lunes, 15 de agosto de 2011

CP28ag97

LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO

EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO

Exhortación pastoral ante el curso apostólico 1.997-1.998

INDICE

Introducción

1. Balance de la aplicación del objetivo del curso 1.996-97
2. Un nuevo objetivo pastoral para el curso 1.997-98
3. Especial continuidad con el objetivo del curso pasado

I. LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO

4. "Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida" (Credo)
5. El don de la Pascua del Señor
6. Reconocer la presencia y la acción del Espíritu Santo
7. El Espíritu Santo se manifiesta en Cristo y en la Iglesia
8. El Espíritu Santo llena el universo y actúa en la historia
9. María, "la mujer dócil a la voz del Espíritu"

II. LA INICIACION CRISTIANA, OBRA DEL ESPIRITU SANTO

10. La Iniciación cristiana, obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo
11. La Confirmación, sacramento de Iniciación
12. Relación de la Confirmación con el Bautismo y con la Eucaristía
13. La Confirmación, sacramento del Espíritu
14. Los signos de la comunicación del Espíritu
15. Los destinatarios del sacramento de la Confirmación

III. LA VIDA "EN EL ESPIRITU"

16. La inhabitación trinitaria: el Espíritu Santo "está en nosotros"
17. La fe: "Nadie puede decir 'Jesús es el Señor' sino en el Espíritu Santo"
18. La oración: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad"
19. La celebración litúrgica: "Adorar al Padre en el Espíritu y la verdad"
20. La esperanza que no defrauda: "Ven, Señor Jesús"

IV. SUGERENCIAS PRACTICAS

21. Para redescubrir y conocer al Espíritu Santo
22. La catequesis y la predicación sobre el Espíritu Santo
23. El domingo, día del Espíritu
24. La pastoral de la Confirmación
25. Retos y esperanzas en la pastoral de la Confirmación
26. Los signos de la presencia del Espíritu Santo en nuestra Iglesia
27. Los signos de la acción del Espíritu Santo en nuestro pueblo
28. La vida espiritual de los sacerdotes y de las personas consagradas
29. La espiritualidad de los laicos

Conclusión

30. Firmes en la esperanza confiamos en el Espíritu Santo


LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO

EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO

Exhortación pastoral ante el curso apostólico 1.997-1.998

Introducción (1)

Queridos hermanos presbíteros, religiosas, seminaristas y fieles laicos:

Con el favor de Dios nos disponemos a iniciar un nuevo curso. Una vez más, al ofreceros la Exhortación que debe guiaros en la puesta en práctica del objetivo pastoral diocesano para 1.997-1.998, os saludo con todo afecto en el Señor: "Que el Dios de la esperanza os colme de toda alegría y de paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo" (Rm 15,13).

Con estas palabras de San Pablo, de bendición y de augurio, pido para toda la comunidad diocesana y para cada uno de vosotros la paz y el gozo que nacen de la conciencia de haber obtenido la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, que ha derramado en nuestros corazones el Espíritu Santo. Esa paz y ese gozo son la prenda de la felicidad que esperamos (cf. Rm 5,1-5).

1. Balance de la aplicación del objetivo del curso 1.996-97

En los encuentros arciprestales del pasado mes de junio y en la reunión de arciprestes y de delegados diocesanos que tuvo lugar en Guarda los días 25 y 26 del mismo mes, se hizo balance del último curso pastoral. En términos generales se puede afirmar que el objetivo diocesano de 1.996-97 ha estado muy presente en los diversos ámbitos de la vida y de la acción pastoral de nuestra diócesis. La dimensión catequética del Conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo se ha puesto de manifiesto en las actuaciones orientadas a la formación de los fieles, como la catequesis a varios niveles, la enseñanza de la religión, las homilías y los ejercicios piadosos, y las conferencias del Centro Teológico Civitatense. El objetivo ha centrado también la formación permanente de los presbíteros y de las religiosas.

En el aspecto celebrativo se ha prestado atención al domingo y a las solemnidades y fiestas del Señor como momentos privilegiados del encuentro con Él, a la renovación del culto eucarístico y a la pastoral del sacramento del Bautismo. El Bautismo ha sido presentado a los fieles como "fundamento de la existencia cristiana" (cf. TMA 41), y a los sacerdotes y religiosas como referencia básica de todas las formas de espiritualidad específica en la Iglesia. En esta clave se han movido también la pastoral juvenil y la pastoral vocacional, al recordar la relación entre Bautismo y vocación.

En cuanto a la participación en el apostolado y en el testimonio de Jesucristo con una conducta coherente con el Evangelio y con la justicia y la caridad, los laicos han intentado orientar su formación hacia el conocimiento de Jesucristo y el sentido comunitario, descubriendo las repercursiones de la fe en la vida personal, familiar y profesional. La pastoral familiar y sanitaria, los encuentros de educadores cristianos, las convocatorias de pastoral juvenil, etc. se han movido en esta dirección. Capítulo propio merecen la labor de promoción social y los diversos proyectos y programas de nuestra Caritas Diocesana.

La Visita pastoral realizada a cuatro arciprestazgos me ha permitido, entre otros aspectos, ver hasta qué punto el objetivo diocesano es tenido en cuenta por las comunidades parroquiales. En este sentido se constata todavía la dificultad para llevar a cabo una acción evangelizadora que integre y fomente la participación de los laicos en la parroquia.

2. Un nuevo objetivo pastoral para el curso 1.997-98

Como se viene haciendo desde los años 1.989-90 os propongo para el curso 1.997-98 el siguiente objetivo: RECONOCER LA PRESENCIA Y LA ACCIÓN DEL ESPIRITU SANTO EN LA INICIACION CRISTIANA (SACRAMENTO DE LA CONFIRMACION) Y EN LA VIDA DE LA IGLESIA EN NUESTRO PUEBLO.

Este objetivo no sólo da continuidad a los objetivos anteriores (2) , especialmente desde el curso 1.995-96, sino que incorpora la preparación del Gran Jubileo del año 2.000 siguiendo la invitación del Papa en la Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente (3). De este modo el objetivo diocesano se asocia a este gran proceso de la preparación y de la celebración del Gran Jubileo de la Encarnación, proceso definido por el Papa en la perspectiva de la Iniciación cristiana. No obstante quiero recordar una vez más que todos los objetivos tienen como denominador común la evangelización y la referencia a la Iglesia local, diócesis y parroquia, para configurar el talante evangelizador y pastoral que integre los distintos aspectos de la misión de la Iglesia en nuestro pueblo.

3. Especial continuidad con el objetivo del curso pasado

El objetivo para 1.997-98 empalma directa y orgánicamente con lo que ha significado el objetivo del último curso: "Conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo en la Iniciación cristiana (sacramento del Bautismo) y en la vida de la fe". Aunque centrado en la Persona del Espíritu Santo, tiene un fuerte acento cristológico-trinitario, en el sentido de que es Jesucristo el que nos abre el acceso al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo (cf. TMA 39; DV 2; 4; 17; CatIC 240 ss.). El Espíritu Santo cuya presencia y acción estamos llamados a reconocer, no se puede disociar de Jesucristo que lo ha recibido del Padre y nos lo ha transmitido (cf. Hch 2,33). El Espíritu ha sido y es continuamente enviado por el Padre a ruegos del Hijo y Señor nuestro Jesucristo (cf. Jn 14,16), "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13,8).

Por otra parte la unidad y la relación mutua de los sacramentos de la Iniciación cristiana nos obliga a no separar la pastoral de la Confirmación de la pastoral del Bautismo. Por estos motivos es necesario tener en cuenta los aciertos y los logros del curso pastoral precedente, y completar lo que falte en algunos aspectos, sobre todo de cara al fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos, propósito permanente de la preparación del Jubileo del año 2.000 (cf. TMA 42).

La presentación del objetivo en la presente Exhortación tiene cuatro partes: la primera dedicada a la Persona del Espíritu Santo, el don de la Pascua del Señor; la segunda vuelve como en años anteriores a la Iniciación cristiana, centrándose esta vez en la Confirmación; la tercera se refiere a algunos aspectos de la "vida en el Espíritu", es decir, de nuestra existencia animada por el Espíritu Santo; y la cuarta sugiere diversas consecuencias prácticas.

I. LA PRESENCIA Y LA ACCION DEL ESPIRITU SANTO

4. "Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida" (Credo)

Todos los domingos y solemnidades, reunidos en la asamblea eucarística recitamos el Símbolo, norma de la fe apostólica. En unánime expresión pastores y fieles confesamos:

"Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida,

que procede del Padre y del Hijo.

Que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria,

y que habló por los profetas".

Con estas palabras del Símbolo Niceno-Canstantinopolitano, fue formulada la fe de la Iglesia en la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. El año 1.981 tuve la gracia de asistir en Roma durante la solemnidad de Pentecostés a la celebración del decimosexto centenario del Concilio I de Constantinopla, que enseñó la doctrina sobre el Espíritu Santo y completó el Símbolo profesado en Nicea el año 325 y reconocido solemnemente en Calcedonia en el 451 en su valor normativo e irrevocable. Me parece oir todavía la voz del Santo Padre Juan Pablo II, convaleciente del atentado sufrido semanas antes, que pronunciaba en griego y en latín la fórmula originaria, reclamo de la unidad plena entre las Iglesias de Oriente y de Occidente.

El Papa hizo una hermosa profesión de fe en el Espíritu Santo "Señor y dador de vida" que quiero recoger, porque constituye un bellísimo y autorizado comentario a las palabras del Símbolo relativas al Espíritu Santo y a su acción en la Iglesia:

"Porque sólo con su poder, con la fuerza del Espíritu Santo, que es Señor y da la vida, nosotros somos la Iglesia misma, la Iglesia en la que hay diversidad de dones, pero uno mismo es el Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos. Y a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad (1 Cor 12,4-7). Así pues estamos en el Espíritu Santo y en El deseamos permanecer:

- en Él, que es el Espíritu que da la vida y es una fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39);

- en Él, por medio del cual el Padre vuelve a dar la vida a los hombres muertos por el pecado, hasta que un día restituya Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom 8, 10-11);

- en Él, que dota a la Iglesia con diversos dones jerárquicos y carismáticos, y con su ayuda la guía y la enriquece con frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22);

- en Él, que con la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer a la Iglesia y continuamente la renueva y la conduce hacia la unión perfecta con su Esposo (cf. LG 4).

Sí. En Él: en el Espíritu Santo, en el Paráclito deseamos permanecer, así como nos ha entregado a Él, -al Espíritu del Padre- Cristo crucificado y resucitado. Nos ha entregado a Él, dándolo a nosotros: a los Apóstoles y a la Iglesia, cuando en el Cenáculo de Jerusalén dijo: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22)" (4).

Este texto invita a meditar en la tercera parte del Símbolo de la Fe, para que cada uno renueve la conciencia de "permanecer en el Espíritu Santo", que es "Señor y da la vida". Profesando esta fe y renovando esta conciencia seguimos las huellas de la Iglesia indivisa de los primeros siglos, al mismo tiempo que adoramos y glorificamos al Espíritu Santo juntamente con el Padre y con el Hijo, condición primera para reconocer la presencia y la acción santificadora del Espíritu en la actual etapa de la historia de la salvación y en nuestra propia vida a las puertas del tercer milenio de la Iglesia. En efecto, "la Iglesia no puede prepararse al cumplimiento bimilenario 'de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en la plenitud de los tiempos se realizó por obra del Espíritu Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia'" (TMA 44).

5. El don de la Pascua del Señor

¿Quién es el Espíritu Santo? Todos sabemos que es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, es decir, de la misma "naturaleza" e igual en "dignidad" y que recibe "una misma adoración y gloria". Así lo afirma el prefacio de la Misa de la Santísima Trinidad: "Y lo que creemos de tu gloria porque tú (el Padre) lo revelaste, lo afirmamos también de tu Hijo, y también del Espíritu Santo, sin diferencia ni distinción". Sin embargo los cristianos occidentales sabemos muy poco del Espíritu Santo y no siempre hemos mantenido con Él una relación consciente y gozosa, a pesar de que Él habita en nosotros, despierta nuestra fe y nos mueve a llamar a Dios Padre y a confesar a Cristo como Señor, como después se verá. El Espíritu Santo "no habla de sí mismo" (Jn 16,13), pero hace notar su presencia suave y estimulante en todos los ámbitos de nuestra vida.

El Espíritu Santo tiene este nombre propio, el más empleado en el Nuevo Testamento, pero es llamado también el "otro Paráclito" o "Consolador" (Jn 14,16.26; etc.), el "Espíritu de la verdad" (Jn 15,26; 16,13), el "Espíritu de Cristo" (Rm 8,11), el "Espíritu del Señor" (2 Cor 3,17), el "Espíritu de Jesús" (Hch 16,7), en clara referencia a Jesucristo resucitado. Se le denomina así mismo "Espíritu de Dios" (Rm 8,9.14; etc.), la "Promesa del Padre" (Hch 1,4; 2,33) y "Espíritu de la Promesa" (Ef 1,13; cf. Gál 3,14), "Espíritu de la filiación adoptiva" (Rm 8,15; cf. Gál 4,5-6) y "Espíritu de la gloria" (1 Pe 4,14), expresiones que tienen como transfondo las referencias e imágenes del Espíritu divino en el Antiguo Testamento y los anuncios de su comunicación a los hombres en los tiempos mesiánicos (5).

La revelación del Espíritu Santo como Persona divina distinta del Padre y del Hijo se produce en el Nuevo Testamento y de manera especial en las promesas de Jesús en la última Cena (6). Pero es en la resurrección cuando Jesucristo transmite el Espíritu Santo a los discípulos como el don divino personal por antonomasia con vistas a la misión de la Iglesia (cf. Jn 20,21-22; Hch 1,2; 2,33). El Espíritu Santo es, por tanto, el gran regalo que el Señor hace a la Iglesia en su Pascua, "al pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1).

6. Reconocer la presencia y la acción del Espíritu Santo

El Papa ha señalado como un "objetivo primario de la preparación del Jubileo (del 2.000) el reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu, que actúa en la Iglesia tanto sacramentalmente, sobre todo por la Confirmación, como a través de los diversos carismas, funciones y ministerios que Él ha suscitado para su bien" (TMA 45; cf. 44). Esta finalidad del II año de la fase preparatoria del Gran Jubileo debe definir nuestra preocupación pastoral durante el curso 1.997-98.

¿Qué quiere decir esto? El verbo reconocer alude al acto de la mente humana que examina, averigua y trata de conocer más a fondo a una persona o de tomar conciencia de una realidad. Pero la expresión indica también la aceptación interior e incluso externa de la persona conocida o de la realidad experimentada, así como la gratitud y el afecto que brotan sobre todo cuando se trata del reconocimiento de una persona. Reconocer la presencia y la acción del Espíritu Santo significa por tanto conocerle como Persona divina y acogerle como el "don de Dios" (Jn 4,10), admitiendo también los signos de su cercanía y de su actuación en nosotros y en nuestro entorno. Para esto es indispensable escrutar esos signos y descubrir en ellos la invitación a mantener unas relaciones que Él hace posible, en primer lugar con cada una de las Personas divinas, pero también entre nosotros como miembros de la Iglesia, morada suya y centro de su acción.

Ahora bien, para reconocer la presencia y la acción del Espíritu Santo es indispensable conocer profundamente a Jesucristo y dejarse introducir por Él en su propia relación con el Padre y con el Espíritu. Sólo el que conoce de veras a Jesucristo sintonizando con Él y entrando en comunión con Él, puede percibir los frutos de la obra del Espíritu Santo que da testimonio de que somos hijos de Dios y nos mueve a vivir el amor cristiano, verdadero anticipo de la felicidad que todos anhelamos. Una y otra experiencia proceden también de Jesucristo que nos ha descubierto su propia vida divina y nos ha dado parte en ella al comunicarnos el Espíritu (cf. Rm 5,5; 1 Jn 3,24). En efecto el Espíritu Santo, según las promesas de Jesús, "recibe de Él lo que nos va comunicando" para "guiarnos hacia la verdad plena" (cf. Jn 16,12-15). Jesucristo es el único camino no sólo para conocer al Padre (cf. Jn 1,18) sino también para gozar de la presencia y de los frutos del Espíritu (cf. Jn 14,17; Gal 5,22).

7. El Espíritu Santo se manifiesta en Cristo y en la Iglesia

El Espíritu había llenado toda la existencia terrena de Jesús ya desde la encarnación, realizada "por obra del Espíritu Santo" (Credo). La humanidad santísima de nuestro Salvador está impregnada totalmente del Espíritu Santo que mora en Él en plenitud. Por eso el Espíritu es llamado por los Santos Padres la "Unción de Jesús", de manera que "en el nombre de Cristo está sobreentendido El que ha ungido, El que ha sido ungido y la Unción misma con la que ha sido ungido: El que ha ungido es el Padre, El que ha sido ungido es el Hijo, y lo ha sido en el Espíritu Santo que es la Unción" (S. Ireneo: cit. en CatIC 438). Existe tal compenetración entre Jesucristo y el Espíritu Santo que "quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener contacto antes necesariamente con el óleo" (S. Gregorio Niseno: cit. en CatIC 690).

Esta presencia-unción del Espíritu en Cristo fue revelada en el momento del bautismo por Juan (cf. Hch 10,38) para que "fuese manifestado a Israel" (Jn 1,31) como el Mesías. Las obras y palabras de Jesús lo dieron a conocer como "el Santo de Dios" (Mc 1,24). Su muerte en la cruz fue oblación sacerdotal, cuando "en virtud del Espíritu eterno, (Cristo) se ofreció a Dios como sacrificio sin mancha" (Hb 9,14). Por la fuerza del Espíritu fue vivificado en el sepulcro y "constituído según el Espíritu Santo Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de entre los muertos" (Rm 1,4; cf. 8,11). En esa hora Jesús "entregó el Espíritu" (Jn 19,30; cf. 20,22) y lo derramó sobre la Iglesia para santificarla y enriquecerla con diversos dones jerárquicos y carismáticos (cf. Hch 2,1-4; LG 4).

Desde entonces el Espíritu Santo se manifesta en la comunidad cristiana, y los discípulos empiezan a comprender todo lo que había dicho y hecho Jesús, a entender las Escrituras (cf. Jn 2,22; 7,39; Lc 24,45) y a sentirse verdaderamente testigos y enviados suyos (cf. Hch 1,8). En este sentido Pentecostés, a los cincuenta días de la Pascua (cf. Hch 2,1), significa la culminación de los acontecimientos de la muerte y de la resurrección del Señor y el comienzo del "tiempo de la Iglesia" o "tiempo del Espíritu". Robustecida por la "fuerza de lo alto" (Lc 24,49) la Iglesia se presenta ante el mundo como continuadora de la misión de Cristo, anunciando el Evangelio y dispensando los sacramentos de la salvación (cf. LG 2; SC 6). El Espíritu Santo guía a la Iglesia y hace que todos los creyentes en Cristo, santificados por Él, crezcamos juntos hacia la plena comunión y demos testimonio de la verdad del Evangelio. Él es "quien vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo de la Iglesia" (LG 7).

En efecto, la acción del Espíritu Santo hace que la Iglesia aparezca en el mundo como "sacramento de Cristo" (cf. LG 1; 48), enviada en todos sus miembros para anunciar, actualizar y extender el misterio del Reino de Dios. El Espíritu no sólo acompaña a los mensajeros del Evangelio, sino que prepara a los hombres para que lo reciban. Como "Espíritu de la verdad" recuerda a los discípulos "todo lo que Jesús ha enseñado" (Jn 14,26; Jn 16,13-15), garantizando a la Iglesia la pureza de la fe apostólica, la interpretación de las Escrituras y la autenticidad del Magisterio. El Espíritu actúa en los sacramentos haciendo eficaces las acciones litúrgicas, especialmente la Eucaristía en la que es enviado para que las ofrendas se conviertan en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo y para que los fieles nos transformemos en aquello que recibimos. Él enriquece también a las comunidades cristianas con toda clase de carismas, servicios y funciones (cf. 1 Cor 12,4-11) para la edificación del cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12).

El Espíritu Santo sostiene también a los creyentes en la práctica del amor fraterno. Al mismo tiempo hace que la Iglesia actúe como levadura en la sociedad para renovar y unir a los hombres, proclamando la libertad a los oprimidos, curando, liberando de todo mal y anunciando el "año de gracia" o tiempo del señorío de Dios sobre la tierra (cf. Lc 4,18-21). Como recuerda el Papa Juan Pablo II en la Carta Tertio Millennio Adveniente, "el Espíritu es también para nuestra época el agente principal de la nueva evangelización. Será por tanto importante descubrir al Espíritu como Aquel que construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestación en Jesucristo, animando a los hombres en su corazón y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos" (TMA 45).

8. El Espíritu Santo llena el universo y actúa en la historia

Pero la presencia y la acción del Espíritu Santo no se circunscribe a la Iglesia porque "el viento sopla donde quiere" (Jn 3,8). La amplitud de la actuación del Espíritu está insinuada ya en el Antiguo Testamento, dado que tanto la Palabra de Dios como el Soplo divino están en el origen de todo cuanto existe (cf. Gn 1,1-3; Sal 33,6). Así lo expresa la Escritura: "el Espíritu del Señor ha llenado el universo y el que todo lo abarca tiene conocimiento de todos los sonidos" (Sab 1,7). Una de las más conocidas invocaciones al Espíritu Santo lo señala también: "Envía tu Espíritu, Señor, y renueva la faz de la tierra" (cf. Sal 104,30).

El universo entero es animado por el Espíritu Creador (Veni Creator Spiritus) "que da la vida", la guarda y la mantiene. Pero es sobre todo el hombre, imagen de Dios (cf. Gn 1,26-27), centro y cima de la creación, el que es objeto de la atención divina y "lugar recóndito del encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte en 'fuente de agua que brota para la vida eterna'(Jn 4,14)... El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que 'poseen las primicias del Espíritu' y 'esperan la redención de su cuerpo' (Rm 8,23)" (7).

El Espíritu Santo está presente y obra por tanto en todos los hombres, iluminándolos con la luz del Verbo (cf. Jn 1,9) y estableciendo con cada uno en la situación histórica en la que se encuentra, un diálogo de amor y de libertad para realizar el designio de salvación en cada persona y en toda la humanidad. En la intimidad de cada hombre el Espíritu del Señor lo conduce y ayuda a descubrir la dignidad humana, el valor de la conciencia, la excelencia de la libertad, la huella del Creador en la misma naturaleza y la imagen divina en los demás hombres, a encontrar respuesta a los grandes interrogantes de la existencia, especialmente al sentido de la vida y de la historia, a la transcendencia y al Absoluto. La obra del Espíritu hace al hombre capaz de procurar los valores del bien y del respeto a los demás, de la donación de sí mismo y de la búsqueda de la verdad, de la justicia, de la solidaridad, del diálogo y de la paz. El Espíritu suscita aspiraciones, compromisos y realizaciones que aparecen como signos de los planes de Dios sobre el "mundo que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo" (GS 2).

Los creyentes estamos llamados a reconocer todos estos signos de la obra del Espíritu en la historia humana, a discernir en el sucederse de los acontecimientos lo que es conforme a los planes de Dios y lo que se opone a éstos, para trabajar en favor de lo que favorece el desarrollo integral de las personas y oponerse a aquellas "estructuras de pecado" que conducen a la opresión, a la violencia, a la marginación, a la muerte y en definitiva a la negación de la verdad del hombre revelada por Cristo. En esta perspectiva suena la invitación del Papa a "redescubrir la virtud teologal de la esperanza... (que) mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a la entera existencia y le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios" (TMA 46).

9. María, "la mujer dócil a la voz del Espíritu"

En este reconocimiento de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en la historia humana, los creyentes en Cristo tenemos un modelo magnífico en la Santísima Virgen María. De ella dice expresamente el Papa Juan Pablo II al invitar a tenerla en cuenta a lo largo del año dedicado al Espíritu Santo:

"María, que concibió al Verbo encarnado por obra del Espíritu Santo y se dejó guiar después en toda su existencia por su acción interior, será contemplada e imitada a lo largo de este año sobre todo como la mujer dócil a la voz del Espíritu, mujer del silencio y de la escucha, mujer de esperanza, que supo acoger -como Abrahán- la voluntad de Dios 'esperando contra toda esperanza' (Rm 4,18). Ella ha llevado a su plena expresión el anhelo de los pobres de Yhaveh, y resplandece como modelo para quienes se fían con todo el corazón de las promesas de Dios" (TMA 48).

María representa el comienzo de las "obras grandes" (cf. Lc 1,49) que el Espíritu del Señor empezaba a realizar en Cristo y en la Iglesia: "El Espíritu Santo preparó a María con su gracia" (CatIC 722). En ella "realiza el designio benevolente del Padre. La Virgen concibe y da a luz al Hijo de Dios" (CatIC 723) y lo da "a conocer a los pobres (cf. Lc 2,15-19) y a las primicias de las naciones (cf. Mt 2,11)" (CatIC 724), a los ancianos Simeón y Ana, a los esposos de Caná y a los primeros discípulos de Jesús (cf. CatIC 725). Finalmente, convertida al pie de la cruz en "Madre del Cristo total" (cf. Jn 19,25-27), "ella está presente con los Doce (cf. Hch 1,14)... en el amanecer de los 'últimos tiempos' que el Espíritu va a inaugurar en la mañana de Pentecostés con la manifestación de la Iglesia" (CatIC 726).

Pero María, asociada de este modo a la obra de la santificación de los hombres, colaboró con su participación personal y con su absoluta docilidad a las inspiraciones del Espíritu, acogiendo el anuncio del ángel (cf. Lc 1,38), yendo presurosa a la montaña de Galilea para acompañar a Isabel, prorrumpiendo en alabanzas al Todopoderoso (cf. 1,39 ss.), guardando y meditando en su corazón lo que oía acerca de su Hijo (cf. 2,19.33.51) y siguiéndole discretamente en su ministerio público (cf. 8,19; 11,27) hasta la hora suprema (cf. Jn 2,4 ss.; 19,25-27). Después de su glorificación en cuerpo y alma a los cielos, María colmada plenamente del "Espíritu de la gloria", sigue intercediendo por los discípulos de su Hijo a los que recibió como Madre, "alcanzándonos por su múltiple intercesión los dones de la eterna salvación" (LG 62) y ofreciéndonos el ejemplo admirable de su vida de fidelidad.

II. LA INICIACION CRISTIANA, OBRA DEL ESPIRITU SANTO

Después de haber centrado la mirada en el Espíritu Santo, don personal del Padre a Jesucristo resucitado y de éste a la Iglesia para santificarla y hacerla semejante a sí, formando con ella un solo cuerpo (cf. Ef 5,23-30), debemos proseguir la reflexión iniciada en los objetivos diocesanos de los últimos cursos acerca de la Iniciación cristiana, fijándonos ahora en el sacramento de la Confirmación, el "sacramento del Espíritu". Lo que sigue continúa lo expuesto en las Exhortaciones correspondientes a los cursos 1.995-96 y 1.996-97 (8).

10. La Iniciación cristiana, obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo

Con frecuencia se habla de la Iniciación cristiana como el itinerario que el hombre debe realizar para "pasar de la muerte a la vida" y para incorporarse a la vida de la Iglesia. La Iniciación es presentada también como la acción de la Iglesia que guía a los hombres en este proceso, insertándolos en Jesucristo mediante la evangelización, la catequesis y sobre todo la celebración de los sacramentos de la Iniciación cristiana.

Todo esto es verdad. Pero la Iniciación es primordialmente una obra divina que corresponde a las tres divinas Personas, es decir, al Padre que nos ha elegido antes de la creación del mundo y nos ha dado la posibilidad de ser hijos suyos (cf. Ef 1,4-6; Jn 1,12-13; 1 Jn 3,1); al Hijo y Señor nuestro Jesucristo que "está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza" (SC 7); y al Espíritu Santo que no sólo actualiza en la Iglesia el misterio pascual de Jesucristo sino que hace nacer de nuevo al hombre para consagrarlo e introducirlo más plenamente en la comunión de la Iglesia (cf. Jn 3,5; Jn 15,5).

En efecto, sólo Dios puede comunicar la vida divina al hombre, revistiéndolo de Cristo y reconociéndolo como coheredero (cf. Gál 3,4; Ef 4,24). En este sentido la Iniciación cristiana es fruto de la gracia de Dios que efectúa en el hombre un cambio radical y lo transforma haciéndole consorte de la divina naturaleza (cf. 2 Pe 1,4; DV 2). La Iglesia es asociada a esta obra de la redención humana, de manera que su misión consiste precisamente en predicar la salvación y en realizarla mediante los sacramentos (cf. Mc 16,15-16). Desde el día de Pentecostés los que acogen la Palabra de Dios, se convierten y son bautizados recibiendo el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo para perseverar en la enseñanza de los apóstoles, en la Eucaristía, en la comunión y en las oraciones (cf. Hch 2,38-39.41-42).

Por eso la Iniciación cristiana es esencialmente la inserción del hombre en el misterio pascual de Jesucristo y en la comunión de la Iglesia por medio de los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, acompañados de un itinerario catequético por el que crece, se alimenta y madura la vida de la fe (cf. CatIC 1.212; 4-7). De ahí que no pueda reducirse a un mero proceso de enseñanza y de formación, sino que ha de ser considerada como una oferta que hace Dios por medio de la Iglesia a cada persona humana, implicándola en todo su ser y contando, al menos en el caso de los adultos, con su respuesta y colaboración con la gracia de Jesucristo.

11. La Confirmación, sacramento de Iniciación

El sacramento de la Confirmación forma una unidad con el Bautismo y con la Eucaristía, siendo necesaria su recepción para la plenitud de la gracia bautismal. El efecto de este sacramento es la efusión plena del Espíritu Santo, como fue concedida a los Apóstoles el día de Pentecostés. De la misma manera que Pentecostés significa la culminación de la Pascua de la que es inseparable, así la Confirmación "confiere crecimiento y profundidad a la gracia bautismal: nos introduce más profundamente en la filiación divina que nos hace decir 'Abba, Padre' (Rm 8,15); nos une más firmemente a Cristo; aumenta en nosotros los dones del Espíritu Santo; hace más perfecto nuestro vínculo con la Iglesia (cf. LG 11); nos concede una fuerza especial del Espíritu Santo para difundir y defender la fe mediante la palabra y las obras como verdaderos testigos de Cristo, para confesar valientemente el nombre de Cristo y para no sentir jamás vergüenza de la cruz (cf. DS 1.319; LG 11; 12)" (CatIC 1.303; cf. 1.285).

Esta efusión del Espíritu Santo es comunicada en la Iglesia desde los tiempos apostólicos mediante la imposición de manos (cf. Hch 2,38; 8,15-17; 19,5-6; Hb 6,2). Posteriormente se añadió la unción con el Crisma, para significar la participación del bautizado en la unción mesiánica y sacerdotal de Cristo, el "Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo" (Hch 10,38). En los primeros siglos la Confirmación se administraba en la misma celebración del Bautismo, generalmente por el Obispo que esperaba a los recién bautizados a la salida del baptisterio para introducirlos en la iglesia. Al generalizarse el bautismo de niños, en Occidente la Confirmación se separó de este sacramento con el fin de que fuera administrada por el Obispo, "ministro originario" (cf. LG 26). Sin embargo en Oriente sigue celebrándose juntamente con el Bautismo aun en el caso de los párvulos, de manera que la Confirmación es dada por el presbítero que bautiza, empleando el óleo consagrado (Myron) por el Obispo. Lo mismo ocurre en Occidente en el caso de la Iniciación cristiana de los adultos, pudiendo confirmar también el presbítero que por razón de su oficio o por mandato del Obispo bautiza a quien ha sobrepasado la infancia (cf. Código de Derecho Canónico, cc. 852,1; 882; 883, 2).

De este modo Oriente destaca más la unidad de los sacramentos de Iniciación, mientras que Occidente subraya la vinculación del bautizado con la Iglesia local presidida por el Obispo (cf. CatIC 1.244 y 1.290-1.292). No obstante no es el bautizado el que "confirma" su fe o ratifica su pertenencia a la Iglesia sino que es Dios mismo el que, por ministerio de la Iglesia, sella y perfecciona la gracia bautismal: "Dios es quien nos confirma en Cristo a nosotros, junto con vosotros. Él nos ha ungido, Él nos ha sellado y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu" (2 Cor 1,22; cf. Ef 1,13; 4,30).

12. Relación de la Confirmación con el Bautismo y con la Eucaristía

La unidad y relación de la Confirmación con toda la Iniciación cristiana fue señalada expresamente por el Concilio Vaticano II al proponer la revisión del ritual correspondiente. Con este fin recomendó la introducción de las promesas del Bautismo antes de la celebración de la Confirmación y la administración de ésta dentro de la Misa. En este sentido la Confirmación capacita para una más perfecta participación en el Sacrificio eucarístico, al vincular más íntimamente al bautizado al misterio pascual de Jesucristo para que se ofrezca juntamente con Él al Padre y "lleno del Espíritu Santo forme en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu" (Pleg. eucarística III). La Confirmación perfecciona el sacerdocio común de los fieles recibido en el Bautismo (cf. CatIC 1.268; 1.305) y que se actualiza y ejerce tanto por los demás sacramentos como por la práctica de las virtudes cristianas, el testimonio y el compromiso cristiano (cf. LG 11; AA 3).

La Confirmación, en cuanto paso sacramental que confiere crecimiento y madurez en la fe, desemboca en la Eucaristía, comunión plena con el misterio de Cristo y culmen de la Iniciación cristiana, que es completada de este modo (9). En este sentido la Eucaristía, "fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11), significa y realiza la comunión de vida con Dios y la plena integración en el Cuerpo de Cristo y en la unidad de la Iglesia (cf. SC 10; PO 5).

13. La Confirmación, "sello del don del Espíritu"

La Confirmación es el sacramento que da el Espíritu Santo con los efectos señalados antes. Con razón se dice que la Confirmación es el sacramento del Espíritu, tal y como indica la fórmula con que se confiere: "Accipe signaculum doni Spiritus Sancti" (literalmente "Recibe el sello del don del Espíritu Santo"). La versión oficial española suena así: "Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo". La expresión "sello del don del Espíritu Santo", conocida ya en los siglos IV-V y empleada todavía por las Iglesias de Rito Bizantino, sustituyó a la fórmula medieval que decía: "Yo te marco con el signo de la cruz y te confirmo con el Crisma de la salvación. En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo" (10).

En el lenguaje patrístico y litúrgico la palabra sello (gr. spragís) se refiere al elemento visible de una realidad invisible. En este caso el elemento visible es la unción con el Crisma o crismación, que significa y efectúa la unción interior del Espíritu Santo en los fieles. La efusión del Espíritu, prometida a todo el pueblo de Dios en la Antigua Alianza, es una realidad después de la resurrección de Jesucristo (cf. supra, n. 5) y la constatación de que estamos efectivamente en los tiempos mesiánicos, la "plenitud de los tiempos" inaugurada en la encarnación del Hijo de Dios (cf. Gál 4,4) y proclamada solemnemente por Él en la sinagoga de Nazaret (cf. Lc 4,16-21). El sacramento de la Confirmación hace perceptible bajo el velo de los signos el renovado envío del Espíritu del Padre y del Hijo a nuestros corazones (cf. Rm 5,5) y nuestra filiación divina adoptiva (Gál 4,6; Rm 8,15).

La efusión del Espíritu se produce ya en el Bautismo, sacramento del nuevo nacimiento y de la regeneración y renovación por el Espíritu Santo (cf. Jn 3,5; Tit 3,5), pero se hace donación más plena en la Confirmación por medio del rito sacramental específico que expresa y confiere más intensamente el don del Espíritu. Por este motivo se lee en el Ritual de la Confirmación: "Los bautizados avanzan por el camino de la Iniciación cristiana por medio del sacramento de la Confirmación, por el que reciben la efusión del Espíritu Santo, que fue enviado por el Señor a los Apóstoles el día de Pentecostés" (Observaciones previas, n. 1).

14. Los signos de la comunicación del Espíritu

El primitivo signo de la donación del Espíritu fue, como se ha dicho antes, la imposición de manos. El actual Rito de la Confirmación tiene una primera imposición de manos con carácter genérico e ilustrativo, mientras se ora pidiendo al Padre que derrame el Espíritu sobre los hijos de adopción, para que "los consagre con su unción espiritual y haga de ellos imagen perfecta de Jesucristo" (Ritual de la Confirmación, cap. I, n. 31). El gesto sacramental esencial es, sin embargo, la crismación que el ministro hace en la frente del confirmado, imponiéndole al mismo tiempo la mano y pronunciando la fórmula ya aludida (cf. CatIC 1.300).

Este gesto, además de contar con un rico simbolismo religioso y bíblico, expresa y realiza la comunicación del "don que es el Espíritu Santo" (cf. Hch 2,38; 10,45.47), y se convierte en la marca de pertenencia de los cristianos a Cristo (cf. CatIC 1.295-1.296):

"Bautizados en Cristo y revestidos de Cristo habéis sido hechos semejantes al Hijo de Dios. Porque Dios nos predestinó para la adopción, nos hizo conformes al cuerpo glorioso de Cristo. Hechos, por tanto, partícipes de Cristo (que significa Ungido), con toda razón os llamáis ungidos... Fuisteis convertidos en Cristo al recibir el signo del Espíritu Santo... Igualmente vosotros, después que subisteis de la piscina, recibisteis el crisma, signo de aquel mismo Espíritu con el que Cristo fue ungido" (Catequesis de Jerusalén 21, 1).

La condición permanente de este sello espiritual imprime un carácter sacramental en el confirmado, de manera que la Confirmación, como el Bautismo, sólo se confiere una vez (cf. CatIC 1.121; 1.304).

15. Los destinatarios del sacramento de la Confirmación

Teniendo en cuenta todo lo que antecede conviene decir una palabra también sobre los que se confirman y sobre el papel que les corresponde tanto en la preparación como en la celebración del sacramento. Leyendo los testimonios del Nuevo Testamento relativos a la Confirmación se advierte que los que recibían el don del Espíritu Santo, habían acogido antes el anuncio de la salvación, se arrepentían de sus pecados y se hacían bautizar apartándose de "aquella generación malvada" para agregarse a la comunidad (cf. Hch 2,38.41; etc.). A todos ellos se les podían aplicar las palabras de San Pablo: "Estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir" (Ef 2,8).

Ahora bien, aquellos convertidos de los primeros tiempos no estaban inactivos en todo aquel proceso. Sería erróneo interpretar los efectos de la Iniciación cristiana de una manera pasiva. Lo que sucede es que el don de Dios supera de tal modo la capacidad del hombre que éste necesita ser ayudado por la gracia divina para convertirse a Dios, acoger la filiación adoptiva y recibir la vida del Espíritu que le infunde todos los demás bienes propios de los hijos de Dios. Dios no impone la salvación, porque ha creado al hombre a su imagen concediéndole la libertad y el poder conocerle y amarle (cf. CatIC 1.996-2.002). En el itinerario de la Iniciación el hombre necesita ser iluminado y acompañado por el Espíritu Santo a través de la mediación de la Iglesia que hoy se concreta en la acción del sacerdote, de los catequistas y aun de toda la comunidad eclesial.

III. LA VIDA "EN EL ESPIRITU"

El Espíritu Santo es "la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia" (TMA 44). Esta verdad tiene consecuencias verdaderamente estimulantes y gozosas para nuestra vida de creyentes. En esta tercera parte debemos fijarnos en algunos aspectos de la dimensión personal e interna de la actuación del Espíritu Santo en nosotros, y que tienen que ver muy directamente con lo que llamamos la "vida espiritual" o "vida en el Espíritu", entendida como comunión con el Padre por medio de Jesucristo bajo la presencia y la acción del Espíritu Santo. Se trata de que nos asomemos a nuestro interior para admirar y agradecer lo que "el dulce huesped del alma" hace posible en cada uno de los fieles y nos invita a poseer.

16. La inhabitación trinitaria: el Espíritu Santo "está en nosotros"

De todos es conocida la invocación: "¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor"!, verso del aleluya de la misa de la solemnidad de Pentecostés y que sigue a la bellísima secuencia atribuída a Stephan L. de Canterbury (+ 1.228):

"Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre, don en tus dones espléndido;

luz que penetras las almas, fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huesped del alma, descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento...

Una y otra fórmula alimentan la convicción de los creyentes acerca de uno de los modos verdaderamente privilegiados de la autocomunicación de Dios al hombre, y una de las manifestaciones de su amor misericordioso hacia su criatura. Esta convicción se basa en la revelación divina, y consiste en la morada permanente del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo en el cristiano que está en gracia. Se trata de un don prometido por el Señor en los discursos de la última Cena: "El que me ame, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14,23), una inhabitación espiritual coincidente con la promesa del Paráclito que consolará a los discípulos en la ausencia física de su Maestro: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis porque vive con vosotros y está en vosotros" (Jn 14,15-17; cf. 16,7). La presencia-permanencia del Espíritu Santo "en" los discípulos, los convierte en templos vivos de Dios (cf. 1 Cor 3,16; 6,19; 2 Cor 6,16).

El fundamento de esta presencia es el amor infinito de Dios "que nos ha dado de su Espíritu" (1 Jn 4,13). Las consecuencias son por una parte el amor fraterno que llega a su plenitud en los creyentes (cf. 1 Jn 4,12-16; Rm 5,5) y por otra la vida no "según la carne" sino "según el Espíritu" (cf. Rm 8,9-11). Se trata por tanto de una cercanía de Dios al hombre y de una unión tan estrecha que colma de alegría y de paz a los que son conscientes de ella. No es una experiencia reservada tan sólo a los místicos, que la han descrito de manera inefable: véase por ejemplo el poema "¡Oh llama de amor viva!" de S. Juan de la Cruz; sino que está al alcance de todos los fieles que pueden tenerla por la vías del conocimiento contemplativo o del amor y del gozo. Pero es necesario descubrir esta presencia divina con una actitud de conversión permanente y con un profundo respeto hacia la totalidad de nuestro ser, incluido el cuerpo, para no profanar el templo del Espíritu (cf. CatIC 260; 797; etc.).

17. La fe: "Nadie puede decir 'Jesús es el Señor' sino en el Espíritu Santo"

Otro de los frutos de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en los creyentes es la fe en Jesucristo Hijo de Dios y, a través de Él, en la Santísima Trinidad, desde la adhesión personal y libre del hombre a Dios y desde el asentimiento a la verdad que Él ha revelado. El Espíritu da testimonio de Jesús en el interior de los creyentes y les convence de que es el Hijo de Dios, porque "El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios... Nadie conoce lo íntimo de Dios sino el Espíritu de Dios" (1 Cor 2,10-11; cf. Jn 16,13-15).

Sin el Espíritu de Dios no es posible confesar que "¡Jesús es Señor!" (1 Cor 12,3b). Esta es la primitiva fórmula bautismal (cf. Hch 2,21; 8,37; etc.), la invocación del Nombre divino para alcanzar la salvación, porque "ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos" (Hch 4,12, Rm 10,13). Sin embargo la afirmación paulina vale también para cualquier expresión de fe que quiera ser eficaz y auténtica. El Espíritu Santo suscita la fe y la hace madurar en todos los bautizados, despertándola en aquellos que por unos motivos o por otros no la mantienen viva y operante. En este sentido se pueden entender también las palabras del Papa Juan Pablo II cuando relacionan al Espíritu Santo con la nueva evangelización (cf. TMA 45).

Para llegar al conocimiento de Jesucristo y de Dios no basta solamente lo que el hombre adquiere con su estudio o con una investigación puramente intelectual sino que es necesaria la manifestación de Dios al hombre. Esta hace posible la experiencia espiritual de la unión personal con el Dios vivo, gracia que los orientales llaman "divinización" y que no es sino la participación en la naturaleza divina (cf. 2 Pe 1,4). Esta manifestación y el auxilio del Espíritu Santo constituyen una oferta permanente de Dios para todos los que lo buscan sinceramente.

18. La oración: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad"

Una de las más importantes actividades del hombre que busca a Dios es la oración. Pero ésta es confundida en ocasiones con una especie de autosugestión o de monólogo interior en el que se trata de llenar un vacío mental o de salir de la soledad o del abatimiento, como si se tratara de un ejercicio psicológico. Por desgracia, para algunos cristianos, entregados ante todo a la acción, la oración es una actividad muy poco útil, a la que no es necesario dedicar mucho tiempo porque, según ellos, Dios ya sabe lo que vamos a pedirle. En realidad la oración no resulta fácil si no se pone interés en ella, e incluso atraviesa momentos de cansancio y de falta de gusto. El desaliento, la superficialidad, la rutina y las distracciones suelen ser las dificultades más frecuentes. Pero a veces se dan también la falta de fe, la negligencia y hasta el olvido de Dios y de la vida espiritual (cf. CatIC 2.725-2.733). De alguna forma las dificultades de la oración están presentes en la frase del Señor en Getsemaní, cuando invita a la oración vigilante: "Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil" (Mt 26,41).

Esta debilidad forma parte de nuestra condición humana impotente en el plano religioso y moral, que trata de superar la tensión dramática entre la "carne" y el "espíritu". San Pablo conocía bien esta lucha y se refiere a ella en uno de los pasajes más consoladores para el cristiano: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. El que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios" (Rm 8,26-27).

En efecto, ante nuestra expectación ansiosa y nuestra ignorancia de cómo hemos de orar, el Espíritu Santo nos ayuda con su propia plegaria (cf. Mt 10,20). Sin Él nuestra oración es todavía según los hombres, es decir, de acuerdo con nuestras pobres aspiraciones; con Él la oración se hace conforme a los designios divinos. El Espíritu no solamente inspira nuestra oración enseñándonos a "pedir como conviene", sino que se asocia a nuestra súplica reforzándola y en cierto modo introduciéndola en el coloquio divino.

Por eso la oración cristiana, aunque experimente el desaliento o la falta de constancia, ha de tener como cualidades necesarias, la humildad que reconoce que "sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5); la confianza filial en nuestro Padre "que sabe lo que nos hace falta" (Mt 6,8), pero espera que se lo pidamos para que entremos en comunicación con Él; y la perseverancia, fruto del amor (cf. Ef 5,20; 6,18). Orar es siempre posible, hacerlo constantemente es un imperativo evangélico (cf. Lc 18,1; 1 Ts 5,17), pero orar en nombre de Jesús (cf. Jn 15,16-17) y con la asistencia del Espíritu supone la certeza de ser escuchados. La acción del Espíritu Santo en nosotros a través de la oración nos va conformando cada día más con Jesucristo (cf. CatIC 2.734-2.745).

19. La celebración litúrgica: "Adorar al Padre en el Espíritu y la verdad"

Pero el Espíritu Santo, además de ser maestro interior en la oración cristiana (cf. CatIC 2.672), hace también que ésta sea la oración de toda la Iglesia. La Ordenación general de la Liturgia de las Horas dice expresamente: "La unidad de la Iglesia orante es realizada por el Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo, en la totalidad de la Iglesia y en todos los bautizados... No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia, nos lleva al Padre por medio del Hijo" (OGLH 8). En este sentido la oración personal de los bautizados, aunque se haga secretamente (cf. Mt 6,6), se integra en la oración del cuerpo de Cristo. En realidad nadie ora solo, porque el Espíritu del Señor está con él. Pero la oración común y especialmente la oración litúrgica es expresión de la Iglesia que en el Espíritu Santo "tiene un mismo pensar y un mismo sentir" (Hch 4,32; cf. 1,14).

Esta verdad que se realiza especialmente en la Liturgia de las Horas, tiene valor igualmente en toda celebración litúrgica, que es siempre encuentro orante de los fieles con el Padre por medio de Nuestro Señor Jesucristo "en la unidad del Espíritu Santo". "La misión del Espíritu Santo en la liturgia de la Iglesia es la de preparar la asamblea para el encuentro con Cristo; recordar y manifestar a Cristo a la fe de la asamblea de creyentes; hacer presente y actualizar la obra salvífica de Cristo por su poder transformador y hacer fructificar el don de la comunión en la Iglesia" (CatIC 1.112; cf. 1.091-1.109).

La misteriosa asistencia del Espíritu Santo en la celebración litúrgica está insinuada en el diálogo de Jesús con la mujer samaritana, especialmente en la respuesta del Señor a la pregunta acerca del lugar donde es preciso dar culto a Dios (cf. Jn 4,20). Jesús que ha anunciado a la mujer el "don de Dios" (Jn 4,10), asegura que sólo se puede dar culto al Padre "en el Espíritu y en la verdad" (Jn 4,23), es decir, en dependencia del Espíritu Santo que suscita e inspira "el culto que Dios quiere" (Jn 4,24), y aceptando la verdad que se identifica con la persona misma de Jesús y con su mensaje (cf. Jn 14,6). Dicho de otro modo, los antiguos lugares de culto, Jerusalén y el monte Garizim (cf. Jn 4,20-21), han sido abolidos para dar paso al nuevo santuario que es el propio cuerpo de Jesús, el templo destruído y en tres días vuelto a levantar (cf. Jn 2,19-22). En adelante no cabe otro culto que el que se apoya en el reconocimiento de Jesús como Hijo de Dios y en la aceptación de su condición de revelador del Padre y de fuente del Espíritu Santo (cf. Jn 1,18; 14,16-17; 15,26; etc.). La fe y el amor fraterno son las dos señales que identifican el culto verdadero (cf. 1 Jn 4,2.7-5,5) y que son fruto también de la acción del Espíritu en los creyentes.

La liturgia de la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo va configurando poco a poco a los fieles con Cristo y reproduciendo en ellos la imagen del Hijo de Dios hecho hombre (cf. Rm 8,29-30). Los sacramentos y particularmente los de la Iniciación cristiana, el año litúrgico, el domingo y las fiestas, los sacramentales y la Liturgia de las Horas son otros tantos medios que la Iglesia tiene para poner de manifiesto la presencia y la acción de su Señor por medio del Espíritu en la comunidad cristiana y en cada uno de los fieles para que todos participen de la vida eterna ofrecida por Cristo resucitado. La liturgia es una verdadera sinergía del Espíritu, es decir, "la obra común del Espíritu Santo y de la Iglesia" (CatIC 1.091).

20. La esperanza que no defrauda: "Ven, Señor Jesús"

Se podrían analizar otros muchos aspectos de la obra del Espíritu en el interior de los creyentes. Mientras tanto el Reino de Dios presente en su Iglesia, se va afianzando hasta que llegue el momento en que todos los poderes del mal hayan sido vencidos y todas las cosas sean sometidas a Cristo (cf. 1 Cor 15,25-28). Por este motivo los cristianos, que anhelan en unión con la creación entera la plena manifestación de su condición de hijos de Dios (cf. Rm 8,19-25; 1 Jn 3,2), invocan a su Señor animados por el Espíritu, estableciéndose el diálogo: "El Espíritu y la Novia dicen: ¡Ven! El que lo oiga, que repita: ¡Ven!... El que atestigua esto responde: 'Sí, vengo en seguida'. Amén. ¡Ven Señor Jesús!" (Ap 22,17.20).

Los interlocutores de este diálogo son Jesucristo y la Iglesia, es decir, el Esposo, el Hijo del Hombre que anuncia su venida inminente (cf. Ap 3,11; 22,7.20), y la Novia ataviada con la galas nupciales y dispuesta ya para ser la Esposa de Dios y del Cordero (cf. Ap 21,2.9; 19,7). Pero la Novia no está sola, a su lado está el Espíritu que el Esposo le ha dado como "arras" de su inmediata unión (cf. 2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,13-14). El Espíritu prepara a la Novia y la conduce a presencia del Esposo (cf. Ef 5,23.25-27). La llamada brota en primer lugar del Espíritu, al que se une la Novia formándose un coro con todos los que hacen suya esta invocación y sienten, después de haber sido purificados en las tribulaciones, el deseo ardiente de llegar al encuentro definitivo y de apagar su sed en el agua de la vida (cf. Ap 7,9-17; Jn 7,37-39).

Ante la respuesta del Esposo que viene (cf. Mt 25,6) se eleva una nueva súplica conjunta: "Amén. ¡Ven, Señor Jesús!". Amén es una aclamación jubilosa de la Iglesia y la aceptación del testimonio de Cristo, el Testigo fiel (cf. Ap 1,5; 3,14). La segunda exclamación es la traducción del Mâranâ', ta! arameo, que se encuentra en versión original en 1 Cor 16,22 y en la Didaché 10,6. La fórmula procede de la liturgia de la comunidad primitiva y es una profesión de fe en Cristo resucitado y glorioso que se hace presente bajo el velo de los signos en la celebración eucarística. Esta aclamación, recuperada en el rito actual de la Misa, ha vuelto a tener el significado del anuncio eficaz de la Muerte y de la resurrección del Señor en la espera de su venida (cf. 1 Cor 11,26). La eficacia de este anuncio está unida a la asistencia del Espíritu Santo a la invocación (epíclesis) de la Iglesia (cf. CatIC 1.107; 1.344; 1.404).

Este motivo está también detrás de la invitación del Papa a "redescubrir la virtud teologal de la esperanza" (TMA 46). Pero no se trata de una esperanza meramente humana apoyada en los deseos y aspiraciones de los hombres, sino la esperanza cristiana "que no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rm 5,5). La esperanza que se apoya en el amor divino personal del Padre, identificado con Dios mismo (cf. 1 Jn 4,8.16) y sobre todo con el Espíritu Santo, la Persona-amor del Padre y del Hijo. La esperanza aparece así como un fruto directo de la donación comunicación del Espíritu Santo.

IV. SUGERENCIAS PRACTICAS

En esta última parte se exponen algunas consecuencias de carácter más directamente operativo, siguiendo los temas que se han expuesto en los apartados anteriores.

21. Para redescubrir y conocer al Espíritu Santo

El objetivo pastoral del próximo curso debe favorecer un conocimiento mayor y una experiencia más viva de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, en el mundo y en nuestra vida espiritual, superando si fuera necesario el olvido práctico en el que a veces se incurre. Como se ha indicado más arriba, nuestro reconocimiento de la Persona-amor en el misterio mismo de Dios, es decir, en la "Trinidad inmanente" y en la historia de la salvación y en la vida de los hijos de Dios -"Trinidad económica"- (cf. CatIC 236; 259), no debe desligarse del conocimiento y de la celebración de Jesucristo, revelador del Padre y donante del Espíritu y en definitiva el camino único para llegar a Dios.

El conocimiento del Espíritu Santo se adquiere a través de varios medios. En primer lugar a través de la lectura, reflexiva y admirativa, de los innumerables pasajes de la Sagrada Escritura que hablan de Él, teniendo en cuenta que el Antiguo Testamento todavía no ofrece una manifestación clara y completa de su personalidad divina. Después leyendo y meditando atentamente los textos litúrgicos de las misas de la semana VII de Pascua, de la vigilia y del día de Pentecostés, de las misas votivas y los del Oficio divino. En la Liturgia de las Horas hay innumerables textos patrísticos sobre el Espíritu Santo, produciéndose la mayor concentración de los mismos en el tiempo pascual y en la última semana de la Cincuentena. Otro medio de fácil acceso lo constituyen los apartados dedicados al Espíritu Santo en el Catecismo de la Iglesia Católica, especialmente en la I parte: "Creo en el Espíritu Santo" (CatIC 683-747); en la II: "El Espíritu Santo y la Iglesia en la liturgia" (ib. 1.091-1.112); en la III: "Dones y frutos del Espíritu Santo" (ib. 1.830-1.832); en la IV: "Ven, Espíritu Santo" (ib. 2.670-2.672). Y entre los documentos del Magisterio de la Iglesia es preciso señalar la Encíclica Dominum et Vivificantem, de 18-V-1.986, del Papa Juan Juan Pablo II, dedicada al Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo, cuya lectura atenta recomiendo durante el próximo curso.

Y no se debe olvidar la oración personal para conocer al "dulce huesped del alma". Son muchas las fórmulas, tomadas casi siempre de la liturgia, que se pueden usar para invocar la luz y la asistencia del Espíritu Santo. Los mismos cantos, entre los que sobresalen el Veni Creator y los himnos de Tercia. Entre los ejercicios de piedad se encuentra la Novena del Espíritu Santo que se debe hacer con textos adecuados, en todas las parroquias y comunidades religiosas a partir del viernes de la semana VI de Pascua. Aunque la norma tradicional de la plegaria sobre todo litúrgica es que "la oración vaya dirigida al Padre por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo", el Espíritu Santo es invocado también directamente y de forma sencilla: "¡Ven, Espíritu Santo!".

22. La catequesis y la predicación sobre el Espíritu Santo

Junto a los medios señalados antes, mirando también a las comunidades parroquiales, a los movimientos apostólicos y a los niños y adolescentes que se preparan para recibir los sacramentos de la Iniciación cristiana y especialmente la Confirmación, es necesario recordar una vez más la importancia de la catequesis como tarea específica de la Iglesia orientada al crecimiento y maduración de la fe. Tanto la catequesis general que acompaña las primeras etapas de la vida, como las diversas formas de catequesis y de formación de adultos, la enseñanza de la religión en los centros educativos, y los planes de formación permanente de sacerdotes y religiosas, deben prestar atención de manera sistemática y completa a la formulación de la fe y a las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia acerca del Espíritu Santo. Con ocasión del II año de la preparación de Gran Jubileo se van a difundir diversos subsidios catequéticos y celebrativos con carácter complementario, que es conveniente utilizar. Los organismos diocesanos los darán a conocer oportunamente.

Una fuente importante para la catequesis sobre el Espíritu Santo la constituyen los signos y símbolos utilizados en los sacramentos y en algunos sacramentales: el agua, el fuego, la sal, el aceite, el pan y el vino, y algunos gestos litúrgicos como la imposición de manos y la unción (cf. CatIC 694-701). Será muy eficaz también el destacar durante todo el año litúrgico los diversos momentos en los que se pone de relieve la presencia y la actuación del Espíritu Santo: domingo IV de Adviento (Encarnación), domingo del Bautismo del Señor, domingo I y II de Cuaresma, Vigilia pascual y Cincuentena, solemnidad de Pentecostés, etc. En la homilía de estos días debe ponerse particularmente de relieve esta presencia, invitando a los fieles a celebrarla y a agradecerla.

En este sentido es bueno recordar también, de cara a la espiritualidad del ministerio de la Palabra, que todos necesitamos la luz del Espíritu Santo para comprender y asimilar la Palabra de Dios y para realizar de manera más eficaz la función de evangelizadores, catequistas, profesores de religión y homiletas. Conviene, pues, que estemos atentos a los criterios de interpretación de la Sagrada Escritura conforme al Espíritu que la inspiró (cf. DV 12): la unidad de toda la Escritura y su centro en el misterio de Jesucristo, el sentido que tiene en la tradición viva de la Iglesia y la cohesión y coherencia entre la revelación divina y las verdades de la fe (cf. CatIC 109-119). Por otra parte nunca debemos iniciar una actividad relacionada con el ministerio de la Palabra sin pedir humildemente la asistencia del Espíritu Santo. Él actúa en el corazón de todos los bautizados y los dispone para acoger con fe la semilla de la Palabra divina.

23. El domingo, día del Espíritu

El curso pasado nos propusimos revalorizar el sentido del domingo como uno de los medios para conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo, de quien dicho día recibe nombre y significado. Durante el próximo curso debemos proseguir en este mismo empeño. Entre los valores del día del Señor podemos destacar este año su referencia al Espíritu Santo y a diversos frutos de su acción en la comunidad cristiana. En efecto, el domingo es un renovado Pentecostés como fiesta de la Iglesia y día en el que ésta se manifiesta como pueblo de la alianza reunido para escuchar la Palabra de Dios, acoger la presencia de su Señor en la Eucaristía y ser de nuevo enviada a la misión (cf. SC 6; 106). El domingo es el día del encuentro nupcial de la Iglesia con Cristo en la presencia del Espíritu (cf. supra, n. 20).

El domingo es la Pascua semanal y por este motivo es "fundamento y núcleo de todo el año litúrgico" (SC 106). Pero la Pascua es inseparable de lo que constituye su culminación y su sello, que no es otro que la efusión-donación del Espíritu Santo en Pentecostés. El Espíritu es la Ley de la Nueva Alianza prometida por Jeremías e impresa en los corazones de los creyentes para que conozcan a Dios y cumplan su voluntad formando una sola comunidad en el amor (cf. Jer 31,31-34; Rm 8,2). De este modo el domingo, que condensa todo los aspectos del misterio de Cristo desplegados a lo largo del año, aparece también como día del Espíritu Santo que congrega a la Iglesia. Entre los frutos de la acción del Espíritu en la asamblea dominical destaca la alegría. La alegría relacionada con el reencuentro de los amigos con el Esposo que les fue arrebatado (cf. Mc 2,19-20; Jn 16,6-7.20-22) y con la participación en la Eucaristía (cf. Hch 2,46).

Celebrar el domingo en esta perspectiva supone revalorizar todos los signos festivos de la liturgia: ambiente, luces, flores, campanas, ornamentos, etc.; dar un tono cordial y estimulante a la homilía; y elegir bien los cantos, de acuerdo con la recomendación paulina: "Dejaos llenar del Espíritu. Recitad alternando, salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y tocad con toda el alma para el Señor" (Ef 5,18b-19; cf. Col 3,16).

Este año convendrá cuidar también la celebración de la Cincuentena pascual, tiempo especialmente dedicado a la presencia del Señor por medio de su Espíritu, y aquellas solemnidades y fiestas en las que se pone de relieve el misterio de la Santísima Trinidad, sin olvidar las fiestas populares del Señor o de la Santísima Virgen unidas a Pentecostés.

24. La pastoral de la Confirmación

Después de lo que se ha dicho en la II parte acerca del sacramento de la Confirmación, deseo invitaros también a revisar la pastoral de este sacramento para actualizarla y mejorarla en todo aquello que sea necesario (11). Pero debemos hacerlo teniendo a la vista el conjunto de la Iniciación cristiana y la importancia de ésta para la edificación de la comunidad eclesial.

Entre nosotros la forma ordinaria de realizar la Iniciación comprende el Bautismo en los primeros meses de vida, el despertar religioso en el seno de la familia, la catequesis de la infancia con la introducción en la vida litúrgica y sacramental, la Primera Comunión, la catequesis de la preadolescencia, y la Confirmación en la mayoría de los casos al comienzo de la adolescencia. Los niños empiezan así a tener una experiencia viva de la fe y de la vida de la Iglesia, acompañados -así se procura- por sus padres y por la tutela del sacerdote y del catequista. Sin embargo hoy constatamos con dolor que en muchas de nuestras familias ya no se respira una atmósfera de fe y de vivencia de los valores cristianos que capacita para incorporarse a la comunidad eclesial y que debe constituir un primer tramo del camino de evangelización y de conocimiento de Jesucristo.

A esto se añaden las dificultades típicas de los muchachos al llegar a la preadolescencia y a la adolescencia, etapas en las que resulta muy difícil realizar cualquier tarea formativa, sobre todo de tipo religioso. El ambiente cultural secularizado y materialista, el hedonismo circundante, la falta de modelos y de ejemplos estimulantes para su vida, junto con una cierta permisividad por parte de sus padres y educadores en general, hacen que en muchos de los candidatos a la confirmación no podamos ya dar por supuesta la existencia de un sujeto inicialmente evangelizado y abierto a la acción catequética y pastoral de la parroquia y del sacerdote.

No obstante seguimos convocando a los niños y a sus padres para los sacramentos de la Iniciación, y continuamos bautizando, catequizando, confirmando y luchando frente al debilitamiento de la fe y de los compromisos cristianos. Pero nuestros candidatos a los sacramentos de la Iniciación están reclamando sin darse cuenta una acción evangelizadora previa de más largo alcance que la mera preparación catequética y litúrgica que les ofrecemos. Tendríamos que proponerles referentes claros en unas comunidades vivas. De lo contrario no podemos esperar que se incorporen de manera responsable al itinerario de la Iniciación, acogiendo la mediación de la Iglesia y abriéndose a la conversión y a la asimilación de los dones que Dios les ofrece. Y si esto no se produce no debemos extrañarnos que, una vez confirmados, no permanezcan en la comunidad cristiana perseverando en la escucha de la Palabra de Dios, en la Eucaristía y en la práctica de la caridad y de los demás valores del Reino. Si durante el tiempo de la Iniciación cristiana los niños y los adolescentes no han tenido una verdadera experiencia de Jesucristo en la Iglesia, adaptada a su capacidad, ciertamente, de muy poco o de nada servirán las llamadas al testimonio y al compromiso que les hacemos en nuestro afán de prepararlos y de hacerlos madurar en este sentido.

25. Retos y esperanzas en la pastoral de la Confirmación

Lo que acabo de decir constituye el reto mayor que hoy tiene la Iglesia en el campo de la Iniciación cristiana y particularmente en la pastoral de la Confirmación. Su celebración casi siempre al final de todo el proceso catequético y formativo de los niños y adolescentes, unido a que no acertamos a brindarles fórmulas que les animen a asumir algunas tareas o funciones dentro de la Iglesia o en el campo social, contribuyen a que en una gran mayoría los recién confirmados dejen de frecuentar incluso la Eucaristía dominical. Y esto a pesar de que nunca como hoy se ha dado tanta importancia a la preparación y a la celebración de la Confirmación, absorbiendo grandes dosis de ilusión y de trabajo en catequistas, en profesores de religión, en animadores de pastoral juvenil y en los propios pastores.

Pero no debemos desanimarnos, tanto esfuerzo no puede quedar sin fruto. Pero será necesario quizás que revisemos las líneas básicas de esta acción pastoral, tan decisiva para el futuro de nuestras comunidades y para la pertenencia a la Iglesia de nuestros niños y jóvenes. No podemos olvidar tampoco, de cara al sacramento del Matrimonio, el deber de los católicos aún no confirmados de recibir la Confirmación antes de ser admitidos al Matrimonio con el fin de completar la Iniciación cristiana, "si ello es posible sin dificultad grave" (12).

La práctica actual, iniciada en 1.976 cuando se publicó la versión española del Ritual de la Confirmación, ha pretendido dar una respuesta a las inquietudes juveniles y a la situación psicológica propia de la preadolescencia y de la adolescencia. Pero en términos generales no siempre se ha ofrecido una buena catequesis sobre el misterio de Jesucristo, sobre el Espíritu Santo, sobre la Iglesia y sobre la gracia divina y la cooperación del hombre, sobre la vida moral y sobre el pecado y la necesidad de conversión, no habiéndose fomentado suficientemente hábitos de participación en los sacramentos y en la oración. En algunos materiales usados para la catequesis, la Confirmación aparece un tanto aislada y desorbitada, como si se tratara del "sacramento de la madurez cristiana", confundiéndose "la edad adulta de la fe con la edad adulta del crecimiento natural" y olvidando "que la gracia bautismal es una gracia de elección gratuíta e inmerecida que no necesita una 'ratificación' para hacerse efectiva" (CatIC 1.308), fruto sin duda del ambiente que nos rodea, que exalta el papel autosuficiente e incondicional que se atribuye a la libertad humana (13).

En todo caso el objetivo pastoral de este año es una invitación a situar la Confirmación en el conjunto de la Iniciación cristiana y a tener en cuenta de manera equilibrada todos los aspectos de la preparación y de la celebración del sacramento. Como hemos hecho con la pastoral del sacramento del Bautismo, hemos de examinar también la que afecta a la Confirmación. Esta responsabilidad me incumbe en primer lugar a mí como Obispo, pero también al Presbiterio diocesano, como continuadores del ministerio apostólico que desde los comienzos de la Iglesia tuvo a su cuidado la Iniciación cristiana (14). En este sentido a mí me corresponde sancionar los medios y los planes pastorales en esta materia, pero muy poco o nada se podrá hacer sin la cooperación consciente y realizada con sentido de la comunión eclesial por parte de los hermanos presbíteros, de los catequistas, de los educadores cristianos y profesores de religión, de los dirigentes de los grupos juveniles y, naturalmente, de las familias. El Espíritu Santo nos iluminará y animará para llevar a cabo esta acción pastoral de acuerdo con las necesidades actuales.

26. Los signos de la presencia del Espíritu Santo en nuestra Iglesia

Entre las actuaciones a las que nos invita el objetivo pastoral del próximo curso se encuentra el estimar y profundizar "los signos de esperanza presentes en este último fin de siglo a pesar de las sombras que con frecuencia los esconden a nuestros ojos" (TMA 46). El Papa menciona algunos ejemplos tanto en el campo civil como en el campo eclesial. En este último señala "una más atenta escucha de la voz del Espíritu a través de la acogida de los carismas y la promoción del laicado, la intensa dedicación a la causa de la unidad de todos los cristianos, el espacio abierto al diálogo con las religiones y con la cultura contemporánea..." (ib.).

No es una vana presunción el tratar de buscar con sentimientos de humildad y de gratitud estos signos en nuestra Iglesia local. Los signos que podamos intuir o reconocer se enmarcan sin duda en la vida ordinaria de nuestra Diócesis y de las comunidades que la integran, de los movimientos apostólicos y asociaciones de espiritualidad, en los pequeños y grandes acontecimientos que afectan a las personas y a los grupos.

Un primer ámbito donde dirigir la mirada es la vitalidad cristiana de la comunidad a la que cada uno pertenece. Signos de esta vitalidad son el grado de conocimiento y de amor hacia la Palabra de Dios, el nivel de la participación de los fieles en la liturgia dominical y en los sacramentos, la práctica efectiva de la caridad fraterna y de la solidaridad con los necesitados, el espíritu de diálogo y de comunión intraeclesial, la conciencia misionera y el cuidado en suscitar y acompañar vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida religiosa, la atención a la educación integral de los niños y de los jóvenes, la presencia de los laicos en las diversas funciones eclesiales: catequesis, liturgia, acción social y caritativa, economía, la piedad popular profunda y sincera, etc.

Otro ámbito puede ser el ejercicio del ministerio sacerdotal y las demás vocaciones. El Señor ha enriquecido a nuestra Diócesis con abundantes vocaciones al ministerio ordenado y contamos todavía con un buen número de presbíteros. La dedicación de éstos a los pueblos, el ejercicio de la corresponsabilidad con el Obispo, la fraternidad apostólica en el arciprestazgo y en otras instancias pastorales, la atención solidaria a varias parroquias y la ayuda mutua, el servicio sacerdotal a otras diócesis incluso de fuera de España, la disponibilidad de los hermanos mayores para ayudar en diversas tareas, la cercanía y el acompañamiento en los momentos de dolor, la amistad y la convivencia, etc. son otros tantos dones, fruto de la acción del Espíritu.

Cada año un pequeño grupo de niños y algún joven ingresan en el Seminario Diocesano. La perseverancia de nuestros seminaristas es una verdadera gracia en estos tiempos tan difíciles para las vocaciones al ministerio ordenado. Contamos también con cuatro monasterios de monjas contemplativas y con quince comunidades más o menos numerosas de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, un verdadero tesoro para nuestra Iglesia, aunque no cuente con institutos religiosos de varones. Funcionan también varios movimientos y asociaciones laicales. Todo esto significa una gran riqueza en la que se manifiesta el Espíritu para el bien común de la Iglesia.

Un tercer ámbito para reconocer la asistencia del Espíritu Santo lo constituye también el camino sencillo y progresivo de encauzar la misión de la Iglesia a través de los objetivos diocesanos, un factor cuya importancia se debe valorar no tanto por la eficacia inmediata como por lo que representan de comunión eclesial dentro del Presbiterio, de los arciprestazgos y de las parroquias. El funcionamiento normal de los organismos pastorales instituidos por el Concilio Vaticano II o creados después, es también un signo a través del cual se percibe la asistencia del Espíritu.

Pero si no encontramos estos signos, preguntémonos también por nuestra propia responsabilidad de pastores y de bautizados con una vocación y una misión, en grados diversos ciertamente, dentro de la Iglesia. Oponerse de manera consciente y sistemática a los cambios legítimos que piden los tiempos, el mantener actitudes y posturas que difícilmente se compaginan con el Evangelio, y el no colaborar con las directrices de la Iglesia Universal y de la Diócesis es una forma de cegar los canales de la actuación del Espíritu. Esto sería muy grave y constituiría de algún modo una forma de pecado contra el mismo Espíritu (cf. Ef 4,30), que ha soplado con fuerza en las últimas décadas y que está impulsando continuamente la conversión de las personas y la renovación de las estructuras eclesiales. Recordemos que el Papa ha invitado a toda la Iglesia a hacer un examen de conciencia para celebrar con mayor gozo el Gran Jubileo del año 2.000 (cf. TMA 33-36) (15).

27. Los signos de la acción del Espíritu Santo en nuestro pueblo

La Iglesia está enraizada y debe desarrollar su misión en un lugar concreto. La presencia y la acción del Espíritu, a través de la Iglesia y más allá del ámbito específico de ésta, se manifiesta también aquí, en este pueblo que es el nuestro por nacimiento, por residencia o por nuestra misión pastoral. Por eso el segundo campo de búsqueda de los signos de esperanza en este fin de siglo es la sociedad a la que pertenecemos. En términos muy generales dice el Papa: "en el campo civil, los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad en relación al ambiente, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia allí donde hayan sido violadas, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo..." (TMA 46).

Es importante pues dirigir la mirada a nuestra sociedad y tratar de ver en qué grado se dan entre nosotros, ciudadanos de este mundo al mismo tiempo que llamados a una vida transcendente, los signos que se han mencionado más arriba en el n. 8 en relación con la actuación del Espíritu Santo en el corazón de todos los hombres. Especialmente importantes son el respeto a los demás, el sentido de la justicia, la responsabilidad en el cumplimiento de los deberes familiares y profesionales, la búsqueda del bien común en la participación en la vida pública, el respeto a la vida humana y el cuidado de la naturaleza y del medioambiente, la estabilidad de la familia, el servicio a la verdad y la ética en los medios de comunicación, la solidaridad con los pueblos del tercer mundo, la búsqueda de la convivencia, el fomento de la cultura genuina de nuestro pueblo, etc.

Por todas partes hay señales y testimonios positivos de todo esto, aunque se aprecia también mucha inhibición y una notable falta de conciencia de que estas realidades forman parte de la vocación de todos los bautizados. Esta realidades deben ser contempladas y fomentadas desde nuestra misión específica de pastores, llamados a orientar y a sostener a los laicos en la ordenación de la actividad humana de acuerdo con los designios de Dios. El Concilio Vaticano II afirmó expresamente: "oigan (los presbíteros) de buen grado a los laicos, considerando fraternalmente sus deseos y reconociendo su exigencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de que, juntamente con ellos, puedan conocer los signos de los tiempos" (PO 9; cf. GS 4; 44).

Vivimos en una comarca y en una región que necesita grandes dosis de esperanza. De ahí que levantar la esperanza y dar razón también de ella como creyentes (cf. 1 Pe 3,15; LG 11) constituya una de nuestras principales tareas en la hora presente. En este sentido las parroquias de nuestra Diócesis, que manifiestan y realizan la más importante presencia de la Iglesia en esta tierra y en este pueblo, deben ser fermento de esperanza tanto para el sector de las personas mayores, tan numeroso y a veces tan nostálgico y desencantado, como para todo el resto de la población, especialmente para aquellos jóvenes y adultos que sienten inquietudes por el desarrollo o que no se resignan ante la postergación económica de la zona y el olvido de la misma en el reparto de los bienes de la sociedad actual. Acoger, animar y acompañar a estas personas es parte también de nuestra misión sacerdotal.

28. La vida espiritual de los sacerdotes y de las personas consagradas

En relación con la "vida en el Espíritu" cabe también alguna consecuencia operativa. Se trata de que todos nos comprometamos en este año dedicado al Espíritu Santo a cuidar con todo interés nuestra salud espiritual y de que, al mismo tiempo, procuremos fomentarla en las personas más cercanas a nosotros y especialmente en aquellas que nos han sido confiadas por razón de nuestro ministerio o tarea. Reconocer la presencia y la obra del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo nos servirá de muy poco si no nos esforzamos decididamente en nuestra propia santificación. La vida espiritual está en la base de cualquier acción apostólica o pastoral.

En primer lugar los sacerdotes. Es preciso que vivamos nuestro ministerio en profundidad, sobre la base de una vida espiritual madura y consciente, radicada en la vocación a la santidad, si queremos que sea eficaz y fecundo. "El Espíritu Santo, dice el Papa Juan Pablo II, es el protagonista de nuestra vida espiritual. El crea el 'corazón nuevo', lo anima y lo guía con la 'ley nueva' de la caridad, de la caridad pastoral" (16). Entre las metas de la formación permanente se encuentra la dimensión espiritual bajo la guía del mismo Espíritu (17). La espiritualidad ha de tener primacía absoluta en nuestra vida, evitando descuidarla por muchas actividades que tengamos. Especialmente hemos de fomentar el encuentro con el Señor en la oración personal y en los restantes medios para la vida espiritual (18).

Y como una consecuencia de la importancia de la espiritualidad sacerdotal, la formación de nuestros seminaristas ha de potenciar al máximo esta dimensión para que tanto los alumnos del Seminario Mayor como los del Menor "aprendan a vivir en trato familiar y asiduo con el Padre por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo" (OT 8). Solamente así se prepararán adecuadamente para su futuro ministerio y serán capaces de superar los muchos obstáculos que se interponen hoy en su camino (19). Convencido de la acción del Espíritu Santo en el desarrollo de la vocación sacerdotal, deseo que se dé la máxima importancia a la preparación y a la celebración del sacramento de la Confirmación en el Seminario y que ésta no se demore.

Respecto de la vida consagrada, sea cual sea su carisma y la forma de realizarlo en la Iglesia, es evidente que está "en íntima relación con la obra del Espíritu Santo... Bajo su acción reviven, en cierto modo, la experiencia del profeta Jeremías: 'Me has seducido, Señor, y me dejé seducir' (20, 7). Es el Espiritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es Él quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es Él quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión" (20).

29. La espiritualidad de los laicos

En el caso de los fieles laicos su vocación a la santidad "implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas" (21). Su lugar principal de santificación es el mundo, la familia, el trabajo, la cultura, la política, la economía. También están llamados a colaborar en la acción pastoral de la Iglesia y a desempeñar funciones y tareas propias de su condición de bautizados y confirmados. Ahora bien, para que los laicos lleven una vida espiritual que se manifieste en la intimidad con Jesucristo y en la entrega a los hermanos en la caridad y en la justicia, es preciso que los pastores les facilitemos la formación adecuada y les acompañemos en su camino: "Es necesario suscitar en cada fiel un verdadero deseo de santidad, un fuerte deseo de conversión y de renovación personal en un clima de oración siempre más intensa y de solidaria acogida del prójimo, especialmente del más necesitado" (TMA 42).

Un campo especialmente importante de nuestra actuación pastoral lo constituyen las familias y en particular los esposos cristianos, ya que la espiritualidad conyugal y familiar tiene su fundamento en el sacramento del Matrimonio. A veces tengo la impresión de que en nuestra Diócesis no hemos tomado conciencia suficiente del deterioro que está experimentando la institución familiar, y seguimos creyendo que ésta es todavía un espacio de vida cristiana y de educación religiosa. No son nuestros mayores los que más necesitan de la pastoral familiar en estos momentos, sino los matrimonios jóvenes. Nuestra misión de pastores en este ámbito no termina con la celebración de la boda ni se reduce a los pocos encuentros con ocasión de los sacramentos de los hijos. Es preciso hacerse presentes en la vida de estos matrimonios y ofrecerles elementos no sólo de formación y de moral cristiana sino también en orden a la oración en familia, a la participación en los sacramentos y a la santificación de toda su existencia (22).

Por último, es preciso intensificar la atención y el acompañamiento espiritual de los adolescentes y de los jóvenes. En muchos aspectos humanos y sociales no necesitan a la Iglesia. Sin embargo todavía podemos ofrecerles una respuesta a su sed de transcendencia, a su búsqueda de razones para vivir y a su deseo de interioridad y de encuentro con Dios, aunque no siempre son conscientes del vacío en que se encuentran. A veces se dice que los jóvenes de hoy son apáticos y conformistas, pero captan enseguida y aceptan una oferta de orientación religiosa auténtica y de cauces para encontrarse con Jesucristo. Una prueba de esto han sido las XII Jornadas Mundiales de la Juventud en París los días 19 al 24 de agosto, en las que he tenido la fortuna de participar acompañando a un grupo de jóvenes de nuestra Diócesis. Miles y miles de jóvenes de todo el mundo se han reunido convocados por el Papa Juan Pablo II para proclamar su fe y su alegría y escuchar esta invitación: "¡Id por los caminos del mundo, sobre las vías de la humanidad permaneciendo unidos en la Iglesia de Cristo!... Como miembros de la Iglesia, activos y responsables, ¡sed discípulos y testigos de Cristo que revela al Padre, permaneced en la unidad del Espíritu que da la vida!" (23). Los jóvenes que conocen a Jesucristo, están dispuestos a seguirle.

Los que trabajan con ellos en el campo de la pastoral juvenil lo saben, pero es necesaria una acción más decidida y diáfana en el ámbito espiritual. Es más, la pastoral vocacional se está dando cuenta también desde hace tiempo que sólo se percibe y germina la llamada del Señor cuando hay experiencia de Dios, un cierto hábito de oración y, en no pocos casos, un acompañamiento espiritual. El sacramento de la Penitencia es también campo privilegiado para el diálogo vocacional.

Conclusión

30. Firmes en la esperanza confiamos en el Espíritu Santo

Nuestro objetivo pastoral para el curso 1.997-98 quiere ser la expresión de una convicción profunda que ha de tomar cuerpo en todos los miembros de la comunidad diocesana: El Señor está con nosotros, asegurándonos la asistencia permanente de su Espíritu. Por eso debemos tratar de descubrir y de reconocer los signos de esa presencia en la Iglesia y en la sociedad y entregarnos a nuestro ministerio o a nuestra misión o tarea con un sentimiento de renovada esperanza. Esta virtud es la vitamina capaz de dinamizar en estos momentos todas nuestras energías espirituales y apostólicas, actualizando y mejorando en cuanto sea necesario los planteamientos y los métodos de nuestra pastoral. Pero procuremos sobre todo mantener abiertos los canales de la comunicación con Dios, la oración y la meditación asidua de su Palabra. "Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa; fijémonos los unos en los otros para estimularnos a la caridad y a las buenas obras" (Hb 10,23-24).

Motivos no nos van a faltar. Además de lo que nos depare la vida de cada día de nuestra Iglesia y de cada una de sus comunidades, durante el próximo curso va a continuar la Visita pastoral de los arciprestazgos que aún no la han recibido. En septiembre se celebrará el anunciado Congreso de Pastoral Evangelizadora organizado por la Conferencia Episcopal Española dentro del Plan para el presente cuatrienio. En noviembre los obispos de la Provincia Eclesiástica de Valladolid haremos la Visita ad limina y tendremos ocasión de estrechar los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro. Y al comienzo de la Cuaresma de 1.998 las diócesis de la Iglesia en Castilla participarán en un Encuentro Regional en Villagarcía de Campos. Son otros tantos acontecimientos en los que nuestra comunidad diocesana deberá abrirse también a la presencia y a la acción del Espíritu.

Que la Santísima Virgen María, "mujer dócil al Espíritu" y señal de esperanza segura para todo el pueblo cristiano, nos ayude con su intercesión a avanzar en la construcción del Reino de Dios en esta tierra y en este pueblo.

Ciudad Rodrigo, 28 de agosto de 1.997

Memoria de San Agustín, Obispo y Doctor de la Iglesia

+ Julián, Obispo de Ciudad Rodrigo.

Notas.

  1. Los documentos que se citan constituyen un material complementario que puede consultarse. Las siglas de los documentos del Concilio Vaticano II son las más conocidas: AA: Apostolicam Actuositatem; CD: Christus Dominus; LG: Lumen Gentium; SC: Sacrosanctum Concilium; etc. Otras siglas más citadas: CatIC = Catecismo de la Iglesia Católica; TMA = Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente.Volver
  2. 1989-90: "Centralidad de la Eucaristía en la vida de la Iglesia diocesana"; 1.990-91: "Conocer el misterio de la Iglesia particular para impulsar una nueva evangelización"; 1.991-92: "Conocer el Evangelio para una nueva evangelización en nuestra Iglesia Civitatense"; 1.992-93: "Conocer, asumir e impulsar la vocación y misión de los laicos para una nueva evangelización en nuestra Iglesia Civitatense"; 1.993-94: "Promover, potenciar e instaurar una catequesis de adultos evangelizadora en nuestras comunidades parroquiales civitatenses"; 1.994-95: "Potenciar la comunidad parroquial como lugar propio para la acogida de la Palabra, para la celebración de la fe y para el servicio de la caridad"; 1.995-96: "Revalorizar la Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial"; 1.996-97: "Conocer, celebrar y anunciar a Jesucristo en la Iniciación cristiana (sacramento del Bautismo) y en la vida de la fe". Volver
  3. En efecto, en dicha Carta se señala: para el año 1.997 la reflexión catequética sobre Cristo (TMA 40) y la actualización del Bautismo (TMA 41-42); para el año 1.998 la presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia (TMA 44) y en la Confirmación (TMA 45), para redescubrir la esperanza (TMA 46); para el año 1.999 la reflexión sobre el Padre misericordioso (TMA 49) y la Penitencia (TMA 50), en orden a un mayor compromiso de amor con la justicia y con los pobres (TMA 51-52); para el año 2.000 la glorificación de la Trinidad, especialmente en la Eucaristía (TMA 55). Volver

  4. Homilía en la Basílica de San Pedro, el 7 de junio de 1.981. Volver
  5. Entre estos anuncios cabe destacar los de Is 61,1-2: "El Espíritu del Señor está sobre mí...", en referencia al Mesías (cf. Lc 4,18-19); Ez 36,25-28: "Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo..."; Jer 31,31-34. "Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones..." (cf. Rm 8,2); Jl 3,1-5: "Derramaré mi Espíritu sobre toda carne..." (cf. Hch 2,16-21). Volver
  6. Cf Jn 14,16-17.25-26; 15,26; 16,7-15. Véase también Jn 7,37-39. Volver

  7. Juan Pablo II, Encíclica Dominum et Vivificantem, de 18-V-1.986, n. 67. Volver
  8. Véanse La Palabra de Dios en la Iniciación cristiana y en la vida de la comunidad parroquial, de 22-VIII-1.995, nn. 4-10; y Jesucristo nuestro Salvador en la Iniciación cristiana y en la vida de la fe, de 6-VIII-1.996, nn. 13-20 Volver
  9. Cf. CatIC 1.212 y 1.322; Ritual de la Confirmación: Observaciones previas, n. 13. Volver
  10. Cf. Pablo VI, Const. Apost. Divinae Consortium Naturae, de 15-VIII-1.971, en el Ritual de la Confirmación, Coeditores litúrgicos 1.976, p. 13. Volver
  11. Las Disposiciones y orientaciones pastorales diocesanas sobre el sacramento de la Confirmación están publicadas en el Boletín Oficial del Obispado de enero-febrero de 1.996, nn. 1, 5 y 7. Volver
  12. Código de Derecho Canónico, c. 1.065, 1. Ritual del Matrimonio, Coeditores litúrgicos 1.995, Introducción general, n. 18. Volver
  13. Sobre todas estas cuestiones véase la Nota de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, de 24-X-1.991, en Ecclesia 2.555 (1.991), pp. 1.786-1.787. Volver
  14. En efecto, "el Obispo dirige la celebración del Bautismo... es ministro ordinario de la Confirmación, y preceptor de toda la Iniciación cristiana, la cual realiza ya sea por sí mismo, ya por sus presbíteros, diáconos y catequistas" (Ceremonial de los Obispos, n. 404; cf. LG 26). Volver
  15. Para los sacerdotes especialmente este examen eclesial se concreta en la Carta El ejercicio del ministerio presbiteral en nuestra diócesis, de 12-II-1.997, publicada en el Boletín Oficial del Obispado de marzo-abril. Volver
  16. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Pastores Dabo Vobis, de 25-III-1.992, n. 33. Volver
  17. Cf. ib., 45-50. Volver
  18. Véase Congregación para el Clero, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, de 31-I-1.994, nn. 38 ss. Volver
  19. anse Plan de formación sacerdotal para los seminarios mayores, de 30-V-1.996, nn. 61-90; y Plan de formación para los Seminarios menores, de 27-IX-1.991, nn. 49, 61, 71, etc., ambos de la Conferencia Episcopal Española. Volver
  20. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Vita cosecrata, 25-III-1.996, n. 19. Volver
  21. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, de 30-XII-1.988, n. 17. Volver
  22. Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, de 22-XI-1.981, nn. 51-62 y 69; Obispos de Castilla, Familia e Iglesia en Castilla hoy. Instrucción pastoral, de Cuaresma 1.995, nn. 20, 26, 30, etc. Volver
  23. Homilía del Papa en la Misa de clausura, el 24-VIII-1.997. Volver

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