viernes, 10 de diciembre de 2010

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN: "INTRODUCCIÓN





8 de diciembre de 2003



Día de la Inmaculada Concepción





Me insta nuestro Señor a escribir este nuevo libro, cuyo contenido está basado en todo lo que me fue revelado durante casi dos meses y medio.

Por mucho tiempo no supe cuándo ni cómo debía comenzar a escribir este testimonio; aunque estaba segura de que lo haría en una fecha de gran importancia para la historia de nuestra Salvación.

Y resultó ser justamente hoy, cuando la Iglesia conmemora el día de la Inmaculada Concepción de aquella Mujer, que con Su “Sí” hizo que se cumpliera el mayor acto de Misericordia de Dios para con los hombres: la venida de nuestro Redentor al mundo.

Este pequeño libro contiene nuevas enseñanzas acerca de las Palabras de Amor y Sabiduría, de Abandono a la Voluntad del Padre en medio del más atroz dolor, de Piedad y Misericordia hacia la humanidad, de Valentía y de Donación al hombre.

Estas son las últimas horas de Jesús en la Cruz y que hoy son recreadas, con el objeto de que medites sobre ellas, que profundices y vivas junto a nuestro Salvador los últimos momentos de Su vida como Hombre, antes de retornar al Padre y enviarnos al Espíritu Santo.

A Este Santo Espíritu de Dios encomiendo nos guíe a través de estas páginas, suplicando Su asistencia y consagrándole mi pobre trabajo, para que de alguna manera pueda ayudar en la salvación de las almas.

“Cuando llegué al Gólgota, Me encontré con que acababan de crucificar a dos reos. Gritaban, se retorcían y Me inspiraban lástima, a Mí que estaba en peor condición física que ellos…”, me había dicho el Señor al empezar mi meditación de aquel Primer Viernes.

Pude ver cientos de personas, hombres que iban a ser crucificados, caminando lenta pero desesperadamente, gritando, blasfemando; con los ojos llenos de terror y de odio, de deseos ciegos de venganza. No iban todos juntos, me daba cuenta de que eran escenas de distintos días y horas. Pero había un común denominador en ellos: todos eran condenados a la cruz, y casi todos decían las mismas palabras y proferían similares insultos y amenazas a quienes se habían convertido en sus verdugos.

En más de tres ocasiones vi que se acercaba uno o varios soldados a alguno de estos condenados y sacando un cuchillo o espada le cortaba la lengua para que se callase, y todo aquel camino hacia la muerte, se hacía aún más horrible y doloroso.

Apareció ante mis ojos la escena del Viernes Santo. Este condenado a muerte era distinto. Golpeado… mil veces más herido que cualquier otro, coronado con un casco lleno de espinas largas que habían destrozado su piel, incrustándose en su carne; lleno de sangre y polvo, afiebrado, temblando y con los ojos muy irritados por el sudor y las heridas; pero Su mirada estaba llena de paz, de piedad, de tristeza, y en ciertos momentos hasta se percibía en ella alegría, cuando volvía a Él la certeza de que ese sufrimiento salvaría a la humanidad de la muerte eterna.

Los otros insultan, maldicen, se retuercen. Él calla, no sale una queja de su boca, tan solo bendiciones y palabras de perdón. Contrariamente a lo que nos dirían los valores de este mundo, podía verse claramente que Él es el Gran ganador, el Vencedor de la muerte; sus verdugos son los pobres instrumentos del demonio, quien junto a Judas, es el gran derrotado.





PRIMERA PALABRA



Cuando le arrancaron la ropa, todos esperaban en absoluto silencio que Aquel Hombre se rebelara o que pidiera perdón, misericordia ante sus adversarios. Unos esperan eso, que Él se rebele o suplique el perdón para aquella sentencia. Otros esperan que, como Hijo de Dios que dice ser, le suplique a Su Padre que haga llover fuego del Cielo, para castigar a quienes lo maltrataron tanto. Parece haberse detenido el tiempo para ellos, sin embargo Este Hombre apenas mueve los labios: silenciosamente, reza…

Pero hay cuatro personas que esperan otra cosa: Juan, María Magdalena, María de Cleofás y la Virgen María. Y me parece que Jesús también espera algo distinto… También Él…

Esperan ver a aquellas personas que fueron sanadas por esas Manos que ahora están siendo traspasadas. ¿Dónde están aquellos que escucharon Sus enseñanzas en el Monte de las Bienaventuranzas? ¿Dónde, aquellos que recibieron el perdón de Sus labios? ¿Dónde están los hombres que convivieron con Él por casi tres años?... ¿Dónde están los que Él había resucitado en el cuerpo y en el alma?

Lo que veo me lastima y sé que estoy lagrimeando. Entonces escuché la voz de Jesús, que habló y me dijo que no había pensado únicamente en ellos, sino en toda la humanidad; en todos nosotros, los de ayer y de hoy, aquellos que, a pesar de haberlo conocido y recibido tantos beneficios de Él, un día habrían de darle la espalda: unos por cobardía, por temor a la persecución, otros por miedo a las burlas por aceptarse Cristianos, otros por comodidad, otros porque creen que todo lo merecen y su egoísmo no los lleva sino a pensar en sí mismos. La mayoría, por indiferencia, por tibieza o por incredulidad y falta de fe.

Entonces me repitió las Palabras del Evangelio: “…y no tengas miedo, pues no hay nada oculto que no llegue a descubrirse. Lo que te digo de noche, dilo a la luz del día y lo que te digo al oído, predícalo desde las azoteas…”

Por eso estoy aquí escribiendo, ayudada por Él, para que no estés entre aquellos a quienes Jesús se refiere con tanto dolor.

Habían terminado los soldados de colocar a Jesús sobre la Cruz. Hasta unos minutos antes, sólo se había escuchado el golpe de los clavos, primero amortizado por Su Carne virginal y luego secos, contra el madero. Él no contestaba, Él perdonaba, Él rezaba y el silencio crecía en las gargantas esperando las primeras palabras o los alaridos del crucificado.

Cuando levantaron la Cruz en alto, el llanto de las mujeres rompió el silencio y entonces comenzó nuevamente el horror: los gritos, los insultos, las burlas, los escupitajos, ¡El desafío a Dios, en ese preciso instante en el que se enfrentan el odio y el Amor, la soberbia y la Humildad, lo diabólico y lo Divino, la rebelión y la Obediencia a la Voluntad de Dios!

Jesús me miró, y fue como si Sus ojos claros me levantaran, me despertaran de mis despojos para sentir que me perdía en la profundidad de aquel dolor… Comenzó a hablarme nuevamente, Sus Palabras hacían eco en mi corazón, como si de pronto se hiciera un enorme agujero. Tristemente dijo:

“Fui sometido a un juicio en el que no tenían de qué acusarme, puesto que nada malo había hecho. Jamás hubo en Mi boca una mentira, y aún los falsos testigos que fueron convocados ante ese juicio infame, para hablar en contra de Mí, carecían de toda coherencia en sus testimonios. Mi único pecado y la causa de Mi condena a muerte fue el afirmar algo que no podía haber negado ante nadie, que era el Hijo de Dios.”

Calló y yo sentía que estaba quebrada ante aquel tormento moral y físico. ¡Cuántas cosas pasaban por mi mente en segundos! ¡Cuántos sentimientos que tal vez nunca podré explicar!

Poco después Su voz, con un tono varonil y calmo, con Palabras entrecortadas, despertó mi tiempo y escuché lo que tal vez nadie de los que allí estaban esperaba oír de labios de este condenado a muerte:



“Padre, perdónalos, porque
no saben lo que hacen…”



Todos quedaron mudos ante estas Palabras, muchos de ellos estremecidos por el impacto, acababan de reconocer ante Quién se encontraban.

¡Qué injusta ironía! Su sentencia fue por proclamarse Hijo de Dios. Porque osó llamar a Dios “Padre”, “Abba”, o amado Papá, “Papito”, como muchos diríamos hoy. Por eso lo han sentenciado… Y sin embargo está pidiendo a Su Padre, que tenga Misericordia para Sus verdugos.

Está pidiendo que ese grave pecado no les sea tenido en cuenta por Su Padre Dios. Y con este acto está dejando el mejor ejemplo de todo lo que transmitió en Sus años de predicación: Esta dando testimonio vivo, en los hechos, de lo que nos enseñó: Amar y pedir por los enemigos, por los que nos hacen daño.

Las Palabras que un día se oyeron de Sus labios en el Monte de las Bienaventuranzas, las estaba convirtiendo en hechos ahora, en el Monte llamado “Gólgota” o “de la Calavera…”

¡Cuánto había gozado satanás con la Pasión del Hijo de Dios! Sin embargo, si antes lo había hecho reír el dolor de Jesús, ahora con estas Palabras aullaba de ira, corriendo a meterse en aquellos monstruos que torturaban al Hijo del Hombre, a Aquel Hombre, por Quien “el ángel malo” o “diablo” fue echado del Cielo.

De este modo quería conseguir que la crueldad de los verdugos aumentase contra Jesús, al punto de desafiarlo y tentarlo a que se bajara de la Cruz. Ese hubiera sido el triunfo del demonio: que Jesús aceptara el desafío y con ello cayera en la tentación de la desobediencia y la soberbia.

El enemigo de las almas se retuerce de rabia porque se ha cumplido la sentencia: el Hijo de la Mujer del Génesis, estaba pisando su cabeza contra el suelo al ganarnos la entrada al Cielo y no con espadas ni armas; no con tanques ni aviones de guerra, como se ganan las batallas en la tierra para justificar nuestras miserias, sino con un Hombre destrozado en esa Cruz…

Ese Hombre que, así como perdonó a Pedro, a la mujer adúltera, a la Magdalena y a tantos otros… de la misma manera pide perdón humildemente al Padre, para enseñarnos que la dulzura y el amor pueden más que la soberbia, que las humillaciones a los demás, que el látigo, la postura autosuficiente y la prepotencia.

Para enseñarnos que al noble, al sabio y al Santo se los reconoce por su sencillez y humildad y no por sus gritos o posesiones terrenas; por su calidad al aceptar el sufrimiento y no por hacer sufrir a los demás.

No, no hay Misericordia para Él. Pero Él sí pide Misericordia para ellos, para todos nosotros los hombres y mujeres, desde Adán y Eva hasta el último hombre que nacerá antes del fin del mundo.

Sabe que de este profundo dolor nacerá una Iglesia; ese es el grande y sabroso fruto -consecuencia feliz de la mezcla de agua y sangre que luego manará del Costado abierto- fruto de Amor de quien está dejando dos mandamientos en los que se resumen los diez dados por Su Padre también en otro monte: en el Sinaí a Moisés.

Si tú cumples esos dos mandamientos, se derramará sobre ti todo un río de Misericordia y serás salvado. Hay una sola condición para ganar esa Misericordia: “AMAR A DIOS POR SOBRE TODAS LAS COSAS Y AMAR A TU PROJIMO COMO A TI MISMO”. Él no Ha venido a abolir las leyes de los Profetas, sino a dar cumplimiento de ellas. Toda Su vida no ha sido otra cosa que dar cumplimiento a las profecías que sobre Él se dijeron en tiempos anteriores. Desde Su concepción en el vientre puro de una doncella…

A los seres humanos nos ha costado tanto aceptar diez reglas a cambio de tanto Amor, de tantas bendiciones, del don de la vida, de la libertad de elección… que Dios mismo Ha decidido encarnarse en un vientre humano para demostrarnos que sí se pueden cumplir esos mandamientos.

Pero como nuestra miseria y egoísmo son tan grandes, Ha dado un paso más a favor nuestro, Ha decidido simplificarnos las cosas: nos dice “Reconoce que tienes un solo Padre al que debes amar por sobre todas tus comodidades, por sobre todos tus seres queridos, por sobre todo el poder, el honor y el placer que te pueda ofrecer el mundo, y trata a los demás como si fueras tú mismo.”

“Ámalos con el mismo amor con que te amas, no menos. Respeta a los hombres y mujeres con el respeto y consideración que exiges de los demás. Sé capaz de dar todo lo que pides para ti y no hagas con los otros lo que no quisieras que hagan contigo…” Así de simple, así de sencillo, para que aún los niños y los que no son letrados, lo puedan comprender.

Yo sé que a este punto de tu lectura, hermano, sabrás que esto no va a ser fácil, no es empresa pequeña el despojarse de todo en favor de los otros: ¡Es heroísmo! De eso se trata precisamente la búsqueda de la santidad, y todo bautizado debe buscar el ser santo.

Si has tenido el valor de aceptarlo, no permitas que nada se interponga en tu camino. Vas a encontrarte con momentos en los cuales muchas circunstancias y demasiadas personas –queridas y no queridas, conocidas y desconocidas; de tu mismo credo y de otras religiones, de tu misma Patria y de otros pueblos- intentarán detenerte. Este es el momento en el que la virtud de la perseverancia es tan necesaria.

¿Cómo lo harás...? Tienes la certeza de que Jesús te ha dejado una Iglesia, para que te guíe cuando no sepas por dónde ir, te levante cuando estés caído, te perdone en Su Nombre; te acoja cuando busques albergue para tu alma, te forme con Su Palabra y te nutra con Su Cuerpo y con Su Sangre… Para que puedas convertirte en una prolongación Suya, en una diáfana manifestación de Su Presencia viva, para que irradies esa claridad y resplandor que es sello de quien es Testigo, de quien ha recibido los destellos de Su Luz y de Su Amor.

No pueden salvarnos nuestros méritos, porque no los tenemos ante la inmensidad de la Omnipotencia Divina. No vamos a salvarnos porque fuimos buenos padres, hermanos, hijos o amigos. Esa es nuestra obligación. Seremos salvados porque Jesús Fue, Es y Será el Amor y está a la espera de que así lo aceptemos. Este Amor, con Sus infinitos méritos Ha ganado el perdón para nosotros, lo Ha pedido a Su Padre desde la Cruz.

Muchas veces es tan grande el reproche de nuestra conciencia por un pecado cometido, o por toda una vida de pecados, que no pensamos que Dios pueda perdonarnos, que ya nos ganó el perdón, clavado en la Cruz del Amor…

Jesús dijo que cuando pidamos el perdón de nuestros pecados durante la oración del Padrenuestro, recordemos que Él fue capaz de pedir el perdón para nosotros porque jamás sintió rencor contra nadie…

Sólo un alma sencilla y humilde es capaz de pedir perdón por las ofensas de los enemigos. Eso requiere de mucho valor y entrega, que es la fórmula para despojarse de los bajos instintos que buscan lo ordinario: la venganza, el hundir a los otros para tratar de sobresalir o al menos salir a flote uno mismo...

¡Ah, pero eso sí! Absolutamente todos, estamos obligados a perdonar las ofensas que nos hacen, en la medida en que queremos que Dios nos perdone.

Si decimos que “perdonamos pero que no olvidamos”, estamos pidiendo al Padre que haga lo mismo con nosotros. Si, por el contrario, de corazón perdonamos las ofensas que nos hacen y al rezar pedimos que Dios nos perdone, así como lo hacemos, entonces sí estamos en condiciones de suplicar que, al haber actuado con Misericordia, Dios nos otorgue Su Misericordia.

Jesús dijo después: “En Mi Corazón atormentado por el sufrimiento, hubo un sentimiento de piedad por otro ser que sufría cerca Mío: el hombre que estaba crucificado a Mi derecha, Dimas, llamado ‘el Buen Ladrón’. Me contemplaba con piedad, él que estaba también sufriendo.”

“Con una mirada aumenté el amor en ese corazón, pecador, sí, pero capaz de sentir piedad por otro hombre. Ese malhechor, ese bandido que pendía de una cruz fue otra Magdalena, otro Mateo, otro Zaqueo… otro pecador que Me reconocía como al Hijo de Dios… y por eso quise que Me acompañara en el Paraíso aquella misma tarde, para estar Conmigo cuando Yo abriera las puertas del Cielo para dar entrada a los justos.”

“Esa era Mi Misión y esa es la misión de ustedes: abrir las puertas del Cielo para los pecadores, para los arrepentidos; para los hombres y mujeres que son capaces de pedir perdón, de poner su esperanza en la existencia de la vida eterna y colocarla junto a Mi Cruz…”

“Dimas, el Buen Ladrón a Mi derecha y Gestas, ‘el Mal Ladrón’ a la izquierda. El de la izquierda lleno de odio, el de la derecha, cambiado en un instante, al escucharme decir aquellas Palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

“Ese hombre, ante Mi Presencia serena, sufriente sí, pero no desesperada -la Presencia del portador de la Paz- sintió quebrarse muchas cosas dentro de él. Ya no quedaba lugar para el odio, no había lugar para el pecado, para la violencia, para la amargura.”

“Sólo un corazón bueno es capaz de reconocer lo que viene del Cielo y Dimas lo estaba reconociendo ante sí. Yo pedía perdón para quienes Me estaban crucificando, estaba clamando Misericordia para los pecadores como él y su pequeña alma se abrió para aceptar esa Misericordia.”

“Por eso, cuando oye decir a Gestas, el Mal Ladrón burlándose de Mí, que si Yo era el Hijo de Dios Me salvara y los salvara también a ellos, Dimas siente temor de Dios, sabe que la vida de ellos ha sido miserable, tan sucia que tal vez merecían un sufrimiento mayor del que estaban pasando.”

“Ese temor, ese reconocimiento de la Luz que brillaba frente a él, lo hace contestar: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste, nada malo ha hecho.”

En este punto, el Señor me permitió presenciar la mirada que Él cruzó con el Buen Ladrón. Una mirada de gratitud, una mirada de perdón, la mirada de un padre que se siente complacido con la respuesta de su hijo.

Hay una nueva escena ante mis ojos, y comprendo que Jesús me permite ver lo que estaba recordando, lo que había sucedido no mucho tiempo atrás, cuando Él comenzó a convivir con Sus discípulos… Veo a Jesús eligiendo a Sus seguidores. Uno a uno, los mira, profundamente, amorosa pero firmemente, con mansa autoridad, aquella autoridad que no es prepotencia, sino el fruto de una convicción ante la que nadie puede negarse, y los invita a seguirlo.

De aquellos días, dijo Jesús: “Quise que fuesen Mis discípulos, Mis hermanos, Mis amigos. Es uno mismo quien elige a sus amigos y Yo elegí a los Míos… ¡En cuántas oportunidades tuve que poner paz entre ellos para enseñarles el valor de la amistad! Aún hoy trato de enseñarles a los hombres el sentido comunitario y agápico de esta relación: amistad Conmigo y con los demás.”

“Los amaba, no sólo como Dios, sino también como Hombre. Podía conversar con ellos, podía jugar con ellos, y de hecho, lo hice… Cuando bajábamos a bañarnos en el río, jugábamos echándonos agua, como niños. Tirábamos piedras, como en un concurso y festejábamos con aplausos y risas las piedrecillas que más velozmente y más lejos saltaban.”

“Trepábamos a los árboles, como lo hace cualquier joven. Hacíamos carreras, subíamos a los montes para orar o para comer nuestra pequeña merienda. Compartíamos anécdotas y risas, como todos los hombres lo hacen cuando viven en comunidad, pero siempre concluíamos esos encuentros con una oración de gratitud al Padre, por permitirnos vivir aquellos momentos.”

“Tampoco fueron pocos los días en que no teníamos tiempo ni siquiera para comer, pero siempre procuré hacer las tareas de ellos para que apreciaran el ejemplo. Mi alimento era hacer la Voluntad de Mi Padre, ese era Mi objetivo, Mi descanso, Mi felicidad...”

“Podía instruirlos y escuchar sus inquietudes, sus secretos, y aunque veía en el fondo de ellos, Me sentía feliz de que quisieran hacerme partícipe de su intimidad. A Mi vez, les di tanto amor, paciencia, instrucción, abrazos… Todo lo que puede darse a un amigo… Pero, no era suficiente, debía dar la vida por ellos y no dudé en hacerlo.”

“Por eso estoy clavado agonizando en esta Cruz, por ellos, por todos ustedes…”

¡Dios mío, cuánto dolor y cuánto Amor! Vi resbalar dos lágrimas de los grandes ojos de Jesús y hubiera dado la vida por secarlas con mis labios. ¡Tan dolorosas y llenas de Amor! Entonces comprendí que nadie merece las consideraciones de Jesús. No las merecieron Sus discípulos y amigos entonces, no las merecemos nosotros hoy.





Segunda Palabra



Jesús estaba solo y en ese momento encontraba en Dimas todo el amor que habría querido encontrar en Sus Apóstoles. Aquel hombre hasta se había atrevido a defenderlo, mientras los otros, los que Él amaba, excepto Juan, cobardemente habían huido para no comprometerse y caer junto a Él.

Tal parecía que los suyos, en más de 2 años no habían sido capaces de creer verdaderamente en Sus Palabras, de lo contrario estarían allá, junto a Él.

Este hombre, Dimas, en unos minutos había creído en Su parte Divina, con oír de sus labios unas palabras, una súplica al Padre; había descubierto la Verdad y el Camino hacia la Vida…

Estaba viendo a Jesús agonizar, con la Paz de los que no tienen nada qué temer, con la Esperanza de los que saben que hay algo en qué esperar. Dimas quiso creer en ese “algo” porque estaba frente a la Esperanza misma.

Con mucho cansancio por el esfuerzo y por el dolor, pero con la emoción de haber visto la Luz, pronunció las palabras que lo llevarían a la santidad: “¡Jesús, acuérdate de mí cuando estés en Tu Reino…!”

Esas palabras equivalen a las que hoy decimos en el confesionario “Padre, perdóneme, porque he pecado”

La noche anterior, mientras Jesús sufría el principio de Su Pasión para salvar a pecadores como cada uno de nosotros y como Dimas, el “buen ladrón” no sospechaba siquiera que saldría de su prisión insultado, escupido, repudiado, en calidad de “un maldito más”, para encontrarse con la Fuente del Amor Misericordioso. Ignoraba que al atardecer llegaría al Palacio del Rey de Reyes, del brazo del Príncipe de la Paz.

Y Jesús miró en ese malhechor al amigo. Porque amigo es aquel que confía en uno, que le entrega su confianza sin temores. Amigo es aquel que se apiada de ti en tus momentos de sufrimiento, no aquel que añade sal a tus heridas…

Amigo es el que quiere permanecer a tu lado y llegar contigo hasta el final, sin escuchar los gritos de los condenados, de los que acusan, injurian, insultan y quieren verte morir de la forma más terrible, porque su corazón está lleno de crueldad.

Esa mirada de Jesús reemplazó el abrazo que ansiaba darle, así como hoy abraza a todo aquel que le confía y consagra su alma. En medio de Sus lágrimas y espasmos, sonrió y con una voz llena de ternura prometió:



“En verdad te aseguro que hoy mismo

estarás Conmigo en el Paraíso”



Una vez más, Jesús tendiendo Sus brazos amantes al pecador; ensalzando aún por encima de los justos al que se arrepiente y humilla.

En efecto, no va a ser el más santo de los que hasta ese día murieron quien entre primero en la Gloria. Ni siquiera van a ser los Profetas y Mártires quienes ocasionen la “fiesta en el Cielo.” Es un ladrón, un asesino tal vez, un hombre repudiado por la sociedad… el primer Santo canonizado en vida y por el mismo Jesús: “San Dimas”.

Dicen que los polos opuestos se atraen: La pobreza cautiva al Señor, la miseria lo atrae, el pecador es Su gran desafío. Por eso se abajó hasta nuestra condición humana, para que unidos a Él nos liberásemos de toda atadura. Por eso, nuevamente se encuentran las dos orillas: de un lado las manos vacías del hombre y del otro, el Amor Infinito de Dios. Dos orillas tan sólo unidas por dos sentimientos, por dos actitudes: la humildad y la Misericordia, que juntas construyen siempre el puente de la salvación.

¡Dichoso tú, Dimas, que fuiste merecedor de la primera gota salvífica de la Sangre del Redentor, tan sólo por la fuerza de tu Fe y Su infinita Misericordia! Feliz tú, hermano mío, que no ocasionaste a Jesús la decepción que le proporcionan hoy muchos de aquellos que deberían reconocer Su voz y amarlo más.

Bienaventurado tú, Buen Ladrón, que fuiste capaz de olvidar tus sufrimientos, para compadecerte de otros.

Por eso mereciste la Gracia de que Dios mismo te diera la absolución, transformando tu pecado en hoguera resplandeciente del Amor Divino: porque fuiste valiente aún para dar una enseñanza a tu compañero Gestas y por tanto, desde tu cruz, estabas evangelizando, a ejemplo de Aquel a quien acababas de conocer.

Así pues Dimas estaba dando a su compañero, todo su patrimonio a la hora de la muerte; le ofrecía todo cuanto poseía: fe, una fe nueva pero firme; la esperanza en la Misericordia del Señor para obtener la vida eterna y la caridad, al invitarle a compadecerse con el Sufriente.

Ahora me pregunto y pregunto a todos mis hermanos: ¿Y nosotros, qué somos capaces de dar por este Amor que se entrega para salvarnos? ¿Tal vez lo que nos sobra...?

Y nos sentimos “generosos” cuando damos algunos alimentos o vestuario u otro tipo de ayuda material a quienes más la necesitan, pero... ¿Cuántas veces estamos conscientes de que es obligación nuestra el dar a nuestros hermanos algo más que pan y ropa?

No me cabe la menor duda, estas cosas son necesarias y mucho más en tiempos de carestía, de hambre o de dificultades, pero tendremos que tener presente que “no sólo de pan vive el hombre…”

Y si estamos conscientes de que las riquezas materiales, o el tener mucho qué comer y beber, no producen la felicidad verdadera en el hombre; que existe una permanente insatisfacción en los que viven en la lujuria, en la avaricia y otras concupiscencias de la carne...

Si aprendimos que la fama y los honores no nos conducirán a la verdadera felicidad, porque son glorias efímeras, transitorias...

Si comprobamos que no es imprescindible ni la salud del cuerpo, ni la risa grosera y el bullicio, ni las amistades únicamente mundanas, para vivir feliz de verdad….

¿Por qué no estamos llevando a Dios a nuestros hermanos, por qué no les estamos llevando Su Palabra, el Amor que hemos conocido, la Fe que nos hace testigos? ¡No nos damos cuenta de la gravedad de nuestra omisión!

Dios ama a quien da con alegría. Dios cubre nuestras necesidades. Cuando damos con felicidad, con alegría, nuestra fe y nuestro amor, entonces estamos llenos, como un granero inmenso del cual otros podrán venir a recoger buen grano para llevarlo, a su vez, a los más necesitados.

Durante uno de los encuentros que tuvimos en estos días, al llegar a este punto Jesús me dijo: “El núcleo de Mi Mensaje fue esa felicidad de la que Yo gozaba y que era fruto del Amor y la entrega a Mi Padre y a ustedes, los hombres. Todo lo que dije e hice, fue para que de Mi profunda alegría se contagiasen también los demás; para que el gozo de Mis discípulos fuese verdadero y llegase también a su plenitud, como el Mío.”

“Hija Mía –continuó el Señor- esta dura lucha que Estoy viviendo, con la carne lastimada que clama sus derechos, con las tinieblas que se ciernen a Mi alrededor y lejos de aquellos por quienes doy la vida, hacen que sienta una angustia de muerte, llevando en Mi Ser todo el Amor que siento por las criaturas que esperan redención. La angustia y la pena añaden dolor a Mi Cuerpo, cada vez más debilitado por toda esta sangre que se escurre por Mi piel a consecuencia de esta durísima prueba.”

“Felices de ustedes, los que aceptan compartir Mis dolores y Mis amores; dichosos quienes aceptan voluntariamente esta comunión con Mis sentimientos más hondos, este compenetrarse con Mis deseos de entrega más profundos; este vivir Mi misma condición de crucificado en la extraordinaria lección que no se acaba nunca.”





Tercera Palabra



Mi Señor levantó un poco la cabeza como queriendo liberar Sus ojos de la sangre que entraba en ellos, para mirar una vez más a esos dos seres que tanto había amado y que ahora se quedaban como testimonio Suyo: Su Madre y Juan, el hermano, el amigo, el hijo... quien, tal vez por ser el más joven y el más puro entre los Apóstoles, se identificaba mejor con Jesús.

Precisamente Juan, después escribiría el Evangelio del Amor de Dios y hablaría de María, la Mujer del Génesis: la Madre del Hijo de Dios, la “Llena de Gracia”, la perfecta colaboradora, discípula y a la vez educadora de Jesús. María, nuestra amorosa y dulce Madre.

Jesús me dijo en ese instante: “Cuando hablé en la montaña aquel día sobre las Bienaventuranzas, tenía a Mi Madre frente a Mí, escuchando atenta, aprendiendo… -Felices los pobres en el espíritu… Felices los puros de corazón… Felices los humildes y sencillos… Felices los que sufren y lloran… Felices los que son odiados y perseguidos por mi causa…- Y pensaba en todos los hombres que serían llamados Bienaventurados o Felices, tomando como modelo a María.”

En ese momento, Ella se acercó más hacia la Cruz donde estaba clavado ese Cuerpo que era carne de Su carne. Sabiendo que quedaba poco tiempo, María le dice interiormente: “¡Hijo Mío y Señor Mío, llévame Contigo…!”

Jesús la miró con una ternura y un dolor inefables. Ahí estaba Ella, la Mujer del Génesis, la Mujer de las Bodas de Caná, la Mujer del Apocalipsis; la Mujer que había sido destinada, elegida, formada para ser Su Madre en la tierra...

Esa mirada de Jesús reclama de todos un respeto profundo y verdadera piedad por quien ahora está viviendo los dolores profetizados por Simeón en el Templo el día de Su Presentación... ¡Una espada está atravesando su alma!

Después de haber tenido la visión de ese momento, el Señor me dijo: “Mi Madre estuvo siempre destinada a ser la Mujer que con Sus sufrimientos Me ayudaría en la redención de los hombres... Deben saber que aquel día, en la Boda de Caná, cuando le dije que no había llegado aún Mi hora, me refería precisamente a este momento: la hora en la que Me marcharía para que Ella continuase Mi Obra en la Iglesia que nacería de Mi Costado.”

“Quiso el Padre convertirla en Madre del “Fruto” de Su Amor, Yo quise convertirla en Madre del Fruto de Mi Pasión y Mi Cruz: Mi Iglesia. Madre de la Iglesia y Madre de los que creen en Mi Nombre y se hacen Hijos de Dios.”

“Esta Mujer, que habiendo dicho Sí a la Voluntad del Padre cuando le fue anunciada Mi Encarnación, que toda Su vida no fue otra cosa que un ‘Sí’ al Divino Querer, va a convertirse ahora en la primera cosechadora del fruto del grano de trigo muerto. Y para ello tendrá que ser igual a Mí en Misericordia para con el mundo.”

“Ya lo ves, pequeña nada, ahora contemplando este momento puedes comprender con mayor facilidad por qué el sufrimiento humano tiene sentido cuando es sobrellevado por amor, queriendo dar cumplimiento a la Voluntad Divina; y es que el mayor dolor, por intenso que sea, no mengua la felicidad en el corazón de alguien que se dulcifica con el mayor Amor”

“La verdadera felicidad radica en el amor a Dios y como consecuencia a los hombres. Un amor que es donación generosa, capaz de dar la misma vida por agradar al Padre.”

“Ha llegado Su hora y Mi hora: Yo vuelvo al Padre, pero Ella deberá quedarse y suplicar como Yo suplicaba para que no se pierdan los Míos. Debía decirle, debía recordarle que era la Mujer del Génesis, que si bien Nuestros Corazones se estaban desgarrando de dolor, Yo debía marcharme y Ella quedarse para que se cumpla la sentencia de Dios: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje; él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar.” (Gen 3,15)

“Di a todos Mis hijos que postren su corazón ante esta meditación, porque es uno de los momentos más culminantes en la historia de la salvación del hombre. Voy a encomendar la humanidad a la queserá ‘Medianera’ entre el hombre y Yo.”

“Ha llegado la hora del Génesis, la hora de completar el milagro iniciado en Caná. Es el momento en el que debo pedirle que adopte a Juan y en él, que adopte por hijos Suyos a todos los hijos de Dios, a todos Mis hermanos. Mi camino se transformó en Su camino, y deberá beber hasta la última gota del cáliz amargo del sufrimiento: Está entregando a Su Hijo por cumplir la Voluntad Divina y deberá convertirse en Madre de la humanidad; pero luego la humanidad, representada en Mi Iglesia, repetirá Sus laudes y Su gloria resplandecerá cuando el Universo se incline ante la Reina de todas las virtudes.”

“Es preciso que nuevamente Su Corazón Inmaculado se abra a la Voluntad Divina y Su obediente Amor sea más fuerte que Su humilde Dolor… Ella debe recordar que es la Mujer de ayer, de hoy y de mañana: Antiguo Testamento, Evangelio y Apocalipsis…”

“Es preciso que Ella tenga un nuevo parto:”



“Mujer, ahí tienes a tu hijo…

Hijo, ahí tienes a tu Madre…”



Nuevamente la Virgen Ha obedecido, Juan se arroja en Sus brazos llorando y Ella, muy agotada por la tristeza, pero digna, Señora como siempre, majestuosa en su sencillez, que no necesita de artificios para mostrar su hermosura… serena y dulcemente abraza a Juan.

Sabe que el parto llegó nuevamente para Ella. Sabe que este parto es muchísimo más doloroso que el otro. En el primero, se le encomendaba al Hijo de Dios, al Santo, a un niño puro como Ella que le traería alegría, sabiduría, risas y bendiciones en cada uno de Sus besos.

En este otro parto se convertirá en Madre de la humanidad entera y muchísimos no sólo no querrán reconocerla, sino que la ofenderán. Otros, por atacar a la Iglesia de Su Hijo, la llamarán “demonio”, cuando Ella venga una y otra vez a la tierra en busca de las ovejas perdidas que ama el Pastor.

En el primer parto, Sus brazos acunaron una hermosa criatura que en Su carne fresca, tierna, recibía los besos dichosos de una joven Mamá. Ahora Sus brazos recibirán a Su Hijo muerto, torturado y ensangrentado por salvar a hombres miserables, que por culpa de sus pecados lo dejan así, irreconocible, como un día había sido profetizado por Isaías.

Sabiendo todo esto y viendo a Su Hijo en ese estado, moribundo, oyéndolo… obedece y consiente en adoptar como hijos suyos a todos los hombres, también a los malhechores, a las prostitutas, a los ateos, a los asesinos, a los ladrones, a los mentirosos, a los que sucesivamente y por todo el tiempo que dure la vida en la tierra, irán ofendiendo, combatiendo y negando a Dios.

Nos recibe a los de ese y a los de este tiempo, y con ello viene el parto: Acaba de dar a luz a la Iglesia de Su Hijo. Así como un día el Espíritu Santo depositó en Sus purísimas entrañas al Verbo para traer la salvación al mundo, hoy el Hijo deposita en Su Corazón Inmaculado a la humanidad, para que en Ese Recinto sagrado pueda hallar refugio el pecador que quiere salvarse.

No, no es fácil lo que le encarga el Señor y Ella lo sabe porque Dios la colmó de dones; pero además, le regaló el Don de ser la “Omnipotencia Suplicante”. Ese don que consiste en la súplica permanente fue, y aún es hoy, la llave secreta para abrir el Corazón de Jesús.

El Señor me dijo: “Ella sabía que tendría que suplicar por cada uno de ustedes y deberían aprender de María… De niño Yo seguía Sus pasos, para que después Ella siguiera los Míos. Fue tan íntima Nuestra unión, tan perfecta, que sentía todos Mis sentimientos y conocía todos Mis pensamientos, porque en Mi Santo Espíritu, del cual estaba llena, todo le era conocido. Así es como Ella estaba en Dios y Dios estaba en Ella. Por eso Su vida era silenciosa y orante.”

“El hombre de hoy, cuando encuentra dificultades en la vida, reflexiona, vacila o discute, en lugar de rogar. Muchas veces el demasiado reflexionar sobre los problemas es una huída a lo imaginario, mientras que la verdadera oración es siempre el retorno a lo real.”

“Cuando Mi Madre se encontraba en una situación difícil, no se ponía a reflexionar y a planificar, sino que oraba. Por eso podía donarse en una forma total, porque súplica y donación están íntimamente unidas.”

“La súplica de María tiene el valor del regalo que Dios espera de ella: es el mayor regalo, la manera más perfecta de darse. La súplica no es verdadera, no es pura, deja de ser cristiana, si no es una manera de darse.”

Contemplo nuevamente a Jesús y me viene a la memoria el Salmo 22, 16-17, que dice: “Seco está como un tejón mi paladar, mi lengua está pegada a las fauces, y me has echado al polvo de la muerte. Me rodean como perros, me cerca una turba de malvados, han taladrado mis manos y mis pies…”

Qué madre, frente a algo tan atroz como el ver a Su Hijo crucificado, habría podido soportar tal sufrimiento? Contemplé a la Virgen y sentí tanta piedad que el amor por Ella iba creciendo en intensidad, en respeto, en admiración. Pensé que Su espíritu, a pesar de tanto dolor, albergaría la esperanza en la Omnipotencia Divina, pero Su humanidad sufría profundamente esa enorme prueba.

Recordé una meditación del Vía Crucis que recita una parte del Cantar de los Cantares: “Buscaba al amor de mi alma, lo busqué y no lo encontré. Me levanté y recorrí la ciudad por las calles y las plazas, buscando al amor de mi alma. Lo busqué y no lo encontré... Me encontraron los centinelas, que andaban de ronda por la ciudad. ¿Han visto a mi amado? Apenas los había dejado cuando encontré al amor de mi alma.”

Recordé también al Profeta Jeremías que dice: “... Ustedes que pasan por el camino, miren, fíjense bien si hay dolor semejante al dolor con el que el Señor me ha herido...”

Años atrás Jesús, al revelarme lo que sucede durante la Celebración de la Eucaristía, había dicho que ninguna Madre alimentó nunca a su hijo con su carne y que El sí había llegado hasta ese extremo del Amor dándonos como alimento Su Cuerpo y Su Sangre.

Ahora, al contemplar ese Cuerpo del cual colgaban lonjas de piel y carne, apreciaba exactamente lo que quiso decirnos, y mi corazón se sintió tan culpable, que pedía dejar de latir en ese momento para no sufrir lo que estaba yo sufriendo. ¡Imaginemos lo que estaría sintiendo en ese momento la Santísima Virgen!

Hoy, cuando comprobamos cuánto se ha degradado la mujer, pisoteando su pudor, para entregarse desvergonzadamente a la mirada sucia de tantos hombres...

Cuando vemos a todas esas jóvenes que se vanaglorian de exhibirse en fotografías desnudas porque están orgullosas de que sus cuerpos, a veces perfectos en belleza, hayan sido elegidos para mostrarse cual barata mercancía, o como si fuera carne fresca colgada de ganchos en los mercados…

¿Es que no se nos ocurre pensar, ni queremos creerlo, que ese cuerpo es TEMPLO Y MORADA DEL ESPIRITU SANTO...?

Nuestro amor debería admirar más la pureza de María. No debería ser tal o cual modelo la que inspire a nuestras hijas, porque la carne es carroña que se pudre y la belleza más grande se envejece para acabar convertida en polvo.

Todas las mujeres deberíamos tener como modelo a María, imitar Su pureza, Sus delicados y auténticos movimientos realizados siempre con aquella femineidad y sobriedad que da mayor Gloria a la Creación de Dios y no entristece al Espíritu Santo.

Y es que lamentablemente muchas mujeres, al convertirse en entes que se mueven por el mero instinto y el puro afán de seducción, con ademanes que de tan exagerados resultan groseros, terminan por atentar contra la misma estética que supuestamente buscan.

No podemos convertirnos en piedras de tropiezo, pues un día deberemos rendir cuentas a Dios por cada uno de los hombres que a causa de nuestro impudor pecaron, ya que no es tan culpable aquel que peca mirando como aquella que se descubre incitando al pecado.

Que Dios se apiade de nosotras, las mujeres que no tuvimos el interés de reconocer a María, la Llena de Gracia, como un posible modelo a imitar.

“¡Oh!, ustedes, por quienes He dado Mi vida, Tienen ahora una Madre a la que pueden recurrir en todas sus necesidades. Los He unido a todos con los más estrechos lazos, al darles a Mi propia Madre.”





Cuarta Palabra



La enseñanza de Jesús en este momento consistía en mostrarme Su Rostro y dejarme ver que estaba muy pálido, detrás de ese baño de Sangre. En ese momento el cielo empezó a oscurecerse, hasta ponerse casi como si fuera de noche, era como si hubiera un eclipse.

Los oscuros nubarrones presagiaban tormenta, decenas de relámpagos zigzagueaban en el horizonte y truenos muy fuertes retumbaban haciendo temblar la tierra.

De pronto aparecieron centenares de Ángeles alrededor de toda la escena. En un movimiento conjunto, perfectamente sincronizado, todos ellos se postraron para adorar a Jesús, con las manos juntas y en silencio, mientras sus brillantes rostros reflejaban una profunda tristeza. Él Tenía la lengua y los labios muy secos, pastosos. Nuevamente Su voz adquirió un matiz cansado, como si le costara hablarme, y me dijo: “Contempla esta escena, querida Mía y aprende que los Míos no pueden marchar sin cruz por la vida.”

“Ve y dile al mundo lo que estás aprendiendo, y si quieren callarte, grita más fuerte todavía, por la fuerza del amor que te une a Mí, como unidos están estos dos maderos para formar un instrumento de salvación para el género humano.”

“Di a las almas consagradas, que la cruz que llevan, no es únicamente para que adorne su pecho o los identifique superficialmente Conmigo. Primero deben revestirse de ella, aprender a ‘acomodarse’ en ella, en lugar de huir de ella. Diles que no pueden ambicionar el Tabor si no han pasado antes por el Gólgota; que aquí, en la Cruz, es donde aprenderán la caridad, la humildad, la pobreza de espíritu, la templanza en todos los actos de su vida.”

“Asegúrales que Yo doy prueba y testimonio de que, desde la experiencia de la cruz, se puede vencer fácilmente al demonio. Contémplame: Soy verdadero Hombre, en el cual la carne manifiesta sus limitaciones, y verdadero Dios al demostrarles la fuerza implacable del Amor agápico.”

“Oren por aquellos que no conocen de sufrimientos, porque de cierto, no están entre los Míos… Observa a estos dos condenados que Me flanquean y medita acerca de las formas en que los hombres llevan sus cruces.”

“Unos la llevan con rabia, con rencor, en medio de mucho pesar. Quien carga una cruz en semejantes circunstancias y con esos sentimientos, de hecho carga una cruz que no tiene sentido, puesto que en lugar de acercarlo, lo aleja de Mí. Por lo general esa es la cruz de aquellos que se niegan a comprender el sentido del sufrimiento que adquiere dimensiones sobrenaturales. Esa es la cruz que tiene el ladrón de Mi izquierda: es la cruz que siempre será pesada y que nunca podrá redimir.”

“Dimas, a Mi derecha, acepta su cruz con resignación, y hasta con dignidad, asumiéndola primero, porque no le queda más remedio. Pero de pronto, cuando Me reconoce y sabe que Soy el Hijo de Dios, acepta esa cruz reconociéndose pecador y pidiendo que a través de ella, la Misericordia se acuerde de Él.”

“Finalmente, Me tienes a Mí aquí, frente a ti. Abrazado a Mi Cruz redentora, para enseñarles a cargar la suya. Los invito a ser corredentores Conmigo, reparando sus propios pecados y los de todos los hombres. Sepan que esta forma de cargar la cruz se refleja en su conducta, cuando frente a ustedes tienen contrariedades y dolores y a través de ellos se acercan a Mí, y sacan utilidad de ellos para testimoniar ante los hombres; cuando abrazan su cruz y desde allá pueden sentir que lo único que desean es fortaleza, porque la sed de almas los abrasa a ustedes.”

“Tengo Sed…”



“Sí, tenía la boca y la lengua secas, estaba deshidratado y la fiebre Me quemaba, por eso tomaron una lanza y con un estropajo, pusieron en Mis labios hiel y vinagre, para burlarse aún más cuando se Me ampollase la boca.”

“Cuando dije tengo sed, aún tenía la vista fija en Mi Madre, en Juan y un poco más allá, en la mujer pecadora que ante semejante visión, ni siquiera se sentía digna de acercarse para tocarme compadecida. Tal era el sentimiento de culpa que la embargaba, que se limitaba a llorar mirándome con impotencia. ¡Bendita Magdalena, que permaneciste al pie de Mi Cruz dejando que tus lágrimas se mezclaran con la Sangre redentora que iba cayendo en tierra!”

“Por tu amor y tu dolor fuiste redimida y premiada con Mi primera aparición ante los hombres. Por haber amado tanto, tus pecados fueron lavados y quiso el Padre premiar tu conversión y tu sacrificio, colocándote en los Altares junto a Mi Madre y a Juan, para que todos los que se creían “justos y sabios” se inclinasen luego ante la que condenaban, y así se cumpla el Magnificat de María al decir que Dios “enaltece a los humildes” y que a los “hambrientos los colma de bienes”.

Entonces Jesús empezó a explicarme los motivos y los sentimientos que lo inundaban cuando dijo: “Tengo sed”, y todo va muchísimo más allá de lo que uno puede imaginar. Jesús no dijo: “agua”, que hubiera sido lo más fácil y práctico, si de verdad hubiese querido beber. De hecho, Él ni siquiera pensó en agua, porque estaba diciéndonos que tenía sed de nosotros, sed de almas, sed de que entendiéramos todos, el infinito valor de aquello que estaba sucediendo.

Quien ha sentido alguna vez verdadera sed... sed de ingerir líquido, sabe lo que eso significa... Invito al lector a que lo pruebe alguna vez, con la prudencia necesaria y ofreciéndoselo al Señor...

Dentro de las necesidades humanas, quizás la sed sea la más apremiante, y mucho más aún en situaciones de fatiga extrema... Pienso que fue precisamente por eso que el Señor lo dijo... Quien tiene sed no puede esperar para satisfacerla, es un ansia que devora...

Jesús tenía sed de vernos unidos en torno a Sus enseñanzas, tenía sed de ver una Iglesia unida y no dividida, “porque en este grupo hay mejores cantos o los predicadores hablan más bonito y en un lenguaje más moderno que los otros...”; “porque estos trabajan con ese padrecito y esos otros con aquel...”; “porque este grupo es muy pietista, en cambio el otro se identifica más con los pobres...”; “porque aquí no se me da el espacio que merezco y allá sí...”

Tenía sed de ver a todos los que proclamamos a Cristo como Salvador nuevo, unidos por el amor y no separados por los intereses mezquinos, egoístas, y materiales. Quería que aquellas Bienaventuranzas proclamadas con toda la fuerza y la dulzura de Su Corazón un día, como el único camino de salvación para los hombres, hicieran carne en los nuestros. Tenía sed, en fin, de vernos ayudándonos, de hombre a hombre, de comunidad a comunidad, de parroquia a parroquia, de apostolado a apostolado, no compitiendo ni destruyéndonos como si fuésemos enemigos políticos que van en busca de un botín.

Tenía sed de ver a Sus Obispos y sacerdotes uniendo, edificando, derramando Misericordia, ayudando, apoyando, aconsejando, alentando a los pecadores laicos, que muchas veces no sabemos por dónde empezar a trabajar, porque nos ponen cargas que muchos de ellos no pueden levantar, con todo el camino que llevan recorrido, supuestamente tratando de crecer en la Fe.

“Quería gritarle al hombre que venga tal como es y que beba de Mi sed, de esa corriente de dolor que nacía del Amor mismo. Tenía sed de ver que todos los niños tuvieran un hogar feliz, no un padre o una madre alcohólica. Tenía sed de ver niños mentalmente sanos, sin traumas por haber visto violada su intimidad y su inocencia. Tenía sed de ver a esos pequeños que amaba tanto, con deseos de construir un mundo mejor, y conociendo los valores evangélicos.”

Jesús tenía sed de los jóvenes que habrían de entregarle su vida renunciando al mundo, y de aquellos que estando en el mundo proclamarían la Buena Nueva, desde el lugar que libremente hubieran elegido.

Cristo tenía sed de mujeres que, tomando como ejemplo a otras santas mujeres, edificásemos –comenzando por la Iglesia doméstica- una sociedad más justa y con valores morales; enseñando a nuestros hijos y a los ajenos a tener a Dios como principio y fin de nuestro paso por la tierra.

Jesús tenía sed de almas, de todas las almas por las cuales estaba derramando hasta la última gota de Su Sangre. Desde lo alto de la Cruz, miraba tus pecados y los míos y gritaba a la humanidad: “Tengo sed de esta alma…” “Esta es el alma por la que estoy sufriendo tanto, tengo sed, tengo hambre, tengo necesidad de ella para poder aplacar este calor que Me ocasiona la fiebre de las heridas, que al infectarse han lesionado Mi humanidad…”

“Tengo sed de oración, de paz en las familias, en las comunidades, en el mundo entero; sed de saber que todos responderán a Mi llamado un día; sed de almas generosas que se ofrezcan como “Pararrayos” de la justicia Divina, para salvar a las otras almas…”

“Tengo sed de ti, hija Mía, de tu ayuda, de tu perseverancia. Pero, cuidado con los lobos vestidos de ovejas. Si ves que, quien trata de detener tu paso es un comerciante, ten mucho cuidado, No vaya a ser que quiera cambiarte la Cruz que te he dado por una corrupta y pretendida sabiduría.”

“Silenciosamente continúa tu camino, aunque con mucha cautela, abrazando con mayor fervor el madero que pesa sobre tus hombros, y sigue las huellas de Mi Sangre para que te dirijan siempre hacia Mí… Y si alguno de tus verdugos comienza a golpearte de frente, no te cubras la cara contra el insulto o el golpe, ni trates de defenderte… Ofrécele también tus espaldas, para que el mundo te reconozca Mía por tus heridas, porque te aseguro que quienes te golpeen serán los mismos que Me golpearon a Mí. ¡Alégrate por estar entre los que pertenecen a Jesús!”

Esa sed que tenía Jesús era Su testamento, dejándonos todos Sus méritos a nosotros, los pecadores, para que en virtud de ellos nos salváramos. Jesús tuvo sed incluso de aquellos ateos y apóstatas que veinte siglos más tarde dirían que el demonio y el infierno no existen; que la Eucaristía es sólo un símbolo, una conmemoración; que Él, siendo Dios, no sintió los dolores de Su Pasión y que por ello no sufrió lo que hubiera sufrido cualquier otro hombre; que se exagera cuando se pintan retratos de un Cristo “demasiado sufriente”; que el Cristo histórico es distinto del Cristo idealizado por la devoción popular; que Jesús no puede hablar ya a los hombres porque en Su tránsito por esta tierra lo Ha dicho todo...

¿Y si no sabemos escucharle? ¿Si hemos perdido la capacidad de asombrarnos con las enseñanzas del Evangelio, de solidarizarnos con ese Cristo sufriente, y de aprender a amar a nuestros hermanos...?

Jesús tenía sed de ver cristianos que se comprometieran a trabajar por difundir el Reino de los cielos en el corazón de los hombres. No quería nuestra cómoda mediocridad de “asistentes a Misa el domingo” y nuestra “membresía” a algún “Apostolado” como si se tratase de la filiación a un club, para entablar mejores relaciones sociales y de paso tratar de mitigar el peso de nuestras conciencias.

Cristo nos veía desde Su eternidad y sentía sed, verdadera y acuciante necesidad de sacudirnos, para despertarnos del cómodo letargo de la tibieza espiritual en que caeríamos la mayoría de nosotros, los supuestos “buenos católicos”.

Esos y otros miles de motivos más, que alcanzarían para llenar centenares de páginas, fueron los que llevaron a Jesús a decir: “Tengo sed”.






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