sábado, 29 de octubre de 2011

DECIMOCUARTO DOMINGO

DECIMOCUARTO DOMINGO

Monición de entrada

Los mensajeros de la paz.- Se desea y se hambrea la paz. Isaías habla de la paz que alberga Jerusalén como un anticipo de la paz que surgirá de la misma ciudad para todo el mundo (1ª lect.). Los Apóstoles, mensajeros del reino de Dios, son enviados a ser portadores de paz (Ev.). El verdadero mensajero de paz es el que se gloria en la cruz de Jesucristo y lleva en su cuerpo sus marcas (2 Lect).

Canto de entrada.- Juntos como hermanos.

Juntos, como hermanos,

miembros de una Iglesia,

vamos caminando

al encuentro del Señor.

(Cantoral Litúrgico Nacional: n° 403)

Aspersión del agua bendita

o bien:

Acto penitencial.

- Tú, que nos das la paz y haces de nosotros criaturas nuevas.

· Tú, que nos llamas a colaborar en el anuncio de tu Reino de amor.

- Tú, que constantemente intercedes por nosotros ante el Padre.


LITURGIA DE LA PALABRA

Primera Lectura.- "Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz" Is 66,I0-14

¿Visión utópica del profeta?.- El profeta enardece al pueblo de Dios recordándole las promesas de Dios sobre Jerusalén, hacia la que hará llegar como un río la paz y las riquezas de las naciones. Jerusalén es una madre que sacia y consuela a sus hijos.

Salmo responsorial .- Sal 65, l-3a.4-5,l6 y 20.

R/. Aclamad al Señor, tierra entera (Libro del Salmista: pgs. 245-46)

Segunda Lectura.- "Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús" Gal 6,l4-18

Por el camino de la cruz.- Pablo, hecho criatura nueva por la gracia de Dios, sólo quiere gloriarse en la cruz de Jesucristo, con quien se ha unido intimamente hasta llevar en su cuerpo las mismas marcas de la cruz.

Evangelio.- "Descansará sobre ellos vuestra paz" Lc 10,1-12.17-20

Colaboradores del Evangelio.- Lucas nos refiere la misión de los setenta y dos diiscípulos y las consignas que Jesús les dio para su apostolado: oración, pobreza, mensaje de paz y entereza para anunciar el Reino de Dios.


LITURGIA EUCARISTICA

Canto de Comunión.- Los que comemos un mismo pan

Los que comemos un mismo pan,

caminaremos en la unidad:

así el mundo conocerá

que Dios es Amor (2)

(Cantoral litúrgico Nacional: n° 036)


Reflexión:

Hoy abundan los proyectos y programas que ofrecen promesas para resolver los problemas y dar soluciones definitivas.

También nuestro tiempo es testigo del hundimiento progresivo de estas promesas. La historia se fragua entre esperanzas y frustraciones, y se convierte en cementerio de utopías y en cuna de esperanzas marchitas apenas nacidas.

El Reino de Dios llega con los signos y los frutos de la alegría, el consuelo y la paz, por encima de lo que podemos desear y esperar.

El camino es impensable al esquema humano porque la herramienta con que se construye el Reino divino es la cruz.

El discípulo del crucificado confía en que la muerte del grano de trigo da origen a la nueva criatura.

El programa divino pasa por la colaboración de todos los llamados a seguir a Cristo. El cristiano es testigo de la Buena Nueva y colaborador en el anuncio del Evangelio. Su nombre está inscrito en el cielo.


Domingo XIV

Sentir con la Iglesia

"Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis, alegraos de su alegría, los que por ella llevasteis luto. . . " (Is 66,10)

Jerusalén, capital del antiguo reino de Israel, ciudad codiciada por su historia, por su honda tradición religiosa. Disputada aún hoy por árabes y judíos, siendo su posesión un punto que los hebreos no quieren ni siquiera tocar. En la Biblia queda constituida como símbolo de la Iglesia de Cristo, prototipo de la ciudad de Dios. Desde este ángulo tenemos que interpretar los cristianos cuanto se dice en los libros sagrados acerca de Jerusalén. Hoy nos invita el profeta Isaías a exultar con ella, a llenarnos de gozo cuantos la amamos, todos cuantos somos ciudadanos de esta gran ciudad. Mas para gozar con la Jerusalén victoriosa es necesario haber sufrido con la Jerusalén oprimida. Es preciso llorar con la Iglesia cuando la Iglesia llora, sufrir cuando ella sufre. Hay que sentir con la Iglesia, latir al unísono con su corazón de madre.

"Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, asi os consolaré yo. . . " (Is 66,13)

He aquí, dice el Señor, que voy a derramar sobre Jerusalén la paz como un río, la gloria de las naciones como un torrente desbordado. Dios llenará de consuelo a cuantos se encuentren en el recinto de la Iglesia. Como cuando a uno le consuela su madre, dice el Señor, así os consolaré yo a vosotros. Como consuela una madre. No pudo el Señor buscar una comparación más entrañable, más cercana al corazón huérfano del hombre. Como una madre, de la misma forma, con la misma ternura, con el mismo cariño.

Y vosotros lo veréis, sigue diciendo el profeta, y latirá de gozo vuestro corazón, y vuestros huesos reverdecerán como la hierba... Nuevos brotes en estos sarmientos respelados por el paso del tiempo. Nuevos sueños, nuevas ilusiones, un nuevo despertar a la vida de tus ojos, tan apagados ya por los años y las lágrimas.

Presencia de Dios en todo

"Aclamad al Senor, tierra entera, tocad en bonor de su nombre, cantad himnos a su gloria. . . " (Ps 65,1-2)

Es propio del hombre acostumbrarse a todo. Así como es capaz de grandes asombros, así es susceptible de habituarse a lo más asombroso. Lo que en un momento le produjo una emoción honda o un estupor grande, acaba por dejarle indiferente. También ocurre a veces que realidades tangibles que son maravillosas nos pasan desapercibidas al no pararnos a contemplarlas, al no considerarlas con un poco de detención. El salmista exhorta a toda la tierra para que cante en honor del Señor, para que entone la magnífica sinfonía de todas las cosas. Pide que se postre ante el Señor la tierra entera e invite a todos para que vengan a ver las obras de Dios, sus grandes hazañas en favor de los hombres de todos los tiempos. La tierra, a su modo, canta sin duda la sabiduría y el poder de Dios. Cada estación del año tiene su mensaje para los hombres, cada rincón del mundo tiene su secreto de grandeza y de gloria que reflejan el brillo divino. Pero hay que tener la mirada limpia y ver en profundidad para descubrirlo.

"Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna. . . " (Ps 65, 7)

Todo lo ha hecho el Señor en favor de los hombres. Cuanto existe lo ha colocado el Señor en función del bien común para la cria- tura humana. Sin mérito alguno de parte nuestra, somos los predilectos del Creador. Ya en los principios el hombre recibió más dones que todos los demás seres salidos de la mano de Dios. Sólo el ángel le supera en perfección. Pero incluso el ángel está en desventaja respecto del hombre. A éste, después de haber pecado, le concede un redentor, le concede la posibilidad de rectificar y convertirse. A los ángeles rebeldes, por el contrario, los castigó con el fuego eterno. Seamos agradecidos con nuestro Padre Dios que tantas muestras nos ha dado de su amor infinito. Miremos con ojos limpios, con mirada de fe, cuanto nos rodea y elevemos nuestro corazón a lo alto para dar gracias, para suplicar perdón y misericordia. Recordemos con frecuencia los beneficios divinos y vivamos en continua acción de gracias.

Con pena y con gloria

"Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz. . . " (Gal 6,14)

Todos los hombres tenemos algo de que gloriarnos. Y si no lo tenemos en realidad, nos inventamos algo que sea un motivo de gloria personal. Cuántas veces, de modo directo o de forma indirecta, nos gloriamos de nosotros mismos, aprovechamos cualquier motivo para hablar de nuestros éxitos o de nuestras cualidades. San Pablo nos enseña con su propio ejemplo cual ha de ser el principal motivo de gloria para un buen cristiano Ese motivo es la cruz de Cristo, en la cual nos dice el Apóstol que el mundo está crucificado para él y él para el mundo. Sus palabras también han de cumplirse en nuestra historia de hombres que creen en Cristo.

En esa cruz hemos de crucificar nuestro egoísmo, nuestra vanidad, nuestro orgullo, nuestra lujuria, nuestra envidia, nuestra ambición. Nosotros mismos hemos de vivir crucificados, cosidos a la cruz por la fuerza del amor. Vivir "cristificados", identificados con Cristo, dando nuestra vida en favor de los demás, hasta derramar nuestra sangre, si fuera preciso, como Él la derramó.

"La paz y la misericordia de Dios venga sobre todos los que se ajustan a esta norma. . . " (Gal 6,16)

La paz y la misericordia de Dios, la serenidad y la bondad infinita del Señor para cuantos se ajustan a esa norma, la de vivir muriendo clavados en la cruz de cada día con los clavos del amor. Esta doctrina nos sugiere, sin duda, una situación incómoda y molesta, nos da la impresión de que un gran dolor y sufrimiento nos hará la vida imposible. Y, sin embargo, es todo lo contrario. La cruz nos trae el gozo y la paz, la dicha de saberse hijos de Dios, la alegría de sufrir con Cristo y redimir nuestra propia vida y la de los demás... Son las paradojas de Dios. Lo que al hombre le parece horrible, para el Señor es un medio de salvación y de gloria. Pablo creía firmemente que esto era verdad y lo llevaba a su vida de manera vibrante y honda. Esa es la única explicación de su gozo y su paz en medio de las persecuciones y dificultades por las que tuvo que pasar. Para él no había otra cosa de la que gloriarse. La cruz de Cristo. Él supo descubrir el valor de la tribulación, de esa cruz que era su pena y su gloria.

La mies es abundante

"¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. . . " (Lc 10,3)

Dios que nos creó sin necesidad de nuestra colaboración, pudo salvarnos también sin que nosotros interviniéramos. Sin embargo, no ha sido así. En la nueva creación que supone nuestra redención, el Señor ha querido que fuéramos colaboradores suyos, que tuviéramos una parte, e importante, en la tarea de nuestra salvación y en la de todos los hombres. En efecto, como dice san Agustín, Dios que nos creó sin nosotros nos nos salvará sin nosotros. Cuando Jesucristo redime al hombre le llama a una vida so- brenatural que implica una respuesta y un compromiso. Así Dios toma la iniciativa en la llamada, pero el encuentro salvador no se realiza sin la respuesta del hombre. Además de esta participación en la propia salvación, los hombres, porque Dios lo ha querido, tenemos también una participación en la salvación de los demás. En primer lugar llamó a los doce apóstoles para que predicaran el Evangelio, pero también llamó a otros setenta y dos para que fueran delante de Él anunciando su llegada a la gente, preparándolos para recibir al Señor. Aquello no fue más que el principio de una larga historia que se ha venido prolongando a lo largo de los siglos. Hoy, de modo particular, se insiste en la responsabilidad de todos, también de los laicos, en la obra de la salvación por medio de la predicación del Evangelio. Así se ha hablado mucho de la llegada a la edad madura de todo aquel que ha sido bautizado. Se ha profundizado en la responsabilidad personal e instransferible que tiene cada creyente en difundir el mensaje de Cristo, según su propio estado y condición. Es cierto que el modo de predicar el Evangelio en el caso de los seglares no ha de consistir en predicar en las iglesias, o en subirse al ambón a leer una de las lecturas de la misa. Eso está bien -si se hace bien-, pero la responsabilidad de predicar el Evangelio tiene un alcance mucho mayor, una repercusión más comprometida y costosa. Se trata de predicar sobre todo con el ejemplo, dando un testimonio sincero de vida cristiana y dando la cara cuando sea preciso por la doctrina de Cristo.

Las palabras de Jesús siguen teniendo vigencia. También hoy es mucha la mies y pocos los obreros. Hay que reconocer que en el mundo que vivimos es mucha la tarea y escaso el número de los que son responsables, con seriedad, en esta empresa de transformar el mundo según la mente de Cristo. De ahí que hayamos de rogar, una y otra vez, al dueño de la mies para que envíe obreros a su mies, para que despierte la conciencia dormida de tantos como se dicen cristianos y no lo son a la hora de dar la cara por Cristo, en esos momentos en los que hay que ir contra corriente y defender a la Iglesia y al Papa, confesar sin ambages, con obras sobre todo, nuestra condición de cristianos.


DECIMOCUARTO DOMINGO

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