sábado, 29 de octubre de 2011

SEGUNDO DOMINGO

SEGUNDO DOMINGO

Monición de Entrada:
El que quita el pecado del mundo: Los oprimidos esperan ansiosamente presencia de un libertador que les libere de la opresión. La espera se hace intensa en unos momentos determinados de la vida. (1ª- Lec).

Juan el Bautista señala a Jesús como el Mesías, el esperado por Israel, el libertador de la opresión del mal y del pecado (Ev,)

La Iglesia continúa la obra salvífica comprometiéndose en la liberación mal a todos los hombres (2- Lect)

Canto de Entrada.- Reunidos en el nombre del Señor

Reunidos en nombre del Señor,

que nos ha congregado ante su altar,

celebramos el misterio de la fe

bajo el signo del amor y la unidad

(Cantoral Litúrgico Nacional: 18)

Aepersión del agua bendita,

0 bien:

Acto ppenitencial.

- Tú, que eres el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

-Tú, que eres la gracia y la paz de Dios nuestro Padre.

- Tú, que te hiciste Siervo obediente hasta la muerte de cruz.

LITURGIA DE LA PALABRA:

Primera Lectura.- "Te hago luz de las naciones para que seas mi salción " (ls 49,3.5-6)

El quehacer del "siervo".- El "siervo de Yavé" anuncia a Cristo, que reunirá todos los hombres dispersos por el pecado y los iluminará con su luz.

Salmo responsorial: Sal 39, 2 y 4ab.7-8a. 8b-9. 10

RI "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. ". (Libro del Salmista: pags. 193-194)

Segunda Lectura.- "Gracia y paz os dé Dios nuestro Padre y Jesucristo nuestro Señor" (1 Cor 1.1.3)

El quehacer de la comunidad.- Es el comienzo de la primera carta a los Corintios. Ellos, como todos los cristianos, estamos consagrados a Cristo y pertenecemos al pueblo Santo.

Evangelio. - "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29--34)

El que hacer de Jesús.- Juan el Bautista da testimonio de Jesús, como el Cordero de Dios enviado para quitar el pecado del mundo. Jesucristo es superior a Juan y su bautismo es el Espíritu Santo.

LlTURGIA EUCARISTICA:

Canto de Comunión: "Te conocimos al partir el pan".

Te conocimos, Señor, al partir el pan

Tú nos conoces, Señor, al partir el pan.

(Cantoral Litúrgico Nacional: n* 025)

Reflexión:

Si miramos a nuestro alrededor y a nosotros mismo percibimos la presencia del mal. El pecado, que es el gran mal, se opone a Dios y a su Reino. Los hombres continuamos aceptando los caminos de la violencia, de la insolidaridad y de la injusticia.

La Iglesia, como el Bautista, da testimonio de Cristo y señala a Cristo como el Cordero que quita el pecado del mundo. El es el verdadero Libertador del mal, que destruye el pecado y reconcilia.


Domingo II

El orgullo divino

"Tú eres mi siervo de quien estoy orgulloso" (Is 49,3)

El profeta va dibujando la figura del Siervo de Yahvéh, y a través de diversos poemas va trazando los perfiles de ese personaje que ha de salvar al pueblo de Dios. Hoy nos refiere que ese Siervo es el orgullo de Yahvéh, su mayor motivo de gloria.

Se refiere a Cristo, al Verbo encarnado, a Jesús de Nazaret, Él es, efectivamente, el mayor reflejo de la grandeza de Dios, es su imagen perfecta, es la manifestación mejor conseguida del amor divino, ese que nos tiene el Padre eterno.

Y nosotros, los cristianos, hemos de plasmar en nuestras vidas la figura entrañable de Cristo. Ser también manifestación del amor de Dios y motivo de orgullo para el Señor. Para conseguirlo sólo tenemos un camino, el de identificarnos con Cristo. Hemos de esforzarnos para imitarle, para vivir como Él vivió, para morir como Él murió, para ser como Él es: reflejo de la bondad de Dios, orgullo del Padre eterno.

"Es poco que seas mi siervo y restablezcas las tribus de Jacob y conviertas a los supervivientes de Israel; te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra" (Is 49, 5-6)

El Siervo de Yahvéh congregaría al resto de Israel, a lo que había quedado de la casa de Jacob, aquellos hombres desperdigados por el mundo entero, aquellos que habían conservado en sus corazones la sencillez y la esperanza. Son los que la Biblia llama "pobres de Yahvéh".

Pero Cristo no se limitaría a reunir a ese "resto" preanunciado por los profetas. Él vino con una misión universal, Él será, es la luz para todas las naciones. Y entre todos los pueblos habrá muchos que sigan a Cristo, atraídos por la luminosidad de su palabra.

También en esto hemos de asemejarnos a Cristo. Siendo como luces encendidas en medio de nuestro oscuro mundo. Y es que la misión de Cristo se prolonga en los que le siguen. Los que creemos en Él somos, hemos de ser, una llamada a la esperanza. Y así cada cristiano que viva seriamente sus compromisos será como un punto de luz. De esta forma, todos encendidos, construiremos un mundo mejor, iluminado por el resplandor del amor de Cristo.

Aquí estoy para hacer tu voluntad

"Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios" (Ps 39,2)

Esperar con ansia al Señor. Pensar que Dios nos puede salvar y al mismo tiempo comprobar que es difícil la salvación. Surge entonces la ansiedad y la zozobra, un desasosiego que nos hace perder la paz. Y, sin embargo, también entonces hay que esperar y confiar. Quizás en esos momentos es cuando nuestra esperanza se eleva al plano más elevado de esta virtud teologal.

En efecto, una esperanza que se apoye en la evidencia de tener guardadas las espaldas, deja de ser esperanza para convertirse en seguridad. Entonces se deja de esperar, pues en cierto modo ya se ha alcanzado lo que se esperaba. La esperanza se relaciona íntimamente con la fe. Tiene como ella un margen de inseguridad, no se apoya en la simple razón, sino que tiene su firmeza y solidez en el poder y el amor a Dios. Cuando la esperanza está viva desemboca en la paz y en el gozo, en la convicción de que, ocurra lo que ocurra, la salvación divina llegará en el momento oportuno.

"Tú no quieres sacrificios ni ofrendas y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificios expiatorios, entonces yo digo: Aquí estoy..." (Ps 39,7-8)

Y sigue diciendo el salmo: "Como está escrito en mi libro: para hacer tu voluntad. Dios mío lo quiero, y llevo tu ley en las entrañas...". Es muy corriente que nuestras relaciones con el Señor adquieran un tono de magia y de superstición. Es decir, nos imaginamos tener a Dios de nuestra parte, propicio a favorecernos, callado ante nuestras injusticias y pecados, tenerlo contento con unas promesas o unos votos, con unas limosnas y unos rezos. Se le ofrece un sacrificio y ya está todo solucionado. Luego, a seguir pecando.

Cuando actuamos de ese modo no sólo no aplacamos a Dios con nuestras prácticas "piadosas", sino que lo irritamos más y más. Misericordia quiero, dice el Señor, y no sacrificios. Esto es lo que Él quiere, que le seamos buenos siempre, que cumplamos en todo sus deseos. Lo que a Dios le agrada son nuestras buenas obras y no las bellas palabrasÉ Vamos, pues, a rectificar otra vez, vamos a ser más fieles a nuestra vocación personal; cumplamos, cueste lo que cueste, nuestros compromisos de cristianos. Dejemos ya de jugar con Dios y tomemos en serio lo que tan serio es.

LLamado por Dios

"Yo, Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo, por voluntad de Dios..." (1Cor 1,1)

De esta manera suele san Pablo encabezar sus cartas. Con ello intenta presentar sus credenciales, justificar de algún modo el porqué de su intervención en la vida de los demás. Él es apóstol de Cristo, es decir, enviado suyo. Y lo es, no por voluntad propia, no por un capricho personal, no porque le guste hacer eso y no otra cosa. Lo es sencillamente porque Dios lo ha querido. Y él sabe que lo mejor para un hombre es someterse a la voluntad de Dios, él sabe por experiencia que es inútil oponérsele, que es peligroso para la salvación eterna, y que al fin y al cabo responder que sí al Señor, es lo que a un hombre inteligente le debe importar sobre todo.

Por otra parte, al saberse llamado por Dios, san Pablo se entrega en cuerpo y alma al cumplimiento de la misión que le ha sido confiada: la de predicar por todas partes el mensaje de Jesucristo. Si el mandato lo hubiera recibido de un cualquiera quizá se podía permitir el hacerlo a medias, o simplemente no hacerlo... Pero al tratarse de Dios no se puede andar jugando, no se pueden hacer chapuzas, ni realizar las cosas a medias. La grandeza de Dios, su infinita perfección, su amor sin límites sobre todo, bien se merece una entrega decidida e incondicional, un servicio esmerado y permanente, una abnegación y un amor profundo. De ahí que san Pablo no haya escatimado sacrificio alguno a la hora de cumplir esa misión para la que ha sido llamado por Dios.

"... escribimos a la Iglesia de Dios en Corinto, a los consagrados por Jesucristo, al pueblo santo que Él llamó..." (1Cor 1,2)

Las palabras de esta carta fueron escritas hace mucho tiempo para unas personas determinadas. Pero no olvidemos que detrás de san Pablo estaba el mismo Dios. El hombre era el instrumento de que el Señor se valía para comunicar su pregón. Dios es el autor principal de la sagrada Escritura, Dios que habló para los hombres de todos los tiempos. Por eso estas palabras tienen hoy vigencia, están dichas para cada uno de nosotros.

Nosotros también somos el pueblo de Dios, somos los consagrados por Jesucristo, su Iglesia santa. A todos nosotros, personalmente, Dios nos ha llamado para que cumplamos una misión determinada en nuestra vida terrena, nos ha elegido desde antes de la creación para que seamos santos e inmaculados en su presencia, para que también nosotros llevemos por doquier su mensaje de salvación. Ojalá que sepamos como san Pablo tomarnos en serio nuestra propia vocación. Ojalá vivamos de tal modo aquí en la tierra, que podamos llegar hasta el cielo.

El Cordero de Dios

"Y yo he visto, y he dado testimonio..." (Jn 1,34)

Las orillas del Jordán bullían de muchedumbres venidas de todas las regiones limítrofes. La fama del Bautista se extendía cada vez más lejos. Su palabra recia y exigente había llegado hasta las salas palaciegas, hasta el castillo del rey a quien recriminaba públicamente su conducta deshonesta. Al Bautista no le importó el peligro que aquello suponía. Por eso hablaba con claridad y con valentía a cuantos llegaban. A veces eran los poderosos saduceos, en otras ocasiones fueron los fariseos pagados de sí o los soldados que abusaban de sus poderes. Para todos tuvo palabras libres y audaces que denunciaban lo torcido de sus conductas y que era preciso corregir. Qué buena lección para tanto silencio y tanta cobardía como a menudo hay entre nosotros.

Juan fue fiel a la misión que se le había encomendado: preparar el camino al Mesías. Ello supuso el fin de su carrera, dar paso a quien venía detrás de él, ocultarse de modo progresivo para que brillara quien era la luz verdadera. Sí, el Bautista aceptó con generosidad su papel secundario y cuando llegó el momento se retiró, no sin antes señalar con claridad a Jesús como el Mesías anunciado, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Desde entonces su figura ha quedado vinculada a la del Cordero. Un título cristológico que encierra en sí toda la grandeza del Rey mesiánico y también su índole kenótica o humillante. El Cordero es, en efecto, la víctima inmolada en sacrificio a Dios que Juan contempla en sus visiones apocalípticas desde Patmos. Así en más de una ocasión nos presenta sentado en el trono a ese glorioso Cordero sacrificado, ante el que toda la corte celestial se inclina reverente, y canta gozosa y agradecida.

Por tanto, es a Jesucristo, víctima inmolada y Señor glorioso, al que se representa con el Cordero. Todo un símbolo que se repite una y otra vez, sobre todo en la liturgia eucarística, para que en nuestros corazones renazca el amor y la gratitud, el deseo de corresponder a tanto amor como ese título de Cordero de Dios implica. Es, además, todo un programa de vida, un itinerario marcado con decisión y claridad por los mismos pasos de Jesús. Aceptemos, pues, la parte de dolor y de sacrificio que nos corresponda en la vida y en la muerte. Ofrezcamos nuestros cuerpos como víctima de holocausto que se quema, no de una vez sino día a día y momento a momento, en honor y gloria de Dios. Si vivimos, así la esperanza renacerá siempre en medio de las dificultades, nos sentiremos vinculados al sacrificio de Cristo y, por consiguiente, asociados también a su triunfo.

SEGUNDO DOMINGO

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