sábado, 24 de septiembre de 2011

Geografía bíblica

Teología de la liturgia


Antes y después del Vaticano II

La Sacrosanctum Concilium

Teología litúrgica del Vaticano II

a) Obra de la redención

b) Misterio pascual

c) Anámnesis

d) Dimensión catabática y anabática

e) Liturgia y vida

f) Presencia de Cristo

g) Acción y epifanía de la Iglesia

h) La acción del Espíritu

i) Opus operatum

1.- Antes y después del Vaticano II

a) Algunos rasgos de la liturgia preconciliar

El concilio supuso un verdadero terremoto litúrgico. Desde el Misal de San Pío V, predominó el inmovilismo; apenas hubo ninguna reforma durante cuatrocientos años. Sólo los que hemos conocido la liturgia preconciliar podemos entender y valorar los cambios increíbles que se produjeron.

Veamos una ligera descripción de cómo era la Eucaristía preconciliar.

1.- Las liturgias se tenían en un latín que nadie comprendía. El sacerdote leía todas las lecturas en latín y mirando hacia el retablo.

2.- Diversas Misas se celebraban a la vez en la misma iglesia, y la gente las iba siguiendo simultáneamente. En los teologados había multitud de altares en los coros. Se iban oyendo las campanillas de las sucesivas consagraciones.

3.- Había la posibilidad de una misa de sesión continua, en la que uno podía cumplir el precepto dominical escuchando el final de una y el principio de otra con tal que no se separase la consagración de la comunión.

4.- Mucha gente llegaba sistemáticamente al ofertorio y se marchaba antes del último evangelio. Con ello se quitaba importancia a la liturgia de la palabra, quizás porque era en latín.

5.- Nunca jamás en toda su vida recibían los fieles cristianos el cáliz para la comunión bajo las dos especies.

6.- La comunión se podía dar fuera de la misa. El sacerdote salía a dar la comunión antes o después de terminada la misa. Mucha gente a diario iba a la iglesia sólo a comulgar.

7.- La comunión se recibía de rodillas en la reja del presbiterio, y siempre en la boca.

8.- Las Misas eran de cara a la pared; el altar se asemeja más a un ara que la mesa de un banquete.

9.- El culto a los santos oscurecía la centralidad del misterio de Jesucristo. En el calendario el número excesivo fiestas de los santos la naturaleza de los tiempos litúrgicos. En las iglesias se multiplicaban las imágenes con sus altarcitos, donde la gente satisfacía su piedad privada, con merma de las celebraciones comunitarias.

10.- Como no se entendía el latín, era costumbre rezar el rosario durante la Misa, o leer un libro piadoso. En algunos sitios había un predicador en el púlpito que predicaba durante toda la Misa, y solamente interrumpía un momento en la consagración, y luego continuaba.

11.- Se fomentaba la escrupulosidad de los sacerdotes que temían cometer cantidad de pecados mortales omitiendo palabras en el canon (cada palabra omitida = un pecado mortal).

12.- A muchos les angustiaba el pronunciar exactamente las palabras de la consagración que se consideraba como un conjuro mágico que dejaba de surtir efecto si se alteraba el sonido de alguna de sus letras.

13.- Había una gran distancia física entre el presbiterio y los fieles, con grandes escalinatas o rejas de división.

14.- Había un tabú a propósito de las especies eucarísticas que no se podían tocar por quien no estaba ordenado. Las sacristanas que tocaban los vasos sagrados vacíos con un guante.

15.- El sacerdote tenía un monopolio absoluto ejerciendo todos los ministerios durante la misa, salvo la pequeña ayuda de los niños acólitos que se limitaban a responder en latín y trasladar de sitio el misal o las vinajeras.

16.- Al sacerdote sólo le respondían los monaguillos, y no la asamblea. Nunca se establecía una diálogo real entre el presidente y la asamblea, ni siquiera en la respuesta “Et cum spiritu tuo”.

17.- El ayuno eucarístico, antes de la reforma de Pío XII, se observaba estrictamente desde las 12 de la noche del día anterior, con lo cual no había nunca Misas por la tarde, y en las Misas al final de la mañana casi no comulgaba nadie porque ya había desayunado todo el mundo.

18.- Había una absoluta falta de espontaneidad; cada gesto y palabra estaba dictado por el ritual sin que el celebrante pudiese improvisar ni alterar el más mínimo detalle. En ningún momento se sugerían formas o palabras opcionales. El ritualismo de unos gestos mecánicos acompañaba a unas palabras en un idioma ininteligible.

19.- La teología de los sacramentos entendía el ex opere operato de un modo que minusvaloraba la in-tencionalidad de las personas y la comprensión.

20.- Se perpetuaban las diferencias sociales en el culto, mediante puestos reservados en la iglesia para los ricos y notables que tenían sus propios reclinatorios en lugares reservados para ellos.

21.- Había sacramentos y funerales de primera, de segunda o de tercera, según el dinero que se pagase. Los de primera tenían más celebrantes, diácono y subdiácono, eran cantados, y en ellos se usaban ornamentos más lujosos, y el catafalco era más barroco.

22.- La Eucaristía se entendía más como objeto de adoración que de manducación. Se trataba de mirar la Sagrada Forma en el momento de alzar, con la campanilla resonando y las genuflexiones. O la solemnidad de la Exposición solemne, al acabar la Misa. Entonces es cuando se encendían las velas, las luces. Ahora empieza lo importante.

23.- El pueblo apenas cantaba en la Misa. Había un repertorio popular muy reducido. Normalmente se escuchaba a una schola de cantores profesionales que cantaban en latín, en canto polifónico. Se situaban atrás en el coro y no eran un fermento para animar al pueblo a cantar con ellos.

24.- Al no haber Misas por las tardes, había distintos tipos de actos, rosarios, novenas, sermones, actos eucarísticos…

25.- No estaba institucionalizada una preparación catequética para los sacramentos (exceptuada la primera comunión). Bautismos, bodas, confirmaciones no venían precedidos por ningún tipo de cursillo.

b) 20 nuevos valores de la reforma litúrgica

La nueva liturgia intentó fomentar los valores que estaban absolutamente marginados.

1.- Acercar la acción litúrgica los fieles quitando barreras de escalinatas y rejas y poniendo el altar de cara al pueblo.

2.- Potenciar el papel de la asamblea frente al monopolio del presidente. La asamblea participa más en las oraciones, en la respuesta al salmo, en las aclamaciones, en el cambio de posturas (SC 14, 21, 30, 114).

3.- Dar unidad y relieve a la acción litúrgica prohibiendo absolutamente que durante ella se pueda tener otra Eucaristía o ningún otro acto de culto en el mismo espacio de la iglesia (SC 57).

4.- Fomentar el canto de toda la asamblea frente al monopolio de la schola, las corales y los solistas (SC 114).

5.- Potenciar los ministerios diversos frente al único ministerio del presidente; reinstaurar el diaconado permanente y rehabilitar el ministerio del diácono. Instaurar los ministerios laicales del acólito y el lector; potenciar los ministerios de salmista, de monitor, maestro de coro, dando entrada a los laicos no ordenados, y más tímidamente a las mujeres (SC 29).

6.- Resaltar la estética de la sencillez y de la verdad frente a simulaciones barrocas, puntillas, floripondios y ostentaciones (SC 34).

7.- Fomentar la inteligibilidad de las palabras frente a los signos puramente mecánicos (SC 33-34). Aprobar la utilización de las lenguas vernáculas (SC 36, 54, 63, 101). Añadir más lecturas y moniciones (SC 35, 51). Prescribir la homilía los domingos, y recomendarla entre semana (SC 52). Celebrar una liturgia de la palabra en todos los sacramentos (SC 35).

8.- Ensamblar mejor la vivencia del culto con el resto de la vida, trayendo a la misa la realidad de lo que los participantes están viviendo en ese momento. La liturgia se considera la cumbre y la fuente de toda la actividad de la Iglesia (SC 10).

9.- Articular mejor la comunión dentro de la eucaristía, prohibiendo que se administre fuera de la Misa, salvo en casos urgentes como es el del viático. Conceder la comunión bajo las dos especies (SC 55).

10.- Insistir en el valor de los actos subjetivos, la intención de los participantes, las disposiciones interiores, la atención, la focalización de la devoción en la acción litúrgica y no en otras devociones que se realizan paralelamente a ella (SC 11, 14, 21, 59, 90...).

11.- Centrarse más en el año litúrgico y reducir el puesto que tenían anteriormente las fiestas de los santos (SC 107). Dar mayor centralidad al domingo (SC 106). Dar una mayor prioridad a la lectura continuada sobre las lecturas correspondientes a otras memorias SC 51).

12.- Inculturar la liturgia y adaptarla a las distintas circunstancias de las regiones. Conceder atribuciones a las conferencias episcopales de los distintos países (SC 37-40, 63b).

13.- Eliminar las diferencias de categoría social en la manera de celebrar los distintos ritos (SC 32).

14.- Fomentar el carácter comunitario de las celebraciones, tanto de los sacramentos, como de la Liturgia de las Horas (SC 26, 27, 99, 100).

15.- Reestablecer la concelebración como expresión de la unidad del sacerdocio (SC 57-58).

16.- Restablecer la oración de los fieles en la Eucaristía, en los otros sacramentos y en la Liturgia de las Horas (SC 53).

17.- Reinstaurar la iniciación cristiana de los adultos y el catecumenado (SC 64, 71, 74).

18.- Reformar los rituales de los sacramentos afectando incluso a las partes más fundamentales, incluida la materia y la forma, como es el caso de la confirmación, la unción de los enfermos, la ordenación de obispos y la Eucaristía (SC 62)..

19.- Reforma profunda de la Liturgia de las Horas, para hacerla más breve, menos clerical, más bíblica, más adaptada a las horas del día (SC 88, 90, 94).

20.- Frente al validismo en los sacramentos, o a los “sacramentos de mínimos”, fomentar la potenciación del simbolismo y la palabra que los acompaña, para eliminar cualquier tipo de “automatismo” en su celebración. Los sacramentos no se limitan a conferir al gracia automáticamente, sino que deben “alimentar, robustecer y expresar la fe” (SC 59).

c) 10 exageraciones y desviaciones postconciliares

En esta dinámica de redescubrimiento y potenciación de valores olvidados hay siempre el peligro del pendulazo, de irse al extremo contrario. El peligro es afirmar unilateralmente los nuevos valores negando o minimizando otros valores igualmente importantes.

1.- La desclericalización en el ámbito de la vida social, que es un fenómeno positivo, llevó en algunos casos a la debilitación del ministerio y de la función de la presidencia. Se tiende a que el presidente se vista igual que los demás; a que no ocupe un lugar preeminente, a que cada vez vaya teniendo menos atribuciones exclusivas. Algunos ven en él a un simple delegado de la asamblea.

2.- La democratización va a afectar no sólo al ministerios del presidente, sino a cualquier otros ministerio. Todos pueden hacerlo todo. Nada queda reservado para nadie. El espíritu asambleísta tiene como ideal que la comunidad entera realice el mayor número posible de acciones. Se confunde el “participar” con el “intervenir”.

3.- La desacralización de espacios y objetos. Se pretende que no haya capillas o iglesias, sino salas multiuso; que no se utilicen vasos sagrados especiales, sino vasos normales. Se fomenta el acceso de todos al altar y la destabuización de cuanto rodea las especies sacramentales. Rechazo de las vestiduras litúrgicas.

4.- La secularización de la acción litúrgica que se ve reducida a una comida informal de amigos, so pretexto de que la cena del Señor y la fracción del pan de los primeros cristianos fueron reuniones de naturaleza no litúrgica. Se olvida con ello todo el valor litúrgico y ritual que esas reuniones tenían en la espiritualidad judía, y las múltiples rúbricas que la regulaban.

5.- La informalidad. Se tiende a eliminar todo lo que huela a solemnidad o formalismo. Que el pueblo asista a la liturgia con vestidos informales, con zapatillas, en traje de baño, en bata. Que se sienten en posturas cómodas, con las piernas cruzadas, tirados por el suelo. Que se use un lenguaje coloquial, desenfadado, con muletillas que creen sensación de informalidad.

6.- La cutrez. Cunde el desinterés por la estética de la liturgia. Cuando se usan objetos litúrgicos propios se procura que sean de baja calidad. No hay gran interés por mantenerlos limpios, ni blancos, ni brillantes. No importa que los libros litúrgicos estén viejos, rasgados, negros, manchados de cera, de vino. Se usan paños de altar y purificadores que nos daría vergüenza poner como servilletas o manteles a nuestros invitados en el comedor.

7.- El verbalismo. La traducción de la liturgia a la lengua vulgar y la reacción contra el ritualismo mecánico llevó a una minusvaloración de todo el lenguaje corporal, de gestos, inclinaciones, genuflexiones, golpes de pecho, signaciones, manos alzadas, posturas corporales, incensaciones. Cantos con estrofas que parecen tratados de teología La eucaristía pasó de ser una acción a ser un discurso, de ser una celebración a ser una mesa redonda a la que se va a reflexionar y discutir y comprometerse. Dominio del moralismo y el racionalismo.

8.- La alergia por lo emocional. Evanescencia del misterio, de la trascendencia, de la mística, de cualquier intimismo que se denuncia como alienante.

9.- La espontaneidad salvaje. Frente a la escrupulosidad anterior, se fue desarrollando un concepto de espontaneidad en que todo se podía cambiar o improvisar a gusto del celebrante, o a gusto del comité de preparación de la liturgia. Pérdida del sentido de la tradición o de la eclesialidad o de la fidelidad a un ritual que me ha sido dado.

10.- El elitismo. El concilio canceló las diferencias de clase que había en la antigua liturgia, pero hay el peligro de que hoy se reintroduzca un nuevo tipo de elitismo. Frente a la asamblea dominical del pueblo, se crean cenáculos de iniciados, en los que existe una mayor sintonía ideológica y se puede llevar a cabo una liturgia experimental. Misas grupales para jóvenes, universitarios, militantes, que consiguen que al final sus miembros ya no se encuentren identificados con la gran Iglesia, y sólo celebren los sacramentos en el seno de sus pequeños grupos.

2.- La constitución “Sacrosanctum Concilium”

a) Generalidades sobre el Vaticano II

En la larga historia de la Iglesia ha habido cuatro ocasiones de concilio:

1.- Ha habido concilios de unión, que buscaron predominantemente la reconciliación entre Iglesias separadas, como por ejemplo el concilio de Lión en 1274 o Florencia en 1439. El Vaticano II no fue un concilio primordialmente de reconciliación, pero la presencia de los hermanos separados como observadores, y el tono ecuménico de sus documentos contribuyó mucho al proceso de reconciliación.

2.- Algunos concilios han sido convocados para condenar herejías; es el caso de Trento. También en el Vaticano II algunos plantearon la posibilidad de condenar el comunismo o la Nouvelle Theologie. Pero está línea de desarrollo fue claramente descartada desde el principio. Ya había habido muchas condenaciones en el Syllabus y el Quanta Cura, y más tarde la Pascendi y el decreto Lamentabili. Pío XII en la Divini Redemptoris de 1937 había condenado ya el comunismo como “intrínsecamente perverso”. La Humani Generis de Pío XII había sido ya un freno a la apertura, aunque de una manera suficientemente ambigua, sin condenas explícitas.

3.- Otros concilios se caracterizaron por su proyecto de acoger y formular verdades de fe en el corpus eclesial. El Vaticano I, formuló el concilio de la infalibilidad pontificia. También al pensar en el Vaticano II algunos querían formular nuevos dogmas. El lobby mariano quería más dogmas marianos. Esta línea fue también descartada desde el principio. El Vaticano II no quiso formular ningún dogma nuevo.

4.- Otros concilios fueron reformistas. Es el caso del Lateranense V entre 1512 y 1517, y en cierta medida también de Trento. Pero en la Iglesia preconciliar la palabra “reforma” era tabú. Congar estuvo a punto de ser condenado por usarla. La nueva palabra aggiornamento de Juan XXIII obviaba esta dificultad. En el paso del borrador 2 al 3 de la SC, se sustituyó sistemáticamente la palabra “reforma” por “instauración”. Sin embargo la reforma de la liturgia será una de las realidades más significativas del Vaticano II.[i]

b) Prolegómenos: El movimiento litúrgico

Como veremos, la constitución conciliar fue preparada por todo un siglo de movimiento litúrgico en la Iglesia católica, que fue preparando el terreno para las reformas. Este movimiento litúrgico comienza en los monasterios hacia la mitad del siglo XIX, a partir de D. Guéranguer en Francia, y de Hirscher en Alemania. Ambos pueden considerarse precursores del Vaticano II. Hirscher ya pedía la comunión bajo las dos especies, y la liturgia en la lengua vernácula. Pero no es sólo en estos aspectos externos de reforma, sino en la profundización en los presupuestos bíblicos, patrísticos e históricos de la liturgia, donde el movimiento preparó la gran reforma de la Iglesia.

Los tres países impulsores de este movimiento fueron Francia, Bélgica y Alemania. El movimiento litúrgico llevó a una restauración monástica, que contagió primero a algunos ambientes de élite más monastizantes, y finalmente al ambiente parroquial. Recordamos los monasterios de Solesmes en Francia, Beuron y su filial Maria Laach en Alemania, Maredsous y Mont César en Bélgica, Montserrat y Silos en España.

Un hito significativo de este movimiento fue el motu proprio de san Pío X Fra le sollicitudini de 22 de no-viembre de 1905. Habla el Papa por primera vez de la participación activa.[ii] Este motu proprio va a tratar sobre todo de la reforma de la música sacra, que estaba en una situación muy decadente y de la renovación del canto gregoriano. No se debe cantar y rezar durante la Misa, se debe cantar y rezar la Misa

San Pío X reformó la práctica de la comunión frecuente en la Iglesia, en el decreto Sacra tridentina del 1905, dando un paso hacia el Vaticano II que recomienda la participación más perfecta en Misa que consiste en que los fieles reciban el Cuerpo de Cristo (SC 55). En el decreto Quam singulari de 1910 fija una edad más temprana para la primera comunión de los niños. Un año más tarde en la bula Divino afflatu reforma el calendario y el breviario, de modo que resalten más los tiempos litúrgicos, que estaban muy oscurecidos por las múltiples fiestas de los santos. Se adelanta la reforma del Vaticano II primando los tiempos litúrgicos y el domingo (SC 106 y 108).

Tras Pío X este impulso va a ser recogido en dos importantes abadías. En Bélgica surge en la abadía de Mont César la figura de dom Beauduin, que había sido anteriormente sacerdote secular y trabajó en el mundo obrero. Mediante la revista Questions liturgiques y los congresos de Lovaina, dotó al movimiento litúrgico de una organización. Mientras tanto, en torno a Maria Laach se fomentó el conocimiento teológico e histórico de la liturgia, con las grande figuras de Odo Casel y Guardini.

De Pío XII queremos recordar sus importantes reformas litúrgicas: la vigilia Pascual en 1951; la mitigación del ayuno eucarístico en 1953, con la introducción de las misas vespertinas; la revisión de las rúbricas del Misal y el Breviario que simplificaban las múltiples conmemoraciones de octavas; la nueva celebración de la Semana Santa en 1955.

Sobre todo, destaca en el pontificado de Pío XII una gran encíclica sobre la liturgia, la Mediator Dei de 1947. Recoge toda la elaboración positiva anterior en la línea teológica, pero se muestra reticente respecto a iniciativas concretas de reforma o de un excesivo liturgicismo. SE urge a que los cristianos vivan la vida litúrgica. La encíclica quiere hacer de la regeneración litúrgica el motor de la regeneración cristiana

c) Historia de la Sacrosanctum Concilium

1.- Etapa preconciliar

El 5 de junio de 1960, día de Pentecostés, comienza la fase preparatoria del concilio Se establece la comisión litúrgica que comenzará a reunirse a partir del 12 de noviembre para trabajar en un esquema de constitución. El presidente era el cardenal G. Cicognani, y el secretario Bugnini. Se comenzó tratando el tema en 13 subcomisiones durante cuatro meses intensos, de noviembre de 1960 a abril de 1961.

Para agosto de 1961 se ha redactado ya el primer borrador con 8 capítulos. Este texto pasaría todavía por dos redacciones más, en las que apenas hubo transformaciones sustanciales. El proyecto del esquema de la comisión litúrgica fue firmado por el cardenal Cicognani el 1 de febrero de 1962. Cuatro días después falleció Cicognani y fue sustituido como presidente de la comisión litúrgica por el cardenal A. Larraona, español.

Durante todo este proceso la comisión tuvo que vencer grandes resistencias por parte de quienes se oponían a la introducción de la lengua vernácula, la comunión bajo las dos especies y la concelebración. Cicognani sufrió presiones por parte de quienes le acusaban de ser un viejo manipulado por un secretario joven y progresista como Bugnini. Cicognani sufrió antes de atreverse a firmar, y algunos piensan que este stress fue causa de su muerte cuatro días después. El nuevo presidente, Larraona, era más hostil al documento que se acababa de firmar.

De ahí el esquema pasó a la comisión central del Concilio, que lo examinó en su quinta sesión de marzo-abril de 1962. Los ocho capítulos iniciales fueron reducidos a siete al final, cuando el capítulo número 6 sobre “ornamentos sagrados” fue refundido posteriormente con el capítulo 8 sobre arte sagrado, para formar un capítulo único, el 7, sobre Arte y objetos sagrados. Los demás capítulos quedaron íntegros y en el mismo orden original. El documento sufrió varias enmiendas que restringían algunos de los puntos del esquema, tales como el poder de las autoridades eclesiásticas territoriales, la concelebración y la comunión bajo las dos especies.

En julio de 1962 fueron enviados a los obispos los 7 primeros esquemas, el quinto de ellos era el de liturgia, que es el único que mereció la aprobación general de todos los sectores.

2.- Etapa conciliar

El concilio se inauguró el 11 de octubre de ese año. Ya en su cuarta congregación se inició el debate sobre el esquema de liturgia. El debate se prolongó durante quince congregaciones. Hubo 328 intervenciones orales y 350 escritas.

Proemio y primer capítulo: cinco congregaciones, 4 a 8.

2º capítulo: Eucaristía: cuatro congregaciones, 9 a 12,

3er capítulo: Sacramentos, una y media, 13 y parte de la 14;

4º capítulo: Oficio divino, dos y media: parte de la 14, 15 y 16 (debate muy movido)

5º, 6º, y 7º capítulos: resto de la constitución: tres congregaciones: 17-19.

El 14 de noviembre de 1962 se votaron los principios básicos del esquema, y el procedimiento para la revisión de las enmiendas propuestas en el aula. Ambos puntos fueron aprobados en una única votación por 2.162 de los 2,215 padres presentes (46 votos en contra). El esquema pasó a la Comisión litúrgica dividida en trece subcomisiones. En los últimos días de noviembre y primeros de diciembre se votaron las enmiendas al proemio y al capítulo primero. El 7 de diciembre la última congregación de la primera sesión, se aprobó el proemio y el capítulo I ya enmendados. Hubo 11 non placet, y 180 placet iuxta modum. Se aplazó hasta la segunda sesión conciliar la votación sobre el resto del esquema.

Al principio de la segunda sesión conciliar, ya bajo el pontificado de Pablo VI, el 8 de octubre de 1963, se empezaron a votar las enmiendas a los otros seis capítulos. Y después se pasó a votar los “modos” de aquellos que habían votado “placet iuxta modum” a cada una de las enmiendas. El voto global a todo el esquema tuvo lugar el 22 de noviembre, y fue definitivamente aprobado en la sesión solemne con asistencia del Papa el día 4 de diciembre. Tuvo sólo 4 votos en contra.

Fue muy significativo el cambio litúrgico que se experimentó en el propio concilio. En la ceremonia inicial, sólo cantó la impresionante schola polifónica del maestro Bertolucci, y los padres guardaron silencio Fue una ceremonia barroca y larguísima, un retazo de piezas sueltas no integradas en la Eucaristía. En cambio en la Eucaristía de la clausura se cantó la Misa gregoriana ‘De Angelis’, la más sencilla y la más conocida, que fue entonada por toda la asamblea.

A partir de la quinta sesión empezó a entronizarse solemnemente el libro del Evangelio llevado en procesión. Las Congregaciones empezaban con la celebración de la Eucaristía, que fue siendo celebrada en todos los distintos ritos orientales a lo largo de las diversas sesiones.

3.- Etapa postconciliar

El 25 de enero del 1964 Pablo VI firma el motu proprio Sacram Liturgiam que ponía en vigor algunos de los aspectos de la reforma. A este efecto creó el Consilium ad exsequendam constitutionem de sacra Liturgia, que funcionó durante los próximos cinco años, hasta el 8 de mayo de 1969, en que el Papa sustituyó este organismo por la Sagrada Congregación para el culto divino. En el primer motu proprio se instituía ya la homilía, la enseñanza en los seminarios, el matrimonio y la confirmación dentro de la Misa. En el breviario se omitía la Prima, y se daba la opción entre una de las otras tres Horas menores.

La primera instrucción “Inter Oecumenici” de 26 de septiembre de 1964 adelantaba algunas reformas fáciles: evitar los duplicados, recitación por todos del Padrenuestro, nueva fórmula para la comunión y el Amén, supresión del último evangelio y las preces, lectura cara al pueblo por parte de lectores, lengua vernácula en las lecturas, oraciones y cantos, prohibición de acepción de personas, la oración “secreta” en alta voz, el embolismo en alta voz, introducción de la oración de los fieles. Misas de cara al pueblo, construcción de altares separados de la pared. En 1965 aparecen los ritos de comunión bajo las dos especies y la concelebración.

En 1967 se publica la segunda instrucción “Tres abhinc annos”: Leccionario ferial, reducción de las oraciones en la Misa, simplificación de cruces, besos y genuflexiones, silencio después de la comunión, se permite el canon en lengua vulgar. Publicación de la Eucharisticum Mysterium, y la Misa normativa del primer Sínodo de obispos.

En 1968 se publican los tres cánones nuevos y los nuevos prefacios.

En 1969 se anticipa la Nueva Institución del Misal Romano y el leccionario dominical. También la Fidei Custos sobre ministros extraordinarios de la comunión, y la Actio Pastoralis sobre Misas para grupos particulares, la Memoriale Domini sobre el modo de administrar la comunión.

A partir de aquí el Consilium pasa a constituirse como Sagrada Congregación para el Culto Divino, que publica la tercera instrucción: Liturgicae instaurationes de 5 de noviembre de 1970.

En 1970 sale la edición típica del Misal Romano. También este año se publica la Ordenación general de la Liturgia de las Horas. Sacramentali Communione amplia la comunión bajo las dos especies.

En 1971, la constitución apostólica Divinae consortium naturae sobre el sacramento de la confirmación.

En 1972 se publica la declaración In celebratione sobre la concelebración eucarística, y el motu proprio Ministeria quaedam reformando la tonsura y órdenes menores e instituyendo lo ministerios laicales. También la Sacram Unctionem infirmorum, sobre la unción de los enfermos.

Durante todo este tiempo empiezan a publicarse los nuevos rituales del pontifical romano para las órdenes sagradas (1968), matrimonio, bautismo de niños, exequias, leccionarios (1969), profesiòn religiosa, consagración de vírgenes, bendición de abades, bendición de los óleos (1970), Liturgia de las Horas y confirmación (1971), iniciación de adultos, institución de ministros laicos y unción de los enfermos (1972), culto eucarístico fuera de la Misa y penitencia (1973).

El 5 de julio de 1975 Pablo VI suprimió las dos sagradas congregaciones del culto divino y de los sacramentos, y las fundió en una nueva sagrada congregación “Para los sacramentos y el culto divino”.

d) Características de la constitución “Sacrosanctum Concilium”

Era el esquema mejor preparado. Es fruto de más de medio siglo de movimiento litúrgico y de la existencia de peritos muy bien preparados y coordinados. Sobresale la acción del primer secretario de la Comisión litúrgica preparatoria, el P. Bugnini, que fue objeto de las iras de los conservadores, y tuvo que retirarse de la Comisión litúrgica que siguió trabajando durante el concilio.

Fue el único de los siete primeros proyectos aceptado por la Comisión preparatoria

•Tiene el máximo estatus de los documentos conciliares: “Constitución”.

Fue el primer esquema tratado en el aula.

•Fue también el primer documento aprobado.

Carece de título propio. Esto es algo muy significativo. Recuerda que fue el primero en ser discutido y el primero en ser aprobado, el documento frontera entre una etapa del concilio y otra.

Es paradigma de la renovación eclesial. En un concilio que se definió a sí mismo como no dogmático, sino pastoral, la renovación litúrgica es síntoma y fuente de la vida eclesial.

Se propuso promover la reforma, y no sólo darle luz verde. Para ello propuso un plan total de reforma que incluía principios doctrinales y orientaciones pastorales.

Es símbolo de la vida de la Iglesia. La liturgia no puede dejar de influir y ser influida por la real situación de fe de la comunidad cristiana. A lo largo de la historia, la liturgia ha sido el reflejo de la eclesiología y de la espiritualidad contemporánea. Hay una causalidad mutua. El espíritu de la época conforma la liturgia, pero ésta no deja de conformar también el espíritu de la época. Dime cómo celebras y te diré quién eres. La liturgia no es un mero síntoma, sino que es también factor. El número 2 de la SC precisamente va a decir que en la Liturgia se manifiesta y expresa la verdadera naturaleza de la Iglesia.

Influyó mucho en la marcha del concilio. El hecho de que cosas que se consideraban sagradas e inmutables fueran cambiadas de una forma tan radical, abrió el horizonte para emprender reformas aún mayores. De discutir “de liturgia reformanda”, se pasó a la posibilidad de tratar “de Ecclesia reformanda”, lo que H. Denis llama “el milagro eclesiológico del Vaticano II”.

En algunos puntos fue pronto desbordada por la realidad de la reforma. Este es el caso del uso de la lengua vulgar que la SC todavía considera como la excepción a la regla, y que muy pronto se estableció como la lengua de la casi totalidad de las celebraciones (SC 36; 54).

En otros puntos, en cambio, la recepción del concilio no desarrolló planteamientos ambiciosos de la constitución. Es el caso de la inculturación de la Liturgia y su adaptación a la mentalidad y tradiciones de los pueblos, el tenor de la constitución hacía esperar un mayor grado de pluralismo en las adaptaciones (SC 39).

e) Importancia de la constitución

La SC no da el primer puesto a la especulación. Más que una reflexión teológica sobre la acción litúrgica, considera que la acción misma es ya teología.

Es anterior a otros documentos importantísimos, que fueron fruto de la deliberación conciliar, como la Lumen Gentium. En este sentido preparó a los padres conciliares para que abordasen estos otros importantes esquemas conciliares desde una perspectiva mejor.

En cambio la constitución no se vio ella misma enriquecida por los desarrollos posteriores del concilio. Como primer fruto, no fue aún un fruto plenamente maduro, porque aún no habían madurado del todo grandes intuiciones teológicas que fueron resultado de las aportaciones en el aula conciliar a lo largo de las diversas sesiones.[iii]

La Lumen Gentium y la Presbyterorum Ordinis son un gran paso adelante en esta evolución teológica. La eclesiología de la LG (LG 9-11) insiste en la triple misión bautismal de los fieles y en su sacerdocio. Estos temas no estaban aún plenamente maduros cuando se redactó la SC 14 que trataba de ellos sólo tímidamente.

El fundamento de esta renovación conciliar es el sacerdocio bautismal. Aunque este sacerdocio no aparezca explícito todavía en la SC, ya existe en ella la conciencia de que la liturgia es celebración “del pueblo santo reunido y organizado”; se insiste en la participación consciente, activa y fructuosa (SC 11) o “plena, consciente y activa” (SC 14), en el derecho y deber del pueblo cristiano (SC 14), en la ofrenda del sacrificio espiritual de nosotros mismos (SC 12). En esta línea dice el concilio: “Aprendan los fieles a ofrecerse a sí mismos, no sólo por manos del sacerdote, sino igualmente por su unión con él” (SC 48).

Por tanto está ya insinuado el sacerdocio de los bautizados, aunque no se llegue a explicitar. La SC se limita a citar 1 P 2,9, “el sacerdocio real, nación santa... ”, pero sin tematizarlo. El inciso del 14 “en virtud del bautismo” es muy significativo en este sentido.

La SC ha sido criticada a posteriori, porque según dicen algunos, la reforma se quedó corta, nació con retraso, no integró los desafíos de la secularidad que habrían de madurar después en la Gaudium et Spes. Desde el punto de vista técnico se le censura el haber escogido como modelo la liturgia basilical romana de los siglos IV al VI, renunciando a riquezas de otras épocas y latitudes de la Iglesia. Se dice que estuvo demasiado marcada por la cultura occidental literaria y burguesa del siglo XX.[iv]

Se ha censurado el hecho de que la constitución, más que una verdadera constitución doctrinal, parezca un decreto práctico de reforma. Es verdad que en la constitución priman los aspectos prácticos de la reforma, pero las afirmaciones doctrinales, sin ser muy abundantes, son la base sólida para una teología de la liturgia renovada, con nuevos acentos y perspectivas. Las carencias doctrinales fueron pronto suplidas por los otros documentos del concilio, y por los grandes documentos de Pablo VI Mysterium fidei (1964) y Eucharisticum Mysterium (1967).

Aunque las afirmaciones doctrinales de la constitución no son muy abundantes, son más que suficientes para constituir una base sólida de la liturgia como actio Christi y actio Ecclesiae. El artículo 2 sobre la genuina naturaleza de la Iglesia contiene nuclearmente toda la LG. El contenido de la SC es homogéneo con el conjunto del concilio.[v]

Bibliografía sobre la Sacrosanctum Concilium

“Bibliografía española acerca de la Constitución ‘De Sacra Liturgia’”, Phase 4 (1964) 428-433.

AA.VV., La Maison Dieu, 76 (1963).

AA.VV., La Maison Dieu, 77 (1963).

AA.VV., La Maison Dieu, 155 y 156 (1983).

AA.VV., Concilio Vaticano II, vol. I, Comentarios a la constitución sobre la sagrada liturgia, BAC 238, Madrid 1965.

AA.VV., La liturgia después del Vaticano II. Balances, estudios, prospecciones, Taurus, Madrid 1969.

Alberigo, G. (ed.), Historia del Concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca 1999.

Aldazábal, J., “La formación litúrgica. Tarea inacabada de la reforma del Vaticano II”, Phase 30 (1990) 57-77.

Aldazábal, J., “La Eucaristía a los diez años de la constitución de liturgia”, Phase 14 (1974) 229-241.

Baraúna, G. (ed.), La sagrada liturgia renovada por el concilio, Studium, Madrid 1965.

Bernal, J.M., “Una de cal y otra de arena. La renovación litúrgica en la Iglesia del post­concilio”, en E. Pérez Delgado (ed.), Temas conciliares 25 años después, Valencia 1990, 279-304.

Bonet et alii, Renovación litúrgica. Doctrina y comentarios, Madrid 1964.

Bugnini, A., La reforma de la liturgia (1948-1975), BAC, Madrid 1995.

Caprile, G., Il concilio Vaticano II, 4 vols., La Civiltà Cattolica, Roma 1966-1968.

Fesquet, H., Diario del concilio, Barcelona 1967.

Fischer, B., “A los veinticinco años de la Constitución de Liturgia. La recepción de sus principios fundamentales”, Phase 29 (1989) 89-103.

Franquesa, A., “El concilio Vaticano II y la constitución sobre la Sagrada Liturgia”, Phase 28 (1988) 383-414.

Franquesa, A., “Historia del movimiento litúrgico en función de la reforma conciliar”, en AA.VV., Concilio Vaticano II, vol. I, Comentarios a la constitución sobre la sagrada liturgia, BAC 238, Madrid 1965, 66-83.

Gy, P.-M., “Bosquejo histórico de la Constitución”, en G.Baraúna (ed.), La sagrada liturgia renovada por el concilio, Studium, Madrid 1965, 115-129.

Juan Pablo II, “Vicessimus Quintus Annus”. Carta apostólica en el XXV aniversario de la Sacrosanctum Concilium ». Cf. Phase 29 (1989) 227-244.

Jungmann, J.A., “Sobre la presencia del Señor en la comunidad cultual”, en P.A. Schönmetzer (ed.), Actas del Congreso Internacional de Teología del concilio Vaticano II, Barcelona 1972, 306-310.

Kloppenburg, B., “Crónica a las enmiendas a la constitución”, en G.Baraúna (ed.), La sagrada liturgia renovada por el concilio, Studium, Madrid 1965, 125-150.

Latourelle, R. (ed.) Vaticano II. Balance y perspectivas, Salamanca 1989.

López, J., “El ‘modelo’ de pastoral de los sacramentos en el Vaticano II y en los actuales rituales”, Phase 26 (1986), 479-508.

Maldonado, L., “Liturgia, sacramentos y religiosidad popular”, en C. Floristán (ed.), El Vaticano II veinte años después, Cristiandad, Madrid 1985.

Martimort, A.-G., “Está presente en su palabra”, en P. A. Schönmetzer (ed.), Actas del Congreso Internacional de Teología del concilio Vaticano II, Barcelona 1972, 311-326.

Oñatibia, I., “El ‘Catecismo de la Iglesia católica’ en comparación con la ‘Sacrosanctum Concilium’”, Phase 33 (1993) 153-169.

Oñatibia, I., “Historia de la constitución sobre Sagrada Liturgia”, en AA.VV., Concilio Vaticano II, vol. I, Comentarios a la constitución sobre la sagrada liturgia, BAC 238, Madrid 1965.

Oñatibia, I., “El proyecto litúrgico del Vaticano II”, Lumen 35 (1986) 172-193.

Oñatibia, I., “La ‘Sacrosanctum Concilium’, hito histórico”, Phase 29 (1989) 45-52.

Rahner, K., “La presencia del Señor en la comunidad cultual. Síntesis”, en P. A. Schönmetzer (ed.), Actas del Congreso Internacional de Teología del concilio Vaticano II, Barcelona 1972.

Rovira, J.M., “Sacramentalidad cristiana y celebración. El fondo teológico de ‘Sacrosanctum Concilium’”, Phase 30 (1990) 289-308.

Schönmetzer, P.A. (ed.), Actas del Congreso Internacional de Teología del Concilio Vaticano II, Barcelona 1972.

Tena, P., “La pastoral litúrgica del Vaticano II hasta nuestros días”, Phase 30 (1990) 273-288.

Von Arx, W., « El Papa Pablo VI y la reforma litúrgica del Vaticano II”, Phase 28 (1988) 7-29.

Wiltgen, R.M., El Rin desemboca en el Tiber: Historia del Concilio Vaticano II, Criterio, Madrid 1999.

3.- Teología de la Liturgia según el Vaticano II

a) La obra de nuestra Redención

La nueva postura del presidente de cara a la asamblea marca un claro giro de énfasis teológico. Cuando el sacerdote daba la espalda a la asamblea y se dirigía hacia Dios, el altar aparecía como el ara en la que la víctima era sacrificada. El sacerdote se volvía hacia Dios ofreciendo en nombre del pueblo el sacrificio reconciliador. Las connotaciones de esta postura subrayaban la idea del culto como movimiento ascensional del hombre hacia Dios, más en línea con la idea del culto en la religiosidad natural.

En cambio, el sacerdote presidiendo la liturgia de cara a la asamblea subraya la imagen del banquete. Más bien que representar al pueblo que ofrece sus dones a Dios, representa a Dios que ofrece sobre la mesa sus dones a su pueblo presentándoles una oferta de salvación.

Vemos cómo en el trasfondo de ambas posturas hay dos teologías diversas de la redención, y consiguientemente dos teologías diversas de la liturgia. Efectivamente, si, como dice el Vaticano II, es por medio de la liturgia como “se ejerce la obra de nuestra Redención" (SC 2), la teología de la liturgia dependerá básicamente de la manera teológica de concebir la redención.

La teología medieval anselmiana insistía en su peculiar concepto de la redención como “satisfacción” de una deuda. Jesús, hombre-Dios, venía a satisfacer al Padre la deuda de Adán, una deuda infinita, que sólo alguien que fuera a la vez Dios y hombre podría pagar. Jesús cancelaba esta deuda mediante su muerte en cruz y así, cancelada la deuda, los hombres quedaban reconciliados con Dios. El sacerdote situado ante el ara está simbolizando a Cristo ofreciendo su sacrificio al Padre en reparación de los pecados del pueblo.

En cualquier caso, el hombre necesita ser reconciliado con Dios, de quien está alienado por su pecado. Pero en la teología anselmiana, la dificultad de la reconciliación estaba en la parte de Dios. Dios estaba indispuesto hacia el hombre, y por tanto era necesario disponerle bien para que accediese a la reconciliación. Se trataría por tanto de cambiar la disposición divina, aplacando a un Dios airado.

En cambio, la teología de la Iglesia oriental insiste más bien en que es el hombre quien está mal dispuesto hacia Dios, y por tanto para reconciliar al hombre con Dios hay que cambiar la disposición humana. Es el hombre quien debe convertirse hacia Dios, y no Dios hacia el hombre. La acción reconciliadora de Jesús no va tanto dirigida a cambiar la disposición del Padre, sino dirigida a cambiar la disposición nuestra.

De entrada, Dios está bien dispuesto hacia el hombre. Precisamente lo que Jesús ha venido es a revelarnos esta eudokia de Dios hacia el hombre. Dios nos ha amado cuando todavía éramos pecadores. Dios no nos ama cuando ya estamos reconciliados con él, sino que nos reconcilia con él porque nos ama. La redención es iniciativa de un Padre que nos amó primero. Y precisamente porque nos ama y nos quiere reconciliar es por lo que envía a su Hijo para que nos disponga bien a nosotros, y cambie nuestra actitud de pecadores.

Por eso el sacerdote al representar la acción redentora de Jesús no está de cara a Dios, sino de cara a los hombres. El sacrificio de Cristo no consiste en aplacar al Padre indispuesto, sino en santificarnos a los hombres indispuestos. La liturgia no es primariamente el culto que los hombres dirigen a Dios, sino la acción salvífica que Dios hace a favor de los hombres.

La teología anselmiana no puede evitar una imagen bien desagradable de un Dios Padre, que enojado con los hombres, exige jurídicamente un pago de sangre para poder perdonar, y que, en lugar de cobrárselo en los culpables, se lo cobra en un inocente. Como señala M. Expósito, “El Jesús que sufre pasión y muerte no es víctima de la ‘justicia’ divina, sino de la injusticia humana: del egoísmo y la violencia de los que no soportan al justo, de los que no aguantan una actuación y una palabra, una vida como la de Jesús”.[vi]

La manera anselmiana de entender la redención atribuye un valor salvífico sólo a la muerte de Jesús, a su sangre y a su sufrimiento, que son la satisfacción por el pecado. La encarnación sería sólo un paso previo por el que el Hijo de Dios asumía un cuerpo mortal en el que poder pagar esta deuda. La vida y predicación de Jesús no tenían valor salvífico. La resurrección era sólo un epílogo que afectaba más a la persona de Jesús que a la humanidad, porque ésta ya había quedado perfectamente reconciliada tras el pago de Jesús en la cruz. Según Anselmo, es este acto oneroso de reparación el que nos ha conseguido la benevolencia del Padre.

Pero, en realidad, Jesús redime la condición humana viviendo y muriendo de una manera nueva, viviéndose en una total autodonación por amor. La muerte de Jesús recibe su sentido del modo como vivió su vida. Y la vida de Jesús se ve confirmada y rubricada por el modo como murió. Pero esa vida y esa muerte son salvadoras sólo en virtud de la resurrección.

El sacrificio de Cristo no es un sacrificio ritual, sino existencial. La comparación con los sacrificios rituales de la antigua alianza, tal como aparece en la carta a los Hebreos, puede en parte aclarar la naturaleza del sacrificio de Cristo, pero también lo oscurece. Es mucho mayor la diferencia que la semejanza.

La teología occidental está en el proceso de liberarse de este modelo anselmiano de redención, que tan negativamente ha afectado a la liturgia. En realidad de verdad, la salvación ha sido una iniciativa del Padre que ya nos amaba cuando todavía éramos pecadores (Rm 5,10). Fue iniciativa del Padre enviarnos a su Hijo Salvador, como cabeza de una nueva Humanidad. Jesús no murió porque él mismo buscara la muerte, ni porque el Padre se la exigiera. El Padre no lo envió a morir, sino a vivir. La acción del Padre no consiste en matar a su Hijo, sino en resucitarlo, aceptando su ofrenda amorosa.

Jesús vino a vivir una vida plenamente humana y solidaria, a tomar en sí la naturaleza humana compartiendo con nosotros la gracia de su divinidad. Esta humanidad, “unida a la persona del Verbo”, es el “instrumento de nuestra salvación” (SC 5). Por eso el presidente de la asamblea, que representa a Cristo, no se sitúa de cara a Dios, sino de cara a los hombres.

Por supuesto que, para Jesús, vivir una vida plenamente humana como la nuestra suponía la solidaridad con nuestra condición mortal. Sólo con su muerte puede Jesús completar su total identificación con nuestra vida mortal. El modo cruel como Jesús sufrió su muerte no es consecuencia de un destino ineluctable fijado por Dios Padre, sino que es consecuencia de la crueldad de los hombres que no podían tolerar la presencia del justo en medio de ellos. Dios nunca pudo complacerse con la muerte de su Hijo. La muerte en cruz de Jesús fue el pecado más horrible de todos cuantos ha cometido nuestra humanidad, y Dios nunca puede querer ningún pecado con una voluntad de beneplácito.

Cuando decimos que Jesús murió “por nuestros pecados”, queremos decir que murió porque la humanidad pecadora no pudo por menos que matarle. Murió porque éramos pecadores. Si hubiésemos sido justos, nunca le hubiésemos matado y Jesús no hubiera padecido esa muerte. No es el Padre quien quiere la muerte de Jesús en la cruz, sino la humanidad pecadora. Dios permite que su Hijo muera de esa manera tan horrible, toda vez que había querido para él una vida humana con todas sus consecuencias. El Padre no intervino para salvarle de sus enemigos, porque Jesús había asumido una vida sin privilegios, sin salvoconductos.

Dios quiso con voluntad de beneplácito la encarnación de su Hijo, se complació en el amor tan grande que Jesús le mostraba al asumir con todas las consecuencias de una vida mortal, pero Dios no es el responsable de que esa muerte tuviese esas circunstancias tan trágicas y dolorosas. Somos nosotros quienes quisieron la muerte de Jesús en la cruz.

Jesús muere porque fue fiel a la línea de conducta que le había sido marcada, mostrándonos el verdadero rostro del Padre. En este sentido podemos decir que murió por el cumplimiento de la voluntad de Dios. Si Jesús se hubiese alejado de la voluntad de Dios, si no nos hubiese transmitido fielmente su mensaje, si hubiese llegado a un arreglo con los poderes de este mundo, o si hubiese huido lejos abandonando su misión, cierto que no habría muerto crucificado. Es sólo porque fue fiel a la misión encomendada, por lo que encontró aquella muerte tan horrible. En ese sentido podemos decir podemos decir que Jesús murió en cumplimiento de la voluntad de Dios.

En la Cena es donde Jesús dio un sentido a su muerte próxima como entrega libre por amor. En ese sentido el cuerpo entregado y la sangre derramada, pueden simbolizarse en aquel pan y aquel vino que en aquel momento prefiguran el sacrificio de su vida, y que más tarde serán memorial eterno de dicho sacrificio. Lo que en la Cena fue signo prefigurativo se convierte ahora en signo conmemorativo de dicho sacrificio.[vii]

b) Misterio pascual e historia de salvación

Porque murió en el cumplimiento de su misión, y asumió nuestra naturaleza humana hasta sus últimas consecuencias muriendo con una muerte semejante a la nuestra, es por lo que la humanidad de Jesús fue resucitada por el Padre. Con ello se abrió también para todos nosotros la puerta de la resurrección y de la vida eterna. Sólo después de haber completado una vida plenamente humana, pudo Jesús derramar el Espíritu que nos hace hijos de Dios y herederos de la gloria. Sólo cuando nos hubo amado hasta el final es cuando pudo comunicarnos su Espíritu de amor. Nuestra salvación es el efecto de su encarnación, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de la donación de su Espíritu.

En la cruz es donde el amor de Jesús llega a su final en su total identificación con nuestro destino. El cuarto evangelio es el que mejor ha subrayado la unidad del misterio pascual. Jesús es ya glorificado en su muerte: “cuando yo sea ensalzado a lo alto...” Jesús ya otorga el Espíritu en el momento de morir: “Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu”. El Viernes Santo es ya Pentecostés. El último acto del Jesús mortal es entregar el Espíritu. El primer acto del Jesús resucitado el domingo de Pascua es soplar sobre los suyos y comunicarles su Espíritu.

Antes de morir, Jesús no podía todavía comunicar su Espíritu, porque todavía no había amado hasta el final, porque el amor no había llegado todavía hasta el final. El acto de amor de Jesús en la cruz, es no sólo el último cronológicamente, sino que es el acto sumo de amor, porque no hay mayor amor que el de dar la vida. Sólo al dar su vida puede Jesús dar vida y comunicar su Espíritu.

La Sacrosanctum Concilium nos dice que “Cristo realizó la obra de la redención humana principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión, resurrección de entre los muertos y gloriosa Ascensión. Por este misterio, ‘con su Muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección restauró nuestra vida’. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació ‘el sacramento admirable de la Iglesia entera’” (SC 5). No sólo en la Eucaristía, sino en todos los sacramentos que “reciben su poder del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo” (SC 61).

A través de estos actos es como Cristo sigue ejerciendo su sacerdocio en la liturgia (SC 7). El Vaticano II hace arrancar su teología de la liturgia del misterio pascual, y no de la noción de un culto por el que los hombres intentan glorificar a Dios. Por primera vez un documento eclesial refiere la liturgia expresamente al misterio pascual. Esta referencia faltaba todavía en la encíclica Mediator Dei; por eso podemos considerar la Sacrosanctum Concilium como uno de los grandes logros teológicos del Vaticano II.[viii]

La liturgia es la celebración eclesial de aquellos acontecimientos que nos dieron vida. Habiendo experimentado las gracias abundantes del perdón de los pecados, de la filiación y de la vida nueva, la Iglesia las celebra, rememorando aquellos actos de Cristo por los cuales nos obtuvo y nos comunicó esas gracias. La Iglesia no deja de reunirse para celebrar el misterio pascual de Cristo (SC 6). Y al celebrarlo, “se hace de nuevo presente su victoria y el triunfo de su Muerte” (SC 6).

El concilio hace suya la teología de la liturgia como celebración del “mysterion”.[ix] Al recordar y celebrar los acontecimientos históricos por los que Dios efectuó nuestra salvación, estos acontecimientos vuelven nuevamente a activarse para nosotros en el hic et nunc de la celebración. Cuando recordamos y celebramos el acontecimiento salvífico del misterio pascual, la liturgia se convierte ella misma en un acontecimiento salvífico.

El cristianismo no es una doctrina ni un mito. Actualiza un acontecimiento que tuvo lugar en la historia y que se puede narrar y celebrar ahora. Pero la liturgia no reproduce el hecho histórico con sus circunstancias materiales. No lo representa al modo de las representaciones teatrales. Actualiza en nuestro tiempo el acontecimiento del Amor divino que tuvo lugar en la vida y muerte de Cristo, creando así un tiempo y un espacio de comunión para los hombres y Dios. Pero lo vuelve a hacer presente de un modo simbólico, no escenificando el calvario, sino escenificando las palabras y gestos de Jesús en su última Cena, que simbolizan la actitud con la que Jesús vivió su pasión y muerte.

La celebración supone una dramaticidad alta y específica, y por eso distinta de la de las representaciones teatrales. Aunque la recitación de la Pasión en la tarde del Viernes Santo haya sido ha sido la cuna del teatro medieval, no es éste el paradigma de la acción litúrgica que se diferencia específicamente del drama.

Como dice Rovira Belloso, el teatro pretende emocionar al espectador, pero al teatro no le importa la verdad. El espectador no se implica en los problemas personales de los actores. En la liturgia, en cambio, la verdad de lo rememorado hace que los asistentes se conviertan en participantes, pues toman parte en la verdad misma del drama re-presentado, que vuelve a hacerse presente en la comunidad que celebra.

Al situar la liturgia en el corazón de la historia de salvación, como una presencia sacramental de la obra redentora, el Vaticano II ha dado de lado las concepciones ritualistas, moralizantes, estéticas, racionalistas o arqueologizantes, que reducían la liturgia a epígono ornamental de la Iglesia, para hacer de ella el corazón mismo de la Iglesia.

Bibliografía sobre los misterios

Casel, O., El misterio del culto cristiano, Dinor, San Sebastián 1953.

Neunheuser, B., “El misterio de Cristo en la visión de Odo Casel. Cristología de la liturgia en el marco de la ‘Teología de los misterios’”, Phase18 (1978), 259-273.

Rovira Belloso, J. M., « Sacramentalidad cristiana y celebración. El fondo teológico de la ‘Sacrosanctum Concilium’”, Phase 178 (1990) 289-308.

Schilson, A., “La liturgia como presencia y eficacia de los misterios de Jesús”, Communio 24 (2002) 179-190.

c) Anámnesis

Dios es el inmutable, el que está por encima de todo cambio, más allá del tiempo. Ahora bien, el dogma de la inmutabilidad de Dios ni afirma ni implica una ahistoricidad. Lo que es inmutable es su bondad, su fidelidad y su voluntad salvífica. Son inmutables, pero acaecen en la historia.

El hombre, sometido a la variabilidad, vive en el tiempo. El tiempo se le da para poder salir de sí mismo y asumir la relación con Dios, con su prójimo y con el mundo. En este tiempo el hombre entra en relación con su mundo. Nos referimos al tiempo existencial, que es distinto del tiempo físico. El tiempo es fragmentario en su dimensión de finitud; consiste en una sucesión de oportunidades únicas que no vuelven.

Como dice san Agustín, de las tres partes en que se divide el tiempo –pasado, presente y futuro-, en realidad no existe ninguna de las tres. Es claro que el presente y el futuro no existen, pero incluso el presente es inaprensible en su fugaz rapidez. Si no se interpreta el tiempo como historia de salvación, la concepción lineal del tiempo induce a la desesperación y al nihilismo. El tiempo bíblico es también lineal, pero no viene de la nada ni desemboca en ella. Es tiempo de salvación.

Evdokimov define el tiempo litúrgico como la síntesis de la imagen lineal y cíclica del tiempo. El año litúrgico es eterno retorno, pero en él se rememora la historia lineal de la salvación. El tiempo litúrgico está determinado por el ahora de la salvación divina. No es que la eternidad de Dios sea un tiempo muy largo, inacabable. Tampoco se puede decir que la eternidad exista antes y después del tiempo. La eternidad de Dios es un ahora que, por ser siempre presente, puede irrumpir en el curso del tiempo creado

Decir “in illo tempore”, no es evocar un pasado en cuanto pasado. La rememoración litúrgica hace presente en cada celebración el verdadero contenido de todos aquellos momentos del pasado. No es que el tiempo de la salvación se repita de nuevo aquí y ahora, sino que el hombre aquí y ahora entra una y otra vez en comunicación con una presencia permanente que está más allá del tiempo transcurrido.

La eucaristía no es una sucesión de sacrificios, ni la repetición del sacrificio de Cristo, sino la presencia misma de ese sacrificio único de Cristo; no es el recuerdo de un hecho que pasó en la perspectiva lineal del tiempo, sino la conmemoración de un misterio continuamente presente.

La anámnesis o conmemoración cultual es objetiva, no depende del hombre como sujeto. La existencia activa de Dios se extiende paralelamente al tiempo, como una veta debajo de la tierra. Ocasionalmente el poder salvador de esa acción divina aflora a la luz del día. En la liturgia se alcanza el punto de intersección del tiempo y la eternidad. Allí el participante se convierte en contemporáneo de los sucesos bíblicos. El hombre se hace testigo contemporáneo de lo que sucedió entonces. Cristo nace en la Navidad, resucita en Pascua.

¿Es la anámnesis obra del hombre o de Dios? El hombre es quien conmemora, pero como acto humano, su acción de recordar no puede trascender el tiempo, no puede entrar en el túnel del tiempo para volver al pasado. Es sólo la acción divina la que, trascendiendo el tiempo, nos trae los misterios a nuestro aquí y ahora. Por eso la liturgia, antes que acción del hombre, es acción de Dios. La misma fe que hace posible la anámnesis no es una obra del hombre, sino que es la obra de Dios en el hombre.

La existencia de Cristo fue siempre una existencia entregada, cuando pasó haciendo el bien en la tierra (Cristo histórico), y cuando, a la derecha del Padre, se entrega a Él juntamente con todos los hombres. La entrega de Cristo tuvo lugar de una vez para siempre, efápax (Rm 6,10; 1 Co 15,6; Hb 7,27; 9,12; 10,10). Pero este “una vez por siempre” permanece eternamente ante el trono de Dios. Permanece en la existencia gloriosa de Cristo, que ha sido llamada por W. Beinert pro-existencia, palabra que podemos traducir por “existencia entregada”. Por eso la Eucaristía, como dice Rovira, tiene siempre una connotación sacrificial

Se trata del memorial (zikkaron), de una acción realizada por el Señor al final de su vida terrestre. Es algo más que un recuerdo subjetivo. Las palabras y los símbolos son realidades objetivas que nos hacen recordar, como los souvenirs que guardamos de nuestros viajes. Esas realidades objetivas nos permiten vislumbrar el misterio y entrar en él.

Ya el pueblo judío entendía de este modo el recuerdo de las maravillas de Dios en el Antiguo Testamento. Durante el Seder o cena pascual se cita el texto de Ex 13,4 añadiendo que “En cada generación el hombre está obligado a considerarse a sí mismo como si hubiese salido de Egipto”.[x] Esto supone que de un modo misterioso, el pueblo judío de todos los tiempos se hace presente en la liberación de Egipto cuando celebra la noche pascual.

Esta acción pasada no se inventa, se cree. Afirmamos la realidad de aquel acontecimiento divino confesamos que está implantado en nuestra vida personal y comunitaria. Creemos en la autodonación de Dios que estamos celebrando. No sólo no inventamos aquellos acontecimientos que recordamos, sino que ni siquiera inventamos los gestos y palabras que constituyen nuestro memorial.

Como señala Rovira, Jesús nos dijo: “Haced esto”. No dijo: “Haced cualquier gesto que se os ocurra en recuerdo mío”. Nos dijo: “Haced estos gestos precisamente y no otros; repetid estas palabras y no otras”. El rito es la codificación eclesial del memorial. Reconocemos la autoridad de la Iglesia para mantener la tradición del memorial de un modo en que no se vacíe de significado.[xi]

La anámnesis supone que la eternidad puede irrumpir en el tiempo. Tiene mucho de mímesis, de imitación de los grandes hechos que simboliza: el baño remite a al mar Rojo, al Jordán a la entrada en la tierra prometida, al bautismo de Cristo..., y a los hechos primordiales de la vida del creyente. Pero, como dijimos, el rito no es teatro histórico. No es una escenificación de la historia salutis. No celebra al Jesús histórico, sino al Cristo de la fe; no al Señor del pasado, sino al Cristo Señor actual y presente en su Iglesia. Por eso no es teatro, sino misterio. Es inaccesible en imágenes realistas unívocas. El lavatorio de pies del Jueves Santo es la excepción que confirma la regla, no es el paradigma de la acción litúrgica. La Eucaristía se ha ido desprendiendo de todo mimetismo de los ritos de la última cena judía. Se aleja de cualquier realismo tanto social como costumbrista, buscando superar las barreras de lo espacio-temporal.

Celebra no los hechos del pasado en cuanto pasados, sino el núcleo de perennidad que poseen, despojados de la circunstancias espacio-temporales que ya pasaron con el devenir histórico. Celebra estos hechos en su contemporaneidad con todos los tiempos, y consiguientemente también con el momento presente en que tiene lugar la celebración concreta de hoy.

d) Dimensión catabática y anabática de la liturgia

Siempre se ha reconocido una doble dimensión al acto litúrgico. Por una parte tiene como objetivo la glorificación de Dios (dimensión ascensional o anabática) y por otra la salvación y santificación de los hombres (dimensión descensional o catabática). En realidad está ya contenido en la naturaleza de la bendición judía, la berakha, que incluye ambos aspectos. Bendecimos a Dios que nos ha bendecido, podemos bendecir a Dios porque él nos ha bendecido primero. “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bendiciones” (Ef 1,3)

El concilio reconoce expresamente ambas direcciones cuando dice que la liturgia es “una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados” (SC 7.10). Pero, por el hecho de comenzar a partir de la historia de salvación y del misterio pascual, el Vaticano II ha venido a primar la dimensión descensional o catabática de la liturgia.

Los sacramentos celebran una gracia recibida y la fuente de esa gracia que está en las acciones de Cristo Redentor. En la liturgia se nos hacen presentes ante todo esas acciones salvíficas que conmemoramos, y al hacerse presentes realizan efectivamente nuestra santificación. Una vez constituidos en pueblo santo y consagrado, somos capaces de tributar a Dios la perfecta gloria y alabanza por Cristo, con él, y en él. La donación de salvación en la palabra y el sacramento hacen posible la respuesta del hombre que ha sido investido de esa gracia.

La teología litúrgica anterior al Vaticano II partía del concepto de culto concebido anabáticamente. La liturgia era primariamente la glorificación de Dios, el cumplimiento de la obligación que la Iglesia tiene como sociedad perfecta de rendir culto público a Dios, para atraerse de ese modo sus bendiciones.

En cambio para el Vaticano II se prima la dimensión descendente. La Trinidad divina se manifiesta en la Encarnación y en la Pascua de Cristo. El Padre entregando a su Hijo al mundo en la Encarnación, y su Espíritu en la plenitud de la Pascua nos comunica su comunión trinitaria como un don. Este doble don de la Palabra y el Espíritu se nos da en el servicio litúrgico para nuestra liberación y santificación.

En realidad la liturgia es un diálogo entre Dios y el hombre. El descenso divino hace posible el ascenso humano. La realización del sacerdocio de Cristo mediante los signos que expresan eficazmente la salvación del hombre, posibilita el culto público ejercido por el Cristo total, cabeza y miembros.

Hay una causalidad mutua entre la gloria de Dios y la vida del hombre. Para que el hombre pueda glorificar a Dios tiene que tener vida.[xii] Sólo si Dios hace partícipe al hombre de su plenitud de vida, podrá éste glorificarle debidamente. Pero precisamente la vida plena del hombre consiste en la contemplación de Dios, en la glorificación de Dios. Sólo en la alabanza de Dios que tiene lugar en la liturgia, la vida recibida por el hombre alcanza su mayor expresión y su mayor calidad y abundancia. Hay una causalidad mutua entre glorificación de Dios y vida del hombre. Pero este intercambio vital sólo puede ser comenzado por Dios. A él corresponde la iniciativa. Como dice Kunzler, es la catábasis la que hace posible la anábasis; la sotería hace posible la latreia. La prioridad esencial de la glorificación de Dios no excluye la prioridad existencial de la experiencia de la salvación. (M. Kunzler, La liturgia de la Iglesia, p. 34).

La concepción anabática de la liturgia se centraba en el servicio del hombre a Dios, mientras que la concepción catabática se fija en el servicio ofrecido por Dios al hombre. La crítica del culto, entendida como servicio del hombre a Dios, se basa en el hecho de que efectivamente Dios no necesita esos servicios del hombre. “Si tuviera hambre no te lo diría... ¿Acaso como yo carne de toros o bebo sangre de machos cabríos...?” (Sal 50,10-11). “Misericordia quiero y no sacrificios” (Os 6,6; Mt 9,13; 12,7).

Si la liturgia fuese básicamente culto, sería superflua. Pero si la liturgia es el modo como el hombre puede entrar en posesión de la salvación de Dios, el modo como la acción salvífica se hace realmente presente aquí y ahora para el hombre, es claro que el hombre sigue necesitando la liturgia. Todo lo que no se expresa, se marchita. Todo lo que no se celebra se acaba dando por supuesto, se desliga de su fuente y al desligarse de la fuente que lo sustentaba, acaba por desaparecer. Por eso el culto de la vida necesita referirse expresamente a la acción salvífica de Dios que lo hace posible. Y esta referencia a la acción salvífica de Dios consiste precisamente en su celebración ritual.

La gran intuición de los profetas de Israel, continuada por Jesús de Nazaret, es que el verdadero culto es la vida entera del hombre, su ejercicio de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, su praxis moral. Es en el concreto de su vida donde el hombre glorifica a Dios, “ofreciéndose a sí mismo como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Tal será vuestro culto espiritual”; “no acomodándose al mundo presente, sino transformándose” (Rm 12,1-2). Por eso exhorta la carta a los Hebreos a “no descuidar la beneficencia y la comunión de bienes; esos son los sacrificios que agradan a Dios” (Hb 13,16). “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en la tribulación y conservarse incontaminado del mundo” (Stg 1,27). Pero para poder vivir de esa manera necesitamos ser alcanzados por la gracia de Dios que celebramos en los sacramentos.

e) Liturgia y vida

La constitución conciliar reconoce que esta epifanía de la Iglesia no tiene lugar sólo en el culto. “La Sagrada liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia (SC 9); “no abarca toda la vida espiritual” (SC 12). ¿Cómo articular la vida de la Iglesia y la vida del cristiano con su expresión litúrgica? Podrán servirnos algunas orientaciones sacadas de Manaranche, en su libro Al servicio de los hombres, 2ª ed., Sígueme, Salamanca 1982.

1.- El sacerdocio de Jesús

Jesús fue un laico y no un sacerdote. Su sacerdocio no fue cúltico, sino que se realizó en su vida y en su muerte. No consistió en ceremonias, aunque posteriormente la carta a los Hebreos se haya servido de las ceremonias y sacrificios del Templo para explicar la naturaleza de este sacrificio. Pero en la carta a los Hebreos es más importante lo que diferencia el sacrificio de Cristo de los sacrificios rituales que lo que los asemeja.

La actitud de Jesús durante toda su vida, pero sobre todo en su muerte en cruz, contradice la actitud del pecador. Su obediencia pone el contrapunto a mi rebeldía; su humillación a mi orgullo; su desposesión a mi ambición. Si el gesto de Adán queriendo ser autónomo e independiente de Dios trajo el pecado a este mundo, Jesús inicia una nueva Humanidad iniciando un estilo de vida distinto al de Adán. Él no deja de recibir su propio ser en una actitud afectuosamente obediente en su renuncia a la voluntad propia, para hacer de la voluntad del Padre el pan de cada día. Esta actitud contradice la nuestra habitual y denuncia que en la voluntad de autonomía del hijo pródigo está la causa de todas nuestras desventuras, y sana los destrozos causado en nosotros por esta actitud.

Esta entrega amorosa al Padre es el sacrificio redentor. Se expresa no sólo en el calvario, sino en toda la vida de Jesús. Cristo es una oblación ininterrumpida que llega hasta al final en su muerte por amor que es un acto de culto al Padre, en la más rigurosa identificación entre caridad y culto.

Pero el calvario para ser entendido necesita otro momento aclaratorio. Es en la Cena donde descubrimos que la muerte de Jesús fue una muerte libre. “Nadie me quita la vida, yo la doy” (Jn 10,18). Para que nadie piense que Jesús sucumbe a una fatalidad, antes de que le quiten la vida, él la ha puesto voluntariamente sobre la mesa. Tomad y comed. La muerte cuando venga no tendrá nada que tomar porque el amor se ha adelantando a la llamada, sin esperar a dejarse matar. En plena vida dio un significado y una eficacia a su muerte. Hizo de ese destino un acto libre, cambió aquella pesadilla en un lenguaje de caridad. Toda decisión espiritual es una víspera de la pasión. La muerte física el día siguiente conserva el carácter de suplicio espantoso, pero no se apoderará de nada que no haya sido entregado a los hombres y comido por ellos. “Su amor, cual sacerdote, inmola los miembros de su cuerpo.

2.- El sacerdocio espiritual

Desde entonces ha desaparecido la necesidad de lo sagrado. El acceso al Padre está abierto para siempre, a cualquier hora, en cualquier lugar. En el don del Espíritu podemos dar culto al Padre en Espíritu y verdad. Todos los miembros de Cristo son sacerdotes y ejercen su culto en la entrega diaria de sus vidas.

La consigna del Señor: “Haréis esto en memoria mía” no apunta sólo a la repetición de un rito sacramental. Lo que nos está pidiendo es que hagamos con nuestra vida lo que él hizo con la suya: la total entrega al Padre por el bien de los otros. Dejarnos triturar para ser pan para los demás.

El cristiano sacrifica no un gozo, pero sí una autonomía. Su vida ya no consistirá en “complacerse a sí mismo” (Rm 15,3), sino en agradar a Dios (Rm 12,1). No se trata de elegir cosas arduas sino en el cumplimiento incesante del querer divino.

La Eucaristía simboliza bellamente cómo la vida entregada al Padre se convierte en alimento para los demás. Una vida afectuosamente obediente puede ser alimento. Sacrificio y banquete son dos dimensiones complementarias. En la cruz se juntan esta dimensión vertical y horizontal. El corazón que se resiste al sacrificio, no tendrá nada que poner sobre la mesa del banquete. El que retira la oblación de su vida hecha a Dios, está quitando a sus hermanos el pan de la boca, y a la inversa, no hay sacrificio verdadero que no sea “pan para la vida del mundo”. Por eso somos sacerdotes las 24 horas del día, en la entrega continuada de nuestra vida unida a la de Jesús.

Es la vida total del cristiano, vivida como Jesús, vivida con Jesús, vivida por Jesús, vivida en el seno de una comunidad de amor, la que constituye nuestra verdadera liturgia de alabanza, y la que cumple con nuestra vocación de glorificar al Padre.

Sería sacrílego participar en la Eucaristía si no tenemos en nosotros estas disposiciones de Cristo, si habitualmente vivimos egoístamente para nosotros mismos, si habitualmente vivimos en rebeldía contra la voluntad de Cristo, o si nuestra vida no está siendo realmente pan para nuestros hermanos. El sacrilegio consiste precisamente en hacer un gesto desprovisto de su significado. El rito de la Eucaristía sólo tiene sentido si expresa la realidad de lo que nosotros estamos haciendo con nuestra vida. Y lo expresa precisamente en su realidad de celebración comunitaria. Es en la fusión comunitaria donde nuestro egoísmo y nuestro individualismo quedan superados.

3.- El sacerdocio ministerial

Pero por nosotros mismos no podemos vivir estas disposiciones de Jesús, como desgraciadamente tenemos que experimentar cada día en nuestras múltiples incoherencias y egoísmos. La Eucaristía no se limita a expresar y simbolizar un modo de vida que nosotros podríamos llevar por nuestra propia decisión o por nuestras propias fuerzas. Estas disposiciones vitales del hombre nuevo, esa vida de hijo obediente que da culto al Padre entregándose a los demás, no están a nuestro alcance. Nuestra necesidad de una liturgia es la confesión humilde de que no somos superhombres autónomos que podemos lograr aisladamente nuestra realización personal con nuestras propias fuerzas.

Jesús no es alguien que meramente nos enseñó una manera sacrificial de vivir, que nosotros, una vez aprendida, podríamos llevar por nosotros mismos. Jesús no se limitó a marcar un camino, sino que es el camino. La vida cristiana no es meramente vivir como él, sino vivir por él, en él y de él.

Nuestra vida humana necesita transubstanciarse de un modo parecido a como se transubstancian las especies sacramentales. Mediante la participación en la Eucaristía mi vida se va transformando en la vida de Cristo, hasta el punto de que ya no sea yo quien vive, sino Cristo quien viva en mí, en la medida de que voy formando parte de un “nosotros”, dentro de una comunidad que es el cuerpo de Cristo.

Cuatro verbos resumen las acciones de Cristo: "Tomó, bendijo, partió y dio". Estas cuatro palabras indican también la acción de Cristo en la vida del cristiano.

Primer verbo: En la Eucaristía el cristiano se deja tomar, se pone en las manos de Jesús como ese pan es puesto en las manos del sacerdote. Se deja escoger por él como siervo y amigo. Jesús escoge pan y vino, alimentos comunes, lo que cualquier hombre tenía en su casa; cosas ordinarias, pero esenciales. También el cristiano es consciente de ser muy ordinario, vulgar, anónimo. Pero reconoce un misterio de elección en su vida. "No me elegisteis vosotros, sino que he sido yo el que os elegí". A veces uno piensa que Cristo se equivocó al elegirle a él. Pero hay que creer más en su sabiduría que en lo que me dicen nuestros sentidos y nuestra experiencia.

Pero el cristiano se deja tomar no aisladamente, sino como parte de un pueblo elegido, de un sacerdocio real. Se deja sacar de su aislacionismo de grano de trigo independiente, para formar parte de ese pan formado por el trigo de muchas espigas.

El cristiano protesta viendo lo escaso de sus recursos comparado con la inmensidad de la tarea de una vida ofrendada por la salvación del mundo. Protesta viendo lo pobre de la comunidad a la que está llamado a pertenecer. "¿Qué es esto para tanta gente?" (Jn 6,9). Pero es importante no mirarnos a nosotros mismos ni a nuestra pequeñez, ni a lo inadecuado de nuestros recursos, sino mirar al que nos llama y al que nos toma en sus manos. Hay que aceptar con humildad el privilegio de ser elegido para formar parte de ese pueblo sacerdotal, pero también con fe, esperanza y amor. Cada vez que celebramos la Eucaristía debemos consentir a esa elección: dejarse tomar, ponerse en sus manos, hacerse disponible. Dejarse tomar es dejar de pertenecerse a sí mismo y pertenecerle a él, perteneciendo a la comunidad sacerdotal en la que él nos inserta.

Segundo verbo: En la Eucaristía el cristiano se deja bendecir. Porque Jesús nos toma, pero no nos deja tal como nos tomó. Nos bendice con los gestos creadores de los sacramentos cristianos, nos bendice con el bautismo, nos bendice con la consagración sacerdotal.

Una bendición divina tiene poder creador. Transforma lo más profundo del pan y el vino en presencia misteriosa de Cristo. Las bendiciones de Cristo impartidas continuamente durante la vida son la única respuesta efectiva a nuestros miedos, dudas y escrúpulos sobre la elección divina. Cristo no sólo nos ha tomado, sino que nos ha bendecido. Lo mismo que esa bendición transustancia el pan, también nos transustancia a cada uno y a la comunidad. Junto a la primera epíclesis por la que se invoca el Espíritu Santo para transformar las especies de pan y vino, hay una segunda epíclesis por la que se invoca al Espíritu Santo para que la comunidad se convierta en cuerpo de Cristo. De ser un mero conglomerado amorfo de personas, de ser un no-pueblo, pasamos a ser un pueblo santo.

Y no sólo nos bendice, sino que nos hace a mí también capaces de bendecir a los demás. Bendice desde cada uno a todas las personas con las que se va a encontrar a lo largo de la jornada, porque nos ha transformado en una bendición para los demás.

Tercer verbo: Al partir el pan Jesús lo hace adaptable a las necesidades de los discípulos. El pan dado para la vida del mundo tiene que ser partido (Jn 6,51). Cristo trata de hacernos adaptables, instrumento útil y dócil para la salvación de los hombres. Así fue adaptando a Israel a través de las vicisitudes del desierto.

Hay un serio obstáculo a la docilidad: el egoísmo. Este egoísmo debe ser quebrantado. Para eso Dios nos prueba, nos envía diversas contradicciones que nos van quebrantando, y entre ellas no son las más pequeñas las dificultades de una vida comunitaria. Hace que el grano de trigo se pudra para que lleve mucho fruto. Al llamarnos a pertenecerle en la comunidad de su Cuerpo, nos introduce en la dinámica comunitaria de un amor sacrificado que exige la renuncia diaria por la que el “yo” se transforma en “nosotros”.

Este tercer verbo es el más doloroso. Pero hay que llegar a convencerse que sólo nos podemos entregar a los demás si previamente nos hemos dejado partir. Hay que considerar las frustraciones de la vida como una nueva oportunidad para este proceso necesario, llevando cada día a la Eucaristía las propias frustraciones acogiéndolas con amor.

Cuarto verbo: Finalmente ha llegado la hora de darse. Muchos ponen su espiritualidad en la entrega a los demás. Pero la entrega a los demás sólo tiene sentido cuando han precedido los otros verbos anteriores. Sólo vale la pena entregar aquello que ha sido previamente tomado, bendecido y partido.

Hay el peligro de que lo que se entrega a los demás sea el hombre viejo. Muchos en su pastoral entregan sus impaciencias, sus nervios, su mal humor, sus conflictos por resolver. Muchos sacerdotes y pastoralistas que no han querido resolver los conflictos mediante una vida interior de configuración a Cristo, se han lanzado a una actividad frenética de entrega a los demás, pero no han hecho sino aumentar los problemas de los otros. Les hacemos una grave injusticia cuando les transferimos nuestros propios problemas sin resolver, o cuando los instrumentalizamos para en el fondo resolver nuestra búsqueda de identidad.

Lo que los otros necesitan es lo que tenemos de Cristo. Cuando los tres verbos anteriores han surtido efecto, entonces ¡qué hermoso es entregarse! Cristo puso su vida entera sobre la mesa. Tomad y comed. También cada uno de nosotros puede entregarse como pan y alimento.

4.- Necesidad del sacerdocio ministerial para poder ejercer el sacerdocio espiritual

La Eucaristía no es un simple auto sacramental, ni un happening, ni una catequesis dramática de la entraña de la vida cristiana. Por eso Jesús instituyó el sacerdocio ministerial, encomendando a los apóstoles celebrar la Eucaristía. Así se obra en nosotros la transmisión del espíritu filial de Jesús. Comiendo la muerte del Señor, podemos asimilar su espíritu.

El sacerdocio ministerial se ordena al sacerdocio espiritual, que es universal y permanente. Recurrimos al ministerio sacerdotal y comemos el cuerpo de Cristo para poder entregar el nuestro; bebemos su sangre para derramar la nuestra. La participación en la Eucaristía sacramental nos capacita para poder ejercer el sacerdocio bautismal día a día.

El tener que recurrir al ministerio sacerdotal en los sacramentos es el signo de la prioridad absoluta del amor de Dios. Significa negarse uno a sí mismo como fuente de salvación y reconocer que hemos sido ganados antes por la ternura de aquél que nos amó primero.

El sacerdote en su ministerio atestigua a Jesús como principio. Jesús no se limita a enseñarnos su modo de vivir, sino que nos trasfunde su vida. La necesidad de recurrir al ministerio del sacerdote, lejos sustituir a Cristo, hace que no podamos prescindir de él. El ministerio es lo que hace que la Iglesia no pueda desentenderse y autonomizarse de Jesús como su cabeza, ni que los cristianos caigan en un monólogo con sus propios pensamientos, haciendo de Cristo sólo un símbolo. La referencia al sacerdote como representante de Cristo-cabeza hace que la Iglesia no llegue a convertirse en una asamblea de hermanos sin padre ni madre, construida por ellos mismos. El ministerio introduce en la asamblea la alteridad, el diálogo entre convocante y convocados, entre lector y oyentes, entre el que alimenta y los que son alimentados, entre santificante y santificados.

Por eso el sacerdote tiene un doble papel en la asamblea litúrgica. Por una parte es un miembro más de ella. En cuanto miembro de la asamblea, él es también convocado, oyente, alimentado, santificado junto con los demás. Pero al mismo tiempo asume simbólicamente el papel de Cristo cabeza que dialoga con su asamblea. Es el signo de Cristo que convoca, de Cristo que habla, de Cristo que alimenta, de Cristo que bendice y santifica.

Como miembros del pueblo sacerdotal todos los cristianos ejercemos nuestro sacerdocio en la vida ordinaria, viviendo como Cristo vivió. Pero todos tenemos necesidad de mantener esa vida en continuo contacto con su fuente que son las acciones salvadoras de Cristo, y de llevar esa vida a su culmen, explicitando la gloria de Dios que somos en la alabanza formal que expresamos en nuestra eucología o acción de gracias por Cristo, con él y en él.

El concilio ha expresado todo esto en una de sus frases más felices. Es la frase de la Sacrosanctum Concilium que más se suele citar: “La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia, y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10). Se resume ahí todo aquello de lo que hemos venido hablando.

En la Eucaristía celebramos las acciones de Cristo que son la fuente de donde recibimos una vida tan abundante, y al mismo tiempo llevamos a la Eucaristía todas nuestras acciones y realidades vitales, para que culminen allí. La dimensión catabática considera la liturgia como fuente de nuevas gracias que se experimentan como fruto de la celebración; la dimensión anabática considera la liturgia como culmen de todas las gracias recibidas que uno trae a la celebración. Si la gracia recibida, si la vida de Cristo en nosotros, no culmina en una celebración, nos veremos privados de la fuente que la mantendrá viva en nosotros y la irá haciendo cada día más intensa.[xiii]

f) Acción de Cristo y Presencia de Cristo

Cristo está siempre presente en la Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica, como dice el Concilio en SC 7: “Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, ofreciéndose ahora por el ministerio de los sacerdotes, sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los sacramentos, porque cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente por último cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20).

La novedad del concilio es reconocer junto a la presencia real de Cristo en las especies eucarísticas otras presencias también reales, aunque no sean corpóreas. Sobre todo la presencia real de Cristo cuando se lee la palabra de la Escritura -e incluso en la homilía-, según aquello de que quien a vosotros escucha, a mí me escucha.

Es sacramento de Cristo no sólo la Eucaristía, sino también la palabra, y la asamblea con sus ministros. En ellos Cristo se hace presente ejercitando su sacerdocio. La comunidad presidida por un ministro ordenado, tiene en Cristo su verdadero profeta, sacerdote y Señor, el cual es representado de muchas maneras en la comunidad, pero siempre como Cristo glorioso: en la asamblea, en el presidente, en el evangelio, en el pan y el vino. A pesar de la diversidad de los signos, es uno solo el que se hace presente.

Los problemas de teología litúrgica son últimamente problemas de cristologías deficientes. Una cristología meramente ascendente, que se circunscribe a Jesús de Nazaret y a su contexto histórico, no nos permite entender cómo la liturgia sea actio Christi, o efápax, ni que Jesús sea el único salvador, ni que los sacramentos sean signos de salvación.

En la época del concilio había madurado la teología sacramentaria que culminó en la obra de Schillebeeckx, Cristo sacramento del encuentro con Dios. Esta teología personalista, dejando de lado los planteamientos cosistas de materia y forma aristotélicas, considera que los sacramentos son encuentros con Cristo, el Ursakrament, o Sacramento original. Durante su vida mortal las gentes podían encontrarse con él, oírle, tocarle, a través de su humanidad. Ahora Cristo sigue siendo alcanzable a través de esos signos sensibles que lo hacen presente.

Ciappi, L., “La presencia del Señor en la comunidad cultual por razón del carácter bautismal”, en P. A. Schönmetzer (ed.), Actas del Congreso Internacional de Teología del concilio Vaticano II, Barcelona 1972, 282-293.

Martimort, A.-G., “Está presente en su palabra”, en P. A. Schönmetzer (ed.), Actas del Congreso Internacional de Teología del concilio Vaticano II, Barcelona 1972, 311-326.

g) Acción de la Iglesia y epifanía de la Iglesia

1.- Liturgia y eclesiología de comunión

En la Sacrosanctum Concilium podemos encontrar ya en germen la eclesiología de la Lumen Gentium. La acción de la Iglesia en la liturgia viene expresada conforme a la eclesiología de comunión. Aquí está la raíz de la importancia de la asamblea como sujeto celebrante. El Vaticano II ha subrayado que es toda la asamblea la que celebra. El presidente no está ni fuera de ella, ni encima de ella. Es dentro de su función específica dentro de la asamblea como toma parte en la celebración. De ahí la importancia de la participación activa de todos.

Es muy importante al respecto un artículo de Y. Congar, “La ‘ecclesia’ o comunidad cristiana, sujeto integral de la acción litúrgica”.[xiv] Cita a san Cipriano, que decía que el presbítero no debía celebrar nunca solo.[xv]

Como ya dijimos, la SC no llega todavía a afirmar explícitamente la idea del sacerdocio de los fieles que encontramos más tarde en la Lumen Gentium (10). Esta enseñanza sobre el sacerdocio de los fieles se repite en el capítulo IV sobre los laicos (LG 36), y lo repite la Apostolicam Actuositatem, en la cual el sacerdocio común es el fundamento del apostolado de los laicos: “Los cristianos seglares obtienen el derecho y la obligación del apostolado por su unión con Cristo Cabeza. Ya que insertos en el bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, robustecidos por la Confirmación en la fortaleza del Espíritu Santo, son destinados al apostolado por el mismo Señor. Son consagrados como sacerdocio real y gente santa (Cf. 1 P 2,4-10) para ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras, y para dar testimonio de Cristo en todas las partes del mundo”. Y “la caridad que es el alma de todo apostolado, se comunica y mantiene con los sacramentos, sobre todo con la Eucaristía” (AA 3).

La atención recae sobre la realidad profunda de la Iglesia, que es la vida divina que Cristo comunica a su pueblo. Todos los elementos institucionales, todo lo jurídico y disciplinar debe subordinarse a esta realidad invisible y misteriosa de la Iglesia. La institucionalización existe sólo como un medio y un servicio (LG 8). Por eso el concilio en lugar de hablar de la liturgia como algo que realizan los ministros, se refiere a ella como una actividad del pueblo santo de Dios reunido y organizado (SC 26), lo cual implica una referencia primaria a la comunidad. Este enfoque litúrgico corresponde a la concepción de la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Sacramento universal de la Redención. Con esto se da carpetazo a la concepción jurídico-institucional de la Iglesia.[xvi]

2.- La Liturgia, acción de Cristo y de la Iglesia

La liturgia es una acción de Cristo y de su Iglesia. Cristo asocia la Iglesia así mismo en la acción unitaria que realiza esta obra tan grande (SC 7). La Iglesia es a la vez sujeto y objeto de la Liturgia. Como decía De Lubac, “La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia”.[xvii] No hay liturgia sin Iglesia como no hay Iglesia sin liturgia.[xviii]

La SC contempla la naturaleza de la liturgia desde la perspectiva de Cristo como sacramento primordial y de la Iglesia como sacramento general derivado de Cristo. La teología alemana lo había formulado diciendo que Cristo es Ursakrament, sacramento original, y la Iglesia Grundsakrament, sacramento base. “Del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera” (SC 5). El concilio llama también a la Iglesia “sacramento de unidad” (SC 26) y “sacramento de piedad” (SC 47). La Lumen Gentium habla de la Iglesia como “sacramento universal de salvación” (LG 48).

Cristo envió su Espíritu para constituir su cuerpo que es la Iglesia, esposa del Verbo, portadora del Espíritu, alma y principio de vida de la Iglesia, como el alma lo es del cuerpo humano. La Iglesia es ahora el primer signo sacramental, por el cual adquiere visibilidad histórica el don de la salvación ofertado. La Iglesia es sacramento a través de su vida cotidiana, pero especialmente en la celebración sacramental (LG 1).

La liturgia tiene así un doble carácter cristológico y eclesiológico. La celebración realiza una epifanía del Señor y una epifanía de la Iglesia; una doble epifanía que es en realidad una sola. Por eso ninguna acción litúrgica es una acción privada (SC 26). La Lumen Gentium dice que la Iglesia de Cristo está presente en todas las reuniones litúrgicas (LG 26), y por eso la “principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo de Dios en las acciones litúrgicas” (SC 41).

No es que Cristo se haya dado a una Iglesia previamente hecha y acabada. Es precisamente la donación pascual de Cristo la que transforma a estos hombres en Iglesia y en Iglesia orante. “La liturgia edifica día a día a los que están dentro para ser templo santo en el Señor y morada de Dios en el Espíritu” (SC 2). En teoría podemos distinguir dos momentos ideales. En el primero Cristo se da a sí mismo a los que creen en él para que se conviertan en Iglesia. En un segundo momento entrega a esta Iglesia el evangelio, el Padre nuestro, la presencia real de su vida en los velos del vino y del pan. Ahora la Iglesia se convierte en Iglesia orante. (Cf. Rovira).

3.- La liturgia, epifanía de la Iglesia

Muy interesante también es el modo como la Sacrosanctum Concilium considera la liturgia como epifanía de la Iglesia. La expresión fue acuñada más tarde por Juan Pablo II en la carta apostólica Vicessimus quintus annus,[xix] pero la idea estaba ya presente en el documento conciliar. “La liturgia... contribuye a que los fieles manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la Iglesia” (SC 2). A esta afirmación general sigue un párrafo muy denso en que se sintetiza esta naturaleza de la Iglesia tal como se expresa en la liturgia: tanto la Iglesia como la liturgia es a la vez, humana y divina, visible e invisible, en acción y en contemplación, presente en el mundo y peregrina.

Si en la liturgia se expresa la verdadera naturaleza de la Iglesia, la desafección por la liturgia, puede revelar en el fondo una desafección por la Iglesia, y viceversa. Es interesante observar como a distintas eclesiologías corresponden distintas teologías de la liturgia. Una eclesiología deficiente no podrá dar razón cumplida del valor de la liturgia. Hay una interrelación entre forma de celebrar y eclesiología subyacente, porque siempre se relacionan el ser y el obrar. Por eso también las distintas concepciones de la liturgia acaban configurando distintas eclesiologías.

En una eclesiología de “sociedad perfecta”, las celebraciones son actos ceremoniales oficiales, centrados en el maestro de ceremonias. En cambio, en una Iglesia concebida como un grupo de amigos que comparten unos mismos gustos e ideales, no se requiere un presidente, sino todo lo más un “animador” que mantenga el ritmo. En la concepción de la Iglesia como movimiento de militantes, se valora la celebración únicamente como instrumento para el compromiso y no se sabe qué hacer con la sacramentalidad y la acción de gracias.

Por eso es importante visualizar que el grupo actual de los miembros de la asamblea celebrante no se representan a sí mismos, sino a toda la Santa Iglesia que se hace presente en ellos. Si no se tiene esto muy en cuenta, el interés de los grupos acaba relegando a un segundo plano el misterio de Cristo, y la comunidad se convierte en un “nosotros fáctico” y deja de ser “el cuerpo de Cristo”.

El sínodo del 85 dejará claro que la asamblea celebrante es la Iglesia misterio y comunión, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. La Iglesia celebra los misterios de Cristo, no nuestras obras; celebra la comunión que nos une, no nuestras simpatías o filias; celebra el acontecimiento de Cristo y no nuestra fe personal, ni los acontecimientos de nuestra historia. Con esto no se aleja la liturgia de los hombres, sino que sitúa nuestra vida y nuestra fe en su contexto auténtico, en la comunión con el misterio pascual.

4.- La Iglesia sacramento de salvación

Muy importante también es la función del sacramento de la Iglesia de cara al mundo. Ha habido aquí también un giro copernicano en el concilio que llegará a su máxima expresión en la Gaudium et Spes. De considerar a la Iglesia como isla exclusiva de salvación frente a la massa damnata, se ha pasado a considerarla como sacramento de la salvación existente en el mundo (LG 1,9,48), “signo levantado en medio de las naciones” (SC 2).

Esto parece relativizar a la Iglesia y despojarla del monopolio de la salvación. Efectivamente, la Iglesia no es el Reino, sino que está subordinada al Reino y es servidora del Reino. La Iglesia no está subordinada al saeculum, como sucede con el reino, pero sí está relacionada con él intrínsecamente, en cuanto que ambos son ámbitos de la acción salvífica de Dios. Reconocer la naturaleza sacramental de la Iglesia no le quita nada de su relevancia, pero la convierte en servidora humilde de un Espíritu que sopla donde quiere, y al que la Iglesia no puede dictar itinerarios, ni poner vallas o fronteras.

La Iglesia manifiesta la acción que se da en el mundo de un modo latente, pero manifestar no es sólo expresar, sino activar, hacer efectiva la salvación. La realidad eclesial reactiva el proceso de salvación, no se limita a manifestarlo. Esto mismo es lo que sucede con el sacramento y la liturgia. Los sacramentos proclaman, expresan, desvelan la acción de Cristo que está siempre actuando fuera del ámbito sacramental. Pero expresar no es lo mismo que informar, o que dar a conocer, sino que la acción de expresar realiza lo expresado de un modo más definitivo y pleno. Es un fenómeno análogo al que los lingüistas llaman lenguaje performativo. El lenguaje produce una transfiguración en la que todo se vuelve más luminoso. Con esta teología de la liturgia ya no hay un abismo tan infranqueable entre la gracia no-sacramental y las expresiones sacramentales de la gracia.

h) Invocación del Espíritu

Si ya hemos dicho que la liturgia es la acción de Cristo presente formando la comunidad y presente en la comunidad formada por él, tenemos que recordar el principio enunciado por san Ambrosio: “Ni Cristo puede ser sin el Espíritu, ni el Espíritu sin Cristo”.[xx]

La epíclesis es una oración siempre atendida, en la cual se invoca el descenso del Espíritu Santo, gracia increada, como comunicación divina sobre la creación y sobre la comunidad. En el descenso del Espíritu tiene lugar el inmutable cortejo amoroso del Dios Trino, en virtud de la comunidad perijorética de las personas de la Trinidad. “Todos somos una sola cosa porque en Cristo está el Padre, y en nosotros está Cristo”.[xxi]

En la epíclesis toda la acción litúrgica “se revela como ingreso del hombre en la plenitud divina de vida, la cual se le ofrece viniendo del Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo”. Esta invocación del Espíritu es parte fundamental de la plegaria eucarística, aunque tiene un lugar diverso en las distintas liturgias.

En las liturgias antioquenas (bizantina y siro-caldea) hay una única epíclesis que tiene lugar después del relato de la institución y después de la anámnesis. En ella se pide simultáneamente el descenso del Espíritu sobre los dones y sobre la comunidad. En la liturgia de San Juan Crisóstomo se formula así: “Haz descender tu Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones aquí presentes... y convierte este pan en el precioso cuerpo de tu Cristo”.

En cambio en las liturgias de tipo alejandrino, hay dos epíclesis. Una primera, consecratoria, se hace sobre los dones antes del relato de la institución, y otra se hace sobre la asamblea después de la institución y de la Anámnesis. En esta segunda epíclesis, o epíclesis de comunión, se pide la santificación de los fieles, para que puedan comulgar dignamente del Cuerpo y Sangre de Cristo.

El Canon romano sigue el modelo alejandrino, pero en la formulación de las oraciones el carácter epiclético estaba un tanto desfigurado. En el Quam oblationem antes de la institución, la mención al Espíritu no venía in recto. Simplemente se pedía que la oblación fuese hecha “espiritual”. En la segunda epíclesis, o Supplices te rogamus, se pide ella que todos los comulgantes se llenen de gracia y de bendición, pero no se menciona expresamente al Espíritu Santo. Las nuevas plegarias eucarísticas postconciliares han venido a suplir estas carencias. La presencia del Espíritu está mucho mejor subrayada en las anáforas postconciliares que en el antiguo Canon romano.

Otro de los rasgos típicos de la liturgia postconciliar es el haber dado cabida a esta dimensión epiclética en todos los sacramentos, Así por ejemplo se ha introducido una epíclesis en el sacramento de la reconciliación cuando se prescribe al ministro que imponga sus manos sobre el penitente y haga una mención expresa del envío del Espíritu Santo.

La epíclesis ha sido introducida también en el sacramento del matrimonio. El texto de la nueva bendición nupcial explicita esta invocación al Espíritu Santo. La nueva rúbrica del Ritual de 1990 explicita que el sacerdote debe recitar el texto de la bendición nupcial con las manos extendidas hacia los esposos, lo cual es ciertamente un gesto epiclético.

Bibliografía sobre Espíritu Santo y liturgia

AA.VV., “Iglesia, Espíritu Santo y sacramentos”, Phase 20 (1980), 343-358.

Aldazábal, J., “Los símbolos nos dicen cómo actúa el Espíritu”, Phase 38 (1998), 41-53.

Aliaga, E., “El Espíritu Santo y el matrimonio cristiano en la nueva edición del Ritual”, Phase 36 (1996), 233-248.

Aliaga Girbés, E., “El Espíritu Santo que actúa en la liturgia”, Anales Valentinos 24 (1998) 1-24.

Castellano, J., “Entre Cristo y el Espíritu. Las dos manos del Padre y su acción conjunta en la liturgia”, Phase 38 (1998), 17-29.

Duda, B., Aspectos trinitarios de la presencia del Señor en la comunidad cultual”, en P. A. Schönmetzer (ed.), Actas del Congreso Internacional de Teología del concilio Vaticano II, Barcelona 1972, 294-305.

López, J., “El Espíritu Santo en la celebración litúrgica”, Phase 38 (1998), 31-39.

López, J., “Bibliografía pneumatológica fundamental”, Phase 25 (1985), 457-467.

López, J., “La experiencia de la Trinidad en la liturgia romana restaurada”, Estudios Trinitarios 13 (1979), 151-206.

Martínez Peque, M., “La laguna pneumatológica actual en la teología del sacramento del Matrimonio. Razones histórico-teológicas que la han favorecido”, Estudios Trinitarios 26 (1992), 309-339.

Oñatibia, I., “Por una recuperación de la dimensión pneumatológica de los sacramentos”, Phase 16 (1976), 425-439.

Triacca, A.M., “Teología y liturgia de la epíclesis en la tradición oriental y occidental”, Phase 25 (1985), 379-424.

i) Opus operatum

Aunque la gracia se nos da por la autodonación de Dios, y no por los actos del ministro ni del sujeto, sin embargo la gracia necesita la aceptación por parte de ambos. La gracia que se ofrece necesita un sujeto que la reciba. Los actos de los fieles no son la causa de la gracia sino sólo la condición para poder recibirla. Hay que diferenciar entre causa y condición. El que la ventana abierta es la condición para que entre la luz, pero la verdadera causa de que entre la luz no es la acción de abrir la ventana, sino el sol. Por la noche ya podemos abrir la ventana todo lo que queramos, que nunca entrará la luz del sol. El sol es la causa de la iluminación de la habitación, la apertura de la ventana es sólo una condición.

Por eso la medida de la gracia recibida va a estar en función también de la mayor receptividad del sujeto. El sol en su plenitud está dando siempre sobre los postigos, pero la habitación quedará iluminada en la medida en que la ventana esté abierta. La mayor receptividad del sujeto redundará en una participación mayor de la gracia.

Correspondientemente, la mayor expresividad del sacramento contribuirá a una mayor receptividad del sujeto. Cuanto más expresivo sea un sacramento, mayor será la gracia mediada por él. Pongamos un ejemplo; la asamblea celebrante es una de las mediaciones. Supongamos que sea el presidente el que lo hace todo, y la reunión se conduce de una forma lánguida, pasiva, reducida a una mínima expresión. En este tipo de celebración, por más válida que sea, la manifestación eclesial es pobrísima, y no contribuirá a favorecer la receptividad por parte de los asistentes.

Pongamos un ejemplo. En el sacramento de la reconciliación la gracia se hace presente a través de un encuentro humano entre el ministro y el penitente. La gracia del perdón se concede en virtud del misterio pascual de Cristo que ha reconciliado al mundo con Dios Padre, pero esa gracia viene mediada por la calidad del encuentro entre esas dos personas. Cuanto más personal sea ese encuentro, la gracia de Dios se hará más presente. Si el encuentro en cambio se automatiza, o se realiza en condiciones que no permiten un auténtico diálogo o un clima de oración, entonces la ventana para que entre el sol está medio cerrada y normalmente el sol apenas podrá pasar por ella.

Por eso hay que superar el validismo de los que se contentan con realizar el signo sacramental reducido a su mínima expresión, salvando su validez. Se pensaba un tiempo que bastaba con que se diese la materia y la forma y ya el sacramento era válido. Pero es muy peligroso separar el valor sacramental del valor litúrgico. Como en otros lugares de este curso hemos señalado, la preocupación por el validismo llevó a definir los sacramentos conforme a los mínimos requeridos en circunstancias verdaderamente límite, cuando los sujetos estaban inconscientes, o cuando los ministros se encontraban en la disposición menos favorable, o cuando las acciones rituales tenían un mínimo de expresividad.

Los sacramentos actúan ex opere operato, por la fuerza de su realización objetiva, mientras que los que los reciben no pongan obstáculos. La celebración siempre está a punto. La mesa está preparada. Los cielos se abren siempre, el Espíritu siempre es accesible. Pero la celebración de los sacramentos ha de ir acompañada por el ejercicio agradecido, gratuito, receptivo, para recibir la obra de Dios sin convertirla en obra humana. No se trata de administración de cosas sagradas, sino de acciones de Cristo. “Cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza”.[xxii] Por eso comunica el Espíritu eficazmente.

Como dice Oñatibia “La liturgia celebra algo que es anterior a nuestras decisiones, algo que nos precede: el misterio pascual de Cristo y que por ello es obra de Cristo y no del hombre, no algo que nosotros hacemos y a lo que Dios añade un plus” (P. Tena).

Pero la liturgia en el Vaticano II reviste un carácter dialogal. Frente a una concepción que acentuaba la dimensión del opus operatum, la liturgia es lugar de encuentro, de diálogo entre Dios y el hombre. Celebra la oferta de salvación y la acepta con fe agradecida. La novena sinfonía ya ha sido compuesta de una vez por todas, pero yo la puedo interpretar.

Objetividad quiere decir “realidad dada inmerecidamente, que nadie puede manipular ni deteriorar”. No quiere decir realidad no interpretable. La objetividad pide interpretación, creyente, cordial, humana. Objetividad quiere decir: a) Letra de unos escritos que nos son dados por la Iglesia. Letra para ser pronunciada, o sea lenguaje que ha de ser proclamado inteligiblemente y emocionadamente. b) Rito: proceso ordenado de gestos y acciones simbólicas que también tienen que ser interpretados. c) interpretación. El hombre ritual sabe jugar y orar con los ritos, y no convertirse en su esclavo o su funcionario. Pero no hace falta que los ministros tengan dotes extraordinarias de creatividad o de animación festiva. Lo que hace falta es que sean creyentes, contemplativos, con vocación a orar con otros.

Bibliografía sobre liturgia fundamental

AA.VV., Liturgia y Padres de la Iglesia, Grafite, Bilbao 2000.

Abad Ibáñez, J. A. y M. Garrido, Iniciación a la liturgia de la Iglesia, 2ª ed., Madrid 1997.

Aldazábal, J., Vocabulario básico de liturgia, Barcelona 1994.

Aliaga Girbés, E., “El Espíritu Santo que actúa en la liturgia”, Anales Valentinos 24 (1998) 1-24.

Allmen, J.J. von, El culto cristiano. Su esencia y su celebración, Salamanca 1968.

Andronikof, C., El sentido de la liturgia. La relación entre Dios y el hombre, Valencia 1992.

Aranda, A., Manantial y cumbre. Iniciación litúrgica, México 1992.

Augé, M., “La teología litúrgica”, en G. Lorizio, Metodologia teologica, Cinirello 1994.

Augé, M., Liturgia. Historia. Celebración. Teología. Espiritualidad, Dossier CPL, Barcelona 1995.

Bernal, J. M., Celebrar, un reto apasionante. Bases para una comprensión de la liturgia, Salamanca 2000.

Bernal, J., Una liturgia viva para una Iglesia renovada, Madrid 1971.

Borobio, D., (ed.), La celebración en la Iglesia, 3 vols., Salamanca 1985.

Casel, O., El misterio del culto cristiano, Dinor, San Sebastián 1953.

Coffy, R., Una Iglesia que celebra y ora, Madrid 1976.

Corbon, J., Liturgia fundamental. Misterio, celebración, vida, Madrid 2001.

Dalmais, I.H., “Teología de la celebración litúrgica”, en A.G. Martimort (ed.), La Iglesia en oración, Barcelona 1987, 254-304.

Duchesneau, C., La celebración en la vida cristiana, Madrid 1981.

Fernández, P., Introducción a la ciencia litúrgica, Salamanca 1992.

Fernández, P., “Qué es celebrar. Peculiaridad de la teología litúrgica”, en D. Borobio (ed.), La celebración de la Iglesia, vol. 1, Salamanca 1995, 297-357.

Fischer, B., “A los veinticinco años de la constitución de liturgia. La recepción de sus principios fundamentales”, Phase 29 (1989) 89-103.

Flores, J., Traducir en la vida el Misterio pascual. Apuntes para una espiritualidad litúrgica, Paulinas, Madrid 1992, 104 p.

Flores, J., Una liturgia para el tercer milenio, BAC, Madrid 1998.

Floristán, C., Una liturgia para el pueblo, FSM, Madrid 1995, 47 pp.

García del Valle, C., Jerusalén, la liturgia de la Iglesia madre, CPL, Barcelona 2001, 272 p.

Guardini, R., El espíritu de la liturgia, Barcelona 1952.

Jossua, J. P./ Y Congar (eds.), La liturgia después del Vaticano II, Madrid 1969.

Jungmann, J. A., Herencia litúrgica y actualidad pastoral, San Sebastián 1961.

Jungmann, J.A., El culto divino de la Iglesia, San Sebastián 1959.

Kunzler, M., La liturgia de la Iglesia, Valencia 1999.

Llopis, J., La inútil liturgia, Madrid/Barcelona 1972.

López Martín, J., La liturgia de la Iglesia, Madrid 1994.

Maldonado, L., “Celebrar”, Teol y Cat 26-27 (1988) 463-475.

Maldonado, L., El sentido litúrgico. Nuevos paradigmas, Madrid 1999.

Maldonado, L., La acción litúrgica. Sacramento y celebración, San Pablo, Madrid 1995.

Manns, F., “Liturgia ebraica e liturgia cristiana a confronto: problemi di metodologia”, Ephemerides liturgicae 116 (2002), 404-418.

Martimort, A. G., (ed.), La Iglesia en oración. Introducción a la liturgia, Barcelona 1964.

Montero, P. , “La dramatización en la liturgia. Líneas de acción”, Sal Terrae 84 (1996) 901-915.

Nocent, A., La reforma litúrgica. Una relectura, Ega, Bilbao 1993.

Oñatibia, I., “El ‘Catecismo de la Iglesia católica’ en comparación con la ‘Sacrosanctum Concilium’”, Phase 33 (1993) 153-169.

Oñatibia, I., “La reforma litúrgica desde san Pío X hasta el Vaticano II, en Concilio Vaticano II, vol. I, Comentario a la constitución sobre sagrada liturgia, Madrid 1964.

Rosso, S., Un popolo di sacerdoti. Saggio di liturgia fondamentale, Las, Roma 1999, 396 p.

Rovira Belloso, J. M., “Sacramentalidad cristiana y celebración. El fondo teológico de la ‘Sacrosanctum Concilium’”, Phase 178 (1990) 289-308.

Rovira Belloso, Vivir en comunión, Secretariado Trinitario, Salamanca 1991.

Rovira, J.M., “Sacramentalidad cristiana y celebración. El fondo teológico de ‘Sacrosanctum Concilium’”, Phase 30 (1990) 289-308.

Schilson, A., “La liturgia como presencia y eficacia de los misterios de Jesús”, Communio 24 (2002) 179-190.

Secretariado nacional de liturgia, El equipo de animación litúrgica, PPC, Madrid 1989, 243 p.

Strotmann, Th., Pneumatología y liturgia. La liturgia después del Vaticano II, Taurus, Madrid 1969.

Vagaggini, C., El sentido teológico de la liturgia, Madrid 1965.

Van Goudoever, J. (ed.), Prière juive et chrétienne, Liturgisch Instituut, Leuven 1984.

Vandenbroucke, F., Iniciación litúrgica, Burgos 1965.

Verheul, A., Introducción a la liturgia. Para una teología del culto, Barcelona 1967.

Vilanova, E., “La liturgia desde la ortodoxia y la ortopraxis”, Phase 133 (1983) 9-27.

NOTAS

[i] Este breve análisis está tomado de G. Alberigo, (ed.), Historia del Concilio Vaticano II, Sígueme, Salamanca 1999, p.73-77.

[ii] Fra le sollicitudini, art. 14.

[iii] Cf. artículo de J.-P. Jossua, “La constitución ‘Sacrosanctum Concilium’ en el conjunto de la obra conciliar”, en AA.VV., La liturgia después del Vaticano II, Taurus, Madrid 1969.

[iv] Ver I. Oñatibia, “Dieciséis años de intensa evolución litúrgica”, Phase 17 (1977) 189-217.

[v] Cf. P. Tena, “Aspectos teológicos de la reforma litúrgica”, en AA.VV:, La reforma litúrgica, Grafite, Bilbao 2001

[vi] M. Expósito, Conocer y celebrar la eucaristía, CPL, Barcelona 2001, p. 205.

[vii] Ibid., p.207.

[viii] Sobre liturgia y misterio pascual ver SC 5.6bis. 61.104.106.

[ix] SC 2.5. 6bis.16.17.19.35.48.52.61.102.103.104.106.

[x] Cf. la Haggadah de Pascua y la Misná, mPesahim 10,5.

[xi] Las referencias que estamos haciendo a Rovira Belloso están tomadas de su artículo “Creatividad y tradición. ¿Cuándo evangeliza una comunidad litúrgica?”, Sal Terrae 84 [1996] 879-890.

[xii] S. Ireneo, Adv. Haer. IV, 20,7.

[xiii] cf. J. Aldazábal, “¿Sigue siendo ‘culmen et fons’?”, Phase 31 (1991), 5-9.

[xiv] en AA.VV: La liturgia después del Vaticano II, Madrid 1969, 279-346.

[xv] Epist 5,2.

[xvi] Sobre el término “epifanía de la Iglesia”, cf. J.M. Canals, “La liturgia “epifanía de la Iglesia”. Aspectos eclesiológicos en la eucología del Misal Romano”, Phase 27 (1987), 439-456.

[xvii] H. De Lubac, Méditation sur l’Église, Aubier, Paris 1968, p. 101.

[xviii] cf. J.A. Abad, La celebración del misterio cristiano, p. 92.

[xix] AAS 81 [1989], 905-906; cf. también Dies Domini 34, Enchiridion p. 1470.

[xx] De Spiritu Sancto, III, 7, 44.

[xxi] Hilario de Poitiers, De Trinitate 8,13; PL X 246.

[xxii] S. Agustín, citado en SC 7.

Volver a página principal de Liturgia


Principal | Escritura | Lucas | Eucaristía | Juan | Jesús judío | Discípulado | Salmos

Contáctame




Geografía bíblica

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Seguidores

Archivo del blog