.

-Os doy el mandamiento de que os améis. Y que perdonéis ¿Habéis comprendido? Aunque en el mundo haya odio, en vosotros haya sólo amor. Hacia todos. ¡Cuántos traidores encontraréis en vuestro camino! Pero no debéis odiarlos y devolverles mal por mal. Si eso hiciereis, el Padre os aborrecerá a vosotros. Antes de vosotros, fui odiado y traicionado Yo. Y ya veis que Yo no odio. El mundo no puede amar lo que no es como él. Por tanto, no os amará. Si fuerais suyos, os amaría; pero no sois del mundo, pues que Yo os he tomado de entre el mundo. Y por esto sois odiados.

Os he dicho: el siervo no es más que su señor. Si me han perseguido a mí os perseguirán también a vosotros. Si me han escuchado a mí os escucharán también a vosotros. Pero todo lo harán por causa de mi Nombre, porque no conocen, no quieren conocer al que me ha enviado. Si no hubiera venido y no hubiera hablado, no serían culpables, pero ahora su pecado no tiene disculpa. Han visto mis obras, oído mis palabras, y, no obstante, me han odiado, y conmigo a mi Padre. Porque Yo y el Padre somos una sola Unidad con el Amor. Pero estaba escrito (Salmos 35, 19; 69, 5): 'Me odiaste sin motivo'. Mas cuando venga el Consolador, el Espíritu de verdad que del Padre procede, dará testimonio de mí, y también vosotros lo daréis, porque desde el principio estuvisteis conmigo.

Os digo esto para que cuando sea la hora no quedéis abatidos y escandalizados. Pronto llegará el momento en que os echen de las sinagogas y en que el que os mate pensará que con ello está dando culto a Dios. No han conocido al Padre y tampoco a mí. En esto está su atenuante. Estas cosas no os las he dicho con tanta amplitud antes de ahora porque erais como niños recién nacidos. Pero ahora la madre os deja. Yo me marcho. Deberéis habituaros a otro alimento. Quiero que lo conozcáis.

Ya ninguno me pregunta: '¿A dónde vas?'. La tristeza os hace mudos. Y, no obstante, es bueno también para vosotros que me marche; si no, no vendrá el Consolador. Yo os lo enviaré. Y, cuando venga, a través de la sabiduría y la palabra, las obras y el heroísmo que infundirá en vosotros, convencerá al mundo de su pecado deicida, y de justicia en orden a mi santidad. Y el mundo será netamente dividido en réprobos, enemigos de Dios, y creyentes. Éstos serán más o menos santos, según su voluntad. Pero se llevará a cabo el juicio del príncipe del mundo y de sus siervos. Más no puedo deciros, porque todavía no podéis entender. Pero Él, el divino Paráclito, os dará la Verdad entera porque no hablará de sí mismo, sino que dirá todo lo que ha oído de la Mente de Dios y os anunciará el futuro. Tomará lo que de mí viene -o sea, aquello que igualmente es del Padre- y os lo dirá.

Todavía un poco nos veremos. Luego ya no me veréis. Después todavía un poco, y me veréis de nuevo.

Hacéis comentarios entre vosotros y en vuestro corazón. Escuchad una parábola. La última de vuestro Maestro.

Cuando una mujer ha concebido y le llega la hora del parto, se encuentra muy afligida porque sufre y gime. Pero, cuando da a luz a su hijito y lo estrecha contra su corazón, cesa toda pena y la tristeza se transforma en alegría porque un hombre ha venido al mundo.

Lo mismo vosotros. Lloraréis y el mundo reirá a costa de vosotros. Pero luego vuestra tristeza se transformará en alegría, una alegría que el mundo nunca conocerá. Vosotros ahora estáis tristes. Pero cuando volváis a verme vuestro corazón se llenará de un gozo que ninguno podrá arrebataros, una alegría tan plena, que acallará toda necesidad de pedir, tanto para la mente como para el corazón como para la carne. Sólo os alimentaréis de verme de nuevo, y olvidaréis todas las demás cosas. Y, precisamente desde ese momento, podréis pedir todo en mi Nombre, y el Padre os lo dará, para que vuestra alegría sea cada vez mayor. Pedid, pedid, y recibiréis.

Llega la hora en que podré hablaros abiertamente del Padre. Ello será porque habréis sido fieles en la prueba y todo habrá quedado superado; perfecto, pues, vuestro amor, porque os habrá dado fuerza en la prueba. Y lo que os falte a vosotros Yo os lo añadiré tomándolo de mi inmenso tesoro, y diré: 'Padre, Tú lo ves: me han amado y han creído que he venido de ti'.

Bajé a este mundo y ahora lo dejo y voy al Padre, y rogaré por vosotros.

-¡Oh, ahora te explicas! Ahora sabemos lo que quieres decir y que Tú sabes todo y respondes sin que nadie te pregunte.

¡Verdaderamente vienes de Dios!

-¿Ahora creéis? ¿En el último momento? ¡Llevo tres años hablándoos! Pero es que ya obra en vosotros el Pan que es Dios y el Vino que es Sangre no venida de hombre, y os comunican el primer estremecimiento de deificación. Seréis dioses si perseveráis en mi amor y en la pertenencia a mí. No como se lo dijo Satanás a Adán y Eva, sino como Yo os lo digo. Es el verdadero fruto del árbol del Bien y de la Vida. El Mal queda vencido en quien se alimente con este fruto, y queda vencida la Muerte. El que coma de él vivirá eternamente y será 'dios' en el Reino de Dios. Vosotros seréis dioses si permanecéis en mí. Y, no obstante..., pues, a pesar de tener en vosotros este Pan y esta Sangre -pues está llegando la hora en que os desperdigaréis-, os marcharéis por vuestra cuenta y me dejaréis solo... Pero no estoy solo. Tengo al Padre conmigo. ¡Padre! ¡Padre! ¡No me abandones! Todo os lo he dicho... Para daros paz. Mi paz. Todavía sufriréis opresión. Pero tened fe. Yo he vencido al mundo.

Jesús se levanta, abre los brazos en cruz y dice, luminoso su rostro, la sublime oración al Padre. Juan la reseña integralmente. (Juan 17)

Los apóstoles lloran más o menos visible y ruidosamente. Por último, cantan un himno.

Jesús los bendice. Luego ordena:

-Vamos a ponernos los mantos, ahora. Y vámonos. Andrés, di al dueño de la casa que deje todo así, por deseo mío.

Mañana... os agradará volver a ver este lugar. Jesús lo mira. Parece bendecir las paredes, los muebles, todo. Luego se pone el manto y se encamina, seguido de los discípulos.

A su lado, Juan, en quien se apoya.

-¿No saludas a tu Madre? - le pregunta el hijo de Zebedeo.

-No. Todo está ya hecho. Es más, caminad cautelosos.

Simón, que ha encendido un cirio del candelabro, ilumina el vasto pasillo que conduce a la puerta. Pedro abre cautelosamente la puerta de fuera y salen todos a la calle; luego, accionando un mecanismo, cierran desde fuera. Y se ponen en camino.

Dice Jesús (a María Valtorta):

-Del episodio de la Cena, aparte de la consideración de la caridad de un Dios que se hace Alimento para los hombres, resaltan cuatro enseñanzas principales.

Primera: la necesidad para todos los hijos de Dios de obedecer a la Ley.

La Ley decía que por Pascua se debía comer el cordero según el ritual que había dado el Altísimo a Moisés; y Yo, Hijo verdadero del Dios verdadero, no me consideré, por mi condición divina, exento de la Ley. Estaba en la Tierra: Hombre entre los hombres y Maestro de los hombres. Tenía, por tanto, que cumplir, respecto a Dios, mi deber de hombre como los demás y mejor que los demás. Los favores divinos no eximen de la obediencia y del esfuerzo en orden a una santidad cada vez mayor. Si comparáis la santidad más excelsa con la perfección divina, la encontráis siempre llena de imperfecciones, y, por tanto, obligada a esforzarse a sí misma para eliminarlas y alcanzar un grado de perfección semejante lo más posible al de Dios.

Segunda: el poder de la oración de María.

Yo era Dios hecho Carne. Una Carne que por ser sin mancha poseía la fuerza espiritual para dominar la carne. Y, no obstante, no rehúso -antes al contrario: invoco- la ayuda de la Llena de Gracia, la cual también en esos momentos de expiación encontraría, es verdad, sobre su cabeza, cerrado el Cielo, pero no tanto como para no lograr -siendo Ella Reina de los ángeles arrebatar al Cielo un ángel para el consuelo de su Hijo. ¡Oh, no para ella, pobre Mamá! También Ella saboreó la amargura del abandono del Padre. Pero, por este dolor suyo ofrecido a la Redención, me obtuvo el poder superar la angustia del Huerto de los Olivos y el poder llevar a cumplimiento la Pasión en todo su multiforme rigor (cada uno de cuyos aspectos estaba orientado a lavar una forma y un medio de pecado).

Tercera: el dominio de uno mismo y la suportación de la ofensa, -el acto de caridad más sublime de todos- pueden poseerlo únicamente aquellos que hacen vida de su vida la ley de caridad, que Yo había proclamado; y no sólo proclamado, sino realmente practicado.

No os podéis hacer una idea lo que fue para mí el tener a mi lado, a la mesa, a mi Traidor; el deber darme a él; el tener que humillarme ante él; el tener que compartir con él el cáliz del rito y poner los labios donde él los había puesto y ofrecer a mi Madre que los pusiera. Vuestros médicos han discutido y discuten sobre mi rápido fin, y lo atribuyen a un daño cardiaco debido

a los golpes de la flagelación. Sí, también debido a estos golpes se debilitó mi corazón, pero ya había enfermado en la Cena, quebrantado, quebrantado en el esfuerzo de tener que sufrir a mi lado a mi Traidor. Empecé a morir físicamente entonces. El resto no fue sino un aumento de la agonía ya existente.

Todo lo que pude hacer lo hice, porque era uno con la Caridad. Incluso en el momento en que Dios-Caridad se retiraba de mí supe ser caridad, porque había vivido de caridad en mis treinta y tres años. No se puede llegar a una perfección como se requiere para perdonar y soportar a nuestro ofensor si no se tiene el hábito de la caridad. Yo lo tenía y pude perdonar y soportar

a esta obra singular de Ofensor que fue Judas.

Cuarta: el Sacramento obra más cuanto más digno es uno de recibirlo; cuanto más se ha hecho digno de él uno con una constante voluntad que quebranta la carne y hace señor al espíritu, venciendo las concupiscencias, doblegando el ser a las virtudes, tendiendo el ser, cual arco, hacia la perfección de las virtudes, sobre todo, de la caridad.

Porque cuando uno ama tiende a alegrar a aquel a quien ama. Juan, que era puro y era el que más me quería, recibió del Sacramento el máximo de la transformación. Empezó desde ese momento a ser esa águila al que le resultaba familiar y fácil la altura en el Cielo de Dios, fácil fijar su mirada en el Sol eterno. Pero, ¡ay de aquel que recibe el Sacramento sin haberse hecho digno de él, sino que, al contrario, haya aumentado su siempre humana indignidad con las culpas mortales! Entonces el Sacramento pasa de ser germen de preservación y vida, a serlo de corrupción y muerte. Muerte del espíritu y putrefacción de la carne, por lo cual ésta 'revienta', como dice Pedro (Hechos 1, 18) de la de Judas. No vierte la sangre, líquido siempre vital y hermoso en su púrpura, sino que esparce sus vísceras, negras de toda su libídine, podredumbre que se esparce fuera de la carne corrompida, como de la carroña de un animal inmundo, objeto de repulsa para los que pasan.

La muerte del profanador del Sacramento es siempre la muerte de un desesperado, y, por tanto, no conoce el plácido tránsito propio de quien está en gracia, ni el heroico tránsito de la víctima que sufre agudamente con la mirada fija en el Cielo y el alma segura de la paz. La muerte del desesperado es atroz en contorsiones y terror, es convulsión horrenda del alma ya aferrada por la mano de Satanás, que la estrangula para descuajarla de la carne, y que la ahoga con su nauseabundo hálito.

Ésta es la diferencia entre el que pasa a la otra vida habiéndose nutrido en ésta de caridad, fe, esperanza, y de todas las otras virtudes y de toda doctrina celeste, y del Pan angélico que le acompaña con sus frutos -y mejor si es con su presencia real en el extremo viaje, y el que muere después de una vida bestial con muerte bestial no confortada ni por la Gracia ni por el

Sacramento: lo primero es el sereno fin del santo al que la muerte le abre el Reino eterno; lo segundo es la espantosa caída del condenado que siente que se hunde en la muerte eterna y conoce en un instante aquello que ha querido perder, sin poder ya reparar. Para uno, ganancia; para el otro, ser despejado. Para uno, alegría; para el otro, terror.

Esto es lo que os dais, según que creáis en mi don y lo améis, o que no creáis en él y lo despreciéis. Y ésta es la enseñanza de esta contemplación.

MISTERIOS DOLOROSOS: (se rezan los martes y viernes)

1º La oración de Jesús en el Huerto de los Olivos

602 Hacia el Getsemaní con once apóstoles. La agonía y el prendimiento.

La calle está llena de silencio. Sólo una fuentecilla que vierte su agua en una pila de piedra pone un sonido en medio de tanto silencio. En las paredes de las casas, en el lado oriental, todavía hay oscuridad, mientras que en el otro lado la Luna empieza a blanquear la cima de las casas y, donde la calle se ensancha formando una placita, el lácteo color de plata de la Luna desciende a embellecer también los cantos y la tierra de la calle. Pero debajo de los frecuentes arcos que van de casa a casa, semejantes a puentes levadizos o a puntales de estas viejas casas de escasísimas aperturas hacia la calle, y que a esta hora están del todo cerradas y oscuras como si fueran casas abandonadas, hay oscuridad perfecta, y el color rojizo de la antorcha que lleva Simón adquiere una vivacidad singular y una utilidad aún mayor. Los rostros, con esa luz roja y móvil, muestran un relieve neto, y cada uno de ellos revela un estado de ánimo distinto.

El más solemne y tranquilo es el de Jesús, aunque el cansancio lo avejente marcándolo con líneas que normalmente no tiene y que hacen ya aparecer la futura efigie de su rostro recompuesto en la muerte.

Juan, que camina a su lado, va posando su mirada atónita, doliente, en todo lo que ve a su alrededor; parece un niño aterrorizado por alguna narración que haya oído contar o por alguna promesa amedrentadora, y parece invocar la ayuda de alguien que sepa más que él. Pero ¿quién podrá ayudarle?

Simón, que va al otro lado de Jesús, tiene una expresión cerrada, sombría, propia de quien va rumiando dentro de sí pensamientos atroces; y aun así es el único que, además de Jesús, mantiene un aspecto de noble gravedad.

Los demás, en dos grupos cuya formación continuamente se altera, son la agitación personificada. De vez en cuando, la voz ronca de Pedro y la voz de barítono de Tomás se elevan con extraña resonancia; y la moderan luego, como temerosos por lo que dicen. Van discutiendo sobre lo que debe hacerse: quién propone una cosa, quién otra; pero todas las propuestas son inconsistentes, porque realmente está para comenzar 'la hora de las tinieblas' y los juicios humanos quedan oscurecidos y confusos.

-Había que habérmelo dicho antes - dice Pedro con estrangulada voz.

-Pero nadie ha hablado. Tampoco el Maestro... - dice Andrés.

-¡Sí, ya, Él te lo iba a decir! ¡Vamos, hermano, parece que no lo conocieras!... - le responde Pedro.

-Yo percibía algo turbio. Y lo dije: 'Vamos a morir con Él'. ¿Os acordáis? ¡Pero, por nuestro santísimo Dios, si hubiera sabido que era Judas de Simón!... - brama Tomás amenazador.

-¿Y qué querías hacer? - pregunta Bartolomé.

-¿Yo? ¡Todavía intervendría ahora, si me ayudarais!

-¿Qué harías? ¿Irías a matarlo? ¿Y a dónde?

-No. Me llevaría al Maestro. Es más fácil.

-¡No iría!

-No se lo preguntaría. Lo raptaría como se rapta a una mujer.

-¡Pues no sería mala idea! - dice Pedro.

Y, impulsivo, vuelve hacia atrás, se pone en el grupo de los dos hijos de Alfeo, los cuales, con Mateo y Santiago, van bisbiseando como conjurados.

-Oíd: Tomás propone llevarnos a Jesús. Todos juntos. Se podría... desde Get-Sam-mí, por Betfagé, hasta Betania, y de allí... en barca hacia algún lugar. ¿Lo hacemos? Puesto en salvo Él, volvemos y nos quitamos de en medio a Judas.

-Es inútil. Todo Israel es una trampa - dice Santiago de Alfeo.

-Próxima ya a cerrarse. Esto se comprendía. ¡Demasiado odio!

-¡Pero Mateo! ¡Me da rabia oírte eso! ¡Eras más valiente cuando eras pecador! Di tú, Felipe.

Felipe, que va completamente solo y parece monologar, alza la cara y se para. Pedro se acerca a él. Hablan los dos en voz baja. Luego se unen al grupo de antes:

-Yo diría que el sitio mejor es el Templo - dice Felipe.

-¿Estás loco? - gritan los primos y Mateo y Santiago.

-¡Pero si allí quieren su muerte!

-¡Chss! ¡Cuánto jaleo armáis! Yo sé lo que digo. Lo buscarán por todas partes, pero allí no. Tú y Juan tenéis buenas amistades entre los servidores de Anás. Se da una buena cantidad de oro... y todo arreglado. ¡Creedme! El sitio mejor para esconder a uno perseguido es la casa de los carceleros.

-Yo no lo hago - dice Santiago de Zebedeo - De todas formas, mira a ver lo que dicen también los demás. El primero, Juan. ¿Y si luego lo arrestan? No quiero que se diga que soy yo el traidor...

-No había pensado en eso. ¿Y entonces?

Pedro está completamente descorazonado.

-Entonces, yo diría que es compasivo hacer una cosa. La única que podemos hacer. Alejar a la Madre... - dice Judas de Alfeo.

-¡Ya!... Pero... ¿Y quién va? ¿Qué se le dice? Ve tú, que eres pariente.

-Yo me quedo con Jesús. Tengo derecho. Ve tú.

-¡¿Yo?! Me he armado de espada para morir como Eleazar de Saura. Atravesaré legiones para defender a mi Jesús y descargaré mi espada sin contemplaciones. Si muero por la fuerza de un número mayor, no importa. Lo habré defendido -proclama Pedro.

-¿Pero estás totalmente seguro de que es Judas Iscariote? - pregunta Felipe a Judas Tadeo.

-Estoy seguro. Ninguno de nosotros tiene corazón de serpiente. Sólo él... Ve tú, Mateo, donde María, y dile...

-¿Yo? ¿Engañarla? ¿Verla a mi lado desconocedora de lo que sucede y luego...? ¡Ah, no! Estoy dispuesto a morir, pero no a traicionar a esa paloma...

Las voces se mezclan en un susurro.

-¿Oyes? Maestro, nosotros te queremos - dice Simón.

-Lo sé. No necesito esas palabras para saberlo. Y, si dan paz al corazón del Cristo, le hieren el alma.

-¿Por qué, mi Señor? Son palabras de amor.

-De amor enteramente humano. En verdad, en estos tres años no he hecho nada, porque sois todavía más humanos que en la primera hora. Actúan en vosotros todos los fermentos, los más fangosos, esta noche. Pero no es culpa vuestra...

-¡Sálvate, Jesús! - dice Juan gimiendo.

-Me salvo.

-¿Sí? ¡Oh, mi Dios, gracias!

Juan parece una flor, primero combada por un calor abrasador y ahora erguida de nuevo en su tallo, fresca.

-Voy a decírselo a los otros. ¿A dónde vamos?

-Yo a la muerte, vosotros a la Fe.

-¿Pero no acabas de decir que te ibas a salvar?

El predilecto se abate otra vez.

-Me salvo, eso es, me salvo. Si no obedeciera al Padre me perdería. Obedezco y, por tanto, me salvo. ¡No llores de esa manera! Eres menos valiente que los discípulos de aquel filósofo griego de que te hablé un día. Ellos estuvieron al lado del maestro que moría a causa de la cicuta, confortándolo con su dolor viril. Tú... pareces un niño que haya perdido a su padre.

-¿Y no es, acaso, así? ¡Yo pierdo más que a mi padre! Te pierdo a ti...

-No me pierdes, porque sigues queriéndome. Se pierde a uno que esté separado de nosotros, por el olvido en la Tierra, por el Juicio de Dios en el más allá. Pero nosotros no estaremos separados. Nunca. Ni por una cosa ni por la otra.

Pero Juan no comprende razones.

Simón se acerca todavía más a Jesús, y le confía en voz baja

-Maestro... yo... yo y Simón Pedro teníamos la esperanza de hacer una cosa buena... Pero... Tú que sabes todo, dime: ¿dentro de cuántas horas esperas ser capturado?

-En cuanto la Luna ocupe el ápice de su arco.

Simón pone un gesto de dolor y de impaciencia, por no decir de irritación. -Entonces todo ha sido inútil... Maestro, ahora te explico. Casi nos has reprendido a mí y a Simón Pedro por haberte dejado tan solo en estos últimos días... Pero estábamos lejos por ti... por amor a ti. Pedro, en la noche del lunes, impresionado por tus palabras, vino a mí mientras dormía y me dijo: 'Yo y tú, de ti me fío, tenemos que hacer algo por Jesús. También Judas ha dicho que quiere intervenir'. ¡Oh! ¿Por qué no hemos comprendido entonces? ¿Por qué no nos dijiste nada Tú? Pero, dime: ¿no se lo has dicho a nadie? ¿A nadie en absoluto? ¿Es que te has percatado de ello hace sólo unas horas?

-Lo he sabido siempre. Aun antes de que formara parte de los discípulos. Y para que su delito no fuera perfecto, tanto en lo divino como en lo humano, he tratado por todos los medios de alejarlo de mí. Los que quieren que Yo muera son los verdugos de Dios; éste, mí discípulo y amigo, es también el traidor, el verdugo del Hombre. Mi primer verdugo, porque ya he recibido de él muerte con el esfuerzo de tenerlo a mi lado, en la mesa, y de deber protegerlo a costa de mí mismo contra vosotros.

-¿Y ninguno lo sabe?

-Juan. Se lo he dicho al final de la Cena. Pero ¿qué habéis hecho?

-¿Y Lázaro? ¿Lázaro no sabe nada en absoluto? Hoy hemos estado en su casa. Porque ha venido muy de mañana, ha sacrificado y se ha vuelto a marchar sin siquiera detenerse en su palacio ni ir al Pretorio. Porque él va siempre, por costumbre tomada de su padre. Y Pilato, ya lo sabes, está en estos días en la ciudad...

-Sí. Todos están. Está Roma: la nueva Sión, con Pilato; está Israel, con Caifás y Herodes; está todo Israel, porque la Pascua ha congregado a los hijos de este pueblo a los pies del altar de Dios... ¿Has visto a Gamaliel?

-Sí. ¿Por qué esta pregunta? Tengo que verlo también mañana...

-Gamaliel esta noche está en Betfagé. Lo sé. Cuando lleguemos al Getsemaní irás donde él y le dirás: 'Dentro de poco tendrás el signo que esperas desde hace veintiún años'. Nada más. Luego volverás con tus compañeros.

-Pero ¿cómo lo sabes? ¡Oh, Maestro mío, pobre Maestro que no tienes ni siquiera el consuelo de ignorar las obras ajenas!

-Bien dices: ¡pobre Maestro! ¡El consuelo de ignorar! Porque son más las obras malas que las buenas. Pero veo también las buenas y exulto por ellas.

-Entonces sabes que...

-Simón: es mi hora de pasión. Para que sea más completa, el Padre, a medida que ésta se va aproximando, me retira la luz. Dentro de poco tendré sólo tinieblas y la contemplación de lo que son tinieblas: o sea, todos los pecados de los hombres. No puedes, no podéis entender. Ninguno, excepto el llamado por Dios a ello por especial misión, comprenderá esta pasión en la gran Pasión; y, dado que el hombre es material incluso en el amar y en el meditar, habrá quien llore y sufra por mis golpes, por las torturas del Redentor; pero no se medirá esta espiritual tortura que -creedlo vosotros que me escucháis- será la más atroz...

Habla, por tanto, Simón. Guíame por los senderos por donde tu amistad fue por causa mía, porque soy un pobre que va perdiendo la visión y ve fantasmas, no cosas reales...

Juan lo abraza y pregunta:

-¿Pero es que ya no ves a tu Juan?

-Te veo. Pero los fantasmas surgen de las brumas de Satanás. Visiones de pesadilla y de dolor. Todos estamos envueltos en este miasma de infierno, esta noche. En mí trata de crear cobardía, desobediencia y dolor; en vosotros creará desilusión y miedo; en otros - personas que incluso no son ni medrosos ni dados al delito- creará miedo y delincuencia; en otros, que ya son de Satanás, creará la perversión sobrenatural (lo llamo así porque su perfección en el mal será tal, que superará las humanas posibilidades y alcanzará la perfección que siempre es propia de lo sobrehumano). Habla, Simón.

-Sí. Desde el martes no hacemos otra cosa sino salir para saber, para prevenir, para buscar ayuda.

-¿Y qué habéis podido hacer?

-Nada. O muy poco.

-Y ese poco será 'nada' cuando el miedo paralice los corazones.

-He tenido también un choque con Lázaro... Es la primera vez que me sucede... Un choque porque me parecía inactivo...

Podría hacer algo. Es amigo del Gobernador. ¡Sigue siendo el hijo de Teófilo! Pero Lázaro ha rechazado todas mis propuestas. Lo he dejado gritándole: '¡Pienso que eres tú ese amigo del que habla el Maestro! ¡Me produces horror!'. Y no quería yo volver a su casa... Pero esta mañana me ha llamado y me ha dicho: '¿Puedes pensar todavía que sea yo su traidor?'. Yo había visto ya a Gamaliel y a José y a Cusa, y a Nicodemo y Manahén, en fin, a tu hermano José... y ya no podía creer esa cosa. Le he dicho: 'Perdona, Lázaro. Pero siento mi mente más confusa que cuando yo mismo era un condenado'. Y es así, Maestro... Yo ya no soy yo... Pero ¿por qué sonríes?

-Porque esto confirma todo lo que te he dicho antes. La bruma de Satanás te envuelve y te turba. ¿Qué ha respondido Lázaro?

Ha dicho: 'Te comprendo. Ven hoy, con Nicodemo. Necesito verte'. Y es lo que he hecho mientras Simón Pedro iba donde los galileos. Porque tu hermano -él, desde tan lejos- está más informado que nosotros. Dice que lo ha sabido por azar, hablando con un galileo anciano que vive cerca de la zona de mercado, amigo de Alfeo y José.

-¡Ah!... sí... un gran amigo de la casa...

-Él está allá, con Simón y las mujeres; también está la familia de Caná.

-He visto a Simón.

-Bueno, pues José, por este amigo suyo, que además es amigo de uno del Templo que ahora es pariente suyo por enlaces con mujeres, ha sabido que está decidida tu captura, y le ha dicho a Pedro: 'Siempre me opuse a Él. Pero por amor y mientras Él era fuerte. Pero ahora que es como un niño a merced de sus enemigos, yo, pariente suyo que siempre le ha querido, estoy con Él. Es deber de sangre y de corazón'.

Jesús sonríe, y vuelve a verse en Él, un instante, la cara serena de las horas de alegría.

-Y José le ha dicho a Pedro: 'Los fariseos de Galilea son áspides como todos los fariseos. Pero Galilea no está compuesta sólo de fariseos. Y aquí hay muchos galileos que lo quieren. Vamos y les proponemos unirse para defenderlo. No tenemos más que cuchillos. Pero hasta un palo es un arma, si se maneja bien. Y si no vienen los soldados romanos, pronto nos impondremos a esa canalla vil que son los esbirros del Templo'. Y Pedro fue con él. Yo, mientras, iba donde Lázaro, con Nicodemo. Habíamos decidido convencer a Lázaro de que viniera con nosotros y de que abriera su casa para estar contigo. Nos dijo: 'Debo obedecer a Jesús y estar aquí, sufriendo el doble...'. ¿Es verdad?

-Es verdad. Le di esa orden.

-Pero me dio las espadas. Son suyas. Una para mí, una para Pedro. También Cusa quería darme las espadas. Pero... ¿qué son dos hierros contra todo un mundo? Cusa no puede creer que sea verdad todo esto que dices. Jura que no sabe nada y que en la corte la única idea que hay es la de gozarse la fiesta... Una juerga, como de costumbre. Tanto es así, que le ha dicho a Juana que se retire a una casa que tienen ellos en Judea. Pero Juana quiere quedarse aquí; dentro de su palacio y como si no estuviera. No se aleja. Con ella están Plautina, Ana, Nique y dos damas romanas de la casa de Claudia. Lloran, oran e incitan a orar a los inocentes. Pero no es tiempo de oraciones, es tiempo de sangre. ¡Siento revivir en mí al 'zelote' y ya ansío matar para cobrar venganza!...

-¡Simón!

Jesús habla severísimo.

-¡Si mi intención hubiera sido que murieras bajo la maldición, no te hubiera sacado de tu desgracia! ...

-¡Oh, perdón, Maestro... perdón! Soy como un borracho, como uno que delira.

-¿Y Manahén qué dice?

-Manahén dice que no puede ser verdad, y que si lo fuera te seguiría hasta en el suplicio.

-¡Cómo os fiáis todos de vosotros mismos!... ¡Cuánta soberbia hay en el hombre! ¿Y Nicodemo y José? ¿Qué saben?

-No más que yo. Hace tiempo, en una asamblea, José se enfrentó al Sanedrín. Los llamó asesinos por querer matar a un inocente, y dijo: 'Todo es ilegal aquí dentro. Razón tiene Él. El abominio está en la casa del Señor. Es necesario destruir este altar, porque ha sido profanado'. No lo lapidaron por ser quien era. Pero desde entonces lo han mantenido en una total falta de información. Sólo Gamaliel y Nicodemo han seguido manteniendo la amistad con él. Pero el primero no habla, y el segundo... Ni él ni José han vuelto a ser llamados al Sanedrín para las decisiones más genuinas. Se reúnen ilegalmente, acá o allá, a distintas horas, por miedo a ellos y a Roma. ¡Ah, se me olvidaba!... Los pastores. También ellos están con los galileos. ¡Pero somos pocos!

¡Si Lázaro hubiera querido escucharnos e ir a ver al Pretor! Pero no nos prestó oídos... Esto es lo que hemos hecho...

-Mucho... y nada... Y me siento tan abatido que me dan ganas de ir por los campos gritando como un chacal, de degradarme en una orgía, de matar como un bandolero, con tal de alejar de mí este pensamiento que, como han dicho Lázaro, José, Cusa, Manahén y Gamaliel, es 'completamente inútil'... - El Zelote no parece él...

-¿Qué ha dicho el rabí?

-Ha dicho: 'No conozco exactamente los propósitos de Caifás. Pero os respondo que lo que decís está profetizado sólo para el Cristo. Y como no admito en este profeta al Cristo, no veo que haya motivo para intranquilizarse. Se dará muerte a un hombre, a un hombre bueno, amigo de Dios. Pero ¡¿de cuántos como él ha bebido Sión la san-gre?!'. Y, dado que insistíamos en tu divina Naturaleza, ha repetido testarudamente: 'Cuando vea el signo, creeré'. Y ha prometido abstenerse de votar por tu muerte; es más, ha prometido que, si es posible, convencerá a los otros de no condenarte. Esto, no más. ¡No cree! ¡No cree! Si se pudiera llegar a mañana... Pero dices que no. '¡Oh, ¿qué vamos a hacer nosotros?!

-Tú irás donde Lázaro y tratarás de llevar contigo a todos los que puedas. No sólo de los apóstoles, sino también de los discípulos que encuentres vagando por los caminos de la campiña. Trata de ver a los pastores y dales esta orden. La casa de Betania es más que nunca la casa de Betania, la casa de la buena hospitalidad. Los que no tengan el valor de afrontar el odio de todo un pueblo, que se refugien allí. A esperar...

-Pero nosotros no te dejaremos».

-No os separéis... Separados no seríais nada; unidos seréis todavía una fuerza. Simón: prométeme esto. Tú eres un hombre sereno, fiel, con palabra e influencia incluso ante Pedro. Y estás muy obligado conmigo. Te recuerdo esto, por primera vez, para imponerte la obediencia. Mira: estamos en el Cedrón. Por ahí subiste, leproso, hacia mí, y de ahí saliste ya limpio. Por lo que te di, dame: da al Hombre lo que Yo di al hombre: ahora el leproso soy Yo...

-¡Nooo! ¡No digas eso! - gimen juntos los dos discípulos.

-¡Así es! Pedro, mis hermanos, serán los más abatidos. Mi honesto Pedro se sentirá como un malhechor y no tendrá paz. Y mis hermanos... No tendrán corazón para mirar ni a su madre ni a la mía... Te los confío...

-¿Y yo, Señor, de quién seré? ¿En mí no piensas?

-¡Niño mío! Tú estás confiado a tu amor. Es tan fuerte, que te guiará como una madre. No te doy ni orden ni guía; te dejo en las aguas del amor: son en ti un río tan tranquilo y profundo, que no me plantean ninguna duda sobre tu futuro. Simón, ¿has comprendido?

-¡Prométemelo! ¡Prométemelo!

Es penoso ver a Jesús tan angustiado... Sigue diciendo:

-¡Antes de que vengan los otros! ¡Oh, gracias! ¡Bendito seas!

Todo el grupo se reúne.

-Ahora vamos a separarnos. Yo voy arriba, a orar. Quiero conmigo a Pedro, Juan y Santiago. Vosotros quedaos aquí. Y si os vierais en grave apuro, llamad. Y no temáis. No os tocarán ni un pelo. Orad por mí. Deponed el odio y el miedo. Será sólo un momento... Luego el júbilo será completo. Sonreíd. Que lleve Yo en mi corazón vuestras sonrisas. Y, una vez más, gracias por todo, amigos. Adiós. Que el Señor no os abandone...

Jesús se echa a andar y se separa de los apóstoles, mientras Pedro pide la antorcha a Simón, después de que éste ha encendido con ella ramas secas resinosas, que arden crujiendo en el extremo del olivar y expanden olor de enebro. Me aflige ver a Judas Tadeo mirar a Jesús con tan intensa y doliente mirada, que Jesús se vuelve buscando al que lo ha mirado. Pero Judas

Tadeo se esconde detrás de Bartolomé y se muerde los labios para contenerse.

Jesús hace un gesto con la mano, entre una bendición y un adiós, y luego prosigue su camino. La Luna, ya bien alta, envuelve con su luz la alta figura de Jesús, y parece hacerla más alta incluso, espiritualizándola, haciendo más clara la túnica roja y más pálido el oro de sus cabellos. Detrás de Él, aceleran el paso Pedro -con la antorcha- y los dos hijos de Zebedeo.

Prosiguen hasta el límite del primer desnivel del rústico anfiteatro del olivar, cuya entrada sería el calvero irregular y cuyas gradas serían las terrazas, que ascienden formando escalones de olivos en el monte. Luego Jesús dice:

-Deteneos, esperadme aquí mientras oro. Pero no os durmáis. Podría necesitaros. Y os lo pido por caridad: ¡orad!

Vuestro Maestro está muy abatido.

En efecto, su abatimiento es ya profundo. Parece ya bajo un peso que lo oprime. ¿Dónde está ese Jesús vigoroso que hablaba a las multitudes, hermoso, fuerte, de mirada dominadora, sonrisa serena, voz sonora y bellísima? Parece ya apoderarse de Él la congoja. Es como uno que hubiera corrido o llorado. Tiene voz cansada, entrecortada. Está triste, triste, triste...

Pedro responde por los tres:

-Puedes estar tranquilo, Maestro. Vigilaremos y estaremos en oración. Sólo tienes que llamarnos e iremos.

Y Jesús los deja mientras los tres se agachan para recoger hojas y ramos secos y encender así una hoguerita que sirva para mantenerlos despiertos y combatir el relente, que empieza a descender abundante.

Camina, dándoles la espalda, de occidente a oriente; de forma que tiene de frente la luz lunar. Veo que un gran sufrimiento dilata aún más sus ojos. Quizás es un bistre de cansancio lo que los agranda, o quizás es la sombra del arco superciliar; no lo sé. Sé que tiene los ojos más abiertos y hundidos. Sube cabizbajo. Sólo de vez en cuando alza la cabeza, suspirando como si le costara esfuerzo y jadeara, y entonces recorre con su mirada tristísima el plácido olivar. Sube algunos metros. Luego tuerce por detrás de una elevación que queda entre Él y los tres dejados más abajo.

Este saliente de la ladera, que al principio tiene una altura de pocos decímetros, es cada vez más alto, y, después de un pequeño trecho tiene ya una altura de más de dos metros, de forma que resguarda completamente a Jesús de toda mirada más o menos discreta y amiga. Jesús prosigue hasta una voluminosa piedra que en un determinado punto corta el senderillo (una roca que quizá ha sido puesta como sostén de la vertiente que hacia abajo cae más inclinada y desnuda hasta un inerte cúmulo de piedras que precede a los muros tras los que está Jerusalén, y que hacia arriba sigue subiendo con más terrazas y más olivos).

Junto a esta voluminosa piedra, justo un poco más arriba, prominente, hay un olivo todo nudoso y retorcido: parece un caprichoso signo de interrogación puesto por la naturaleza para preguntar algún porqué. Sus tupidas ramas en la cima de su copa responden a la pregunta del tronco, diciendo ora 'sí' plegándose hacia el suelo, ora 'no' moviéndose de derecha a izquierda, al son de un leve viento que sopla a intervalos entre las frondas, y que a veces huele sólo a tierra, a veces a ese olor amargoso de los olivos, y a veces trae una mezcla de perfume de rosas y muguetes que quién sabe de dónde pueda venir. Al otro lado del senderillo, hacia abajo, hay otros olivos, uno de los cuales, justo debajo de la roca, está hendido por algún rayo y aun así vivo todavía, o bifurcado por una causa que desconozco, a partir del tronco inicial y que ha hecho dos troncos que se alzan como los dos segmentos de una gran V en carácter de imprenta; y las dos copas se asoman hacia acá y allá de la roca como queriendo ver y vigilar al mismo tiempo, o formarle a esta peña un suelo de un gris plata lleno de paz.

Jesús se detiene allí. No mira a la ciudad, que aparece abajo, blanca toda bajo la luz lunar. Antes al contrario, le vuelve las espaldas. Y ora con los brazos abiertos en cruz, alzada la cara hacia el cielo. No veo su cara porque está en la sombra (tiene la Luna casi en la vertical de su cabeza, pero los tupidos ramajes del olivo están entre Él y la Luna, que se filtra apenas entre unas y otras hojas, formando aritos y agujas de luz en constante movimiento).

Es una larga, ardiente oración. De vez en cuando, un suspiro y alguna palabra más nítida. No es un salmo, no es un Pater; es una oración hecha del amor y necesidad que de Él brotan: verdadera elocución dirigida a su Padre. Lo comprendo por las pocas palabras que capto: «Tú lo sabes... Soy tu Hijo... Todo. Pero ayúdame... Ha llegado la hora... Yo ya no soy de la Tierra.

Cesa toda necesidad de ayuda a tu Verbo... Que el Hombre te aplaque como Redentor, de la misma forma que la Palabra te ha sido obediente... Lo que Tú quieras... Para ellos te pido piedad. ¿Los salvaré? Esto te pido. Así lo quiero: salvados del mundo, de la carne, del demonio... ¿Puedo pedir aún? Es una petición justa, Padre mío. No para mí. Para el hombre, que es creación tuya y que quiso transformar en barro también su alma. Yo echo en mi dolor y en mi Sangre ese barro, para que vuelva a ser esa incorruptible esencia del espíritu grato a ti... Y está por todas partes. Él es rey esta noche. En el palacio y en las casas. Entre los soldados y en el Templo... La ciudad está henchida de él, y mañana será un infierno...

Jesús se vuelve, apoya su espalda en la roca y cruza los brazos. Mira a Jerusalén. La cara de Jesús va tomando una expresión cada vez más triste. Susurra:

-Parece de nieve... y es toda ella un pecado. ¡A cuántos he curado también en ella! ¡Cuánto he hablado!... ¿Dónde están los que parecían serme fieles?...

Jesús agacha la cabeza y mira fijamente al suelo, cubierto de hierba corta, brillante de rocío. Pero, aunque tenga la cabeza baja, comprendo que está llorando, porque algunas gotas, al caer de la cara al suelo, brillan. Luego levanta la cabeza, separa los brazos y une las manos más arriba de la cabeza, y las mueve manteniéndolas unidas.

Luego anda. Regresa donde los tres apóstoles, que están sentados alrededor de su hoguerita de hornija. Los encuentra medio dormidos. Pedro ha apoyado su espalda en un tronco, y, cruzados los brazos, cabecea, envuelto por las primeras brumas de un fuerte sueño. Santiago está sentado -también su hermano- encima de una gruesa raíz que sobresale del suelo y sobre la cual han extendido los mantos para sentir menos las protuberancias; pero, a pesar de estar más incómodos que Pedro, también están adormilados. Santiago tiene su cabeza relajada sobre el hombro de Juan, y éste tiene la suya apoyada en el de su hermano, como si el duermevela los hubiera inmovilizado en esa postura.

-¿Dormís? ¿No habéis sabido velar una hora tan sólo? ¡Tengo mucha necesidad de vuestro consuelo y vuestras oraciones!

Los tres se sobresaltan, confundidos. Se restriegan los ojos. Susurran una disculpa. Atribuyen la primera causa de este estado suyo de duermevela al esfuerzo de digerir:

-Es el vino... la comida... Pero se pasa ahora. Ha sido un momento. No sentíamos ganas de hablar y esto nos ha llevado al sueño. Pero ahora vamos a orar en voz alta y no se va a repetir esto.

-Sí. Orad y velad. También para vosotros lo necesitáis.

-Sí, Maestro. Te obedeceremos.

Jesús se marcha de nuevo. La Luna de tan fuerte claror de plata, que va haciendo ver cada vez más pálida la túnica roja, como si la cubriera de un blanco polvo brillante-, ilumina su rostro y me lo muestra desconsolado, doliente, envejecido. Sus ojos siguen bien abiertos, pero parecen empañados; su boca presenta un frunce de cansancio Vuelve a su piedra, aún más lento y encorvado. Se arrodilla y apoya los brazos en la roca, que no es lisa, sino que a mitad de altura tiene como un entrante -parece labrado adrede así-, en el que ha nacido una plantita que creo es una de esas florecillas semejantes a pequeñas azucenas (cimbalarias), que he visto también en Italia, con hojitas pequeñas, redondas pero denticuladas, y carnosas, de florecillas muy pequeñas en sus delgadísimos tallos): parecen pequeños copos de nieve, y salpican el gris de la roca y las hojitas verde oscuro. Jesús apoya las manos ahí al lado. Las florecillas le acarician la mejilla, porque apoya la cabeza en las manos juntas y ora. Pasado un poco de tiempo, siente el frescor de las pequeñas corolas, alza la cabeza, las mira, las acaricia, les dice:

-¡También estáis vosotras!... ¡Me aliviáis! Había florecillas como éstas también en la gruta de mi Madre... y Ella las quería, porque decía: 'Cuando era pequeña, decía mi padre: “Eres una azucena diminuta toda llena de rocío celeste”... ¡Oh, mi Madre! ¡Oh, Mamá!

Rompe a llorar. Reclinada la cabeza en las manos unidas, un poco apoyado en los calcañares, lo veo y oigo llorar, mientras las manos aprietan los dedos y los mortifican, la una a la otra. Oigo que dice:

-También en Belén... y te las llevé, Mamá. ¿Pero éstas quién te las llevará?...

Luego prosigue en su oración y meditación. Debe ser muy triste su meditación, angustiosa más que triste, porque para evitarla se alza y va y viene, susurrando palabras que no capto, alzando la cara, bajándola de nuevo, gesticulando, pasándose las manos por los ojos, las mejillas, el pelo, con mecánicos y agitados movimientos, propios de quien está sumido en una gran angustia: decirlo no es nada, describirlo es imposible, verlo es entrar en su angustia. Gesticula hacia Jerusalén. Luego vuelve a alzar los brazos hacia el cielo como para invocar ayuda.

Se quita el manto como si tuviera calor. Lo mira... Pero ¿qué ve? Sus ojos no miran sino su tortura, y todo contribuye a esta tortura, a aumentarla. Hasta el manto tejido por su Madre. Lo besa y dice:

-¡Perdón, Mamá! ¡Perdón!

Parece como si se lo pidiera al paño hilado y tejido por el amor materno...

Vuelve a ponérselo. Está lleno de congoja. Quiere orar para superarla. Pero con la oración vuelven los recuerdos, los temores, las dudas, las añoranzas... Es un alud de nombres... ciudades... personas... hechos... No puedo seguirlo, porque es rápido y entrecortado. Es su vida evangélica lo que desfila ante Él... y le trae el recuerdo de Judas el traidor.

Es tanta la congoja, que grita, para vencerla, el nombre de Pedro y Juan. Y dice:

-Ahora vendrán. ¡Ellos son muy fieles! Pero 'ellos' no vienen. Llama de nuevo. Parece aterrorizado, como viendo algo que no sabemos.

Huye rápidamente hacia donde están Pedro y los dos hermanos, y los encuentra más cómoda e intensamente dormidos, alrededor de unas pocas brasas que, ya mortecinas, presentan sólo algunos zigzagues de color rojo entre el gris de la ceniza.

-¡Pedro! ¡Os he llamado tres veces! ¿Pero qué hacéis? ¿Dormís todavía? ¡Pero no sentís cuánto sufro! Orad. Que la carne no venza, en ninguno. Que no os venza. El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Ayudadme...

Los tres se despiertan con mayor lentitud. Pero al final lo hacen, y con ojos atónitos se disculpan. Se ponen en pie, primero sentándose, luego irguiéndose del todo.

-¡Pues fíjate! - dice Pedro en tono quedo - ¡No nos ha sucedido nunca esto! Debe haber sido ese vino, sin duda. Era fuerte. Y también este fresco. Nos hemos tapado para no sentirlo (en efecto, se habían tapado hasta la cabeza incluso, con los mantos) y hemos dejado de ver el fuego y hemos dejado de tener frío y, bueno, pues, el sueño ha venido. ¿Dices que has llamado? Es curioso, no me parecía dormir tan profundamente... Arriba, Juan, vamos a buscar algunas ramitas, vamos, pongámonos en movimientos. Se nos pasará. Estáte seguro, Maestro, que a partir de ahora... estaremos en pie... - y arroja a las brasas un puado de hojitas secas, y sopla hasta que la llama resucita; luego la alimenta con las ramas de zarza que ha traído

Juan. Mientras, Santiago trae una gruesa rama de enebro, o de un árbol similar, que ha cortado de una espesura poco lejana, y la une al resto.

La llama se alza, alta y festiva, e ilumina la pobre faz de Jesús. ¡Una faz de una tristeza... de una tristeza, que no se puede mirar sin llorar! Toda la luminosidad de ese rostro ha quedado diluida en un cansancio mortal. Dice:

-¡Estoy en una angustia que me mata! ¡Oh, sí! Mi alma está triste hasta el punto de morir. ¡Amigos... ¡Amigos! ¡Amigos!

Pero, aunque no dijera esto, su aspecto es ya de por sí el de un moribundo, el de un moribundo que, además, muere en el más angustioso y desolado de los abandonos. Cada palabra parece un acceso de llanto...

Pero los tres están demasiado cargados de sueño. Y se mueven con pasos inciertos y ojos semicerrados, tanto que parecen casi ebrios... Jesús los mira... No los mortifica con reproches. Menea la cabeza, suspira y vuelve a marcharse, al lugar de antes.

Ora de nuevo, en pie con los brazos en cruz; luego de rodillas, como antes., curvado el rostro sobre las florecillas.

Piensa. Calla... Luego da en gemir y sollozar fuertemente, tan abatido sobre los calcañares, que está casi prosternado. Llama al Padre, cada vez con más congoja...

-¡Oh! - dice - ¡Es demasiado amargo este cáliz! ¡No puedo! ¡No puedo! Está por encima de lo que Yo puedo. ¡Todo lo he podido! Pero no esto... ¡Aléjalo, Padre, de tu Hijo! ¡Piedad de mí!... ¿Qué he hecho para merecerlo?

Luego, cobrando nuevas fuerzas, dice:

-Pero, Padre mío, no escuches mi voz si pide algo contrario a tu voluntad. No recuerdes que soy Hijo tuyo, sino sólo servidor tuyo. No se haga mi voluntad, sino la tuya.

Permanece así durante un rato. Luego emite un grito ahogado y levanta la cara: es un rostro desencajado. Un instante sólo. Luego se derrumba, rostro en tierra, y se queda así. Un deshecho de hombre sobre el que pesa todo el pecado del mundo, sobre el que se abate toda la Justicia del Padre, sobre el que desciende la tiniebla, la ceniza, la hiel, esa tremenda, tremenda, tremendísima cosa que es el abandono de Dios mientras Satanás nos tortura... Es la asfixia del alma, es estar sepultados vivos en esta cárcel que es el mundo cuando ya no puede sentirse que entre nosotros y Dios hay una ligazón, es sentirse encadenados, amordazados, lapidados por nuestras propias oraciones que caen sobre nosotros cuajadas de agudas puntas y llenas de fuego, es chocar de plano contra un Cielo cerrado en que no penetran ni voz ni mirada de nuestra angustia, es estar 'huérfanos de Dios', es la locura, la agonía, la duda de habernos engañado hasta ese momento, es la persuasión de ser rechazados por Dios, de estar condenados. ¡Es el infierno!...

¡Oh, lo sé! Y no puedo, no puedo ver ese espasmo de mi Cristo, y saber que es un millón de veces más atroz que el que me consumió el año pasado y que cuando me vuelve a la mente todavía me perturba profundamente.

Jesús gime, entre estertores y suspiros agónicos:

-¡Nada!... ¡Nada!... ¡Fuera!... ¡La voluntad del Padre! ¡Eso! ¡Sólo eso!... Tu voluntad, Padre; la tuya, no la mía... Inútil. No tengo sino un Señor: Dios santísimo. Una ley: la obediencia. Un amor: la redención... No. Ya no tengo ni Madre ni vida ni divinidad ni misión. Inútilmente me tientas, demonio, con la Madre, la vida, mi divinidad, mi misión. Tengo por madre a la

Humanidad y la amo hasta morir por ella. La vida se la devuelvo a quien me la dio y ahora me la pide, supremo Señor de todo viviente. La divinidad la afirmo siendo capaz de esta expiación. La misión la cumplo con mi muerte. No tengo nada más. Nada, aparte de hacer la voluntad del Señor, mi Dios. ¡Retrocede, Satanás! Lo dije la primera y la segunda vez. Vuelvo a decirlo la tercera: 'Padre, si es posible pase de mí este cáliz. Pero, hágase tu voluntad, no la mía'. Retrocede, Satanás. Yo soy de Dios.

Luego ya no habla. Sólo para decir entre jadeos: « ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios!». Lo llama a cada latido de su corazón, y parece rezumar la sangre a cada latido. La tela, estirada sobre los hombros, se embebe de sangre y adquiere de nuevo un tono oscuro, a pesar del intenso claror lunar que todo lo envuelve.

Y, no obstante, un claror más vivo se forma sobre su cabeza, suspendido a un metro de Él aproximadamente; un claror tan vivo, que incluso el Postrado lo ve filtrarse entre las ondas de sus cabellos, ya densos de sangre, y tras el velo que la sangre pone en los ojos. Alza la cabeza... Resplandece la Luna sobre esta pobre faz, y aún más resplandece la luz angélica, semejante a la del diamante blanco-azul de la estrella Venus. Aparece toda la tremenda agonía en la sangre que rezuma a través de los poros. Las pestañas, el pelo, el bigote, la barba están asperjados y rociados de sangre. Sangre rezuma en las sienes, sangre brota de las venas del cuello, gotas de sangre caen de las manos; y, cuando tiende las manos hacia la luz angélica y las anchas mangas se deslizan hacia los codos, aparecen los antebrazos de Cristo también llenos de sudor de sangre. En la cara sólo las lágrimas forman dos líneas netas sobre la máscara roja.

Se quita otra vez el manto y se seca las manos, la cara, el cuello, los antebrazos. Pero el sudor continúa. Él presiona varias veces la tela contra la cara, y la mantiene apretada con las manos; y cada vez que cambia el sitio aparecen nítidamente en la tela de color rojo oscuro las señales, las cuales, estando húmedas, parecen negras. La hierba del suelo está roja de sangre.

Jesús parece próximo al desfallecimiento. Se desata la túnica en el cuello, como si sintiera ahogo. Se lleva la mano al corazón y luego a la cabeza y la agita delante de la cara como para darse aire, manteniendo entreabierta la boca. A rastras, se pega a la roca, pero más hacia el borde del desnivel del terreno. Apoya la espalda contra la piedra, de forma que -como si estuviera ya muerto- quédanle colgando los brazos, paralelos al cuerpo; y la cabeza, contra el pecho. Ya no se mueve.

La luz angélica va decreciendo poco a poco, para acabar como absorbida en el claror lunar.

Jesús abre sus ojos de nuevo. Con esfuerzo levanta la cabeza. Mira. Está solo, pero menos angustiado. Alarga una mano. Arrima hacia sí el manto que había dejado abandonado en la hierba y vuelve a secarse la cara, las manos, el cuello, la barba, el pelo. Coge una hoja ancha, nacida justo en el borde del desnivel, empapada de rocío, y con ella termina de limpiarse mojándose la cara y las manos y luego secándose de nuevo todo. Y repite, repite lo mismo con otras hojas, hasta que borra las huellas de su tremendo sudor. Sólo la túnica, especialmente en los hombros y en los pliegues de los codos, en el cuello y la cintura, en las rodillas, está manchada. La mira y menea la cabeza. Mira también el manto, y lo ve demasiado manchado; lo dobla y lo pone encima de la piedra, en el lugar en que ésta forma una concavidad, junto a las florecillas.

Con esfuerzo -como por debilidad- se vuelve y se pone de rodillas. Ora, apoyada la cabeza en el manto donde tiene ya las manos. Luego, tomando como apoyo la roca, se alza y, todavía tambaleándose ligeramente, va donde los discípulos. Su cara está palidísima. Pero ya no tiene expresión turbada. Es una faz llena de divina belleza, a pesar de aparecer más exangüe y triste que de costumbre.

Los tres duermen sabrosamente. Bien arrebujados en sus mantos, echados del todo, junto a la hoguera apagada. Se les oye respirar profundamente, con comienzo incluso de un sonoro ronquido.

Jesús los llama. Es inútil. Debe agacharse y dar un buen zarandeo a Pedro.

-¿Qué sucede? ¿Quién viene a arrestarme? - dice Pedro mientras sale, atónito y asustado, de su manto verde oscuro.

-Nadie. Te llamo Yo.

-¿Es ya por la mañana?

-No. Ha terminado casi la segunda vigilia.

Pedro está todo entumecido.

Jesús da unos meneos a Juan, que emite un grito de terror al ver inclinado hacia él un rostro que, de tan marmóreo como se ve, parece de un fantasma.

-¡Oh... me parecías muerto!

Da unos meneos a Santiago, el cual, creyendo que lo llama su hermano, dice:

-¿Han apresado al Maestro?

-... Todavía no, Santiago - responde Jesús - Pero, alzaos ya. Vamos. El que me traiciona está cerca.

Los tres, todavía atónitos, se alzan. Miran a su alrededor... Olivos, Luna, ruiseñores, leve viento, paz... nada más. Pero siguen a Jesús sin hablar. También los otros ocho están más o menos dormidos alrededor del fuego ya apagado.

-¡Levantaos! - dice Jesús con voz potente - ¡Mientras viene Satanás, mostrad al insomne y a sus hijos que los hijos de Dios no duermen!

-¡Sí, Maestro!

-¡Dónde está, Maestro?

-Jesús, yo...

-¿Pero ¿qué ha sucedido?

Y entre preguntas y respuestas enredadas, se ponen los mantos...

El tiempo justo de aparecer en orden a la vista de la chusma capitaneada por Judas, que irrumpe en el quieto solar y lo ilumina bruscamente con muchas antorchas encendidas: son una horda de bandidos disfrazados de soldados, caras de la peor calaña afeadas por sonrisas maliciosas demoníacas; hay también algún que otro representante del Templo.

Los apóstoles, súbitamente, se hacen a un lado. Pedro delante y, en grupo, detrás, los demás. Jesús se queda donde estaba.

Judas se acerca resistiendo a la mirada de Jesús, que ha vuelto a ser esa mirada centelleante de sus días mejores. Y no baja la cara. Es más, se acerca con una sonrisa de hiena y lo besa en la mejilla derecha.

-Amigo, ¿y qué has venido a hacer? ¿Con un beso me traicionas?

Judas agacha un instante la cabeza, luego vuelve a levantarla... Muerto a la reprensión como a cualquier invitación al arrepentimiento. Jesús, después de las primeras palabras, dichas todavía con la solemnidad del Maestro, adquiere el tono afligido de quien se resigna a una desventura.

La chusma, con un clamor hecho de gritos, se acerca con cuerdas y palos y trata de apoderarse de los apóstoles -excepto de Judas Iscariote, se entiende- además de tratar de prender a Cristo.

-¿A quién buscáis? - pregunta Jesús calmo y solemne.

-A Jesús Nazareno.

-Soy Yo.

La voz es un trueno. Ante el mundo asesino y el inocente, ante la naturaleza y las estrellas, Jesús da de sí -y yo diría que está contento de poder hacerlo-- este testimonio abierto, leal, seguro.

¡Ah!, pero si de Él hubiera emanado un rayo no habría hecho más: como un haz de espigas segadas, todos caen al suelo.

Permanecen en pie sólo Judas, Jesús y los apóstoles, los cuales, ante el espectáculo de los soldados derribados se rehacen, tanto que se acercan a Jesús, y con amenazas tan claras contra Judas, que éste súbitamente se retira -huye al otro lado del Cedrón y se adentra en la negrura de una callejuela-, con el tiempo justo de evitar el golpe maestro de la espada de Simón, y seguido en vano de piedras y palos que le lanzan los apóstoles que no iban armados de espada.

-Levantaos. ¿A quién buscáis?, vuelvo a preguntaros.

-A Jesús Nazareno.

-Os he dicho que soy Yo - dice con dulzura Jesús. Sí: con dulzura.

-Dejad, pues, libres a estos otros. Yo voy. Guardad las espadas y los palos. No soy un bandolero. Estaba siempre entre vosotros. ¿Por qué no me habéis arrestado entonces? Pero ésta es vuestra hora y la de Satanás...

Mientras Él habla, Pedro se acerca al hombre que está extendiendo las cuerdas para atar a Jesús y descarga un golpe de espada desmañado. Si la hubiera usado de punta, lo habría degollado como a un carnero. Así, lo único que ha hecho ha sido arrancarle casi una oreja, que queda colgando en medio de un gran flujo de sangre. El hombre grita que lo han matado. Se produce confusión entre aquellos que quieren arremeter y los que al ver lucir espadas y puñales tienen miedo.

-Guardad esas armas. Os lo ordeno. Si quisiera, tendría como defensores a los ángeles del Padre. Y tú, queda sano. En el alma lo primero, si puedes.

Y antes de ofrecer sus manos para las cuerdas, toca la oreja y la cura.

Los apóstoles gritan alteradamente... Sí, me duele decir esto, pero es así. Quién dice una cosa; quién, otra. Quién grita:

« ¡Nos has traicionado!», y quién: « ¡Pero ha perdido la razón!», y quién dice: « ¿Quién puede creerte?». Y el que no grita huye...

Y Jesús se queda solo... Él y los esbirros... Y empieza el camino...



6 de julio de 1944

Dice Jesús:

“¿Ves, alma mía, como tenía mucha razón al decir: “El conocimiento de mi tormento del Getsemaní no sería entendido y se convertiría en escándalo?”

La gente no admite al Demonio. Quienes lo admiten no admiten que el Demonio haya podido vejar el alma de Cristo hasta el punto de hacerle sudar sangre. Pero tú, que has tenido una migaja de esta tentación, lo puedes comprender.

Hablemos, pues, juntos.



Me has preguntado: “¿Cuántas agonías del Getsemaní me das?”

¡Oh! ¡muchas! No por el gusto de atormentarte. Tan sólo por bondad de Maestro y de Esposo. No podría verter de una vez sobre ti, pequeña esposa, todo el cúmulo de desolaciones que me abatió aquella noche y que nadie intuyó, que nadie comprendió salvo mi Madre y mi Ángel. Morirías enloquecida. Por eso te doy una migaja ahora y otra mañana, en modo tal de hacerte saborear todo mi alimento y obtener, de tu sufrimiento, el máximo amor de compasión por tu doliente Esposo y de redención por tus hermanos.

Por eso te doy tantas horas de Getsemaní. Únelas y, como el artesano uniendo las teselas poco a poco ve formarse el cuadro completo, tú, reuniendo en tu pensamiento el recuerdo de estas horas, verás la verdadera Agonía de tu Señor.

Mira como te amo. La primera vez sólo te he dado la visión de mi desasosiego físico, y tú, sólo por verme con el rostro descompuesto, ir y venir, alzar los brazos, retorcerme las manos, llorar y abatirme, has tenido tanta pena que por poco no te me mueres.

Te he presentado esa tortura visible en varias ocasiones hasta que la has conocido y la has podido soportar. Después, poco a poco, te he desvelado mis tristezas. Mis tristezas. De hombre. Todas las pasiones del hombre se han levantado como serpientes encolerizadas silbando sus derechos de existir, y Yo las he tenido que sofocar una a una para subir libremente a mi Calvario.



No todas las pasiones son malas. Ya te lo he explicado. Yo doy a este nombre sentido filosófico, no el que vosotros le dais confundiendo el sentido con el sentimiento. Y las pasiones buenas tu Jesús–Hombre las tenía como todos los hombres justos. Pero también las pasiones buenas pueden convertirse en enemigas en determinados momentos, cuando con su voz forman una cadena, cadena de durísimo, fortísimo, anudadísimo acero, para impedirnos cumplir la voluntad de Dios.

Amar la vida, don de Dios, es un deber, tanto es así que quien se mata es tan culpable y aún más que quien mata, porque quien mata falta a la caridad con el prójimo pero puede tener la atenuante de una provocación que lo ha enloquecido, mientras que quien se mata falta contra sí mismo y contra Dios que le ha dado la vida para que la viva hasta su llamada. Matarse es arrancarse de encima el don de Dios y arrojarlo, con alaridos de maldición, contra el Rostro de Dios. Quien se mata desespera de tener un Padre, un Amigo, un Bueno. Quien se mata niega todo dogma de fe y toda aserción de fe. Quien se mata niega a Dios. Por tanto la vida tiene que importarnos.

Pero cómo: ¿amarla? ¿esclavizándonos a ella? No. La vida es una buena amiga. Amiga de la otra, de la Vida verdadera. Ésta es la gran Vida. Aquella, la pequeña vida. Pero como una esclava sirve y provee el alimento para su señora, así la pequeña vida sirve y nutre a la gran Vida, que alcanza la edad perfecta mediante los cuidados que la pequeña vida le proporciona.

Y es precisamente esta pequeña vida la que os proporciona el vestido adornado para poneros cuando seáis las señoras del Reino de Vida. Es precisamente esta pequeña vida la que os fortalece con el pan amargo, empapado en vinagre, de las cosas de cada día, y os hace adultos y perfectos para poseer la Vida que no acaba. Por esto hay que llamar “amada” a esta triste existencia de exilio y de dolor. Es el banco en el que maduran los frutos de las riquezas eternas.

¿Es medianamente buena? Alabad al Señor. ¿Está rociada de penas? Decid “gracias” al Señor. ¿Es excesivamente triste? No digáis nunca: “Es demasiado”. No digáis nunca: “Dios es malo”.

Lo he dicho mil veces: “El mal –¿y las tristezas qué son sino el fruto del mal?– el mal no viene de Dios. Es el hombre, el malvado el que hace sufrir”.

Lo he dicho mil veces: “Dios sabe hasta donde podéis sufrir y si ve que es demasiado lo que el prójimo os proporciona, interviene no sólo aumentando vuestra capacidad de soportar, sino con consuelos celestiales, y cuando es el momento destruyendo a los malvados, porque no es lícito torturar desmedidamente al prójimo mejor”.

La vida es amada por las honestas satisfacciones que proporciona. Dios no las desaprueba. Él ha puesto el trabajo como castigo, pero también como distracción para el hombre culpable. ¡Ay de vosotros si hubierais tenido que vivir en el ocio! Desde hace siglos la Tierra sería un enorme manicomio de gente furiosa y se despedazarían unos a otros. Ya lo hacéis, porque todavía estáis demasiado ociosos. El honesto cansancio tranquiliza y da alegría y sereno reposo.

La vida es aún más querida por los afectos santos con los que se adorna. Dios no los condena. ¿Cómo podría Dios, que es Amor, condenar un amor honesto? ¡Oh la alegría de ser hijos y la alegría de ser padres! ¡Oh la alegría de encontrar una compañera que engendra hijos con el propio nombre e hijos para Dios! ¡Oh la alegría de tener una dulce hermana, un buen hermano y amigos sinceros! No, estas dulzuras honestas Dios no las condena.

Ha sido Él quien ha puesto el amor, y no sobre la Tierra, como el trabajo, para castigo y distracción del culpable, sino en el Paraíso terrestre como base de la gran alegría de ser hijos de Dios. “No es bueno que el hombre esté solo” ha dicho. Rey de lo creado, el hombre habría estado en un desierto sin una compañera. Buenos todos los animales con su rey, pero inferiores, siempre demasiado inferiores al hijo de Dios. Bueno, infinitamente bueno Dios con su hijo, pero siempre demasiado superior a él. El hombre habría padecido la soledad de estar igualmente lejos del divino y del animal. Y Dios le dio la compañera.

Y no sólo eso, sino que del casto amor con ella le habría concedido hijos bien amados para que el hombre y la mujer pudieran decir la palabra más dulce después del Nombre de Dios: “¡Hijo mío!”, y los hijos pudieran decir la palabra más santa después del Nombre de Dios: “¡Madre!”.



¡Madre! Quien dice “madre” ya está orando.

Decir “madre” quiere decir dar gracias a Dios por su Providencia, que da una madre a los hijos del hombre y hasta a los pequeños hijos de las fieras y de los animales domésticos y de los pájaros voladores y de los mudos peces, para que el hombre no conociera el terror de crecer solo y no cayera por falta de apoyo cuando aún era demasiado débil para conocer el Bien y el Mal. Decir “madre” quiere decir bendecir a Dios que nos hace conocer lo que es el amor a través del beso de una madre y de las palabras de sus labios. Decir “madre” quiere decir conocer a Dios que nos da un reflejo de su principal atributo, la Bondad, mediante la indulgencia de una madre. Y conocer a Dios quiere decir esperar, creer y amar. Quiere decir salvarse.

Tener un hermano ¿no es como tener, para una planta, la planta gemela que sostiene en las horas de borrasca, trenzando las ramas, y que en las horas de alegría aumenta su floración con el polen de su amor?

Por esto he querido que los cristianos se llamasen “hermanos” unos a otros, porque es justo, dado que venís todos de un Dios y de una sangre de hombre, y porque es santo, porque es un consuelo para los que no tienen hermanos de carne el poder decir al vecino: “Hermano, yo te amo. Ámame”.

Tener un amigo sincero ¿no es como tener un compañero en el camino? Caminar solos es demasiado triste. Cuando Dios elige para la soledad de víctima a un alma, Él se hace su compañero, porque solos no se puede estar sin capitular.

La vida es un camino abrupto, pedregoso, interrumpido frecuentemente por quebradas y corrientes vertiginosas. Víboras y espinas desgarran y muerden en los escollos del terreno. Estar solos significaría perecer. Por esto Dios ha creado la amistad. Entre dos crece la fuerza y el valor. También un héroe tiene instantes de debilidad. Si está solo ¿dónde se apoya? ¿en las zarzas? ¿Dónde se agarra? ¿a las víboras? ¿Dónde se recuesta? ¿en el torrente vertiginoso o en el barranco oscuro? Por todas partes encontraría una nueva herida y un nuevo peligro. Pero he aquí al amigo. Su pecho es apoyo, su brazo soporte, su afecto descanso. Y el héroe recobra fuerza. El caminante vuelve a caminar seguro.

Para valorar la amistad Yo he querido llamar “amigos” a mis apóstoles, y he apreciado tanto este afecto que en la hora del dolor he pedido a los tres más queridos que estuviesen conmigo en el Getsemaní. Les he rogado que velaran y oraran conmigo, por Mí... y al verles incapaces de hacerlo he sufrido tanto que me he debilitado aún más siendo, por ello, más susceptible a las seducciones satánicas. Una palabra, si hubiera podido intercambiar al menos una palabra con amigos solícitos y comprensivos de mi estado, no habría llegado a desangrarme, antes de la tortura, en la lucha por repeler a Satanás.

Pero vida y afectos no deben volverse enemigos. Nunca. Si tales llegan a ser hay que romperlos.

Los he roto, uno a uno.

Ya había roto la agitación humana de desprecio hacia el Traidor. Y un nervio de mi Corazón se había lacerado en el esfuerzo.

Ahora surgía el miedo de perder la vida. ¡La vida! Tenía treinta y tres años. Era hombre en aquel momento. Era el Hombre. Tenía por ello el amor virgen a la vida como lo había tenido Adán en el Paraíso terrestre. La alegría de estar vivo, de estar sano, de ser fuerte, bello, inteligente, amado, respetado. La alegría de ver y de oír, de poder expresarme. La alegría de respirar el aire puro y perfumado, de oír el arpa del viento entre los olivos y del río entre las piedras, y la flauta de un ruiseñor enamorado; de ver resplandecer las estrellas en el cielo como ojos de fuego que me miraban con amor; de ver platearse la tierra por la luna tan blanca y resplandeciente que cada noche vuelve virgen el mundo, y parece imposible que bajo su ola de cándida paz pueda actuar el Delito.

Y todo eso tenía que perderlo. No volver a ver, no volver a oír, no moverme más, no volver a estar sano, no volver a ser respetado. Hacerme el aborto purulento que se esquiva con el pie volviendo la cabeza con repugnancia, el aborto expulsado de la sociedad que me condenaba para quedar libre de darse a sus vergonzosos amores.

¡Los amigos!... Uno me había traicionado. Y mientras que Yo esperaba la muerte él se apresuraba a traérmela. Creía que iba a alegrarse con mi muerte... Los otros dormían. Y aún así les amaba. Habría podido despertarles, huir con ellos, a otro sitio, lejos y salvar vida y amistad. Y en cambio tenía que callar y quedarme. Quedarme quería decir perder los amigos y la vida. Ser un repudiado, eso es lo que quería decir.



¡La Madre! ¡Oh amor de Madre! ¡Invocado amor inclinado sobre mi dolor! ¡Amor que he rehusado para no hacerte morir con mi dolor! ¡Amor de mi Madre!

Sí, lo sé. Te llegaba cada sollozo, ¡oh Santa! Cada vez que te llamaba cada una de mis invocaciones atravesaba el espacio y penetraba como espíritu en el aposento en que tú, como siempre, pasabas tu noche orando, y en aquella noche, orando no con éxtasis sino con tormento en el alma. Lo sé, y me prohibía a mí mismo llamarte, para no hacerte llegar el lamento de tu Hijo, ¡oh Madre mártir que iniciabas tu Pasión, solitaria como Yo solitario, en la noche del Jueves pascual!

El hijo que muere entre los brazos de su madre no muere: se adormece acunado por una nana de besos que continúan los ángeles hasta el momento en que la visión de Dios quita de la memoria del hijo el deseo de su madre. Pero Yo tenía que morir entre los brazos de los verdugos y en un patíbulo, y cerrar los ojos y los oídos al griterío de maldiciones y gestos de amenazas.

¡Cómo te amé, Madre, en aquella hora del Getsemaní!

Todo el amor que te había dado y que me habías dado durante treinta y tres años de vida estaban ante Mí y sostenían su causa y me imploraban que tuviera piedad de ellos, recordándome cada uno de tus besos, cada uno de tus cuidados, las gotitas de leche que me habías dado, mis piececitos fríos de niño pobre en el hueco tibio de tus manos, las canciones de tu boca, la ligereza de tus dedos entre mis abundantes rizos, y tus sonrisas, y tu mirada y tus palabras, y tus silencios, y tu paso de paloma que posa sus rosados pies en el suelo pero tiene ya las alas entreabiertas, preparadas para el vuelo, y ni siquiera hace que se plieguen los tallos, de tan ligero que es su caminar, porque Tú estabas en la Tierra para mi alegría, ¡oh Madre! pero siempre tenías las alas trémulas de Cielo, ¡oh santa, santa, santa y enamorada!

Todas las lágrimas que ya te había costado y todas las que ahora fluían de tus ojos, y las que manarían en los tres días sucesivos, las oía caer como lluvia de lamento. ¡Oh las lágrimas de mi Madre!

Pero ¿quién puede ver llorar, oír llorar a su madre y no tener presente, mientras le dure la vida, el tormento de aquel llanto? He tenido que anular, sofocar el amor humano por ti, Madre, y pisotear tu amor y mi amor para caminar por la vía de la Voluntad de Dios.



Y estaba solo. ¡Solo! ¡Solo! La Tierra y el Cielo no tenían ya habitantes para Mí. Era el Hombre cargado de los pecados del mundo. Por ello odiado por Dios. Tenía que pagar para redimirme y volver a ser amado. Era el Hombre cargado de la Bondad del Cielo y por eso odiado por los hombres a los que la Bondad repugna. Tenía que ser matado como castigo por ser bueno.

Y también vosotras, las honestas alegrías del trabajo cumplido para dar el pan de cada día, incluso a Mí mismo antes, para después dar el pan espiritual a los hombres, os habéis puesto delante de Mí para decirme: “¿Por qué nos dejas?”.

¡Nostalgia de la tranquila casa santificada por tantas oraciones de los justos, hecha Templo por haber acogido los esponsales de Dios, hecha Cielo por haber hospedado entre sus paredes a la trinidad encerrada en el alma del Cristo Dios!

¡Nostalgia de las multitudes humildes y francas a las que daba luz y gracia y de las que recibía amor! ¡Voces de niños que me llamaban con una sonrisa, voces de madre que me llamaban con un sollozo, voces de enfermos que me llamaban con un gemido, voces de pecadores que me llamaban con temblor! Todas las oía y me decían:

“¿Por qué nos abandonas? ¿Ya no quieres acariciarnos? ¿Quién podrá acariciar como Tú nuestros rizos rubios o morenos?”.

“¿Ya no quieres devolvernos las criaturas difuntas, curarnos las moribundas? ¿Quién como Tú podrá tener piedad de las madres, Hijo santo?”.

“¿Ya no quieres sanarnos? Si Tú desapareces ¿quién nos curará?”.

“¿Ya no quieres redimirnos? Sólo Tú eres la Redención. Cada palabra tuya es fuerza que rompe una cuerda de pecado en nuestro oscuro corazón. Estamos más enfermos que los leprosos, porque para ellos la enfermedad cesa con la muerte, para nosotros se acrecienta. ¿Y Tú te vas? ¿Quién nos comprenderá? ¿Quién será justo y piadoso? ¿Quién nos realzará? ¡Quédate, Señor!”.

“¡Quédate! ¡quédate! ¡quédate!” gritaba la multitud buena.

“¡Hijo!” gritaba mi Madre.

“¡Sálvate!” gritaba la vida.

He tenido que quebrar estas gargantas que gritaban, sofocarlas para impedirles gritar, para tener la fuerza de destrozarme el corazón arrancando uno a uno sus nervios para cumplir la voluntad de Dios.



Y estaba solo. O sea: estaba con Satanás.

La primera parte de la oración había sido dolorosa, pero todavía podía sentir la mirada de Dios y esperar en el amor de los amigos.

La segunda fue más dolorosa aún porque Dios se retiraba y los amigos dormían. El silbo de Satanás y la voz de la vida ratificaban: “Te sacrificas para nada. Los hombres no te amarán por tu sacrificio. Los hombres no entienden”.

La tercera... La tercera fue la locura, fue la desesperación, fue la agonía, fue la muerte. La muerte de mi alma. No resucitó solamente mi cuerpo. También mi alma ha tenido que resucitar. Porque conoció la Muerte.

Que no os parezca herejía. ¿Qué es la muerte del espíritu? La separación eterna de Dios. Pues bien: yo estaba separado de Dios. Mi espíritu había muerto. Es la verdadera hora de eternidad que concedo a mis predilectos. La que tú, pequeña esposa, te has preguntado cómo fuese desde que te han dicho que llevas una trayectoria similar a la de Verónica Giuliani, quien al final de su existencia conoció este desgarro, el mayor de todos los desgarros sobrehumanos.

Nosotros conocemos la muerte del espíritu, sin haberla merecido, para comprender el horror de la condenación, que es el tormento de los pecadores impenitentes. La conocemos para poder salvarles, lo sé. El corazón se rompe. Lo sé. La razón vacila. Lo sé todo, alma amada. Lo he pasado antes que tú. Es el horror infernal, estamos a la merced del Demonio porque estamos separados de Dios.

¿Tú crees que Marta, que venció al dragón, tembló más que nosotros? No. Nuestro sufrimiento es mayor. La fiera vencida por Marta era una fiera espantosa pero era una fiera de la Tierra. Nosotros vencemos a la Fiera–Lucifer. ¡Oh, no hay parangón! Y la Fiera–Lucifer viene cada vez más cerca cuando todo, en el Cielo y en la Tierra, se aleja de nosotros.

Ya había sido tentado en el desierto. Una leve tentación porque entonces tenía tan solo la debilidad del alimento material. Ahora estaba hambriento de alimento espiritual y hambriento de alimento moral, y no había pan para mi espíritu ni pan para mi corazón. Ya no había Dios para mi espíritu. No había afectos para mi corazón.

Y he aquí entonces, sutil como un cuchillo de viento, penetrante como aguijón de avispa, irritante como veneno de culebra, la voz de Lucifer. Una flauta que suena en sordina, tan tenue, tan tenue que no suscita nuestra vigilante atención. Penetra con la seducción de su mágica armonía, nos hace dormitar, parece un consuelo, tiene el aspecto de consuelo sobrenatural.

¡Oh Engañador eterno, qué sutil eres! El yo sólo pide ayuda. Y parece que aquel sonido le ayude. Palabras de compasión y de comprensión, dulces como caricias sobre una frente febril, calmantes como ungüento sobre una quemadura, que aturden como el vino generoso dado a quien está en ayunas. El alma cansada se adormece.

Si no estuviera tan vigilante con su subconsciente, que vela tan sólo en aquellos que se nutren de la constante unión al Amor, acabaría cayendo en un letargo que la dejaría totalmente en las manos de Satanás, en un sueño hipnótico durante el cual Lucifer le haría cometer cualquier acción. Pero el alma que se ha nutrido constantemente del Amor no pierde la integridad de su subconsciente ni siquiera en la hora en que los hombres y Dios parece que se unan para enloquecerla. Y el subconsciente despierta al alma. Le grita: “Actúa. Álzate. Satanás está detrás de ti”.

La tremenda lucha da comienzo. El veneno ya está en nosotros. Por eso es necesario luchar contra sus efectos y contra las oleadas aceleradas, cada vez más vehementes y aceleradas, del nuevo veneno de la palabra satánica que se derrama sobre nosotros.

El estruendo crece. Ya no hay sonido de flauta en sordina, ya no quedan caricias ni ungüentos. Es clangor de instrumentos a todo volumen, es un golpe, una puñalada, una llama que ahoga y arde. Y en la llama he aquí que la vida pasa ante tu mirada espiritual. Ya había pasado antes con su aspecto resignado de algo sacrificado. Ahora vuelve con vestido de reina prepotente y dice: “¡Adórame! ¡Soy yo quien reina! Éstos son mis dones. Los dones que te he dado y aún te daré otros más hermosos si me eres fiel”.

Y en el sonido de los instrumentos vuelven las voces de las cosas y de las personas. Ya no imploran. Mandan, imprecan, insultan, maldicen, porque los abandonamos. Todo vuelve para atormentarnos. Todo. Y el alma turbada lucha cada vez más débilmente.

Cuando vacila como un guerrero desangrado y busca en el Cielo o en la Tierra un apoyo para no sucumbir, entonces Lucifer le deja su hombro. Tan sólo está él... Se pide auxilio... Tan sólo responde él... Se busca una mirada de piedad... Tan sólo se encuentra la suya...

¡Ay de aquel que crea en su sinceridad! Con la poca energía que sobrevive hay que apartarse de aquel apoyo, volver a entrar en la soledad, cerrar los ojos y contemplar el horror de nuestro destino antes que su falso aspecto, alzar las manos que tiemblan y apretarlas contra los oídos para obstaculizar la voz que engaña.

Toda arma cae al hacer así. Ya no se es más que una pobre cosa moribunda y sola. No se logra ya ni tan siquiera orar con la palabra porque el acre del aliento de Satanás nos obstruye la faringe. Tan sólo el subconsciente ora. Ora. Ora. Agita sus alas en la agonía como el convulso batir de una mariposa traspasada, y con cada batido de alas dice: “Creo, espero, amo. A pesar de todo creo, a pesar de todo espero, te amo a pesar de todo”.

No dice: “Dios”. Ya no osa pronunciar su Nombre. Se siente demasiado inmundo por la cercanía de Satanás. Pero ese nombre lo trazan las lágrimas de sangre del corazón sobre las alas angélicas del espíritu, que vosotros llamáis subconsciente mientras que en realidad es el superconsciente y en cada batido de alas ese Nombre resplandece como un rubí tocado por el sol, y Dios lo ve, y las lágrimas de piedad de Dios circundan con perlas el rubí de vuestra sangre que gotea en un llanto heroico.

¡Oh almas que subís hasta Dios con ese Nombre así escrito con rubíes y perlas!... ¡Flores de mi Paraíso!



Satanás me decía, porque la voz entraba aunque Yo me reparara de ella:

“Mira. Aún no has muerto y ya te han abandonado. Mira. Has ayudado y eres odiado. Lo ves. Ni siquiera el mismo Dios te socorre. Si Dios no te ama, y eres su Hijo, ¿cómo puedes esperar que los hombres te agradezcan tu sacrificio?

¿Sabes lo que se merecen? La Venganza, no el Amor como Tú crees. Véngate, ¡oh Cristo!, de todos estos necios, de todos estos crueles. Véngate. Atácales con un milagro que les fulmine. Muéstrate como eres: Dios. El Dios terrible del Sinaí. El Dios terrible que me ha fulminado y que arrojó a Adán fuera del Paraíso.

Hasta ahora has dicho tan sólo palabras de bondad. Tus escasos reproches siempre eran demasiado dulces para estas bestias que tienen la piel más espesa que el cuero del hipopótamo. Tu mirada curaba tus palabras. Sólo sabes amar. Odia. Y reinarás. El odio tiene curvadas las espaldas bajo su azote y pasa triunfante sobre estas filas serviles. Las aplasta. Y están felices de serlo. No son más que sádicos, y la tortura es la única caricia que aprecian y que recuerdan.

¿Ya es tarde? No, no es demasiado tarde. ¿Qué ya vienen los hombres armados? No importa. Sé que te preparas para ser manso. Te equivocas. Una vez te enseñé a triunfar en la vida. No has querido escucharme y ahora ves que estás vencido. Ahora escúchame. Ahora que te enseño a triunfar sobre la muerte.

Sé Rey y Dios. ¿No tienes armas? ¿Ni milicias? ¿Ni riquezas? Ya te dije una vez que un resto de amor, el poco que me puede haber quedado del tesoro de amor que era mi vida angélica, hay en mí por Ti que eres bueno. Te amo, mi Señor, y te quiero servir.

Eres el Redentor de los hombres. ¿Por qué no quieres serlo de tu ángel caído? Era tu predilecto porque era el más luminoso y Tú eres la Luz. Ahora soy la Tiniebla. Pero las lágrimas de mi tormento son tan numerosas que han colmado el Infierno de fuego líquido. Deja que yo me redima. Solamente un poco. Que de demonio me convierta en hombre. El hombre sigue siendo tan inferior a los ángeles. Pero ¡cuán superior es a mí, demonio!

Haz que me convierta en hombre. Dame una vida de hombre, tribulada, torturada, todo lo angustiada que quieras. Siempre será un paraíso respecto de mi tormento demoníaco y podré vivirla en modo tal de merecer el expiar por milenios y al fin poder llegar de nuevo a la Luz: a Ti.

Deja que yo te sirva a cambio de esto que te pido. No hay arma que venza las mías, ni ejército más numeroso que el mío. Las riquezas de las que dispongo no tienen medida, porque te haré rey del mundo si aceptas mi ayuda, y todos los ricos serán tus esclavos. Mira: tus ángeles, los ángeles de tu Padre están ausentes. Pero los míos están preparados para vestirse con aspecto angélico para hacerte corona y dejar pasmada a la plebe ignorante y malvada.

¿No sabes decir palabras de mando? Yo te las sugeriré, estoy aquí para esto. Brama y amenaza. Escúchame. Di palabras de mentira. Pero triunfa. Di palabras de maldición. Di que te las sugiere el Padre.

¿Quieres que simule la voz del Eterno? Lo haré. Lo puedo hacer todo. Soy el rey del mundo y del Infierno. Tú eres sólo el Rey del Cielo. Por eso yo soy más grande que Tu. Pero todo lo pongo a tus pies si Tú lo quieres.

¿La Voluntad de tu Padre? ¿Pero cómo puedes pensar que Él quiera la muerte de su Hijo? ¿Piensas que pueda forjarse ilusiones sobre su utilidad? Tú ofendes a la Inteligencia de Dios.

Ya has redimido a los que pueden redimirse con tu santa Palabra. No hace falta más. Cree que quien no cambia por la Palabra no cambia por tu Sacrificio. Cree que el Padre te ha querido probar. Pero le basta tu obediencia. No quiere más.

¡Le servirás mucho más viviendo! Puedes recorrer el mundo. Evangelizar. Curar. Elevar. ¡Oh feliz destino! ¡La Tierra habitada por Dios! Esta es la verdadera redención. Rehacer de la Tierra el Paraíso terrestre en el que el hombre vuelve a vivir en santa amistad con Dios y oiga su voz y vea su semblante. Un destino aún más feliz que el de los Primeros. Porque te verían a Ti: verdadero Dios, verdadero Hombre.

¡La Muerte! ¡Tu Muerte! ¡El tormento de tu Madre! ¡La mofa del mundo! ¿Por qué? ¿Quieres ser fiel a Dios? ¿Por qué? ¿Él te es fiel? No. ¿Dónde están sus ángeles? ¿Dónde su sonrisa? ¿Qué es lo que tienes ahora por alma? Un andrajo desgarrado, debilitado, abandonado.

Decídete. Dime: ‘Sí’.

¿Oyes? Los sicarios salen del Templo. Decídete. Líbrate. Sé digno de tu Naturaleza.

Eres un sacrílego porque permites que manos asquerosas de sangre y libídine te toquen: Santo de los santos. Eres el primer sacrílego del mundo. Dejas la Palabra de Dios en las manos de los puercos, en la boca de los puercos.

Decídete. Sabes que te espera la muerte. Yo te ofrezco la vida, la alegría. Te devuelvo a tu Madre.

¡Pobre Madre! ¡Tan sólo te tiene a Ti! Mírala como agoniza... y Tú te preparas para hacerla agonizar aún más. ¿Pero qué hijo eres? ¿Qué respeto tienes a la Ley? Tú no respetas a Dios. No respetas a la que te ha generado. Tu Madre... Tu Madre... Tu Madre...”.



He respondido... María, he respondido reuniendo las fuerzas, bebiendo llanto y sangre que chorreaban de los ojos y de los poros, he respondido:

“Ya no tengo Madre. Ya no tengo vida. Ya no tengo divinidad. Ya no tengo misión. Ya no tengo nada. Sólo hacer la Voluntad del Señor, mi Dios. ¡Aléjate, Satanás! Lo he dicho la primera y la segunda vez. Lo repito la tercera: ‘Padre, si es posible que pase de Mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya’. Vete, Satanás. Yo soy de Dios!”.

María, he respondido así... Y el Corazón se ha quebrado con el esfuerzo. El sudor se ha convertido de gotitas en regueros de sangre. No importa. He vencido.

Yo he vencido a la Muerte. Yo. No Satanás. La Muerte se vence aceptando la muerte.



Te había prometido un gran regalo. Como he concedido a pocos. Te lo he dado.

Has conocido la extrema tentación de tu Jesús. Ya te la había desvelado. Pero todavía no tenías madurez para conocerla plenamente. Ahora lo puedes hacer.

¿Ves que tengo razón al decir que no habría sido comprendida y admitida por aquellos pequeños cristianos que son larvas de cristianos y no cristianos formados?

Vete en paz, que Yo estoy contigo”.



2º La Flagelación de Nuestro Señor

-Que sea flagelado - ordena Pilato a un centurión.

-¿Cuánto?

-Lo que te parezca... Total, ésta es una cuestión concluida. Y yo ya estoy aburrido. Venga, ve.

Cuatro soldados llevan a Jesús al patio que está después del atrio. En él, enteramente enlosado con mármoles de color, en su centro hay una alta columna semejante a las del pórtico. A unos tres metros del suelo, la columna tiene un brazo de hierro que sobresale al menos un metro y que termina en una argolla. A ésta columna - tras haberlo hecho desvestirse, de forma que ha quedado únicamente con un pequeño calzón de lino y las sandalias- atan a Jesús, con las manos unidas por encima de la cabeza. Levantan las manos, atadas por las muñecas, hasta la argolla, de forma que Él, a pesar de ser alto, no apoya en el suelo

más que la punta de los pies... Y también esta postura debe ser un tormento.

He leído, no sé dónde, que la columna era baja y que Jesús estaba encorvado. Será eso. Yo lo veo así y así lo digo.

Detrás de Él se coloca uno de cara de verdugo y neto perfil hebreo; delante, otro, con la misma cara. Están armados con el flagelo de siete tiras de cuero unidas a un mango y acabadas en un martillito de plomo. Rítmicamente, como si estuvieran haciendo un ejercicio, se ponen a dar golpes. Uno, delante; el otro, detrás. De forma que el tronco de Jesús se halla dentro de

una rueda de azotes y flagelos.

Los cuatro soldados a los que ha sido entregado, indiferentes, se han puesto a jugar a los dados con otros tres soldados que han llegado en ese momento. Y las voces de los jugadores se acompasan con el sonido de los flagelos, que silban como sierpes y luego suenan como piedras arrojadas contra la membrana tensa de un tambor, golpeando el pobre cuerpo, ese pobre cuerpo tan delgado y de un color blanco de marfil viejo, que primero se pone cebrado, de un rosa cada vez más vivo, luego morado, para tornarse luego de relieves de color añil, hinchados de sangre, y luego se abre y rompe y suelta sangre por todas partes. Los verdugos se ceban especialmente en el tórax y en el abdomen; pero no faltan los golpes en las piernas y en los brazos, e incluso en la cabeza, para que no hubiera un lugar de la piel sin dolor.

Y ni una queja siquiera... Si no estuviera sujetado por la cuerda, se caería. Pero ni se cae ni gime. Eso sí, la cabeza le pende –después de golpes y más golpes recibidos- sobre el pecho, como por desvanecimiento.

-¡Eh, para ya! - grita un soldado, y, en tono de mofa:

-Que tienen que matarlo estando vivo.

Los dos verdugos se paran y se secan el sudor.

-Estamos agotados» dicen - Dadnos la paga, para poder echar un trago y así reponernos...

-¡La horca os daría! En fin, tomad... - y un decurión arroja una moneda grande a cada uno de los dos verdugos.

-Habéis trabajado a conciencia. Parece un mosaico. Tito: ¿tú dices que era éste el amor de Alejandro? Le daremos la noticia para que cumpla el luto. Lo desatamos un poco, ¿eh?

Lo desatan, y Jesús se derrumba como muerto. Lo dejan ahí en el suelo, y de vez en cuando lo golpean con el pie calzado con las cáligas para ver si gime. Pero Él calla.

-¿Estará muerto? ¿Pero es posible? Es joven. Y artesano. Eso me han dicho... Parece una dama delicada.

-Déjalo de mi cuenta - dice un soldado. Y lo sienta con la espalda apoyada en la columna. Donde estaba, ahora hay grumos de sangre... Luego va a una pequeña fuente que gorgotea bajo el pórtico. Llena de agua un barreño y lo arroja sobre la cabeza y el cuerpo de Jesús.

-¡Así! A las flores les viene bien el agua.

Jesús suspira profundamente. Intenta levantarse. Pero todavía tiene los ojos cerrados.

-¡Eso es! ¡Bien! ¡Arriba, majo! ¡Que te espera la dama!...

Pero Jesús inútilmente apoya en el suelo los puños intentando erguirse.

-¡Arriba! ¡Rápido! ¿Te sientes débil? Con esto te vas a reponer - dice otro soldado con sonrisa socarrona. Y con el asta de su alabarda descarga un golpe en la cara de Jesús, dándole entre el pómulo derecho y la nariz, por donde empieza a sangrar.

Jesús abre los ojos, los vuelve. Es una mirada empañada... Mira fijamente al soldado que lo ha golpeado. Se enjuga la sangre con la mano. Luego, con mucho esfuerzo, se pone de pie.

-Vístete. No es decente estar así. ¡Impúdico!

Todos se ríen, en corro alrededor de Él.

Él obedece sin decir nada. Pero, mientras se encorva -y sólo Él sabe lo que sufre al agacharse, estando tan magullado y con esas llagas que al estirarse la piel se abren más todavía, y con otras que se forman al romperse las ampollas-, un soldado da una patada a la ropa y la disemina, y cada vez que Jesús, tambaleándose, llega a donde ha caído la ropa, un soldado las echa en otra dirección. Y Jesús sufriendo agudamente, sigue a la ropa sin decir una palabra, mientras los soldados se burlan de Él en modo repugnante.

Por fin puede vestirse. Se pone también la túnica blanca, que estaba apartada y no se ha manchado. Parece querer ocultar su pobre túnica roja, que ayer mismo estaba tan bonita y ahora está ensuciada de porquerías y manchada por la sangre sudada en Getsemaní. Es más, antes de ponerse sobre la piel la túnica corta interior, se enjuga con ella la cara, que está mojada, limpiándola así de polvo y esputos. Y la pobre, santa faz, aparece limpia, sólo signada de moratones y pequeñas heridas. Se ordena también el pelo, que pendía desordenado, y la barba, por una innata necesidad de arreglo corporal.

Y luego se acurruca al sol. Porque tiembla mi Jesús... La fiebre empieza a serpear en Él con sus escalofríos. Y también se pone de manifiesto la debilidad por la sangre perdida, el ayuno y el mucho camino andado.



3º La Coronación de espinas

Le atan de nuevo las manos. Y la cuerda sierra de nuevo en donde ya hay un rojo aro de piel levantada.

-¿Y ahora? ¿Qué hacemos con Él? ¡Yo me aburro!

-Espera. Los judíos quieren un rey. Vamos a dárselo. Ése... - dice un soldado.

Y sale raudo -sin duda, a un patio de detrás-. Vuelve con un haz de ramas de espino albar agreste, todavía flexible porque la primavera mantiene blandas las ramas, de espinas bien duras y aguzadas. Con la daga, quitan hojas y florecillas. Luego hacen un círculo con las ramas y lo acalcan en la pobre cabeza... Pero la bárbara corona penetra hasta el cuello.

-No va bien. Más pequeña. Quítasela.

La sacan, y, al hacerlo, arañan las mejillas -incluso con el peligro de cegar a Jesús- y arrancan cabellos. La hacen más pequeña. Ahora está demasiado estrecha y, aunque aprietan -hincando en la cabeza las espinas-, puede caerse. Otra vez afuera, arrancando más pelo. La modifican de nuevo. Ahora va bien. Delante hay un triple cordón espinoso; detrás, donde los extremos de las tres ramas se entrecruzan, hay un verdadero nudo de espinas que entran en la nuca.

-¡Ves qué bien estás! Bronce natural y rubíes puros. Mírate, rey, en mi coraza - dice, burlón, el que ha ideado el suplicio.

-No es suficiente la corona para hacerlo a uno rey. Se necesita la púrpura y el cetro. En el establo hay una caña y en la cloaca hay una clámide roja. Ve por ellas, Cornelio.

Y, cuando éste las trae, ponen el sucio trapajo sobre los hombros de Jesús y, antes de ponerle entre las manos la caña, le dan con ella en la cabeza, hacen reverencias y saludan:

-¡Ave, rey de los Judíos! - y se tronchan de risa.

Jesús no les opone resistencia. Se deja sentar en el 'trono' (un barreño colocado boca abajo, usado, sin duda, para dar de beber a los caballos), y se deja golpear y escarnecer, sin decir nada nunca. Solamente los mira... y es una mirada de una dulzura tan grande y de un dolor tan atroz, que no puedo mirar yo sin sentir mi corazón traspasado.

Los soldados concluyen el escarnio sólo cuando oyen la voz de un superior que ordena sea conducido el reo ante Pilato.

¡Reo! ¿De qué?

Sacan de nuevo a Jesús al atrio, cubierto ahora éste por un valioso entrecielo para el sol. Jesús tiene todavía la corona, la clámide y la caña.

-Acércate, para mostrarte al pueblo.

Jesús, ya quebrantado, se yergue con porte digno: ¡oh, verdaderamente es un rey!

-Oíd, hebreos. Aquí está el hombre. Yo lo he castigado. Pero ahora dejadlo marcharse.

-¡No, no! ¡Queremos verle! ¡Que salga! ¡Queremos ver al blasfemo!

-Traedlo aquí afuera. Y atentos a que no lo prendan.

Y mientras Jesús sale al vestíbulo y puede vérsele dentro del cuadrado formado por los soldados, Poncio Pilato lo señala con la mano diciendo:

-He aquí al Hombre. A vuestro rey. ¿No es suficiente todavía?

El sol de un día de bochorno llegado ya al medio de la tercia desciende casi perpendicular, encendiendo y resaltando miradas y c-ras: ¿son hombres esa gente? No: hienas hidrófobas. Gritan, muestran los puños, piden muerte...

Jesús está erguido. Nunca tuvo esa nobleza de ahora. Ni siquiera cuando ejecutaba los más poderosos milagros.

Nobleza de dolor. Tan divino, que bastaría para signarlo con el nombre de Dios. Pero para pronunciar ese Nombre hay que ser, al menos, hombres, y Jerusalén hoy no tiene hombres, sólo demonios.

Jesús recorre con su mirada la muchedumbre y, en el mar de caras cargadas de odio, encuentra rostros amigos.

¿Cuántos? Menos de veinte amigos entre millares de enemigos... Y agacha la cabeza, bajo la impresión de este abandono. Una lágrima rueda... y otra... y otra... El ver su llanto no genera piedad; antes bien, un odio aún más sañudo.



4º Jesús con la Cruz a cuestas camino al Calvario

608. La vía dolorosa del Pretorio al Calvario.

26 de marzo de 1945.

Pasa un poco de tiempo así. No más de una media hora, quizás incluso menos. Luego, Longino, encargado de presidir la ejecución, da sus órdenes.

Pero, antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en camino, Longino, que le ha mirado dos o tres veces con una curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora militar un líquido blondo‑róseo claro). «Te confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo».

Mas Jesús responde: «Que Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello».

«Yo estoy sano y fuerte... Tú... No me privo... Y además... aunque así fuera, lo haría con gusto, por confortarte... Un sorbo... para que yo vea que no aborreces a los paganos».

Jesús no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda. Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos, agrietados.

«Toma, toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed... Me produces compasión... sí... compasión... No eres Tú hebreo al que habría que matar... ¡En fin!... Yo no te odio... y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable».

Pero Jesús no bebe otra vez... Verdaderamente tiene sed... Esa tremenda sed de las personas exangües y de los que tienen fiebre... Sabe que no es bebida que contenga narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo comprendo ‑ por luz interna, como lo que acabo de decir ‑ que aún más que el agua melar le alivia la piedad del romano.

«Que Dios te bendiga por este alivio» dice. Y sonríe. Todavía sonríe... una sonrisa lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio interior después de la flagelación).

Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos rodeados por una decuria de soldados.

Es hora de ponerse en marcha. Longino da las últimas órdenes.

Una centuria se dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del centurión. Longino sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por delante de los once de a caballo.

Traen las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros.

Veo que la traen ya formada. Sobre esto leí ‑ cuando leía... o sea, hace años ‑ que la cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a lo largo del camino los condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. Todo es posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario.

Antes de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción 'Jesús Nazareno Rey de los Judíos'. Y la cuerda que la sujeta se engancha en la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema.

Ya están preparados. Longino da la orden de marcha. «Primero el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno, haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión mortal a los condenados».

Jesús baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve, inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo; estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo.

Los judíos se ríen viéndole tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los soldados: «Empujadle, para que se caiga. ¡Que muerda el polvo el blasfemo!». Pero los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que se ponga en el centro de la calle y camine.

Longino aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longino quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa ‑ y llamarlos 'gentuza' es incluso honroso ‑ no quiere que se haga así. Los más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y gritan cuando ven que Longino trata de tomar la de las murallas. «¡No te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron!». Los judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches.

Intentando calmar los ánimos, Longino tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo 'decurión' porque es el suboficial, pero quizás es ‑ diríamos nosotros ‑ su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. Éste vuelve hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longino para informar de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba: en la fila, detrás de Longino.

Jesús camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. Está congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. Pienso que también la luz y los gritos deben torturarle, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía deslumbradora de sol... Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor.

Los judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente; lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad. En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa obra maestra de tortura que ya es Jesús.

Los soldados, como pueden, le defienden. Pero incluso al querer defenderle le golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio, le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas, la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del suplicio.

Jesús jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo ‑ introduciéndose en los ojos y en las gargantas ‑ que la racha ha levantado formando torbellinos cargados de detritos.

Junto a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida intervención de un soldado ‑ contra el que Jesús casi se derrumba ‑ impide que vaya al suelo. La chusma se ríe y grita: «¡Déjale! Decía a todos: 'Levántate'. Pues que ahora se levante Él...».

Al otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan piedras del torrente que golpean al pobre Mártir...

Empieza la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra.

Respecto a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de altura. Bueno, pues, será así... Ciertamente, no es una montaña; pero una colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia. Alguno dirá: '¡Poca cosa!'. Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha... Yo sé que, cuando se me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco... y no tenía ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor de sangre debía tener el corazón muy mal... y no tengo en cuenta más que estas dos cosas.

Jesús, por tanto, subiendo y con el peso de la cruz ‑ que siendo tan larga debe pesar mucho‑, sufre agudamente.

Encuentra una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano izquierda. La gente grita de contento... Se pone en pie de nuevo. Continúa. Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril...

El cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que, ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse, para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. Mientras hace esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el contento de verle caer tan mal...

Longino incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones.

Jesús, disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra otra. La gente ve esto y grita: «Se le ha subido a la cabeza su doctrina. ¡Mira, mira como se tambalea!». Y otros ‑ que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas ‑ dicen burlonamente: «No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos? Ahora come nuestra comida...», y otras frases parecidas.

Longino, que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos minutos. La chusma le insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte.

Es aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado). Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él vuelve la cabeza, los ve... los mira fijamente como si fueran caras de ángeles. Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe... Se da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el yugo de la cruz y vuelve a sonreír... Sus consuelos... Diez caras... un alto bajo el sol de fuego...

Y en seguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece, sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el suelo, bajo la cruz, que se le cae encima. Los soldados tratan de levantarle. Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado.

«¡Atentos a que muera en la cruz!» grita la muchedumbre.

«Si se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo debe llegar vivo al suplicio» dicen los jefes de los escribas a los soldados.

Éstos, aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas.

Pero Longino tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino, y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel, desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando, arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio.

El camino tomado por Longino parece un sendero que, a fuerza de haber sido recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo.

El cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos. La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de hombres ‑ en verdad, muy exiguos ‑ que, muy por delante de las mujeres, están para desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte, tuerce.

Aquí el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de morro por una parte, escarpada por la otra. Trataré de darle una idea de su aspecto tomado de perfil. Pero tengo que volver la página, porque aquí me viene mal por falta de espacio.

Los hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista.

La gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verle caer. Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que le guía, parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue, casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado.

Las mujeres, que van llorando ‑ y que se encuentran en el punto que señalo con la letra D ‑ se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos sólo los ojos, negrísimos. Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su larga barba, más blanca que negra, por fuera de su obscurísima y grande capa.

Cuando Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la orden de dejarla pasar. No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos, la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longino la obedece.

Se acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras Él se detiene jadeante... Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a él los soldados no le dejan pasar; sólo a las mujeres.

Una de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un violeta obscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano una ánfora de plata, y se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es tan fuerte, que ni siquiera podría beber. Con la mano izquierda se seca el sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del corazón), humedecen toda la pechera de la túnica.

Otra mujer ‑ a su lado tiene una joven sirviente ‑ abre una arqueta que ésta lleva en los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor. Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si en ello hallara un gran alivio.

Luego devuelve el lienzo y habla: «Gracias, Juana. Gracias, Nique,... Sara,... Marcela,... Elisa,... Lidia,... Ana,... Valeria,... y a ti... Pero... no lloréis... por mí... hijas de... Jerusalén... sino por los pecados... vuestros y... de vuestra ciudad... Da gracias... Juana... por no tener... ya hijos... Mira... es compasión de Dios... el no... no tener hijos... para que... sufran por... esto. Y también... tú, Isabel... Mejor... como sucedió... que entre los deicidas... Y vosotras... madres... llorad por... vuestros hijos, porque... esta hora no pasará... sin castigo... ¡Y qué castigo, si esto es así para... el Inocente!... Lloraréis entonces... el haber concebido... amamantado y el... tener todavía... a los hijos... Las madres... en aquella hora... llorarán porque... en verdad os digo... que será dichoso... el que en aquella hora... caiga primero... bajo los escombros... Os bendigo... Marchaos... a casa... orad... por mí. Adiós, Jonatán... llévatelas...».

Y en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda su camino.

Jesús está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la ladera ardiente del monte aumenta el calor solar.

Fácil es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta sobre las heridas de los azotes... y horrorizarse... Pero no emite un solo quejido. Eso sí ‑ a pesar de que el camino esté mucho menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies, que en realidad ya sólo se arrastran ‑, se tambalea cada vez más, y otra vez vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada vez más.

Piensan que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el peso. Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.

El camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el camino escarpado. Aquí, en el sitio que señalo con la letra M, está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado. Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su vestido azul obscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada. También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad.

Las otras mujeres (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si viene el Salvador. Y, cuando ven que llega Longino, se acercan a María para avisarla. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del camino, apartándose sólo cuando llega Longino, quien desde su caballo negro mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de cielo como Ella. Y Longino menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por los once que van a caballo.

María trata de pasar por entre los soldados de a pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen: «¡Rápido! Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices! ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo! ¡Le quieren! ¡Fijaos cómo le quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedle en vuestra maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerle! ¡Las carroñas para las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos!».

Longino se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longino ve parado un pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la turba para bajar a la ciudad. Creo que un poco de curiosidad propia y de los hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva.

Longino le mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena: Hombre ven aquí».

El Cireneo finge no oír. Pero con Longino no se juega. Repite la orden de una forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca.

«Ves a ese hombre?» pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente compasión de ella y grita: «Dejad pasar a la Mujer». Luego vuelve a hablarle al Cireneo: «No puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él hasta la cima» .

«No puedo... Tengo el burro... es rebelde... Los chicos no saben dominarle...».

Pero Longino dice: «Ve, si no quieres perder el asno y ganarte veinte azotes» .

El Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos: «Id a casa. Pronto. Decid que llego en seguida», luego se acerca a Jesús.

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre ‑ sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego ‑, y grita: «¡Mamá!».

Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas... y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla... Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte...

María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: «¡Hijo!». Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos ‑ y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices... ‑ hay un impulso de piedad. Y es que la palabra '¡Mamá!' y la palabra '¡Hijo!' conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que ‑ lo repito ‑ no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad...

El Cireneo siente esta piedad... Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo ‑ y se limita a mirarle, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre ‑, pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).

Pero María no puede besar a su Criatura... Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además... los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre ‑ blanco de las burlas de todo un pueblo ‑ contra la pared del monte...

Ahora, detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración... Pero puede andar mejor.

María se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte, desafiando las injurias de la chusma inhumana.

Ahora que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante.

Longino se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen todos locos.

Como le dije el año pasado, el Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más alto por el lado A, tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad de su ladera. En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos, recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este fin concreto. Al lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve que los van vaciando según el número que se requiere cada vez.

Más abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros.

Los soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin obstáculos en el último trecho del camino. Y se quedan allí formando cordón mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota.

Mientras se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías en el punto que señalo con una M. Un poco detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados. Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a donde Jesús va durante la vendimia del primero año) y a otras dos que no sé identificar mejor.

Detrás de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos ‑ no hablo impropiamente llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del Galileo ‑ no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario donde no se blasfema contra el Cristo!

El monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad, despoblado... vacío... silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio; todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca.

Mientras los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a éstas, y también a la Madre: «¡Muerte a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! Muerte al blasfemo galileo. ¡Clavad en la cruz también al vientre que le llevó! ¡Fuera las víboras que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras que se unen con el macho cabrío!...».

Longino, que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre... Ordena que se haga cesar ese barullo... La media centuria que estaba detrás de los condenados carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de la ladera B del monte.

El centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, le para; le da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte, donde están las otras.

Arriba está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose a la boca el manto.

Los judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres, yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello.

En cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico.

El centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo.

Los dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla.

La vía dolorosa ha terminado.



5º La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo

La crucifixión, la muerte y el descendimiento

Visiones del 27 de marzo de 1945.

Cuatro hombres fornidos, que por su aspecto me parecen judíos, y judíos más merecedores de la cruz que los condenados, ciertamente de la misma calaña de los flageladores, y que estaban en un sendero, saltan al lugar del suplicio. Van vestidos con túnicas cortas y sin mangas. Tienen en sus manos clavos, martillos y cuerdas. Y muestran burlonamente estas cosas a los tres condenados. La muchedumbre se excita envuelta en un delirio cruel.

El centurión ofrece a Jesús el ánfora, para que beba la mixtura anestésica del vino mirrado. Pero Jesús la rechaza. Los dos ladrones, por el contrario, beben mucha. Luego, junto a una piedra grande, casi en el borde de la cima, ponen esta ánfora de amplia boca de forma de tronco de cono invertido.

Se da a los condenados la orden de desnudarse. Los dos ladrones lo hacen sin pudor alguno. Es más, se divierten haciendo gestos obscenos hacia la muchedumbre, y especialmente hacia el grupo sacerdotal, todo blanco con sus túnicas de lino, grupo que, a la chita callando y haciendo uso de su condición, ha vuelto al rellano. A los sacerdotes se han unido dos o tres fariseos y otros prepotentes personajes a quienes el odio hace amigos entre sí. Y veo a personas ya conocidas, como el fariseo Jocanán a Ismael, el escriba Sadoq, Elí de Cafarnaúm...

Los verdugos ofrecen tres trapajos a los condenados para que se los aten a la ingle. Los ladrones los agarran mientras profieren blasfemias aún más horrendas. Jesús, que se está desvistiendo lentamente por el agudo dolor de las heridas, lo rehúsa. Quizás cree que conservará el calzón corto que pudo tener durante la flagelación. Pero, cuando le dicen que también se lo quite, tiende la mano para mendigar el trapajo de los verdugos para cubrir su desnudez: verdaderamente es el Anonadado, hasta el punto de tener que pedir un trapajo a unos delincuentes.

Pero María se ha percatado y se ha quitado el largo y sutil lienzo blanco que le cubre la cabeza por debajo del manto obscuro; un velo en el que Ella ha derramado ya mucho llanto. Se lo quita sin dejar caer el manto. Se lo pasa a Juan para que se lo dé a Longino para su Hijo. El centurión toma el velo sin poner dificultades, y cuando ve que Jesús está para desnudarse del todo, vuelto no hacia la muchedumbre sino hacia la parte vacía de gente ‑ mostrando así su espalda surcada de moraduras y ampollas, sangrante por heridas abiertas o a través de obscuras costras ‑, le ofrece el velo materno de lino. Jesús lo reconoce y se lo enrolla en varias veces en torno a la pelvis, asegurándoselo bien para que no se caiga... Y en el lienzo ‑ hasta ese momento mojado sólo de llanto ‑ caen las primeras gotas de sangre, porque muchas de las heridas, mínimamente cubiertas de coágulo, al agacharse para quitarse las sandalias y dejar en el suelo la ropa, se han abierto y la sangre de nuevo mana.

Ahora Jesús se vuelve hacia la muchedumbre. Y se ve así que también el pecho, los brazos, las piernas, están llenos de golpes de los azotes. A la altura del hígado hay un enorme cardenal. Bajo el arco costal izquierdo hay siete nítidas estrías en relieve, terminadas en siete pequeñas laceraciones sangrantes rodeadas de un círculo violáceo... un golpe fiero de flagelo en esa zona tan sensible del diafragma. Las rodillas, magulladas por las repetidas caídas que ya empezaron inmediatamente después de la captura y que terminaron en el Calvario, están negras por los hematomas, y abiertas por la rótula, especialmente la derecha, con una vasta laceración sangrante.

La muchedumbre le escarnece como en coro: «¡Qué hermoso! ¡El más hermoso de los hijos de los hombres! Las hijas de Jerusalén lo adoran...». Y empiezan a cantar, con tono de salmo: «Cándido y rubicundo es mi dilecto, se distingue entre millares. Su cabeza es oro puro; sus cabellos, racimos de palmera, sedeños como pluma de cuervo. Sus ojos son como dos palomas chapoteando en arroyos de leche, que no de agua, en la leche de sus órbitas. Sus mejillas son aromáticos cuadros de jardín; sus labios, purpúreos lirios que rezuman preciosa mirra. Sus manos torneadas como trabajo de orfebre, terminadas en róseos jacintos. Su tronco es marfil veteado de zafiros. Sus piernas, perfectas columnas de cándido mármol con bases de oro. Su majestuosidad es como la del Líbano; su solemnidad, mayor que la del alto cedro. Su lengua está empapada de dulzura. Toda una delicia es él»; y se ríen, y también gritan: «¡El leproso! ¡El leproso! ¿Será que has fornicado con un ídolo, si Dios lo ha castigado de este modo? ¿Has murmurado contra los santos de Israel, como María de Moisés, pues que has recibido este castigo? ¡Oh! ¡Oh! ¡El Perfecto! ¿Eres el Hijo de Dios? ¡Qué va! ¡Lo que eres es el aborto de Satanás! Al menos él, Mammona, es poderoso y fuerte. Tú... eres un andrajo impotente y asqueroso».

Atan a las cruces a los ladrones y se los coloca en sus sitios, uno a la derecha, uno a la izquierda, así: 1 + 1 respecto al sitio destinado para Jesús. Gritan, imprecan, maldicen; y, especialmente cuando meten las cruces en el agujero y los descoyuntan y las cuerdas magullan sus muñecas, sus maldiciones contra Dios, contra la Ley, contra los romanos, contra los judíos, son infernales.

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se revelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como le ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero obscuro y el suelo amarillo.

Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarle. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana del diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.

Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz... el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos...

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro... y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

Ahora les toca a los pies. A unos dos metros ‑ un poco más ‑ del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estirajan por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca, arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza...

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del

clavo, y tienen que desclavarle casi, porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean... Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello...

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.

Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: «¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero ‑ oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre Cuerpo, suspendido de tres clavos ‑, el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.

Ahora la cima del Gólgota tiene su trofeo y su guardia de honor. En el extremo más alto (lado A), la cruz de Jesús; en los lados B y C, las otras dos. Media centuria de soldados con las armas al pie rodeando la cima. Dentro de este círculo de soldados, los diez desmontados del caballo jugándose a los dados los vestidos de los condenados. En pie, erguido, entre las cruz de Jesús y la de la derecha, Longino, que parece montar guardia de honor al Rey Mártir. La otra media centuria, descansando, está a las órdenes del ayudante de Longino, en el sendero de la izquierda y en el rellano más bajo, a la espera de ser utilizados si hubiera necesidad de hacerlo. Los soldados muestran una casi total indiferencia; sólo alguno, de vez en cuando, alza la cabeza hacia los crucificados.

Longino, sin embargo, observa todo con curiosidad e interés; compara y mentalmente juzga: compara a los crucificados ‑ especialmente a Cristo ‑ con los espectadores. Su mirada penetrante no se pierde ni un detalle, y para ver mejor se hace visera con la mano porque el Sol debe molestarle.

Es, efectivamente, un Sol extraño; de un amarillo‑rojo de llama. Y luego esta llama parece apagarse de golpe por un nubarrón de pez que aparece tras las cadenas montañosas judías y que corre veloz por el cielo para desaparecer detrás de otros montes. Y cuando el Sol vuelve a aparecer es tan intenso, que a duras penas lo soportan los ojos.

Mirando, ve a María, justo al pie del escalón del terreno, alzado hacia su Hijo el rostro atormentado. Llama a uno de los soldados que están jugando a los dados y le dice: «Si la Madre quiere subir con el hijo que la acompaña, que venga. Escóltala y ayúdala».

Y María con Juan ‑ tomado por hijo ‑ sube por los escalones incididos en la roca tobosa - creo ‑ y traspasa el cordón de los soldados para ir al pie de la cruz, aunque un poco separada, para ser vista por su Jesús y verlo a su vez.

La turba, en seguida, le propina los más oprobiosos insultos, uniéndola a su Hijo en las blasfemias. Pero Ella, con los labios temblorosos y blanquecidos, sólo busca consolarle con una sonrisa acongojada en que se enjugan las lágrimas que ninguna fuerza de voluntad logra retener en los ojos.

La gente, empezando por los sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos, herodianos y otros como ellos, se procura la diversión de hacer como un carrusel: subiendo por el camino empinado, orillando el escalón final y bajando por el otro sendero, o viceversa; y, al pasar al pie de la cima, por el rellano inferior, no dejan de ofrecer sus palabras blasfemas como don para el Moribundo. Toda la infamia, la crueldad, el odio, la vesania de que, con la lengua, son capaces los hombres quedan ampliamente testificadas por estas bocas infernales. Los que más se ensañan son los miembros del Templo, con la ayuda de los fariseos.

«¿Y entonces? Tú, Salvador del género humano, ¿por qué no te salvas? ¿Te ha abandonado tu rey Belcebú? ¿Ha renegado de ti?» gritan tres sacerdotes.

Y una manada de judíos: «Tú, que hace no más de cinco días, con la ayuda del Demonio, hacías decir al Padre... ¡ja! ¡ja! ¡ja!... que te iba a glorificar, ¿cómo es que no le recuerdas que mantenga su promesa?».

Y tres fariseos: «¡Blasfemo! ¡Ha salvado a los otros, decía, con la ayuda de Dios! ¡Y no logra salvarse a sí mismo! ¿Quieres que la gente te crea? ¡Pues haz el milagro! ¿Ya no puedes, eh? Ahora tienes las manos clavadas y estás desnudo».

Y saduceos y herodianos a los soldados: «¡Cuidado con el hechizo, vosotros que os habéis quedado sus vestidos! ¡Lleva dentro el signo infernal!».

Una muchedumbre, en coro: «Baja de la cruz y creeremos en ti. Tú, que destruyes el Templo... ¡Loco!... Mira, allí está el glorioso y santo Templo de Israel. ¡Es intocable, profanador! Y Tú estás muriendo».

Otros sacerdotes: «¡Blasfemo! ¿Hijo de Dios, Tú? ¡Pues baja de ahí entonces! Fulmínanos, si eres Dios. Te escupimos, porque no te tenemos miedo».

Otros que pasan y menean la cabeza: «Sólo sabe llorar. ¡Sálvate, si es verdad que eres el Elegido!».

Los soldados: «¡Eso, sálvate! ¡Y reduce a cenizas a la cochambre de la cochambre! Que sois la cochambre del imperio, judíos canallas. ¡Hazlo! ¡Roma te introducirá en el Capitolio y te adorará como a un numen!».

Los sacerdotes con sus cómplices: «Eran más dulces los brazos de las mujeres que los de la cruz, ¿verdad? Pero, mira: están ya preparadas para recibirte estas ‑ aquí dicen un término infame ‑ tuyas. Tienes a todo Jerusalén para hacerte de prónuba». Y silban como carreteros.

Otros, lanzando piedras: «Convierte éstas en pan, Tú, multiplicador de panes».

Otros, mimando los hosannas del domingo de ramos, lanzan ramas y gritan: «¡Maldito el que viene en nombre del Demonio! ¡Maldito su reino! ¡Gloria a Sión, que le segrega de entre los vivos!».

Un fariseo se coloca frente a la cruz y muestra el puño con el índice y el menique alzados y dice: «¿'Te entrego al Dios del Sinaí', dijiste? Ahora el Dios del Sinaí te prepara para el fuego eterno. ¿Por qué no llamas a Jonás para que te devuelva aquel buen servicio?».

Otro: «No estropees la cruz con los golpes de tu cabeza. Tiene que servir para tus seguidores. Toda una legión de seguidores tuyos morirá en tu madero, te lo juro por Yeohveh. Y al primero que voy a crucificar va a ser a Lázaro. Veremos si esta vez le resucitas».

«¡Sí! ¡Sí! Vamos a casa de Lázaro. Clavémosle por el otro lado de la cruz» y, como papagallos, remedan el modo lento de hablar de Jesús diciendo: «¡Lázaro, amigo mío, sal afuera! Desatadle y dejadle andar».

«¡No! Decía a Marta y a María, sus hembras: 'Yo soy la Resurrección y la Vida'. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡La Resurrección no sabe repeler la muerte, y la Vida muere!».

«Ahí están María y Marta. Vamos a preguntarles dónde está Lázaro y vamos a buscarle». Y se acercan, hacia las mujeres. Preguntan arrogantemente: «¿Dónde está Lázaro? ¿En el palacio?».

Y María Magdalena, mientras las otras mujeres, aterrorizadas, se refugian detrás de los pastores, se adelanta, hallando en su dolor la antigua altivez de los tiempos de pecado, y dice: «Id. Encontraréis ya en el palacio a los soldados de Roma y a quinientos hombres de mis tierras armados, y os castrarán como a viejos cabros destinados para comida de los esclavos de los molinos».

«¡Descarada! ¿Así hablas a los sacerdotes?».

«¡Sacrílegos! ¡Infames! ¡Malditos! ¡Volveos! Detrás de vosotros tenéis, yo las veo, las lenguas de las llamas infernales».

Tan segura es la afirmación de María, que esos cobardes se vuelven, verdaderamente aterrorizados; y, si no tienen las llamas detrás, sí tienen en los lomos las bien afiladas lanzas romanas. Porque Longino ha dado una orden y la media centuria que estaba descansando ha entrado en acción y pincha en las nalgas a los primeros que encuentra. Éstos huyen gritando y la media centuria se queda cerrando los accesos de los dos senderos y haciendo de baluarte a la explanada. Los judíos imprecan, pero Roma es la más fuerte.

La Magdalena se cubre de nuevo con su velo ‑ se lo había levantado para hablar a los insultadores ‑ y vuelve a su sitio. Las otras vuelven donde ella.

Pero el ladrón de la izquierda sigue diciendo insultos desde su cruz. Parece como si en él se condensaran todas las blasfemias de los otros, y las va soltando todas, para terminar: «Sálvate y sálvanos, si quieres que se te crea. ¿El Cristo Tú? ¡Un loco es lo que eres! El mundo es de los astutos y Dios no existe. Yo existo, esto es verdad, y para mí todo es lícito. ¿Dios?... ¡Una patraña! ¡Creada para tenernos quietecitos! ¡Viva nuestro yo! ¡Sólo él es rey y dios!».

El otro ladrón, que está a la derecha y tiene casi a sus pies a María y que mira a Ella casi más que a Cristo, y que desde hace algunos momentos llora susurrando: «La madre», dice: «¡Calla! ¿No temes a Dios ni siquiera ahora que sufres esta pena? ¿Por qué insultas a uno bueno? Está sufriendo un suplicio aún mayor que el nuestro. Y no ha hecho nada malo».

Pero el ladrón continúa sus imprecaciones.

Jesús calla. Jadeante por el esfuerzo de la postura, por la fiebre, por el estado cardiaco y respiratorio, consecuencia de la flagelación sufrida en forma tan violenta, y también consecuencia de la angustia profunda que le había hecho sudar sangre, busca un alivio aligerando el peso que carga sobre los pies suspendiéndose de las manos y haciendo fuerza con los brazos. Quizás lo hace también para vencer un poco el calambre que ya atormenta los pies y que es manifiesto por el temblor muscular. Pero las fibras de los brazos ‑ forzados en esa postura y seguramente helados en sus extremos, porque están situados más arriba y exangües (la sangre a duras penas llega a las muñecas, para rezumar por los agujeros de los clavos, dejando así sin circulación a los dedos) ‑ tienen el mismo temblor. Especialmente los dedos de la izquierda están ya cadavéricos y sin movimiento, doblados hacia la palma. También los dedos de los pies expresan su tormento; sobre todo, los pulgares, quizás porque su nervio está menos lesionado: se alzan, bajan, se separan.

Y el tronco revela todo su sufrimiento con su movimiento, que es veloz pero no profundo, y fatiga sin dar descanso. Las costillas, de por sí muy amplias y altas, porque la estructura de este Cuerpo es perfecta, están ahora desmedidamente dilatadas por la postura que ha tomado el cuerpo y por el edema pulmonar que ciertamente se ha formado dentro. Y, no obstante, no son capaces de aligerar el esfuerzo respiratorio; tanto es así, que todo el abdomen ayuda con su movimiento al diafragma, que se va paralizando cada vez más.

Y la congestión y la asfixia aumentan a cada minuto que pasa, como así lo indican el colorido cianótico que orla los labios, de un rojo encendido por la fiebre, y las estrías de un rojo violáceo que pincelan el cuello a lo largo de las yugulares túrgidas, y se ensanchan hasta las mejillas, hacia las orejas y las sienes, mientras que la nariz aparece afilada y exangüe y los ojos se hunden en un círculo que, donde no hay sangre goteada de la corona, aparece lívido.

Debajo del arco costal izquierdo se ve la onda ‑ irregular pero violenta propagada desde la punta cardiaca, y de vez en cuando, por una convulsión interna, se produce un estremecimiento profundo del diafragma, que se manifiesta en una distensión total de la piel en la medida en que puede estirarse en ese pobre Cuerpo herido y moribundo.

La Faz tiene ya el aspecto que vemos en las fotografías de la Síndone, con la nariz desviada e hinchada por una parte; y también el hecho de tener el ojo derecho casi cerrado, por la hinchazón que hay en ese lado, aumenta el parecido. La boca, por el contrario, está abierta, y reducida ya a una costra su herida del labio superior.

La sed, producida por la pérdida de sangre, por la fiebre y el sol, debe ser intensa; tanto es así que Él, con una reacción espontánea, bebe las gotas de su sudor y de su llanto, y también las de sangre que bajan desde la frente hasta el bigote, y se moja con estas gotas la lengua...

La corona de espinas le impide apoyarse al mástil de la cruz para ayudarse a estar suspendido de los brazos y aligerar así los pies. La zona lumbar y toda la espina dorsal se arquean hacia afuera, quedando Jesús separado del mástil de la cruz del íleon hacia arriba, por la fuerza de inercia que hace pender hacia adelante un cuerpo suspendido, como estaba el suyo.

Los judíos, rechazados hasta fuera de la explanada, no dejan de insultar, y el ladrón impenitente hace eco.

El otro, que mira con piedad cada vez mayor a la Madre, y que llora, le reprende ásperamente cuando oye que en el insulto está incluida también Ella. «Cállate. Recuerda que naciste de una mujer. Y piensa que las nuestras han llorado por causa de los hijos. Y han sido lágrimas de vergüenza... porque somos unos malhechores. Nuestras madres han muerto... Yo quisiera poder pedirle perdón... Pero ¿podré hacerlo? Era una santa... La maté con el dolor que le daba... Yo soy un pecador... ¿Quién me perdona? Madre, en nombre de tu Hijo moribundo, ruega por mí».

La Madre levanta un momento su cara acongojada y le mira, mira a este desventurado que, a través del recuerdo de su madre y de la contemplación de la Madre, va hacia el arrepentimiento; y parece acariciarle con su mirada de paloma.

Dimas llora más fuerte. Y esto desata aún más las burlas de la muchedumbre y del compañero. La gente grita: «¡Sí señor! Tómate a ésta como madre. ¡Así tiene dos hijos delincuentes!». Y el otro incrementa: «Te ama porque eres una copia menor de su amado».

Jesús dice ahora sus primeras palabras: «¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!» .

Esta súplica le hace superar todo temor a Dimas. Se atreve a mirar a Cristo, y dice: «Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Yo, es justo que aquí sufra. Pero dame misericordia y paz más allá de esta vida. Una vez te oí hablar, y, como un demente, rechacé tu palabra. Ahora, de esto me arrepiento. Y me arrepiento ante ti, Hijo del Altísimo, de mis pecados. Creo que vienes de Dios. Creo en tu poder. Creo en tu misericordia. Cristo, perdóname en nombre de tu Madre y de tu Padre santísimo».

Jesús se vuelve y le mira con profunda piedad, y todavía expresa una sonrisa bellísima en esa pobre boca torturada. Dice: «Yo te lo digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

El ladrón arrepentido se calma, y, no sabiendo ya las oraciones aprendidas de niño, repite como una jaculatoria: «Jesús Nazareno, rey de los judíos, piedad de mí; Jesús Nazareno, rey de los judíos, espero en ti; Jesús Nazareno, rey de los judíos, creo en tu Divinidad».

El otro continúa con sus blasfemias.

El cielo se pone cada vez más tenebroso. Ahora difícil es que las nubes se abran para dejar pasar el sol; antes al contrario, se superponen en una serie cada vez mayor de estratos plúmbeos, blancos, verduscos; se entrelazan o se desenredan, según los juegos de un viento frío que a intervalos recorre el cielo y luego baja a la tierra y luego calla de nuevo (y es casi más siniestro el aire cuando calla, bochornoso y muerto, que cuando silba, cortante y veloz).

La luz, antes de una desmesurada intensidad, se va haciendo verdosa. Y las caras adquieren caprichosos aspectos. Los soldados, con sus yelmos, vestidos con sus corazas antes brillantes y ahora como opacas bajo esta luz verdosa y este cielo de ceniza, muestran duros perfiles, como cincelados. Los judíos, en su mayor parte de pelo, barba y tez morenos, asemejan ahora ‑ tan térreos se ponen sus rostros ‑ a ahogados. Las mujeres parecen estatuas de nieve azulada por la exangüe palidez que la luz acentúa.

Jesús parece lividecer de una manera siniestra, como por un comienzo de descomposición, como si ya estuviera muerto. La cabeza empieza a reclinarse sobre el pecho. Las fuerzas rápidamente faltan. Tiembla, aunque le abrase la fiebre. Y, en medio de su débil estado, susurra el nombre que antes ha dicho solamente en el fondo de su corazón: «¡Mamá!», « ¡Mamá!». Lo susurra quedamente, como en un suspiro, como si ya estuviera en un leve delirio que le impidiera retener lo que la voluntad quisiera contener. Y María, cada vez que le oye, irrefrenablemente, tiende los brazos como para socorrerle.

La gente cruel se ríe de estos dolores del moribundo y la acongojada. De nuevo suben los sacerdotes y escribas, hasta ponerse detrás de los pastores, los cuales, de todas formas, están en el rellano de abajo. Y dado que los soldados hacen ademán de rechazarlos, reaccionan diciendo: «¿Están aquí estos galileos? Pues estamos también nosotros, que tenemos que constatar que se cumpla la justicia totalmente. Y, desde lejos, con esta luz extraña, no podemos ver».

En efecto, muchos empiezan a impresionarse de la luz que está envolviendo al mundo, y alguno tiene miedo. También los soldados señalan al cielo y a una especie de cono, tan obscuro, que parece hecho de pizarra, y que se eleva como un pino por detrás de la cima de un monte. Parece una tromba marina. Se alza, se alza, parece generar nubes cada vez más negras: de alguna forma, asemeja a un volcán lanzando humo y lava.

Es en esta luz crepuscular y amedrentadora en la que Jesús da Juan a María y María a Juan. Inclina la cabeza, dado que María se ha puesto más debajo de la cruz para verle mejor, y dice: «Mujer: ahí tienes a tu hijo. Hijo: ahí tienes a tu Madre».

El rostro de María aparece más desencajado aún, después de esta palabra que es el testamento de su Jesús, el cual, no tiene nada que dar a su Madre, sino un hombre; Él, que por amor al Hombre la priva del Hombre‑Dios, nacido de Ella. Pero trata, la pobre Madre, de no llorar sino mudamente, porque no puede, no puede no llorar... Las gotas del llanto brotan, a pesar de todos los esfuerzos hechos por retenerlas, aun expresando con la boca su acongojada sonrisa fijada en los labios por Él, para consolarle a Él...

Los sufrimientos son cada vez mayores y la luz es cada vez menor.

Es en esta luz de fondo marino en la que aparecen, detrás de los judíos, Nicodemo y José, y dicen: «¡Apartaos!».

«No se puede. ¿Qué queréis?» dicen los soldados.

«Pasar. Somos amigos del Cristo».

Se vuelven los jefes de los sacerdotes. «¿Quién osa profesarse amigo del rebelde?» dicen indignados.

Y José, resueltamente: «Yo, noble miembro del Gran Consejo: José de Arimatea, el Anciano; y conmigo está Nicodemo, jefe de los judíos».

«Quien se pone de la parte del rebelde es rebelde».

«Y quien se pone de la parte de los asesinos es un asesino, Eleazar de Anás. He vivido como hombre justo. Ahora soy viejo. Mi muerte no está lejana. No quiero hacerme injusto cuando ya el Cielo baja a mí y con él el Juez eterno».

«¡Y tú, Nicodemo! ¡Me maravillo!».

«Yo también. Pero sólo de una cosa: de que Israel esté tan corrompido, que no sepa ya reconocer a Dios».

«Me causas horror».

« Apártate, entonces, y déjame pasar. Pido sólo eso».

«¿Para contaminarte más todavía?».

«Si no me he contaminado estando a vuestro lado, ya nada me contamina. Soldado, ten la bolsa y la contraseña». Y pasa al decurión más cercano una bolsa y una tablilla encerada.

El decurión observa estas cosas y dice a los soldados: «Dejad pasar a los dos».

Y José y Nicodemo se acercan a los pastores. No sé ni siquiera si los ve Jesús, en esa bruma cada vez más densa, y velada su mirada con la agonía. Pero ellos sí le ven, y lloran sin respeto humano, a pesar de que ahora arremetan contra ellos los improperios sacerdotales.

Los sufrimientos son cada vez más fuertes. En el cuerpo se dan las primeras encorvaduras propias de la tetania, y cada manifestación del clamor de la muchedumbre los exaspera. La muerte de las fibras y de los nervios se extiende desde las extremidades torturadas hasta el tronco, haciendo cada vez más dificultoso el movimiento respiratorio, débil la contracción diafragmática y desordenado el movimiento cardiaco. El rostro de Cristo pasa alternativamente de accesos de una rojez intensísima a palideces verdosas propias de un agonizante por desangramiento. La boca se mueve con mayor fatiga, porque los nervios, en exceso cansados, del cuello y de la misma cabeza, que han servido de palanca decenas de veces a todo el cuerpo haciendo fuerza contra el madero transversal de la cruz, propagan el calambre incluso a las mandíbulas. La garganta, hinchada por las carótidas obstruidas, debe doler y extender su edema a la lengua, que aparece engrosada y lenta en sus movimientos. La espalda, incluso en los momentos en que las contracciones tetánicas no la curvan formando en ella un arco completo desde la nuca hasta las caderas, apoyadas como puntos extremos en el mástil de la cruz, se va arqueando hacia delante porque los miembros van experimentando cada vez más el peso de las carnes muertas.

La gente ve poco y mal estas cosas, porque la luz ya tiene la tonalidad de la ceniza obscura, y sólo quien esté a los pies de la cruz puede ver bien.

Jesús ahora se relaja totalmente, pendiendo hacia delante y hacia abajo, como ya muerto; deja de jadear, la cabeza le cuelga inerte hacia delante; el cuerpo, de las caderas hacia arriba, está completamente separado, formando ángulo con la cruz.

María emite un grito: «¡Está muerto!». Es un grito trágico que se propaga en el aire negro. Y Jesús se ve realmente como muerto.

Otro grito femenino le responde, y en el grupo de las mujeres observo agitación. Luego un grupo de unas diez personas se marcha, sujetando algo. Pero no puedo ver quiénes se alejan así: es demasiado escasa la luz brumosa; da la impresión de estar envueltos por una nube de ceniza volcánica densísima.

«No es posible» gritan unos sacerdotes y algunos judíos. «Es una simulación para que nos vayamos. Soldado: pínchale con la lanza. Es una buena medicina para devolverle la voz». Y, dado que los soldados no lo hacen, una descarga de piedras y terrones vuela hacia la cruz, y chocan contra el Mártir para caer después en las corazas romanas.

La medicina, como irónicamente han dicho los judíos, obra el prodigio. Sin duda, alguna piedra ha dado en el blanco, quizás en la herida de una mano, o en la misma cabeza, porque apuntaban hacia arriba. Jesús emite un quejido penoso y vuelve en sí. El tórax vuelve a respirar con fatiga y la cabeza a moverse de derecha a izquierda buscando un lugar donde apoyarse para sufrir menos, aunque en realidad encuentra sólo mayor dolor..

Con gran dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados, encontrando fuerza en su voluntad, únicamente en ella, Jesús se pone rígido en la cruz. Se pone de nuevo derecho, como si fuera una persona sana con su fuerza completa. Alza la cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra obscura, Él le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza de la voluntad, con la necesidad del alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de la lengua engrosada, de la garganta edematosa: «¡Eloi, Eloi, lamina sebacteni!» (esto es lo que oigo). Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para confesar con una voz así el abandono paterno.

La gente se burla de Él y se ríe. Le insultan: «¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los demonios Dios los maldice!».

Otros gritan: «Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarle».

Y otros: «Dadle un poco de vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la voz! Elías o Dios ‑ porque está poco claro lo que este demente quiere ‑ están lejos... ¡Necesita voz para que le oigan!», y se ríen como hienas o como demonios.

Pero ningún soldado da el vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima.

Vuelven las avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la sensación, más crucificante que la propia cruz, más desesperante que cualquier tortura, de que Dios ha abandonado y que la oración no sube a Él...

Y es el tormento final, el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre a través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón, porque finaliza aquello que la primera cognición de este abandono había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió mi Jesús, ¡oh Dios que sobre Él descargaste tu mano por nosotros! Después de tu abandono, por tu abandono, ¿en qué se transforma una criatura? En un demente o en un muerto. Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el santísimo Muerto, el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la Vida. Muerto por efecto de tu abandono y de nuestros pecados.

La obscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima (es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última luz restante, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por el amor y el odio).

Y desde esa luz que ya no es luz llega la voz quejumbrosa de Jesús: «¡Tengo sed!».

En efecto, hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que hubo de causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos. ¡Todo, realmente todo se puso a torturar al Mártir!

Un soldado se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña fina ‑ pero rígida ‑ que estaba ya preparada ahí al lado, y ofrece la esponja al Moribundo.

Jesús se aproxima, ávido, hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento buscando el pezón materno.

María, que ve esto y piensa, ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan: «¡Oh, y yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!... ¡Oh, pecho mío, ¿por qué no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas así?! ¡Un milagro para mi Criatura! ¿Quién me sube para calmar su sed con mi sangre?... que leche no tengo...».

Jesús, que ha chupado ávidamente la áspera y amarga bebida, tuerce la cabeza henchido de amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios heridos y rotos.

Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del madero, y así permanece.

La cabeza cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una parte y otra del externocleidomastoideo. La respiración es cada vez más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad... La parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.

Y cada vez más feble, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación: «¡Mamá!». Y la pobre susurra: «Sí, tesoro, estoy aquí». Y cuando, por habérsele velado la vista, dice: «Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?» (y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro del Moribundo), Ella responde: «¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío... Mamá está aquí, aquí está... y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás...».

Es acongojante... Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.

Longino ‑ que inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra, buscando un alivio para la larga espera en pie, y ahora, sin embargo, está rígido en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al costado, como si estuviera en los escalones del trono imperial‑ no quiere emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción, y en los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su férrea disciplina logra contener.

Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto en pie; se han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba, silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más cercanos, y que oye las palabras de María, musita algo entre los labios y menea la cabeza.

Un intervalo de silencio. Luego nítidas en la obscuridad total las palabras: «¡Todo está cumplido!», y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.

El tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre no oyéndolo... Se dice: «¡Basta ya con este sufrimiento!» y se dice: «¡Oh, Dios mío, que no sea el último respiro!» .

Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.

Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!».

Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.

Luego... adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante ‑ verlo es tremendo ‑. Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el 'gran grito' de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra 'Mamá'... Y ya nada más...

La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la muchedumbre... Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que permite ver. Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.

Longino, Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren, ruedan ladera abajo.

Tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo o extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen miedo). La obscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.

María separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Le llama, porque mal le ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces le llama: «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!». Es la primera vez que le llama por el nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, le ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente obscuro, y grita: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Luego escucha... Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, para ver, para ver... No puede creer que su Jesús ya no esté...

Juan ‑ también él ha mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado ‑ abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice: «Ya no sufre».

Pero antes de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita: «¡No tengo ya Hijo!».

Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías ‑ que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido ‑ substituyen al apóstol junto a la Madre.

La Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice: «Hija, hija amada, escucha... dime que me ves... soy tu María... ¡No me mires así!...». Y, puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo, dice: «Sí, sí, llora... Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía»; y cuando oye que María le dice: «¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: «¿Sí!, sí,... pero... pero... hija... ¡oh, hija!...». No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).

Las otras pías mujeres ya no están. Creo que se han marchado, y con ellas los pastores, cuando se ha oído ese grito femenino...

Los soldados cuchichean unos con otros.

«¿Has visto los judíos? Ahora tenían miedo».

«Y se daban golpes de pecho».

«Los más aterrorizados eran los sacerdotes».

«¡Qué miedo! He sentido otros terremotos, pero como éste nunca. Mira: la tierra está llena de fisuras».

«Y allí se ha desprendido todo un trozo del camino largo».

«Y debajo hay cuerpos».

«¡Déjalos! Menos serpientes».

«¡Otro incendio! En la campiña...».

«¿Pero está muerto del todo?».

«¿Pero es que no lo ves? ¿Lo dudas?».

Aparecen de tras la roca José y Nicodemo. Está claro que se habían refugiado ahí, detrás del parapeto del monte, para salvarse de los rayos. Se acercan a Longino. «Queremos el Cadáver».

«Solamente el Procónsul lo concede. Pero id inmediatamente, porque he oído que los judíos quieren ir al Pretorio para obtener el crurifragio. No quisiera que cometieran ultrajes».

«¿Cómo lo has sabido?».

«Me lo ha referido el alférez. Id. Yo espero».

Los dos se dan a caminar, raudos, hacia abajo por el camino empinado, y desaparecen.

Es entonces cuando Longino se acerca a Juan y le dice en voz baja unas palabras que no aferro. Luego pide a un soldado una lanza. Mira a las mujeres, centradas enteramente en María, que lentamente va recuperando las fuerzas. Todas dan la espalda a la cruz.

Longino se pone enfrente del Crucificado, estudia bien el golpe y luego lo descarga. La larga lanza penetra profundamente de abajo arriba, de derecha a izquierda.

Juan, atenazado entre el deseo de ver y el horror de ver, aparta un momento la cara.

«Ya está, amigo» dice Longino, y termina: «Mejor así. Como a un caballero. Y sin romper huesos... ¡Era verdaderamente un Justo!».

De la herida mana mucha agua y un hilito sutil de sangre que ya tiende a coagularse. Mana, he dicho. Sale solamente filtrándose, por el tajo neto que permanece inmóvil, mientras que si hubiera habido respiración éste se habría abierto y cerrado con el movimiento torácico‑abdominal...

...Mientras en el Calvario todo permanece en este trágico aspecto, yo alcanzo a José y Nicodemo, que bajan por un atajo para acortar tiempo.

Están casi en la base cuando se encuentran con Gamaliel. Un Gamaliel despeinado, sin prenda que cubra su cabeza, sin manto, sucia de tierra su espléndida túnica desgarrada por las zarzas; un Gamaliel que corre, subiendo y jadeando, con las manos entre sus cabellos ralos y entrecanos de hombre anciano. Se hablan sin detenerse.

«¡Gamaliel! ¿Tú?».

«¿Tú, José? ¿Le dejas?» .

«Yo no. Pero tú, ¿cómo por aquí?, y en ese estado...».

«¡Cosas terribles! ¡Estaba en el Templo! ¡La señal! ¡El Templo sacudido en su estructura! ¡El velo de púrpura y jacinto cuelga desgarrado! ¡El sanctasanctórum descubierto! ¡Tenemos la maldición sobre nosotros!». Gamaliel ha dicho esto sin detenerse, continuando su paso veloz hacia la cima, enloquecido por esta prueba.

Los dos le miran mientras se aleja... se miran... dicen juntos: «'Estas piedras temblarán con mis últimas palabras!'. ¡Se lo había prometido!...».

Aceleran la carrera hacia la ciudad.

Por la campiña, entre el monte y las murallas, y más allá, vagan, en un ambiente todavía caliginoso, personas con aspecto desquiciado... Gritos, llantos, quejidos... Dicen: «¡Su Sangre ha hecho llover fuego!», o: «¡Entre los rayos Yeohveh se ha aparecido para maldecir el Templo!», o gimen: «¡Los sepulcros! ¡Los sepulcros!».

José agarra a uno que está dando cabezazos contra la muralla, y le llama por su nombre, y tira de él mientras entra en la ciudad: «¡Simón! ¿Pero qué vas diciendo?».

«¡Déjame! ¡Tú también eres un muerto! ¡Todos los muertos! ¡Todos fuera! Y me maldicen».

«Se ha vuelto loco» dice Nicodemo.

Le dejan y trotan hacia el Pretorio.

El terror se ha apoderado de la ciudad. Gente que vaga dándose golpes de pecho. Gente que al oír por detrás una voz o un paso da un salto hacia atrás o se vuelve asustada.

En uno de los muchos espacios abovedados obscuros, la aparición de Nicodemo, vestido de lana blanca ‑ porque para poder ganar tiempo se ha quitado en el Gólgota el manto obscuro ‑, hace dar un grito de terror a un fariseo que huye. Luego éste se da cuenta de que es Nicodemo y se lanza a su cuello con un extraño gesto efusivo, gritando: «¡No me maldigas! Mi madre se me ha aparecido y me ha dicho: '¡Maldito seas eternamente!'», y luego se derrumba gimiendo: «¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo!».

«¡Pero están todos locos!» dicen los dos.

Llegan al Pretorio. Y sólo aquí, mientras esperan a que el Procónsul los reciba, José y Nicodemo logran conocer el porqué de tanto terror: muchos sepulcros se habían abierto con la sacudida telúrica y había quien juraba que había visto salir de ellos a los esqueletos, los cuales, en un instante, se habían recompuesto con apariencia humana, y andaban acusando del deicidio a los culpables, y maldiciéndolos.

Los dejo en el atrio del Pretorio, donde los dos amigos de Jesús entran sin tantas historias de estúpidas repulsas y estúpidos miedos a contaminaciones. Vuelvo al Calvario. Me llego a donde Gamaliel, que está subiendo, ya derrengado, los últimos metros. Camina dándose golpes de pecho, y al llegar al primero de los dos rellanos, se arroja de bruces ‑ largura blanca sobre el suelo amarillento ‑ y gime: «¡La señal! ¡La señal! ¡Dime que me perdonas! Un gemido, un gemido tan sólo, para decirme que me oyes y me perdonas».

Comprendo que cree que todavía está vivo. Y no cambia de opinión sino cuando un soldado, dándole con el asta de la lanza, dice: «Levántate. Calla. ¡Ya no sirve! Debías haberlo pensado antes. Está muerto. Y yo, que soy pagano, te lo digo: ¡Éste al que habéis crucificado era realmente el Hijo de Dios!».

«¿Muerto? ¿Estás muerto? ¡Oh!...». Gamaliel alza el rostro aterrorizado, trata de alcanzar a ver la cima con esa luz crepuscular. Poco ve, pero sí lo suficiente como para comprender que Jesús está muerto. Y ve también al grupo piadoso que consuela a Maria, y a Juan, en pie a la izquierda de la cruz, llorando, y a Longino, en pie, a la derecha, solemne con su respetuosa postura.

Se arrodilla, extiende los brazos y llora: «¡Eras Tú! ¡Eras Tú! No podemos ya ser perdonados. Hemos pedido que cayera sobre nosotros tu Sangre. Y esa Sangre clama al Cielo y el Cielo nos maldice... ¡Oh! ¡Pero Tú eras la Misericordia!... Yo lo digo, yo, el anonadado rabí de Judá: 'Venga tu Sangre sobre nosotros, por piedad'. ¡Aspérjanos con ella! Porque sólo tu Sangre puede impetrar el perdón para nosotros...», llora. Y luego, más bajo, confiesa su secreta tortura: «Tengo la señal que había pedido... Pero siglos y siglos de ceguera espiritual están ante mi vista interior, y contra mi voluntad de ahora se alza la voz de mi soberbio pensamiento de ayer... ¡Piedad de mí! ¡Luz del mundo, haz que descienda un rayo tuyo a las tinieblas que no te han comprendido! Soy el viejo judío fiel a lo que creía ser justicia y era error. Ahora soy una landa yerma, ya sin ninguno de los viejos árboles de la Fe antigua, sin semilla alguna o escapo alguno de la Fe nueva. Soy un árido desierto. Obra Tú el milagro de hacer surgir, en este pobre corazón de viejo israelita obstinado, una flor que lleve tu nombre. Entra Tú, Libertador, en este pobre pensamiento mío prisionero de las fórmulas. Isaías lo dice: '...pagó por los pecadores y cargó sobre sí los pecados de muchos'. ¡Oh, también el mío, Jesús Nazareno...».

Se levanta. Mira a la cruz, que aparece cada vez más nítida con la luz que se va haciendo más clara, y luego se marcha encorvado, envejecido, abatido.

Y vuelve el silencio al Calvario, un silencio apenas roto por el llanto de María. Los dos ladrones, exhaustos por el miedo, ya no dicen nada.

Vuelven corriendo Nicodemo y José, diciendo que tienen el permiso de Pilatos. Pero Longino, que no se fía demasiado, manda un soldado a caballo donde el Procónsul para saber cómo comportarse, incluso respecto a los dos ladrones. El soldado va y vuelve al galope con la orden de entregar el Cuerpo de Jesús y llevar a cabo el crurifragio en los otros, por deseo de los judíos.

Longino llama a los cuatro verdugos, que están cobardemente acurrucados al amparo de la roca, todavía aterrorizados por lo que ha sucedido, y ordena que se ponga fin a la vida de los ladrones a golpes de clava. Y así se lleva a cabo: sin protestas, por parte de Dimas, al que el golpe de clava, asestado en el corazón después de haber batido en las rodillas, quiebra en su mitad, entre los labios, con un estertor, el nombre de Jesús; con maldiciones horrendas, por parte del otro ladrón: el estertor de ambos es lúgubre.

Los cuatro verdugos hacen ademán de querer desclavar de la cruz a Jesús. Pero José y Nicodemo no lo permiten.

También José se quita el manto, y dice a Juan que haga lo mismo y que sujete las escaleras mientras suben con barras (para hacer palanca) y tenazas.

María se levanta, temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.

Mientras tanto, los soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longino, antes de superar el rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.

La palma izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado.

Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda ‑ casi abierta ‑ para no golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre la cruz y su cuerpo.

María se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su Jesús en el regazo.

Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirle más, los dos compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo y éste es extraído lentamente.

Juan sigue sujetando a Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro. Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.

Llegados abajo, su intención es colocarle en la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero María quiere tenerle; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús.

Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para impedirlo.

Ya está en el regazo de su Madre... Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo, en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarle también por las caderas.

La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella le llama... le llama con voz lacerada. Luego le separa de su hombro y le acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas, especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca, que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta.

Querría poner en orden sus cabellos ‑ como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos de sangre ‑, pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo: «¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!». Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez que ha logrado retirar esta torturante corona, se inclina para medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas.

Con la mano temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.

Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella también.

La ayudan, la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita: «¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?», José, inclinado todo con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho, dice: «¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo, amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca, déjanos hacer esto... Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!».

También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a su Criatura, y, mientras le envuelven en la sábana, se pone de pie, jadeante. Ruega: «¡Oh, id despacio, con cuidado!».

Nicodemo y Juan por la parte de los hombros, José por los pies, elevan el Cadáver, envuelto en la sábana, pero también sujetado con los mantos, que hacen de angarillas, y toman el sendero hacia abajo.

María, sujetada por su cuñada y la Magdalena, seguida por Marta, María de Zebedeo y Susana ‑ que han recogido los clavos, las tenazas, la corona, la esponja y la caña ‑ baja hacia el sepulcro.

En el Calvario quedan las tres cruces, de las cuales la del centro está desnuda y las otras dos tienen aún su vivo trofeo moribundo.

MISTERIOS GLORIOSOS: (se rezan los miércoles y domingos)

1º La Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo

1. La mañana de la resurrección
(Escrito el 1° de abril de 1945)



Las mujeres vuelven a ocuparse de los aceites que, en la noche, debido al fresco del patio, se han hecho una masa espesa.
Juan y Pedro creen que estaría mejor si se pusiera en orden el Cenáculo, limpiando la vajilla, y después poner otra vez todo, como si apenas hubiera terminado la cena.
«El lo ha dicho» dice Juan.
«También dijo: '¡No durmáis'! Lo mismo que: 'No seas soberbio, Pedro. Ten en cuenta que la hora de la prueba está por venir'. Y... y añadió: 'Tú me negarás...'» Pedro llora de nuevo mientras añade con negro dolor: « ¡Y yo renegué de El!»
« ¡Basta Pedro! Ya has tornado. ¡Basta de atormentarte!»
«Jamás, jamás bastará. Aunque llegara a ser viejo como los primeros patriarcas, aunque viviese setecientos o novecientos años como Adán y Sus primeros descendientes no olvidaré jamás esta pena.»
« ¿No confías en su misericordia?»
«Sí. Si no confiase, sería como Iscariote, un desesperado. Pero aunque me perdone desde el seno del Padre a donde ha tornado, yo no me perdono. ¡Yo, yo! Yo que dije: 'No lo conozco', porque en esos momentos era peligroso conocerlo, porque tuve vergüenza de ser su discípulo, porque he tenido miedo del tormento... El marchó a la muerte y yo... pensé en salvar mi vida, y para esto lo rechacé como rechaza una mujer pecadora el fruto de su seno, después de haberlo dado a luz, porque es peligro para ella, y lo hace antes de que regrese su marido que no sabe nada. He sido peor que una adúltera... peor que...»

Magdalena atraída por los gritos entra. «No hagas tanto ruido. María te está oyendo. ¡Está tan agotada! No tiene fuerzas para nada y todo le hace mal. Tus gritos inútiles y tontos vuelven a recordarle lo que habéis sido...»
« ¿Ves? ¿Lo ves, Juan? Una mujer puede hacerme callar. Y tiene razón, porque nosotros los varones, los consagrados al Señor, no hemos sabido más que mentir o huir. Las mujeres han sido valientes. Tú, joven y puro que pareces una mujercilla, tuviste el valor de quedarte. Nosotros, nosotros, los fuertes, los hombres, huimos. ¡Oh, qué desprecio debe tener el mundo de mí! ¡Dímelo, dímelo, mujer! ¡Tienes razón! Ponme tú pie sobre la boca que mintió. Ponla bajo la suela de tu sandalia, donde habrá un poco de su sangre. Y solo esa sangre mezclada con el polvo del camino podrá perdonarme un poco, podrá dar un poco de paz al renegador. ¡Debo acostumbrarme al desprecio del mundo! ¿Qué soy yo? Decídmelo: ¿Qué soy?»
« ¡Eres un gran soberbio!» le contesta calmadamente Magdalena. « ¿Te duele? Puede ser. Pero tú crees que de las diez partes de tu dolor, cinco, para no ofenderte con decir seis, proceden del dolor de poder ser despreciado. Si continúas chillando, haciendo tonterías como una estúpida mujercilla, de veras que te despreciaré. Lo hecho, hecho está. Los gritos necios no pueden reparar nada, ni anular algo. No hacen más que atraer la atención y mendigar una piedad que no merecen. Sé varón en tu arrepentimiento. No chilles. Yo... tú sabes lo que fui... Pero cuando comprendí que era más despreciable que un vómito, no me entregué a convulsiones. Lo hice públicamente. Sin pedir excusas, sin dármela. ¿El mundo me iba a despreciar? Tenía la razón. Lo merecía. El mundo decía: '¿Un nuevo capricho de la prostituta?' ¿Y el seguir a Jesús lo llamaba con una blasfemia? Tenía razón. El mundo no podía olvidar mi conducta anterior, que justificaba todo lo que se pensaba de mí. ¿Y qué? El mundo ha tenido que convencerse que María no era más pecadora. Con los hechos he convencido al mundo. Haz también tú lo mismo, y cállate.»

«Eres dura, María» objeta Juan.
«Más para conmigo que para con los otros. Lo reconozco. No tengo la mano tan suave como la tiene la Madre de Jesús. Ella es el amor. Yo... he despedazado mi pasión con el azote de mi querer. Y lo haré más. ¿Crees que me haya perdonado de haberme entregado completamente a la lujuria? No. Pero no lo digo más que a mí misma, y siempre me lo repetiré. Moriré con este secreto sentimiento de haber sido la corruptora de mí misma, en medio de un dolor inconsolable, de haberme profanado y de no haber podido dar a El sino un corazón pisoteado... Mira... he trabajado más que todos en la preparación de los bálsamos... Y con más valor que las otras lo descubriré... ¡Oh, Dios, cómo estará ya! (Magdalena palidece al sólo pensarlo). Lo cubriré con nuevos bálsamos, quitando los que de seguro estarán ya fétidos sobre sus numerosas heridas... Lo haré, porque las otras parecerán clemátides después de un aguacero... Pero siento pena hacerlo con estas manos mías que regalaron tantas caricias lascivas, de acercarme con este cuerpo mío manchado junto a su santidad... Quisiera... Quisiera tener la mano de la Madre Virgen para hacer la última unción...»
Llora ahora despacio, sin estremecimientos. ¡Cuan diversa es de la Magdalena teatral que nos presentan! Es el mismo llanto sin ruido en que prorrumpió el día en que la perdonó Jesús en casa del fariseo. « ¿Dices tú que... tendrán miedo las mujeres?» le pregunta Pedro.
«No... Pero perderán su serenidad ante su cuerpo ciertamente ya corrupto... hinchado... negro. Y luego, esto es verdad, tendrán miedo de los guardias.»
« ¿Quieres que vayamos con vosotras Juan y yo?»
« ¡Ah, eso no! Nosotras todas vamos, porque fuimos las que estuvimos allá arriba. Por esto es justo que todas estén alrededor de su lecho de muerte. Tú y Juan quedaos aquí. Ella no puede quedarse sola...»
« ¿No va Ella?»
«No queremos que vaya.»
«Está segura que resucitará... ¿Y tú?»
«Yo, después de María, soy la que más creo. Siempre he creído que puede suceder así. El lo ha dicho. El nunca miente... ¡El!... Antes lo llamaba Jesús, Maestro, Salvador, Señor... Ahora, ahora me lo imagino tan majestuoso que no, que no me atreveré a darle un nombre... ¿Qué le diré cuando lo vea?»
« ¿Pero crees que resucitará?...»
« ¡No hay duda! Con seguiros diciendo que creo y con el oíros decir que no creéis, terminaré también como vosotros. He creído y sigo creyendo. He creído y desde hace tiempo le tengo preparada la vestidura. Para mañana, porque mañana es el tercer día, se la llevará. La tengo a la mano...»
« ¡Acabas de decir que estará negro, hinchado, feo!»
«Feo jamás. Feo es el pecado. ¡Sí, estará negro! ¡Y qué! ¿Lázaro no estaba ya corrupto?, y con todo resucitó. Su cuerpo quedó curado. ¡Pero si lo afirmo!... No digáis nada, ¡vosotros faltos de fe! También dentro de mí la razón humana me dice: 'Ha muerto y no resucitará'. Pero mi espíritu, 'su' espíritu, porque El me dio un nuevo espíritu, grita, y parecen ser toques de trompetas doradas que dijeren: '¡Resucita! ¡Resucita! ¡Resucita!' ¿Por qué me arrojáis cual navecilla contra los arrecifes de vuestras dudas? ¡Yo creo! ¡Creo, Señor mío! Lázaro con profunda pena ha obedecido al Maestro y se ha quedado en Betania... Yo que sé quién es Lázaro de Teófilo: un valiente, no un cobardón, puedo medir su sacrificio de quedarse a la sombra y de no estar junto al Maestro. Pero ha obedecido. Más heroico obedeciendo de este modo que si lo hubiera arrancado de sus enemigos con las armas. He creído y creo. Y estoy aquí, en su espera. Dejadme ir. Se levanta el día. Tan pronto podamos .ver mejor, iremos al sepulcro...»
Magdalena con su cara quemada del llanto se va. Va a donde la Virgen.

« ¿Qué le pasó a Pedro?»
«Una crisis de nervios. Ya se le pasó.». «No seas dura, María. El sufre.»
«También yo sufro, pero no te he pedido ni siquiera una caricia. A él ya lo has curado... Y sin embargo yo pienso que la que necesita de ayuda eres tú, ¡Madre mía, santa, hermosa! Ten ánimos... Mañana es el tercer día. Nos encerraremos aquí dentro, nosotras dos, las dos que lo amamos tanto. Tú, la Enamorada santa, yo la pobre enamorada... que me esfuerzo en serlo. Lo esperaremos... A los que no creen los echaremos de aquella parte... Traeré aquí muchas rosas... Voy a hacer que traigan hoy el cofre... Pasaré por el palacio y le daré órdenes a Leví. ¡Largo todas esas cosas horribles! No las debe ver nuestro Resucitado... Muchas rosas... Tú te pondrás un nuevo vestido... No debes estar así. Te peinaré, te lavaré ese rostro que el llanto ha desfigurado. Joven eterna, te haré de madre... Finalmente tendré el consuelo de cuidar de alguien que es más inocente que un recién nacido.» Magdalena con su exhuberancia cariñosa aprieta contra su pecho la cabeza de María que está sentada, la besa, la acaricia, le compone los cabellos detrás las orejas, le seca las lágrimas que siguen bajando por su vestido...
Entran las mujeres con lámparas, ánforas y vasos de bocas anchas. María de Alfeo lleva un mortero pesado.
«No se puede estar afuera. Hace viento y se apaga la lámpara» dice.
Se hacen a un lado. Ponen sobre una mesa larga, no ancha, todas sus cosas y luego dan un vistazo a los bálsamos, mezclando en el mortero, con polvo blanco que secan a puños de un costalito, la pesada crema de las esencias. Hacen la mezcla trabajando con ahínco y luego llenan un vaso grande. Lo ponen en el suelo. Hacen lo mismo con otro. Perfumes y lágrimas caen sobre las resinas.
Magdalena dice: «No esperaba haberte preparado esta unción.» Porque ha sido la que ha dirigido la preparación de los perfumes, tan fuertes que abren la puerta y un poco la ventana que da al jardín, que apenas se distingue.

Todas lloran después de las palabras de Magdalena.
Han terminado. Todos los vasos están llenos.
Salen con las ánforas vacías, el mortero que no utilizarán, con muchas lámparas, de las cuales quedan dos en la habitación, que con sus llamitas tímidas, parecen temblorosas.
Vuelven a entrar las mujeres. Cierran la ventana porque el amanecer es un poco trío. Se ponen los mantos, y toman las bolsas en que meten los vasos de bálsamo.
María se levanta y busca su manto, pero todas la rodean persuadiéndola a que no vaya.
«No puedes estar de pie, María. Hace dos días que no tomas nada de alimento. Y sólo has bebido un poco de agua.»
«Cierto, Madre. Vamos y pronto terminaremos. Regresamos inmediatamente. »
«No tengas miedo. Lo embalsamaremos como a un rey. ¡Mira que bálsamos preciosos hemos preparado! ¡Y cuánto!...»
«No dejaremos miembro o herida. Lo haremos con nuestras propias manos. Somos fuertes y somos madres. Lo pondremos como se pone a un niño en la cuna. Los otros no tendrán que hacer sino cerrar su sepulcro. »
La Virgen insiste: «Es mi deber. Siempre yo tuve cuidado de El. Sólo en estos tres años que fue del mundo, lo cedí a los demás cuando estaba lejos de mí. Ahora que el inundo lo ha rechazado y renegado de El, nuevamente es mío. Torno a ser su sierva.»
Al umbral se han asomado Pedro y Juan sin que las mujeres los vieran. Pedro al oír las últimas palabras se va. Se esconde en un rincón a llorar su pecado. Juan no se muevo, pero no protesta. Quisiera ir también él, pero hace el sacrificio de quedarse junto a la Virgen.

Magdalena lleva nuevamente a María a su asiento. Se le arrodilla, la abraza en las rodillas, levantando su cara dolorosa y enamorada. Le dice: «El sabe y ve todo con su Espíritu. Pero a su cuerpo le diré tu amor, tu deseo con besos. Sé lo que es el amor. ¡Sé qué amargo aguijón es! ¡Qué hambre es! Qué nostalgia de estar con quién para nosotros es el amor. Y esto aun en los viles amores que parecen oro, y no son más que fango. Ahora que la pecadora sabe lo que es el amor santo por la misericordia viviente, que los hombres no han logrado amar, mucho mejor puede comprender qué cosa sea tu amor, Madre. Sabes que yo sé amar. Sabes que El lo ha dicho, cuando nací verdaderamente en aquella tarde, allá en las riberas de nuestro lago sereno, que yo sé amar mucho. Ahora este grandísimo amor mío, como agua que se desborda de una aljofaina, como rosal en flor que cae de un alto muro, como llama que, encontrando yesca, más aumenta, se ha desbordado sobre El, y de El que es Amor, ha obtenido una nueva potencia... Que esta fuerza mía de amor no pudo ponerse en su lugar en la cruz/.... Pero lo que por El no he podido hacer — padecer, sangrar, morir en su lugar, entre las befas de todo un mundo, feliz, feliz, feliz de sufrir en su lugar, estoy cierta que hubiera ardido el hilo de mi pobre vida más por el amor triunfante que por el patíbulo infame, y habría nacido de las cenizas la nueva cándida flor de una vida pura, virginal, ignorante de todo que no fuere Dios — todo lo que no he podido hacer por El, lo puedo hacer por ti aún... Madre a quien amo con todo mi corazón. Ten confianza en mí. Yo que supe tan dulcemente acariciar en la casa de Simón el fariseo sus santos pies, ahora, con mi alma que siempre se asoma a la gracia, sabré mucho mejor acariciar sus santos miembros, curar sus heridas, embalsamarlas más con mi amor sacado de mi corazón oprimido del amor y del dolor, que con los ungüentos. Y la muerte no tocará esos miembros que tanto amor manifestaron y tanto reciben. Huirá la muerte, porque el Amor es más fuerte que ella. El Amor es invencible. Yo, Madre, con tu perfecto amor y con el mío pleno, embalsamaré a mi Rey amado.»

María besa a esta apasionada discípula que ha sabido encontrar a quien merece esta compasión y que cede a sus súplicas.
Las mujeres salen llevando una lámpara. En la habitación queda otra. La última en salir es Magdalena, después de haber dado un último beso a la Virgen.
La casa queda oscura y silenciosa. La calle está solitaria.
Juan pregunta: « ¿De veras no me necesitáis?»
«No. Puedes servir aquí. Hasta pronto.»
Juan regresa donde María. «No quisieron que las acompañara...» murmura despacio.
«No te preocupes. Esas van donde Jesús, y tú te quedas conmigo, Juan. Oremos juntos un poco. ¿Dónde está Pedro?»
«No sé. Por ahí ha de estar... No lo veo. Es... Creía yo que era más fuerte... También yo estoy afligido, pero él...»
«Tiene en el corazón dos dolores. Tú uno solo. Ven. Oremos también por él.»
María recita lentamente el «Padre nuestro». Acaricia a Juan y le dice: «Ve donde Pedro. No lo dejes solo. Ha estado tanto en las tinieblas, en estas horas, que no soporta ni siquiera la leve luz del mundo. Sé el apóstol de tu hermano extraviado. Empieza tu predicación con él. En tu camino que será largo, encontrarás siempre a muchos semejantes a él. Empieza tu trabajo con tu compañero...»
« ¿Pero qué le debo decir?... No sé... Todo lo hace llorar...»
«Repite su precepto de amor. Dile que quien sólo teme no conoce suficientemente todavía a Dios, porque El es Amor. Si te replica: 'He pecado', contéstale que Dios tanto ha amado a los pecadores que por ellos ha enviado a su Unigénito n. Dile que a tanto amor se le corresponde con amor. El amor da confianza en el bondadísimo Señor. Esta confianza nos sostendrá en el juicio porque reconocimos la Sabiduría y Bondad divinas. Digamos: 'Soy una pobre criatura. El lo sabe y me da a Jesús como prenda de perdón v columna de sostén. Mi miseria desaparece al unirme con Jesús'. Todo se perdona en su nombre... Ve, Juan. Dile esto. Yo me quedo aquí, con mi Jesús...» y acaricia el Sudario.
Juan sale cerrando la puerta tras sí.

María se pone de rodillas como la noche anterior, mirando fijamente la santa Faz en el lienzo de la Verónica. Ora y habla con su Hijo. Muestra fortaleza para dar fuerzas a los demás. Cuando está sola se dobla bajo el aplastante peso de su cruz/.. Sin embargo, de vez en vez cual llama, su alma se levanta hacia una esperanza que en Ella no puede morir, que más bien aumenta según las horas van pasando. Sus esperanzas las dirige al Padre. Sus esperanzas y su petición.


2. El alba de la Pascua. Lamento. Plegaria de la Virgen
(Escrito, el 21 de febrero de 1944)



Sigo viendo la habitación donde María llora. Está sentada en su silla, afligidísima, exhausta, deshonrada por tanto llorar.
También las mujeres están. A la luz de lámparas de aceite preparan los aromas mezclándolos.
Las mujeres en medio de lágrimas siguen trabajando. Magdalena es la que dijo esas palabras quo hacen llorar fuertemente a todas las mujeres. La cara de Magdalena está enrojecida por el llanto.
Cuando han terminado do preparar todo, se ponen los chales o mantos. También María se levanta, pero la rodean y le dicen que no debe ir. Sería muy cruel hacerle ver de nuevo a su Hijo que ciertamente, a estas horas del tercer día de muerto, estará ya todo negro por la putrefacción. Además Ella está tan exhausta para poder caminar. No ha hecho más que llorar y orar. No ha comido nada, ni descansado. Que se quede tranquila y que confíe en ellas, que cual discípulas amorosas, harán sus veces, y brindarán al santo cuerpo todos los cuidados necesarios para una definitiva sepultura.
María acepta al fin. Magdalena, arrodillada a sus pies, pero apoyada sobre sus calcañales, en su habitual postura, le abraza las rodillas, la mira con sus ojos enrojecidos de llanto, y le promete que transmitirá a Jesús todo el amor suyo, mientras lo embalsamen. Ella sabe qué cosa es amor. Ha pasado del amor vergonzoso al amor santo por la Misericordia que los hombres han matado. Sabe amar. Jesús se lo dijo aquella tarde que fue el alba de su nueva vida, que sabe amar mucho. Que se fíe de ella, de ella que en aquella ocasión supo acariciar los pies de Jesús tan dulcemente, ahora sabrá acariciar las heridas y embalsamárselas más con su amor que con ungüentos, para que la muerte no pueda hincar su diente en ese cuerpo que tanto amó y que también es amado.
La voz de Magdalena está impregnada de pasión. Parece un terciopelo que envolviese un órgano, pues su voz tiene esa tonalidad preñada de calor, de pasión. Se tiene la sensación de escuchar a un alma que se estremece. Que ha sabido imprimir su deseo. Que está destinada a amar. Y ahora que Jesús la ha salvado, sabe mostrar con inmensa fuerza su amor al Amor divino. No olvidaré esta voz femenina que es una confesión de su íntima sique. No la olvidaré jamás.

Las mujeres salen llevando una lámpara. La casa está oscura y también el camino. Apenas una señal de luz, allá en el lejano oriente. La luz fresca y pura de un amanecer abrileño. El camino está sumido en el silencio y soledad. Las mujeres envueltas en sus mantos, sin hablar se dirigen al sepulcro de Jesús. Ella, ahora que está sola, se ha puesto nuevamente a orar de rodillas teniendo ante sí el velo que está extendido contra la cara de una especie de cofre, sostenido con clavos. María ora y habla a su Hijo. Es siempre la misma aflicción, mezclada con una esperanza de angustia.
« ¡Jesús, Jesús! ¿No vuelves todavía? Tu pobre Madre no sufre más el pensar que estás muerto allá. Tú lo dijiste y nadie te comprendió. ¡Pero yo sí! 'Destruid el Templo de Dios y Yo lo reedificaré en tres días'. Ha empezado el tercer día. ¡Oh, Jesús mío! No esperes que se termine para regresar a la vida, para regresar a tu Mamá que tiene necesidad de verte vivo para no morir recordándote muerto, que tiene necesidad de verte bello, triunfante, para no morir recordándote en ese sepulcro en que te he dejado.
¡Oh, Padre, Padre, devuélveme a mi Hijo! Que lo vea regresar como Hombre y no como un cadáver, como a Rey y no como a un sentenciado. Después, lo sé, El volverá a Ti, al cielo. Pero lo habré visto curado de tanto mal, lo habré visto fuerte después de su gran debilidad, lo habré visto triunfante después de su gran lucha, lo habré visto como a Dios después de que tanto sufrió por los hombres. Me sentiré feliz aun cuando no lo tenga cerca. Sabré que estará contigo, Padre Santo, sabré que para siempre está fuera del dolor. Pero ahora no puedo, no puedo olvidar que está en el sepulcro, está allí muerto por los dolores que le hicieron sufrir, que El, mi Hijo-Dios, está sujeto a la suerte de los hombres en la oscuridad de un sepulcro, El, tu Viviente.
Padre, Padre, escucha a tu sierva. Por aquel 'sí'... Nunca te he pedido nada porque siempre he obedecido tu voluntad, tu voluntad que es la mía. Nada debía exigirte por haber sacrificado mi voluntad a Ti, Padre Santo. ¡Pero ahora, ahora, por aquel 'sí' que di al Ángel mensajero ', escúchame, oh Padre!

Después de las crueldades que padeció por la mañana, sufrió aquella agonía de tres horas, y ahora está ya fuera del alcance del dolor. Pero yo hace tres días que estoy agonizando. Tú ves mi corazón v oyes su palpitar. Nuestro Jesús ha dicho que ningún pájaro pierde una pluma sin que Tú no lo veas, que no se marchita ninguna flor en el campo, sin que no consueles su agonía con tu sol y tu rocío. ¡Oh Padre, muero de este dolor! Trátame como al pajarito que revistes de nuevo plumaje, como a la flor que refrescas, que calmas su sed con tu piedad. Estoy yerta del dolor. No tengo más sangre en las venas. Hubo un tiempo en que se convirtió en leche para alimentar a tu Hijo y mío; ahora es todo llanto porque no lo tengo más. Me lo han matado, matado, Padre, y ¡Tú sabes en qué forma!

¡No tengo más sangre! La he derramado con El en la noche del jueves, en el terrible viernes. Tengo frío como el que se ha desangrado. No tengo más sol, porque El está muerto, mi santo Sol, mi Sol bendito, el Sol nacido de mi seno para alegría de su Mamá, para la salvación del mundo. No tengo más descanso porque no lo tengo más a El que es la más dulce de las fuentes para su Mamá que bebía su palabra, que calmaba su sed con su presencia. Soy como una flor en seco arenal. Me muero, me muero, Padre santo. No tengo miedo a morir, porque también mi Hijo ha muerto. ¿Pero qué harán estos pequeños, la pequeña grey de mi Hijo, tan débil, miedosa, voluble, si no hay quien la sostenga? No soy nada, Padre, pero por deseos de mi Hijo soy como un ejército armado. Defiendo, defenderé su doctrina, su herencia como una loba defiende a sus lobeznos. Yo, cordera, seré una loba para defender lo que es de mi Hijo y, por consiguiente, lo que es tuyo.

Tú lo has visto, Padre. Hace ocho días esta ciudad arrancó las ramas de sus olivares, de sus jardines, sacó de sus casas a sus habitantes que todos hasta enronquecer gritaron: '¡Hosanna al Hijo de David; bendito el que viene en el nombre del Señor!' Y mientras pasaba sobre alfombras de ramos, de vestidos, de telas, de flores, los habitantes se lo señalaban diciendo: 'Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea. Es el Rey de Israel'. Y cuando todavía no se habían secado esos ramos y las gargantas todavía estaban roncas de los hosannas, cambiaron sus gritos y se pusieron a acusar, a maldecir, a pedir su muerte; y con las ramas que emplearon para el triunfo hicieron garrotes para golpear al Cordero que llevaron a la muerte.
Si tanto han hecho cuando vivió entre ellos, les habló, les sonreía, los miraba con esos ojos que derriten el corazón, y hasta las mismas piedras se sienten conmovidas, les hacía bien, les enseñaba, ¿qué harán cuando El haya regresado a Ti?
Tú has visto cómo se portaron sus discípulos. Uno lo traicionó, los otros huyeron. Fue suficiente que hubiera sido aprehendido para que hubieran huido como ovejas cobardes; y no supieron estar a su alrededor cuando moría. Uno solo, el más joven, se quedó. Ahora viene el anciano. Renegó de El. Cuando Jesús no esté más aquí a defenderlo, ¿sabrá permanecer en la fe?

Yo soy nada, pero hay un poco de mi Hijo en mí, y mi amor suple lo que falta y lo anula. De este modo me convierto en algo útil a la causa de tu Hijo, a su Iglesia que no encontrará jamás paz y que tiene necesidad de echar raíces profundas para que los vientos no la arranquen. Seré yo quien cuide de ella. Como hortelana diligente vigilaré para que crezca fuerte y derecha en su amanecer. Después no me preocupará el morir. Pero no puedo vivir más si sigo sin Jesús.
¡Oh Padre!, que has abandonado a tu Hijo por el bien de los hombres, que después lo has consolado, porque ciertamente lo has aceptado en tu seno después de su muerte, no me dejes más en el abandono. Lo que sufro lo ofrezco por el bien de los hombres. Pero confórtame ahora, Padre. ¡Padre, piedad! ¡Piedad, Hijo mío! ¡Piedad, Espíritu divino! Acuérdate de tu Virgen.»
Después, postrada contra el suelo, parece orar. Realmente es un ser destrozado. Se parece a esa flor muerta de sed de que habló. Ni siquiera advierte el sacudimiento de un terremoto breve que hace gritar y huir a los dueños de la casa, mientras que Pedro y Juan, pálidos cual muertos, se arrastran hasta el umbral de la habitación. Al ver a la Virgen tan absorta en su oración, lejana de todo lo que no sea Dios, se retiran cerrando la puerta, y espantados regresan al cenáculo.


3. La resurrección
(Escrito el 1° de abril de 1945)



En el huerto todo es silencio y brillar de rocío. Después de haber olvidado su azul-negro, con pespuntes de estrellas que por toda la noche han contemplado el mundo, el cielo va tomando los tintes de un zafiro más claro. El alba va empujando de oriente a occidente las zonas todavía oscuras, como la onda durante la marea alta que avanza siempre más, cubriendo la oscura playa, y sustituyendo el gris negro de la mojada arena y de los arrecifes con el azul marino del agua.
Alguna que otra estrella no quiere morir, aunque su parpadear es cada vez más débil, bajo la onda de luz blanco-verdosa del alba, de un color gris-lechoso, como la fronda de aquellos soñolientos olivos que coronan a ese montecillo poco lejano. Y luego naufraga sumergida por la onda del alba, como tierra que el agua cubre. El cielo pierde sus ejércitos de estrellas, y sólo, allá en las extremidades occidentales, tres, luego dos, finalmente una, se quedan a con templar ese prodigio diario que es la aurora cuando surge.

Y cuando un hilo de color rosa tira una línea sobre la seda de color turquesa del cielo oriental, un suspiro de viento pasa por la fronda, por las hierbas diciendo: «Despertaos. El día ha salido.» Pero no despierta sino la fronda y la hierba, que se estremecen bajo sus diamantes de rocío y hacen un tenue movimiento, acompañado de las melodías que las gotas dejan al caer.
Los pajarillos aún no se despiertan entre el tupido ramaje de un altísimo ciprés que parece dominar como señor en su reino, ni en el seto vivo de laureles que defiende del cierzo.
Los guardias, fastidiados, temblando de frío, muriéndose de sueño guardan el sepulcro en diversas actitudes. La puerta del sepulcro, a su extremidad, ha sido reforzada con una gruesa capa de cal, como si fuese un contrafuerte. Sobre el color blanco opaco golpean las largas ramas del rosal, como sobre el sello del templo.
Seguramente que las guardias hicieron alguna fogata en la noche porque hay ceniza y tizones por el suelo. Habrán jugado y comido pues todavía hay sobras de comida tiradas por el suelo y huesitos pulidos, que usaron en su juego, a modo de nuestro dominó, o al infantil de las canicas, sobre un tablero hecho en la vereda. Luego se cansaron, dejaron todo como estaba, y buscaron dónde poder acomodarse para dormir o velar.
En el cielo que tiene en el oriente una raya rosada que avanza hacia el firmamento sereno, donde todavía no hay ni un rayo de sol, se asoma, viniendo de desconocidas profundidades, un meteoro brillantísimo que desciende, cual bola de fuego de un resplandor inimaginable, seguido de una brillante estela, que tal vez no es más que la huella de su fulgor en nuestra retina. Desciende velocísima hacia la tierra, derramando una luz tan intensa, que pese a su belleza infunde temor. La rosada luz de la aurora desaparece al contacto de esta blanquísima incandescencia.
Los guardias levantan espantados sus cabezas, porque junto con la luz llega un retumbo armónico, majestuoso que llena todo lo creado. Viene de las profundidades paradisíacas. Es el aleluya, la gloria angelical que sigue al Espíritu de Jesús, que vuelve a su cuerpo glorioso.

El meteoro da contra la inútil cerradura del sepulcro, lo destruye, lo echa por tierra, esparce terror y fragor sobre los guardias, que habían sido puestos de carceleros del Dueño del Universo, y al pegar contra la tierra provoca un nuevo terremoto como había sucedido cuando el Espíritu del Señor salió de la tierra. Entra en la oscuridad del sepulcro que se ilumina con esa luz indescriptible, y mientras permanece suspendida en el aire, inmóvil, el Espíritu vuelve a entrar en el cuerpo sin vida bajo las fúnebres bendas.

Todo esto no sucedió en un minuto, sino en fracción de minuto. El aparecer, descender, penetrar y desaparecer la luz de Dios ha sido velocísimo...
El «quiero» del divino Espíritu a su frío cuerpo no recibe contestación. El «quiero» lo dice la Esencia a la materia muerta. Sin embargo no se oye ni una palabra.
La carne recibe la orden, obedece con un profundo respiro...
No pasa más de un minuto.

Bajo el Sudario y la Sábana la carne gloriosa se transforma en una eterna belleza; despierta del sueño de la muerte, vuelve de la «nada» en que estaba. El corazón se despierta. Da el primer latido. Empuja en las venas la helada sangre que quedó e inmediatamente crea lo que necesitan las arterias vacías, lo que necesitan los pulmones inmóviles, el cerebro. Lleva calor, salud, fuerzas, pensamiento.
Un instante más, y un movimiento repentino se sucede bajo la Sábana, tan repentino que del instante en que El ciertamente mueve las manos cruzadas al momento en que aparece de pie, imponente, brillantísimo con su vestido de inmaterial materia, sobrenaturalmente hermoso y majestuoso, con esa solemnidad que lo cambia, lo eleva, siendo siempre el mismo, apenas si el ojo humano tiene tiempo de captar los cambios.

Y ahora lo admiro: tan diverso de lo que mi memoria me presenta, limpio, sin heridas, ni sangre. Despide luz de sus cinco llagas y brota también de cada poro de su piel.
Cuando da el primer paso — y al moverse los rayos que brotan de manos y pies le forman como aureola de luz, desde la cabeza nimbada de una corona que le hicieron las heridas de las que no brota sangre sino resplandor, hasta la orla del vestido, cuando al abrir sus brazos que tiene cruzados sobre el pecho, descubre una luminosidad vivísima que se trasluce por el vestido encendiéndole a la altura del corazón — entonces realmente es la «Luz» que ha tomado cuerpo. No se trata de la pobre luz terrena, ni de la de los astros, ni de la del sol, sino de la de Dios. Todo el brillo paradisíaco se junta en un solo Ser y le da su azul inimaginable por pupilas, su fuego de oro por cabellos, su candidez angelical por vestiduras y colorido, y lo que no puede describir la palabra humana, el inmenso ardor de la Santísima Trinidad, que anula con su potencia abrasadora cualquier fuego del paraíso, absorbiéndolo en Sí para engendrarlo de nuevo en cada instante del tiempo eterno, Corazón del cielo que atrae y difunde su sangre, las incontables gotas de su sangre incorpórea: los bienaventurados, los ángeles, todo cuanto es el paraíso: el amor de Dios, el amor a El. Lo que forma al Jesús resucitado todo es luz.

Cuando se dirige hacia la salida, mis ojos ven además de su resplandor, dos luminosidades hermosísimas, cual estrellas con respecto al sol. Las veo a cada una a un lado del umbral, postradas en adoración ante su Dios que pasa envuelto en su luz, derramando dicha en su sonrisa. Sale. Deja su fúnebre gruta. Vuelve a pisar la tierra que se despierta de alegría y se adorna con el brillo del rocío, con los colores de las hierbas, de los rosales, con las innumerables corolas de los manzanos que se abren milagrosamente al primer beso que les da el sol. La tierra saluda adorando al Sol eterno que por ella pasa.

Los guardias están allí, medio muertos... Los ojos mortales no ven a Dios, pero sí los puros del universo. Ven y admiran las flores, las hierbas, los pajaritos al Poderoso que pasa en un nimbo de Luz que es suya, en un nimbo de luz solar.
Su sonrisa, su mirada que se posa sobre las flores, sobre las ramitas, que se levanta al cielo, todo lo reviste de su belleza. Más suaves y transparentes que el del más bello rosal son los pétalos que forman una corona sobre la cabeza del vencedor. El rocío le brinda sus diamantes. En el cielo sus ojos resplandecientes se reflejan. El sol alegre pinta con sus colores una nubecilla de una ligera brisa para que venga a besar a su Rey, trayéndole los perfumes de los jardines que extrajo y las caricias de los delicados pétalos.
Jesús levanta su mano. Bendice. Los pajarillos se desgranan en trinos. El viento en perfumes. Jesús desaparece de mi vista, pero me deja sumergida en una alegría que me borra aun el más leve recuerdo de tristezas, sufrimientos y titubeos del día de mañana...


4. Jesús se aparece a su Madre
(Escrito el 21 de febrero de 1944)



La Virgen está postrada con el rostro en tierra. Parece un ser abatido, como la flor muerta de sed de que ha hablado.
La cerrada ventana se abre bruscamente, y con el primer rayo del sol entra Jesús.
María, que se estremeció al ruido y levanta su cabeza para ver qué clase de viento hubiera abierto las hojas de la ventana, mira a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso de lo que era antes de su pasión, sonriente, vivo, luminoso más que el sol, de un vestido blanco que parece tejido con la luz, y que se acerca a Ella.
María se endereza sobre sus rodillas y juntando sus manos sobre el pecho, en cruz, habla con un sollozo que es risa y llanto: «Señor, Dios mío.» Y se queda extasiada al contemplarlo. Las lágrimas que bañaban su rostro se detienen. Su rostro se hace sereno, tranquilo con la sonrisa y el éxtasis.

Jesús no quiere ver a su Madre de rodillas como a una esclava. Tendiéndole las manos de cuyas llagas salen rayos que hacen más luminoso su cuerpo, le dice: « ¡Madre!»
No es la palabra desconsolada de las conversaciones y de los adioses anteriores a la pasión, ni el lamento desgarrador de su encuentro en el Calvario y en su último suspiro. Es un grito de triunfo, de alegría, de victoria, de fiesta, de amor, de gratitud. Se inclina sobre su Madre que no se atreve a tocarlo, le pasa las manos por los codos doblados, la pone de pie, la estrecha contra su corazón y la besa.

¡Oh!, entonces María comprende que no es una visión, que es realmente su Hijo resucitado, que es su Jesús, su Hijo quien la sigue amando como a tal. Y con un grito se le echa al cuello, lo abraza, lo besa, entre lágrimas y sonrisas. Lo besa en la frente donde no hay más heridas; en la cabeza que no está despeinada, ni ensangrentada; en los brillantes ojos, en las mejillas sanas, en la boca que está hinchada. Luego le toma las manos, besa el dorso y la palma. Se arrodilla, besa sus pies al levantar la resplandeciente vestidura. Luego se pone de pie, lo mira, pero no se atreve a hacer más.
Entonces El sonría y comprende. Entreabre su vestido, muestra el pecho y pregunta: « ¿Madre, no besas ésta, que tanto te hizo sufrir y que eres la única digna de besar? Bésame en el corazón, Madre. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que fue dolor y me dará la alegría que falta aun a mi júbilo de resucitado.» Toma entre sus manos el rostro de la Virgen, le apoya sus los labios en la herida del costado de que manan ríos de vivísima luz.

El rostro de María se nimba con esa luz, pues está envuelto en sus rayos. Besa una y otra vez la herida, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que bebe de un manantial, y que bebe con las linfas la vida, que iba perdiendo.
Jesús habla.
«Ha terminado todo, Madre. Ahora no tienes más por qué llorar a tu Hijo. La prueba ha acabado. La redención se ha realizado. Madre, gracias por haberme concebido, alimentado, ayudado en la vida y en la muerte.
Tus plegarias llegaron hasta Mí. Fueron mi fuerza en el dolor, mis compañeros en mi viaje por la tierra y más allá. Conmigo fueron a la cruz y al limbo. Fueron el incienso que precedían al Pontífice que fue a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi cielo. Fueron conmigo al paraíso, adelantándose cual voz angelical el cortejo de los redimidos a cuya cabeza iba para que los ángeles estuviesen prontos a saludarme corno al Vencedor, que regresaba a su reino. El Padre y el Espíritu vieron, oyeron tus plegarias, que tuvieron la sonrisa de la flor más bella, que fueron más melodiosas que el más dulce cántico que en el paraíso hubiera brotado. Los patriarcas, los nuevos santos, los primeros ciudadanos de mi Jerusalén las oyeron, y te traigo ahora su agradecimiento. Madre, al mismo tiempo que el beso y bendición de nuestros parientes, te traigo los de tu esposo de alma, José.
Todo el cielo canta sus hosannas a ti, Madre mía, ¡Madre santa! Un hosanna que no muere, que no es falaz como el que hace pocos días me brindaron.
Ahora me voy al Padre con mi vestido humano. El Paraíso debe ver al Vencedor en su vestido de Hombre con el que vencí el pecado del hombre. Pero luego volveré otra vez. Debo confirmar en la fe a quien aun no cree y que tiene necesidad de creer para llevar a otros; debo fortificar a los pusilánimes que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir el ataque del mundo.
Luego subiré al cielo. Pero no te dejaré sola. Madre, ¿ves ese velo? En mi aniquilamiento, quise mostrarte una vez mi poder con un milagro, para que te consolase.

Ahora realizo otro. Me tendrás en el Sacramento, real como cuando me llevabas en tu seno. No estarás jamás sola. En estos días lo has estado.
Este dolor tuyo era necesario a mi redención. Mucho se le irá añadiendo porque seguirá aumentando el pecado. Llamaré a todos mis siervos para que comparticipen de esta redención. Tú eres la que sola harás más que todos los santos juntos. Por esto era necesario también este abandono. Ahora no más.
No estoy más separado del Padre. Tú no lo estarás más de tu Hijo. Y al tener al Hijo, tienes a nuestra Trinidad. Cielo viviente, llevarás sobre la tierra a la Trinidad entre los hombres; santificarás la Iglesia, tú, Reina del sacerdocio y Madre de los que creerán en Mí. Luego vendré a llevarte. No estaré ya más en ti, sino tu en Mí, en mi reino, para que hagas más bello mi Paraíso.
Ahora me voy, Madre. Voy a hacer feliz, a la otra María. Luego subiré a donde mi Padre, y de ahí vendré a ver a quien no cree.
Madre, dame tu beso por bendición. Mi paz te acompañe. Hasta pronto.»
Jesús desaparece en el sol que baja a torrentes del cielo matinal y tranquilo.


5. Las mujeres piadosas van al sepulcro
(Escrito el 2 de abril de 1945)



Entre tanto las mujeres que habían partido, caminan a lo largo del muro sumido en la penumbra. Por algunos minutos no hablan. Van bien arropadas y miedosas de tanto silencio y soledad. Luego, cobrando ánimo a la vista de la absoluta tranquilidad que reina en la ciudad, se reúnen en grupo y, dejando el miedo, hablan.
« ¿Estarán ya abiertas las puertas?» pregunta Susana.
«Claro. Mira allá al primer hortelano que entra con verduras. Se dirige al mercado» responde Salomé.
« ¿Nos dirán algo?» torna a preguntar.
« ¿Quién?» interroga Magdalena.
«Los soldados, en la puerta Judiciaria... Por allí... entran pocos y salen menos... Podríamos dar sospecha...»
« ¡Y qué con eso! Nos verán, y verán a cinco mujeres que van al campo. Nos pueden tomar por quienes, después de haber celebrado la pascua, regresan a su ciudad.»
«Pero... para no llamar la atención de ningún malintencionado, ¿por qué no salimos por otra puerta y luego damos vuelta a lo largo del muro?...»
«Se haría más largo el camino.»
«Pero estaríamos más seguras. Vamos a la puerta del Agua...»

« ¡Oh, Salomé! ¡Si yo fuera tú, escogería la puerta Oriental! Sería más largo el recorrido. Hay que hacerlo pronto y volver presto» responde Magdalena secamente.
«Entonces escojamos otra, pero no la Judiciaria. Sé buena...» ruegan todas. «Está bien, y ya que lo queréis, pasaremos por donde Juana. Nos pidió que se lo hiciéramos saber. Si fuéramos derecho, no habría necesidad. Pero como queréis dar una vuelta más larga, pasemos por su casa...»
« ¡Oh, sí! También por los guardias que hay allí... Juana es conocida y respetada...»
«Propondría que se pasase por la casa de José de Arimatea. Es el dueño del lugar.»
« ¡Claro! ¡Hagamos ahora un cortejo para que nadie repare en nosotras! ¡Oh, qué cobarde hermana tengo! Más bien, Marta, hagamos así. Yo me adelanto y espero. Vosotras venís con Juana. Me pondré en medio del camino si hay peligro alguno, me veréis y regresaremos. Os aseguro que los guardias ante esto que lo he pensado (enseña una bolsa llena de monedas) nos dejarán hacer todo.»
«Lo diremos también a Juana. Tienes razón.»
«Entonces id, que yo me voy por mi parte.»
« ¿Te vas sola, María? Voy contigo» dice Marta, temerosa por su hermana.
«No. Tú vete con María de Alfeo a la casa de Juana. Salomé y Susana te esperarán cerca de la puerta, del lado del afuera de los muros. Luego tomaréis juntas el camino principal. Hasta pronto.»

Magdalena no da pie a otros posibles pareceres, poniéndose veloz en camino con su bolsa de perfumes y el dinero en el seno.
Rápidamente camina como invitada por los primeros parpadeos de la aurora. Pasa por la puerta Judiciaria para llegar más pronto. Nadie la detiene...
Las otras la miran. Luego vuelven las espaldas en el cruce de los caminos donde estuvieron y toman otro, estrecho y oscuro, que al llegar al Sixto se ensancha en una calle más grande en que hay hermosas casas. Vuelven a dividirse. Salomé y Susana siguen por la calle, entre tanto que Marta y María de Alfeo llaman al portón de hierro y se muestran por la ventanilla, que apenas si abre el portero.
Van a donde está Juana, que ya se había levantado y vestido de un color morado muy oscuro que resalta su palidez. Está preparando también con su nutriz y una sirvienta los aceites.
« ¿Ya habéis llegado? Dios os lo pague. Si no hubierais venido, habría ido yo... para buscar consuelo... porque muchas cosas han quedado mal, desde aquel terrible día. Y para no sentirme sola debo ir donde esa piedra, llamar y decir: 'Maestro, soy la pobre Juana... No me dejes sola tampoco Tú...'» Juana llora desconsoladamente en silencio, mientras Ester, su nutriz, hace muchas señales indescifrables detrás de la espalda de su dueña mientras le pone el manto.
«Me voy, Ester.»
« ¡Dios te consuele!»

Salen de palacio para reunirse con sus compañeros. Es en este momento en que sucede el breve y fuerte terremoto que echa de nuevo en brazos del terror a los jerosolimitanos, que no han olvidado los sustos del viernes.
Las tres mujeres precipitadamente vuelven pasos atrás, y se quedan en el ancho vestíbulo llenas de miedo entre sus siervas y siervos que gritan, que invocan al Señor...
...Magdalena por su parte está exactamente en los bordes del caminillo que conduce al huerto de Arimeta cuando la sorprende el poderoso aunque armónico rugir de esta señal celestial, mientras, a la lux, apenas rosada de la aurora que avanza en el cielo donde todavía en el poniente una tenaz estrella se ve, que tiñe de rubio el aire hasta ahora verdoso, se enciende una potente luz que baja como un globo incandescente, brillantísimo, cortando en zigzag el tranquilo aire.
María siente el sacudimiento y cae por tierra. Por un momento murmura: « ¡Señor mío!» Luego se endereza como el tallo al pasar el viento y veloz corre hacia la huerta. Entra como un pajarillo perseguido en busca del nido y se dirige al sepulcro. Por más prisa que se da no puede estar cuando el celeste meteoro entra destruyendo sello y cal puestos para refuerzo de la piedra, ni cuando con fragor la puerta de piedra cae, provocando un golpe que se une al del terremoto, que si es breve, es violentísimo tanto que deja como muertos a los guardias aterrorizados.
Al llegar María ve a estos carceleros del Triunfador echados por tierra como un manojo de espigas segadas, pero no relaciona el terremoto con la resurrección, sino al contemplar aquel espectáculo piensa que haya sido un castigo de Dios contra los profanadores del sepulcro de Jesús y cayendo de rodillas grita: « ¡Ay de mí! ¡Lo han robado!»

Queda destrozada. Llora como una niña, que segura de encontrar a su padre en casa, la encuentra vacía. Se levanta y corre para ir a decirlo a Pedro y Juan. Y como no piensa sino en avisar a los dos, no se acuerda de ir al encuentro de sus compañeras, de esperar en el camino, más rápida cual gacela rehace el camino, pasa por la puerta Judiciaria y vuela por las calles que se van animando, se echa contra el portón de la casa y violentamente lo sacude.
La dueña le abre. « ¿Dónde están Juan y Pedro?» pregunta angustiada Magdalena.
«Allí.» La mujer señala el Cenáculo.
Magdalena apenas si entra. Ante los dos sorprendidos discípulos, con voz baja por compasión a la Virgen, pero llena de dolor, dice: « ¡Se han llevado al Señor del Sepulcro! ¡Quién sabe dónde lo habrán puesto!» Por vez primera tambalea, y para no caer se ase de donde puede.
« ¡Pero cómo! ¿Qué estás diciendo?» preguntan los apóstoles.
Ella con ansias: «Me adelanté... para comprar las guardias... para que nos dejasen embalsamarlo. Están allí como muertos... El sepulcro está abierto, la piedra por tierra... ¿Quién habrá sido? ¡Oh, venid! Corramos...»

Pedro y Juan salen inmediatamente. Magdalena los sigue por un trecho, luego regresa. Toma de los brazos a la dueña de casa, la sacude, llevada de su amor, y le ordena: «Por ningún motivo dejes pasar a alguien donde está Ella (señala la puerta de la habitación de la Virgen). Acuérdate que soy tu señora. Obedece y calla.»
Sumida en espanto la deja. Alcanza a los apóstoles que a grandes pasos se dirigen al sepulcro...
...Susana y Salomé han llegado a la muralla. En ese momento el terremoto las sobrecoge. Llenas de miedo se refugian bajo un árbol y se quedan allí, luchando entre el ansia de ir al sepulcro o en el de correr a la casa de Juana. Pero el amor sobrepuja el miedo y se dirigen al sepulcro.

Asustadas, entran en el huerto, ven a los guardias tirados por tierra... ven que sale una gran luz del sepulcro abierto. Su temor crece, llega a su climax cuando, teniéndose por la mano para darse valor mutuamente, se asoman al umbral y en la oscuridad de la gruta sepulcral ven a un ser luminosísimo, bellísimo, que dulcemente sonríe, que las saluda desde el lugar de donde está: apoyado a derecha de la piedra de la unción que desaparece con el inmenso resplandor.
Espantadas caen de rodillas.
Dulcemente el ángel les habla: «No temáis. Soy el ángel del divino Dolor. He venido para ser feliz con su término. Jesús no siente más el dolor, ni la humillación de la muerte. Jesús de Nazaret, el Crucificado a quien buscáis, ha resucitado. ¡No está más aquí! Vacío está el lugar donde lo pusieron. Alegraos conmigo. Id. Decid a Pedro y a los discípulos que ha resucitado, que se os adelanta en Galilea. Allá lo veréis por un poco de tiempo más, según lo había dicho.»
Las mujeres caen con el rostro a tierra y cuando lo levantan huyen como quien huye ante un duro castigo. Están aterrorizadas, murmuran: « ¡Ahora moriremos! ¡Hemos visto el ángel del Señor!»
En campo abierto se tranquilizan un tantico. Se consultan entre sí. ¿Qué hacer? Dicen que si cuentan lo que vieron nadie las creería. Si dicen que han ido allí, los judíos pueden acusarlas de haber matado a los guardias. No. No pueden decir nada ni a los amigos, ni a los enemigos...
Espantadas, enmudecidas regresan por otro camino a casa. Entran y se meten al cenáculo. Ni siquiera tratan de ver a la Virgen... Allí piensan si lo que han visto, no habrá sido un engaño del demonio. Como humildes que son, piensan que no «puede ser que se les haya concedido ver al enviado de Dios. Es Satanás que las quiso aterrorizar.»
Lloran, ruegan como dos niñas espantadas por una pesadilla...

...El tercer grupo, el de Juana, María de Alfeo y Marta, al ver que no pasa ninguna otra cosa decide ir a donde de seguro las estarán esperando sus compañeras. Salen a la calle donde la gente aterrorizada habla del recién terremoto, que lo une con el del viernes, que ve aun lo que no existe.
« ¡Mejor si todos están atemorizados! Tal vez hasta los guardias lo estarán y nos dejarán pasar» dice María de Alfeo.
Ligeras van a la muralla. Mientras caminan, Juan v Pedro han llegado al huerto, seguidos de Magdalena.
Juan, más rápido, llega primero al sepulcro. No hay más guardias. Tampoco el ángel. Juan se arrodilla temeroso y afligido en el umbral abierto, por respeto y por ver si algo puede darle alguna pista, pero no ve sino los lienzos colocados sobre la sábana, puestos en montón por tierra.

«Simón, ¡no está! María ha visto bien. Ven, entra, mira.»
Pedro, con el aliento entrecortado por la rapidez del paso, entra en el sepulcro. Por el camino había dicho: «No me atreveré a acercarme a aquel lugar.» Pero ahora no piensa sino en ver dónde está el Maestro. Lo llama, como si pudiera estar escondido en algún oscuro rincón.
La oscuridad, a estas horas de la mañana, es densa dentro del sepulcro, que sólo se ilumina por la abertura de la puerta en la que se dibujan las sombras de Juan y Magdalena... Pedro se esfuerza en ver y hasta con las manos se ayuda... Tembloroso toca la mesa de la unción y la siente vacía...
«Juan, ¡no está! ¡No está!... ¡Oh, ven también tú! Tanto he llorado que apenas si puedo ver algo con esta raquítica luz.»
Juan se levanta y entra. Mientras lo hace Pedro descubre el sudario colocado en un rincón, bien doblado y con él la Sábana enrollada cuidadosamente.
«De veras que lo han robado. No pusieron los guardias por nosotros, sino para hacer esto... Y nosotros permitimos que lo hicieran...»
«Oh, ¿dónde lo habrán puesto?»
« ¡Pedro, Pedro, ahora... todo se ha acabado!»

Los dos discípulos salen anonadados.
«Vamonos, Magdalena. Lo dirás a su Madre...»
«Yo no me voy. Me quedo aquí... Podrá venir alguien... No me voy... Aquí hay todavía algo de El. Su Madre tenía razón... Respirar el aire donde estuvo El es el único consuelo que nos queda.»
«El único consuelo... Ahora tú misma lo ves que era una tontería esperar...» dice Pedro.
Magdalena no objeta nada. Se abate hasta el suelo, junto a la puerta y llora mientras los otros despacio se van.
Levanta su cabeza, mira adentro, y entre lágrimas ve a dos ángeles sentados a la cabeza y a los pies de la mesa donde se hizo el embalsamamiento. Está tan atontada la pobre María, con la lucha que traba entre la esperanza que muere y la fe que no quiere morir, que los mira aturdida, sin sorprenderse de ello siquiera. Esta heroína no tiene otra cosa que lágrimas.
« ¿Por qué estás llorando, mujer?» le pregunta uno de los luminosos seres, bellísimos jovencillos.
«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto.»
María no tiene miedo de hablar con ellos, ni pregunta: « ¿Quiénes sois?» Nada. Nada le espanta. Todo cuanto pueda sorprender a un hombre, lo ha ya experimentado. Ahora no es sino algo destruido que llora sin fuerzas, sin importarle nada.
El jovencillo angelical mira a su compañero, le sonríe. El otro hace lo mismo. Con una alegría angelical ambos miran hacia fuera, hacia el huerto florido con los miles de corolas que se han abierto a los primeros rayos del sol en los manzanos que hay allí.
María se vuelve para ver lo que miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo que no comprendo cómo no pudo haberlo reconocido.

Un Hombre que la mira con piedad y le pregunta: «Mujer, ¿por qué estas llorando? ¿A quién buscas?»
Es verdad que Jesús llevado de su compasión para con Magdalena a quien las demasiadas emociones han debilitado y que podría morir de una alegría imprevista no se muestra claramente, pero me pregunto cómo no pudo haberlo reconocido.
Entre sollozos Magdalena dice: « ¡Me han quitado al Señor Jesús! Había venido para embalsamarlo con la esperanza de que resucitase... Todo mi valor, todas mis esperanzas, toda mi fe giraban en torno a mi amor por El... pero ahora no lo encuentro más... He puesto aun mi amor alrededor de mi fe, de la esperanza, del valor para defenderlos de los hombres... Pero ¡todo es inútil! Los hombres han robado a mi Amor y con ello todo se han llevado... ¡Oh Señor mío, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste! Yo lo tomaré... No lo diré a nadie... Será un secreto entre mí y ti. Mira: soy la hija de Teófilo, la hermana de Lázaro, pero estoy a tus pies para suplicártelo como una esclava. ¿Quieres que te compre su cuerpo? Lo haré. ¿Cuánto quieres? Soy rica. Puedo darte mucho oro y muchas piedras preciosas por lo que pesa. Pero devuélvemelo. No te denunciaré. ¿Quieres azotarme? Hazlo. Hasta que me saques sangre si así te parece. Si lo odias a El, desquítate conmigo. Pero devuélvemelo. ¡Oh, no me desoigas, Señor mío! ¡Ten compasión de una pobre mujer!... ¿No quieres hacerlo por mí? Entonces, hazlo por su Madre. ¡Dime, dime, dónde está mi Señor Jesús! Soy fuerte. Lo tomaré entre mis brazos y lo cargaré como a un niño. Señor... señor... lo ves... hace tres días que la ira de Dios nos ha castigado por lo que se hizo a su Hijo... No agregues profanación al delito...»

« ¡María!» Jesús centellea al llamarla por su nombre. Se revela en su triunfante fulgor.
« ¡Raboni!» El grito de María es el «gran grito» que cierra el ciclo de la muerte. Con el primero las tinieblas del odio envolvieron a la Víctima en sus bendas fúnebres, con el segundo las luces del amor aumentaron su brillo.
María al son de su grito que llena el huerto se levanta, se echa a los pies de Jesús. Quiere besarlos.
Jesús tocándola apenas con la punta de sus dedos sobre la frente la separa diciéndole: « ¡No me toques! Aun no he subido a mi Padre con este vestido. Ve donde están mis hermanos y amigos y diles que subo a mi Padre y vuestro, a mi Dios y vuestro. Y luego iré donde están ellos.» Jesús desaparece envuelto en una luz que no puede verse.
Magdalena besa el suelo donde estuvo y corre a casa. Entra como un cohete porque la puerta está semicerrada para que por ella pase el dueño, que ha salido para ir a la fuente. Abre la puerta de la habitación de María, se le echa sobre el pecho, gritando: « ¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado! » y bienaventurada llora.

Mientras acuden Pedro y Juan, y del cenáculo salen espantadas Salomé y Susana, que escuchan lo sucedido, llegan de la calle María de Alfeo, Marta y Juana que con el aliento entrecortado dicen que «estuvieron allí, que vieron dos ángeles, que decían ser los custodios del Hombre-Dios, y el ángel de su Dolor, y que habían recibido la orden de decir a los discípulos que había resucitado.»
Y como Pedro mueve la cabeza, insisten diciendo: «Sí. Han dicho: '¿Porqué buscáis al Viviente entre los muertos? El no está aquí. Ha resucitado como lo predijo cuando estaba en Galilea. ¿No os acordáis de ello? Dijo: 'El Hijo del hombre debe ser entregado en las manos de los pecadores y será crucificado. Pero resucitará al tercer día' '.»
Pedro sacude su cabeza diciendo: « ¡Muchas cosas han sucedido en estos días! Os habéis quedado asustadas.»
Magdalena levanta la cabeza del regazo de María y confiesa: « ¡Lo he visto! Le he hablado. Me ha dicho que sube al Padre y que luego vendrá. ¡Qué bello es!» y llora como nunca lo había hecho, ahora que no tiene por qué atormentarse a sí misma al luchar contra las dudas que le asechan de todas partes.
Pedro y Juan dudan. Se miran. Su mirada dice: « ¡Imaginaciones de mujeres!»
Ahora Susana y Salomé se atreven a hablar. Pero la inevitable diversidad de detalles: de los guardias que antes estaban como muertos y después, no; de los ángeles que son uno y dos, que los apóstoles no vieron; de que Jesús viene aquí y de que se adelanta a ellos en Galilea, hace que la duda crezca más en los apóstoles y que se persuadan que son 'imaginaciones de mujeres'.
María, la feliz Madre, guarda silencio sosteniendo a Magdalena... No comprendo la razón de este silencio maternal.
María de Alfeo dice a Salomé: «Vayamos nosotras dos. Veamos si todas estaban ebrias...» Y salen corriendo.
Las otras se quedan. Los dos apóstoles tranquilamente se burlan de ellas, cerca de María que no dice nada, absorta en un pensamiento que a su modo interpretan y que nadie comprende que sea un éxtasis.

Vuelven las dos mujeres entradas en años: « ¡Es verdad! ¡Es verdad! Lo hemos visto. Nos ha dicho, cerca del huerto de Barnabé: 'La paz sea con vosotras. No tengáis miedo. Id a decir a mis hermanos que he resucitado y que vayan dentro de pocos días a Galilea. Allí estaremos todavía un poco juntos'. Así ha dicho. Magdalena tiene razón. Hay que decirlo a los que están en Galilea, a José, a Nicodemo, a los discípulos de mayor confianza, a los pastores. Id. Haced algo... ¡Oh, ha resucitado!...» todas llenas de felicitad lloran.
« ¡Estáis locas! ¡El dolor os ha trastornado la cabeza! Habéis creído que la luz fuese un ángel, que el viento fuese voz, que el sol fuese Jesús. No os critico. Os comprendo, pero no puedo creer sino en lo que yo he visto: el Sepulcro abierto y vacío y los guardias que huyeron después de haber sido robado el cadáver.»
« ¡Pero si los guardias mismos lo están diciendo que ha resucitado! ¡Si la ciudad está alborotada y los jefes de los sacerdotes están que se mueren de rabia porque los guardias, aterrorizados, han hablado! Ahora quieren que digan de modo diverso y para eso les han pagado. Pero ya se sabe. Si los judíos no creen en la resurrección, si no quieren creer, muchos otros creerán...»

« ¡Uhm, mujeres!...» Pedro levanta sus hombros y hace como que se va.
Entonces la Virgen, que continúa teniendo sobre su pecho a Magdalena que llora como un sauce bajo una llovizna por su inmensa alegría y a quien besa sobre sus rubios cabellos, levanta la mirada transfigurada y dice las siguientes breves palabras: «Realmente ha resucitado. Lo he tenido entre mis brazos. Lo he besado en sus llagas.» Y luego se inclina sobre los cabellos de Magdalena y agrega: «Sí, la alegría es más fuerte que el dolor, pero no es más que un grano de arena de lo que será tu océano de júbilo eterno. Bienaventurada tú que sobre la razón has hecho que hablase el espíritu.»
Pedro no se atreve a protestar... y con uno de sus arranques antiguos, que salen a la superficie, grita, como si de él y no de otros dependiese el retardo: «Entonces, si es así, hay que hacerlo saber a los demás. A los que andan por los campos... buscar... hacer algo. ¡Ea!, levantaos. Si viniese... que por lo menos nos encuentre» y no cae en la cuenta que confiesa que no cree aun ciegamente en la resurrección.


6. Con relación a la escena precedente
(Escrito el 21 de febrero de 1944)


Dice Jesús:

«Las plegarias ardientes de mi Madre anticiparon mi resurrección.
Había yo dicho: 'El Hijo del hombre está para ser matado, pero resucitará al tercer día'. A las tres de la tarde del viernes había ya muerto Yo. Bien calculéis los días como nombre, bien como horas, no era el alba dominical la que debía verme resucitar. Como horas, habían pasado solamente treinta y ocho en vez de las setenta y dos, durante las que mi cuerpo permaneció sin vida. Como días debía esperar por lo menos hasta el atardecer del tercer día para decir que había estado Yo durante ese tiempo en el sepulcro.

Pero mi Madre anticipó el milagro, como cuando con sus oraciones abrió el cielo, anticipándose al tiempo determinado para dar al mundo la Salvación, de igual modo ahora Ella alcanzó que se anticipara la hora para consolar su corazón agonizante.
Yo, a los primeros rayos del tercer día, bajé como sol, con mi resplandor destruí los sellos de los hombres, tan inútiles ante el poder de un Dios, con mi fuerza derribé aquella piedra inútil, con mi presencia aterroricé a los guardias que habían sido puestos para vigilar al que es Vida, a quien ninguna fuerza humana puede impedir que lo sea.
Mucho más poderoso que vuestra luz eléctrica, mi Espíritu entró como espada de fuego divino a calentar los fríos restos de mi cadáver y al nuevo Adán el Espíritu de Dios infundió la vida, diciéndose a Sí mismo: 'Vive. Lo quiero'.

Yo que había resucitado muertos cuando no era más que el Hijo del hombre, la Víctima señalada a llevar las culpas del mundo, ¿no podía resucitarme ahora que era el Hijo de Dios, el Primero y el Ultimo, el Viviente eterno, el que tiene en sus manos las llaves de la Vida y de la Muerte? Y mi Cadáver sintió que la vida volvía a él.
Mira: como un hombre que se despierta después de su profundo sueño, doy un respiro profundo. Ni siquiera abro los ojos. La sangre vuelve a circular por las venas no muy rápidamente, y lleva al cerebro el pensamiento. Pero vengo de muy lejos. Mira, como sucede con un herido a quien un poder milagroso sana, la sangre llena las venas vacías, llena el corazón, da calor a los miembros, las heridas se cierran, los moretones y llagas desaparecen. ¡Cuan herido estaba Yo! Pero la Fuerza entra en actividad. Estoy curado. Me he despertado. He vuelto a la vida. Estuve muerto, ahora vivo. Ahora me levanto.
Me quito las sábanas en que estuve envuelto, me libro de los ungüentos. No tengo necesidad de ellos para aparecer cual soy, la Belleza eterna, la perfección absoluta. Me pongo un vestido que no es de esta tierra, sino que me lo tejió mi Padre, el que teje la suavidad de los cándidos lirios. Estoy vestido de resplandor. Mis llagas me sirven de adorno. No manan sangre, sino luz. Esa luz que será la alegría de mi Madre, de los bienaventurados, y el terror de los malditos, de los demonios en la tierra y en el último día.

El ángel de mi vida terrestre y el ángel que me acompañó en mi dolor, están postrados ante Mí y adoran mi gloria. Están los dos mis ángeles. El uno para sentirse bienaventurado a la vista del Hombre a quien guardó, que no tiene necesidad más de su protección angelical. El otro, que vio mis lágrimas para ver mi sonrisa, que vio mi lucha para ver mi victoria, que vio mi dolor para ver mi alegría.
Salgo al huerto lleno de flores en botón y de rocío. Los manzanos abren sus corolas para formar un arco sobre mi cabeza de Rey. Las hierbas se doblan para servir de alfombra a mis pies que vuelven a pisar la tierra redimida. Me saludan los primeros rayos del sol, el suave aire abrileño, la nubecilla que pasa, sonrosada cual mejilla de niño, y los pájaros de entre las ramas. Soy su Dios. Me adoran.
Paso por entre los guardias medio muertos, símbolo de las almas en pecado mortal que no sienten cuando pasa su Dios.

Es pascua, María. Es el ¡'Paso del Ángel de Dios'! Su paso de la muerte a la vida. Su paso para dar vida a los que creen en su Nombre. Es pascua. Es la paz que pasa por el mundo. La paz que no está más sujeta a las condiciones humanas, sino que está libre, perfecta y activa con su fuerza divina.
Voy a ver a mi Madre. Es justo que vaya a verla. Lo fue para mis ángeles, con mayor razón para con quien además de que me guardó y me consoló, fue la que me dio la vida. Antes de que regrese a mi Padre con mi vestido de Hombre glorificado, voy donde mi Madre. Voy con el resplandor de mi vestido sin igual y con el de diamantes. Ella me puede tocar, ella puede besarlo porque es la Pura, la Hermosa, la Amada, la Bendita, la Santa de Dios.
El nuevo Adán va donde la nueva Eva. El mal entró al mundo por la mujer, y por la Mujer fue vencido. El Fruto de la Mujer ha desintoxicado a los hombres del veneno de Lucifer. Ahora si quieren, pueden ser salvos. Ha salvado a la mujer que quedó tan frágil después de la herida mortal.

Después de ir a la Pura, que por derecho de santidad y maternidad es justo que vaya, me presento a la mujer redimida, a la representante de todas las mujeres a quienes he venido a librar de la mordida de la lujuria, para decirles que se acerquen a Mí para curarlas, que tengan fe en Mí, que crean en mi Misericordia que comprende y perdona, que para vencer a Satanás el cual instiga sus cuerpos, miren mi Carne adornada con las cinco llagas.
No permito que me toque. No es la Pura que puede tocar sin contaminar al Hijo que vuelve al Padre. Todavía le falta mucho que purificar con la penitencia. Pero su amor merece un premio. Ha sabido resucitar por su voluntad del sepulcro de su vicio, deshacerse de Satanás que la tenía aferrada, desafiar al mundo por amor a su Salvador, ha sabido despojarse de todo lo que no fuese amor, que ha sabido no ser otra cosa más que amor que arde por su Dios.

Y Dios la llama: 'María'. Oye y responde: ¡Raboni!'. Y en ese grito se oye su corazón. Le doy el encargo, por haberlo merecido, de ser la mensajera de mi resurrección. Se le tacha de haber visto fantasmas. Pero no le importa a ella, María de Mágdala, María de Jesús, el juicio de los hombres. Me ha visto resucitado, y esto le produce una alegría tal que le impide cualquier otro sentimiento.
¿Ves cómo amo también a la que fue culpable, pero que quiso salir de la culpa? Ni siquiera me muestro primero a Juan, sino a Magdalena. A Juan lo había constituido hijo, y podía serlo porque era puro y podía ser hijo no sólo espiritual, sino que también podía ocuparse de todas aquellas necesidad propias del cuerpo humano de la Pura de Dios.
Magdalena, la resucitada a la gracia, es la primera en verme.
Cuando me amáis hasta vencer todo por Mí, tomo vuestra cabeza y vuestro corazón entre mis manos llagadas y con mi aliento os inspiro mi poder. Os salvo a vosotros, hijos, a quienes amo. Os hacéis hermosos, sanos, libres, felices. Os convertís en los hijos queridos del Señor. Os hago portadores de mi bondad entre los pobres hombres, para que los convenzáis de ella y de Mí.

Tened, tened fe en Mí. Amadme. No temáis. Todo lo que he sufrido para salvaros sea la prenda segura de mi Corazón, de vuestro Dios.»



2º La Ascensión de Nuestro Señor a los cielos

638. Últimas enseñanzas en el Getsemaní, despedida y ascensión al Padre.

Un naciente rosicler de aurora en Oriente. Jesús pasea con su Madre por los escalones de la ladera del Getsemaní. No median palabras, sólo miradas de inefable amor. Quizás ya han sido dichas las palabras, quizás no; han hablado las dos almas: la de Cristo y la de la Madre de Cristo. Ahora lo que hay es contemplación de amor, recíproca contemplación; la conoce la naturaleza asperjada de rocío, y la pura luz matutina; la conocen esas delicadas criaturas de Dios que son las hierbas y las flores, los pájaros y las mariposas. Los hombres están ausentes.

Yo incluso me siento como incómoda de estar presente en esta despedida. «¡Señor, no soy digna!» exclamo entre las lágrimas que me caen, mirando la última hora de unión terrena entre la Madre y el Hijo, y pensando que hemos llegado al final de la amorosa fatiga, tanto Jesús como María como el pequeño, indigno niño que Jesús ha querido que fuera testigo de todo el tiempo mesiánico y que se llama María (aunque a Jesús le gusta llamarla 'el pequeño Juan', o también 'la violeta de la Cruz').

Sí. Pequeño Juan (María Valtorta). Pequeño, porque no soy nada. Juan, porque soy verdaderamente aquella a quien Dios ha conferido grandes gracias, y porque, en medida infinitesimal -pero es todo lo que poseo, y, dando todo lo que poseo sé que doy en la medida perfecta que satisface a Jesús, porque es el 'todo' de mi nada-, en medida infinitesimal, yo, como el gran Juan predilecto, he dado todo mi amor a Jesús y a María, compartiendo con ellos lágrimas y sonrisas, siguiéndolos angustiada de verlos afligidos y de no poder defenderlos del livor del mundo a costa de mi propia vida, palpitando ahora mi corazón al ritmo de los suyos por lo que termina para siempre...

Violeta. Sí. Una violeta que ha tratado de estar escondida entre la hierba para que Jesús no la esquivara -Él que amaba todas las cosas creadas por ser obra del Padre suyo-, sino que la calcara con su pie divino, y yo pudiera morir emanando mi tenue perfume en el esfuerzo de suavizarle el contacto con la tierra áspera y dura. Violeta de la Cruz, sí. Y su Sangre ha llenado

mi cáliz hasta hacerlo plegarse y tocar el suelo...

¡Oh, mi Amado, que, antes, de tu Sangre me has colmado, dándome a contemplar tus pies heridos, clavados al madero '... y al pie de la cruz era yo una plantita de violetas ya abiertas, y caían las gotas de la Sangre divina sobre esa plantita de violetas florecidas...'! ¡Recuerdo lejano, y siempre tan cercano y presente! Preparación para lo que después fui: ese portavoz tuyo que ahora está del todo rociado de tu Sangre, de tus sudores y lágrimas, del llanto de María tu Madre pero que también conoce tus palabras, tus sonrisas, todo, todo acerca de ti; y que ya no emana perfume de violetas, sino el perfume de ti, Amor mío único y solo, ese perfume divino que acunó ayer noche mi dolor y que desciende a mí, delicado como un beso, consolador como el propio Cielo, y me hace olvidar todo para vivir sólo de ti...

Tengo tu promesa. Sé que no te perderé. Me lo has prometido y tu promesa es sincera: es de Dios. Te seguiré teniendo.

Siempre. Sólo si pecara de soberbia, mentira, desobediencia, te perdería; Tú lo has dicho, pero sabes que, sosteniendo tu Gracia mi voluntad, no quiero pecar, y espero no pecar porque Tú me sostendrás. Sé que no soy una encina. Soy una violeta. Un tallito frágil, que se puede plegar bajo la patita de un pajarillo o por el peso de un escarabajo. Pero Tú eres mi fuerza, Señor. Y el amor por ti es mi ala.

No te perderé. Me lo has prometido. Vendrás del todo para mí para traer alegría a tu agonizante violeta. Pero no soy egoísta, Señor. Tú lo sabes. Tú sabes que quisiera dejar de verte yo, con tal de que te vieran muchos otros, y creyeran en ti. A mí ya mucho me has dado, y no soy digna de ello. Verdaderamente me has amado como Tú sólo sabes amar a tus hijos especialmente amados.

Pienso en lo dulce que era verte 'vivir' como Hombre entre los hombres. Y pienso que dejaré de verte así. Todo ha sido visto y dicho. Sé también que no se borrarán de mi pensamiento tus acciones de Hombre entre los hombres, y que no necesitaré libros para recordarte como realmente fuiste: bastará con que mire dentro de mí, donde toda tu vida está imprimida con caracteres indelebles. Pero era dulce, era dulce...

Ahora asciendes... La Tierra te pierde. María de la Cruz (María Valtorta) te pierde, Maestro Salvador. Te tendrá como Dios dulcísimo, y ya no verterás Sangre, sino celestial miel, en el cáliz violáceo de tu violeta... Lloro... He sido discípula tuya junto a las otras por los caminos montanos, frondosos, o áridos, polvorientos de la llanura, en el lago y en las orillas del bello río, de tu Patria. Ahora te marchas, y sólo en el recuerdo veré Belén y Nazaret sobre sus colinas, verdes por los olivos; y Jericó ardiente de sol, susurradora con sus palmeras; y Betania amiga; y Engadí, perla perdida en medio de los desiertos; y la Samaria hermosa; y las óptimas llanuras de Sarón y Esdrelón; y la caprichosa llanura elevada de Transjordania; y la pesadilla del mar Muerto; y las ciudades llenas de sol de la costa mediterránea; y Jerusalén, la ciudad de tu dolor, con sus subidas y bajadas, sus espacios abovedados, sus plazas, sus barrios, pozos y cisternas, colinas y... incluso el triste valle de los leprosos donde tanta misericordia tuya ha sido prodigada... Y la casa del Cenáculo... la fuente que cerca de ella llora... el puentecito sobre el Cedrón, el lugar de tu sudor sanguíneo... el patio del Pretorio...

¡Ah, no! Lo que fue tu dolor está aquí, y aquí permanecerá siempre... Deberé buscar todos los recuerdos para encontrarlos, pero tu oración en el Getsemaní, tu flagelación, tu subida al Gólgota, tu agonía y muerte, y el dolor de tu Madre, no, no habré de buscarlos: están presentes siempre. Quizás los olvide en el Paraíso... y me parece imposible el poder olvidarlos incluso allí... Recuerdo todo lo de esas atroces horas. Recuerdo hasta la forma de la piedra sobre la que caíste, y hasta el capullo de rosa roja que chocaba -y parecía una gota de sangre- contra el granito, contra el cierre de tu sepulcro...

Amor mío divinísimo, tu Pasión vive en mi pensamiento... y a mí se me parte el corazón...

La aurora ha surgido completamente. Ya el sol está alto y los apóstoles hacen oír sus voces. Es una señal para Jesús y María. Se paran. Se miran, el Uno enfrente de la Otra, y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a su Madre... ¡Oh, vaya que si era un Hombre, un Hijo de Mujer! ¡Para creerlo basta mirar este adiós! El amor rebosa en una lluvia de besos a su Madre amadísima. El amor cubre de besos al Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse. Cuando ya parece que vayan a hacerlo, otro abrazo los une de nuevo, y, entre los besos, palabras de recíproca bendición... ¡Oh, verdaderamente es el Hijo del Hombre despidiéndose de la Mujer que lo generó! ¡Verdaderamente es la Madre que da el adiós -para restituirlo al Padre- a su Hijo, la Prenda del Amor a la Purísima!... ¡Dios besando a la Madre de Dios!...

En fin, la Mujer, como criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es, de todas formas, su Hijo; y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de la eterna Amada, y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y luego se inclina y la alza; en fin, deposita un último beso en la blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro

de los cabellos (¡tan juveniles todavía!)...

Regresan hacia la casa, y ninguno, viendo con qué serenidad caminan el Uno al lado de la Otra, pensaría en la onda de amor que poco antes los ha desbordado. ¡Pero qué diferencia también, en este adiós, respecto a la tristeza de otras despedidas ya superadas, y respecto a la desgarradora congoja del adiós de la Madre a su Hijo al que habían dado muerte y había que dejarlo solo en el Sepulcro!... En esta despedida -aunque los ojos brillen con ese llanto que es natural en quien está para separarse de su Amado- los labios sonríen con la alegría de saber que este Amado va a la Morada que en razón de su Gloria le corresponde...

-¡Señor! Fuera están, entre el monte y Betania, todos los que, como habías dicho a tu Madre, querías bendecir hoy -dice Pedro.

-Bien. Ahora vamos donde ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan.

Entran en la habitación donde diez días antes estaban las mujeres para la cena del decimocuarto día del mes. María acompaña a Jesús hasta allí; luego se retira. Se quedan Jesús y los once.

En la mesa hay carne asada, pequeños quesos y aceitunas pequeñas y negras, un ánfora de vino y otra, más grande, de agua, y panes anchos. Una mesa sencilla, no aparejada para una ceremonia de lujo, sino sólo por la necesidad de nutrirse.

Jesús ofrece y divide. Está en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a estos lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás, Felipe y Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado. Así, todos pueden ver a su Jesús... Una comida de breve duración, y silenciosa. Los apóstoles, llegado el último día de cercanía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones, colectivas o individuales, desde la Resurrección, apariciones llenas de amor, no han perdido ni un momento esa devotísima compostura que ha caracterizado sus encuentros con Jesús Resucitado.

La comida ha terminado. Jesús abre las manos por encima de la mesa, con su gesto habitual ante un hecho ineluctable, y dice:

-Bien... Ha llegado la hora en que debo dejaros para volver al Padre mío. Escuchad las últimas palabras de vuestro Maestro.

No os alejéis de Jerusalén en estos días. Lázaro, con el cual he hablado, se ha preocupado una vez más de hacer realidad los deseos de su Maestro, y os cede la casa de la última Cena, para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en oración. Estad dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la venida del Espíritu Santo, que os completará para vuestra misión. Recordad que Yo -y era Dios- me preparé con una severa penitencia a mi ministerio evangelizador. Vuestra preparación será siempre más fácil y más breve. Pero no exijo más de vosotros. Me basta con que oréis con asiduidad, en unión con los setenta y dos y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío con solicitud filial. Ella será para vosotros Madre y Maestra, de amor y sabiduría perfectos.

Habría podido enviaros a otro lugar para prepararos a recibir al Espíritu Santo. Pero no. Quiero que permanezcáis aquí.

Porque es Jerusalén, la que negó, es Jerusalén la que debe admirarse por la continuación de los prodigios divinos, dados en respuesta a sus negaciones. Después el Espíritu Santo os hará comprender la necesidad de que la Iglesia surja justamente en esta ciudad, la cual, juzgando humanamente, es la más indigna de tener a la Iglesia. Pero Jerusalén sigue siendo Jerusalén, a pesar de estar henchida de pecado y a pesar de que aquí se haya verificado el deicidio. Nada la beneficiará. Está condenada.

Pero, aunque ella esté condenada, no todos sus habitantes lo están. Permaneced aquí por los pocos justos que tiene en su seno; permaneced aquí porque ésta es la ciudad regia y la ciudad del Templo, y porque, como predijeron los profetas, aquí, donde ha sido ungido, aclamado y exaltado el Rey Mesías, aquí debe comenzar su soberanía en el mundo, y aquí, y aquí, en este lugar en que Dios ha dado libelo de repudio a la sinagoga a causa de sus demasiado horrendos delitos, debe surgir el Templo nuevo al que acudirán gentes de todas las naciones.

Leed a los profetas (Isaías 2, 1-5; 49, 5-6; 55, 4-5; 60; Miqueas 4, 1-2; Zacarías 8, 20-23). Todo está en ellos predicho.

Primero mi Madre, después el Espíritu Paráclito, os harán comprender las palabras que los profetas dijeron para este tiempo.

Permaneced aquí hasta que Jerusalén os repudie a vosotros como me ha repudiado a mí, hasta que odie a mi Iglesia como me ha odiado a mí y maquine planes para exterminarla. Entonces llevad la sede de esta amada Iglesia mía a otro lugar, porque no debe perecer. Os digo que ni siquiera el Infierno prevalecerá contra ella. Pero si Dios os asegura su protección, no por ello tentéis al Cielo exigiendo todo del Cielo. Id a Efraím, como fue vuestro Maestro porque no era la hora de que fuera capturado por los enemigos. Os digo Efraím para deciros tierra de ídolos y paganos. Pero no será la Efraím de Palestina la que deberéis elegir como sede de mi Iglesia. Recordad cuántas veces -a vosotros congregados o a uno de vosotros individualmente os he hablado de esto, prediciéndoos que ibais a tener que pisar los caminos de la Tierra para llegar al corazón de ella y enclavar allí mi Iglesia. Desde el corazón del hombre, la sangre se propaga a todos los miembros. Desde el corazón del mundo, el cristianismo se debe propagar a toda la Tierra.

Por ahora mi Iglesia es como una criatura ya concebida pero que todavía se está formando en la matriz. Jerusalén es su matriz, y en su interior el corazón, aún pequeño, en torno al cual se congregan los pocos miembros de la Iglesia naciente, envía sus pequeñas ondas de sangre a estos miembros. Pero, cuando llegue la hora señalada por Dios, la matriz madrastra expelerá a

la criatura que se habrá formado en su seno y ésta irá a una tierra nueva, donde crecerá y se hará un Cuerpo grande extendido por toda la Tierra, y los latidos del fuerte corazón de la Iglesia se propagarán por todo su gran Cuerpo. Los latidos del corazón de la Iglesia, rotos todos los vínculos de ésta con el Templo, eterna ella y victoriosa sobre las ruinas del Templo finado y destruido, de la Iglesia que vivirá en el corazón del mundo, diciendo a hebreos y gentiles que sólo Dios triunfa y quiere lo que quiere, y que ni el livor de los hombres ni ejércitos de ídolos detienen su voluntad...

Pero esto vendrá después, y cuando llegue sabréis cómo actuar. E1 Espíritu de Dios os guiará. No temáis. Por ahora congregad en Jerusalén la primera asamblea de los fieles. Luego otras asambleas, a medida que vaya creciendo el número de los fieles, se formarán. En verdad os digo que los ciudadanos de mi Reino aumentarán rápidamente como semillas echadas en óptima tierra. Mi pueblo se propagará por toda la Tierra. El Señor dice al Señor: 'Por haber hecho esto y no haber eludido tu entrega por mí, te bendeciré y multiplicaré tu estirpe como las estrellas del cielo y como las arenas que hay en la playa del mar.

Tu descendencia poseerá la puerta de sus enemigos y en ella serán bendecidas todas las naciones de la Tierra'(Génesis 22,15-18). Bendición es mi Nombre, mi Signo y mi Ley, donde son reconocidos como soberanos.

Está para venir el Espíritu Santo, el Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él. Mirad que estéis puros, como todo lo que debe acercarse al Señor. Yo también era el Señor como Él. Pero había revestido mi Divinidad con un velo para poder estar entre vosotros, y no sólo para adoctrinaros y redimiros con los órganos y la sangre de este velo, sino también para que el

Santo de los Santos estuviera entre los hombres, eliminando la barrera, para todos los hombres, incluso para los impuros, de no poder depositar la mirada en Aquel al que temen mirar los serafines. Pero el Espíritu Santo vendrá sin velo de carne y se posará sobre vosotros y descenderá a vosotros con sus siete dones y os aconsejará. Ahora bien, el consejo de Dios es una cosa tan sublime, que es necesario prepararse para él con la voluntad heroica de una perfección, que os haga semejantes al Padre vuestro y a vuestro Jesús, y a vuestro Jesús en su relación con el Padre y con el Espíritu Santo. Así pues, caridad y pureza perfectas para

poder comprender al Amor y recibirlo en el trono del corazón.

Sumíos en el vórtice de la contemplación. Esforzaos en olvidar que sois hombres y en transformaros en serafines.

Lanzaos al horno, a las llamas de la contemplación. La contemplación de Dios es semejante a chispa que salta del choque de la piedra contra el eslabón y produce fuego y luz. Es purificación el fuego que consume la materia opaca y siempre impura y la transforma en llama luminosa y pura.

No tendréis el Reino de Dios en vosotros si no tenéis el amor. Porque el Reino de Dios es el Amor, y aparece con el Amor, y por el Amor se instaura en vuestros corazones en medio de los resplandores de una luz inmensa que penetra y fecunda, disuelve la ignorancia, comunica la sabiduría, devora al hombre y crea al dios, al hijo de Dios, a mi hermano, al rey del trono que

Dios ha preparado para aquellos que se dan a Dios para tener a Dios, a Dios, a Dios, a Dios sólo. Sed, pues, puros y santos por la oración ardiente que santifica al hombre porque le sumerge en el fuego de Dios, que es la caridad.

Vosotros debéis ser santos. No en el sentido relativo que esta palabra ha tenido hasta ahora, sino en el sentido absoluto que Yo le he dado proponiéndoos la santidad del Señor como ejemplo y límite, o sea, la santidad perfecta. Nosotros llamamos santo al Templo, santo al lugar donde está el altar, Santo de los Santos al lugar velado donde está el arca y el propiciatorio. Pero, en verdad os digo que los que poseen la Gracia y viven en santidad por amor al Señor son más santos que el Santo de los Santos, porque Dios no se limita a colocarse sobre ellos -como sobre el propiciatorio del Templo, para dar sus órdenes- sino que mora en ellos, para darles sus amores.

¿Os acordáis de mis palabras de la última Cena? Os prometí el Espíritu Santo. Pues bien, está para llegar, para bautizaros no ya con agua, como hizo con vosotros Juan preparándoos para mí, sino con el fuego, para prepararos a que sirváis al Señor tal y como Él quiere que vosotros lo sirváis. Mirad, Él estará aquí dentro de no muchos días. Después de su venida vuestras capacidades aumentarán sin medida, y seréis capaces de comprender las palabras de vuestro Rey y hacer las obras que Él ha dicho que se hagan, para extender su Reino sobre la Tierra.

-¿Entonces vas a reconstruir, después de la venida del Espíritu Santo, el Reino de Israel? - le preguntan interrumpiéndole.

-Ya no existirá el Reino de Israel, sino mi Reino, que se verá cumplido cuando el Padre ha dicho. No os corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre se ha reservado en su poder. Pero vosotros, entretanto, recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá a vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los confines de la Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Stmo. del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Otra cosa quiero. Que la asamblea de Jerusalén la presida Santiago, mi hermano. Pedro, como jefe de toda la Iglesia, deberá emprender a menudo viajes apostólicos, porque todos los neófitos desearán conocer al Pontífice jefe supremo de la Iglesia. Pero grande será el predicamento que, ante los fieles de la naciente Iglesia, tendrá mi hermano. Los hombres son

siempre hombres y ven las cosas como, hombres. A ellos les parecerá que Santiago sea una continuación de mí, por el simple hecho de ser hermano mío. En verdad digo que es más grande y más semejante al Cristo por la sabiduría que por el parentesco.

Pero, así es; los hombres, que no me buscaban mientras estaba en medio de ellos, ahora me buscarán en aquel que es pariente mío. Tú, Simón Pedro... tú estás destinado a otros honores...

-Que no merezco, Señor. Te lo dije cuando te me apareciste, y te lo digo, en presencia de todos, una vez más. Tú eres bueno, divinamente bueno, además de sabio, y cabal ha sido tu juicio sobre mí. Yo renegué de ti en esta ciudad. Cabalmente has juzgado que no reúno las condiciones para ser su jefe espiritual. Quieres evitarme muchos vituperios justos...

-Todos fuimos iguales, menos dos, Simón. Yo también huí. No es por esto, sino por las razones que ha expresado, por lo que el Señor me ha destinado a mí a este puesto; pero tú eres mi Jefe, Simón de Jonás, y como tal te reconozco. En la presencia del Señor y de todos los compañeros, te profeso obediencia. Te daré lo que pueda para ayudarte en tu ministerio, pero, te lo ruego, dame tus órdenes, porque tú eres el Jefe y yo el súbdito. Cuando el Señor me ha recordado una conversación ya lejana, he agachado la cabeza diciendo: 'Hágase lo que Tú quieres'. Esto mismo te diré a ti a partir del momento en que, habiéndonos dejado el Señor, tú seas su Representante en la Tierra. Y nos querremos ayudándonos en el ministerio sacerdotal - dice Santiago, inclinándose desde su sitio para rendir homenaje a Pedro.

-Sí. Quereos unos a otros, ayudándoos recíprocamente, porque éste es el mandamiento nuevo y la señal de que sois verdaderamente de Cristo.

No os turbéis por ninguna razón. Dios está con vosotros. Podéis hacer lo que quiero de vosotros. No os impondría cosas que no pudierais hacer, porque no quiero vuestra perdición sino vuestra gloria. Mirad, voy a preparar vuestro lugar junto a mi trono. Estad unidos a mí y al Padre en el amor. Perdonad al mundo que os odia. Llamad hijos y hermanos a los que se acerquen a vosotros, o a los que ya están con vosotros por amor a mí.

Tened la paz de saber que siempre estoy preparado para ayudaros a llevar vuestra cruz. Yo estaré con vosotros en las fatigas de vuestro ministerio y en la hora de las persecuciones; y no pereceréis, no sucumbiréis, aunque lo parezca a los que ven las cosas con los ojos del mundo. Sentiréis peso, aflicción, cansancio, seréis torturados, pero mi gozo estará en vosotros, porque os ayudaré en todo. En verdad os digo que, cuando tengáis como Amigo al Amor, comprenderéis que todas las cosas sufridas y vividas por amor a mí se hacen ligeras, aun las duras torturas del mundo. Porque para aquel que reviste todas sus acciones -voluntarias o impuestas- de amor, el yugo de la vida y del mundo se le transforman en yugo recibido de Dios, recibido de mí. Y os repito que mi carga está siempre proporcionada a vuestras fuerzas y que mi yugo es ligero, porque Yo os ayudo a llevarlo.

Sabéis que el mundo no sabe amar. Pero vosotros, de ahora en adelante, amad al mundo con amor sobrenatural, para enseñarle a amar. Y si os dicen, al veros perseguidos: '¿Así os ama Dios?, ¿haciéndoos sufrir?, ¿dándoos dolor? Entonces no merece la pena ser de Dios', responded: 'El dolor no viene de Dios. Pero Dios lo permite. Nosotros sabemos el motivo de ello y nos gloriamos de tener la parte que tuvo Jesús Salvador, Hijo de Dios'. Responded: 'Nos gloriamos si nos clavan en la cruz, nos gloriamos de continuar la Pasión de nuestro Jesús'. Responded con las palabras de la Sabiduría (Sabiduría 2, 23-24): 'La muerte y el dolor entraron en el mundo por envidia del demonio. Pero Dios no es autor de la muerte ni del dolor, ni se goza del dolor de los vivientes. Todas sus cosas son vida y todas son salutíferas'. Responded: “Al presente parecemos perseguidos y vencidos, pero en el día de Dios, cambiadas las tornas, nosotros, justos, perseguidos en la Tierra, estaremos gloriosos frente a los que nos vejaron y despreciaron'. Pero decidles también: '¡Venid a nosotros! Venid a la Vida y a la Paz. Nuestro Señor no quiere vuestra perdición, sino vuestra salvación. Por esto ha entregado a su Hijo predilecto, para la salvación de todos vosotros'.

Y alegraos de participar en mis padecimientos para poder estar después conmigo en la gloria. 'Yo seré vuestra desmesurada recompensa' promete en Abraham (Génesis 15, 1) el Señor a todos sus siervos fieles. Sabéis cómo se conquista el Reino de los Cielos: con la fuerza; y a él se llega a través de muchas tribulaciones. Pero el que persevere como Yo he perseverado estará donde estoy Yo.

Ya os he dicho cuál es el camino y la puerta que llevan al Reino de los Cielos, y Yo he sido el primero en caminar por ese camino y en volver al Padre por esa puerta. Si existieran otros os los habría mostrado, porque siento compasión de vuestra debilidad de hombres. Pero no existen otros... Al señalároslos como único camino y única puerta, también os digo, os repito, cuál es la medicina que da fuerza para recorrerlo y entrar. Es el amor. Siempre el amor. Todo se hace posible cuando en nosotros está el amor. Y el Amor, que os ama, os dará todo el amor, si pedís en mi Nombre tanto amor como para haceros atletas en la santidad.

Ahora vamos a darnos el beso de despedida, amigos míos queridísimos.

Se pone en pie para abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras que Jesús tiene una sonrisa pacífica de una hermosura verdaderamente divina, ellos lloran, llenos de turbación, y Juan, echándose sobre el pecho de Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos que le rompen el pecho de tan lacerantes como son, solicita, por todos, intuyendo el deseo de todos:

-¡Danos al menos tu Pan! ¡Que nos fortalezca en este momento!

-¡Así sea! - le responde Jesús.

Entonces toma un pan, lo parte después de haberlo ofrecido y bendecido, y repite las palabras rituales. Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:

-Haced esto en memoria mía - añadiendo:

-De mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar siempre con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.

Los bendice y dice:

-Y ahora vamos.

Salen de la habitación, de la casa...

Jonás, María y Marco están afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.

-La paz permanezca con vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado - dice Jesús bendiciéndolos al pasar.

Marcos se alza y dice:

-Señor, los olivares que hay a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.

-Ve a decirles que se dirijan al Campo de los Galileos.

Marcos se echa a correr con toda la velocidad de sus jóvenes piernas.

-Entonces, han venido todos - dicen entre sí los apóstoles.

Más allá, sentada entre Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor. Y, viéndolo acercarse, se levanta, y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.

-Ven, Madre, y también tú, María... - invita Jesús al verlas paradas, paralizadas por la majestad que, resplandeciente, emana como en la mañana de la Resurrección. Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya, así que, afablemente, pregunta a María de Alfeo:

-¿Estás sola?

-Las otras... las otras están adelante... con los pastores y... con Lázaro y toda su familia... Pero nos han dejado a nosotras aquí, porque... ¡oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!... ¿Cómo soportaré el no verte, Jesús bendito, Dios mío, yo que te quise incluso antes de que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de la matanza... yo que tenía mi sol, y todo, todo mi bien en tu sonrisa desde que volviste?... ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!... ¡Ahora sí que voy a ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente sola!... ¡Estando Tú, teníamos todo!... Aquella tarde creí conocer todo el dolor... Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día, me había ofuscado y... sí, era menos fuerte que ahora... Y además... estaba el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora... - llora, y, tanto la ahoga el llanto, que jadea.

-María buena, verdaderamente te afliges como un niño que crea que su madre ya no lo quiere y que lo haya abandonado por haber ido a la ciudad (a comprarle regalos que lo harán feliz, y pronto volverá a él para cubrirlo de caricias y regalos). ¿No es esto, acaso, lo que Yo hago contigo? ¿No voy a prepararte la alegría? ¿No voy para volver y decirte: 'Ven, pariente y discípula mía amada, madre de mis amados discípulos'? ¿No te dejo mi amor? ¡Te doy mi amor, María! ¡Bien sabes que te quiero! No llores así. Exulta, más bien, porque ya no me verás vilipendiado y fatigado, ni perseguido, ni sólo rico del amor de pocos. Y con mi amor te dejo a mi Madre. Juan será para ella hijo. Tú sé para Ella buena hermana, como siempre. ¿Lo ves? Mi

Madre no llora. Sabe que, si bien la nostalgia de mí será la lima que consumirá su corazón, la espera será en todo caso breve respecto a la gran alegría de una eternidad de unión, y sabe también que esta-separación nuestra no será tan absoluta que le haga exclamar: 'Ya no tengo Hijo'. Ése fue el grito de dolor del día del dolor. Ahora en su corazón canta la esperanza: 'Sé que mi Hijo sube al Padre, pero no me dejará sin sus espirituales amores'. Créelo así también tú, y todos... Ahí están los otros y las otras. Ahí están mis pastores.

Las caras de Lázaro y sus hermanas, en medio de todos los domésticos de Betania, y la cara de Juana, semejante a una rosa bajo un velo de lluvia, y las de Elisa y Nique, ya marcadas por la edad (y ahora las arrugas se hacen más profundas a causa del dolor: dolor de cualquier modo, para la criatura humana, aunque el alma se alegre por el triunfo del Señor), y la cara de Anastática, y las caras de azucena de las primeras vírgenes, y el ascético rostro de Isaac, y el inspirado de Matías, y el rostro viril de Manahén, y los austeros de José y Nicodemo... Caras, caras, caras...

Jesús llama a los pastores, a Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los otros de los setenta y dos discípulos. Les dice que se acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores. Dice a éstos:

-Venid aquí. Vosotros, que estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo, y que os inclinasteis ante su anonadamiento, estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en vuestro espíritu por su glorificación. Habéis merecido este puesto porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis sabido sufrir por vuestra fe. Os doy las gracias por vuestro amor fiel.

A todos os doy las gracias. A ti, Lázaro amigo. A ti, José, y a ti. Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar un gran peligro. A ti, Manahén, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores de un inmundo. A ti, Esteban, florida corona de justicia, que has dejado lo imperfecto por lo perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te será anunciada por los ángeles. A ti, Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo, y venido a la Luz más que a la vista. A ti, Nicolái, que, siendo prosélito, has sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación. Y a vosotras, discípulas buenas, y más fuertes que Judit, sin por ello dejar de ser dulces.

Y a ti, Margziam, niño mío, que tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial, para memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante de la cancilla de Lázaro con el rótulo de desafío: 'Y ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado', último de los inocentes que en Palestina perdieron la vida por servirme a mí aun inconscientemente, y primero de los inocentes de todas las naciones, de los inocentes que, por haberse acercado a Cristo, serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores arrancados de su tallo antes de abrirse. Que este nombre, Marcial, te señale tu destino futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi amor conquistó al niño romano para el

Cielo.

A todos, a todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del hombre.

Bendita sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en los gentiles, y que se ha manifestado en el amor que ha tenido hacia mí.

Bendita sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me procuraron delicia y alimento muchas veces. Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su calor, por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar al Hijo del hombre. Bendito seas tú, Sol, bendito seas tú, mar, benditos seáis vosotros, montes, colinas, llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna oración y en el dolor. Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi peregrinaje de Evangelizador.

Benditas seáis todas, todas vosotras, criaturas, obras del Padre mío, compañeras mías en este tiempo mortal, amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios. (Con su última bendición - dirá la Madre Santísima – Jesús devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación)

¡Benditos seáis también vosotros, instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales, madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del Padre mío!

¡Qué voz tan resonante tiene Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como voz de bronce golpeado; se propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las direcciones.

Yo digo que constituyen centenares las personas que rodean a Jesús, que sube con aquellos a quienes más quiere hacia la cima del Monte de los Olivos. Pero Jesús, al llegar al principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período situado entre las dos fiestas, ordena a los discípulos:

-Detened a la gente donde está. Luego seguidme.

Sigue subiendo, hasta el lugar más alto del monte, el lugar más próximo a Betania, a la que domina -no a Jerusalén desde arriba. Arrimados a Él, su Madre, los apóstoles, Lázaro, los pastores y Margziam. Más allá, en semicírculo, manteniendo a distancia a la muchedumbre de los fieles, los otros discípulos.

Jesús está en pie sobre una ancha piedra un poco prominente y albeante entre la hierba verde de un claro. El sol incide en Él, haciendo blanquear, cual si fuera nieve, su túnica; relucir, cual si fueran de oro, sus cabellos. Sus ojos centellean con luz divina.

Abre los brazos en ademán de abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre.

Su inolvidable, inimitable voz da la última orden:

-¡Id! Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la Tierra. Dios esté con vosotros. Que su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida eterna.

Se transfigura en belleza. ¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor. Caen todos de rodillas, adorando. Él, elevándose ya de la piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre, y su sonrisa alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar... Es su último adiós a su Madre.

Sube, sube... El Sol, aún más libre para besarlo -ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que intercepten el camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo, y evidencia sus Llagas gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos. El resto es un perlado sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en este último instante como en la noche natalicia. Centellea la Creación con la luz del Cristo que asciende. Una luz que supera a la del Sol. Una luz sobrehumana y beatísima. Una luz que desciende del Cielo al encuentro de la

Luz que asciende... Y Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este océano de esplendores...

En la tierra, dos únicos ruidos en el silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María cuando El desaparece: « ¡Jesús!», y el llanto de Isaac. Los demás están enmudecidos por religioso estupor, y permanecen allí, como en espera de algo, hasta que dos luces angélicas candidísimas, en forma mortal, aparecen y dicen las palabras recogidas en el

primer capítulo de los Hechos Apostólicos:

-Hombres de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo? Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y que ha sido elevado al Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido tiempo, tal y como ahora se ha marchado.



3º La venida del Espíritu Santo sobre María Santísima y sobre los Apóstoles

640 La venida del Espíritu Santo. Fin del ciclo mesiánico.

No hay voces ni ruidos en la casa del Cenáculo. No hay tampoco discípulos (al menos, no oigo nada que me autorice a decir que en otros cuartos de la casa estén reunidas personas). Sólo se constatan la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima (recogidos en la sala de la Cena).

La habitación parece más grande porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. A la tercera ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena. Entre la mesa y la parecí, y también a los dos lados más estrechos de la mesa, están los triclinios usados en la Cena y el taburete usado por Jesús para el lavatorio de los pies. Pero estos triclinios no están colocados verticalmente respecto a la mesa, como para la Cena, sino paralelamente, de forma que los apóstoles pueden estar sentados sin ocuparlos todos, aun dejando libre uno, el único vertical respecto a la mesa, sólo para la Virgen bendita, que está en el centro, en el lugar que Jesús ocupaba en la Cena.

No hay en la mesa mantelería ni vajilla; está desnuda, y desnudos están los aparadores y las paredes. La lámpara sí, la lámpara luce en el centro, aunque sólo con la llama central encendida, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca lámpara está apagada.

Las ventanas están cerradas y trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se filtra ardido por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta el suelo, donde pone un arito de sol.

La Virgen, sentada sola en su asiento, tiene a sus lados, en los triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha, a Pedro; a la izquierda, a Juan). Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo blanco, cubierto a su vez por el

extremo de su manto Todos los demás tienen la cabeza descubierta.

María lee atentamente en voz alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de hacerlo.

El rostro de María aparece transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la capacidad de encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es, verdaderamente, la Rosa mística...

Los apóstoles se echan algo hacia adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María mientras tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A Pedro le causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse en la mata de su barba entrecana.

Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee, y, cuando le acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.

La lectura ha terminado. Cesa la voz de María. Cesa el frufrú que produce el desenrollar o enrollar los pergaminos.

María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan...

Un ruido fortísimo y armónico, con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada, vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca.

Los apóstoles alzan, asustados, la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más, algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de pecho pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.

El único que no se asusta es Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado.

Pero, todo lo que he tardado minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.

Y luego entra la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque María, al ver al Fuego

Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de amor sin límites). Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles.

Pero la llama que desciende sobre María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad... gozando ya de una anticipación de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del Paraíso.

El Espíritu Santo rutila sus llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen diamantes.

El Fuego permanece así un tiempo... Luego se disipa... De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna flor terrenal puede emanar... es el perfume del Paraíso...

Los apóstoles vuelven en sí... María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los ojos, baja la cabeza... nada más... continúa su diálogo con Dios... insensible a todo... Y ninguno osa interrumpirla.

Juan, señalándola, dice:

-Es el altar, y sobre su gloria se ha posado la Gloria del Señor...

-Sí, no perturbemos su alegría. Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras y palabras en medio de los pueblos - dice Pedro con sobrenatural impulsividad.

-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de Dios arde en mí - dice Santiago de Alfeo.

-Y nos impulsa a actuar. A todos. Vamos a evangelizar a las gentes.

Salen como empujados por una onda de viento o como atraídos por una vigorosa fuerza.

Dice Jesús (a María Valtorta):

-Aquí termina esta Obra que mi amor por vosotros ha dictado, y que vosotros habéis recibido por el amor que una criatura ha tenido hacia mí y hacia vosotros.

Ha terminado hoy, conmemoración de Santa Zita de Luca, humilde sirvienta que sirvió a su Señor en la caridad en esta Iglesia de Luca, ciudad a la que Yo, desde lugares lejanos llevé a mi pequeño Juan para que me sirviera en la caridad y con el mismo amor de Santa Zita hacia todos los infelices. Zita daba pan a los menesterosos, recordando que en cada uno de ellos estoy Yo, y que vivirán gozosos a mi lado aquellos que hayan dado pan y bebida a los que tienen sed y hambre. María-Juan ha dado mis palabras a los que flaquean envueltos en la ignorancia, en la tibieza o en la duda sobre la Fe, recordando que la Sabiduría dijo (Sabiduría 3, 1-9; Daniel 12, 3-4) que brillarían como estrellas en la eternidad aquellos que con fatiga se esforzaran en dar a conocer a Dios, dando gloria a su Amor dándolo a conocer a muchos y haciendo que muchos lo amen.

Y ha terminado hoy, día en que la Iglesia eleva a los altares a María Teresa Goretti, (María Teresa Goretti, más conocida como María Goretti, mártir de la pureza (1890-1902), beatificada el 27 de Abril de 1947 y canonizada en 1950) pura azucena de los campos que vio su tallo quebrado cuando todavía era capullo su corola -¿por quién quebrado, sino por Satanás, envidioso ante ese candor más esplendoroso que su antiguo aspecto de ángel?-, quebrado por ser flor consagrada al Amador divino.

Virgen y mártir, María, de este siglo de infamias en que se mancilla incluso el honor de la Mujer, escupiendo baba de reptiles negadora del poder de Dios de dar una morada inviolada a su Verbo, que, por obra del Espíritu Santo, se encarnaba para salvar a los que en Él creyeran. También María-Juan es mártir del Odio, que no quiere que mis maravillas sean celebradas con esta Obra, arma que tiene poder para arrebatarle muchas presas. Pero también María-Juan sabe, como sabía María Teresa, que el martirio -fueren cuales fueren su nombre y su aspecto- es llave para abrir sin dilación el Reino de los Cielos para aquellos que lo padecen como continuación de mi Pasión.

La Obra ha terminado. (Pero no han terminado las 'visiones' ni los 'dictados' fuera del ciclo mesiánico, declarado concluido con la venida del Espíritu Santo. Por ello se añadirán, completivos de la Obra, otros escritos pertinentes (de varios años, sobre todo del 1951). Como consecuencia, la Despedida de la Obra, escrita el 28 de Abril de 1947 y que en los cuadernos autógrafos sigue inmediatamente al presente 'dictado', será recogida al término de la conclusión de la Obra) Y, con su fin, con la venida del Espíritu Santo, se concluye el ciclo mesiánico, que mi Sabiduría ha iluminado desde sus albores (la Concepción inmaculada de María) hasta su terminación (la venida del Espíritu Santo). Todo el ciclo mesiánico es obra del Espíritu de Amor, para quien sabe ver bien. Cabal, pues, el haberlo empezado con el misterio de la inmaculada Concepción de la Esposa del Amor, y el haberlo concluido con el sello de Fuego Paráclito puesto en la Iglesia de Cristo.

Las obras manifiestas de Dios, del Amor de Dios, terminan con Pentecostés. Desde entonces, continúa ese misterioso obrar de Dios en sus fieles, unidos en el Nombre de Jesús en la Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana; y la Iglesia –o sea, la asamblea de los fieles -pastores, ovejas y corderos- puede continuar su camino sin errar, por la continua, espiritual operación del Amor en sus fieles. El Amor, Teólogo de los teólogos, Aquel que forma a los verdaderos teólogos, que viven abismados en Dios y tienen a Dios dentro de sí -la vida de Dios dentro de sí por la dirección del Espíritu de Dios que los guía-, los verdaderos 'hijos de Dios' según el concepto de Pablo. (Romanos 8, 14-17)

Y al término de la Obra debo poner una vez más el lamento que he colocado al final de cada uno de los años evangélicos. Y en mi dolor de ver despreciado mi don os digo: 'No recibiréis más, porque no habéis sabido acoger esto que os he dado'. Y digo también las palabras que os hice llegar el pasado verano para llamaros de nuevo al camino recto: “No me veréis hasta que no llegue el día en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor”.



4º La Asunción de María Santísima a los cielos

649 El beato tránsito de María Santísima.

María, en su pequeño cuarto solitario situado arriba en la terraza, vestida enteramente de cándido lino (de cándido lino son la túnica que cubre sus miembros, y el manto que, sujeto en la base del cuello, desciende por sus espaldas, y el velo sutilísimo que le pende de la cabeza), está ordenando sus vestidos y los de Jesús, que siempre ha conservado. Elige los mejores.

Éstos mejores son pocos. De los suyos, toma la túnica y el manto que tenía en el Calvario; de los de su Hijo, una túnica de lino que Jesús acostumbraba a llevar en los días veraniegos y el manto encontrado en el Getsemaní, todavía manchado de la sangre brotada con el sudor sanguíneo de aquella hora tremenda.

Dobla bien estos indumentos, besa el manto ensangrentado de su Jesús, y se dirige hacia el arca en que están, ya desde hace años, recogidas y conservadas las reliquias de la última Cena y de la Pasión. Las reúne en una única parte, la superior, y pone todos los indumentos en la inferior.

Está cerrando el arca cuando Juan, que ha subido silenciosamente a la terraza, donde debe haber subido María a pasar las horas de la mañana, y se ha asomado a ver qué hace, quizás impresionado por su larga ausencia de la cocina, le hace volverse bruscamente al preguntarle:

-¿Qué haces, Madre?

-He ordenado todo lo que conviene conservar. Todos los recuerdos... Todo lo que constituye un testimonio de su amor y dolor infinitos.

-¿Por qué, Madre, volverte a abrir las heridas del corazón viendo de nuevo esas cosas tristes? Sufres viéndolas, porque estás pálida y tu mano tiembla - le dice Juan acercándose a Ella, como temiendo que -tan pálida y temblorosa como está- pueda sentirse mal y caer al suelo.

-¡Oh, no es por eso por lo que estoy pálida y tiemblo! No es porque se me abran de nuevo las heridas... que, en verdad, nunca se han cerrado completamente. En realidad, siento en mí paz y gozo, una paz y un gozo que nunca han sido tan completos como ahora.

-¡Nunca como ahora! No entiendo... A mí el ver esas cosas, llenas de atroces recuerdos, me hace renacer la angustia de aquellas horas. Y yo soy sólo un discípulo suyo; tú eres su Madre...

-Y, como tal, debería sufrir más, quieres decir. Y, humanamente, no yerras. Pero no es así. Yo estoy acostumbrada a soportar el dolor de las separaciones de Él. Siempre dolor porque su presencia y cercanía eran mi Paraíso en la Tierra. Pero también siempre con buena disposición y serenamente sufridas, porque todos sus actos respondían a la Voluntad del Padre suyo, eran actos de obediencia a la Voluntad divina, y, por tanto, yo lo aceptaba porque yo también he obedecido siempre a los deseos y planes de Dios para mí. Cuando Jesús me dejaba, sufría. ¡Claro! Me sentía sola. El dolor que sufrí cuando, siendo niño, me dejó ocultamente por el debate con los doctores del Templo, sólo Dios lo ha medido en su más auténtica intensidad; y, a pesar de ello, aparte de la justa pregunta que, como madre, le hice por haberme dejado así, no le dije nada más. Y tampoco lo retuve cuando me dejó para manifestarse como Maestro... y ya había enviudado de José, y, por tanto, estaba sola, en una ciudad que, excepción hecha de algunas escasas personas, no me quería. Y no mostré estupor por su respuesta en el banquete de Caná. Él hacía la voluntad del Padre, yo lo dejaba libre para hacerla. Podía llegar a darle un consejo o a pedirle algo: un consejo sobre los discípulos, una súplica por algún desdichado. Pero más, no. Yo sufría cuando me dejaba para ir al mundo, a ese mundo que le era hostil, a ese mundo tan pecador, que el hecho de vivir en él le resultaba ya un sufrimiento. ¡Pero, cuánta alegría cuando volvía! Era una alegría tan profunda, que me compensaba setenta veces siete el dolor de la separación.

Desgarrador fue el dolor de la separación que siguió a su Muerte, pero ¿con qué palabras podré expresar el gozo que sentí cuando se me apareció resucitado? Inmensa fue la pena de la separación por su regreso al Padre, una pena sin término hasta el acabamiento de mi vida terrena. Ahora experimento el gozo, inmenso gozo como inmensa ha sido la pena, porque siento que mi vida toca a su fin. He hecho cuanto debía hacer. He terminado mi misión terrena. La otra, la celeste, no tendrá fin. Dios me ha dejado en esta Tierra hasta que he consumado -yo también, como mi Jesús- todo lo que debía consumar. Y tengo dentro de mí esa secreta alegría -única gota de bálsamo en medio de sus amarguísimos, finales, atroces sufrimientos- que tuvo Jesús cuando pudo decir: 'Todo está consumado'.

-¿Alegría en Jesús? ¿En aquella hora?

-Sí, Juan. Una alegría incomprensible para los hombres, pero comprensible para los espíritus que ya viven en la luz de Dios y ven las cosas profundas, escondidas bajo los velos que el Eterno corre sobre sus secretos de Rey, gracias a esa luz. Yo, tan angustiada como estaba, profundamente turbada por lo que estaba sucediendo, asociada a Él, a mi Hijo, en el abandono en las manos del Padre, no comprendí en esos momentos. La Luz se había apagado para el mundo todo que no la había querido acoger. Y también para mí. No por un justo castigo, sino porque, debiendo ser la Corredentora, yo también debía padecer la angustia del abandono de los consuelos divinos, la tiniebla, la desolación, la tentación de Satanás de que no creyera ya posible lo que Él había dicho; todo lo que Él padeció en el espíritu desde el Jueves hasta el Viernes. Pero luego comprendí. Cuando la Luz, resucitada para siempre, se me apareció, comprendí. Todo. Incluso la secreta, final alegría de Cristo cuando pudo decir: 'Todo lo que el Padre quería que llevara a cabo lo he cumplido. He colmado la medida de la caridad divina amando al Padre hasta el sacrificio de mí mismo, amando a los hombres hasta morir por ellos. Todo lo que debía llevar a cabo lo he cumplido. Muero lacerado en mi carne inocente, pero contento en el espíritu'. Yo también he cumplido todo lo que, ab aeterno, estaba escrito que cumpliera. Desde la generación del Redentor hasta la ayuda a vosotros, sus sacerdotes, para que os formarais perfectamente. La Iglesia, actualmente, está formada y es fuerte. El Espíritu Santo la ilumina, la sangre de los primeros mártires la une sólidamente y multiplica; mi ayuda ha cooperado en hacer de Ella un organismo santo, al que la caridad hacia Dios y hacia los hermanos alimenta y fortalece cada vez más, y donde los odios, rencores, envidias, maledicencias, malvadas plantas de Satanás, no arraigan. Dios está contento de ello, y quiere que lo sepáis a través de mis labios, como también quiere que os diga que continuéis creciendo en la caridad para poder crecer en la perfección, y lo mismo en número de cristianos y en potencia de doctrina. Porque la doctrina de Jesús es doctrina de amor. Porque la vida de Jesús, y también la mía, estuvieron siempre guiadas y movidas por el amor. Ninguno fue rechazado por nosotros, a todos los perdonamos; sólo a uno no pudimos otorgarle el perdón, porque él, siendo ya esclavo del Odio, no quiso nuestro amor sin límites. Jesús, en su último adiós antes de la muerte, os mandó que os amarais los unos a los otros. Y os dio incluso la medida del amor que debíais guardaros, diciéndoos: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado. Por esto se sabrá que sois mis discípulos”. La Iglesia, para vivir y crecer, tiene necesidad de la caridad. Caridad, sobre todo, en sus ministros. Si no os amarais entre vosotros con todas vuestras fuerzas, y, de la misma manera, no amarais a vuestros hermanos en el Señor, la Iglesia se haría estéril, y raquítica y escasa sería la nueva creación y la supercreación de los hombres, para el grado de hijos del Altísimo y coherederos del Reino del Cielo, porque Dios dejaría de ayudaros en vuestra misión. Dios es Amor. Todos sus actos han sido actos de amor. Desde la Creación hasta la Encarnación, desde ésta hasta la Redención, desde ésta, a su vez, hasta la fundación de la Iglesia, y, en fin, desde ésta hasta la Jerusalén celestial, que recogerá a todos los justos para que exulten en el Señor. Te digo a ti estas cosas porque eres el Apóstol del amor y las puedes comprender mejor que los otros...

Juan la interrumpe diciendo:

-También los otros aman y se aman».

-Sí. Pero tú eres el Amante por excelencia. Cada uno de vosotros tuvo siempre una característica, como, por lo demás, la tienen todas las criaturas. Tú, en el número de los doce, fuiste siempre el amor, el puro y sobrenatural amor. Quizás -es más, ciertamente- por ser tan puro amas tanto. ¿Y Pedro? Pedro fue siempre el hombre, el hombre auténtico e impetuoso. Su hermano, Andrés, tuvo todo el silencio y timidez que el otro no tenía. Santiago, tu hermano, impulsivo, tanto que Jesús lo llamó hijo del trueno. El otro Santiago, hermano de Jesús, justo y heroico. Judas de Alfeo, su hermano, noble y leal, siempre; la descendencia de David era evidente en él. Felipe y Bartolomé eran los tradicionalistas. Simón el Zelote, el prudente. Tomás, el pacífico. Mateo, el hombre humilde que, teniendo presente su pasado, trataba de pasar inadvertido. Y Judas de Keriot, ¡ay!, la oveja negra del rebaño de Cristo, la serpiente que recibió el calor de su amor, fue el satánico embustero, siempre. Pero tú, todo tú amor, puedes comprender mejor y ser voz de amor para todos los otros, para los lejanos, para transmitirles este último consejo mío. Les dirás que se amen y que amen a todos, incluso a sus perseguidores, para ser una sola cosa con Dios, como yo lo fui, hasta el punto de merecer ser elegida esposa del Amor eterno para concebir a Cristo. Yo me he entregado a Dios sin medida, aun comprendiendo desde el primer momento cuánto dolor me habría acarreado ello. Los profetas estaban presentes en mi mente, y sus palabras la luz divina me las hacía clarísimas. Por tanto, desde mi primer 'fiat' al Ángel, supe que me consagraba al mayor de los dolores que madre alguna pudiera padecer. Pero nada puso límite a mi amor. Porque yo sé que el amor es, para cualquiera que lo use, fuerza, luz, imán que atrae hacia arriba, fuego que purifica y hace hermoso todo lo que enciende, y transforma y transhumana a todos los que ciñe en su abrazo. Sí, el amor es realmente llama. Es llama que, aun destruyendo todo lo caduco, hace de ello -aunque se trate de un desecho, un detrito, un despojo de hombre- un espíritu purificado y digno del Cielo. ¡Cuántos desechos, cuántos hombres manchados, corroídos, acabados, encontraréis en vuestro camino de evangelizadores! No despreciéis a ninguno de ellos. Antes al contrario, amadlos, para que nazcan al amor y se salven. Infundid en ellos la caridad. Muchas veces el hombre se hace malo porque nadie lo amó nunca o lo amó mal. Vosotros amadlos para que

el Espíritu Santo vaya de nuevo a vivir -después de la purificación- en esos templos vaciados y ensuciados por muchas cosas.

Dios, para crear al hombre no tomó un ángel, ni materia selecta; tomó barro, la materia más abyecta. Luego, infundiendo en ella su soplo, o sea, otra vez su amor, elevó la materia abyecta al excelso grado de hijo adoptivo de Dios. Mi Hijo, en su camino, encontró muchos seres humanos caídos en el fango y que eran verdaderos despojos. No los pisó con desprecio. A1 contrario, con amor los recogió y acogió, y los transformó en elegidos del Cielo. Recordad esto siempre. Y actuad como Él actuó. Recordad todo, hechos y palabras de mi Hijo. Recordad sus dulces parábolas, vividlas, o sea, ponedlas en práctica; y escribidlas para que tengan constancia de ellas los que vengan después hasta el final de los siglos, para que sean siempre guía de los hombres de buena voluntad para que consigan la vida y gloria eternas. No podréis, no, repetir todas las luminosas palabras de la eterna Palabra de Vida y Verdad; pero escribid cuantas más podáis escribir. El Espíritu de Dios, que descendió sobre mí para que diera al Salvador al mundo, y que descendió también sobre vosotros en dos ocasiones, os ayudará a recordar y a hablar a las gentes de forma que las convirtáis al verdadero Dios. Continuaréis así la maternidad espiritual que empecé yo en el Calvario para dar muchos hijos al Señor. Y el propio Espíritu, hablando en los hijos del Señor de nuevo creados, los fortalecerá de tal manera, que para ellos será dulce el morir entre tormentos, padecer el destierro y la persecución, con tal de confesar su amor a Cristo y unirse a Él en el Cielo, como ya hicieron Esteban y Santiago, mi Santiago, y otros más... Cuando estés solo, salva esta arca...

Juan, palideciendo y turbándose, más pálido aún de lo que ya se ha puesto cuando María ha dicho que siente cumplida su misión, la interrumpe exclamando y preguntando:

-¡Madre! ¿Por qué dices esto? ¿Te sientes mal?

-No.

-¿Entonces es que quieres dejarme?

-No. Estaré contigo mientras esté en la Tierra. Pero prepárate, Juan mío, a estar solo.

-¡Pero, entonces es que te sientes mal y quieres ocultármelo!...

-No, créeme. Nunca me he sentido con tantas fuerzas, con tanta paz, con tanta alegría, como ahora. Tengo dentro de mí un gozo tal, una tan gran plenitud de vida sobrenatural, que... sí, que pienso que no podré soportarla siguiendo viva. Además, no soy eterna. Debes comprenderlo. Eterno es mi espíritu; la carne, no; y está sujeta, como todo cuerpo humano, a la muerte.

-¡No! ¡No! No digas eso. ¡Tú no puedes, no debes, morir! ¡Tu cuerpo inmaculado no puede morir como el de los pecadores!

-Estás en un error, Juan. ¡Mi Hijo murió! Yo también moriré. No conoceré la enfermedad, la agonía, el angustioso sufrimiento de la muerte. Pero, morir, moriré. Y, además, has de saber, hijo mío, que si tengo un deseo entero y solamente mío, y que permanece desde que Él me dejó, es precisamente éste. Éste es el primero, intenso deseo del todo mío. Es más, puedo decir: la primera voluntad mía. Todas las otras cosas de mi vida no fueron sino consentimiento de mi voluntad a la Voluntad divina. Voluntad de Dios, puesta por Él mismo en mi corazón de niña, fue el querer ser virgen; voluntad suya, mi boda con José; voluntad suya, mi Maternidad virginal y divina. Todo en mi vida ha sido voluntad de Dios, y obediencia mía a su voluntad. Pero ésta, la voluntad de querer unirme de nuevo a Jesús, es voluntad del todo mía. ¡Dejar la Tierra por el Cielo, para estar con Él eterna y continuamente! ¡Mi deseo de hace ya muchos años! Y ahora siento que próximamente se va a hacer realidad. ¡No te turbes de esa manera, Juan! Escucha, más bien, mis últimos deseos. Cuando mi cuerpo, ausente ya de él el espíritu vital, yazca en paz, no me sometas a los embalsamamientos habituales entre los hebreos. Ya no soy la hebrea, sino la cristiana, la primera cristiana, si bien se piensa, porque fui la primera que tuvo a Cristo, Carne y Sangre, en mí, porque fui su primera discípula, porque fui con Él Corredentora y continuadora suya aquí, entre vosotros, siervos suyos. Ningún ser humano, excepto mi padre y mi madre y los que asistieron a mi nacimiento, vio mi cuerpo. Tú a menudo me llamas: “Arca verdadera que contuvo a la Palabra divina”. Ahora bien, tú sabes que sólo el Sumo Sacerdote puede ver el Arca. Tú eres sacerdote, y mucho más santo y puro que el

Pontífice del Templo. Pero yo quiero que sólo el eterno Pontífice pueda ver, en su debido momento, mi cuerpo. Por eso, no me toques. Además... ya ves que me he purificado y me he puesto la túnica pura, el vestido de los esponsales eternos... Pero, ¿por qué lloras, Juan?

-Porque la tempestad del dolor se desencadena dentro de mí. ¡Me doy cuenta de que voy a perderte pronto! ¿Cómo podré vivir sin ti? ¡Siento desgarrárseme el corazón ante este pensamiento! ¡No resistiré este dolor!

-Resistirás. Dios te ayudará a vivir, y mucho tiempo, como me ayudó a mí. Porque si Él no me hubiera ayudado en el

Gólgota y en el Monte de los Olivos, cuando Jesús murió y cuando Jesús ascendió al Cielo, habría muerto, como murió Isaac. Te ayudará a vivir y a recordar todo lo que te he dicho antes, para el bien de todos.

-¡Oh, lo recordaré todo! Y haré todo lo que deseas, y lo que has dicho respecto a tu cuerpo. Yo también comprendo que los ritos hebreos para ti ya no sirven, para ti, cristiana, para ti, la Purísima que -estoy seguro de ello- no conocerá en su carne la corrupción. No puede tu cuerpo, divinado como ningún otro cuerpo de mortal -por no haber tenido Pecado original y, más aún, porque además de la plenitud de la Gracia contuviste en ti a la Gracia misma, al Verbo; por lo cual tú eres la más verdadera reliquia suya-, conocer la descomposición, la podredumbre de toda carne mortal. Será éste el último milagro de Dios a ti, en ti.

Serás conservada como eres ahora...

-¡No sigas llorando! - exclama María mirando a la cara desencajada, enteramente bañada en lágrimas, del apóstol. Y añade:

-Si voy a conservarme como soy ahora, no me perderás. ¡Así que no te angusties!

-Te perderé de todas formas, aunque permanezcas incorrupta. Y me siento como atrapado por un huracán de dolor, un huracán que me quebranta y me abate. Tú eras mi todo, especialmente desde la muerte de mis padres y desde que los otros hermanos, de sangre y de misión, están lejos, incluido el queridísimo Margziam al que Pedro ha tomado consigo. ¡Ahora me quedaré solo, y en medio de la más fuerte tempestad! - y Juan cae a sus pies, llorando aún más fuertemente.

María se agacha hacia él, le pone una mano sobre la cabeza, que se mueve por los sollozos y le dice:

-No. Así no. ¿Por qué me das dolor? Tan fuerte como fuiste al pie de la Cruz... ¡y era una escena de horror sin igual, por la intensidad del martirio y por el odio satánico del pueblo! ¡¿Tan fuerte, tan consolador para Él y para mí, en aquel momento... y hoy, en el atardecer de un sábado tan sereno y sosegado, y ante mí, que exulto por el inminente gozo que presiento, te turbas de esta manera?! Cálmate. Imita a todo lo que nos rodea, a todo lo que está dentro de mí; es más: únete a ello. Todo es paz. Ten paz tú también. Sólo los olivos rompen, con su leve frufrú, la calma absoluta de esta hora. Pero ¡es tan dulce este susurro, que parece un vuelo de ángeles en torno a la casa! Y quizás están realmente los ángeles, porque siempre los ángeles estuvieron cerca de mí, uno o muchos, cuando me encontraba en un momento especial de mi vida. Estuvieron en Nazaret cuando el Espíritu de Dios hizo fecundo mi seno virgen. Y estuvieron con José cuando estaba turbado y titubeante, por mi estado y respecto a cómo comportarse conmigo. Y en Belén en dos ocasiones: cuando nació Jesús y cuando tuvimos que huir a Egipto. Y en Egipto, cuando nos dieron la orden de volver a Palestina. Y a las pías mujeres -si no a mí, fue porque el propio Rey de los ángeles había venido a mí- se les aparecieron ángeles en el amanecer del primer día después del sábado, y dieron la orden de decirte a ti y de decirle a Pedro lo que debíais hacer. Ángeles y luz, siempre, en los momentos decisivos de mi vida y de la de Jesús. Luz y ardor de amor que, descendiendo del trono de Dios a mí, su sierva, y subiendo de mi corazón a Dios, mi Rey y Señor, nos unían a mí con Dios y a Dios conmigo, para que se cumpliera todo lo que estaba escrito que había de cumplirse, y también para crear un entrecielo de luz extendido sobre los secretos de Dios, de forma que Satanás y sus siervos no conocieran, antes del tiempo justo, el cumplimiento del misterio sublime de la Encarnación. También en este atardecer siento, aunque no los vea, a los ángeles en torno a mí. Y siento que crece en mí, dentro de mí, la luz, una irresistible luz, como la que me envolvió cuando concebí al Cristo, cuando 1o di al mundo; luz que viene de un impulso de amor más poderoso que el habitual en mí. Por una potencia de amor similar a ésta, arrebaté, antes del tiempo, del Cielo al Verbo, para que fuera el Hombre y Redentor. Por una

potencia de amor como la que me acomete en este anochecer, espero ser raptada por el Cielo y que el Cielo me lleve al lugar a donde deseo ir con mi espíritu para cantar, eternamente, con el pueblo de los santos y los coros de los ángeles, mi imperecedero 'Magníficat' a Dios por las grandes cosas que ha hecho en mí, su sierva.

-No sólo con el espíritu, probablemente. Y a ti te responderá la Tierra, la cual con sus pueblos y naciones te glorificará y te honrará mientras el mundo exista, como bien predijo, aunque veladamente, de ti Tobit, (Tobías 13, 13-18) porque la que verdaderamente ha llevado en sí al Señor eres tú, y no el Santo de los Santos. Tú has dado a Dios, tú sola, tanto amor cuanto no

le han dado todos los Sumos Sacerdotes y todos los otros del Templo en siglos y siglos. Un amor ardiente y purísimo. Por eso, Dios te hará beatísima.

-Y cumplirá mi único deseo, mi única voluntad. Porque el amor, cuando es tan total, que es casi perfecto como el de mi Hijo y Dios, todo lo obtiene, incluso lo que para el juicio humano parecería imposible de obtenerse. Recuerda esto, Juan. Y di también esto a tus hermanos. ¡Seréis muy hostigados! Obstáculos de todo tipo os harán temer una derrota, matanzas por parte de los perseguidores, deserción por parte de cristianos de moral... iscariótica deprimirán vuestro espíritu. No temáis. Amad y no temáis. En la proporción de vuestro modo de amar Dios os ayudará y os hará triunfar sobre todo y sobre todos. Todo obtiene el que se hace serafín. Entonces el alma, esa admirable, eterna cosa que es el mismo soplo de Dios, por Él infundido en nosotros, se proyecta poderosamente hacia el Cielo, cae como llama a los pies del divino trono, habla con Dios y es escuchada por Dios, y obtiene del Omnipotente lo que desea. Si los hombres supieran amar como ordena la antigua Ley y como amó y enseñó a amar mi Hijo, todo lo obtendrían. Yo amo así. Por eso siento que dejaré de estar en la Tierra, yo por exceso de amor, como Él murió por exceso de dolor. La medida de mi capacidad de amar está colmada. ¡Mi alma y mi carne no pueden ya contenerla! El amor rebosa de ellas, me sumerge y al mismo tiempo me eleva hacia el Cielo, hacia Dios, mi Hijo. Y su voz me dice: '¡Ven! ¡Sal! ¡Sube a nuestro trono y a nuestro trino abrazo!'. ¡La Tierra, todo lo que me rodea, desaparece en la gran luz que del Cielo me viene! ¡Los sonidos quedan cubiertos por esta voz celestial! ¡Ha llegado para mí la hora del abrazo divino, Juan mío!

Juan, que, escuchando a María, se había calmado un poco aunque permanecía turbado, y que en la última parte de sus palabras la miraba extático, casi arrobado también él, palidísimo su rostro como el de María, cuya palidez de todas formas se va lentamente transformando en luz blanquísima, acude a ella para sujetarla mientras exclama:

-¡Tu aspecto es como el de Jesús cuando se transfiguró en el Tabor! ¡Tu carne resplandece como luna, tus vestiduras relucen como lastra de diamante colocada frente a una llama blanquísima! ¡Ya no eres humana, Madre! ¡La pesantez y la opacidad de la carne han desaparecido! ¡Eres luz! Pero no eres Jesús. Él, siendo Dios además de Hombre, podía sostenerse por sí solo en el Tabor, como aquí en el Monte de los Olivos en su Ascensión. Tú no puedes. No te sostienes. Ven. Te ayudo yo a reclinar en tu lecho tu cuerpo rendido y bienaventurado. Descansa.

Y, amorosísimamente, la lleva hasta el modesto lecho sobre el que María se extiende sin quitarse siquiera el manto.

Recogiendo los brazos sobre el pecho, celando sus dulces ojos, fúlgidos de amor, con sus párpados, dice a Juan, que está inclinado hacia Ella:

-Yo estoy en Dios y Dios está en mí. Mientras lo contemplo y siento su abrazo, di los salmos y todas las otras páginas de la Escritura que a mí se aplican especialmente en este momento. El Espíritu de Sabiduría te las indicará. Recita luego la oración de mi Hijo, repíteme las palabras del Arcángel anunciador y las que me dijo Isabel, y mi himno de alabanza... Yo te seguiré con todo lo que de mí tengo todavía en la Tierra...

Juan, luchando contra el llanto que le sube del corazón, esforzándose en dominar la emoción que le turba, con esa bellísima voz suya que con el paso de los años se ha hecho muy semejante a la de Cristo -lo cual observa María con una sonrisa, diciendo: -¡Me parece como si tuviera a mi lado a mi Jesús! - entona el salmo 118 (lo recita casi por entero), luego los tres primeros versículos del 41, los ocho primeros del 38, el salmo 22 y el salmo 1. (En la 'neovulgata' se hallan, respectivamente, en: Salmo 119; Salmo 42, 1-3; Salmo 39, 1-8; Salmo 23; Salmo 1; Tobías 13; Eclesiástico 24) Dice luego el Padrenuestro, las palabras de Gabriel e Isabel, el cántico de Tobit, el capítulo 24 del Eclesiástico desde el verso 11 a146; por último, entona el Magníficat. Pero, en llegando al noveno verso, se da cuenta de que María ya no respira, aun permaneciendo con postura y aspecto naturales; sonriente, calma, como si no hubiera advertido el cese de la vida.

Juan, con un grito de desgarro, se arroja al suelo, contra la orilla del lecho; y llama, llama a María. No sabe persuadirse de que Ella ya no puede responderle; de que su cuerpo ya no tiene el alma vital. ¡Pero, claro, tiene que rendirse a la evidencia!

Se inclina hacia su cara, que ha quedado fija en una expresión de gozo sobrenatural, y copiosas lágrimas llueven de los ojos de Juan para caer sobre ese rostro delicado, sobre esas manos puras tan dulcemente cruzadas sobre el pecho. Es el único lavacro que recibe el cuerpo de María: el llanto del Apóstol del amor, de su hijo adoptivo por voluntad de Jesús.

Pasado el primer ímpetu de dolor, Juan, recordando el deseo de María, recoge los extremos del amplio manto de lino, que pendían de las orillas del lecho, y los del velo, que penden de la almohada, y extiende los primeros sobre el cuerpo y los segundos sobre la cabeza. María ahora asemeja a una estatua de cándido mármol extendida sobre la tapa de un sarcófago. Juan la contempla durante largo tiempo, y mirándola, nuevas lágrimas caen de sus ojos.

Luego dispone de otra manera la habitación, quitando los enseres superfluos. Deja sólo: la cama; la pequeña mesa, contra la pared, sobre la que deposita el arca que contiene las reliquias; un taburete que coloca entre la puerta que da a la terraza y el lecho donde yace María; y una repisa sobre la que está la lamparita que Juan ha encendido (porque ya va llegando la noche).

Presuroso, baja al Getsemaní para recoger todas las flores que puede encontrar, y ramas de olivo ya con olivas formadas. Vuelve a subir al pequeño cuarto y, a la luz de la lamparita, coloca las flores y las ramas alrededor del cuerpo de María; y el cuerpo queda como en el centro de una gran corona.

Mientras realiza esto, habla con María yacente, como si pudiera oírle. Dice (haciendo referencia al Cantar de los Cantares 2, 1-2; Eclesiástico 24, 14-17; Salmo 104, 13-15):

-Fuiste siempre lirio de los valles, rosa suave, oliva especiosa, via fructífera, espiga santa. Nos has dado tus perfumes, el óleo de la vida y el Vino de los fuertes y el Pan que preserva de la muerte al espíritu de quienes de él dignamente se nutren. Bien están en torno a ti estas flores, como tú sencillas y puras, como tú adornadas de espinas, como tú pacíficas. Ahora acercamos esta lamparita. Así, junto a tu lecho, para que te vele y me haga compañía mientras te velo, en espera de al menos uno de los milagros que espero, de los milagros por cuyo cumplimiento oro. El primero es que, según su deseo, Pedro, y los otros a los que mandaré avisar a través del servidor de Nicodemo, puedan verte todavía una vez. El segundo es que tú; de la misma forma que en todo seguiste la suerte de tu Hijo, como Él te despiertes al tercer día, para no hacer de mí el dos veces huérfano. El tercero es que Dios me dé paz, si no se cumpliera lo que espero que en ti se cumpla, como se cumplió en Lázaro, que no era como tú. Pero,

¿y por qué no iba a cumplirse? Regresaron a la vida la hija de Jairo, el joven de Naím, el hijo de Teófilo... Verdad es que, entonces, obró el Maestro... Pero Él está contigo, aunque no en modo visible. Y tú no has muerto por enfermedad, como los resucitados por obra de Cristo. ¿Pero tú realmente has muerto? ¿Has muerto como todo hombre muere? No. Siento que no. Tu espíritu no está ya en ti, en tu cuerpo, y en ese sentido esto tuyo podría llamarse muerte. Pero, por el modo en que tu tránsito ha sucedido, pienso que esto no es sino una transitoria separación de tu alma, sin culpa y llena de gracia, de tu purísimo y virginal cuerpo. ¡Debe ser así! ¡Es así! Cómo y cuándo tendrá lugar de nuevo la unión y la vida volverá a ti, no lo sé. Pero estoy tan seguro de ello, que me quedaré aquí, a tu lado, hasta que Dios, o con su palabra o con su acción, me muestre la verdad sobre tu destino.

Juan, que ha terminado de colocar todas las cosas, se sienta en el taburete, poniendo en el suelo, junto al lecho, la lamparita; y contempla, orando, a María yacente.

650 Gloriosa asunción de María Santísima.

¿Cuántos días han pasado? Es difícil establecerlo con seguridad. A juzgar por las flores que forman una corona alrededor del cuerpo exánime, debería decirse que han pasado pocas horas. Pero si se juzga por las ramas de olivo sobre las cuales están las flores frescas, ramas con hojas ya lacias, y por las otras flores mustias puestas -cada una de ellas como una reliquia- sobre la tapa del arca, se debe concluir que ya han pasado algunos días.

Pero el cuerpo de María presenta el aspecto que tenía instantes después de haber expirado. Ninguna señal de muerte hay en su cara, ni en sus pequeñas manos. Ningún olor desagradable hay en la habitación; es más, aletea en ella un perfume indefinible, que huele a mezcla de incienso, lirios, rosas, muguetes y hierbas montanas. Juan -a saber cuántos días lleva velandose ha dormido vencido por el cansancio, sentado en el taburete, con la espalda apoyada en la pared, junto a la puerta abierta que da a la terraza. La luz de la lámpara, colocada en el suelo, lo ilumina de abajo hacia arriba y permite ver su rostro cansado, palidísimo, excepto en torno a los ojos, enrojecidos por el llanto.

El alba debe haber empezado ya; en efecto, su débil claror hace visibles la terraza y los olivos que rodean a la casa, un claror que se va haciendo cada vez más intenso y que, entrando por la puerta, hace más nítidos los contornos de los objetos de la habitación, de esos objetos que, por estar lejos de la lamparita, antes apenas se vislumbraban.

De repente, una gran luz llena la habitación, una luz argéntea con tonalidades azules, casi fosfórica; y aumenta sin cesar, anulando la del alba y la de la lamparita. Una luz igual que la que inundó la gruta de Belén en el momento de la Natividad divina. Luego, en esta luz paradisíaca, se hacen visibles criaturas angélicas (luz aún más espléndida en la luz, ya de por sí poderosísima, que ha aparecido antes). Como ya sucedió cuando los ángeles se aparecieron a los pastores, una danza de centellas de todos los colores surge de sus alas dulcemente agitadas, de las cuales procede un armónico susurro ornado de arpegios, dulcísimo.

Las criaturas angélicas se disponen en corona en torno al lecho, se inclinan hacia él, levantan el cuerpo inmóvil y, con un batir más fuerte de sus alas -que aumenta el sonido que antes existía-, por una abertura que se ha creado prodigiosamente en el techo (como prodigiosamente se abrió el Sepulcro de Jesús), se van, llevándose consigo el cuerpo de su Reina, santísimo, sin duda, pero aún no glorificado y, por tanto, sujeto a las leyes de la materia, sujeción que no tuvo Cristo porque cuando resucitó de la muerte ya estaba glorificado. El sonido producido por las alas angélicas aumenta, y ahora es potente como sonido de órgano.

Juan, que ya -aun permaneciendo adormecido- se había movido dos o tres veces en su taburete, como si le molestaran la gran luz y el sonido de las alas angélicas, se despierta totalmente por ese sonido potente y por una fuerte corriente de aire que, descendiendo del techo destapado y saliendo por la puerta abierta, forma como un remolino que agita las cubiertas del lecho ya vacío y las vestiduras de Juan, y que apaga la lámpara y cierra, con un fuerte golpe, la puerta abierta.

El apóstol mira a su alrededor, todavía soñoliento, para percatarse de lo que está sucediendo. Se da cuenta de que el lecho está vacío y el techo está descubierto. Intuye que ha tenido lugar un prodigio. Sale corriendo a la terraza y, como por un instinto espiritual, o por llamada celeste, alza la cabeza protegiendo sus ojos con la mano para mirar sin el obstáculo del naciente Sol.

Y ve. Ve el cuerpo de María, todavía inerte, e igual en todo al de una persona que duerme; lo ve subir cada vez más alto, sostenido por la multitud angélica. Como dirigiendo un último saludo, un extremo del manto y del velo se mueven, quizás por la acción del viento producido por la rápida asunción y por el movimiento de las alas angélicas; y unas flores, las que Juan había colocado y renovado alrededor del cuerpo de María, y que se habían quedado entre los pliegues de las vestiduras, llueven sobre la terraza y la tierra del Getsemaní, mientras el potente himno de alabanza de la multitud angélica se va haciendo cada vez más lejano y, por tanto, más leve.

Juan sigue mirando fijamente a ese cuerpo que sube hacia el Cielo y, sin duda, por un prodigio que Dios le concede, para consolarlo o premiarlo por su amor a su Madre adoptiva, ve, con claridad, que María, envuelta ahora por los rayos del Sol, que ya ha salido, sale del éxtasis que le ha separado el alma del cuerpo, vuelve a la vida y se pone en pie (porque ahora Ella también goza de los dones propios de los cuerpos glorificados).

Juan mira, mira... el milagro que Dios le concede le da la facultad, contra toda ley natural, de ver a María como es ahora mientras sube en rapto hacia el Cielo, rodeada, ya no ayudada a subir, por los ángeles que entonan cantos de júbilo. Y Juan se ve raptado por esa visión de hermosura que ninguna pluma usada por mano humana, ninguna palabra humana ni obra alguna de artista podrán jamás describir o reproducir, porque es de una belleza indescriptible.

Juan, permaneciendo apoyado en el antepecho de la terraza, sigue mirando fijamente esa espléndida y resplandeciente forma de Dios -porque realmente puede llamarse así a María, formada en modo único por Dios, que la quiso inmaculada, para que fuera forma para el Verbo encarnado- que sube cada vez más. Y un último, supremo prodigio concede Dios-Amor a este perfecto amante suyo: el de ver el encuentro de la Madre Santísima con su Santísimo Hijo, quien - también Él espléndido y resplandeciente, hermoso con una hermosura indescriptible- desciende rápido del Cielo, llega junto a su Madre, la abraza contra su corazón y, juntos, más refulgentes que dos astros mayores, con Ella regresa al lugar de donde ha venido.

La visión de Juan ha terminado. Baja la cabeza. En su rostro cansado están presentes el dolor por la pérdida de María y el júbilo por su glorioso destino. Pero ahora ya el júbilo supera al dolor.

Dice:

-¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias! Presentía que habría sucedido esto. Y quería estar en vela para no perder ningún episodio de su Asunción. ¡Pero llevaba ya tres días sin dormir! El sueño, el cansancio, unidos al dolor, me han abatido y vencido en el momento en que era inminente la Asunción... Pero quizás Tú mismo lo has querido, oh Dios, para que no perturbara ese momento y no sufriera demasiado... Sí, sin duda, Tú lo has querido así, de la misma forma que ahora has querido que viera lo que sin un milagro tuyo no habría podido ver. Me has concedido verla otra vez, aun estando ya muy lejana, ya glorificada y gloriosa, como si estuviera cerca de mí. ¡Y ver de nuevo a Jesús! ¡Oh, visión beatísima, inesperada, inesperable! ¡Oh, don de los dones de Jesús-Dios a su Juan! ¡Gracia suprema! ¡Volver a ver a mi Maestro y Señor! ¡Verlo a Él junto a su Madre! ¡Él semejante a un Sol y Ella a una Luna, esplendidísimos ambos por su estado glorioso y por la felicidad de estar unidos de nuevo y eternamente! ¿Qué será el Paraíso, ahora que vosotros resplandecéis en él, vosotros, astros mayores de la Jerusalén celestial?

¿Cuál será el júbilo de los angélicos coros y de los santos? Es tal la alegría que me ha producido el ver a la Madre con el Hijo -cosa que anula toda pena suya, toda pena de ambos-, que también mi pena cesa y, en su lugar, en mí entra la paz. De los tres milagros que había pedido a Dios, dos se han cumplido. He visto volver la vida a María, y siento que vuelve a mí la paz. Todas mis angustias cesan, porque os he visto unidos de nuevo en la gloria. Gracias por ello, oh Dios. Y gracias por haberme dado la forma de ver, incluso respecto a una criatura (santísima, pero, en todo caso, humana), cuál es el destino de los santos, cual será después del último juicio y la resurrección de los cuerpos y su nueva unión, su fusión con el espíritu subido al Cielo a la hora de la muerte. No tenía necesidad de ver para creer. Porque siempre he creído firmemente en todas las palabras del Maestro. Pero muchos dudarán de que, después de siglos y milenios, la carne, convertida en polvo, pueda volver a ser cuerpo vivo. A éstos les podré decir, jurando por las cosas más excelsas, que no sólo Cristo volvió a la vida, por su propio poder divino, sino que también la Madre suya, tres días después de la muerte, si tal muerte puede llamarse muerte, reemprendió vida, y, con la carne unida de nuevo al alma, tomó su eterna morada en el Cielo, al lado de su Hijo. Podré decir: 'Creed, cristianos todos, en la resurrección de la carne al final de los siglos, y en la vida eterna del alma y de los cuerpos, vida bienaventurada para los santos y horrenda para los culpables impenitentes. Creed y vivid como santos, de la misma forma que como santos vivieron Jesús y María, para alcanzar su mismo destino. Yo vi a sus cuerpos subir al Cielo. Os lo puedo testificar. Vivid como justos para poder un día estar en el nuevo mundo eterno, en alma y cuerpo, junto a Jesús-Sol y junto a María, Estrella de todas las estrellas'. ¡Gracias otra vez, oh Dios! Y ahora recojamos todo lo que queda de Ella. Las flores que han caído de sus vestiduras, las ramas de olivo que han quedado en su lecho, y conservémoslo. Servirán... sí, servirán para ayudar y consolar a mis hermanos, en vano esperados. Antes o después los encontraré...

Recoge incluso los pétalos de las flores que se han deshojado al caer. Y con las flores y pétalos en un extremo de su túnica, entra en la habitación.

Advierte entonces más atentamente la abertura del techo y exclama:

-¡Otro prodigio! ¡Y otro admirable paralelismo en los prodigios de las vidas de Jesús y María! Él, Dios, por sí sólo resucitó, y sólo con su voluntad volcó la piedra del Sepulcro, y sólo con su poder ascendió al Cielo. Por sí solo. Para María, santísima pero hija de hombre, con ayuda angélica se abrió la vía para su asunción al Cielo, y con ayuda angélica se ha verificado su asunción al Cielo. En Cristo el espíritu volvió a animar al Cuerpo mientras el Cuerpo estaba todavía en la Tierra, porque así debía ser, para hacer callar a sus enemigos y confirmar en la fe a todos sus seguidores. En María el espíritu ha vuelto cuando el santísimo Cuerpo estaba ya en el umbral del Paraíso, porque para Ella no era necesaria ninguna otra cosa. ¡Oh, potencia perfecta de la infinita Sabiduría de Dios!...

Juan ahora recoge en una tela las flores y las ramas que han quedado en el lecho, une a ello lo que había recogido afuera, y pone todo encima de la tapa del arca. Luego abre el arca y mete dentro la almohadita de María y la cubierta de la cama. Baja a la cocina, recoge otros objetos usados por Ella -el huso y la rueca y las piezas de la vajilla usados por Ella- y los une a las otras cosas.

Cierra el arca y se sienta en el taburete. Exclama:

-¡Ahora todo está cumplido también para mí! ¡Ahora puedo marcharme, libremente, a donde el Espíritu de Dios me conduzca! ¡Ir y sembrar la divina Palabra que el Maestro me ha dado para que yo se la dé a los hombres! Enseñar el Amor.

Enseñarlo para que crean en el Amor y en su poder. Dar a conocer a los hombres lo que Dios-Amor ha hecho por ellos. Su Sacrificio y su Sacramento y Rito perpetuos por los que, hasta el final de los siglos, podremos estar unidos a Jesucristo por la Eucaristía y renovar el rito y el sacrificio como Él mandó hacer. ¡Dones, todos ellos, del Amor perfecto! Hacer amar al Amor, para que crean en el Amor como nosotros hemos creído y creemos. Sembrar el Amor, para que sea abundante la recolección y la pesca, para el Señor. María me ha dicho, en sus últimas palabras, que el amor todo lo obtiene; en sus últimas palabras a mí, a quien Ella cabalmente ha definido, en el colegio apostólico, como el que ama, el amante por excelencia, la antítesis de Judas Iscariote, que fue el odio; como Pedro la impulsividad y Andrés la mansedumbre; y los hijos de Alfeo la santidad y sabiduría unidas a nobleza de modos; etc. Yo, el amante, ahora que ya no tengo ni al Maestro ni a la Madre, a quienes amar en la Tierra, iré a esparcir el amor entre las gentes. El amor será mi arma y doctrina. Y con él venceré al demonio y al paganismo, y conquistaré a muchas almas. Continuaré así a Jesús y a María, que fueron el amor perfecto en la Tierra.



5º La Coronación de María Santísima como Reina y Señora de todo lo creado

651 Sobre el tránsito, la asunción y la realeza de María Santísima.

Dice María:

-¿Yo morí? Sí, si se quiere llamar muerte a la separación acaecida entre la parte superior del espíritu y el cuerpo; no, si por muerte se entiende la separación entre el alma vivificante y el cuerpo, la corrupción de la materia carente ya de la vivificación del alma y, antes, la lobreguez del sepulcro, y, como primera de todas estas cosas, el angustioso sufrimiento de la muerte.

¿Cómo morí, o, mejor, cómo pasé de la Tierra al Cielo, antes con la parte inmortal, después con la perecedera? Como era justo que fuera para la Mujer que no conoció mancha de culpa.

En ese anochecer -ya había empezado el descanso sabático- hablaba con Juan. De Jesús. De sus cosas. Aquella hora vespertina estaba llena de paz. El sábado había apagado todos los rumores de humanas obras. Y la hora apagaba toda voz de hombre o de ave. Sólo los olivos de alrededor de la casa emitían su frufrú con la brisa del anochecer: parecía como si un vuelo de ángeles acariciara las paredes de la casita solitaria.

Hablábamos de Jesús, del Padre, del Reino de los Cielos. Hablar de la Caridad y del Reino de la Caridad significa encenderse con el fuego vivo, consumir las cadenas de la materia para dejar libre al espíritu en sus vuelos místicos. Si el fuego está contenido dentro de los límites que Dios pone para conservar a las criaturas en la Tierra a su servicio, es posible arder y vivir, encontrando en el fuego no consumición sino perfeccionamiento de vida. Pero cuando Dios quita los límites y deja libertad al Fuego divino de incidir sin medida en el espíritu y de atraerlo hacia sí sin medida, entonces el espíritu, respondiendo a su vez sin medida al Amor, se separa de la materia y vuela al lugar desde donde el Amor le incita y a donde el Amor le invita: y es el final del destierro y el regreso a la Patria.

Aquel atardecer, al ardor incontenible, a la vitalidad sin medida de mi espíritu, se unió una dulce postración, una misteriosa sensación de que la materia se alejaba de todo lo que la rodeaba; como si el cuerpo se durmiera, cansado, mientras el intelecto, avivado más su razonar, se abismara en los divinos esplendores.

Juan, amoroso y prudente testigo de todos mis actos desde que fue mi hijo adoptivo según la voluntad de mi Unigénito, dulcemente me persuadió de que buscara descanso en el lecho, y me veló orando. El último sonido que oí en la Tierra fue el susurro de las palabras del virgen Juan. Para mí fueron como la nana de una madre junto a la cuna. Y acompañaron a mi espíritu en el último éxtasis, demasiado sublime como para ser descrito. Acompañaron a mi espíritu hasta el Cielo.

Juan, único testigo de este delicado misterio, me avió. Él solo me avió, envolviéndome en el manto blanco, sin cambiarme de túnica ni de velo, sin lavacro y sin embalsamamiento. El espíritu de Juan - como se ve claro por sus palabras del segundo episodio de este ciclo que va de Pentecostés a mi Asunción- ya sabía que no me iba a descomponer, e instruyó al apóstol sobre lo que había de hacerse. Y él, casto y amoroso, prudente respecto a los misterios de Dios y a los compañeros lejanos, decidió custodiar el secreto y esperar a los otros siervos de Dios, para que me vieran todavía y sacaran, de verme, consuelo y ayuda para las penas y fatigas de sus misiones. Esperó como estando seguro de que llegarían.

Pero el decreto de Dios era distinto. Como siempre, bueno para el Predilecto; justo, como siempre, para todos los creyentes. Cargó los ojos del primero, para que el sueño le ahorrara la congoja de ver cómo se le arrebataba también mi cuerpo; dio a los creyentes otra verdad que los ayudara a creer en la resurrección de la carne, en el premio de una vida eterna y bienaventurada concedida a los justos; en las verdades más poderosas y dulces del Nuevo Testamento -mi inmaculada Concepción, mi divina Maternidad virginal-; en la naturaleza divina y humana de mi Hijo, verdadero Dios y verdadero Hombre, nacido no por voluntad carnal sino por desposorio divino y por divina semilla depositada en mi seno; en fin, para que creyeran que en el Cielo está mi Corazón de Madre de los hombres, palpitante de vibrante amor por todos, justos y pecadores, deseoso de teneros a todos junto a sí, en la Patria bienaventurada, por toda la eternidad.

Cuando los ángeles me sacaron de la casita, ¿mi espíritu había vuelto a mí? No. El espíritu ya no tenía que bajar de nuevo a la Tierra. Estaba en adoración delante del trono de Dios. Pero cuando la Tierra, el destierro, el tiempo y el lugar de la separación de mi Señor Uno y Trino fueron dejados para siempre, entonces el espíritu volvió a resplandecer en el centro de mi alma, despertando a la carne de su dormición; por lo que es cabal hablar, respecto a mí, de Asunción al Cielo en alma y cuerpo, no por mi propia capacidad, como sucedió en el caso de Jesús, sino por ayuda angélica. Me desperté de aquella misteriosa y mística dormición, me alcé, en fin, volé, porque ya mi carne había conseguido la perfección de los cuerpos glorificados. Y amé.

Amé a mi Hijo y a mi Señor, Uno y Trino, de nuevo hallados, los amé como es destino de todos los eternos vivientes.

Dice Jesús:

-Llegada su última hora, como una azucena cansada que, después de haber exhalado todos sus aromas, se pliega bajo las estrellas y cierra su cáliz de candor, María, mi Madre, se recogió en su lecho y cerró los ojos a todo lo que la rodeaba, para recogerse en una última, serena contemplación de Dios.

Velando reverente su reposo, el ángel de María esperaba ansioso que el éxtasis urgente separara ese espíritu de la carne, durante el tiempo designado por el decreto de Dios, y lo separara para siempre de la Tierra, mientras ya del Cielo descendía el dulce e invitante imperativo de Dios.

Inclinado también Juan, ángel terreno, hacia ese misterioso reposo, velaba a su vez a la Madre que estaba para dejarlo.

Y cuando la vio extinguida siguió velando, para que, no tocada por miradas profanas y curiosas, siguiera siendo, incluso más allá de la muerte, la inmaculada Esposa y Madre de Dios que tan plácida y hermosa dormía. Una tradición dice que en la urna de María, abierta por Tomás, se encontraron sólo flores. Pura leyenda. Ningún sepulcro engulló el cadáver de María, porque nunca hubo un cadáver de María, según el sentido humano, dado que María no murió como todos los que tuvieron vida.

Ella se había separado, por decreto divino, sólo del espíritu, y con éste, que la había precedido, se unió de nuevo su carne santísima. Invirtiendo las leyes habituales, por las cuales el éxtasis termina cuando cesa el rapto, o sea, cuando el espíritu vuelve al estado normal, fue el cuerpo de María el que se unió de nuevo con el espíritu, después de la larga permanencia en el lecho fúnebre.

Todo es posible para Dios. Yo salí del Sepulcro sin ayuda alguna; sólo con mi poder. María vino a mí, a Dios, al Cielo, sin conocer el sepulcro con su horror de podredumbre y lobreguez. Es uno de los más fúlgidos milagros de Dios. No único, en verdad, si se recuerda a Enoc y a Elías, (Génesis 5, 24; Eclesiástico 44, 16; 49, 14 (para Enoc); 2 Reyes 2, 1-13; Eclesiástico 48, 9 para Elías) quienes, por el amor que el Señor les tenía, fueron raptados de la Tierra sin conocer la muerte, y fueron transportados a otro lugar, a un lugar que sólo Dios y los celestes habitantes de los Cielos conocen. Justos eran, y, de todas formas, nada respecto a mi Madre, la cual es inferior en santidad sólo a Dios.

Por eso no hay reliquias del cuerpo y del sepulcro de María, porque María no tuvo sepulcro, y su cuerpo fue elevado al Cielo.

Dice María:

-Un éxtasis fue la concepción de mi Hijo. Un éxtasis aún mayor el darlo a luz. El éxtasis de los éxtasis fue mi tránsito de la Tierra al Cielo. Sólo durante la Pasión ningún éxtasis hizo soportable mi atroz sufrimiento.

La casa en que se produjo mi Asunción se debió a uno de los innumerables actos de generosidad de Lázaro para con Jesús y su Madre: la pequeña casa del Getsemaní, cercana al lugar de la Ascensión. Inútil es buscar los restos. Durante la destrucción de Jerusalén, por obra de los romanos, fue devastada, y sus ruinas fueron dispersadas durante el transcurso de los siglos.

De la misma forma que para mí fue un éxtasis el nacimiento de mi Hijo, y que, del rapto en Dios que en aquella hora se apoderó de mí, volví a la presencia de mí misma y a la Tierra teniendo ya a mi Hijo en los brazos, así mi impropiamente llamada 'muerte' fue un rapto en Dios.

Confiando en la promesa recibida en el esplendor de la mañana de Pentecostés, yo pensaba que el acercamiento de la hora de la última venida del Amor, para llevarme consigo en rapto, debía manifestarse con un aumento del fuego de amor que siempre ardía en mí; y no me equivoqué.

Por parte mía, a medida que iba pasando la vida, en mí iba aumentando el deseo de fundirme con la eterna Caridad. Me instaba a ello el deseo de unirme de nuevo con mi Hijo, y la certidumbre de que nunca haría tanto por los hombres como cuando estuviera, orando y obrando en favor de ellos, a los pies del trono de Dios. Y con impulso cada vez más encendido y acelerado, con todas las fuerzas de mi alma, gritaba al Cielo: '¡Ven, Señor Jesús! ¡Ven, Eterno Amor!'.

La Eucaristía, que para mí era como el rocío para una flor sedienta, era, sí, vida; pero a medida que iba pasando el tiempo, cada vez era más insuficiente para satisfacer la incontenible ansia de mi corazón. Ya no me bastaba recibir en mí a mi divina Criatura y llevarla en mi interior en las Sagradas Especies, como la había llevado en mi carne virginal. Todo mi ser deseaba al Dios uno y trino, pero no celado tras los velos elegidos por mi Jesús para ocultar el inefable misterio de la Fe, sino como Él –en el centro del Cielo- era, es y será. El propio Hijo mío, en sus arrobos eucarísticos, ardía dentro de mí con abrazos de infinito deseo; y cada vez que a mí venía, con la potencia de su amor, casi arrancaba de cuajo mí alma en el primer impulso y luego permanecía, con infinita ternura, llamándome '¡Mamá!', y yo lo sentía ansioso de tenerme consigo.

Yo no deseaba ya otra cosa. Ni siquiera ya estaba en mí, en los últimos tiempos de mi vida mortal, el deseo de tutelar a la naciente Iglesia: todo estaba anulado en el deseo de poseer a Dios, por la persuasión que tenía de que todo se puede cuando se le posee.

Alcanzad, oh cristianos, este total amor. Pierda valor todo lo terreno. Mirad sólo a Dios. Cuando seáis ricos de esta pobreza de deseo que es inconmensurable riqueza, Dios se inclinará hacia vuestro espíritu, primero para instruirlo, luego para tomarlo en sus manos, y ascenderéis con vuestro espíritu al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo, para conocerlos y amarlos en toda la bienaventurada eternidad y para poseer sus riquezas de gracias para los hermanos. Nunca somos tan activos para los hermanos como cuando no estamos ya con ellos, sino que somos luces unidas de nuevo con la divina Luz.

E1 acercarse del Amor eterno tuvo el signo que pensaba. Todo perdió luz y color, voz y presencia, bajo el fulgor y la Voz que, descendiendo de los Cielos, abiertos a mi mirada espiritual, descendían hacia mí para tomar mi alma.

Suele decirse que habría exultado de júbilo si me hubiera asistido en aquella hora mi Hijo. ¡Ah!, mi dulce Jesús estaba muy presente con el Padre cuando el Amor, o sea, el Espíritu Santo, Tercera Persona de la Trinidad Eterna, me dio su tercer beso en mi vida, ese beso tan potentemente divino, que en él mi alma se fundió, perdiéndose en la contemplación cual gota de rocío aspirada por el sol en el cáliz de una azucena. Y ascendí con mi espíritu en canto de júbilo hasta los pies de los Tres a quienes siempre había adorado.

Luego, en el momento exacto, como perla en un engaste de fuego, ayudada primero y luego seguida por el cortejo de los espíritus angélicos venidos a asistirme en mí eterno, celeste nacimiento, esperada ya antes del umbral de los Cielos por mi Jesús y en el umbral de ellos por mi justo esposo terreno, por los Reyes y Patriarcas de mi estirpe, por los primeros santos y mártires, entré como Reina, después de tanto dolor y tanta humildad de pobre sierva de Dios, en el reino del júbilo sin límite.

Y el Cielo volvió a cerrarse en este acto de la alegría de tenerme, de tener a su Reina, cuya carne, única entre todas las carnes mortales, conocía la glorificación antes de la resurrección final y del último juicio.

Mi humildad no podía dejarme pensar que me estuviera reservada tanta gloria en el Cielo. En mi pensamiento estaba casi la certidumbre de que mi carne humana, santificada por haber llevado a Dios, no conocería la corrupción, porque Dios es Vida y, cuando de sí mismo satura y llena a una criatura, esta acción suya es como ungüento preservador de la corrupción de la muerte.

Yo no sólo había permanecido inmaculada, no sólo había estado unida a Dios con un casto y fecundo abrazo, sino que me había saturado, hasta en mis más profundas entrañas, de las emanaciones de la Divinidad escondida en mi seno y que quería velarse de carne mortal. Pero el que la bondad del Eterno tuviera reservado a su sierva el gozo de volver a sentir en sus miembros el toque de la mano de mi Hijo, su abrazo, su beso, y de volver a oír con mis oídos su voz, y de ver con mis ojos su rostro... esto no podía pensar que me fuera concedido, y no lo anhelaba. Me habría bastado que estas bienaventuranzas le fueran concedidas a mi espíritu, y con ello ya se habría sentido lleno de beata felicidad mi yo.

Pero, como testimonio de su primer pensamiento creador respecto al hombre, destinado por el Creador a vivir, pasando sin muerte del Paraíso terrenal al celestial, en el Reino eterno, Dios quiso que yo, Inmaculada, estuviera en el Cielo en alma y cuerpo... inmediatamente después del fin de mi vida terrena.

Yo soy el testimonio cierto de lo que Dios había pensado y querido para el hombre: una vida inocente y sin conocimiento de culpas; un dulce paso de esta vida a la Vida eterna, paso con el que, como quien cruza el umbral de una casa para entrar en un palacio, el hombre, con su ser completo hecho de cuerpo material y de alma espiritual, habría pasado de la Tierra al Paraíso, aumentando esa perfección de su yo que Dios le había dado, con la perfección completa, tanto de la carne como del espíritu, que el pensamiento divino tenía destinada para todas las criaturas que permanecieran fieles a Dios y a la Gracia. Perfección que habría sido alcanzada en la luz plena que hay en el Cielo y lo llena, pues que de Dios viene; de Dios, Sol eterno que ilumina el Cielo.

Delante de los Patriarcas, Profetas y Santos, delante de los Ángeles y los Mártires, Dios me puso a mí, elevada a la gloria del Cielo en alma y cuerpo, y dijo:

-Esta es la obra perfecta del Creador; la obra que, de entre todos los hijos del hombre, Yo creé a mi más verdadera imagen y semejanza; fruto de una obra maestra divina y creadora, maravilla del Universo que ve, dentro de un solo ser, a lo divino en el espíritu eterno como Dios y como Él espiritual, inteligente, libre, santo, y a la criatura material en el más inocente y santo de los cuerpos, criatura ante la que todos los demás vivientes de los tres reinos de la Creación están obligados a inclinarse.

Aquí tenéis el testimonio de mi amor hacia el hombre, para el que quise un organismo perfecto y un bienaventurado destino de eterna vida en mi Reino.

Aquí tenéis el testimonio de mi perdón al hombre, al que, por la voluntad de un Trino Amor, he concedido nueva habilitación y creación ante mis ojos.

Ésta es la mística piedra de parangón, éste es el anillo de unión entre el hombre y Dios, Ella es la que lleva de nuevo el tiempo a sus días primeros, y da a mis ojos divinos la alegría de contemplar a una Eva como Yo la creé, aún más hermosa y santa por ser Madre de mi Verbo y por ser Mártir del mayor de los perdones.

Para su Corazón inmaculado que jamás conoció mancha alguna, ni siquiera la más leve, Yo abro los tesoros del Cielo; y para su Cabeza, que jamás conoció la soberbia, con mi fulgor hago una corona, y la corono, porque es para mí santísima, para que sea vuestra Reina.

En el Cielo no hay lágrimas. Pero, en lugar del jubiloso llanto que habrían derramado los espíritus si les estuviera concedido el llanto -humor que rezuma destilado por una emoción-, hubo, después de estas divinas palabras, un centelleo de luces, y visos de esplendores resplandeciendo aún más esplendorosos, y un incendio de fuegos de caridad que ardían con más encendido fuego, y un insuperable e indescriptible sonido de celestes armonías, a las cuales se unió la voz del Hijo mío, en alabanza a Dios Padre y a su Sierva bienaventurada para toda la eternidad.

Dice Jesús:

-Hay diferencia entre que el alma se separe del cuerpo por verdadera muerte y que momentáneamente el espíritu se separe del cuerpo y del alma vivificante por un éxtasis o rapto contemplativo.

El que el alma se separe del cuerpo provoca la verdadera muerte, pero la contemplación extática, o sea, la temporal evasión del espíritu fuera de las barreras de los sentidos y de la materia, no provoca la muerte. Y ello porque el alma no se aleja y separa totalmente del cuerpo, sino que lo hace sólo con su parte mejor, que se sumerge en los fuegos de la contemplación.

Todos los hombres, mientras viven, tienen en sí el alma, sea que esté muerta por el pecado, sea que esté viva por la justicia; pero sólo los grandes amantes de Dios alcanzan la contemplación verdadera.

Esto demuestra que el alma, que conserva la vida mientras está unida al cuerpo -y esta particularidad está presente igual en todos los hombres-, tiene en sí misma una parte superior: el alma del alma, o espíritu del espíritu, que en los justos es fortísima, mientras que en los que desprecian a Dios y su Ley -incluso sólo con su tibieza y los pecados veniales- se hace débil, privando a la criatura de la capacidad de contemplar y conocer -hasta donde puede hacerlo una humana criatura, según el grado de perfección alcanzado- a Dios y sus eternas verdades. Cuanto más ama y sirve a Dios la criatura con todas sus fuerzas y posibilidades, esa parte superior de su espíritu tiene más capacidad de conocer, de contemplar, de penetrar las eternas verdades.

El hombre, dotado de alma racional, es una capacidad que Dios llena de sí. María, siendo la más santa de las criaturas después del Cristo, fue una capacidad colmada -hasta el punto de rebosar sobre los hermanos en Cristo de todos los siglos, y por los siglos de los siglos- de Dios, de sus gracias, de su caridad, de su misericordia.

El Tránsito de María se produjo sumergida Ella por las olas del amor. Ahora, en el Cielo, hecha océano de amor, derrama sobre los hijos que le son fieles, y también sobre los hijos pródigos, sus olas de caridad para la salvación universal, Ella que es Madre universal de todos los hombres.


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