viernes, 19 de noviembre de 2010

Historia De La Medicina | No hay mal que cien años dure

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Categoría ‘Historia de la Medicina’
CONTRA BUBAS,PALO SANTO
16 de Octubre de 2010 | escrito por bror | clasificado en Historia de la Medicina
Friedrich Wilhelm Nietzsche (AFI ˈfʁiːdʁɪç ˈvɪlhəlm ˈniːtʃə) (Röcken, cerca de Lützen, 15 de octubre de 1844 – Weimar, 25 de agosto de 1900) fue un filósofo, poeta, músico y filólogo alemán, considerado uno de los pensadores modernos más influyentes del siglo XIX, La causa del hundimiento de Nietzsche ha sido un tema de especulación y origen incierto. Un frecuente y temprano diagnóstico era una infección de sífilis, sin embargo, algunos de los síntomas de Nietzsche eran inconsistentes con los típicos casos de sífilis. Otro diagnóstico era una forma de cáncer cerebral. Otros sugirieron que Nietzsche experimentó un despertar místico, similar a los estudiados por Meher Baba.

En el siglo XVI, las grandes enfermedades que asolaban a la humanidad aún eran consideradas por algunos como castigo divino, a pesar de que el sedimento de las teorías hipocráticas permanecía despierto en el saber médico. No se conseguía desligar completamente la responsabilidad que la providencia de Dios tenía en la presentación de los males y sus remedios, puesto que “cierto es gran providencia de Dios ver que venga a la Medicina por donde vino la enfermedad” (Juan Calvo, 1580).

El pensamiento médico predominante en el siglo XVI afectaba sobre todo al mal de las bubas y al remedio mágico para tratarlo: el guayaco. El mal de las bubas, importado probablemente de América en 1493, experimentó una gran difusión a consecuencia del sitio de Nápoles por las tropas de Carlos VIII de Francia (1495), donde batallaron españoles, franceses e italianos, lo que originó una gran propagación de la enfermedad por toda Europa.

De ahí su variada nomenclatura en consonancia con la imputable y presunta fuente de infección: mal napolitano, mal gálico o grosse vérole, mal español o sarna española, sarampión de las Indias, morbo índico o bubas. Fue más acertado, sin embargo, hacerlo llamar sífilis, en honor al personaje ficticio de Frascator (1530), protagonista del poema sobre este mal, el pastor Syphillus.

En el libro Syphilis sive morbos gallicus se narra la historia del pastor Syphillus, que sustituyó el culto al sol por la veneración al rey Alcitoo, por lo que fue castigado con el padecimiento de las bubas, desde entonces bautizadas como sífilis. En el mismo libro, una ninfa de nombre América hace que brote un árbol que logra la curación de su mal: el guayaco o palo santo.
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“Tratamientos curiosos de la Medicina popular”
11 de Septiembre de 2010 | escrito por bror | clasificado en Historia de la Medicina

Los remedios populares que las gentes que habitan el medio rural han venido utilizando para sanar males menores, o no tanto, se encuentran muy próximos, en su origen y práctica, a las supersticiones. Unas y otros, las supersticiones médicas y los remedios populares, constituyen ese rico acervo de nuestros mayores, una rama del folclore que se ha dado en llamar “folk-medicina”, de la que grandes humanistas médicos se han ocupado en profundidad. Folclore es un vocablo de etimología muy atinada (saber del pueblo) que nace en 1846, acuñándose por primera vez en la revista ‘Atheneum’. Algo más tarde adquiere carta de naturaleza en España, de la mano de Antonio Machado, que funda en Sevilla, en 1881, la sociedad ‘El Folklore Español’ para estudiar todo aquello que dimane del saber del pueblo en cualquiera de sus ricas manifestaciones.

Hasta finales del siglo XIX la Medicina no contó con medios diagnósticos y remedios eficaces para curar las enfermedades, de tal forma que, no existiendo además sistema alguno de protección social o de seguridad social, llegó a formarse, por acumulación, una suma de conocimiento popular médico, heredado por tradición popular, que tenía sus orígenes en los consejos dimanados de los que habían padecido un mal semejante y habían curado, o bien de los que habían visto parecida enfermedad en algún pariente, tal como en la Antigüedad sucedía en Mesopotamia donde los enfermos eran transportados a los mercados y allí todos los que sabían algo relacionado con aquella dolencia se creían obligados a dar consejos. Por otra parte, parece ser que inherente a la condición humana es el aconsejar como infalible, sin base científica alguna, toda clase de remedios en consonancia con el proverbio popular: “De médico, poeta y loco todos tenemos un poco”.

Fue así como la Medicina popular enriqueció sus procedimientos y extendió su campo de actuación gracias tanto a la incultura de las gentes, buen caldo de cultivo de las supersticiones, como a la ineficacia de los médicos que con sus escasas, peligrosas y erróneas técnicas eran incapaces de dar respuesta efectiva a las enfermedades. Tan escasa e ineficaz era la terapéutica médica que no pocos escritores, incluidos los del Siglo de oro, se burlaban cruelmente de aquella pobre Medicina. Famoso es el comienzo del entremés ‘El médico’ de Quevedo:

“¿Tú sabes qué es Medicina?
Sangrar ayer, purgar hoy,
mañana ventosas secas
y esotro kirieleyson…”

En este artículo, y como muestrario de la medicina popular, voy a exponer algunos de aquellos procedimientos, muchos de ellos errores, sin duda, pero ante los que nada podía hacer la Medicina oficial del momento. Algunos han persistido hasta nuestros días.

Uno de los remedios más populares han sido los purgantes, de tal forma que su uso periódico independientemente del estado de salud, resultó habitual.

Asimismo, desconociéndose las contraindicaciones, los efectos secundarios en algunos casos eran desastrosos. Es lo que acontecía en el llamado “cólico miserere”, peritonitis derivada de la perforación de una úlcera de estómago o por la evolución espontánea de una apendicitis. No existiendo cirugía totalmente efectiva en aquellos tiempos, por carencia de técnicas anestésicas y antiinfecciosas correctas, sólo podía asistirse a aquellos procesos con impotente paciencia, esperando la mejoría espontánea, que nunca se produciría si el enfermo ya grave era purgado drásticamente. Los purgantes llamados entonces catárticos eran más peligrosos que los laxantes o minorativos, pero unos y otros se administraban larga mano, sin tener en cuenta el cantar sentencioso de la época:

“No te aficiones a purgas
ni las tomes sin receta,
pues suelen más bien dañar
ni valen lo que la dieta”.

De error, en este caso administrativo y eclesial, tildaban los galenos la forma de cristianar, es decir, de bautizar. Leemos lo siguiente en una interesante publicación de Legüey: “A fuerza de reclamar contra la costumbre funesta de administrar el bautismo con agua fría, se ha conseguido se haga con agua templada y en la sacristía donde en invierno puede haber fuego: pero esta concesión por grande que parezca, no es suficiente, porque no se evitan así los peligros a que exponemos a los recién nacidos con solo extraerlos del regazo de la madre. ¿No sería más conveniente y no podría la Iglesia hacer con el sacramento del bautismo sin excepción ni distinción de pobres y ricos, lo que hace para administrar la Extrema Unción?”.

A estos comentarios, el doctor Denamiel de Castro, en 1879, añade: “Muy justo nos parece este deseo, pero si sólo el bautismo ha de darse al infante en su propio domicilio, y para la inscripción del registro civil ha de pasar a las oficinas, la concesión eclesiástica sería inútil, perdería todo valor y nada se habría remediado. Preciso es conseguir ambas cosas, puesto que se trata de disminuir con estos sencillos medios la mortalidad que tanto lamentamos en los recién nacidos. Es innegable que el tránsito del claustro materno al libre aire exterior debe hacerse gradual y lentísimamente. Cuando esto no se cumplimenta, cuando se obliga a los infantes a tan repentinos cambios atmosféricos, las corizas o catarros nasales, las oftalmías más o menos ligeras y por último un tétanos característico, son las consecuencias inmediatas de estas imprevisiones legales”.

Quizás estos honorables colegas del siglo XIX no sabían que entonces la tasa de mortalidad infantil era de 200 fallecidos menores de un año por cada mil nacidos vivos, no siendo cura ni sacristán responsable de tan alarmante cifra.
Eficaz febrífugo contra toda clase de calenturas resultaba pronunciar determinado número de veces la palabra cabalística “Abracadabra” que, además, escrita en once renglones desechando una letra en cada uno de ellos, de forma que resultase un triángulo, adquiría sublimes propiedades curativas, auténtica panacea. No en vano procede de la voz griega ‘abraxas’, cuyas letras, en griego, suman 365, siendo por tanto palabra simbólica que representa el curso del sol a lo largo de todo el año.

De errores médicos pueden calificarse las prácticas realizadas con recién nacidos, que sometidos a bárbaras manipulaciones y compresiones exageradas pueden contraer deformidades y accidentes. Extraña, al menos, resulta también la costumbre de embadurnar con sangre de placenta la delicada piel del niño, so pretexto de transmitirles delicada blancura.

Aunque no clasificable como error de la Medicina popular, pues a un galeno acreditado, Jerónimo Soriano, corresponde la recomendación del procedimiento, debe considerarse aquí el curioso remedio casero para curar la bizquera o vuelta vista: “(…) se debe poner la cuna en tal posición que le dé la luz derechamente de medio en medio entre los ojos y no de lado o a parte que haya de volver y torcer el niño los ojos. Pero si comenzase a manifestarse la bizquera, pondrá la cuna de modo que tenga la luz a la parte contraria a la que ha comenzado a tomar el vicio, para que le sea forzoso volver la vista de aquella a do declinaba el defecto. Y advierte que no les dejen llevar de chiquillos largo el cabello; porque dejándoseles hasta la mitad de la frente y sobre las cejas, para querer verlo pueden tomar el vicio”. Dicho queda.
Preocupación generalizada existía también con motivo de los baños, sobre todo cuando eran ordenados por el médico fuera de la estación en que por costumbre llegaron a generalizarse o en edad no conveniente, de tal forma que el adagio “de cuarenta para arriba no te mojes la barriga” era sentencia firmemente creída, siendo pues grande imprudencia hacerlo pasada la cuarentena, aunque “hay casos especiales en que el médico se ve precisado a ordenarlos en individuos que pasan de esta edad, particularmente en las mujeres cuya menopausia tanto lo reclama”, según decía Denamiel de Castro.

La patogenia y tratamiento de las verrugas en la Medicina popular se encuentran cercanos a las supersticiones. Se afirmaba que son muy pocas las que no dependen de la influencia celeste, “tanto es así, que muchas personas no quieren fijar la vista en el cielo durante la noche, por el justo temor de verse plagadas de esos tubérculos epidérmicos, callosos e insensibles, que tan fácilmente se desarrollan en la piel del individuo que por distracción cuenta las estrellas”. Pero si fácil es el mecanismo de transmisión, la celestial forma de adquirirlas, tampoco es difícil el deshacerse de ellas, ya que es efectivo tratamiento el contar las verrugas, tomar granos de sal en igual número y arrojarlos a un lugar apartado. Desde ese instante las verrugas marchan al cielo en busca de su ‘buena estrella’.

En aquella época, no demasiado alejada históricamente, pues estamos considerando la segunda mitad del siglo XIX, determinadas anomalías congénitas predisponían a encontrar rasgos de animales en el recién nacido, y no era sólo a nivel popular donde se pensaba que el feto humano puede nacer con piernas de caballo y pico de loro, sino que existían determinadas prescripciones legales que así lo afirmaban taxativamente: “no deben tenerse por hijos ni herederos los nacidos sin forma de hombre, como los que tengan cabeza u otros miembros de bestia”.

Rechazando unos los caprichos de la gestante como causa de tales anomalías, buscaban otros la explicación en las iras divinas, rectificando en posterior razonamiento que tal cosa no es posible porque esa Justicia no puede faltar nunca a los principios de equidad.

Aunque los antojos de las embarazadas no tenían mucho crédito en aquella época (más tarde lo recuperaron), sospechábase que en muchas ocasiones los deseos no satisfechos de la gestante podían dar lugar tanto a un extenso lunar que emborronaba la piel como a una notable deformidad que deslustraba la figura del pequeño. Y aunque los médicos de entonces no creían en los antojos como causa de estas anormalidades, aconsejaban, sin embargo (por si acaso, digo yo) “a las que padecen antojos, que no lleguen a realizarlos sino después de meditarlos bien, y tener la seguridad que en nada pueden perjudicar al nuevo infante. Esto lo decimos, teniendo en cuenta la docilidad con que las mujeres en estos casos se entregan a las mayores extravagancias, en cuyo caso la familia debería consultar con algún médico ilustrado, a fin de buscar el remedio moral o material que las circunstancias reclamasen” (“Taumaturgia médica”. 1879).

Aunque existían muchísimas recetas para combatir la fiebre (fenómeno sintomático en el sentir de Broussai) y su enumeración resultaría prolija y aburrida, sí quiero resaltar un remedio tan curioso como gracioso. Me refiero al monólogo que se aconseja tener con el tomillo antes de que salga el sol, que el hacerlo con constancia al rozar el alba era considerado remedio infalible contra toda suerte de calenturas.

Sí es superstición médica pero no resisto la tentación de aquí relatarla, el uso de los diferentes objetos que preservan o restituyen la salud y que se ha dado en llamar “reliquias médicas”. Son las muelas de los sietemesinos, los huesos de muerto, las hojas de maro, de romero, las de palmera cogida en Domingo de Ramos, los zapatos de un juan, la sal en grano, las castañas silvestres, la raíz de verbenaza, el imán, la calcedonia y la amatista.

Portar una de esas muelas en un bolsillo es preservarse de las afecciones de la boca; los zapatos de un juan son remedio casi infalible contra las convulsiones epilépticas; la amatista es mano de santo para la embriaguez alcohólica; el imán sostiene la metrorragia; y tener la verbenaza es poseer un tratamiento eficaz contra las fiebres.

A los remedios de la Medicina popular escapan pocos males, teniendo cabida en ella tanto los orzuelos, dolor de muelas, rijas, herpes, como el hipo y toda clase de hernias. Pero lo asombroso es que esta Medicina es capaz de describir síndromes nuevos, como es el caso del “Padrón”, enfermedad de la comarca malagueña del Alto Guadalhorce, consistente en anorexia, vómitos, dolores abdominales y de piernas, que es debida a “un cambio de posición de la parte interna de la tripa que le cortan a uno cuando nace, debido a un susto”, según Alcántara Montiel.

También las recomendaciones obstétricas o vaticinios del sexo tienen su lugar en la medicina popular. Por dejar constancia de algunos de ellos, expondré solamente dos casos: “A la embarazada se le prohíbe cruzar las piernas o enredar una madeja de hilo, ya que se considera que esto originaría la muerte del feto asfixiado por el cordón umbilical”. Otro más: “entre los rituales de carácter mágico para determinar el sexo se encuentra el colocar a la embarazada una medalla sujeta con la cadena sobre la mano derecha, y si estando en esta posición se mueve formando círculos, el fruto de la gestación será hembra, y varón si describe en su movimiento una cruz”.

En la tierra malagueña donde resido, tierra cálida, donde el sol ralentiza y dulcifica la motricidad animal y seduce casi lujuriosamente el espíritu atiborrándolo de felicidad, he podido recoger, de primera mano, una costumbre relacionada con la muerte. Y de esa costumbre he dialogado con los marengos del rebalaje. Nadie supo decirme a cuándo se remonta esta práctica que trata de dulcificar los sufrimientos que proporciona una agonía que se prolonga, y que, cuando esto ocurre, y siempre en íntima relación con la devoción mariana del enfermo, los familiares aplican al moribundo en la planta de los pies un saco lleno de arena de la playa, que motiva el acortamiento de los padecimientos, acaeciendo pronto el fallecimiento. Ninguno de mis contertulios recuerda un fracaso de tal rito eutanásico que se muestra, pues, a sus entendederas, como infalible.

No voy a extenderme más. Las costumbres del pueblo relacionadas con el ‘arte’ de curar, colmadas de fantasías acumuladas durante siglos, son fuente de aciertos unas veces y de fracasos otras muchas, pero en todo caso siempre nos darán la oportunidad de reflexionar sobre la historia de los pueblos expresada a través de la sabiduría popular.
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Reflexiones patobiograficas sobre Miguel de Cervantes
4 de Abril de 2010 | escrito por bror | clasificado en Historia de la Medicina
Miguel de Cervantes:
“…será forzoso valerme por mi pico,
que,
aunque tartamudo,
no lo seré
para decir verdades”
Miguel de Cervantes Saavedra:
“…el cuerpo entre dos extremos,
ni grande ni pequeño…
de rostro aguileño,
de cabello castaño,
frente lisa y
desembarazada,
de alegres ojos y…
de nariz corva,aunque bien proporcionada,
las barbas de plata…”
Ameixa Dagen:
deliciosamente dulce,
suculenta y aromática,
originaria de China

No se conocen en su biografía más enfermedades y defectos (que ciertamente tuvieron que existir) que una tartamudez y un brote de paludismo con el que llegó a Lepanto. La tartamudez se pone de manifiesto en su etapa escolar, en Córdoba, cuando se inicia en la lectura, cuando las primeras sílabas se embarrancan bajo la lengua, aunque tartajoso debió ser toda su vida, como declara también en el prólogo de las Novelas Ejemplares: “… será forzoso valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo seré para decir verdades”.

Para nuestra fortuna, sus palabras se encasquillaban solamente cuando salían de su boca en un tembleque gramatical, y no cuando fluían de su pluma. De hablar balbuciente durante toda su existencia, no heredó, sin embargo, la sordera de su padre, D. Rodrigo, médico sangrador3 que tuvo que emigrar de Alcalá en busca de trabajo, que la plétora en la Medicina también ocurría en aquellas témporas, dato que incluirá en El coloquio de los perros: “Infiera o que estos dos mil médicos han de tener enfermos que curar (que sería harta plaga y malaventura), o ellos se han de morir de hambre”.

La malaria o paludismo le afectó con un acceso febril durante su estancia en Corfú. No la adquiere por beber agua contaminada como indica J. A. Cabezas, que ya es harto conocido el papel transmisor del plamodium que ejerce el mosquito anopheles. Siendo, como es, cierto este acontecer patológico, deducimos que el acceso palúdico no fue importante o su vigor físico y patriótico sí lo era, pues el brote parasitario no le impidió tomar parte en la batalla (“la mas alta ocasión que vieron los siglos”), y llegado el momento de combatir no obedeció a su capitán, Sancto Pietro, que le manda ir “baxo la cámara de la galera Marquesa” y, por el contrario, como arcabucero del Rey, acude a su puesto en el esquife de la nave.

Fue en el asalto a la galera capitana del jefe turco Siroco cuando Cervantes recibe dos arcabuzazos en el pecho y en el antebrazo izquierdo. Acompañado por su hermano Rodrigo, acude a la cámara donde los cirujanos de la Marquesa le hacen las primeras curas. Luego, en el hospital de Mesina, los físicos a las órdenes de López Madera tratan de recomponer la mano zurda de Cervantes que, finalmente, tras muchas curas bárbaras, quedó inservible y desgobernada. Su convalecencia es larga a pesar de que en algún momento o tras el traumatismo fue intervenido por el propio Dr. Gregorio López, protomédico de la flota y médico de Carlos V. El período de curación dura casi seis años, desde el 7 de octubre de 1571, fecha de la herida de guerra, hasta marzo de 1577. La herida de arcabuz acaecida en la batalla de Lepanto representa un suceso importante en la relación futura de Cervantes con los médicos, o, mejor dicho, en la opinión que sobre ellos expresa Cervantes en sus obras literarias. Como ya hemos expuesto en otra ocasión, Cervantes en este asunto es el contrapunto de los escritores del Siglo de Oro, y sobre todo de Quevedo que fue el escritor que más odio hacia los galenos vertió en sus escritos.
MIGUEL DE CERVANTES SEGÚN
CESAR AUGUSTO BRAVOMALO ROATTA

Cervantes, bien porque aprendió en “mano” propia los cuidados de la Medicina, bien porque tenía conocimientos de ella a través de los libros que existían en la biblioteca de su padre, D. Rodrigo Cervantes, conocimientos de los que deja constancia en el Quijote, trata a los médicos al menos con respeto, otras veces con admiración y, en clave de humor con verbo risueño y grave, cuando no tiene otra opción que criticar negativamente su conducta. El traumatismo de la mano es el único cierto en la vida de Cervantes. Él lo reconoce con orgullo “… perdió la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por fermosa…”. También está bastante aceptado que quedó manco no en la acepción de pérdida anatómica de la mano, sino en la de quebranto del uso o la función de la misma, ya que “… la siniestra mano estaba por mil partes ya rompida…”, tal como puede leerse también en la Epístola a Mateo Vázquez: “… en la naval, dura palestra, perdiste el movimiento de la mano izquierda para gloria de la diestra…” (Viaje al Parnaso), lo que confirma la teoría de privación de movilidad y función, así como lo orgulloso que Cervantes se siente con su manquedad.

De ninguna otra enfermedad o accidente tenemos conocimiento a través de la bibliografía histórica o de la propia producción literaria de Cervantes. Solamente se menciona, como relacionada con los últimos años de su vida, determinada sintomatología en la que los estudiosos se basan para determinar las causas de la muerte. No obstante, varias prisiones, años de cautiverios, campañas navales y herida de guerra tuvieron que dejar su vida maltrecha y desgraciada, lo que, a la vez y de forma un tanto paradójica, contribuyó a templar su alma y a facilitar, por tantas calenturas de la memoria, fluidez y belleza en sus producciones literarias.
Casas de Esquivias
MUSEO DE HISTORIA
DE LA MEDICINA
Frente al Palacio de Medicina
Ausias March en la biblioteca virtual Miguel de Cervantes
Instituto Miguel de Cervantes

Existen muchas dudas sobre las enfermedades que fueron causa de la muerte de Cervantes. Sólo sabemos con certeza que presentaba astenia y polidipsia, y que el diagnóstico que emite un estudiante de Medicina que hizo parte del camino de Esquivias a Madrid con Cervantes fue de hidropesía. Así es que en estos síntomas y en poca cosa más nos debemos apoyar para emitir un juicio clínico aproximado de las causas de su muerte. Es cierto que en los tres últimos años de su vida su salud se deterioró, hasta el punto de que don Miguel tuvo el presentimiento de que estaba a punto de iniciar el viaje al fondo de la noche, y, no queriendo dejar trabajo pendiente para la eternidad, entráronle las prisas literarias para concluir lo pendiente: Novelas Ejemplares (1613), Viaje al Parnaso (1614), segunda parte de El Quijote (1615), Trabajos de Persiles (1616-1617).

La polidipsia (mucho beber), síntoma evidente de diabetes mellitus, es confundida con hidropesía por el estudiante de Medicina, que le acompañaba desde Esquivias, y probablemente también por su médico. La diabetes no se conoce como tal enfermedad hasta los años veinte del siglo pasado, y por aquellas calendas la hidropesía no era un síntoma sino una enfermedad cuyo origen desconocían los físicos de la época. El texto más antiguo que hemos consultado sobre el significado del término “hidropesía” es el Diccionario castellano con las voces de ciencia y arte, de Esteban de Terreros y Pandro, de 1787. En él se dice que “es enfermedad causada por una masa de agua, que se junta en alguna parte del cuerpo”. Por tanto, cuando Cervantes a lomos de su jumento patilargo confiesa al estudiante que está cansado, que las carnes le enflaquecen y que tiene sed4 recibe el diagnóstico lógico de hidropesía, ya que el exceso de agua que bebe el enfermo se “junta como masa de agua en alguna parte del cuerpo”. Puede advertirse en esta secuencia que el estudiante no tiene futuro alguno ni como diagnosticador, ni como pronosticador de la evolución del mal: “Esta enfermedad es de hidropesía, que no la saciará toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiera; vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, no olvidándose de comer, que con esto sanará sin otra medicina alguna”.

Cervantes lo pasa tan mal en aquel viaje, que escribirá de sí mismo que “tiene tantas señales de muerto como de vivo”, y respondiendo al estudiante en el interrogatorio anamnésico a lomos del asno patilargo, está indicando expresamente cuál es su síntoma cardinal, el más importante (polidipsia), emitiendo asimismo una predicción de su corta expectativa de vida: “Eso me han dicho muchos –respondí yo-; pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si para sólo eso hubiera nacido. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efemérides de los pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida…”.

No documentada, pues, la existencia de edemas o ascitis o cualquier otra forma de retención de líquidos, y al relacionarse –confundirse- la polidipsia con la hidropesía, sólo nos queda pensar que la única enfermedad expresada sintomatológicamente en la literatura cervantina es la diabetes mellitus, que descompensándose finalmente aún más con los esfuerzos del viaje de ida y vuelta a Esquivias, originó gran astenia, delgadez e hipotrofia muscular, dando lugar finalmente a un estado estuporoso que evoluciona al coma, causa inmediata del fallecimiento. No obstante, si tomamos la hidropesía como cierta, en el sentido de existir colección de líquido en el organismo, sí hemos de dirigir nuestra atención hacia la cirrosis hepática, hacia la carcinomatosis peritoneal u otra patología que produzca ascitis, o bien hacia la insuficiencia renal o cardiaca.

Parece bastante improbable que la encefalopatía hepática severa, complicación con la que suelen concluir estos males hepáticos, le permitiera estar lúcido hasta casi última hora, lo que sí está demostrado documentalmente. Sí es posible que a su edad padeciera cierto grado de insuficiencia cardiaca, pero también es lógico pensar que ésta finalmente hubiera cursado con edemas ostensibles y disnea y ortopnea, síntomas que tampoco aparecen referenciados por parte alguna y que seguramente le hubieran impedido razonar bien y escribir lo razonado. Sólo tres días antes de su muerte escribe al Conde de Lemos: “El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo ello llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies de V.E. …”

El Dr. José Gómez Ocaña, en su Historia Clínica de Cervantes (1899), en una época que se desconocía la etiopatogenia de la diabetes, supone que muere de una enfermedad de corazón, que tampoco determina, pero que tiene que ver con la arterioesclerosis: “Más si pudo Cervantes vencer en los mil peligros que amenazaban su vida, no logró hurtar el cuerpo a la vejez, y ésta hizo mella, no en el cerebro, de hermosa y sólida textura, sino en los vasos y en el corazón, de fábrica más endeble. Arterio esclerosis se llama técnicamente esta vejez del aparato circulatorio, y de la cual derivan multitud de enfermedades del mismo corazón y de otros órganos, que todos al cabo se resienten”. Cervantes hacia marzo de 1616 se siente mal. Ha de terminar el Persiles como sea. Tiene la sensación de que esta obra es su testamento literario: “La muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa”. El 26 de marzo contesta una carta de su protector el arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas. La carta descubre el pésimo estado de su salud: “Si del mal que me aquexa pudiera haber remedio… pero al fin tanto arrecia, que creo acabará conmigo, aún cuando no con mi agradecimiento”. Termina el prólogo de Persiles despidiéndose: “Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros pronto contentos en la otra vida”.

Cervantes sabe que se muere, pero sus ansias de vivir le hacen revelarse contra ello. Es la negación de un pronóstico letal y cierto. Pero es consciente de su gravedad, estado de ánimo que contrarresta con la esperanza de la recuperación (él que ha salido airoso de tantos avatares, confía también ahora en la curación). Gravedad y esperanza son sentimientos que manifiesta: “Mi edad no está ya para burlarse de la otra vida”. “Tras de ellas –Novelas Ejemplares–, si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles” (Prólogo de Novelas Ejemplares, 1613). Desechando, pues, la hidropesía (ascitis) como consecuencia de cirrosis hepática, porque razonablemente la encefalopatía consiguiente le hubiera impedido escribir como lo hizo tres días antes de su muerte, y tomando como cierta la existencia de diabetes mellitus, sí podemos admitir, como causa intermediaria de su fallecimiento, la insuficiencia cardiaca. Claro que, a pesar del tiempo trascurrido (mucho ha llovido médicamente desde 1899), debemos estar de acuerdo con el Dr. José Gómez Ocaña en culpar de la muerte de Cervantes a las arterias estropeadas, en comorbilidad con la diabetes e insuficiencia cardiaca, que ya sabemos cómo la diabetes no tratada mortifica las paredes de las arterias, las endurece y las angosta, entorpeciendo la circulación de la sangre, originando que las arterias más finas provoquen desastres histológicos y funcionales a nivel de corazón (coronarias), cerebro o riñón.

Como conclusión, precisamos que Miguel de Cervantes, el manco de Lepanto, murió a los 69 años, hidalgo pero pobre, a consecuencia de las complicaciones de la diabetes mellitus que venía padeciendo dentro de un cuadro de insuficiencia cardiaca. Murió el día 22 de abril de 1616, siendo enterrado al siguiente día en el convento de las Trinitarias, en la calle de Cantarranas en Madrid. Estando seguros en la fecha del óbito, sin embargo, en lo que a las causa del mismo, “harto sabemos que mucho de lo consignado aquí es indemostrable, pero también creemos que lo sería mucho de lo que se expusiera en contrario”6.
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