lunes, 15 de agosto de 2011

EUCARISTÍA Y NUEVA EVANGELIZACIÓN

EUCARISTÍA Y NUEVA EVANGELIZACIÓN. SOBRE EL ALCANCE ESPIRITUAL Y PASTORAL DE LA CARTA APOSTÓLICA MANE NOBISCUM DOMINE

(Texto sin notas)

RAMIRO PELLITERO

SUMARIO: 1. LA EUCARISTIA EN LA PROPUESTA PASTORAL DE JUAN PABLO II. 1.1. La «trayectoria pastoral» que Juan Pablo II señaló para la Iglesia. A. La Iglesia, «comunión personab con Cristo. B. Camino enriquecido y síntesis de madurez. 1.2. Eucaristía, comunión y misión. El «proyecto eucarístico» de la «Mane nobiscum Domine». A. La Eucaristía, misterio de luz y sacramento de comunión. B. La Eucaristía, proyecto de «misión»: nueva evangelización y testimonio. 2. ANTE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN. 2.1. Liturgia y vida. A. Liturgia y celebración litúrgica. B. Eucaristla, vida ordinaria y condición laical. 2.2. La Eucaristía en la nueva evangelización. A. Vivir la Eucaristía en la integridad de sus dimensiones. B. Algunas condiciones (y preguntas) para alcanzar los frutos de la Eucaristía. 3. CONCLUSIÓN.

Con la Mane nobiscum Domine (MM, su última Carta apostólica, se proponía Juan Pablo II dar unas «orientaciones de fondo» (n. 5) para vivir el Año de la Eucaristía. Es una propuesta pastoral dirigida a impulsar no sólo la profundización y asimilación de sus enseñanzas sobre el misterio de la Eucaristía (cfr. n. 3), sino el redescubrimiento y la actualización del lugar central que debe ocupar la Eucaristía en la vida de la Iglesia y en la vida cristiana.

El texto invita a «contemplar, alabar y adorar»; a «descubrir», «dejarse interpelar», «tomar conciencia» del inmenso don que supone el Misterio de la Eucaristía, y traducir ese asombro en unas determinadas actitudes. Como expresión sintética de este objetivo puede tomarse la exhortación dirigida a todos los fieles al final de la Carta: «Descubrid nuevamente el don de la Eucaristía como luz y fuerza para vuestra vida cotidiana en el mundo, en el ejercicio de la respectiva profesión y en las más diversas situaciones» (n. 30).

El Año de la Eucaristía se califica cuatro veces como un «año de gracia». Es una iniciativa que «se sitúa en un nivel espiritual tan profundo que en modo alguno interfiere en los programas pastorales de cada Iglesia. Más aún, puede iluminarlos con provecho, anclándolos, por así decir, en el Misterio que es la raíz y el secreto de la vida espiritual tanto de los fieles, como de toda iniciativa eclesial (n. 5). En el «"camino" pastoral» de cada Iglesia particular, el Año de la Eucaristía desea «acentuar la dimensión eucarística propia de toda la vida cristiana» (ibid.).

El lugar de la Eucaristía en la propuesta pastoral de Juan Pablo II será el tema de la primera parte de nuestro estudio. En la segunda parte se aborda una cuestión que subyace a esta propuesta: la relación entre Liturgia y vida; se analizan sus aspectos fundamentales y las condiciones para que esta relación dé sus frutos en las circunstancias actuales de la nueva evangelización.

LA EUCARISTÍA EN LA PROPUESTA PASTORAL DE JUAN PABLO II

Esa propuesta se presenta como «una etapa natural de la trayectoria pastoral que he marcado a la Iglesia, especialmente desde los años de preparación del jubileo, y que he retomado en los años sucesivos» (n. 4).

Juan Pablo II dice que en su Carta se propone «subrayar la continuidad de dicha trayectoria, para que sea más fácil a todos comprender su alcance espiritual (n. 5). Algunas preguntas pueden surgir al leer esta frase: ¿en qué consiste ese alcance espiritual así calificado? ¿Cómo debe entenderse ese alcance en relación con la misión pastoral de la Iglesia?

1.1 La «trayectoria pastoral» que Juan Pablo II señaló para la Iglesia

Detengámonos, para comenzar, en las dos expresiones que hemos subrayado en el párrafo anterior: la «trayectoria pastoral» y el «alcance espiritual». El sentido de la primera puede enriquecerse atendiendo a las diversas traducciones del texto: además del término castellano «trayectoria», se ofrece el italiano «indirizzo», el inglés «impulse», el francés «orientation», el alemán «ausrichtung» y el portugués «orientagáo». Todos ellos remiten, como lo hace el autor mismo de la Carta, a un «camino». Es decir, a una pista de tierra, y más en general, a un espacio que se va recorriendo durante un cierto tiempo, del modo que convenga razonablemente a las condiciones (distancia, temperatura, alimentación, etc.) y a los medios disponibles, y con el impulso necesario; con una dirección concreta y dentro de unos linderos que facilitan de hecho la llegada a la meta final, mientras evitan que el caminante se pierda. Todo camino, cabría resumir, se sitúa en diálogo con el caminante y, por tanto, en el contexto espacio-temporal de su mundo y de su historia, pues el camino se va metiendo dentro del que camina y se va conociendo a medida que se recorre. Es un símbolo, como bien saben los peregrinos, de esa peregrinación que es la vida humana y, con más profundidad, la vida cristiana.

Pero nótese que Juan Pablo II quiere situarse en el camino de la Iglesia como tal, y se refiere a una trayectoria pastoral. Este adjetivo, pastoral, no se limita a los Pastores, a la jerarquía de la Iglesia, y mucho menos al ámbito aún más restringido de sus actividades de guía o de gobierno de la comunidad cristiana. Sin desconocer ese significado, Juan Pablo II suele usarlo en el sentido amplio referido a la acción de la Iglesia entera, en la estela que prolonga el denominado «carácter pastoral» del Concilio Vaticano II. La Iglesia es, toda ella, el cuerpo vivo de Cristo que camina con Él en la historia, en cuanto comunión con el Padre vivificada por el Espíritu Santo, especialmente por medio de la Eucaristía.

Pues bien, Juan Pablo II afirma que el camino o la trayectoria pastoral que viene señalando a la Iglesia, especialmente desde la preparación del jubileo, tiene un alcance espiritual (en otras traducciones: «spiritual significance», «portée spirituelle», «portata spirituale», «geistliche Bedeutung»). Es decir, que ese camino tiene una capacidad de cubrir una distancia, y, en un sentido más figurado, comporta un significado, un valor o importancia, un efecto o una trascendencia que en este caso se califica de espiritual. Nada más acorde con la naturaleza y la misión de la Iglesia. Ella es «convocación» que santifica a los que libremente quieren vivir en comunión con Dios, por Cristo y en el Espíritu Santo, y hace de ellos un Pueblo de sacerdotes (santos), de reyes (servidores) y de profetas (testigos).

A. La Iglesia, comunión personal con Cristo

Para Juan Pablo II la Iglesia es comunión personal con Cristo, en el camino del hombre. Así la mira y comprende desde su primera encíclica Redemtor hominis (RH) de 1979. La perspectiva eclesiológica de Juan Pablo II, que se encuadra en la profundización operada por el Concilio acerca de la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, no podía dejar de subrayar la dimensión «personalista» del Misterio de Comunión, como corresponde a una característica central de su pensamiento.

La Iglesia es el Misterio de la Comunión de las Personas divinas con las personas humanas. En el conocimiento que la Iglesia tiene de la vocación de cada cristiano -«gracia singular, única e irrepetible»- y de la responsabilidad consiguiente, veía Juan Pablo II el principio fundamental, «la regla-clave de toda la praxis cristiana -praxis apostólica y pastoral, praxis de la vida interior y de la social-» (RH, 21). Cada uno tiene en la Iglesia su «propio don»: su vocación personal, que es al mismo tiempo una forma de participación en la tarea salvífica de la Iglesia, y un servicio a la edificación de la Iglesia y la humanidad. En ese mismo texto y lugar observa que la Iglesia, es «para los hombres», en el sentido de que, basándonos en el ejemplo de Cristo (cfr. LG 36) y colaborando con la gracia que El nos ha alcanzado, «podamos conseguir aquel "reinar", o sea, realizar una humanidad madura en cada uno de nosotros».

Ésa es la Iglesia que Juan Pablo II contemplaba, sorprendiéndola en su volverse, desde su «conciencia» y en toda su actividad, hacia Aquel que es su Cabeza y la fuente de su sabiduría, su camino, verdad y vida: «La Iglesia no cesa de escuchar sus palabras, las vuelve a leer continuamente, reconstruye con la máxima devoción todo detalle particular de su vida» (RH, 7). No cesa jamás de revivir su muerte en cruz y su resurrección, que constituyen el contenido de la vida cotidiana de la Iglesia, edificada en torno a la Eucaristía (cfr. ¡bid.). Vive el misterio de Cristo como sujeto social responsable de la verdad salvífica; en cuanto que se construye y regenera a base del sacrificio de Cristo mismo, y participa de su realeza en el servicio que presta al mundo.

El caminar de la Iglesia es, por eso, esencialmente eucarístico. No sin emoción se releen ahora estas palabras escritas en el frontispicio de su pontificado: «El empeño esencial y, sobre todo, la gracia visible y fuente de la fuerza sobrenatural de la Iglesia como Pueblo de Dios, es el perseverar y el avanzar constantemente en la vida eucarística, en la piedad eucarística, el desarrollo espiritual en el clima de la Eucaristía» (RH, 20).

En esta perspectiva suya, es del todo coherente que el Año de la Eucaristía se le apareciera como una etapa natural de esa trayectoria pastoral que venía indicando a la Iglesia. Igualmente coherente es que esa propuesta o iniciativa se sitúe, hemos leído, en un nivel espiritual profundo, el nivel de la luz y del ancla, de la raíz y el secreto de la vida espiritual «tanto de los fieles, como de toda iniciativa eclesial: la Eucaristía. Obsérvese cómo la vida espiritual se apropia no sólo a los fieles sino a toda la Iglesia como tal, pues efectivamente el actuar de la Iglesia corresponde a la vida que el Espíritu Santo unifica y anima en torno a la Eucaristía. Y un detalle más: Juan Pablo II está diciendo implícitamente que su invitación a reflexionar y redescubrir el Misterio de la Eucaristía procede, en último término, de la Eucaristía misma, corazón palpitante de la Iglesia y su camino.

De esta forma cabe decir que el camino de la Iglesia posee siempre, en sus diversas etapas -en algunas de modo más intenso- un alcance espiritual en el sentido de que es animado por el Espíritu y se dirige a la vida del Espíritu para la edificación del Cuerpo de Cristo. Ese «alcance espiritual» ha de traducirse en el nivel de la acción y de la pastoral, ante todo dando la prioridad a esa vida del Espíritu (la vida espiritual, la vida de la gracia) en los cristianos. Un objetivo que debe situarse en primera línea al plantearse el alcance pastoral de esta Carta, al servicio del Año de la Eucaristía. Lo que pretendemos, por nuestra parte, es señalar el alcance que puede y debe tener la vida espiritual dalos cristianos, centrada en la Eucaristía.

B. Camino enriquecido y síntesis de madurez

Decíamos que todo camino, especialmente si es largo y empinado, se le va «metiendo dentro» al caminante, a la vez que siente el impulso y como la necesidad de comunicar a otros lo contemplado y reflexionado en la andadura. El camino hace madurar. La madurez llega al centro, desde donde se ve y se impulsa la vida.

Volvamos de nuevo hacia atrás para señalar los «jalones» principales de la «trayectoria pastoral» a la que hace referencia esta Carta, trayectoria cuyo significado adquirió una fuerza especial desde la preparación del gran jubileo.

En la Carta Tertio millennio ineunte (1994), por la que deseaba preparar a la Iglesia para el año 2000, Juan Pablo II vuelve sobre la Eucaristía en íntima conexión con la Virgen, estrella del tercer milenio: «El Dos mil será un año intensamente eucarístico: en el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» (n. 55).

Ya en plena preparación del Jubileo, la Dies Domini (1998) propone a la consideración de los creyentes el tema del «Domingo» como día del Señor resucitado y día especial de la Iglesia, cuyo sentido gira totalmente en torno a la Celebración eucarística (cfr. nn. 32-34).

Si la preparación del 2000 tuvo lugar «con la mirada puesta en Cristo», recogiendo la herencia del jubileo el nuevo milenio se abre bajo el signo de la contemplación del rostro de Cristo. Así se propone en la Carta apostólica Novo millennio ineunte: invitando a un «alto grado de santidad» en la vida ordinaria y a una pedagogía intensa sobre la oración. El Congreso Eucarístico Internacional determinó que el Año santo, dedicado a conmemorar la encarnación del Verbo, fuera vivido de un modo «intensamente eucarístico», a la vez que se consagraba a María la vida de la humanidad en el nuevo milenio. Al trazar las líneas principales que la Iglesia debía seguir, Juan Pablo II insistió en la Eucaristía dominical como centro de una vida cristiana consciente y coherente (cfr. n. 36).

En la perspectiva mariana, recuerda ahora el Romano Pontífice, la Carta Rosarium Virginis Mariae (2002) invitaba a rezar el rosario como «pedagogía del amor, orientada a promover el mismo amor que María tiene por su Hijo» (MN, 9). Dentro del «Año del Rosario» vio la luz la encíclica Ecclesia de Eucharistia (2003). En ese documento dice ahora Juan Pablo II que exhortó a la celebración del Sacrificio eucarístico «con el esmero que se merece, dando a Jesús presente en la Eucaristía, incluso fuera de la Misa, un culto de adoración digno de un Misterio tan grande». Y recordó «sobre todo la exigencia de una espiritualidad eucarística, presentando el modelo de María como "mujer eucarística"» (MN, 10).

Como reflexionando sobre esa «trayectoria pastoral» que acabamos de describir, dice Juan Pablo II: «El Año de la Eucaristía tiene, pues, un trasfondo que se ha ido enriqueciendo de año en año, si bien permaneciendo firmemente centrado en el tema de Cristo y la contemplación de su rostro. En cierto sentido, se propone como un año de síntesis, una especie de culminación de todo el camino recorrido» (MN, 10). No estamos, pues, ante un documento más, sino ante una toma de conciencia de los frutos que el Espíritu Santo va depositando en la Iglesia, y, ante todo, en el corazón del Papa. Se trata de un documento de síntesis, donde se manifiesta la madurez de quien ha aprendido personalmente, en la «escuela» de la Virgen, a identificarse con la actitud eucarística de Jesús.

La presente carta puede leerse como un ir explicando en qué consiste la auténtica actitud eucarística, no sólo en cuanto a los fundamentos doctrinales, ya ampliamente desarrollados por la teología, sino, como ya hemos señalado, en el plano de la vida cristiana y eclesial. Como una obra desarrollada en tres actos, la Eucaristía se presenta como misterio de luz, se profundiza como fuente y epifanía (sacramento) de comunión, y despliega finalmente su dinamismo por ser principio y proyecto de misión.

Expongamos nuestra lectura de la MN sin perder de vista el «itinerario» de Juan Pablo II, por el que ha querido llevar a la Iglesia. Esperamos contribuir, así, a subrayar el «alcance espiritual» del texto y, por tanto, también su alcance pastoral.

2. Eucaristía, comunión y misión. El «proyecto eucarístico» de la «Mane nobiscum Domine»

La Eucaristía se presenta en el documento como misterio de luz, como fuente y epifanía («sacramento») de comunión, y como principio y proyecto de «misión».

A. La Eucaristía, misterio de luz y sacramento de comunión

Ya en su carta sobre el Rosario, al completar la devoción cristiana con los «misterios de luz», explicaba Juan Pablo II en qué sentido la Eucaristía lo es. Si todo el misterio de Cristo es luz (cfr. Jn 8, 12), esa dimensión se manifiesta sobre todo en los años de la vida pública, cuando tiene lugar el anuncio del Evangelio del Reino. La institución de la Eucaristía es el quinto de los misterios de luz. Con ello parece decirse que no sólo ocupa el último lugar por un motivo cronológico -sucedió después del resto-, sino que en cierto sentido contiene concentradamente esa plenitud de luz que es el misterio de Cristo. Lo señalaba el Papa al enunciar por vez primera de modo completo ese misterio: «la institución de la Eucaristía, expresión sacramental del misterio pascual» (Rosarium Virginis Mariae, 2 1).

Si cada uno de los cinco misterios indican que el Reino está presente en la misma persona de Jesús, la luz que proviene de la Eucaristía -donde se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino-, es el testimonio que Cristo da de su amor por la humanidad «hasta el extremo» Un 13, 1), ofreciéndose por ella en sacrificio de salvación (cfr. Rosarium Virginis Mariae, 2 1).

La «luz» que proviene de la Eucaristía esclarece -mediante la contemplación de la intimidad de María con Jesús, y de Jesús con María el resto de los misterios de la vida de Jesús, tal como se contemplan en el Rosario: los misterios gozosos (de su vida «escondida») y los dolorosos (de su pasión y muerte); y esa luz, que no es otra cosa que la vida de Cristo en la vida de María, se hace aún mayor en los misterios gloriosos, de modo que acaba por inundar a la Virgen, llevándola al Cielo y coronándola con el cariño de la Trinidad. Así la representan tantos artistas cristianos.

De esta manera, lo que podría llamarse la «fe eucarística» de la Virgen se constituye en escuela de vida para la Iglesia y para todo cristiano. La Iglesia descubre continuamente, en la «escuela» de la Virgen, la luz que proviene de la Eucaristía y su fuerza transformadora. En efecto, en la Eucaristía, Jesús, por así decirlo, desea meter a los hombres en su Corazón; «transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo "eucarística"» y, como fruto de esa «transfiguración», se comprometan a «transformar el mundo según el Evangelio», cumpliendo los deberes que corresponden a su «ciudadanía terrenal».

En su carta para el Año de la Eucaristía, Juan Pablo II prolonga su contemplación sobre el Misterio de la Eucaristía como misterio de fe y de luz, en su capacidad para saciar los anhelos de los hombres. Hace notar que «precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina.» (MN, 11). Ante todo, la luz proviene de la Palabra de Dios que precede a la liturgia eucarística (mesa de la Palabra y del Pan): «No es suficiente -advierte a este respecto- que los pasajes bíblicos se proclamen en una lengua comprensible, si la proclamación no se realiza con aquel cuidado, preparación previa, escucha devota, silencio meditativo, que son necesarios para que la Palabra de Dios toque la vida y la ilumine» (¡bid., 12 s).

Juan Pablo II ve la luz que dimana de la Eucaristía en sus diversas dimensiones. Subraya que no debe omitirse ninguna de ellas,'cosa que es una tendencia frecuente (cfr. ibid., 14).

a) como banquete (la dimensión mas evidente, pues «expresa muy bien la relación de comunión que Dios quiere establecer con nosotros y que nosotros mismos debemos desarrollar recíprocamente»);

b) como sacrificio (la principal y más profunda: a la vez que actualiza el sacrificio del Calvario, Cristo resucitado nos sitúa ante el final de la historia);

c) y como presencia real (la que más prueba nuestra fe: Cristo se hace sustancialmente presente bajos las especies sacramentales).

De esta manera, la presencia de Cristo -se ha «quedado con nosotros» hasta el fin del mundo- nos conduce a las actitudes fundamentales que presiden la vida de la Iglesia y de los cristianos: «celebrar (mistagogía), adorar, contemplar» la Eucaristía (también fuera de la Misa).

Es una llamada a avivar las actitudes que el Romano Pontífice quiso promover en su encíclica Ecclesia de Eucharistia: el asombro, la gratitud y la emoción ante Jesús sacramentado; la adoración, el amor y el decoro en la celebración eucarística; la generosidad en el culto y en la vida; el compromiso con Dios y con los demás, -especialmente con los pobres- y también con la tierra. Se refiere ahora en concreto al cuidado, de la música litúrgica, al estudio de las orientaciones del Misal Romano y a la «catequesis mistagógica» que los Pastores han de privilegiar, como medio para profundizar en el misterio de la salvación a través de los «signos», sobre todo siguiendo el año litúrgico. Una llamada a cuidar los gestos y los silencios, para saborear la presencia del Señor y adorar, contemplar y desagraviar por un amor tantas veces mal correspondido (cfr. ibid. 15-17).

Como ayuda apropiada para esta contemplación eucarística, «hecha según la escuela de María y en su compañía», el Papa vuelve a recomendar el Rosario, «considerado en su sentido profundo, bíblico y cristocéntrico» (MN, 18), tal como proponía en la Carta apostólica correspondiente.

En ese ambiente de fe y de luz que se experimenta en la escuela mariana, escribe Juan Pablo II que la comunión eucarística significa no sólo que Jesús se queda «con» nosotros, como le pedían los discípulos de Emaús", sino que permanece en nosotros y nosotros entramos en comunión profunda con Jesús (cfr. Jn 15, 4). Y eso nos permite «anticipar el cielo en la tierra», saciar el anhelo más profundo del hombre: su unión con Dios para siempre (cfr. MN, 19)

Ahora bien, esto sólo puede vivirse y comprenderse en la comunión eclesial pues la Iglesia hace la Eucaristía, y la Eucaristía edifica la Iglesia. La Eucaristía es fuente de la unidad de la Iglesia y máxima manifestación o epifanía de la comunión (cfr. Jn 17, 21). Todo ello adquiere una particular importancia el Domingo, día en que revivimos la experiencia de los Apóstoles en la Pascua (cfr. Carta ap. Dies Domini).

B. La Eucaristía, proyecto de «misión»: nueva evangelización y testimonio

En la última parte de su Carta sobre el Año de la Eucaristía, el Papa explícita las consecuencias de la contemplación del rostro de Cristo, de la que hablaba en el despuntar del nuevo milenio: «El encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio» (MN, 24). La despedida de los que han celebrado la Eucaristía viene a ser una actualización del encargo que cada cristiano tiene de comprometerse en la propagación del Evangelio y en la animación cristiana de la sociedad. La Eucaristía es para esa misión tanto un principio -impulso constante- como un proyecto.

Es muy sugerente esta visión. La Eucaristía, sigue explicando, es «un modo de ser que desde Jesús pasa al cristiano y, a través de su testimonio, apunta a irradiarse en la sociedad y en la cultura» (n. 25). Cada cristiano, según Juan Pablo II, debe hacer suyo el significado de la Eucaristía, es decir los valores, que en ella se expresan, las actitudes de Cristo que se manifiestan -ese agradecimiento de fondo que le lleva a entregarse hasta la Cruz, el «dejarse comer» para dar la vida, su radical humildad y disponibilidad para que le tratemos, etc.- y los propósitos de vida que ahí se suscitan.

Tres elementos articulan, según Juan Pablo II, ese «proyecto» de parecerse y hasta identificarse con Jesús a partir de la Eucaristía: la acción de gracias, la solidaridad, el servicio de los últimos". Detengamos en este punto nuestro análisis.

1. Ante todo, el «elemento fundamental» -podría decirse, el núcleo- de este proyecto está en la acción de gracias (esto significa la palabra Eucaristía) al Padre que es la vida entera de Jesús, culminada en su sacrificio. Y no sólo eso: «En Jesús, en su sacrificio, en su "sí" incondicional a la voluntad del Padre, está el "sí", el "gracias", el "amén" de toda la humanidad» (n. 26).

A este respecto la misión de la Iglesia recuerda a los hombres la necesidad de encarnar el proyecto eucarístico en la vida cotidiana, «donde se trabaja y se vive -en la familia, la escuela, la fábrica y en las diversas condiciones de vida-». Esto significa también «testimoniar que la realidad humana no se justifica sin la referencia al Creador» (¡bid.; cfr. GS 36).

Estamos ante lo que podría llamarse fundamentación eucarística de la secularidad cristiana. Observa Juan Pablo II que la referencia trascendente del hombre a Dios, que se traduce en una radical actitud eucarística por cuanto somos y tenemos, no obstaculiza la autonomía de la realidad terrena (cfr. GS 36), sino que la fundamenta y determina. De esa capacidad de agradecimiento se derivan valores genuinamente cristianos, como el testimonio, la capacidad de diálogo y de tolerancia.

Por eso los cristianos no deben tener miedo de hablar de Dios ni de mostrar los signos de la fe «con la frente muy alta». «Se equivoca -observa- quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede incluso fomentar actitudes de intolerancia».

Ante las malas interpretaciones que pueden haberse dirigido a los cristianos con intenciones más o menos torcidas, Juan Pablo II aclara: «Si bien no han faltado en la historia errores, inclusive entre los creyentes, como reconocí con ocasión del Jubileo, esto no se debe a las "raíces cristianas", sino a la incoherencia de los cristianos con sus propias raíces. Quien aprende a decir "gracias" como lo hizo Cristo en la cruz, podrá ser un mártir, pero nunca será un torturador» (MN, 26).

La dimensión eucarística de la vida cristiana, en el sentido propio de acción de gracias, fue después de la Carta que estamos estudiando, sintetizada por Juan Pablo II en varias ocasiones. Destaquemos una explicación particularmente acertada en su brevedad: «Para nosotros, los cristianos, la acción de gracias se expresa plenamente en la Eucaristía. En toda Santa Misa bendecimos al Señor, Dios del universo, presentándole el pan y el vino, frutos "de la tierra y del trabajo de los hombres". Cristo ha unido su oblación de sacrificio a estos sencillos alimentos. Unidos a Él, los creyentes están llamados a ofrecer a Dios su existencia en el trabajo cotidiano» (Angelus, 14.XI.2004).

2. Volviendo a su Carta para el Año eucarístico, señala, en segundo lugar, que la Eucaristía es, debe ser, también un proyecto de horizonte universal: una escuela de comunión, paz y solidaridad (cfr. MN, 27). He aquí un desafío pastoral de primer orden, que lanzaba el Romano Pontífice. Podría decirse: desde la comunión «ad intra» -la transformación de la propia existencia por la comunión con la vida de Cristo-, se pasa a la comunión «ad extra»: la transformación profunda de las relaciones con los demás y con el mundo, como fruto de la adoración, de la alabanza y del agradecimiento a Dios y para toda su gloria.

No se trata de una imitación «externa o extrínseca» de Cristo, como de un modelo que se copia desde fuera, sino que -conviene insistir- que es fruto de la vida espiritual (en el Espíritu), que nace del encuentro con Cristo a través de la oración y de los sacramentos. La oración que se une a la de Cristo no puede dejar de traducirse en Su «mismo» afán por consumar la obra de la redención con todas sus consecuencias. Entre ellas la solidaridad de horizonte universal.

El que ese proyecto se lleve a cabo en la realidad, depende sin duda del primer elemento -la capacidad de agradecimiento a Dios y cuanto de ella se deriva- y también del tercer elemento del «proyecto eucarístico»: la solicitud por los necesitados.

3. Sostiene el Papa que el servicio de los últimos es nada menos que campo de prueba o criterio de verificación del proyecto eucarístico. Como una punta de diamante que testifica la calidad de lo que está en juego, en este servicio «se refleja en gran parte la autenticidad de la participación en la Eucaristía celebrada en la comunidad: se trata de su impulso para un compromiso activo en la edificación de una sociedad más equitativa y fraterna» (cfr. Mc 9, 35; Jn 13, 1-20; cfr. 1 Co 11,17-22.27-34). Se refiere concretamente a los diversos ámbitos de las «múltiples pobrezas» de nuestro mundo: el hambre, la soledad, el paro, etc., invitando a las comunidades cristianas a una mayor sensibilidad a este respecto.

Los cristianos, y especialmente los católicos del llamado mundo occidental, no podemos permanecer impasibles -aburguesados- ante tanta miseria física y moral, dolor e ignorancia, ante las exageradas e injustas diferencias sociales -que se dan incluso en países donde abundan los cristianos, ciertamente poco consecuentes con su fe-, en un mundo que se globaliza económicamente, sin tanto interés por globalizar la solidaridad.

Los fieles laicos tienen aquí un papel fundamental, puesto que, cristianamente hablando, no hay santificación del mundo que no comporte la transformación, de hecho, de la sociedad. En su «trayectoria pastoral», Juan Pablo II insistió cada vez más en esta «consecuencia» de un auténtico encuentro con Cristo: el compromiso activo a la hora de contribuir a transformar la historia, la realidad social en la que cada uno -particularmente los fieles laicos, precisamente por su vocación- está inserto.

El documento se cierra con esta llamada imperativa de Juan Pablo II, verdadero aldabonazo a la conciencia de los cristianos, que debe valorarse como parte, y parte central, del sacerdocio común de los bautizados, precisamente -no cabe olvidarlo- como consecuencia de una auténtica actitud eucarística: «No podemos hacernos ilusiones: por el amor mutuo y, en particular, por la atención a los necesitados se nos reconocerá como verdaderos discípulos de Cristo (cfr. Jn 13,35; Mt 25,31-46). En base a este criterio se comprobará la autenticidad de nuestras celebraciones eucarísticas» (MN, 28).

Esta sensibilidad de Juan Pablo II en el ámbito social, fruto de la caridad que concede la primacía a la oración y los sacramentos, es admirada incluso por muchas personas que, paradójicamente, rechazan las enseñanzas del Papa en otros ámbitos de la moral cristiana, como la bioética. ¡Ojalá que el ejemplo y la coherencia, en el campo de la Doctrina social, de los buenos hijos de la Iglesia suscite en aquellos la conversión que los transforme también en testigos de la fe!

Al finalizar este apartado, cabe agradecer la propuesta pastoral de Juan Pablo II que ofreció como fruto de su «vida interior», sintiendo la responsabilidad de su ministerio como «siervo de los siervos de Dios». No sólo propuso ese itinerario, sino que llevó a la Iglesia por ese camino, contando con la ayuda divina y poniendo los medios a su alcance. La Eucaristía brilla en ese recorrido, por tanto, como punto de llegada -cumbre-; pero también, y siempre, como punto de partida -fuente- de la vida y de la misión de la Iglesia. En este tiempo, como centro de referencia para la «nueva evangelización».

Por eso, comenzando a responder a los interrogantes que nos hacíamos al principio de estas páginas, cabría decir: el alcance pastoral de la Eucaristía viene a ser el despliegue de su alcance espiritual allí donde el Espíritu Santo alcanza al espíritu del hombre -el corazón del cristiano-, se pone en marcha la dinámica que aplica la redención obrada por Cristo: el apostolado cristiano como participación en la misión de la Iglesia. La Eucaristía es el centro de la nueva evangelización. Muy a propósito viene aquí recordar el tema del Sínodo de los Obispos de 2005: «La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia».

¿Qué lugar ocupa la Eucaristía en la evangelización? La Eucaristía es el centro de la vida espiritual del cristiano, que le capacita para participar en la misión de la Iglesia. «La Iglesia -se lee en la encíclica Ecclesia de Eucharistia- recibe la fuerza espiritual necesaria para cumplir su misión perpetuando en la Eucaristía el sacrificio de la Cruz y comulgando el cuerpo y la sangre de Cristo. Así, la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo» (n. 22; cfr. PO, 5).

Para responder en concreto por el alcance de la Eucaristía en la nueva evangelización, conviene previamente explorar las relaciones entre liturgia y vida.

2.1 Liturgia y vida

Sin pretender ahora un estudio sistemático de esta relación, es imprescindible hacerse al respecto dos preguntas: en primer lugar, si es lo mismo liturgia que celebración litúrgica; en segundo lugar, qué relación existe entre celebración litúrgica y vida «ordinaria» de los cristianos (lo que implica afrontar la cuestión del sacerdocio común de los fieles en la condición laical). Con esos presupuestos estaremos en condiciones de profundizar en el «alcance» de la Eucaristía en la nueva Evangelización.

A. Liturgia y celebración litúrgica

Veamos como se plantea, en algunos textos fundamentales de la Iglesia, la relación entre celebración, liturgia y vida, primero en el Concilio Vaticano II y posteriormente en el Catecismo de la Iglesia Católica, para después interrogar a la MNsobre el tema.

Según el Concilio Vaticano II, que la liturgia es «acción» del «Cristo total» no significa que sea la única acción eclesial, si bien «la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la acción de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza».

La liturgia es fuente de la vida cristiana y eclesial porque introduce a los fieles en esa Vida nueva según el Espíritu, la vida de la gracia -No es la única fuente de esa vida porque es necesario que los hombres «antes sean llamados a la fe y a la conversión (cfr. Rom 10, 14s)». Sólo así -observa el Catecismo de la Iglesia Católica- puede dar sus frutos en la vida de los fieles, la Vida nueva según el Espíritu, el compromiso en la misión de la Iglesia y el servicio de su unidad.

La liturgia es culmen de la vida cristiana y eclesial porque conduce a que los fieles sean «concordes en la piedad» y «conserven en su vida lo que recibieron en la fe», de manera que «la renovación de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a los fieles a la apremiante caridad de Cristo».

La Sacrosanctum Concilium describe la liturgia como ejercicio del sacerdocio de Jesucristo, donde por signos sensibles se significa, y, del modo propio a cada signo, se realiza la santificación del hombre, y se ejerce el culto público íntegro por parte del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir su Cabeza y sus miembros. Esta descripción de la liturgia se aplica en sentido estricto a la celebración, como centro de la liturgia y de toda acción de la Iglesia. Pero también -si no fuera, quizá por el adjetivo «público»- podría entenderse en un sentido más amplio, aunque no impropio, de acuerdo con los textos conciliares que tratan del sacerdocio común de los fieles.

En efecto, el Catecismo de la Iglesia Católica sitúa esa misma descripción de la liturgia en el marco más amplio del Nuevo Testamento, y observa que la palabra liturgia designa ahí «no solamente la celebración del culto divino, sino también el anuncio del Evangelio y la caridad en acto». Así, San Pablo califica al apostolado como un «sagrado oficio» que se ofrece como culto, por medio de Cristo al Padre (cfr. Rom 1, 9; 15, 16); y considera que la vida de los cristianos es un servicio a la fe animado por la caridad, y en ese sentido un sacrificio y una ofrenda (cfr. Flp 2, 17).

Y explica el Catecismo: «En todas estas situaciones -es decir: tanto en el culto celebrado, como en el anuncio como en el servicio de la caridad- se trata del servicio de Dios y de los hombres». Concretamente, «en la celebración litúrgica, la Iglesia es servidora, a imagen de su Señor, el único "Liturgo" (cfr. Hb 8, 2 y 6), del cual ella participa en su sacerdocio, es decir, en el culto, anuncio y servicio de la caridad». Cabe interpretar: toda la vida cristiana es, precisamente en torno a la celebración litúrgica, liturgia: es «vida litúrgica» en cuanto que participa del sacerdocio de Cristo que comprende tanto la celebración (culto ritual) junto como la participación en su misión profética (testimonio) y real (servicio de caridad). Hay, por tanto, un sentido estricto de liturgia (el habitual) que se refiere a la celebración, y un sentido amplio que se refiere al culto espiritual o existencial de la vida cristiana (cfr. Rom 12, 1).

Dentro de la celebración litúrgica hay que tener en cuenta la Liturgia de las Horas. La articulación de ésta con la celebración eucarística y con la vida cotidiana se indica en el Catecismo según este principio: «El Misterio de Cristo, su Encarnación y su Pascua, que celebramos en la Eucaristía, especialmente en la Asamblea dominical, penetra y transfigura el tiempo de cada día mediante la celebración de la Liturgia de las Horas, "el Oficio divino"». Este principio pertenece a la «objetividad» de la oración de la Iglesia. En efecto, la Liturgia de las Horas, como sigue diciendo el texto, es «oración pública» de la Iglesia donde los fieles (clérigos, religiosos y laicos) ejercen el sacerdocio real (aunque los cristianos laicos no tengan el deber de rezar la Liturgia de las Horas). De todas formas «está llamada a ser la oración de todo el Pueblo de Dios», y se recomienda que todos los fieles, también los laicos -bien con los sacerdotes o reunidos entre sí, e incluso solos participen en ella «según su lugar propio en la Iglesia y las circunstancias de su vida».

La Liturgia de las Horas es «como una prolongación de la celebración eucarística», que expresa particularmente la dimensión orante del Misterio pascual, es decir, el diálogo de los cristianos con Dios Padre, por Cristo en el Espíritu Santo. Podría decirse: la oración de Cristo en cuanto «alma» de su sacrificio. En su estrecha relación con las celebraciones sacramentales, sobre todo la Eucaristía -centro y cumbre de la vida eclesial-, y en relación bipolar (de ida y vuelta) con la existencia cristiana, la pastoral de la Liturgia de las Horas tiene, por tanto, un lugar propio en la evangelización. Esto pertenece a la trayectoria pastoral de Juan Pablo II en los últimos años: promover la Liturgia de las Horas como parte (al menos potencial) de la experiencia cristiana vivida en plenitud, y como elemento importante de una «educación en la oración». Este ideal, que parece pedido por la «vuelta a las fuentes» operada por el Concilio Vaticano II y su aplicación posterior, requiere aún de mayor profundización y empeño, tanto desde el punto de vista teológico, como litúrgico y pastoral-catequético. Un buen cauce para ello á es el Año Litúrgico.

B. Eucaristía, vida ordinaria y condición laical

Por lo demás, la conexión entre la Eucaristía -y más ampliamente la celebración litúrgica- y la vida, viene explicada por el Catecismo recurriendo a la dinámica pneumatológica y espiritual de la celebración: «El Espíritu Santo recuerda (...) a la asamblea litúrgica el sentido del acontecimiento de la salvación dando vida a la Palabra de Dios que es anunciada para ser recibida y vivida». La última palabra expresa, en efecto, el termino ad quem de la celebración litúrgica. Siendo ya en sí misma vida, más aún centro de la vida cristiana, el fruto de la celebración se extiende a la vida entera de los cristianos. Ahora bien, ¿cómo se realiza esto y qué significado preciso tiene?

El modo en que esto sucede se presenta a continuación: «El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes, según las disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la Palabra de Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que constituyen la trama de la celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y realizan en la celebración».

El protagonista del proceso que enlaza la celebración con la existencia cristiana, es, pues, el Espíritu Santo. El fruto inmediato se denomina aquí la «inteligencia espiritual» de la Palabra, y como condición se señala las disposiciones de los corazones. Lo que sigue después en el Catecismo es una explicación más pormenorizada de la acción del Espíritu Santo: poner a los cristianos en conexión con la vida de Cristo para hacerlos vivir de Cristo, cuyo conocimiento es el que recibe del Padre y cuya vida es Imagen del Padre. El Espíritu actúa sobre los cristianos, a la vez sobre su inteligencia -la luz de la fe-, sobre su voluntad y afectos proponiendo la Imagen de Cristo para ser imitada y amada". Actúa haciendo que lo que en la celebración acontece, «pase» a la vida y la acción de los fieles, identificándolas con la vida y la acción del mismo Cristo. La comunión de vida con Cristo y por medio de Él con el Padre en el Espíritu, es el significado profundo de la liturgia «vivida» en sentido pleno.

La acción del Espíritu en la celebración litúrgica se extiende, pues, no sólo al interior de los corazones de los cristianos, sino también a la realidad de su vida familiar, profesional, cultural y social, de sus alegrías y enfermedades; y llega a impregnar, espiritualizándola, la misma materia de lo creado, como una «sequentia Sancti Evangelii» que transcurre fuera de los muros del templo, en la vida ordinaria. Así se realiza plenamente el sentido de la Eucaristía, y cabe decir que se celebra sobre el altar del mund041 y para «eucaristizar» el mundo, a la vez que los cristianos se van configurando con Cristo, también los que viven en medio del mundo, como veremos enseguida. Todo ello como participación del sacerdocio de Cristo y, claro está, como primicia de la situación escatológica definitiva.

Interesa recordar a este propósito que según el Concilio Vaticano II, el Espíritu Santo actúa principalmente por los sacramentos y los ministerios, las virtudes y los carismas (cfr. LG 12). Si la Eucaristía es el centro de la vida cristiana, puede entenderse que la acción principal del Espíritu tiene lugar en la celebración, y las demás acciones brotan de ella y conducen a ella. Su objetivo, cabría decir en la línea del Catecismo, consiste en que lo que Cristo es, «Sacramento» (signo e instrumento de salvación precisamente en su Humanidad) original y primordial del Padre, pase a ser participado por la Iglesia, y, en la Iglesia, por cada cristiano. Todos los fieles, según sus disposiciones -es decir, su relación con el Espíritu Santo (su vida espiritual)- y su condición en la Iglesia y en el mundo, participan de la «sacramentalidad» (capacidad de ser signo e instrumento de salvación) que la Iglesia (comunidad sacerdotal organice exstructa: LG 11) recibe de Cristo. Es, por tanto, fundamental la docilidad al Espíritu Santo por parte de los fieles y el esfuerzo por hacer de la Eucaristía el centro efectivo de su vida.

La sacramentalidad de la Iglesia engloba el conocimiento y la acción, la fe profesada o anunciada y la celebración de los grandes hechos de la salvación, tanto en el rito como en la vida. El culto cristiano celebra lo que la Palabra ha revelado, a la vez que lo anuncia y lo testifica, con palabras, acciones y actitudes.

Muchas celebraciones sacramentales tienen una estructura de este tipo: anuncio-rito-vida. Es decir, un enunciado, que comporta una determinada acción (ritual) respecto al cristiano e implica una determinada actitud en correspondencia. La celebración es en primer lugar alabanza para gloria de Dios. Pero también debe constituir un testimonio para otros (una manifestación de lo sagrado, con profundo valor educativo), que puede confortar la fe de los tibios, iluminar a los poco creyentes y sacudir la conciencia de algunos que lo necesitan para vivir en la calle, en el trabajo o en el hogar lo que celebran en el templo: el diálogo, la reconciliación, la solidaridad, como consecuencia de la comunión con Dios.

Como acción de hombres concretos, libres y responsables, la celebración litúrgica requiere la mediación de la palabra (homilía). Por lo que se refiere a esa «celebración» que es la existencia cristiana, conviene subrayar que implica el testimonio (el ejemplo, la coherencia en la conducta); un testimonio que alcanza pleno sentido con la palabra del cristiano, que explica su vida (cfr. Hb 13, 15; 1 Pe 3, 15) 4s.

Conviene advertir que el culto espiritual -la vida cristiana en torno a la celebración litúrgica- no convierte en «sagrada» a las realidades temporales, sino que, respetando su valor creado en unidad con el designio salvífico redentor, se orienta a la santificación del mundo. Éste es el sentido de la «santificación del tiempo» según el Nuevo Testamento.

En la MN, como hemos visto, la Eucaristía aparece primero como el misterio de luz por excelencia, en cuanto que ilumina toda la vida de Cristo. En segundo lugar se dice que esa luz, que proviene de la Eucaristía -de una celebración eucarística que manifieste todas sus dimensiones: banquete, sacrificio y presencia- conduce a la comunión de vida con Cristo, a vivir Su propia vida. En tercer lugar, que esa vida de Cristo se nos da a los cristianos en la comunión eclesial, de la que la Eucaristía es fuente y epifanía (con otras palabras, signo e instrumento: sacramento), y los cristianos la comunican al mundo por medio de la misión. La misión, el apostolado de los cristianos, sólo es posible desde la comunión.

Todo ello puede sintetizarse así, a modo de conclusión: la celebración litúrgica se prolonga en la vida cristiana, vida con Cristo, y, a la vez, vida de comunión in Ecclesia. Ésta es la «vida litúrgica» a la que nos hemos referido en los párrafos anteriores. A esto se refiere Juan Pablo II en su Carta cuando habla de la dimensión eucarística de toda la vida cristiana: una vida que se centra en la Eucaristía, que nace de ella y desemboca continuamente en ella.

Como también hemos visto en la primera parte de nuestro estudio, la MN enseña que el encuentro con Cristo -que se da privilegiadamente en la Eucaristía hasta el punto de entrar en su propia vida para seguir viviendo la vida propia en comunión con la suya- es al mismo tiempo un principio y proyecto de «misión». La Eucaristía hace que el «modo de ser» de Cristo pase al cristiano, y, por ese mismo movimiento, esa vida «en Cristo» se irradia, mediante el testimonio, en la cultura. Todo ello a condición de que ese cristiano vaya asimilando los «valores, actitudes y propósitos» que la desarrollan: es decir, la vida espiritual con todas sus dimensiones, elementos y consecuencias. Por decirlo brevemente, se trata de la existencia cristiana.

La doctrina del «culto espiritual» propio de la existencia cristiana, que venimos evocando, está en la base del sacerdocio común de los fieles, que el Concilio Vaticano II ha querido redescubrir, situándolo en el corazón de la constitución dogmática Lumen gentium, en su relación y distinción respecto al sacerdocio ministerial. Debe, en suma, reconocerse e impulsar en los fieles laicos su participación en el sacerdocio común de los bautizados.

En un discurso ante el Consejo Pontificio para los Laicos, volvió a subrayar Juan Pablo II: «Los fieles laicos, que participan del oficio sacerdotal de Cristo, presentan en la celebración eucarística su existencia -sus afectos y sufrimientos, su vida conyugal y familiar, su trabajo y los compromisos que asumen en la sociedad- como ofrenda espiritual agradable al Padre, consagrando así el mundo a Dios» (cfr. LG 34). Sobre todo por medio de ellos «la Iglesia y la Eucaristía se compenetran en el misterio de la comunión, milagro de unidad entre los hombres en un mundo donde las relaciones humanas a menudo se ven ofuscadas por la indiferencia o incluso desgarradas por la enemistad».

Por otra parte, en una mensaje firmado por Juan Pablo II en el policlínico Gemelli en marzo de 2005, dirigido al Cardenal Francis Arinze, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, señalaba tres puntos de particular interés en el orden del día previsto para la asamblea plenaria de esa Congregación: el ars celebrandi, encaminado a realizar y vivir plenamente el sentido cada acto litúrgico, en su unión con el compromiso en la contemplación y la coherencia cristiana; la homilía, al servicio del encuentro entre Dios y la comunidad cristiana y de la formación de los fieles; y la urgente formación litúrgica para todos los fieles. Si la reforma litúrgica de Concilio Vaticano II ha producido grandes frutos, constataba el Obispo de Roma, «conviene pasar "de la renovación a la profundización", para qué la liturgia pueda incidir, cada vez más, en la vida de los individuos y de las comunidades, convirtiéndose en fuente de santidad, de comunión y de impulso misionero».

2.2. La Eucaristía en la nueva evangelización

A propósito de la relación entre liturgia y vida, cabe recordar las puntualizaciones de Ecclesia in Europa n. 80: «No se debe olvidar que el culto espiritual agradable a Dios (cfr. Rom 12, 1) se realiza ante todo en la existencia cotidiana, vivida en la caridad por la entrega libre y generosa de uno mismo incluso en momentos de aparente impotencia».

En efecto, actuando bajo el impulso y la fuerza de la Eucaristía, participando del proyecto que la vida de Cristo supone y hace real por el Espíritu, los cristianos están llamados en nuestros días a transmitir las «razones de la esperanza». Ante todo con el testimonio del ejemplo y la conducta, pero también con la palabra. El texto de la primera carta de San Pedro expresa con singular densidad las convicciones, disposiciones y actitudes de los cristianos, como derivadas del culto espiritual que, enraizado en el corazón, se despliega en las más diversas actividades y circunstancias:

«Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15)

Ahora bien, para que la Eucaristía dé todo su fruto espiritual y pastoral, para que «alcance» efectivamente su horizonte en la vida de la Iglesia, de los cristianos y del mundo, ha de ser comprendida y vivida en la integridad de todas sus dimensiones, elementos y consecuencias.

A. Vivir la Eucaristía en la integridad de sus dimensiones

Juan Pablo II ha insistido en esta integridad: «Es importante -observa en la MN, n. 14- que no se olvide ningún aspecto de este Sacramento. En efecto, el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio. «La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones» (Ecclesia de Eucharistía, n. 10) ». De hecho, con su encíclica deseaba contribuir a que «la Eucaristía siga resplandeciendo con todo el esplendor de su misterio» (ibid.).

La encíclica Ecclesia de Eucharistía (= EDE) constituye de hecho referencia obligada para captar, en todo su horizonte, el «alcance espiritual» (y pastoral) del proyecto eucarístico que presenta la MN.

La encíclica presenta el misterio de la Eucaristía partiendo de las convicciones de la fe cristiana, que cabría distribuir un poco esquemáticamente, de modo que aparezca la soteriología, la eclesiología y la acción pastoral que se proponen:

1. La Eucaristía es la actualización perenne del misterio pascual y el don por excelencia de Cristo, que capacita a todo cristiano para participar en su obra redentora; es el sacrificio único de la Cruz que se hace presente (memorial) de modo sacramental; que Cristo ofrece ante todo como don al Padre, haciendo suyo el sacrificio espiritual de la Iglesia (n. 13) y que incluye el misterio de su resurrección (nn. 5-14); es «presencia real» de Cristo, verdadero banquete de su cuerpo y sangre en el que se nos comunica también su Espíritu; es anticipo de la vida eterna, que nos une a la liturgia celestial (nn. 15-18).

2. La Eucaristía se relaciona íntimamente con la Iglesia: por medio del ministerio sacerdotal, la Eucaristía edifica la Iglesia como comunión santa, católica y apostólica; manifiesta y educa la comunión y vivifica el ecumenismo (21-46); garantiza la presencia y la acción de Cristo en el mundo a través de los fieles, porque convierte a la Iglesia en «sacramento» para la humanidad (signo e instrumento de la comunión con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo); de esta manera, «la Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de la evangelización» (n. 22); todo ello se manifiesta de modo eminente en la escuela de María, mujer «eucarística» (nn. 53-58)

3. Esas convicciones que proceden de la fe acerca de la Eucaristía en relación con la Iglesia, son fortalecidas y vivificadas continuamente por la Eucaristía misma, disponiendo a los fieles para que cultiven determinadas actitudes. La Eucaristía ha de suscitar en la Iglesia y en cada cristiano, sentimientos de asombro, gratitud y emoción; gestos de delicadeza, amor y adoración (dentro y fuera de la Misa); decoro (al servicio de la fe) y hechos de generosidad (en el culto y en la vida); compromiso respecto a Dios y la Iglesia, la humanidad -especialmente los pobres y los necesitados- y la tierra misma lo.

B. Algunas condiciones (y preguntas) para alcanzar los frutos de la Eucaristía

En relación con la comunión eclesial, dice la encíclica que «resulta una exigencia intrínseca a la Eucaristía que se celebre en la comunión y, concretamente, en la integridad de todos sus vínculos» (n. 35). Se refiere a los vínculos que constituyen la comunión eclesial y por tanto la Iglesia como sacramento de salvación, tanto en su dimensión invisible (la unión con Dios Padre y entre nosotros, en Cristo por la acción del Espíritu Santo) como en su dimensión visible (la comunión en la doctrina, en los sacramentos y en el régimen jerárquico).

De esos vínculos derivan determinadas condiciones para lograr los frutos de la Eucaristía: la vida de la gracia y la atención a los necesitados, la comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice, el impulso a la participación en la eucaristía dominical, el compromiso ecuménico y el «decoro» en la celebración eucarística. No pretendemos ahora simplemente recordar los contenidos de la encíclica, sino animar a que se impulsen de hecho estas condiciones en las comunidades cristianas (parroquias, escuelas, familias, grupos y movimientos, etc.), pasando de los principios teológicos a los hechos.

a) La primera condición para comprender y vivir el alcance de la Eucaristía es la vida de la gracia, que nos hace partícipes de la naturaleza divina y nos infunde la fe, la esperanza y la caridad. El texto subraya que no basta la (mera) «fe», sino que se precisa la fe que actúa por la caridad (cfr. Ga 5, 6) (cfr. EDE, 36). La pregunta primera e inmediata sería: ¿cómo fomentar más la fe en la Eucaristía, la adoración al Santísimo Sacramento dentro y fuera de la Misa? ¿Cómo concebir una pedagogía de la «acción de gracias» y prolongarla durante el día?

A propósito de la vida de la gracia, la encíclica recuerda también el deber señalado por el Apóstol: «Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa» (1 Co 11, 28). De esta exhortación la encíclica ofrece dos interpretaciones complementarias. Por una parte reitera la doctrina del Concilio de Trento, que recoge el Catecismo de la Iglesia Católica y el Derecho Canónico, sobre la necesidad de confesar los pecados, cuando uno es consciente de pecado mortal (EDE, 36). A este respecto conviene preguntar: ¿cómo y cuando se facilita a los fieles el recurso al sacramento de la Penitencia?

b) Por otra parte, en un punto anterior, la encíclica evoca cómo Pablo, en el mismo pasaje, «califica como "indigno" de una comunidad cristiana que se participe en la Cena del Señor, si se hace en un contexto de división e indiferencia hacía los pobres (cfr. 1 Co 11, 17.22.27.34) ». Esto se pone en relación con el «lavatorio de pies» (cfr. Jn 13, 1-20), donde Jesús se hace maestro de comunión y servicio (EDE, 20) 52. Cabe preguntarse en qué se está traduciendo concretamente ese «servicio a los últimos» que pertenece al «modo de ser» de Jesús, como dimensión intrínseca de la Eucaristía, tanto en el plano personal, familiar, etc., como en los horizontes más amplios de la cultura, de la economía o de la política.

Las dos vertientes, vida de la gracia y servicio a los demás -especialmente a los más necesitados- van unidas, pues «anunciar la muerte del Señor "hasta que venga' (1 Co 11, 26) comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo "eucarística"»; esta «transfiguración de la existencia» se asocia al «compromiso de transformar el mundo según el Evangelio» (cfr. n. 20).

Juan Pablo II viene insistiendo en la necesidad de «programas pedagógicos» que enseñen a vivir la Doctrina Social desde el compromiso por la santidad, rechazando una espiritualidad cómoda e individualista (cfr. Carta ap. Novo millennio ineunte, 31 y 52). No se olvide que la nueva evangelización requiere particularmente de cristianos que se dediquen al servicio del bien común y de la vida pública. ¿Qué se está haciendo para impulsar esa dedicación -obviamente, según las aptitudes de cada cual- entre los jóvenes?

c) También la Eucaristía «exige que se celebre en un contexto de integridad de los vínculos, incluso externos, de comunión. (...) No se puede dar la comunión a una persona no bautizada o que rechace la verdad íntegra de fe sobre el Misterio eucarístico» (EDE, 38). Entre otras consecuencias, de aquí se deriva que «una comunidad realmente eucarística no puede encerrarse en sí misma, como si fuera autosuficiente, sino que ha de mantenerse en sintonía con todas las demás comunidades católicas», por medio de la comunión con el propio Obispo y con el Romano Pontífice" (n. 39) 54. ¿Se caracterizan los que participan de la Eucaristía por su comunión de convicciones y de actitudes respecto al Colegio de los Obispos y su Cabeza? Más aún, ¿qué lugar reservamos, en la educación de los niños y de los jóvenes cristianos, para el amor a la Iglesia y el sentir con la Iglesia.? No la Iglesia en abstracto, sino la Iglesia universal que es la comunión de las Iglesias locales.

d) Al señalar que la Eucaristía educa la comunión (n. 40), la encíclica aborda la condición que podría llamarse antropológica, de la celebración eucarística. Según esto, ¿es posible que en una celebración eucarística entren en comunión personas divididas en la vida social?, ¿es posible la comunión en un ambiente adverso a la unidad y la paz? A primera vista parece que la respuesta sería negativa. Sin embargo la Eucaristía, por aportar la victoria de Cristo, su unidad y su paz (Jn 14, 27; 17, 21) y no las nuestras, es capaz de promover la comunión; incluso donde espontáneamente no se dan las condiciones para hablar de una «comunidad humana» propiamente dicha".

En efecto, La Eucaristía es «escuela» de comunión en la medida en que el motivo que convoca a los que se reúnen -que pueden tener, y con frecuencia tienen, una edad y cultura diferente, unas ideas distintas en lo cultural y político- es no sólo la fe en la llamada de Cristo, sino su presencia real en la Eucaristía, como fruto de su muerte y resurrección. Y esto supone un germen, un anticipo de la reconciliación escatológica, que supera todo elemento sociológico y temporal, no porque lo margine sino porque lo asume, lo purifica y lo eleva integrándolo en la vida de Cristo".

Supuesta la existencia de la Iglesia, la Eucaristía la edifica continuamente, nos hace «cuerpo de Cristo»: nos hace participar de su propio misterio de paz y unidad. «Esta peculiar eficacia para promover la comunión, propia de la Eucaristía -escribe Juan Pablo II- es uno de los motivos de la importancia de la Misa dominical». El texto recuerda la obligación de participar en la Misa del Domingo si no hay un obstáculo grave. Pero, ¿es la presencia de Jesús resucitado y el encuentro con Él lo que está configurando las comunidades cristianas? ¿Qué lugar ocupa el Domingo en las catequesis de jóvenes y adultos?

e) Por lo que toca al compromiso ecuménico, la Eucaristía impulsa a la meta de la unidad de la Iglesia, «al ser su expresión apropiada y su fuente insuperable» (LG 11). Puede decirse que la identificación de los cristianos con la oración de Cristo por la unidad (In 17, 21) de ningún otro modo más eficaz se alcanza que participando activa y fructuosamente en la Eucaristía". Es pertinente insistir en que, precisamente como fruto de la Eucaristía y condición para que dé más fruto, la oración es el alma del ecumenismo. ¿Cómo se está impulsando a cada cristiano para que haga propia esta preocupación de la Iglesia? Hay que tener presente que la tarea ecuménica no puede dejarse sólo para los especialistas -a quienes corresponde el «diálogo ecuménico» -en sentido técnico-, o considerarse como un apéndice de la misión, sino que pertenece orgánicamente a la vida eclesial, por tanto afecta a todos los bautizados.

f) Finalmente, respecto al decoro de la celebración eucarística (EDE, 47 ss), el «elevado sentido del misterio» debe manifestarse no sólo en las disposiciones para acercarse al banquete sacrificial, sino en otros dos aspectos. En primer lugar, promoviendo adecuadas manifestaciones artísticas inspiradas en la Eucaristía, desde los ámbitos de la arquitectura, escultura, pintura y música -¿cómo se está promoviendo la sensibilidad de los artistas en este servicio que pueden prestar a la fe?-. Por otra parte conviene insistir en la delicadeza para vivir las disposiciones litúrgicas, recordadas en la Instrucción Redemptionis sacramentum (2004). Estas disposiciones afectan también a la necesidad de preparar adecuadamente cada celebración, en cuanto a la participación de los fieles en las lecturas y peticiones, el canto, etc., tal como lo propone actualmente la Iglesia. ¿Con qué esfuerzo, por ejemplo, se organiza una catequesis litúrgica -«mistagógica»- que contribuya a que los cristianos hagan efectivas las consecuencias de una auténtica celebración litúrgica?

3. CONCLUSIÓN

Al concluir estas reflexiones, puede surgir una impresión: ¡pero entonces la Eucaristía lo es «todo» ...! Ciertamente, y ello es prueba de su centralidad para la Iglesia y los cristianos. Lo adquirido en las páginas precedentes puede sintetizarse en tres «proposiciones teológicas», cada una con sus respectivas implicaciones pastorales.

1. El «alcance espiritual» (impulsado por el Espíritu Santo) del Año de la Eucaristía es tan amplio como el horizonte de la misión de la Iglesia. El Espíritu conoce las profundidades del amor de Dios y también las profundidades y miserias del corazón humano. Pero tiene la capacidad de llenar con su gracia la vida humana, haciendo que los cristianos transformen la historia y el mundo según los designios divinos.

En cuanto a su significado pastoral, el Año de la Eucaristía se propone como un fruto de madurez de la propia vida espiritual de Juan Pablo II. Esta forma de actuar está indicando que para atisbar el horizonte de la nueva evangelización y avanzar sin desviaciones hacia él, hay que comenzar impulsando en los cristianos la vida espiritual, la vida de la gracia, que se edifica sobre la oración (diálogo con Dios, adoración, contemplación) y los sacramentos.

2. La vida cristiana (la vida de los cristianos) es vida litúrgica y sobre todo eucarística. Debe serlo, de la manera más consciente y plena posible. Toda la vida del cristiano está llamada a ser un «culto espiritual»; espiritual, no por menosprecio del cuerpo o de la materia, sino por que ha de estar unificada y vivificada por el Espíritu y centrada en la Eucaristía: nacer de ella y desembocar siempre de nuevo en ella.

El núcleo de la actitud eucarística es la acción de gracias a Dios Padre, por Cristo, en la unidad del Espíritu Santo. La vida cotidiana (las relaciones familiares y laborales, culturales y sociales, etc.), de la que el trabajo es en cierto modo el símbolo, ha de convertirse en ofrenda y sacrificio de acción de gracias por su unión con la Eucaristía. De ahí que la secularidad, especialmente para los fieles laicos, tiene también su centro en la Eucaristía.

3. La Eucaristía es la «fuente» y, al mismo tiempo, la «cumbre» de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo. Quien vive la vida de Cristo, comunica la vida de Cristo con la coherencia de su conducta y en lo posible con su palabra.

De la Eucaristía, por tanto, ha de brotar el testimonio y el diálogo, la promoción de la unidad y la paz, la preocupación por los pobres y necesitados, como rasgos del «modo de ser» de Jesús. Para toda comunidad cristiana, y para cada cristiano singular, se trata de criterios clave para comprobar la autenticidad de la celebración eucarística. El cristiano ha de prolongar en su vida el sacrificio, la presencia y el alimento de Cristo para el mundo.

En definitiva, para que dé todo su fruto espiritual y pastoral, para que «alcance» efectivamente su horizonte en la vida de la Iglesia, de los cristianos y del mundo, la Eucaristía ha de ser comprendida y vivida en y la plenitud de sus dimensiones, elementos y consecuencias.

Ramiro PELLITERO. Facultad de Teología Universidad de Navarra, PAMPLONA

SCRIPTA THEOLOGICA 37 (2005/2), pp. 527-564

EUCARISTÍA Y NUEVA EVANGELIZACIÓN

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