Se llamaba Carlos; debió llamarse Esteban. Carlos Leisner. Pero de llamarse Esteban, Saulo hubiera sido la Gestapo. Carlos era un diácono de la diócesis de Münster, regida por aquel león obispo llamado Clemente-Augusto von Galen. La historia de Carlos repite las páginas bien conocidas donde se cuenta lo que ocurrió entre un joven diácono, Esteban, y un perseguidor furibundo que fue Saulo y más tarde llamamos, san Pablo.
Carlos, ídolo de los chicos católicos de Münster, era ardiente, divertido. En 1939, la Gestapo le consideró peligroso, lo encerró, lo envió al campo de Dachau.
Su entrada en Dachau trajo una corriente de aire fresco a los esqueletos resecos de los detenidos. Carlos pidió que le permitieran entrar su libro de rezos y su guitarra. Las canciones de la juventud católica alegraban la entrada de la noche en las barracas. Carlos sabía componérselas para que le permitieran los guardianes acompañar a los enfermos. Repartía secretamente dinero, que nadie sabía dónde encontraba. Decía frases de consuelo. Animaba. Los sacerdotes de Münster le admitían a la reunión secreta que ellos consideraban «sínodo diocesano», donde leían cartas de unos y otros y rezaban en común por von Galen. Cuatro mil sacerdotes había encerrados en el campo de Dachau.
Entre ellos circuló una noche la noticia triste: Carlos ha caído enfermo. Tuberculosis galopante. No había que pensar en que los médicos del campo se enternecieran y salvaran al enfermo. Carlos estaba condenado a muerte y quedaría sin cumplir el único deseo de la vida de Carlos: la primera misa. Cuatro mil sacerdotes comenzaron aquella noche una plegaría desconcertante: «Señor, que sea detenido un obispo y lo condenen a Dachau». No podía fallar.
En septiembre de 1944 el obispo francés de Cler-mont-Ferrand, monseñor Gabriel Piquct, fue traído prisionero. Los sacerdotes de Dachau dijeron: «Gracias, Señor, por tu hijo Carlos». La esperanza de la primera misa encendió de gozo aquellos cuerpos miserables, roídos de hambre y de piojos.
El obispo Piquet se ofreció a ordenarle sacerdote. Los esbirros de Hitler no podían sospechar qué juego misterioso se traían entre manos los fantasmas de Dachau porque los prisioneros, más que personas, parecían sombras.
Hubo que conseguir sigilosamente los instrumentos. Primeramente, el permiso canónico del obispo de Carlos, Clemente von Galen, lo que llaman los clérigos las dimisorias: «Doy feliz el permiso, pero pongo la condición de que procedáis cuidadosamente a cumplir el rito y que así pueda en el futuro demostrarse sin dudas la ordenación». Mujeres de Dachau y de Munich sirvieron de enlace secreto con el cardenal de Munich, aquel otro titán que fue Faulhaber.
Llevaron los óleos santos, el libro pontifical. Los prisioneros recortaron una mitra, tallaron en madera de encina un báculo con la inscripción «Víctor in vin-culis» (Vencedor en las cadenas), ajustaron un pectoral, un anillo. Todo de puntillas. Hasta tuvieron ensayo general.
Domingo «gaudete» del adviento de 1944. En la habitación número uno del grupo veintiséis las primeras luces han sorprendido una ceremonia que los guardianes hubieran creído una farsa, pero que los ángeles contemplaron atónitos.
El obispo vestía capa y mitra. Los sacerdotes y el seminarista, andrajos. Sólo ancianos fueron invitados, de los cuatro mil sacerdotes, por no levantar sospechas. Y treinta estudiantes de teología también presos del campo supieron aquel amanecer la grandeza de la misa. La contemplaron en un cuerpo frágil vestido a rayas de preso. «Ven, oh Espíritu Santo», susurraron entre lágrimas los asistentes mientras el obispo imponía las manos sobre la cabeza de Carlos, consagrado para siempre. Ven, Espíritu Santo mientras le ungía las manos; ven, y le confería el poder y la gloria. El abrazo. La bendición.
Desayunaron de fiesta lo guardado de días anteriores: un ágape, un almuerzo de amor. El día de san Esteban el sacerdote de Jesucristo y prisionero número tal de Hitler, Carlos Leisner, celebró en una barraca de Dachau su primera y última misa. Ultima en el mundo, que no en los cielos. Carlos quedó aniquilado, quince días tumbado en su rincón. Venían a verle como se venera el sepulcro de los mártires.
Moribundo le alcanzó la liberación del campo el 4 de mayo de 1945. En los bosques bávaros, sanatorio de Planegg, esperó la muerte, rodeado de sus padres y hermanos. Murió el doce de agosto. Lo enterraron revestido de casulla roja y rojas eran las rosas, verdes las palmas de victoria. En la última línea de su diario está escrito: «Altísimo Señor, bendice también a mis enemigos».
El Papa Juan Pablo II proclamó a Karl Leisner beato el 23 de junio de 1996,
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Autor: Marco Antonio Batta, L.C.
Eva Herman fue hasta hace poco la conocidísima conductora del noticiero transmitido por ARD, el canal público más importante de Alemania. Inteligente, rubia, de ojos azules, era para muchos y muchas el modelo de una mujer moderna plenamente realizada. Aún no tenía 30 años cuando ya dirigía el noticiero más importante de todo el país.
Por ello su libro «El principio de Eva. Por un nuevo feminismo» publicado por la editorial Pendo Verlag ha despertado una polémica en el país. Su tesis llama la atención, sobre todo, porque parece contradecir sus propias opciones de vida. El libro se ha convertido en un incómodo interrogante para quienes veían en ella un modelo a imitar.
El mensaje central de «El principio de Eva» podríamos resumirlo así: «Queridas amigas: ¿vale la pena sacrificar lo más nuestro, es decir, nuestra maternidad y nuestra capacidad para hacer del hogar un lugar cálido y acogedor, con tal de llegar a una presunta realización profesional?». Su respuesta tiene dos letras: no.
Alemania es uno de los países con más baja tasa de natalidad en Europa y algunos, entre ellos Eva Herman, acusan a las mujeres de este hecho.
Mientras tanto Eva, surfeando sobre la polémica, precisa su pensamiento: «Es completamente equivocado –dijo mientras presentaba su libro en Berlín– reducir mi tesis a simplemente “volvamos todas a la cocina”». Sin embargo ha reiterado: «la mujer debe volver a ser mujer, y no una fea imitación del hombre».
Según un sondeo hecho sobre mil personas, el 75% de los entrevistados considera anticuada su postura. Resultado enigmático, pues el libro se vende como pan caliente. A lo mejor mintieron los entrevistados… o quizás Eva Herman está diciendo algo que nadie se atreve a reconocer públicamente.
Con información de Il Corriere della Sera, 3 de septiembre de 2006.
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Bienaventurada Isabel de la Trinidad (1880-1906), carmelita descalza
«Vuestra fuerza está en el silencio» (cf Is 30,15)… Mantener la fuerza en el Señor, es hacer la unidad en todo su ser a través del silencio interior, es recoger todas sus fuerzas para ocuparlas únicamente en el ejercicio de amar ; es tener esa mirada simple que permite que la luz se derrame (Mt, 6,22). Un alma que entra en discusión con su yo, que está ocupada en sus sensibilidades, que discurre pensamientos inútiles, un deseo sin importancia, esta alma dispersa sus fuerzas, no está del todo ordenada a Dios… Todavía hay en ella cosas demasiado humanas, hay una disonancia.
El alma que todavía guarda en su reino interior alguna cosa, que todas sus fuerzas no están «concentradas» en Dios, no puede ser una perfecta «alabanza de gloria» (Ef 1,14); no está en estado de cantar sin cesar el «cántico nuevo», el gran cántico del que habla san Pablo porque la unidad todavía no reina en ella; y, en lugar de continuar su alabanza a través de todas las cosas con sencillez, precisa, sin cesar, reunir las cuerdas de su instrumento un poco desperdigadas por todos lados.
¡Cuán indispensable es para el alma que quiere vivir ya aquí la vida de los bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los espíritus, esta bella unidad interior! Me parece que el Maestro se refería a esta mirada cuando hablaba a María Magdalena del «único necesario». ¡Cómo lo comprendió la gran santa! La mirada de su alma iluminada por la luz de la fe, había reconocido a su Dios bajo el velo de la humanidad, y, en el silencio, con sus fuerzas unidas, «escuchaba la palabra que él le decía»… Sí, no sabía nada fuera de él.
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La polaca que salvó a más de 2.500 niños y jóvenes judíos en Varsovia
Y esos pensamientos motivaron a Zofia Kossak-Szczucka, en diciembre de 1942, a dar vida a una organización clandestina con el nombre de Zegota. La organización asumió en Varsovia la dirección del Consejo de Ayuda a los judíos, que socorría a los judíos que vivían ilegalmente fuera del gueto. El Consejo de Ayuda a los Judíos les llevaba, mediante intermediarias, ayuda en forma de alimentos y dinero.
Irena Sendler nació en febrero de 1910 en Varsovia, hija de un médico católico. Su padre, miembro del partido socialista, trataba principalmente a pacientes judíos pobres. Sus ideas tuvieron una gran influencia en la joven Irena. Cuando, en la noche del 15 al 16 de noviembre de 1940, el gueto de Varsovia fue bloqueado herméticamente, se encontraban allí unas 350.000 personas. La cifra de los habitantes del gueto se elevó mas tarde incluso hasta los 500.000. Irena Sendler encontró un camino para alcanzar la zona prohibida. Primero Irena Sendler tuvo que conseguir papeles falsos, y una familia de acogida o un hogar para los niños. Para ello, ayudaron las parroquias, que expidieron certificados de nacimiento, así como varias Órdenes religiosas, que acogieron a los niños. ¡Ningún sacerdote o monja, dice, me negaron nunca ayuda para el rescate de niños judíos! Al contrario, ayudaron hasta el final de la guerra, arriesgando su vida y la de los de su entorno. Ningún convento me negó nunca la acogida de un niño judío. Sendler recuerda, de forma especial, a una monja que iba a Varsovia cada vez que un niño tenia que ser sacado de la ciudad: «La hermana Witolda llevaba a esos niños con ella a Turkowice, viajaba con ellos por ese tramo largo, horrible, dominado por los militares, hasta la frontera». José García
¡Jesús, confío en Ti! En la cárcel, Irena Sendler encontró, dentro de un colchón, una estampa ajada con el escrito: “Jesús, confío en Ti”. Con motivo del primer viaje a Polonia de Juan Pablo II, le envió la estampa. Juan Pablo II le escribió en octubre de 2003 una carta, en la que ensalzaba sus acciones extraordinariamente valientes durante la ocupación alemana, “cuando usted, sin atender a su propia seguridad, salvo a muchos niños del exterminio”. (De "Alfa y Omega nº 515)
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La sonrisa de Madre Teresa Unos periodistas le dijeron en una ocasión a la Madre Teresa de Calcuta que su trabajo con los pobres estaba muy bien, pero que no iba a la raíz del problema. Se limitaba, argumentaban, a repartir comida y a acoger enfermos, pero que sería más eficaz si encontraba las causas del hambre en el mundo y actuaba directamente sobre ellas. La religiosa les miró con una sonrisa y les respondió: «Mientras ustedes buscan esas causas, yo me voy a dar de comer a mis pobres». Yo no sé qué pensará el creador de los microcréditos sobre la acción caritativa de la Iglesia, pero estoy seguro de que, siendo un hombre absolutamente volcado en la lucha contra la pobreza, todo lo que sea sumar esfuerzos le parecerá estupendo. Tanto su labor como la de la beata Teresa de Calcuta -también Premio Nobel de la Paz, por cierto- han dado excelentes frutos en todo el mundo. El problema es que, tal vez, muchos crean que la labor de los misioneros se limita a repartir pan y a cruzarse de brazos hasta que llegue el siguiente cargamento de ayuda. Cualquiera que haya visitado una misión, sin embargo, se habrá quedado sorprendido de todo lo que han conseguido los religiosos: escuelas, pozos de agua, dispensarios, tendido eléctrico, mediar en conflictos locales, etc. Esto no tiene nada de «alivio puntual». Mientras algunos siguen devanándose los sesos para hallar las causas de la pobreza en el mundo, Yunus y miles de misioneros se las ingenian para sacar a millones de hombres de la pobreza. Yo, desde luego, me quedo con esta segunda actitud.
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¡Es la hora de la Misericordia!
En marzo de 1893, cuando la Hermana María del Sagrado Corazón acababa de redactar un folleto para divulgar el "Reloj de la Misericordia", llegó al Monasterio de Bourg una carta del de Annecy, en la que se relataba la conversión de un pecador encomendado al Sagrado Corazón ocurrida en Nueva York y que había sido contada por la misma madre del joven a una postulante de la Visitación. Fue como la firma con que el Corazón de Jesús rubricó el folleto.
Un joven de veinte años llevaba tan mala vida que el mismo día que salió de la cárcel, fue herido gravemente en una pelea. La policía, no pudiendo hacer nada, lo condujo a su casa, donde su madre muy pobre no tenía ni donde acostarlo y lo tendieron en el suelo; su expresión infundía miedo.
La madre, muy piadosa, al ver el estado de su hijo, le dijo: "vas a morir; es tiempo de que pienses en tu alma", pero, por respuesta no obtuvo más que injurias y malos tratos. Viendo ella que sólo Dios podía mudar semejante monstruo, pegó en la pared una estampa del Sagrado Corazón y corrió a la iglesia a oír una misa. La única oración que podía articular era: "Señor, acuérdate de mi hijo en tu reino y no me lo dejes morir eternamente". Lo repitió muchas veces y cuál no fue su sorpresa cuando al regresar a casa vio a su hijo tan cambiado que parecía que un ángel había venido a ocupar su lugar.
"Mamá (esta fue la primera vez que desde su infancia la llamaba así), mamá, dijo señalando el lugar donde estaba la estampa del Sagrado Corazón, se me ha aparecido y me ha dicho: Hoy estarás conmigo en el paraíso".
Una transformación tan repentina no admitía dudas. "¿Quieres que venga un Sacerdote?", le preguntó la madre. "Sí", respondió el hijo con alegría. Inmediatamente llamó a un sacerdote que oyó su confesión, lo absolvió y le administró el Santo Viático.
Momentos después llegó el padre, que era digno de tal hijo; siempre que los dos se encontraban se peleaban. A la madre le pareció prudente advertirle que el hijo se estaba muriendo. Al aproximarse a él, se quedó asombrado al ver la expresión angélica de su rostro y la dulzura con que le dijo, mostrándole el Sagrado Corazón: "Hoy estarás conmigo en el paraíso. Invócale, papá, y Él te salvará".
Inmediatamente el padre comenzó a orar arrepentido de su vida criminal: Murió el hijo en paz y el padre continuó viviendo de un modo completamente distinto, se condujo como buen cristiano, preocupado por su familia, y fue un modelo para sus vecinos.
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«Somos pocos los escritores católicos y nos ponen trabas» La Razón María Vallejo-Nágera, autora de la novela «Un mensajero en la noche», asegura que sus libros quieren «ser un instrumento al servicio de la fe» «Cada vez estoy más unida a mi fe católica. Creo que existe Dios, que existe Jesucristo e intento seguirle desde mi mediocridad. Cristo es mi gran guía. Tanto que ya no podría vivir sin fe. Aunque mi familia me quiere y tengo unos hijos y un marido maravillosos a los que adoro, no hay nada comparado con sentirse cerca de Dios. Y eso es algo que yo encuentro en la Iglesia católica». Así de simple y así de contundente se expresa la escritora María Vallejo-Nágera, una de las novelistas católicas de mayor éxito en nuestro país.
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La Razón / David Amado
«Supe que tenía que casarme con ella cuando me preguntó si su vestido combinaba con el chaleco salvavidas del avión». Enseguida me di cuenta de que el argumento no admitía réplica y que Ernesto había acertado. Es lo que tiene el matrimonio: preocupación por minucias pero certeza sobre lo esencial. Llegará un momento en que se aprovechará el banquete de boda para comerse a los novios. Hasta que eso pase hay que reconocer que si se hace fiesta es porque sucede algo bonito. Cuando alguna pareja me pregunta qué deben leer les indico la cartelera de los cines. Intelectualizar el matrimonio hace daño y con eso no digo que no se hayan escrito cosas muy interesantes. A mí me entusiasma la novela «Los novios» de Alejandro Manzoni. Sirva o no como cursillo prematrimonial, lo cierto es que desborda sentido común y apertura a lo sobrenatural. Mi amigo Luis les aconseja que vean juntos la película «El hombre tranquilo». Si ella se ríe pueden seguir adelante. El matrimonio es un signo del amor de Dios a los hombres, es algo tremendo lo que Dios hace con los esposos cuando ellos, libremente, se entregan el uno al otro. Toma su consentimiento y lo eleva a signo de sí mismo y de su amor. Quizás también por ello tantos ya no quieran verlo y hasta lo repudien. Porque bajo aquella humanidad herida, de dos personas que se saben débiles pero se aman, resplandece un amor más grande que nos interpela a todos nosotros. El matrimonio tiene el gusto de lo incorruptible y definitivo: hace entrar en el mundo una palabra que no duda ni se quiebra: «Hasta que la muerte los separe». Él dice: «Te quiero», y lo mismo responde ella. Saben que, con Dios, lo podrán todo.
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La Razón / Álex Navajas - 24.10.06
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Las chicas que buscan una celda |
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