jueves, 11 de agosto de 2011

The Wesley Center Online: Santidad en la Vida Diaria, Jorge Lyons

Santidad en la Vida Diaria, Jorge Lyons

Prefacio

Santidad en la vida diaria, No. 2—al igual que la primera obra— es una colección de conferencias que se prepararon para estudiantes universitarios. Sin embargo, no es un libro para eruditos. No discute primordialmente una doctrina, ni siquiera una experiencia. Trata no sólo de la teoría, sino también de la práctica: la santidad práctica. Y, no habla sólo de la santidad para un momento, sino para toda la vida.

No hubiera podido escribir un libro como este con limpia concien­cia a no ser por los incontables nazarenos, alrededor del mundo, que continúan persuadiéndome, de una forma u otra, de que la santidad es más que una doctrina muy preciada. No sería totalmente sincero si no admitiera que a veces me ha decepcionado la inconsistencia de aque­llos que profesan la experiencia de la entera santificación. Sin embar­go, cuando abundó el desánimo, la gracia abundó aún más. Una y otra vez, las evidencias de Santidad en la vida diaria, No. 2, han sido mayores que las profesiones vacías, y han renovado mi convicción acerca de la verdad de la doctrina que nos distingue.


Reconocimientos

Deseo agradecer a tres instituciones nazarenas de educación superior por proveerme la oportunidad de preparar y presentar estas conferencias. Primero, la universidad en la que trabajo como profesor de literatura bíblica, Northwest Nazarene College (NNC), me honró invitándome a presentar las Conferencias de Santidad Wordsworth en abril de 1995. Los capítulos 3, 4 y 7 principiaron con esas confe­rencias. NNC patrocina las Conferencias Wordsworth mediante una donación generosa de la familia de John E. Wordsworth, quien por muchos años apoyó a esta universidad. Agradezco al capellán Gene Schandorff por invitarme a predicar, y a mis amigos y colegas de la División de Filosofía y Religión en NNC por animarme.

La primera versión del capítulo 6 la presenté en un culto de capi­lla en NNC en marzo de 1996. Agradezco al Dr. Samuel Dunn, vice­rrector de asuntos académicos, por animarme a publicarlo. NNC de forma generosa financió un período de licencia en el otoño de 1996, durante el cual pude revisar estos capítulos para dejarlos en su forma presente.

Los capítulos 5 y 6, y la versión preliminar de los capítulos 1 y 2, los presenté cuando la Southern Nazarene University (SNU) me invi­tó a dictar las Conferencias de Santidad Rothwell en marzo de 1996. Agradezco a mis amigos de la Facultad de Religión de SNU por tal honor. Agradezco al Dr. Don Dunnington, vicerrector de asuntos aca­démicos, y a su esposa, Jane, amigos míos por más de 25 años, quie­nes me hospedaron durante mi estadía en la ciudad de Oklahoma. También doy gracias a mi esposa, Terre, quien gentilmente cooperó conmigo al permitir que estuviera ausente durante su cumpleaños para poder presentar estas conferencias.

La invitación a enseñar en el Nazarene Theological College (NTC) en Brisbane, Australia, durante mi período de licencia de NNC, me dio tiempo para revisar a fondo estos capítulos, en parti­cular los capítulos 1 y 2, y probarlos ante una variedad de audiencias.

El NTC patrocinó talleres de hermenéutica para laicos en cada uno de los distritos australianos durante septiembre, octubre y noviembre de 1996. Agradezco al Dr. Robert Dunn, entonces rector de NTC, por proveemos un lugar dónde vivir durante nuestra estadía en Australia, por patrocinar las conferencias y por ayudar a financiar nuestros viajes en la isla más grande del mundo. Deseo expresar un agradecimiento especial al Rdo. Peter Berg, entonces decano acadé­mico de NTC, por su compañerismo y sus palabras de ánimo.

Quisiera agradecer también a los nazarenos australianos que sir­vieron como anfitriones durante mis visitas. En el distrito Australia Occidental, la anfitriona del seminario fue la Iglesia del Nazareno Dianella, en Perth. Debo mencionar a los pastores David Warren, John Kerr y Arthur Lear por su amistad. Gracias a Allan y Theo Shellabear, laicos hospitalarios, pudimos combinar trabajo con diver­sión durante una visita a la región occidental con nuestra familia.

En el distrito Australia Sur ofrecimos estas conferencias en octu­bre, en la Iglesia del Nazareno Mount Waverley de Melbourne. Agradezco al pastor Robert Fowler por haber sido el anfitrión del evento.

En el distrito Pacífico Norte presentamos algunas conferencias en noviembre, en la Iglesia del Nazareno Maryborough. Agradezco al pastor Roland Hearn por haber sido el anfitrión del seminario. Doy gracias a nuestros amigos Peter y Leah Wilson por abrimos su hogar y sus corazones cuando visitamos su iglesia. El sermón cristiano que conocemos como la Primera Epístola de Pedro, no sólo nos ordena: “Sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1:15), sino que da instrucción especifica sobre expresiones prácticas de la santidad, tales como la hospitalidad y el hablar en público: “Hospedaos los unos a los otros sin murmuraciones. Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos adminis­tradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla, hable con­forme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén” (4:9-11).



1

ANTE TODO, ¿QUÉ ES LA SANTIDAD

Algunas palabras acerca del término

INTRODUCCIÓN

En el pasado, las iglesias de santidad justificaban su existencia afirmando que Dios les había dado la misión de difundir “la santidad bíblica”. Hoy, muchas de esas denominaciones parecen estar más preocupadas por formar parte de la corriente evangélica principal que en recalcar la doctrina que las distingue. ¿Estaban en lo correcto nuestros predecesores del movimiento de santidad al definir nuestra identidad en forma tan estrecha, señalando la santidad como el tema esencial Y, ¿tenían razón al decir que nuestro mensaje distintivo era la santidad “bíblica”

Antes que intentemos discutir el tema de la santidad bíblica, es esencial que entendamos claramente cómo la Biblia utiliza el térmi­no. Esto requiere más que un estudio de palabras. No es suficiente enumerar como una concordancia las referencias bíblicas sobre la “santidad”. Debemos entender cómo determinamos los significados de las palabras y los conceptos que representan. Por lo tanto, la pri­mera parte de este capítulo es un ejercicio relacionado con lo que los eruditos bíblicos llaman hermenéutica. “¿Herme...qué”, preguntará usted.

La palabra griega de la que se deriva el término en español sim­plemente significa “interpretación”. Sin embargo, la utilizamos para referirnos al estudio de los principios y procedimientos involucrados en el proceso de comunicar e interpretar significados por medio de la palabra escrita o hablada. Es un intento de hacer explícitos los con­ceptos que motivan al intérprete cuando realiza la tarea de explicar el significado de la literatura, ya sea bíblica o de otro tipo. La herme­néutica se ocupa del proceso de ir, de un pasaje bíblico antiguo, a su significado y pertinencia para los lectores contemporáneos. Al comu­nicarnos, casi siempre lo hacemos combinando palabras. “Términos preciados”, como “santidad”, llegan a ser tan familiares que a veces no apreciamos cómo funcionan.

Las palabras son cosas extrañas. Es importante que nos demos cuenta de que el significado de las palabras es convencional y con­textual. Permítame explicar esto con un ejemplo neutral. Después explicaré la pertinencia de usar un ejemplo totalmente ajeno al tema en nuestro estudio de la santidad.

Convencional

No hay una razón particular por la que al unir las letras p, e, r, r, y o debamos referirnos a un canino peludo. Es meramente la costum­bre o convención lo que dicta que la palabra “perro” identifique a tal criatura. En español tenemos diferentes palabras que se refieren al mismo animal. Bajo ciertas circunstancias nos referimos a un perro como “sabueso”, “cachorro”, “perrito”, “quiltro”, “chusco” o “cruza­do”. Todos estos términos denotan esencialmente lo mismo. Sin embargo, sus connotaciones son diferentes. Es decir, todos son nom­bres de lo mismo, pero también comunican una variada información adicional. Por lo general pensamos en el “sabueso” como un perro de caza. Un “cachorro” o “perrito” es un perro joven. Usamos los términos “quiltro”, “chusco” y “cruzado” para los perros que consideramos inferiores y que probablemente no nos gustan. Los niños tal vez llamen a los perros “guaguas”. Las personas a veces utilizan los términos poodle, chihuahua, collie, doberman o pastor alemán para identificar cierta raza de perro. Dependiendo de nuestras experiencias pasadas, los nombres Rintintin, Lassie, Benji o Beethoven tal vez nos hagan pensar en “perro”.

Todo aquel que conoce otro idioma sabe que las palabras son sen­cillamente designaciones convencionales para las cosas. El término común para perro en francés es chien. En alemán es hund. No es coin­cidencia que esta palabra se parezca al término inglés “hound”. Los dos idiomas tienen cierta relación histórica. El significado de las pala­bras es convencional. No hay razón por la que la palabra para “perro” no hubiera podido ser “timrán”. Si todos nos pusiéramos de acuerdo en usar esa palabra con tal referencia, significaría precisa­mente eso. Si tomamos el vocablo “sala” e invertimos el orden de las letras, formamos la palabra “alas”. Pero esas dos palabras no son opuestas. La misma coincidencia al invertir las letras no se da en todas las palabras, ni en castellano ni en otros idiomas.

Cuando nuestro hijo estaba pequeño, no podía pronunciar la “r”. Muchas veces nos reíamos de las frases que decía. Lo que él deseaba comunicar era diferente de lo que entendíamos.

Muchas veces usamos las palabras en una forma que puede cau­sar confusión. Por ejemplo, en algunos países se utiliza la palabra “lata” para describir un automóvil viejo y dañado. Otros utilizan la palabra “coco” para referirse a la cabeza. En muchos países se utiliza la expresión “perro caliente” para referirse al pan con salchicha. En países al sur del continente americano lo llaman “pancho”. ¡Es extra­ño cómo cambia el lenguaje! Puesto que el significado de las palabras es convencional, los significados cambian con el tiempo.

Cambio

En los tiempos bíblicos, a los perros no se les consideraba masco­tas como hoy. Los pastores los despreciaban como predadores y ani­males peligrosos, como los coyotes o las hienas. Para los hebreos, “perro” siempre tenía una connotación negativa. Llamar a alguien “perro” era un insulto o expresión peyorativa. Manifestaba el dis­gusto que una persona sentía por otra. En Deuteronomio 23:18, la palabra “perro” se refiere a hombres que se dedicaban a la prostitu­ción en los templos paganos. En los tiempos del Nuevo Testamento, los judíos insultaban a los gentiles llamándolos “perros” (Mateo 15:21-28).

Por supuesto, la gente de la Biblia no utilizó la palabra “perro”, sino el equivalente en hebreo o griego. La palabra hebrea es keleb. Usted conoce esta palabra por el nombre del espía que, con Josué, presentó un informe optimista acerca de Canaán (Números 13—14).

No sabemos por qué sus padres le dieron ese extraño nombre: Caleb, “perro”. La palabra griega para perro es kynis. De ella se origina la expresión “caninos”, con la que nos referimos a toda la especie de animales que llamamos perros. Sin embargo, también es la raíz del término “cínico”.1

Creo que hemos hablado lo suficiente acerca de perros. Quizá le haya convencido en cuanto a mi afirmación: Las palabras son cosas extrañas. Su significado lo determina la convención. Sin embargo, las palabras no son meramente arbitrarias. No podemos esperar que otros nos comprendan si usamos el término “alas” cuando queremos decir “sala”.

Conceptos

Obviamente es más fácil definir el significado de la palabra “perro” que el de la palabra “santidad”. Un perro es algo que reco­nocemos con nuestros cinco sentidos. La santidad, al igual que el amor o la belleza, es un concepto o una idea que concibe la mente. Es más difícil describir algo que no podemos tocar, ver, saborear, oler o escuchar. Algún bromista ha dicho que “el matrimonio basado en amor de cachorros [jóvenes sin experiencia] termina como una vida de perros”. Puesto que es difícil definir con precisión el amor romántico, algunos lo confunden con atracción física, capricho o aun simpatía. Sin embargo, la mayoría de las personas estarían de acuerdo en que hay ciertas características que distinguen al amor verdadero de estas falsificaciones. Pero usted tendrá que leer otro libro si está buscando ayuda sobre este tema.

Gusto

Muchos hemos escucha do decir que “la belleza está en los ojos del que mira”. La belleza es difícil de definir porque, hasta cierto punto, es asunto de gusto. Nunca pudimos entender cómo nuestra amiga Ana pensaba que los perros doberman eran hermosos. Feroces, sí; pero hermosos, muy poco. Por otro lado, no estábamos de acuerdo con su opinión de que era ridículo cómo cuidábamos de nuestros perros schnauzer miniaturas. Después de todo, habíamos tenido tres de estos perros y eso demostraba nuestro buen gusto en cuanto a perros. La belleza es a veces un asunto de opinión meramente sujetiva. Es imposible decir quién tiene la razón o quién está equivocado al respecto.

Valores

Existen diferentes opiniones en cuanto a la belleza porque tam­bién existen diferentes valores. Algunas personas consideran “bello” un automóvil basándose en el estilo. A otros les impresiona más el nombre del modelo, lo económico en cuanto a la gasolina, la acelera­ción, lo seguro que es, o lo confortable. Otros juzgan la belleza del auto por su precio. Lo mismo ocurre con la gente. A algunos les impresionan las características externas; a otros, el carácter interno. Lo que consideramos bello tal vez dé a conocer más cómo somos no­sotros que la persona o cosa a la que damos tal calificativo. Aun una mirada a los automóviles que conducen los cristianos le convencerá de que tienen diferentes opiniones en cuanto a qué hace que un carro sea hermoso. O, tal vez, que la belleza no fue un factor importante para escoger los autos. La elección de un modelo de automóvil evi­dentemente no es una decisión moral: entre lo bueno y lo malo. Y, puesto que la Biblia no menciona automóviles, no esperamos mucha ayuda de las Escrituras para hacer dicha decisión.

Moral

Aun los asuntos de gusto y valores personales pueden llegar a ser decisiones morales. Además, las palabras a veces nos desvían cuando juzgamos valores. La antigua palabra bíblica “fornicación” no signifi­ca lo mismo que la expresión neutral “relaciones sexuales prematri­moniales”. “Fornicación” denota lo anterior, entre otras cosas, pero su connotación indica claramente que la actividad descrita se evalúa como algo negativo. La fornicación se refiere a relaciones sexuales fuera del matrimonio e indica que son actos moralmente malos.

De la misma forma, “asesinar” no es lo mismo que “matar”. El asesinato es “el acto de quitar la vida con premeditación y alevosía” a otro ser humano. Nadie diría: “Ese asesinato fue justificado”. Nuestros valores morales influyen en las palabras que escogemos.

Por las Escrituras sabemos que es malo adquirir un auto robán­dolo. O, a sabiendas comprar un automóvil robado, aunque demos a las misiones el dinero que ahorramos en la transacción. Tal vez rehusemos comprar un automóvil excesivamente caro, para que ni el vehículo ni nosotros mismos lleguemos a ocupar el lugar de un ídolo. Pero, pocos asuntos morales son decisiones sencillas entre lo bueno y lo malo. Las decisiones difíciles de la vida a menudo nos llevan a diversos niveles intermedios. Si sostenemos los valores wesleyanos —ser trabajadores, gastar dinero sólo en lo indispensa­ble y ser generosos—, tal vez decidamos no comprar un automóvil lujoso que realmente no necesitamos. Hay cosas que poseen mayor importancia eterna que conducir un automóvil deportivo de último modelo.

Juan Wesley a menudo exhortó a sus seguidores: Ganen todo lo que puedan, ahorren todo lo que puedan y den todo lo que puedan. El problema, por supuesto, es estar de acuerdo en lo que se conside­ra derroche. No importa cuánto dinero tenga una persona, siempre encontrará a alguien cuyos recursos materiales le harán sentir relati­vamente “pobre”. Aun a algunos cristianos les es difícil admitir que tienen más recursos económicos que otros. Por tanto, modificamos la enseñanza de Wesley de la siguiente forma: Ganen todo lo que pue­dan, gasten todo lo que puedan, guarden todo lo que les quede y pro­téjanlo celosamente.

Autoridad

¿Y qué podemos decir de la santidad Tal como ocurre con el amor romántico, ¿es posible confundirla a veces con falsificaciones Al igual que los gustos sobre autos, ¿es sólo asunto de preferencia personal ¿Hay criterios sociales y culturales por medio de los cuales se reconoce la santidad La mayoría de los cristianos estarían de acuerdo en que las Escrituras, y no nuestros gustos personales o valo­res sociales, deben definir la vida de santidad. La dificultad está en que debemos interpretar las Escrituras.

Algunos cristianos sostienen que la Biblia es la única fuente de autoridad en la que basan su fe y práctica. Eso es lo que afirman, pero nosotros sabemos cuál es la realidad. Seamos honestos: Una gran variedad de factores influyen en la conducta y las creencias cristia­nas: nuestros padres, nuestra crianza, nuestra clase social, nuestro país de origen, nuestro tipo de personalidad, nuestro sexo, y otros.

Si usted ha hablado con cristianos de una denominación diferente a la suya, se habrá dado cuenta de que las convicciones doctrinales influyen en la forma en que comprenden la Biblia. Por supuesto, ¡nosotros nunca haríamos eso! ¿O tal vez sí Los wesleyanos hemos estado más conscientes de las otras fuentes de autoridad que influyen en nuestra teología y juicios morales que la mayoría de los otros cristianos evangélicos. No es simplemente que nos hayamos resignado a lo inevitable. No es que admitamos: “Por supuesto, leo la Biblia a través de los lentes de la perspectiva wesleyana de la santidad. Sin embargo, no estoy más prejuiciado que los demás. Y, ¿quién puede decir que mis prejuicios son menos apropiados que los suyos”

Los wesleyanos reconocemos que hay, que siempre ha habido, y que debe haber cuatro fuentes principales de autoridad a las que los cristianos podemos recurrir al definir nuestra fe y práctica. A estas cuatro fuentes se les ha llamado, con una expresión acuñada por el teólogo metodista Albert Outler, el “cuadrilátero wesleyano”. Estas son la Biblia, la tradición cristiana, la experiencia y la razón. Por supuesto, la Biblia es la fuente primaria. Sin embargo, insistimos en que es totalmente apropiado recurrir a esas otras fuentes para que nos asistan en la tarea esencial de interpretar las Escrituras. Lo hace­mos, no porque no queramos oír lo que la Escritura enseña clara­mente, sino para mantenernos alejados de las innovaciones sin valor, la deshonestidad y la insensatez en nuestra interpretación.

Interpretación

Podemos suponer que el Dios único y verdadero, quien inspiró la Biblia, debe tener una idea precisa de lo que quiere decir con el tér­mino “santidad”. Sin embargo, debemos admitir que El no escogió definirla uniformemente y sin ambigüedad en la Biblia.2 Diferentes autores bíblicos parecen utilizar el término en formas ligeramente variadas. Tal vez sea porque santidad es un concepto abstracto. Quizá sea porque recalcaron diferentes aspectos de una realidad demasiado compleja como para entenderla desde una sola perspecti­va. Tal vez sea porque vivieron en diferentes épocas, en diferentes lugares y en distintas situaciones sociales.

La Biblia no fue escrita en una sola sesión y por una sola perso­na. Surgió en el transcurso de cientos, aun miles de años, con la par­ticipación de muchos autores humanos. Un estudio profundo de la santidad requeriría que se examinara el uso del término a través de la historia y de toda la Biblia. Pocos eruditos han intentado realizar tal estudio a fondo.3 Pero, es mucho más de lo que este pequeño libro trata de lograr. Nuestro objetivo es más modesto: Ayudar a las per­sonas comunes y corrientes a entender lo suficiente sobre la santidad bíblica para que respondan apropiadamente al llamado de Dios a la santidad en la vida diaria.

Comunicación

Parece razonable suponer que los autores bíblicos escribieron para que se les entendiera, es decir, escribieron con el propósito de comunicar un mensaje inteligible. Si fue así, tuvieron que adoptar los significados convencionales de las palabras que utilizaron. No usarían la palabra “sala” cuando querían decir “alas”. Tampoco habrían inventado palabras que nadie hubiera usado antes. Para usar nuestro ejemplo anterior, ¿cómo habría sabido la gente que “timrán” signifi­caba “perro” si los autores bíblicos simplemente hubieran acuñado el término para sus propósitos Por lo tanto, deben haber utilizado la palabra “santidad” con una denotación y connotación que los lecto­res originales al menos entendían parcialmente.

Si los autores bíblicos escribieron para que les entendieran, ¿por qué tantos pasajes de la Biblia son difíciles de entender Y, ¿por qué las personas interpretan la Biblia en formas diferentes Hay razones entendibles: Al leer la Biblia, no tenemos todos los conceptos que tenían sus primeros lectores. Por otro lado, tenemos numerosos con­ceptos modernos que ellos no poseían. Los tiempos cambian y las culturas difieren aun en un mismo período. Los escritores y oradores siempre dan por sentado un sinnúmero de conceptos en lo que escri­ben o dicen. Una persona extraña que tratara de escuchar secreta­mente la conversación de una familia durante la cena, necesitaría alguna explicación para entender lo que dicen. Lo mismo ocurre cuando tratamos de “escuchar” la literatura escrita en otro tiempo y lugar, y con diferentes conceptos que los nuestros. Es incorrecto interpretar la Biblia sin tomar en cuenta esta dimensión tácita de la comunicación. El problema es: ¿Qué conceptos extrabíblicos podemos aplicar apropiadamente al leer la Biblia Los desacuerdos al respecto causan la mayoría de las diferencias en la interpretación de pasajes bíblicos controversiales.

La mayoría de los hispanohablantes utilizan la palabra “piña” para referirse a una fruta. Sin embargo, las personas de la parte sur de Sudamérica llaman a la misma fruta “ananá”. En Argentina, la expresión “piña” se refiere a un golpe con el puño. Para un argenti­no, darle una piña a alguien, es darle una golpiza, mientras que para un colombiano sería darle la fruta.

Sin embargo, si un colombiano fuera a la Argentina y escuchara que un boxeador le “dio una tremenda piña” a su contrincante, no pensaría que, en medio de la pelea, un boxeador se detuvo para entregarle la fruta a su oponente. Esto se debe a que tenemos simila­res suposiciones para interpretar los términos.

Los problemas de entendimiento surgen cuando la comunicación se realiza a través de diferentes períodos históricos o culturas. Pero, también se interpreta erróneamente cuando los que escuchan no prestan atención adecuada al contexto de las palabras del orador.

Las palabras son cosas extrañas. Su significado no es meramente arbitrario. Sin embargo, para comunicar el significado, el contexto es un factor decisivo. Debemos aprender el significado de una palabra por el uso que se le dio en cierto tiempo en la historia y por su uso en un cuerpo particular de literatura.

Contexto

Aprendemos el significado de las palabras por el uso que se les da en contextos específicos. La interpretación se lleva a cabo por lo menos en dos contextos: histórico y literario.

Contexto histórico. Nuestra explicación acerca de la palabra “perro” demuestra que los significados y las connotaciones de las palabras cambian a través del tiempo. Las palabras se pueden utili­zar literal o figurativamente. Al usarlas, las asociamos con conceptos culturales. Cuando los autores bíblicos utilizaron figurativamente la palabra “perro”, ésta no tenía la misma fuerza que nosotros le atri­buimos. No es posible entender las palabras bíblicas sin conocer algo de la forma en que se utilizaron cuando se escribió la Biblia. Sería un error imponer nuestros sentimientos acerca del “mejor amigo del hombre” cuando leemos de los “perros” en la Biblia. De la misma forma, no podemos imponer nuestra teología de santidad sobre los autores bíblicos. Sería como dar por sentado que comemos “caninos recién cocidos” —usted sabe, ¡“hot dogs” o perros calientes! Puesto que hay de 2,000 a 4,000 años de separación entre los días de la Biblia y nosotros, la tarea de interpretación no es nada fácil.

Obviamente, conocer la cultura y la historia de los tiempos bíbli­cos nos ayudará a evitar malas interpretaciones. Sin embargo, ni los especialistas se ponen de acuerdo en cuanto al significado preciso de algunos pasajes. Los lectores originales de la Biblia no necesitaron consultar comentarios y diccionarios bíblicos para entenderla. Vivían en el mismo tiempo y cultura que el autor bíblico. Sabían de primera mano de qué había escrito. Su experiencia personal les proveyó el conocimiento inmediato del contexto histórico. Nuestro mundo es muy diferente del de ellos.

Los buenos intérpretes de la Biblia deben conocer lo suficiente sobre el mundo antiguo para evitar dos errores. Deben distinguir lo que la gente de los tiempos bíblicos daba por sentado y que nosotros no damos por sentado. Y, deben distinguir lo que nosotros damos por sentado y que la gente de entonces no daba por sentado, ni hubiera podido hacerlo. Sólo un lector sin información podría malentender la palabra “lecho” de Marcos 2:4 en la versión Reina-Valera 1960. ¿Quién supondría que los amigos del paralítico bajaron una cama—cabecera, armazón, colchón— por la abertura que hicieron en el techo La Versión Popular y la Reina-Valera 1995 eliminan algo de la confusión al emplear el término “camilla”. A menudo comparar traducciones es suficiente para evitar malentendidos basados en diferencias históricas y culturales. Sin embargo, el abismo histórico y cultural entre aquella época y la actual no es la mayor dificultad al interpretar la Biblia.

Contexto literario. Supongamos que alguien que no habla nues­tro idioma señala el animal que llamamos “perro” y dice una palabra que no reconocemos. ¿Podemos suponer que está diciendo “perro” en su idioma Tal vez. Pero, quizá esté comentando sobre el olor, el color o el carácter del perro. Tal vez esté mencionando el nombre del perro, su raza o el nombre de su dueño. Es difícil saberlo a menos que conozcamos otras palabras en su idioma.

Las palabras rara vez se utilizan en forma aislada. Las palabras que las anteceden y las que las siguen, proveen el contexto literario en el que se lleva a cabo la interpretación. Sabemos lo suficiente sobre los tiempos bíblicos para comprender que los autores bíblicos no uti­lizaron la palabra “perro” para referirse a un automóvil viejo. Pero, ¿cómo sabemos qué quisieron decir

Por medio de la investigación histórica y cultural podemos apren­der cómo otros autores de la antigüedad utilizaron la palabra “perro”. Sin embargo, el contexto histórico nos puede decir sólo cuáles fueron los significados posibles (o imposibles) en cierto período o en cierta cultura. Solamente el uso de una palabra en un contexto literario par­ticular nos dice cuál significado posible es el más probable. La versión Reina-Valera 1995 presenta una traducción muy literal del hebreo en Deuteronomio 23:18: “No traerás la paga de una ramera ni el precio de un perro a la casa de Jehová, tu Dios”. El paralelismo obvio entre “ramera” y “perro” guió correctamente a los traductores de la Nueva Versión Internacional (NVI), quienes hicieron una traducción inter­pretativa: “Ningún hombre o mujer de Israel se dedicará a la prosti­tución ritual. No lleves a la casa del Señor tu Dios dineros ganados con estas prácticas” (23:17-18). Sin embargo, el lector promedio de la NVI no conocerá el lenguaje colorido que se encuentra en el original.

Sabemos que no es lo mismo “Montenegro” (apellido) que un “monte negro”. Asimismo, no es lo mismo hablar de un “alto digna­tario” que de un “dignatario alto”. No podemos tomar las palabras de la Biblia, ponerlas dentro de un gran sombrero, revolverlas y echarlas sobre una mesa, y esperar que comuniquen el mismo men­saje que tienen en su arreglo presente. El significado preciso de las palabras —su denotación y connotación— lo determina el contexto.

Etimología

Saber que “lata” es un envase de hojalata no nos ayuda a enten­der lo que quiere decir una persona al afirmar: “Hoy Roberto llevó su lata al trabajo otra vez”. Prestar atención al contexto de estas pala­bras nos ayudará a entender si Roberto llevó una lata de atún para su almuerzo o si utilizó un automóvil viejo para llegar a su trabajo. El significado de las palabras lo determinan el contexto y las con­venciones o normas que comparten las personas, y no la etimología.

La etimología es el estudio del origen de las palabras. El origen del término “cínico”, derivado de la palabra griega para “perro”, casi no nos dice nada sobre su significado. El término “diente de león”, nom­bre de una mala hierba, es traducción del francés. Pero, dicha informa­ción no nos ayuda a entender el significado del término por completo.

Mi nombre, George, viene de una palabra griega que significa “granjero”. Pero, fue sólo coincidencia que me haya casado con una mujer llamada Terre, cuyo nombre en latín y en francés significa “tie­rra”. ¿O quizá no lo fue

Se ha dicho a veces que el término griego para iglesia está com­puesto de dos palabras que significan “llamados”. Sin embargo, esa información histórica es casi irrelevante para entender cómo se usó esa palabra en los tiempos bíblicos. Para la mayoría de los que habla­ban griego, simplemente significaba “asamblea” o “reunión de per­sonas”. Pero, los judíos que hablaban griego, al traducir la Biblia comprendieron el término como “el verdadero pueblo de Dios”.

La mayoría de las palabras tienen una historia. Sin embargo, no debemos suponer que una palabra en una frase en particular signifi­ca todo lo que ha significado a través de la historia. No, el significa­do lo determina el uso convencional en un contexto particular en cuanto al tiempo y dentro de un cuerpo particular de literatura.

Entonces, ¿qué objetivo tiene toda esta discusión sobre caninos, latas, convención, conceptos, comunicación y contexto Y, en particu­lar, ¿cómo se relaciona esto con nuestro estudio de la santidad

Santidad Bíblica

Los significados de “santidad” y de los términos relacionados que se usan en la Biblia son, como toda palabra, simplemente con­vencionales. El concepto bíblico de santidad es más categórico que cualquier otra palabra que se usa para describirla. El término en sí no es sagrado.4 Después de todo, los autores bíblicos utilizaron palabras en hebreo y griego que eran diferentes a nuestras palabras en espa­ñol. Lo que importa no es la palabra sino su significado. Si la palabra "santidad” no nos comunica este significado, o no lo comunica a nuestros oyentes, debemos encontrar otros términos que describan más adecuadamente el significado del concepto bíblico.

Sin embargo, antes de abandonar una buena palabra, tenemos que entenderla nosotros y ser capaces de comunicar su significado a otros. El significado bíblico de santidad debemos descubrirlo por medio de un estudio cuidadoso de la Biblia misma. No olvidemos que los wesleyanos reconocemos cuatro fuentes principales de autoridad doctrinal: la Biblia, la tradición cristiana, la experiencia y la razón. No obstante, también insistimos en que lo que no se encuentra en la Escritura, no debemos convertirlo en artículo de fe. La Biblia tiene que ser el fundamento para toda doctrina bíblica de santidad. La teología bíblica distingue entre lo que enseña la Biblia y lo que depende de otras autoridades. No podemos empezar a desarrollar nuestra propia teología de santidad y luego recurrir a la Biblia en busca de textos que parezcan apoyar nuestras opiniones personales, y aún así, afirmar que predicamos la santidad bíblica. La doctrina bíblica de la santidad debe descubrirse en forma inductiva, no deductiva. Es decir, se debe basar en generalizaciones derivadas de una amplia variedad de pasajes bíblicos específicos. No es correcto comenzar con nuestras conclusio­nes doctrinales y buscar textos bíblicos que las validen.

Por medio de una cuidadosa selección y organización de los pasajes, es posible afirmar que existe base bíblica para casi cualquier opinión, no importa cuán verdadera o falsa sea. Las sectas han demos­trado que es posible probar casi cualquier idea por medio de este método. No podemos imponer nuestras conclusiones teológicas acer­ca de la santidad bíblica y honestamente declarar que la Biblia es la fuente de nuestra fe y práctica. Lo que dice la Biblia no es la última palabra en nuestra teología; es la primera palabra. Lo que dice la Biblia debe interpretarse y aplicarse. La tradición, la experiencia y la razón inevitablemente contribuirán a nuestra teología, pero no deben pasar por alto las claras enseñanzas de la Escritura.

Terminología de Santidad

Para definir la “santidad bíblica” debemos comenzar con las palabras. Sin embargo, esto es sólo el principio. Para entender el significado preciso de las palabras, debemos estudiarlas en sus diversos contextos bíblicos. Las palabras “santidad” y “santo” provienen del latín. Las mismas palabras en inglés —holiness y holy— provienen de las raíces germánicas (anglosajonas) del idioma inglés. En el inglés antiguo esos términos comunicaban la idea de estar “sano” o “salu­dable”. “Santificar” y “santificación” provienen del latín. El verbo latín sanctificare significa “hacer sagrado algo”, es decir, “apartarlo para el servicio de los dioses”.

Las palabras hebreas y griegas básicas que se traducen en los términos mencionados, pertenecen a las mismas familias de pala­bras.5 En el Antiguo Testamento hebreo, el sustantivo abstracto qodesh por lo general se traduce “santidad”. Al usarlo en contraste con lo “profano” o “común”,6 sugiere que su naturaleza esencial es “aque­llo que pertenece a la esfera de lo sagrado”.7 Por lo tanto, hablar del “Santo” (utilizando el adjetivo qadosh como sustantivo) es referirse a Dios. El verbo hebreo qadash significa “hacer santo” o “santificar”.

Al templo se le llama miqdash, el “lugar santo” o “santuario”. Aunque parezca extraño, el término hebreo qadesh, de este mismo grupo de palabras, se refiere a prostitutos y prostitutas del templo.8 Desde la perspectiva cananea, éstos eran sacerdotes y sacerdotisas apartados para la adoración del dios Baal y su madre-consorte, Asera, a quien ellos llamaban “Santidad”. Desde la perspectiva israe­lita, esos “hombres y mujeres santos” de las idólatras religiones de la fertilidad en Canaán, estaban muy lejos de la rectitud moral. Su “san­tidad” consistía exclusivamente en la devoción total a sus dioses per­versos. Su moral corrupta era igual a la de las deidades que servían.

Dados los diferentes contextos literarios de estos términos hebre­os, sería incorrecto traducirlos con las mismas palabras, a pesar de su origen común. En el Nuevo Testamento, la palabra “santidad” gene­ralmente es la traducción de hagiasmos. Esta palabra se deriva del adjetivo hagios, que significa “santo”. Por lo tanto, santidad es la cali­dad o estado de ser santo. Ser santo es ser “apartado” o “único”.

“Santificación” es la traducción del término griego hagiosyne. El sustantivo, también derivado de hagios, se refiere al acto o proceso por el cual alguien es hecho santo o reconocido como tal. La forma plural del adjetivo hagios llega a ser el sustantivo hagioi, que por lo general se traduce “santos”. Obviamente se refiere al “pueblo santo”. Por lo tanto, el verbo hagiazo se traduce como “santifico” o “hago santo”.

La Escritura se refiere a Dios como “santo” por dos razones. Primero, por lo que los teólogos identifican como la trascendencia de Dios. Es decir, El es completamente distinto de su creación. Solo El es el Creador; todo lo demás que existe es su creación. El es único; sólo un Dios. Segundo, Dios es justo y amoroso de una forma sin igual al tratar con sus criaturas. Es decir, El es santo en su ser y con­ducta.

Solamente Dios es santo en forma tal que su santidad no deriva de otra fuente. Las personas pueden ser santas en sentido derivado, porque pertenecen a Dios, el Santo. “Yo soy Jehová que os santifico” (Éxodo 31:13; Levítico 22:32). “Yo soy Jehová, vuestro Dios. Vosotros por tanto os santificaréis y seréis santos, porque yo soy santo...Yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios: seréis, pues, santos, porque yo soy santo” (Levítico 11:44-45; véase 19:2). “Santificaos, pues, y sed santos, porque yo, Jehová, soy vuestro Dios” (20:7). “Habéis, pues, de serme santos, porque yo, Jehová, soy santo, y os he apartado de entre los pueblos para que seáis míos” (v. 26). Se espera que el pueblo de Dios se conduzca de una forma que esté de acuerdo con el llamado especial a conocerlo a El y a darlo a conocer. “Así como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir, porque escrito está: Sed san­tos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16).

Teología Bíblica

Debido al gran número de referencias bíblicas relacionadas con la santidad es imposible estudiarlas todas aquí. Por lo tanto, ¿cómo procederemos ¿Cómo establecemos la base bíblica para la doctrina de santidad A veces los que enseñamos esta doctrina la hemos pues­to en ridículo por predicar la entera santificación con textos inade­cuados. “La hemos predicado basándonos en pasajes donde no exis­te”. No es razonable esperar que cada pasaje que utiliza la palabra “santidad” o “santificación” enseñe todos los aspectos de la doctrina de santidad o se refiera a una segunda obra de gracia.

Consideremos Juan 17:19, por ejemplo. Jesús, en su oración sumo sacerdotal, dice: “Yo me santifico a mí mismo”. Nadie podría enten­der esto como una declaración de que El se limpia a sí mismo del pecado original o que se llena con el Espíritu Santo. No suponemos que la santificación de Jesús haya sido una segunda obra de gracia, subsecuente a su conversión de una vida de pecado. En este versícu­lo, la autosantificación de Jesús se refiere a la paradoja de estar en el mundo sin ser del mundo (vv. 11-14). En forma positiva, se refiere a su firme compromiso con la misión para la que el Padre lo envió al mundo (véase vv. 3, 8, 18, 23, 25, 26). Jesús no eludiría la tarea de dar a conocer plenamente el amor de Dios, aunque eso significara su muerte en la cruz. La oración de Jesús por la santificación de sus dis­cípulos (y por los que creerían debido a ellos), en el versículo 17, debe entenderse de la misma manera. Por lo menos, la santidad debe invo­lucrar un compromiso incondicional con la costosa misión redentora de Dios —un compromiso que hacemos por la gente del mundo, pero sin transigir ante los valores del mundo.

Este pasaje no cubre completamente todo lo que la Biblia dice sobre la santidad, pero no podemos afirmar que predicamos la “san­tidad bíblica” a menos que incluyamos lo que se enseña aquí. Negarnos a predicar la santidad “en base a pasajes donde no se encuentra”, no implica restringirnos a aquellos pasajes en que apare­ce explícitamente la terminología de santidad. El contenido esencial de la santidad bíblica se puede encontrar en sustancia en pasajes en donde ninguno de estos términos aparece. Este no es simplemente el punto de vista de alguien que predica la santidad. Es evidente que los términos “santidad” y “santificación” están ausentes en la carta de Pablo a los Gálatas. Pero allí habla de la libertad de la esclavitud del pecado que resulta al caminar de acuerdo con el Espíritu Santo.

En un libro que publicó recientemente una editora de tradición reformada, William M. Ramsay escribe: “Gálatas no trata de ‘la justi­ficación por la fe’, como Lutero y sus seguidores han creído a través de los siglos. Trata de la santificación por la fe. No enseña cómo alguien recibe el perdón de los pecados. Enseña cómo debe vivir uno cuando ha recibido ese perdón inicial”.9 Lo categórico no es la termi­nología, sino el significado de los términos. La santidad es una enseñanza bíblica fundamental. Sin embargo, “todo el tenor de la Escritura” proclama la santidad bíblica; no lo hace sólo un pasaje o una interpretación personal de la Escritura.

Transición

Si comenzáramos nuestro estudio de la santidad con la Biblia, no con la teología favorita de alguien —ni la nuestra ni la calvinista ni la carismática ¿cuál sería el resultado Y, ¿en qué sección de la Biblia comenzaríamos

Podríamos comenzar en Génesis y leer toda la Biblia hasta Apocalipsis. Sin embargo, una concordancia nos ahorraría tiempo, indicándonos dónde aparecen en la Biblia los términos “santidad”, “santificar”, “santificación” y otros términos relacionados. Esto nos permitiría ver cuántos de estos pasajes utilizan los términos en con­texto. Sin embargo, un total de aproximadamente 900 referencias no hace sencilla la tarea. Una mirada rápida a través de la concordancia revela que, en el Nuevo Testamento, la mayoría de las referencias a la terminología de santidad están en 1 Tesalonicenses. Si la terminolo­gía prueba algo, este libro debe ser un documento esencial en cual­quier explicación sobre el concepto bíblico de la santidad.

La frecuente y explícita terminología de santidad en esta breve epístola es digna de notar.10 Hay más referencias a “santidad” por centímetro cuadrado aquí que en cualquier otra parte de la Biblia. Puesto que el tiempo nos permite el lujo de realizar un estudio a fondo, 1 Tesalonicenses parece un lugar apropiado para comenzar. Por lo tanto, sin más demora, iniciemos un breve estudio de la santi­dad en la Primera Epístola de Pablo a los Tesalonicenses.



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LA SANTIDAD EN 1 TESALONICENSES

Panorama general

EL CONTEXTO HISTÓRICO DE 1 TESALONICENSES

Alrededor del año 50 a.C., durante el denominado segundo viaje misionero de Pablo, el apóstol llegó a Tesalónica desde Filipos por el gran camino militar llamado la Vía Ignacia. Las dos ciudades estaban localizadas en la provincia romana de Macedonia, en lo que hoy se conoce como el norte de Grecia. Estas ciudades traen a la memoria las hazañas que realizó cuatro siglos antes el famoso conquistador Alejandro Magno. Filipos fue nombrado en honor a su padre, Felipe; y Tesalónica, en honor a su hermanastra. En su visita, Pablo llegó con sus compañeros Silas y Timoteo (véase 1 Tesalonicenses 1:1, 5-8; 2:1-14; 3:1-6; Filipenses 4:16; Hechos 17:1-10; 18:5).

Pablo describe las circunstancias de su visita en 1 Tesalonicenses 2:1-2: “Vosotros mismos sabéis, hermanos, que nuestra visita a voso­tros no fue en vano, pues habiendo antes padecido y sido ultrajados en Filipos, como sabéis, Dios nos dio valor para anunciaros su evangelio en medio de una fuerte oposición”. Pablo le da sólo a Dios el crédito por el valor que le permitió predicar en tales circunstancias (véase 1:5 y 2:13). Por lo tanto, Dios fue responsable de que esos paganos gentiles se convirtieran en forma maravillosa de su anterior idolatría (1:9).

No sabemos de seguro por cuánto tiempo ministró Pablo entre los tesalonicenses. Pudo ser por unas semanas (véase Hechos 17:2), pero también pudo ser por varios meses. Durante su estadía, Pablo ejerció su oficio haciendo carpas (1 Tesalonicenses 2:9). Y, más de una vez la generosa iglesia de Filipos le envió ayuda financiera para apo­yar su misión en Tesalónica (Filipenses 4:16). Pablo se quedó allí suficiente tiempo como para establecer una afectuosa relación de confianza mutua con sus convertidos (1 Tesalonicenses 1:5-7; 2:6-8, 10-12, 19-20), pero no lo suficiente como para convencerse de que estaban listos para continuar solos cuando fue forzado a salir de la ciudad. La nueva congregación cristiana se desarrolló rápidamente y de manera gratificante, aun ejemplar Sin embargo, la oposición obligó a Pablo a salir prematuramente de esa ciudad (véase Hechos 17:5-10; 1 Tesalonicenses 2:14-16).

De Tesalónica, Pablo fue a Berea, de allí a Atenas y luego a Corinto, de donde probablemente escribió esta carta (véase Hechos 17:10—18:5; 1 Tesalonicenses 2:17—3:10). Es imposible saber cuánto tiempo transcurrió entre su salida y esta carta, pero deben haber sido sólo unas semanas o meses. Pablo escribe del estrés emocional que sufrió al tener que separarse de sus convertidos y al ver frustrados sus esfuerzos de regresar a Tesalónica.

En cuanto a nosotros, hermanos, separados de vosotros por un poco de tiempo, de vista pero no de corazón, deseábamos ardientemente ver vuestro rostro. Por eso quisimos ir a vosotros, yo, Pablo, ciertamente una y otra vez, pero Satanás nos estorbó...Por eso, no pudiendo soportarlo más, acordamos quedarnos solos en Atenas, y enviamos a Timoteo...para confirmaros y exhortaros respecto a vuestra fe, a fin de que nadie se inquiete por estas tribulaciones...Por eso también yo, no pudiendo sopor­tar más, envié para informarme de vuestra fe, pues temía que os hubiera tentado el tentador y que nuestro trabajo hubiera resul­tado en vano (1 Tesalonicenses 2:17-18; 3:1-3, 5).

La misión de Timoteo en Tesalónica fue un éxito rotundo. Su regreso y su reporte a Pablo sobre la perseverancia de los hermanos Como cristianos es lo que trata de inmediato Pablo en su primera Carta a los tesalonicenses.

Pero cuando Timoteo regresó, nos dio buenas noticias de vuestra fe y amor, y que siempre nos recordáis con cariño, y que deseáis vernos, como también nosotros a vosotros. Por eso, her­manos, en medio de toda nuestra necesidad y aflicción fuimos consolados al saber de vuestra fe. De modo que ahora hemos vuelto a vivir, sabiendo que estáis firmes en el Señor. Por lo cual, ¿qué acción de gracias podremos dar a Dios por vosotros, por todo el gozo con que nos gozamos a causa de vosotros delante de nuestro Dios, orando de noche y de día con gran insistencia, para que veamos vuestro rostro y completemos lo que falte a vuestra fe

Pablo se regocijó por las noticias que Timoteo le dio acerca de la fidelidad de los tesalonicenses. Aunque sólo podía alabarlos como cristianos, aún le preocupaba que su fe fuera deficiente. El les envió la carta que conocemos como 1 Tesalonicenses como sustituto de una visita personal que tanto deseaba y pedía en oración. Parece razona­ble suponer que él escribió lo que les habría dicho en persona.

EL CONTEXTO LITERARIO DE 1 TESALONICENSES

La Primera Epístola a los Tesalonicenses es una carta que se escri­bió por un motivo especial. Pablo la escribió en respuesta a una situa­ción de la vida real. Es en verdad una carta, no sólo un tratado teológico que él envió. Tiene todas las características de las cartas que se escri­bían durante la época helenista y de las otras cartas de Pablo, pero con una excepción. Generalmente Pablo agradece a Dios por sus lectores después del saludo inicial, y luego continúa con los asuntos a tratar. Sin embargo, aquí el agradecimiento parece ser el asunto a tratar.

La sección de 1:2—3:13 está dedicada completamente a dar gra­cias a Dios por la fidelidad de estos nuevos cristianos (véase espe­cialmente 1:2-3; 2:13; 3:9). Aun cuando Pablo cambia en los capítulos 4 y 5, para animar y exhortar, su enorme gratitud por los tesaloni­censes es obvia.

LAS ENSEÑANZAS PRINCIPALES DE 1 TESALONICENSES

Las cartas de Pablo no son textos de teología. No hay secciones organizadas lógicamente que se dediquen a temas como la doctrina de Dios, antropología, hamartiología o soteriología. La teología que se encuentra en las cartas paulinas no es sistemática, sino pastoral, y responde a situaciones especiales. Pablo escribe como un pastor fun­dador preocupado por sus recién convertidos que necesitan ánimo.

Sin embargo, la teología pastoral es una teología real. Y, la teolo­gía que responde a situaciones a menudo es más pertinente para la vida diaria que las teorías especulativas que a veces llamamos teolo­gía. Además de enfocar su atención en la santificación, 1 Tesaloni­censes también enseña acerca de temas teológicos importantes como la elección divina y la escatología. (También hay una conexión cercana entre las tres doctrinas en 2 Tesalonicenses 2:13-15).

Elección

Los cristianos de la tradición de santidad tendemos a dejar de lado la doctrina de la elección divina. Como reacción a las excesivas afirmaciones del calvinismo clásico, le damos poco énfasis a esta sig­nificativa verdad bíblica. Necesitamos que se nos recuerde, como lo hace la doctrina de la elección, que es el llamado de la gracia de Dios el que hace posible que seamos contados entre los salvados. Dios toma la iniciativa en la salvación. La doctrina de la elección nos recuerda claramente que no somos nosotros los que escogemos hacernos cristianos cuando queramos, en nuestros propios términos. Nos recuerda que la conversión y la entera santificación —de hecho, todo lo que Dios hace en nuestras vidas— no son metas, sino voca­ciones, llamados. La vida cristiana es un peregrinaje en el que toma­mos parte sólo por invitación. Tal vez comience con un momento de crisis, tal como el dejar los ídolos, pero servir a Dios es necesaria­mente un proceso (véase 1 Tesalonicenses 1:10).

La fe no es un fin en sí mismo. No nos convertimos simplemente para convertimos. Somos llamados a vivir sobre la base de la nueva relación con Cristo. La doctrina de la elección nos recuerda también que la fe sola en la oferta de Dios para salvación no es suficiente. Si no fuera por el llamado de Dios, nunca podríamos responder con fe. Si no fuera por su gracia, nuestro arrepentimiento nunca resultaría en perdón. La salvación no depende de nosotros. No es nuestro arre­pentimiento el que nos salva. No es nuestra fe la que nos salva. No es nuestra obediencia la que nos salva. Es Dios quien nos salva.

Entonces, ¿por qué escuchamos tan poco sobre la doctrina de la elección en nuestras iglesias A diferencia de algunas tradiciones cris­tianas, las iglesias de la tradición wesleyana arminiana están convenci­das de que la elección divina no es efectiva por sí sola. Dios no escoge salvar a algunos y excluir a otros. Creemos que su llamado se extiende a todos, y cualquiera que responda fielmente a su llamado será salvo. Si no fuera por su llamado, nadie podría llegar a ser cristiano. Sin embargo, tristemente, hay algunos a quienes Dios llama que no acep­tan su elección, no le sirven en el oficio para el cual El los eligió, y rehúsan vivir como es digno del llamado de Dios. Y, algunos que responden al comienzo, más tarde se alejan por una razón u otra. Jesús lo expresó así: “Pues muchos son llamados, pero pocos escogidos” (Mateo 22:14).

Es difícil pasar por alto el énfasis que hace Pablo en la doctrina de la elección al describir la evidencia impresionante de la conversión de los tesalonicenses a Cristo. “Sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido...porque cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 1:4; 2:13).

Su fidelidad fue más impresionante aún porque sabían que vivir como cristianos en un ambiente hostil no sería fácil. Ellos sabían de los sufrimientos de Pablo (2:2). Además, él les había advertido que ellos también sufrirían por su fe (3:3-4). La forma en que soportaron el sufrimiento los hizo imitadores de Pablo y sus colegas, de las igle­sias de Judea y del mismo Señor Jesús (1:5-6; 2:14-15). Aún más, los hizo ejemplos de perseverancia para los creyentes en Macedonia y Acaya (1:7-10). Acaya era la provincia romana en el sur de Grecia, en donde estaban localizadas las iglesias de Corinto y Cencrea (Roma­nos 16:1) que Pablo había fundado.

La celebración de Pablo por estas expresiones tangibles de la elección de los tesalonicenses y su fe cristiana vital fue lo que inspiró su acción de gracias a través de tres capítulos. “Recordamos ante nuestro Dios y Padre la prueba práctica de vuestra fe, el trabajo moti­vado por vuestro amor, y la perseverancia inspirada por vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (1 Tesalonicenses 1:3, paráfrasis del autor; véase también 5:8, en donde la conocida tríada de fe, esperanza y amor aparece nuevamente; Cf. Romanos 5:1-5; 1 Corin­tios 13:13; Gálatas 5:5-6; Colosenses 1:4-5). Su fe, esperanza y amor demostraban su elección divina (véase 1 Tesalonicenses 1:4). En 1:5-10, Pablo ofrece dos pruebas más de su elección: Primero, el carácter de la proclamación del evangelio que realizaba él (v. 5), y segundo, el carácter de la respuesta de ellos al evangelio (vv. 6-10). En 2:1-16, él describe más ampliamente estas pruebas en el mismo orden, esta vez dando mayor atención a su propio carácter (vv. 1-12) y refiriéndose más brevemente al de ellos (vv. 13-16).

Pablo no criticó en manera alguna la conducta cristiana de los tesalonicenses, aunque recién se habían convertido del paganismo; sólo los elogió. Tuvo especial cuidado de animarlos a continuar viviendo como lo estaban haciendo.

Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos...que, de la manera que aprendisteis de nosotros cómo os conviene con­duciros y agradar a Dios, así abundéis más y más...Acerca del amor fraternal no tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios que os améis unos a otros; y también lo hacéis así con todos los hermanos que están por toda Macedonia. Pero os rogamos, hermanos, que abundéis en ello más y más...Por lo cual, animaos unos a otros y edificaos unos a otros, así como lo estáis haciendo...Pero vosotros, herma­nos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os sorprenda como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día; no somos de la noche ni de las tinieblas (1 Tesalonicenses 4:1, 9-10; 5:11, 4-5).

En ninguna forma la conversión de los tesalonicenses fue defi­ciente. Eran cristianos genuinos, aun ejemplares. Sin embargo, a pesar de la confianza de Pablo en ellos, les envió a Timoteo, “nuestro hermano, servidor de Dios y colaborador nuestro en el evangelio de Cristo” (3:2; véase 2 Pedro 1:10).

Pablo consideró posible que los tesalonicenses perdieran la fe y se alejaran de Dios, a pesar de que El los había elegido y que la conversión de ellos había sido genuina.

Escatología

La preocupación de Pablo de que los tesalonicenses pudieran perder la fe no se debía a lo inadecuado de su conversión, sino a lo contingente de la salvación. La salvación no es sólo un evento pasa­do y una experiencia presente, sino también una expectativa futura.

…os convertisteis de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resuci­tó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera...Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día...Pero no­sotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la coraza de la fe y del amor, y con la esperanza de salvación como casco. Dios no nos ha puesto para ira, sino para alcanzar salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros para que ya sea que vigilemos, o que durmamos, vivamos juntamente con él (1 Tesalonicenses 1:9-10, 5:5, 8-10).

Los cristianos viven “entre los tiempos”. La muerte de Cristo en el pasado hace posible la salvación para todos. Para hacer que la sal­vación sea personal, El invita a la gente a dejar su vida de pecado para iniciar una vida de santidad y servicio a Dios. Aquellos que aceptan su invitación en el presente, ya viven con El como hijos de ese día futuro cuando la salvación será completa. Sólo entonces los creyentes estarán “siempre con el Señor” (4:17; véase 2 Tesalo­nicenses 2:13-15). Mientras tanto, son llamados a vivir “como es digno de Dios, que [les] llamó a su Reino y gloria” (1 Tesalonicenses 2:12). La salvación, en el sentido más pleno, es una esperanza futura—algo que recibiremos si permanecemos fieles en el presente.

Pablo discute aspectos de la escatología (la doctrina de las últi­mas cosas) tales como la segunda venida de Cristo, la resurrección de los muertos, y el juicio final. Pero no lo hace simplemente para satis­facer la curiosidad de sus lectores. La escatología describe la meta última de la elección: la salvación final. El llamado de Dios a la sal­vación en el pasado y el prospecto del juicio divino en el futuro son motivaciones importantes para vivir en santidad en el presente. La elección y la escatología nos motivan a preparamos para el “examen final” más importante de la vida.

Durante el último semestre en la universidad, experimenté el poder transformador de la confianza inmerecida a nivel humano. En ese tiempo estaba recién casado, tenía tres empleos y era estudiante de tiempo completo. Realmente tenía que hacer malabares con mi tiempo. Al acercarse el fin del semestre, era obvio que no podría ter­minar a tiempo una monografía importante. Una conversación de último momento con el profesor sólo profundizó mi desesperación. Le mostré la investigación y el trabajo preliminar que había realizado para la monografía. Pero, aún necesitaba varios días de trabajo para terminarla, y sólo tenía algunas horas disponibles. Puesto que for­maba parte de la clase graduanda, la fecha de entrega de las califica­ciones era más temprano de lo que yo esperaba. A pesar de las noches sin dormir y los días intensos, la fecha de entrega llegó y pasó, y la monografía aún estaba incompleta. El día después de la entrega de las calificaciones, tímidamente toqué a la puerta de la oficina del pro­fesor Woodruff, preparado para aceptar lo peor. Le pregunté qué cali­ficación me había dado por mi clase incompleta. El dijo: “Yo sé que terminarás la monografía y que harás un buen trabajo. Por lo tanto, te di la nota máxima”. ¡La nota máxima! Quedé asombrado. Emocio­nado. ¡Me sentí capaz de hacer lo imposible! La generosa expresión de confianza del profesor no me permitiría darle sino la mejor mono­grafía que hubiera escrito. Y lo fue, no por mi esfuerzo, sino porque su consejo y sus altas expectativas me permitieron hacer algo que de otra manera hubiera sido imposible.

Con esto no estamos diciendo que los cristianos de alguna forma obtienen la salvación como en un plan de crédito: “Compre ahora y pague después”. Nunca podremos merecer el llamado de la gracia de Dios. Permanecemos indignos, pero su llamado nos transforma en personas que nunca podríamos ser sin alinear nuestra vida con sus ambiciosos planes para nosotros. Vivir como es “digno de Dios” es vivir ahora en una manera que esté de acuerdo con nuestro destino futuro. Es llegar a ser lo que sólo la gracia de Dios hace posible. Es estar “genuinamente santificado”.1 Sin embargo, la doctrina de la escatología es un recordatorio importante de que el tiempo de las oportunidades se acabará tarde o temprano. También es un recorda­torio de que sólo en el cielo habrá terminado nuestro tiempo de prue­ba y nuestro destino estará sellado para vivir eternamente con el Señor. Aquellos cuya doctrina de la “seguridad eterna” los guía a declarar: “Una vez que soy salvo, siempre seré salvo”, en parte tienen razón. El problema es: No seremos salvos en ese sentido escatológico sino hasta que escuchemos el sonido de las puertas de perla cerrán­dose detrás de nosotros.

Santidad

La doctrina de la santificación, como la presenta 1 Tesalonicenses, está íntimamente relacionada con las doctrinas de elección y escato­logía. Un Dios santo llama a los creyentes a vivir en santidad como preparación esencial para la vida eterna con El. Esto lo vemos cla­ramente en la primera carta de Pablo, en sus dos oraciones por la santificación de los tesalonicenses. Entre estas oraciones, Pablo los exhorta a permitir que Dios los santifique.

Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos, como también lo hacemos nosotros para con vosotros. Que El afirme vuestros corazones, que os haga irre­prochables en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la veni­da de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos. Por lo demás, hermanos, os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús que, de la manera que aprendisteis de nosotros cómo os convie­ne conduciros y agradar a Dios, así abundéis más y más. Ya sabéis las instrucciones que os dimos por el Señor Jesús. La voluntad de Dios es vuestra santificación: que os apartéis de for­nicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor, no en pasión desordenada, como los genti­les que no conocen a Dios; que ninguno agravie ni engañe en nada a su hermano, porque, como ya os hemos dicho y testificado, el Señor es vengador de todo esto. Dios no nos ha llamado a inmundicia, sino a santificación. Así que, el que desecha esto, no desecha a hombre, sino a Dios, que también nos dio su Espíritu Santo. Acerca del amor fraternal no tenéis necesidad de que os escriba, porque vosotros mismos habéis aprendido de Dios que os améis unos a otros; y también lo hacéis así con todos los hermanos que están por toda Macedonia. Pero os rogamos, hermanos, que abundéis en ello más y más. Procurad tener tranquilidad, ocupándoos en vuestros negocios y trabajando con vuestras manos de la manera que os hemos mandado, a fin de que os conduzcáis honradamente para con los de afuera y no tengáis necesidad de nada...Que el mismo Dios de paz os santifi­que por completo; y todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo—, sea guardado irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es el que os llama, el cual también lo hará (3:12— 4:12; 5:23-24).

RESUMEN

Es imposible demostrar, sólo en base a 1 Tesalonicenses, todo lo que las iglesias de santidad han declarado sobre la entera santifica­ción. Sin embargo, ni Wesley ni los wesleyanos han afirmado jamás que su teología se base exclusivamente en este pasaje o algún otro. La experiencia, la tradición y la razón son fuentes de apoyo esenciales de esta y cualquier otra doctrina cristiana.

La Biblia dice mucho más de la santidad aparte de lo que encon­tramos en 1 Tesalonicenses. Pero, en esta epístola hay más apoyo para la doctrina wesleyana de la entera santificación. Aunque es mucho lo que podríamos decir, mencionaremos algunas enseñanzas evidentes al tomar como base esta carta:

1. La santificación es algo que Dios desea realizar en la vida de los creyentes. Dios llama a los creyentes a vivir en santidad y pode­mos confiar que, por medio de su don del Espíritu Santo, El provee­rá la capacidad para cumplir lo que requiere su llamado. Dios no se contenta con que los paganos simplemente lleguen a ser creyentes. El quiere que dejen la vida vieja y demuestren su nueva lealtad a El. Dios quiere que los creyentes sean santificados. “Dios...desea que el estado de santidad que El nos da a través de la obra redentora de Cristo, se exprese en una calidad de vida que refleje su carácter y voluntad”.2 La santidad en el presente es un requisito esencial para el futuro glorioso que Dios ha planeado para su pueblo santo.

2. Sin embargo, la santificación no es automática, como si Dios la realizara sin la cooperación y la autodisciplina humanas. Los cre­yentes deben aprender a controlarse. Aquellos que permiten que Dios los santifique, lo agradan a El y hacen la voluntad divina. Ellos están libres de culpa ante Dios. Aquellos que rechazan su llamado a la santidad, se alinean para recibir el castigo divino. David Peterson declara que la santificación es primordialmente otra manera de refe­rirse a “la conversión cristiana y la incorporación a la comunidad de creyentes”. El sostiene que “ser limpiado del pecado y apartado para el servicio de Dios...conlleva la obligación de reflejar la santidad de Dios en cada aspecto de nuestra vida”.3 Considera que, bíblicamente, es incorrecto referirse a una experiencia conmovedora de “renova­ción y rededicación al Señor y a su servicio” como santificación.4 Los wesleyanos estarían de acuerdo en que la conversión es una obra divina genuinamente santificadora, pero añadirían que es santifica­ción inicial; es sólo el comienzo. Si la vida de santidad fuera el resul­tado inevitable de la conversión cristiana, no comprenderíamos la mayor parte de 1 Tesalonicenses. ¿Por qué le preocupaba a Pablo que creyentes genuinamente convertidos pudieran perderse ¿Por qué envió a Timoteo en su misión para afirmar a los tesalonicenses en su fe ¿Por que oró por la santificación de ellos ¿Por qué los exhortó a vivir en santidad Es evidente que las decisiones humanas y el com­promiso son condiciones esenciales de la continua obra santificadora de Dios en la vida de los creyentes. Creer esto no es apoyar un punto de vista “centrado en lo humano”, de “progreso y crecimiento”, como parece indicar Peterson.5

3. Un solo momento santificador no es suficiente. El crecimien­to en la santificación implica un proceso continuo. Esto requiere la cooperación continua de los creyentes, como lo indican las repetidas exhortaciones a que “abundéis en ello” y “más y más”. La oración de Pablo para que Dios los santifique “por completo” (1 Tesalonicenses 5:23) no puede entenderse de otra manera. Peterson correctamente afirma que “santidad siempre significa empezar de nuevo, recono­ciendo cada día nuestro estado como pueblo santo de Dios y viviendo como tal”. Sin embargo, también significa “ser formados más y más por la totalidad de la gracia que recibimos en Jesucristo —estamos siendo ‘glorificados”.6 Pero Peterson (erróneamente, en mi opinión) concluye que la referencia de Pablo a la “entera santificación”, en el versículo 23, habla de “la consumación de la obra santificadora de Dios”, es decir, la “glorificación” de los tesalonicenses.7 La lógica del texto contradice su afirmación de que la “entera santificación” debe equipararse con “el momento cuando veamos a Dios cara a cara”.8 La evidencia bíblica apoya la distinción que hacen los wesleyanos entre la santificación inicial, la entera santificación y la santificación final.

4. El Señor es la Fuente del continuo “incremento y desborda­miento” de amor en la vida de los creyentes santificados. “La mayo­ría de los comentaristas…debido al uso de terminología de santidad en 1 Tesalonicenses 3:13; 4:3, 4, 7; 5:23, dan por sentado que aquí se ve un proceso de santificación después de la conversión”.9 Esta es la marca distintiva de la vida de santidad: crecimiento, avance hacia la madurez, y progreso en la vida cristiana, particularmente en cuanto al “amor”. El amor siempre creciente es “el medio” por el que los cris­tianos son hechos “irreprochables en santidad delante de Dios” en el centro mismo de su ser.10 Este “fortalecimiento interno del corazón en amor...es el secreto de la verdadera santidad. Ser irreprochable ante Dios está muy ligado con el vivir en amor, porque el amor influye en los pensamientos, los deseos, la motivación y la conducta”.11 El “amor y la santidad son dos formas relacionadas de ver la vida cris­tiana. La santidad se expresará primordialmente en amor, y el amor será el medio esencial por el cual se mantendrá la santidad”.12 El amor no debe confundirse con la “lascivia apasionada” de los paga­nos. De hecho, Pablo tiene cuidado de recalcar que la santificación involucra el ejercicio disciplinado de la sexualidad.13 Es evidente que el amor es más que un sentimiento. Amar a otros es rehusar utilizar­los para fines egoístas o para tomar ventaja de ellos. Por el contrario, involucra el compromiso para vivir responsablemente en relación con los creyentes y los incrédulos. Aquellos que saben que Dios los ama de manera incondicional y que han consagrado sus vidas por completo a El, ya no viven para ellos mismos ni según los valores de este mundo pagano.

Después de esa afirmación teológica, Pablo dice que el carácter de los cristianos es fundamentalmente diferente al de los paganos debido al carácter de su Dios. Los paganos se comportan como lo hacen porque “no conocen a Dios”. La moral cristiana involucra vivir ‘Como es digno de Dios, que os llamó”, no sólo “a su Reino y gloria” en el futuro, sino a “santificación” en el presente (1 Tesalonicenses 4:5; 2:12; 4:7). Pablo insiste en que el Dios que llamó a los cristianos también los hizo dignos de su llamamiento y los capacitó para cumplir “todo propósito de bondad” (2 Tesalonicenses 1:11-12). “Nadie puede ser ‘irreprochable en santidad’ sin el amor que el Espíritu de Dios inspira y para el cual capacita”

5. La actividad santificadora de Dios afecta todo el ser del cris­tiano,15 “todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo”. Involucra una limpieza completa de todas las dimensiones de la vida (1 Tesaloni­censes 5:23). La santificación no puede restringirse a la motivación interna. Se expresa en la conducta externa y tangible. Pareciera reno­var el carácter y la conducta de los creyentes. Comienza en nuestros corazones, pero luego debe manifestarse en lo que hacemos con las manos. No está restringida a los aspectos religiosos de la vida huma­na; Pablo recalca la transformación contracultural que la santificación realiza en el área más secular de la vida ética: la conducta sexual de los creyentes. Peterson en forma especial declara que la oración de Pablo por la “entera santificación” de sus lectores, en el versículo 23, “no se emplea en la forma en que los prominentes maestros de santi­dad la han entendido”.16 El recalca que la “entera santificación’ no es un momento de crisis en el proceso de la maduración cristiana, como propusieron Wesley y otros”.17 Y que “la santificación aquí no es una segunda obra de gracia, aunque claramente tiene un aspecto presen­te y otro futuro”.18 La mayoría de los exponentes de la doctrina de santidad estarían en desacuerdo con Peterson al respecto; él en reali­dad no prueba estos puntos, sino que sencillamente los declara. Pero, podemos estar de acuerdo en que la oración de Pablo, en el versículo 23, reúne “las exhortaciones pastorales principales de la sección pre­cedente (4:1—5:22)”,19 que tiene que ver principalmente con “las normas éticas y la conducta”.20 Admitir que “Pablo está orando de manera resumida y general...para que se exprese por completo en sus vidas lo que significa ser el pueblo santo de Dios”,21 no es con­tradecir la enseñanza de las iglesias de santidad.

6. Se espera que la santidad sea una realidad en la vida de los creyentes antes del regreso de Cristo. La frase “para22 la venida de nuestro Señor Jesucristo” no debe entenderse como una afirmación de que la santificación ocurre como resultado de la segunda venida o sólo al morir. Después de todo, Pablo ora para que los creyentes per­manezcan “irreprochables” en preparación para el fin, no “hechos irreprochables” debido a ese fin.23 Peterson recalca que la “obra divi­na” de la entera santificación “está asociada con el regreso de Cris­to”.24 La oración de Pablo en 5:23, para que los tesalonicenses sean guardados irreprochables, “continúa el énfasis de la primera parte del capítulo”. Según Peterson, los versículos 1-11 son la exhortación de pablo para que “sean sobrios y vivan en forma piadosa, porque ‘el día del Señor’ está cerca”. En el versículo 23, Pablo ora para que Dios haga eso posible. Sin embargo, contrario a lo que dice Peterson, ¿acaso no sugiere esto que la oración de Pablo debe ser respondida antes de la segunda venida Si la entera santificación es el requisito para la glorificación, y no su equivalente, Pablo debe esperarla en este mundo y no en el mundo venidero.

Conclusión

Aunque estamos persuadidos de que el concepto de santificación que sostienen los wesleyanos y el movimiento de santidad es cohe­rente con una lectura objetiva de 1 Tesalonicenses, la honestidad nos compele a admitir que es posible tener otras interpretaciones. Los wesleyanos no deben titubear para referirse a su doctrina distintiva como “santidad bíblica”. No se basa en un libro ni en un texto bíbli­co, sino en todo el tenor de la Escritura. Cualesquiera que sean los aspectos que incluya el mensaje de la “santidad bíblica”, debe incluir el desafío de 1 Tesalonicenses. Dios espera integridad moral de su pueblo, porque El ha dado su Santo Espíritu a fin de darles el poder para vivir en este mundo ejemplarmente, a la semejanza de Cristo, mientras se preparan para el mundo venidero.

Los siguientes capítulos están basados en una amplia gama de textos bíblicos. En ellos no pretendemos tratar en forma exhaustiva el mensaje wesleyano ni todo lo que la Biblia tiene que decir sobre el tema de la santidad. Nuestro objetivo es más modesto. Son intentos, desde una perspectiva wesleyana personal, para recordarles, a aque­llos que están de acuerdo con esta tradición, las implicaciones prácti­cas de la santidad en la vida diaria.



3

EL SANTO AMOR DE DIOS

Ezequiel 36:22-32

INTRODUCCIÓN

El Domingo de Ramos es el primero de ocho días que tradicio­nalmente llamamos Semana Santa. ¡Qué nombre tan inadecuado!

Todo comenzó con un desfile bullicioso en el que hubo burros, niños que gritaban y ramas de palma que la gente agitaba. Para muchos era un llamado abierto a la revolución. Después ocurrió el desagradable encuentro con los guardias del templo. Imagine el caos: monedas que caían de las mesas volcadas, ovejas asustadas que co­rrían para ponerse a salvo, palomas que volaban de jaulas que se abrían al caer. Puede estar seguro de que a los soldados romanos, que observaban desde sus puestos en la fortaleza Antonio, no les pareció divertido. Tampoco a los sacerdotes aristócratas. Tal vez sus rivales, los fariseos, estaban en lo correcto acerca de este perturbador galileo.

¿Semana Santa Más bien fue una semana de intrigas, en la que los políticos religiosos hicieron un trato secreto con uno de los discí­pulos de Jesús.

¿Semana Santa Más bien fue una semana ocupada, llena de pre­parativos apresurados para conseguir un aposento alto privado en donde celebrar la última cena de Pascua con los amigos. Sin embar­go, la cena especial se tornó extraña cuando los arrogantes discípulos rehusaron rebajarse a realizar una tarea de siervo, pero necesaria: la de lavar pies sucios. Ellos dejaron que su Señor, ceñido sólo con una toalla, llevara a cabo personalmente la despreciable tarea. ¿Cómo podemos decir que fue una semana “santa”

¿Semana Santa ¿Acaso no escucha las fuertes protestas de los discípulos negándose a aceptar la advertencia de Jesús: “Uno de vosotros me va a entregar” (Mateo 26:21)

“¡Oh, no! ¡Yo no! Los otros tal vez. ¡Pero no yo!”

¿Semana Santa ¿No escucha la angustiada oración en el huerto de Getsemaní “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero...” (Mateo 26:39). ¿Acaso no escucha el suspiro de aflicción cuando Jesús encontró a sus discípulos durmiendo otra vez, cuando deberían estar orando

Después siguieron el beso de Judas, las antorchas, la guardia del templo, las espadas y la confusión masiva. Promesas quebrantadas, deserción total, juramentos y negaciones. ¿Conducta santa

¿Semana Santa ¿Con un tribunal improvisado e ilegal, y hasta testigos falsos Una turba controla la situación, mientras que un polí­tico débil, cuya popularidad va declinando, procura conservar su puesto por algún tiempo más.

Burlas. La golpiza brutal. La ejecución horrorosa. El entierro apresurado. Discípulos acobardados que temen ser arrestados tam­bién. Lágrimas amargas. La confusa evaluación de tres años perdidos después de otro sueño no cumplido. Un discípulo expresó la desilu­sión de la mayoría: “Pero nosotros esperábamos que él fuera el que había de redimir a Israel” (Lucas 24:21). Esperanzas destruidas. Desesperación. Aun el reporte de un suicidio.

¡Y usted pensó que había tenido una mala semana!

Para entender esta extraña “Semana Santa”, vayamos a Ezequiel 36.

El Problema

Este pasaje es un recordatorio perturbador de que Dios tiene un problema. Y, nosotros somos el problema.

Sí, así es. El problema más difícil de Dios no es el mundo impío. Es la iglesia. No son los profesores y estudiantes de las universidades seculares. Son las personas de las llamadas universidades cristianas. No es la gente que duerme los domingos por la mañana después de sus fiestas de la noche anterior. Es la gente que llena las bancas de las iglesias cristianas alrededor del mundo domingo tras domingo. No son los estudiantes que inventan excusas débiles para no ir a la capilla, y logran su objetivo, o aquellos que prefieren pagar multas en vez de asistir a la capilla. Nosotros somos el problema de Dios.

No es que Dios prefiera que durmamos el domingo por la maña­na o que faltemos a los cultos de capilla con dejadez. No es que El quiera eliminar los seminarios y las universidades cristianas. Su pro­blema es que su pueblo lo ha hecho quedar mal y lo ha humillado. Hemos arruinado su reputación. Hemos profanado su santo nombre.

No. No estoy hablando de profanidad en el sentido de maldecir. El mandamiento de no tomar en vano el nombre de Dios no se refie­re primordialmente a decir malas palabras. Su preocupación no es cómo hablamos, sino cómo vivimos.

Profesamos ser el pueblo de Dios. Nos llamamos cristianos, seguidores de Jesucristo. Llevamos el nombre de Dios, pero cuando nuestra vida no hace honor a ese nombre, lo hacemos quedar mal. Cuando tratamos a Dios como a un ser común y corriente, profana­mos su santo nombre.

¿Cómo llegará el mundo incrédulo a saber que Dios existe si la iglesia vive como si El no existiera ¿Cómo comprenderá el mundo que Dios ansía tener una relación personal con sus criaturas si noso­tros, los cristianos, tomamos a la ligera nuestra relación con El

Se cuenta que Alejandro Magno interrogó a un joven soldado que había desertado en el calor de la batalla. Cuando el desertor fue lle­vado a juicio, el conquistador macedonio le preguntó: “Soldado, ¿cuál es su nombre”

El desertor contestó: “Alejandro, mi señor”. Entonces Alejandro Magno ordenó al soldado que estaba al lado del joven que lo golpea­ra en la cara.

Luego le preguntó otra vez: “Soldado, ¿cuál es su nombre”

Cuando el desertor dio la misma respuesta, el gran general se puso de pie y le ordenó: “¡Soldado, cambie de nombre o cambie de conducta!”

Si usted alguna vez ha enfrentado realmente el peligro de muer­te, tal vez sienta compasión por el joven desertor. El deseo de vivir es un impulso increíblemente fuerte. Pero, si usted ha dependido alguna vez de la lealtad de otros en una causa mayor que su comodidad personal, probablemente estará de acuerdo en que el joven recibió un castigo muy leve. Según las leyes de guerra de la antigüedad, él merecía morir.

Pero, ¿qué sucederá con aquellos que desertan al Señor del uni­verso Si un rey humano trata severamente a uno cuya conducta ha manchado su buen nombre y arruinado su reputación, ¿cómo debe el Rey de reyes tratar a sus súbditos indignos Si El le diera a Pedro, y a los que nos parecemos a él, lo que merecemos, estaríamos en un problema muy serio.

El profeta Ezequiel va del problema a la solución. Pero, primero aclara que el problema no es lo que parece ser a primera vista.

Desde la perspectiva de los discípulos, el problema con la Sema­na Santa fue que Jesús los decepcionó enormemente: No resultó ser la clase de Mesías que ellos esperaban. Desde la perspectiva del pue­blo de Israel en la época de Ezequiel, el problema fue que Dios los desilusionó. El era el problema para ellos. Después de todo, estaban cautivos en Babilonia. Su tierra había sido desolada. Su templo yacía en ruinas. Y sentían lástima por ellos mismos. Habían perdido la esperanza. Pensaban que Dios les había fallado. Se imaginaban que Dios no se preocupaba por ellos. Ni siquiera estaban seguros de que El existiera.

Ese es el tema de la historia de Ezequiel en el valle de los huesos secos, en el capítulo 37. En los versículos 11-14, Dios le habla al pro­feta Ezequiel:

Luego me dijo: “Hijo de hombre, todos estos huesos son la casa de Israel. Ellos dicen: ‘Nuestros huesos se secaron y pereció nuestra esperanza. ¡Estamos totalmente destruidos!’ Por tanto, profetiza, y diles que así ha dicho Jehová, el Señor: Yo abro vuestros sepulcros, pueblo mío; os haré subir de vuestras sepulturas y os traeré a la tierra de Israel. Y sabréis que yo soy Jehová, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestras sepulturas, pueblo mío. Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis, y os estableceré en vuestra tie­rra. Y sabréis que yo, Jehová, lo dije y lo hice, dice Jehová”.

En el medio oriente, el dios de una nación estaba estrechamente li­gado con el “bienestar físico de la nación: cosechas, rebaños, salud, paz. En tal contexto...si sufrían una derrota militar, sólo había dos posibles razones. El pueblo había pecado y su dios los estaba juzgando, o ellos no habían pecado y su dios simplemente era incapaz de cuidarlos.

“En cualquier caso, los demás se burlaban de ese pueblo y su dios estaba expuesto al ridículo”.1

Este es el mensaje de Ezequiel 36:17-21:

Hijo de hombre, mientras la casa de Israel habitaba en su tierra, la contaminó con su mala conducta y con sus obras...Y derramé mi ira sobre ellos por [su violencia e idolatría]...Los esparcí por las naciones... los juzgué [enviándolos al exilio]. Y cuando llega­ron a las naciones adonde fueron, profanaron mi santo nombre, diciéndose de ellos: “Estos son pueblo de Jehová...” Pero he sentido dolor al ver mi santo nombre profanado por la casa de Israel entre las naciones adonde fueron.

¡Qué tragedia! El pueblo de Dios no lo conoce. Saben quién es, pero conocer a alguien, en el sentido hebreo, involucra más que reu­nir datos sobre esa persona. Conocer a Dios no es sólo tener una teología correcta. El conocimiento en el sentido bíblico involucra una relación personal íntima. Pero, es aún más. Conocer a Dios no es sólo haber tenido una experiencia religiosa en el pasado. Conocer a Dios es continuar confiando en El y obedeciéndole. Es evidente que el pueblo de Dios carecía de ese conocimiento. Al experimentar su juicio, no habían aprendido que debían abandonar su vida pecaminosa. Sus vidas no armonizaban con la fe que profesaban. Eran ateos prácticos.

Si existe un Dios, vivir como si no lo hubiera es, en “última ins­tancia, irracional, y un suicidio disfrazado”.2 Conocer a Dios como el “Santo de Israel” (Isaías 1:4) es caer en cuenta de que su santidad con­sume todo lo que no es santo. Rechazar a Dios es pedir que su juicio caiga sobre nosotros.3

El Propósito

Desde la perspectiva de Dios, el problema es que su pueblo ha arruinado la reputación de El. Su propósito es restaurar su buen nombre. Para hacerlo, El planea llevar de regreso a la Tierra Prome­tida a su pueblo exilado.

Por tanto, di a la casa de Israel: Así ha dicho Jehová, el Señor: No lo hago por vosotros, casa de Israel, sino por causa de mi santo nombre, el cual profanasteis vosotros entre las naciones adonde habéis llegado. Santificaré mi gran nombre, profanado entre las naciones, el cual profanasteis vosotros en medio de ellas. Y sabrán las naciones que yo soy Jehová, dice Jehová, el Señor, cuando sea santificado en vosotros delante de sus ojos (Ezequiel 36:22-23).

Cuando decimos el Padrenuestro —“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9) — estamos orando que Dios reivindique su santidad, que pruebe que El es Dios, que la iglesia y el mundo lo conozcan como el Dios santo que es.

El Domingo de Resurrección no fue el evento culminante de una semana maravillosa; fue la reivindicación de Dios ante la per­versidad de la humanidad. Sin la resurrección de Jesús, el Viernes Santo hubiera sido un viernes trágico, seguido por muchos lunes tristes, luego el olvido y, finalmente, todo habría continuado como antes. Los discípulos hubieran vuelto a trabajar con sus redes y sus cobros de impuestos. Y, pronto el recuerdo del humilde Nazareno se habría desvanecido por completo. Sin embargo, ¡Dios reivindicó su santidad!

Cuando Dios juzga o cuando muestra su misericordia en la his­toria de su pueblo, lo hace con un propósito. ¿Ha notado la frase que resalta claramente en ambos extremos de nuestro pasaje, en los ver­sículos 22 y 32 “No lo hago por vosotros”.

La restauración de Israel de parte de Dios no se debe primordial­mente a que El sienta lástima por ellos. No se debe a que ellos lo merezcan. Ni siquiera es porque se han arrepentido de sus pecados. Por el contrario, Dios espera que su misericordioso acto de restaura­ción les cause tal aflicción que lamenten su conducta al punto de arrepentirse.

Minimizamos lo grave de nuestro pecado y afrentamos a Dios cuando sencillamente decimos: “¡Fallé!” Y, no comprendemos lo que es el arrepentimiento cuando pensamos que sólo involucra derramar algunas lágrimas en el altar cuando nos plazca.

El arrepentimiento no es sólo lamentar que hayan descubierto nuestros pecados. El arrepentimiento es reconocer que hemos ofen­dido a un Dios santo. No es sólo abandonar la conducta pecaminosa, sino también negarse a repetir el mismo pecado en el futuro si se pre­sentara la oportunidad.

Si es así, yo no puedo decidir simplemente que me arrepentiré cuando me sienta con ánimo para hacerlo. Sin la gracia de Dios, inter­ceptando mi andar por el camino a la autodestrucción y dándome el poder para vivir en una forma diferente, no puedo arrepentirme en verdad y nunca lo haré. Por esa razón Dios dice:

No lo hago por vosotros, dice Jehová, el Señor, sabedlo bien. ¡Avergonzaos y cubríos de deshonra por vuestras iniquidades, casa de Israel!...os [purificaré]…haré también que sean habitadas [sus] ciudades…Y las naciones que queden en vuestros alrededores sabrán que yo reedifiqué lo que estaba derribado y planté lo que estaba desolado; yo Jehová, he hablado, y lo haré (Ezequiel 36:32-33, 36)

Como un disco rayado, este estribillo suena una y otra vez en la profecía de Ezequiel. En las páginas de mi Biblia, abierta en los capítulos 36—37 (Reina-Valera 1960) puedo verlo seis veces:

36:11-“Y sabréis que yo soy Jehová”.

36:23-“Y sabrán las naciones que yo soy Jehová”.

36:36-“Y las naciones…sabrán que…yo [soy] Jehová”.

36:38-“Y sabrán que yo soy Jehová”.

37:6-“Y sabréis que yo soy Jehová”.

37:13-“Y sabréis que yo soy Jehová”.

En Ezequiel 6:7 aparece la frase por primera vez. Desde el capítulo 6 al 38 de Ezequiel, Dios le asegura 60 veces al profeta que hará algo para que su pueblo sepa que El es Dios—que El está con ellos—y para que el mundo incrédulo sepa también que El es Dios. Nunca comprenderemos que necesitamos santidad a menos que veamos a Dios como amor santo.

Vea las palabras de Isaías 43:

Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, Jacob, y Formador tuyo, Israel: No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú. Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás ni la llama arderá en ti. Porque yo, Jehová, Dios tuyo, el Santo de Israel, soy tu Salvador...Porque a mis ojos eres de gran estima, eres honorable y yo te he amado...No temas, porque yo estoy contigo; del oriente traeré tu descendencia y del occidente te recogeré. Diré al norte: “¡Da acá!”, y al sur: “¡No los retengas; trae de lejos a mis hijos, y a mis hijas de los confines de la tierra, a todos los llama­dos de mi nombre, que para gloria mía los he creado, los formé y los hice!”...“Vosotros sois mis testigos, dice Jehová...para que me conozcáis y creáis y entendáis que yo mismo soy; antes de mí no fue formado dios ni lo será después mí. Yo, yo soy Jehová, y fuera de mí no hay quien salve...yo soy Dios. Aun antes que hubiera día, yo era...Yo, Jehová, Santo vuestro, Creador de Israel, vuestro Rey...No os acordéis de las cosas pasadas ni traigáis a la memoria las cosas antiguas. He aquí que yo hago cosa nueva...Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará...Yo, yo soy quien borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (vv. 1-7, 10-11, 12-13, 15, 18-19, 21, 25).

Dios no está ansioso de abandonar su relación de pacto con su pueblo rebelde. Por el contrario, Ezequiel nos asegura que, aunque el pueblo de Dios no ha guardado sus promesas y ha olvidado su pacto con El, El no ha olvidado. El recordará su pacto para que su pueblo sepa que El es el Señor, para que recuerde y sienta remordimiento, se arrepienta y regrese a El (16:59-63).

El propósito de Dios es transformar todo el mundo. Pero, si el mundo ha de llegar a saber que hay un Dios, que El es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, y que El es santo, los que afirmamos ser su pueblo debemos comenzar a tomar su santidad seriamente.

En Ezequiel 34, Dios dice: “Estableceré con ellos un pacto de paz…habitarán en el desierto con seguridad...Y daré bendición a ellos… y sabrán que yo soy Jehová...Y sabrán que yo, Jehová, su Dios, estoy con ellos, y que ellos son mi pueblo” (vv. 25-27, 30).

El Plan

Dios tiene un problema, y nosotros somos el problema. El tiene un propósito: Que le conozcan como es El verdaderamente —el Santo, Jehová Dios. Según Ezequiel, el propósito de Dios era restau­rar su reputación arruinada. Y El tenía un plan para hacerlo.

Y yo os tomaré de las naciones, os recogeré de todos los países y os traeré a vuestro país. Esparciré sobre vosotros agua limpia y seréis purificados de todas vuestras impurezas, y de todos vues­tros ídolos os limpiaré. Os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el cora­zón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guardéis mis preceptos y los pongáis por obra (Ezequiel 36:24-27).

Dios no se da por vencido con nosotros fácilmente. De acuerdo a las Escrituras, somos su único plan para darlo a conocer al mundo. El plan de Dios no es rechazar a su pueblo, a pesar de la forma en que lo hemos tratado.

Por el contrario, su plan es restaurar su reputación reuniendo a su pueblo disperso. El planea llevarnos de nuestra tierra de exilio. Nos reagrupará para formar un pueblo unido. Y nos llevará de vuelta a la Tierra Prometida. El nos restaurará, declarará nuevamente que somos su pueblo y nos renovará. Nos limpiará de nuestro pecado y nos dará un nuevo comienzo. Nos dará su Espíritu para que podamos obedecer. Nos reconstruirá. Removerá nuestros corazones obstina­dos y los remplazará con corazones que responderán a El. Dará nueva dirección a nuestras vidas para que, en vez de rebelión, nues­tra respuesta sea obediencia sincera.

Sospecho que Dios está hastiado de las llamadas calcomanías cristianas en los parachoques de los automóviles. Cuando le anun­ciamos al mundo: “Sea paciente conmigo, Dios aún no ha terminado de trabajar en mí”, lo que estamos diciendo, en efecto, es: “Eh, no me culpe si no vivo como cristiano. Dios tiene la culpa”. Cuando justifi­camos nuestra mala conducta con el dicho: “No soy perfecto, ¡sólo perdonado!”, implicamos: “No espere mucho de Dios ni de la fe cristia­na, ¡ni de mí, por cierto! Soy igual a usted, sólo que yo tengo entrada al cielo, y usted no”. El cristianismo popular, que afirma que la vida santa es opcional, debe desagradarle a Dios sobremanera. En reali­dad ha arruinado su reputación.

Promesa

Dios tiene un problema: nosotros. Hemos frustrado su plan: que por medio de nosotros, el mundo supiera que El es Dios. Sin embar­go, El no ha abandonado su propósito. Merecemos que nos rechace como algo inservible, pero en vez de hacer eso, El promete “reci­clarnos”.

Muy a menudo pensamos que el Antiguo Testamento es un libro de leyes. Y lo es. Pero, ¿quién puede pasar por alto la gracia en el pasaje que estamos estudiando Aunque sólo merecemos ser castiga­dos, por representar tan mal a Dios, El promete darnos una segunda oportunidad.

…vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios. Yo os guardaré de todas vuestras impurezas...Os acordaréis de vuestra mala conducta y de vuestras obras que no fueron buenas, y os avergonzaréis de vosotros mismos por vuestras iniquidades y por vuestras abominaciones. No lo hago por vosotros, dice Jehová, el Señor, sabedlo bien. ¡Avergonzaos...por vuestras iniquidades, casa de Israel! (Ezequiel 36:28-29, 31-32).

Aunque debiéramos ser personas rechazadas —indignos repre­sentantes de Dios— El promete restaurarnos para El. Promete darnos la relación más íntima con El: “Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (36:28). Dios quiere librarnos de nuestros pecados. El restaurará nuestros recursos debilitados. Reconstruirá nuestras vidas quebrantadas y quitará nuestro oprobio.

¡Qué Dios! ¡Qué gracia! ¡Qué amor!

¡Qué vergonzoso!

Cuando nos vemos desde la perspectiva de Dios, dejamos de sen­tir lástima de nosotros mismos. Dejamos de preguntarnos: ¿Por qué yo Cuando recordamos cómo le hemos fallado a Dios, revaluamos nuestras vidas. Sintiendo vergüenza, nos arrepentimos y volvemos al Dios que nos da, no lo que merecemos, sino lo que necesitamos.

Conclusión

Tal vez usted haya escuchado la historia del sargento airado que golpeó a un soldado raso en la cara sin razón alguna. En respuesta al maltrato inmerecido, el soldado prometió: “Sargento, haré que se arrepienta de lo que ha hecho, aunque sea lo último que yo haga”.

Más tarde, en el calor de la batalla, el soldado injustamente mal­tratado salvó la vida del oficial. El desconcertado sargento le exten­dió la mano en señal de amistad y le preguntó: “¿Por qué arriesgó su vida para salvar la mía, después del trato que le di” El soldado, dándole la mano, respondió: “Sargento, le dije que haría que se arre­pintiera por ello, aunque fuera lo último que hiciera”.4

¡Qué muestra de perdón! ¡Qué muestra de la semejanza a Cristo! ¡Qué muestra de conducta cristiana!

Sí, Dios tiene un problema. Pero, no es el mal carácter. No es la injusticia. Nosotros somos el problema. Debe alegramos que Dios tenía un plan para dar a conocer al mundo la verdad acerca de El, ¡a pesar de nosotros! Regocijémonos porque El tuvo un propósito al restau­rarnos, para que aún pudiéramos ser sus instrumentos a fin de darlo a conocer. Celebremos que El prometió damos lo que necesitamos, ¡no lo que merecemos!

Si realmente entendemos estas verdades durante la Semana Santa, veremos la cruz desde una perspectiva completamente diferente. Fue el último esfuerzo de Dios para que nos arrepintiéramos de haber pro­fanado su santo nombre, aunque fuera lo último que El hiciera.

¿Y qué de la resurrección ¡Fue la vindicación de la santidad de Dios! Jesús tenía la razón, sus acusadores estaban equivocados.

Por lo tanto, ahora a nosotros nos toca actuar: a usted y a mí. Si hemos sido culpables de arruinar la reputación de Dios, ¿qué debe­mos hacer ¿Nos acercaremos a El y aceptaremos su perdón y lim­pieza O, ¿continuaremos humillándolo y rechazando su santo amor Sus brazos aún están abiertos para recibirnos y darnos un nuevo comienzo. Sólo es el comienzo, pero es el requisito para seguir el camino de santidad.

Un himno de Carlos Wesley provee una conclusión apropiada:

¿Cómo puede ser que el Salvador

Por mí su sangre derramó

¿Murió El por mí, quien causó su dolor

¿Por mí, quien su muerte buscó

¡Oh, qué amor! ¿Cómo puede ser

Que Tú, mi Dios, murieras por mí

¡Es un misterio! ¡El Inmortal murió!

¿Quién puede entender su divino plan

¡En vano el ángel quiere entender

El profundo amor del Creador!

¡Al Dios de amor, adorad!

¡Oh, ángeles, cesad de inquirir!

¡Del Padre, el trono El dejó!

¡Su gracia infinita es!

Dejó El todo, excepto su amor,

Su sangre por nos derramó.

Misericordia tan inmensa

El demostró al encontrarme a mí.

Mi espíritu cautivo fue,

Esclavizado al pecado, en oscuridad.

Tu mirada irradióme luz,

Y desperté y vi tu resplandor.

Mi corazón libre quedó,

Me levanté y te seguí.

No temo más la condenación.

¡Jesús y, en El, todo mío es!

Ahora vivo en mi Señor,

Vestido en justicia de mi gran Dios.

Ya sin temor al trono voy,

Por Cristo corona me dará Dios.5

¿ES LA SANTIDAD CONTAGIOSA

Marcos 6:53—7:8, 14-23; 8:34-3 8

INTRODUCCIÓN

El refrán dice: “Dime con quién andas y te diré quién eres”. La evidencia es incontestable. Las personas adquieren las características de aquellos con quienes se asocian a menudo. Los casados —según se dice— después de un tiempo comienzan a asemejarse el uno al otro. La forma en que hablamos, las expresiones, la jerga —aun nuestras palabras nos delatan. Recuerde que el dialecto galileo común de Pedro lo delató durante el juicio de Jesús (Mateo 26:73).

No puede negarse el poder de la influencia. Los padres nunca animarían a sus hijos a cultivar una amistad estrecha con mucha­chos malos. Por el contrario, los padres se deleitan cuando sus hijos se llevan bien con los hijos de otras familias de la iglesia. Ninguno de nosotros permitiría que nuestros hijos adolescentes asistieran a una fiesta si sabemos que habrá alcohol y drogas. La presencia de adultos responsables es esencial aun en las actividades de jóvenes que organiza la iglesia.

No podemos negar el poder de la influencia. Sin embargo, la influencia es una calle de dos vías. Las personas malas pueden influir en las buenas para que hagan el mal. Pero, las personas buenas tam­bién pueden influir en las malas para que hagan el bien. La pregunta es: ¿Cuál tiene más poder ¿El jabón o la suciedad ¿El bien o el mal ¿La santidad o la impureza

La mayoría de las personas de la antigüedad daban por sentado que el mundo estaba divido en tres esferas. En un extremo estaba la esfera de lo santo, habitado por Dios y las personas y cosas consagradas a El; en el otro, estaba la esfera de lo impuro. En medio estaba la esfera común de la vida diaria. Tanto lo sagrado como lo impuro poseían una “fuerza misteriosa y atemorizante” inherente. Estas dos fuerzas trasfor­maban todo lo que entraba en contacto con ellas. Lo impuro y lo santo eran considerados intocables. Aquellos que los tocaban, llegaban a ser intocables también. Por ejemplo, las leyes del Antiguo Testamento pro­hibían tocar cosas impuras como los cadáveres, y cosas sagradas como el arca del pacto (véase Levítico 11—16; Números 6; 19; 31).1

Tales reglas le recordaban a Israel la santidad trascendente de su Dios y la santidad que debía preservar como su pueblo escogido. También aseguraban que Israel permaneciera separada de las naciones paganas que la rodeaban. Después del exilio babilónico, la preocupa­ción por la piedad basada en el ritual, y el desarrollo de regulaciones poco prácticas, hicieron que la mayoría de los judíos perdieran la esperanza en que fuera posible la santidad personal. Dieron por sen­tado que la impureza era contagiosa. Afirmaban que aun el contacto físico casual con una persona “impura” los hacía impuros.

OTROS PUNTOS DE VISTA ACERCA DE LA SANTIDAD

Diferentes grupos de judíos del primer siglo actuaban en formas distintas ante tal situación. Debo advertir que, al describir estos gru­pos, haré sólo una generalización amplia e inevitablemente simplista.

1. Los saduceos daban por sentado que las realidades políticas y sociales demandaban que ellos transigieran frente a los que ocu­paban el poder, a fin de mantener una coexistencia pacífica. Debido a que representaban la élite de la sociedad judía, tenían mucho que perder si no lograban disminuir la tensión. Quizá decían: “Es mejor ser romano que estar arruinado”. Escogieron seguir el camino de la secularización en vez de la santificación. Relegaron la santidad a los días de fiesta religiosa, en los lugares santos, cuando cumplían su ofi­cio santo. Sin embargo, en los demás días y en los demás lugares, los saduceos pensaban que podían seguir una vida normal: Dejar de lado sus mandamientos y costumbres; ponerse al nivel de los roma­nos, en su propio terreno y bajo sus términos.

2. En el extremo opuesto estaban los esenios, la secta judía que, según se cree, produjo y preservó los Rollos del mar Muerto. Ellos alegaban que el mal era tan poderoso y que los malos eran tan nume­rosos que debían evitar aun la interacción social normal con ellos. La vida diaria en el seno de la sociedad inevitablemente implicaba el riesgo de la contaminación fatal del pecado. Por lo tanto, los esenios se fueron a vivir en remotas comunidades monásticas, en el desierto, a muchos kilómetros de toda forma de pecado. El trabajo arduo, la disciplina rígida, el estudio constante de las Escrituras, las oracio­nes frecuentes y los repetidos baños rituales les permitieron evitar que el mundo contaminara su santidad, obtenida con tanto esfuerzo. Tomaron en forma muy literal la ley de Moisés para organizar la vida diaria en sus comunidades. Considere un ejemplo. Los esenios de la comunidad de Qumrán ordenaban apegarse estrictamente a Deutero­nomio 23:12-14. Para cumplir el mandato bíblico, todos los miembros de la comunidad recibían un azadón para que prepararan lugares adecuados para hacer sus necesidades. Para los esenios, la santidad requería aislarse del mundo, es decir, relegaban la santidad a una vida al margen de la sociedad común. La santidad significaba aisla­miento, y no la santificación de toda la vida.

3. En contraste con aquellos que consideraban el escape y la separación como las únicas soluciones, los zelotes tomaron la vía de la oposición activa, a menudo violenta, ante el mal en el mundo. Los principales enemigos de la santidad, en su opinión, eran los romanos. Por lo tanto, los zelotes rehusaban pagar impuestos, pues hacerlo hubiera significado ser cómplices de los paganos invasores y recono­cer que Israel era esclavo de Roma. Hubiera sido una traición ines­crupulosa al único y verdadero Dios. Convertir la santidad en asunto político les permitió justificar aun medios violentos para alcanzar fines justos, pues daban por sentado que la verdadera santidad no podía existir en un mundo caído y dominado por hombres malos.

4. A pesar de la imagen moderna de los fariseos como legalis­tas pedantes, los esenios los consideraban demasiado liberales. Y, de acuerdo a los zelotes, los fariseos transigían con demasiada facilidad. Estos, sin embargo, creían que eran simplemente personas rea­listas en medio de un mundo extremista. A diferencia de los esenios, ellos reconocían la necesidad de adaptar las reglas del Antiguo Testamento al mundo moderno del primer siglo. No era suficiente repetir leyes inflexibles que se dieron para mantener la salud de un pueblo que vagaba por el desierto. Los fariseos no se oponían a tener retretes sanitarios, adecuados para los que vivían en una ciudad. Asimismo, para consternación de los zelotes, como una concesión necesaria ante las realidades existentes, los fariseos pagaban impues­tos. A regañadientes. ¿Quién no lo hace A diferencia de los saduceos, no eran amigos de Roma. Ellos añoraban el día cuando Israel gozara otra vez de autonomía. Pero, a diferencia de los zelotes, los fariseos no estaban dispuestos a emprender la lucha. Ellos esperaban la llega­da del reino de Dios, cuando El destruiría a sus enemigos y vindica­ría a su pueblo fiel.

En su afán por resguardar la santidad, los fariseos asumieron la responsabilidad de hacer más de lo que la ley requería y menos de lo que permitía. Aunque eran laicos, voluntariamente adoptaron las leyes sobre la pureza que eran sólo para los sacerdotes que ministra­ban en el templo. No sólo el pan sin levadura que comían los sacer­dotes en el templo debía considerarse santo delante de Dios, sino todas las comidas. Los fariseos intentaron extender los límites del sacerdocio santo para incluir a toda la gente. Aumentaron las regula­ciones que resguardaban el carácter sagrado del santo templo e inclu­yeron todos los lugares (véase Éxodo 19:5-6; 1 Pedro 2:9-10).

Los fariseos dieron por sentado, como lo hicieron la mayoría de los contemporáneos de Jesús, que la impureza era contagiosa y una amena­za para la santidad. Ellos sabían que no podían cumplir perfectamente todas sus reglas. Por lo tanto, desarrollaron y aumentaron lo que el Antiguo Testamento enseñaba sobre los medios para purificarse, aun después del contacto inadvertido con lo impuro (véase Levítico 15). Para esto, la regla normalmente era seguir un procedimiento ritual estableci­do para lavarse las manos: dos veces, con cantidades específicas de agua y ciertas posiciones de las manos. La mayoría de los fariseos vivían cerca de Jerusalén, de manera que podían ofrecer los diferentes sacrificios para expiar por su contaminación y restablecer su santidad manchada.

Los fariseos estaban expuestos a la contaminación de la vida en el mundo y a los inevitables contactos con la maldad que allí enfren­taban. Su llamado legalismo tenía el propósito de preservar su frágil santidad en ese ambiente hostil. Con sus 613 reglas generales y espe­ciales, los fariseos intentaron “construir una cerca alrededor de la ley”. Al observar esas directrices prácticas y específicas para la vida santa, una persona podía evitar aun la apariencia de mal. Por medio de su cerca protectora, los fariseos evitaban aun hechos que no eran malos, pero que podían guiar a acciones pecaminosas. Por ejemplo, establecieron una lista de 39 actividades que no se podían realizar el día de reposo. Entre estas, se prohibía a la mujer mirarse en el espejo el día sábado; puesto que la mujer es vanidosa, se evitaba la posibili­dad de que al ver una cana, fuera tentada a “arrancarla”, violando así el mandamiento que prohibía trabajar en el día de reposo.

Describir a todos los fariseos como legalistas e hipócritas es infundado e injusto. Su preocupación por construir una cerca alrede­dor de la ley fue una expresión honesta de su compromiso para cum­plir, en el mundo, los términos del pacto de Israel con Dios. Ellos no pensaban que cumplir la ley los salvaría. Sabían que su relación con Dios estaba fundamentada sólo en la gracia divina. Sin embargo, tomaron seriamente la obediencia a este Dios que les manifestaba su gracia. El acercamiento de los fariseos a la santidad podría llamarse la senda a la privatización y ritualización. Y, dondequiera que se rele­ga la santidad a la esfera de la piedad privada y al ritual, el legalismo encuentra terreno fértil.

La ética de los fariseos, de construir una cerca, tiene una analogía moderna: los conductores cautelosos que colocan su control de velo­cidad de crucero a 70 kilómetros por hora aunque la velocidad lími­te sea de 80. Ellos actúan con precaución para evitar el riesgo de exceder la velocidad límite.

Tal vez una mejor analogía se encuentre en la explicación de por qué las iglesias tradicionales del movimiento de santidad se oponen al baile social. No es que los movimientos rítmicos del cuerpo sean malos, sino que podrían conducir a relaciones sexuales ilícitas. El baile, como alguien ha dicho, es “una expresión vertical de una idea horizontal”.

Muchos cristianos en cierta época rehusaban ser clientes de res­taurantes o almacenes que vendieran bebidas alcohólicas, aun cuan­do ellos no tenían intención de comprar licor. Otros boicoteaban todos los cines, sin importar la película que estuvieran presentando, para no seguir la resbalosa pendiente que podría llevarlos de Bambi a la pornografía. Otros nos dicen que no compremos ciertos productos porque hay rumores infundados de que el fabricante apoya el sata­nismo.

Permítame dirigir unas palabras a aquellos que piensan que estas son trivialidades. Tenemos que admitir que nuestros predecesores en el movimiento de santidad, al rechazar cosas tales como joyas, cos­méticos y medias sin costura para mujeres, “se aferraron a distincio­nes que eran triviales”. Sin embargo, como afirmó Elton Trueblood: “El error de tales acciones no es estar dispuesto a ser una minoría consciente, sino más bien llegar a distinciones muy simples”.2

En un tiempo cuando los no wesleyanos están redescubriendo el llamado de la Escritura a una vida ética, es prioritario que los wesleyanos contemporáneos, que navegan sin dirección en mares de indecisión moral, reconsideren las implicaciones prácticas de la dimensión de separación en la santidad.3 Claramente, nuestra época es menos “amiga de la gracia” (Watts) que la de nuestros predecesores. Aunque ellos hayan sido culpables de incluir cosas triviales en el lla­mado a la separación, no debemos caer en el error de abandonar ese llamado. En la actualidad, demasiadas personas del pueblo de santi­dad, avergonzadas de los legalismos del pasado, se entregan a la licencia extrema de la anarquía moderna. Si profesan aun creer en la santidad, no tienen idea alguna de la diferencia que podría causar en sus vidas.

Nuestros antecesores del movimiento de santidad no estaban totalmente errados. El llamado bíblico a la santidad involucra sepa­ración del mundo, piedad personal y obediencia radical a la voluntad de Dios. Y, antes que declaremos completamente inocentes a los fari­seos, veamos las palabras de Jesús (en Mateo 23:23): “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más importante de la Ley: la justicia, la misericor­dia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello”. Antes que desechemos a la ligera el legalismo por cosas insignificantes que preocupó a los fariseos y a nuestros padres teológicos, debemos pre­guntarnos: ¿Estamos más comprometidos que los fariseos con lo que Jesús llamó “lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe” ¿Estamos tan dispuestos como nuestros antecesores a ser una “minoría consciente”, pero por asuntos que realmente importan Si ellos demandaban más de lo que Dios o las Escrituras requerían, ¿pensamos que podemos sobrevivir espiritualmente con menos

Los fariseos trataron de vivir en el mundo sin que éste los con­taminara. Esto, como recordará, es similar a lo que Jesús pidió al orar para que sus discípulos experimentaran la santificación (Juan 17:14-19). Sin embargo, el enfoque de Jesús fue muy diferente al de los fariseos. Su preocupación no era sólo que los cristianos fueran guardados de la maldad del mundo y protegidos del maligno. Su preocupación era que fueran “verdaderamente santificados” —para enviarlos al mundo así como El fue enviado al mundo— para que el mundo fuera guiado a creer por la influencia de sus vidas llenas de amor santo.4

Aunque los fariseos constituían la más grande de las cuatro sec­tas judías principales, en realidad no eran numerosos. Se calcula que formaban sólo el uno o dos por ciento de la población de Palestina. Sin embargo, su influencia sobre las mentes de las masas era consi­derable. Sus puntos de vista eran acogidos ampliamente, aunque la vasta mayoría de los judíos del primer siglo no podían, o no querían, dedicar tiempo ni esfuerzo para observar las escrupulosas prácticas farisaicas. Como resultado, la mayoría de los judíos aceptaban la eva­luación de los fariseos de que las masas eran personas pecadoras sin esperanza. Pocos judíos del primer siglo intentaban seriamente observar las reglas rabínicas para preservar y restaurar la santidad ritual. Los fariseos mencionados en nuestro texto las cumplían, pero al parecer sólo les preocupaba su propia salvación.

EL PODER DE LA SANTIDAD

Todo esto explica por qué Jesús enfrentó tanta oposición. El ense­ñó que la única impureza que podía contaminar a una persona era la impureza moral (Marcos 7:17-22). También dio por sentado que la santidad ética era contagiosa. Aunque El era el “Santo de Dios”, su santidad amenazó sólo el mal, no a las personas que eran víctimas desvalidas del mal.

Al negarse a practicar el acostumbrado lavamiento de las manos antes de comer, Jesús no estaba rechazando la higiene bási­ca, sino la idea de que El pudiera haberse “contaminado” por el contacto casual con personas pecaminosas. Los milagros de sanidad que realizó el día de reposo parecen haber sido afrentas deliberadas a la susceptibilidad popular respecto a los días sagrados. Nada urgente obligó a Jesús a sanar a personas que habían sufrido su aflicción por muchos años (véase Lucas 13:10-17). ¿Hubiera afecta­do en algo esperar un día más Pero Jesús dijo: “El sábado fue hecho por causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado” (Marcos 2:27). Era apropiado hacer el bien y satisfacer las necesida­des de las personas, aun en el día de reposo (véase Mateo 12:9-14). Lo que hace el día sagrado o mundano son las obras de la persona, y no el día de la semana.

Jesús se asoció libremente con personas pecaminosas e impuras. La mayoría de sus contemporáneos judíos creían que comer con otros era aceptarlos como amigos, aceptarlos como eran, excusar su pecado, transigir, y por lo tanto, contaminarse. Sin embargo, Jesús aceptó invitaciones a comer en las casas de pecadores conocidos, pasando por alto en forma patente la susceptibilidad judía. Se aso­ció con cobradores de impuestos, quienes por ganarse la vida, habían transigido a los valores de la Roma pagana, y por lo tanto, eran impuros.5

Jesús desechó costumbres sociales que daban por sentado que la impureza era más poderosa que la santidad (véase Mateo 15:1-20). Los evangelios nos dicen que El tocó a leprosos, liberándolos de su impureza (véase Lucas 5:12-16; 17:11-19). A diferencia de la mayoría de los hombres judíos de su época, El aceptó a las mujeres —aun prostitutas y adúlteras— como seres humanos (7:36—8:3; Juan 8:1-11). Lejos de contaminarse, Jesús sintió que de El había salido “poder” cuando lo tocó una mujer que sufría de un trastorno mens­trual crónico (Lucas 8:43-48; 6:17-19). El dedicó tiempo para bendecir a los niños, a quienes consideraban “sin importancia”, asombrando así aun a los discípulos (18:15-17). Jesús se arriesgó acercándose a aquellos que estaban poseídos por espíritus malos, y causó que los demonios huyeran al enfrentar su poderosa santidad (8:26-29). Jesús no titubeó en poner sus manos sobre los enfermos, a pesar de la idea común en su tiempo de que las personas se enfermaban por causa de su pecado. Al tocarlos, les dio sanidad y perdón (Marcos 2:1-12; 6:53-56; Juan 9:1-3). El tocó aun a los muertos y. al hacerlo, les dio vida (Lucas 7:11-17; 8:41-42, 49-56; Juan 11). Además, a los religiosos que estaban entre la multitud, Jesús los contrarió mencionando como héroes de sus parábolas a pecadores perdidos, cobradores de impues­tos y aun samaritanos (Lucas 10:25-37; 15:1-2; 18:9-14), y al elogiar la fe y los hechos de gentiles y otros menospreciados por la sociedad, dando a entender que eran superiores a los judíos que confiaban en su propia justicia (7:1-10; 11:37-54; 19:1-10).

Aunque el punto de vista de Jesús acerca de la santidad era correcto, El arriesgó algo al ministrar a los impuros: su reputación. Los fariseos lo hubieran despreciado, como otro más de las masas impuras, si no hubiera sido por la gran reputación que tenía entre las multitudes como un maestro religioso con credibilidad: un hombre santo. Jesús no sólo se mostraba indiferente a las observancias que distinguían entre lo puro y lo impuro, entre lo santo y lo profano. El guiaba a otros a pensar y actuar de la misma manera.

No es de extrañar que, en el nombre de la religión, los enemigos de Jesús se propusieran eliminarlo por ser una seria amenaza a la perspectiva que ellos tenían de su mundo. Ellos justificaron su anta­gonismo hacia Jesús describiéndolo como glotón y borracho, amigo de cobradores de impuestos y pecadores (Lucas 7:34). Esta descrip­ción fue más que una acusación de culpabilidad por asociación: “Dime con quién andas...”Fue una declaración de guerra. Identificaron a Jesús como alguien que merecía la muerte (véase Deuteronomio 21:18-23). El intento de Jesús de limpiar el templo eliminando objetos religiosos extraños, para dar lugar a los adoradores gentiles, parece haber sido la última gota que hizo rebosar el vaso con agua (véase Marcos 11:15-18; 14:53-59). De manera que fueron la ley y hombres “santos” que guardaban la ley, los que finalmente llevaron a Jesús a la muerte.

Después Jesús instó a sus seguidores a que llevaran las buenas nuevas a personas de todas las naciones (Mateo 28:18-20; Lucas 14:15-24; Hechos 1:8). El libro de Hechos muestra que los discípulos, influenciados por las tradiciones del exclusivismo judío, al principio se resistieron a realizar la misión a los gentiles. Ni siquiera el don del Cristo exaltado, el Espíritu Santo, venció inmediatamente los prejui­cios religiosos. No ocurrió de un día para otro, pero, con el paso del tiempo, entendieron e imitaron el concepto radical de Jesús acerca de la santidad contagiosa. Pedro requirió una visión triple para entender que los gentiles eran candidatos apropiados para recibir el poder purificador de Dios (Hechos 10). Otros cristianos judíos, aun los apóstoles, al principio lo reprendieron por haberse involucrado en algo tan arriesgado (11:1-18; 15). Sin embargo, ni siquiera Pedro pudo conciliar siempre lo que recién había aprendido y sus viejos amigos, tal como el apóstol Pablo tuvo que recordárselo en una confrontación pública (Gálatas 2:11-21).

Tal vez sea tiempo de explicar mi extraño uso de la palabra “con­tagiosa”. Al usar este término, no quiero decir que la santidad enferme a las personas o que podamos “contagiamos” de santidad sencilla­mente al pasar tiempo con una persona santa. Lo que estoy afirmando es que la santidad es más poderosa que el pecado; de hecho, tiene poder para derrotar al pecado en su propio terreno. Quiero decir que la santidad auténtica es al menos tan contagiosa como la risa, que la santidad es atractiva y cautivadora, y que transforma todo lo que toca.

La confianza en el poder contagioso de la santidad llevó al após­tol Pablo a instar a los cristianos cuyos cónyuges no fueran creyentes, a que no se divorciaran (1 Corintios 7:10-16). El estaba convencido de que el cónyuge creyente “santificaría” al incrédulo. Estaba convenci­do de que la santidad es más poderosa que la incredulidad, el peca­do, la idolatría y cualquier otro problema. El creyente puede llevar a su cónyuge y a sus hijos a la fe.

Pablo conocía el poder del “Espíritu santificador”. Pero también conocía el poder de la convicción. “Yo sé, y confío en el Señor Jesús, que nada es impuro en sí mismo; pero para el que piensa que algo es impuro, para él lo es” (Romanos 14:14).

EL PODER DE LA CONVICCIÓN

¿Estamos convencidos del poder purificador y contagioso de la santidad Quizá muchos consideremos los tabúes rituales —tales como los que acostumbraban evitar los judíos del primer siglo— como un reflejo de supersticiones primitivas. Hoy, consideramos mental­mente enfermas a las personas que se preocupan por realizar purifi­caciones meticulosas después del contacto casual con pecadores.

Sin embargo, en muchas otras formas, nuestras prácticas a veces indican que apreciamos más el punto de vista de los oponentes de Jesús que el de Jesús, Pablo y la iglesia primitiva. ¿Estamos realmen­te convencidos de que Dios es más fuerte que Satanás ¿Que el Santo es más fuerte que el maligno ¿Que el bien es más fuerte que el mal ¿Que lo correcto es más fuerte que el poder ¿Que la gracia es mayor que nuestro pecado ¿Que el Espíritu es más fuerte que la carne

¿Creemos realmente que la santidad es contagiosa ¿O estamos tan preocupados con nuestra preservación que no hacemos nada para ayu­dar a los necesitados ¿Evitamos acercamos a las víctimas del SIDA porque nuestra supervivencia personal es más importante que servir a la semejanza de Cristo ¿Es nuestra reputación religiosa más impor­tante que la realidad ¿Nos preocupa más cuán santos piensan algunos que somos, en vez de ser santos ¿Fuimos purificados y recibimos poder para servir en el nombre de Jesús Si es así, ¿estamos demos­trando nuestra santificación por medio de un servicio desinteresado ¿O estamos almacenando virtud para una contingencia futura

Si Dios es la Fuente de la santidad auténtica, ¿acaso no estamos convencidos de que su provisión es inagotable ¿Persuadiremos alguna vez a los incrédulos sobre la realidad y el poder purificador de Jesucristo si nos escondemos temerosos en algún lugar con un “grupito de santos” ¿Cuándo saldremos y avanzaremos al frente de batalla, en donde se enfrentan las fuerzas del bien y del mal

Pero, ¿cómo confrontamos un mundo impuro con la convicción de que la santidad es contagiosa ¿Cómo confortamos con el opti­mismo de la gracia a los heridos ¿Qué se necesita para persuadirnos de que en verdad un Dios santo puede transformar este planeta impío por medio de un pueblo santo

CORAZONES TRANSFORMADOS

Sólo la transformación que se lleva a cabo de adentro hacia afue­ra, y que llamamos entera santificación, puede capacitar al pueblo de Dios para servirle y guiar al mundo para que sepa que El es Dios. Jesús cita las palabras de Isaías (29:13): “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí, pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Marcos 7:6-7). Ezequiel enseñó algo similar: “Os daré un corazón nuevo y pon­dré un espíritu nuevo dentro de vosotros. Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos y que guar­déis mis preceptos y los pongáis por obra” (36:26-27).

La tentación en que cayeron los fariseos es común entre las per­sonas religiosas. Es la de cumplir sólo las “leyes” que conducen a la adoración formal. Pero, la preocupación de Dios va más allá de las interrupciones en nuestra rutina diaria para adorar. Va más allá de la asistencia fiel a los cultos de la iglesia. La adoración involucra más que alabar con palabras o adorar sólo en el santuario.

La demanda de Dios para nosotros se extiende a las dimensiones de la vida supuestamente seculares y las sagradas. Dios ansía guiar todos los días de nuestra vida, no sólo los especiales. “O toda la vida cristiana es adoración, y las reuniones y actos sacramentales de la comunidad equipan e instruyen para esto, o dichas reuniones y actos resultan absurdas”.6 La verdadera adoración no consiste sólo en lo que se practica en los sitios sagrados, en tiempos sagrados y con actos sagrados, sino es también la ofrenda de nosotros mismos como sacri­ficios vivos en nuestra existencia diaria en el mundo (Romanos 12:1-2).7 Hablar de la adoración en este sentido bíblico amplio requiere que se tome en cuenta la ética personal y social, así como las discipli­nas espirituales privadas y comunitarias.

La verdadera adoración, como respuesta sincera del creyente a Dios, se lleva a cabo principalmente en el mundo, y en especial se rea­liza como servicio a nuestros hermanos y hermanas. Dios quiere una religión práctica y diaria: La religión que ayuda a los desvalidos y da fuerza a los indefensos (Santiago 1:27; Mateo 25:31-46); la religión que no sólo habla del amor, sino que lo pone en acción (Santiago 2:14-17; 1 Juan 3:17-18). El ritual nunca podrá remplazar el hacer lo correc­to. Buscar a Dios no sustituye el procurar que haya justicia en las calles (Amós 5:21-24). La adoración y la oración no son medios para sobornar a Dios a fin de que nos dé seguridad o alivio emocional.

Las ofrendas sacrificiales, los cultos de adoración y las devociones privadas son significativas sólo en el contexto de vidas de completa obediencia (véase 2 Samuel 24:24; Jeremías 7:21-26; 14:12; Oseas 6:6; Miqueas 6:6-8). El problema de los fariseos en nuestro texto no fue simplemente que discutieron con Jesús acerca de la doctrina de la san­tidad. Fue la falta de confianza práctica en Dios y de obediencia a El. Fue utilizar la religión como un cheque en blanco para excusar lo malo que hacían. Jesús no se oponía a las reuniones religiosas públicas que los fariseos realizaban regularmente. Los evangelios muestran que El acostumbraba asistir a la sinagoga. Jesús no se oponía a la oración pri­vada que practicaban ni a su estudio de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, la adoración sin obediencia no tiene valor. ¿Hemos perdido en nuestras prácticas religiosas la realidad de la verdadera adoración ¿Ofrecen nuestros labios alabanzas a Dios mientras que nuestras vidas marchan al ritmo del mundo Nadie nos acusaría a nosotros de lega­lismo. Pero, ¿estamos satisfechos con la adoración vacía

Isaías 58 tal vez sea el más fuerte ataque en la Biblia contra la adoración vacía. Es una respuesta a la queja del pueblo de Dios de que El no había recompensado en forma adecuada la febril actividad religiosa de ellos. Leamos la respuesta de Dios en los versículos 6-10:

[La adoración] que yo escogí, ¿no es más bien desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, dejar ir libres a los quebrantados y romper todo yugo ¿No es que com­partas tu pan con el hambriento, que a los pobres errantes alber­gues en casa, que cuando veas al desnudo lo cubras y que no te escondas de tu hermano Entonces nacerá tu luz como el alba y tu sanidad se dejará ver en seguida; tu justicia irá delante de ti y la gloria de Jehová será tu retaguardia. Entonces invocarás, y te oirá Jehová; clamarás, y dirá él: “¡Heme aquí! Si quitas de en medio de ti el yugo, el dedo amenazador y el hablar vanidad, si das tu pan al hambriento y sacias al alma afligida, en las tinieblas nacerá tu luz y tu oscuridad será como el mediodía”.

Entonces las naciones sabrán que Jehová es Dios. Entonces el mundo incrédulo verá “vuestras buenas obras y [glorificarán] a vuestro Padre que está en los cielos (Mateo 5:16). ¡Esa santidad, a la semejanza de Cristo, es contagiosa!

LA SANTIFICACIÓN EN UNA ERA SECULAR

Desafortunadamente, la mayoría nos hemos conformado con una santidad semejante a la de los saduceos, esenios, zelotes o fariseos, en vez de la santidad a la semejanza de Cristo. No vivimos en una comunidad en el desierto; por tanto, no hay peligro de que nos aislemos. No celebramos los sacramentos con frecuencia; por tanto, no estamos en peligro de caer victimas de la santidad “ritualista”. En ciertos ambientes se podría discutir el problema de la politización que equipararía la santidad con la política de los partidos conservadores de derecha. Sin embargo, quisiera tratar de la amenaza más seria que presentan dos problemas insidiosos: la secularización y la privatización.

La secularización funcional se ha infiltrado en muchas iglesias de santidad. Parece que nos afligiera la tendencia de dividir nuestras vidas en compartimientos organizados y herméticamente cerrados. Nuestra fe religiosa la ponemos en uno de ellos, mientras que el resto de nuestra vida la clasificamos en los otros compartimientos. La evidencia clara de esto es la rígida agenda moral que poseen muchos miembros de los grupos de santidad y los limitados recursos espirituales que tenemos para expandir nuestra agenda. Hemos definido la santidad casi exclusivamente en términos negativos: lo que no hacemos. Las únicas evidencias positivas de santidad que recalcamos tienen que ver con la piedad privada y personal: oración, devociones, asistencia a la iglesia y otras prácticas; y con nuestras actitudes internas secretas, las que generalmente vemos como un sentimiento indefinido, cálido e inexplicable que llamamos amor.

Hemos transigido ante la perspectiva no bíblica del mundo, de que hay áreas en las que Dios no tiene nada que ver, que hay esferas seculares y esferas sagradas en la vida. Jesús rechazó la idea de que algún área de la vida estuviera fuera de la soberanía de Dios. Sin embargo, hemos hecho de la santidad algo tan privado, que los cristianos hemos perdido influencia en las esferas política, económica y moral de la vida humana. Hemos relegado la santidad a nuestra vida privada e interna. Las intenciones sanas son más importantes que la vida santa.

No debemos descuidar los recursos espirituales de la piedad pri­vada, pero tampoco debemos pensar que se puede acumular santi­dad como un banco de reserva de ganancias religiosas. La mayoría de nosotros vivimos cerca de otras personas, ya sea en la universidad, la familia, la iglesia, el trabajo, el vecindario. ¿Tiene alguna influencia nuestra fe en las dimensiones sociales de la vida Juan Wesley decla­ró: “La frase ‘santos solitarios’ contradice la enseñanza del evangelio tanto como la contradice la frase ‘adúlteros santos’. El evangelio de Cristo sólo conoce la religión que es social, y sólo conoce la santidad que es social”.8 Los que profesamos santidad únicamente en base a lo que no hacemos, nos encontramos en el mismo nivel que los bancos de la iglesia. Pero, ¿qué estamos haciendo

Vivir la santidad auténtica, en el mundo y para el mundo, es la expresión más apropiada de nuestra adoración a Dios, porque así damos testimonio al mundo acerca de la realidad de Dios. La san­tificación que opera dentro de las supuestas esferas sagradas no es completa. Muchos hemos creído que la palabra “entera”, en nuestra preciada doctrina de la entera santificación, implica que cuando la “recibimos”, Dios ha terminado su obra en nosotros. Luego podemos entrar tranquilamente al cielo. ¡Eso no es cierto!



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AUTOEXAMEN CON EL PODER DEL ESPÍRITU

Gálatas 5:25—6:5

INTRODUCCIÓN

Imaginemos que llegó la hora del examen. Usted puede asumir el papel del examinador y también el del examinando. No se trata de algo sencillo como el examen final de Introducción a la Literatura Bíblica. Es un curso avanzado de Vida Cristiana.

Aquellos que no profesan ser cristianos no tienen que preocu­parse por esta prueba. Uno debe inscribirse en el curso antes de pre­sentarse al examen final. Este es para los que declaran ser cristianos; en particular, para los cristianos llenos del Espíritu. ¿Está listo Veamos cómo le va.

Algo más. Como sabe, antes de empezar a responder, siempre es sabio leer otra vez el texto. Es Gálatas 5:25—6:5.

Puesto que el Espíritu es la Fuente de nuestra vida, llevemos el paso del Espíritu. No nos hagamos vanagloriosos, irritando así a algunas personas y despertando la envidia de otras.

Amigos, si sorprenden a un cristiano en algún pecado, uste­des que son verdaderamente espirituales, deben restaurar a esa persona con espíritu de mansedumbre. Cuídate, o podrías ser tentado a caer en el orgullo espiritual. Pero, si llevan las cargas los unos de los otros, cumplirán la ley de Cristo. Porque, si pen­samos que somos algo, cuando en realidad no somos nada, nos engañamos a nosotros mismos. Así que, todos debemos autoexa­minarnos. Entonces podremos gloriamos legítimamente, basa­dos en nuestros logros, y no comparándonos con otros. Porque, cada uno debe llevar su propia carga (traducción del autor).

En este pasaje, el objetivo de Pablo es que nos “autoexaminemos y autocritiquemos, para mantener un alto nivel de conciencia ética”.1 Sin embargo, la autorreflexión sola no es suficiente. “Debemos ser capacitados por el Espíritu [Santo] para ‘hacer el bien”.2 Según Gálatas 5:25, el requisito esencial para la vida cristiana es el autoexa­men con el poder del Espíritu Santo.

El principio sobre el que se basa la vida llena del Espíritu es sen­cillo: Lleve el paso del Espíritu; viva en perfecta obediencia a Dios. Esto es posible gracias a la obra del Espíritu en nuestra vida; por lo tanto, debemos hacerlo. Pero, el problema es que los cristianos a veces pecan. ¿Qué deben hacer entonces Pablo recomienda una prescripción, pero advierte que ésta podría ser más peligrosa que el problema. Este es el punto central del pasaje: Pablo quiere que sus lectores dejen de mirar los fracasos de otros y que se examinen ellos mismos. El propósito de este pasaje es explicar las implicaciones prácticas y personales de la vida llena del Espíritu.

EL PRINCIPIO: LAS POSIBILIDADES PRÁCTICAS

El Espíritu Santo es la Fuente de vida del cristiano. Sin la obra del Espíritu en nuestra vida, somos pecadores incapaces y sin esperanza. Vivimos solos, dependiendo de nuestros recursos lastimosamente inadecuados. Y, vivimos con propósitos insignificantes y fútiles. Nuestra existencia —pues realmente no puede llamarse vida— se caracteriza por las obras de la carne. En Gálatas 5:19-21, Pablo des­cribe esta existencia destinada a la condenación. Las “obras de la carne” son vergonzosamente “obvias”, y a veces aun dentro de la comunidad cristiana. Se ven “enemistades, pleitos, celos, iras, con­tiendas, divisiones, herejías, envidias”. Debemos recordar la adver­tencia de Pablo: “Los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios”, aunque digan que son cristianos.

Tales cosas no deben suceder. Pues, cuando el Espíritu gobierna nuestra vida y nuestras relaciones, los resultados son “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (vv. 22-23). Nuestro texto enseña claramente que aun aquellos que han experimentado la obra de justificación y santificación por medio del Espíritu, no deben pensar que no tienen de qué preocuparse. La actividad de Dios en nuestra vida no es ni mágica ni automática. Es personal y relacional.

Obviamente, “el fruto del Espíritu” no puede manifestarse en aquellos que rehúsan vivir bajo la soberanía de Dios y dependen sólo de sus recursos humanos; es decir, están bajo la tirana soberanía de la carne. Sin embargo, el fruto del Espíritu tampoco crece ni florece en los “jardines” de los cristianos que han sido llenos del Espíritu, pero no los cultivan. Esto explica la exhortación de Pablo en Gálatas 5:25: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu”.

La expresión “andemos”, o “llevemos el paso”, no es un recorda­torio vago respecto a la autodisciplina que se requiere para vivir lle­nos del Espíritu. El Espíritu nos dirigirá si lo escuchamos. El nos guiará sólo a medida que le sigamos. Aunque la templanza o domi­nio propio es un fruto del Espíritu, está disponible sólo para aquellos que lo practican.

Es un hecho: El Espíritu es la Fuente de la existencia del cristia­no. Pero, esto implica que debemos tomar la decisión de vivir como El pide. La primera parte de Gálatas 5 resume la salvación. Luego, el texto trata de las implicaciones que surgen de tal salvación. Puesto que Dios nos ha dado vida, esto es lo que debemos hacer con ella.

Leamos nuevamente la primera parte de Gálatas 5:

Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud…a liber­tad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros, porque toda la Ley en esta sola palabra se cumple: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os destruyáis unos a otros. Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne...Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la Ley...Pero el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benigni­dad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (vv. 1, 13-16, 18, 22-24).3

EL PROBLEMA: PROFESIÓN Y PRESUNCIÓN

En Gálatas 5:26 Pablo nos recuerda que “no ‘andar en el Espíritu’ resulta en vana presunción” —una vanagloria infundada.4 Profesamos estar llenos del Espíritu y ser guiados por El, pero no caminamos al paso del Espíritu. Olvidamos que todo lo que somos y poseemos es regalo de Dios. No somos grandiosos, sino grande­mente bendecidos.5 Cuando lo llamamos Señor a Dios, pero aún somos los jefes de nuestra vida, somos fraudulentos, jactanciosos, hipócritas e impostores. Y, con nuestra presunción, provocamos a otros. Las hostilidades interpersonales son inevitables. Nos alejamos el uno del otro o, en el peor de los casos, peleamos el uno contra el otro. La envidia se hace presente.6 La vida en comunidad se torna exactamente en lo opuesto a lo que el Espíritu quiere: amor y servi­cio mutuos. El egoísmo, con el tiempo, conduce a la desintegración de la comunidad auténtica.7 Tristemente, lo he visto suceder en igle­sias cristianas y aun en instituciones de educación superior de los grupos de santidad.

Por lo tanto, ¿qué debemos hacer cuando un cristiano no vive como tal ¿Cómo tratan el problema del pecado en nuestro medio aquellos que andan en el Espíritu Gálatas 6:1 aconseja: “Si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restau­radlo con espíritu de mansedumbre”.

Puesto que Pablo dice: “Si alguno es sorprendido en alguna falta”, vemos que él no considera que la trasgresión rutinaria sea la norma. Habla de un hermano o hermana en la fe “que es descubierto, tomado por sorpresa”8 mientras comete una falta no deliberada.9 Es sorprendido en flagrante delito, en el acto, por así decir. Lo que llama la atención es que “a Pablo no parece preocuparle demasiado la ofen­sa en sí, sino la posibilidad de que llegue a ser una fuente de maldad para aquellos que traten el caso”.10 El apóstol sabía que la gracia de Dios era más que suficiente para sanar al que cometió la falta. A él le preocupaban los que actuarían como “médicos”. A Jonathan Edwards, un famoso predicador estadounidense del pasado, se le recuerda especialmente por su sermón “Pecadores en las Manos de un Dios Airado”. La preocupación de Pablo es por pecadores en las manos de personas espirituales. “Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espíritu de mansedumbre”.

LA PRESCRIPCIÓN: PROCEDIMIENTOS Y PROPÓSITOS

El procedimiento que Pablo prescribe es tratar el caso en una forma que corresponda a personas espirituales y a la condición del hermano o hermana que cayó en pecado. El pecador debe ser restau­rado, no castigado; sanado, no condenado. Quien comete una falta moral necesita restauración, y no condenación ni humillación, ni siquiera conmiseración. La palabra “restaurar” es la misma que se utiliza en los evangelios para referirse al proceso de remendar redes rotas, para que sean útiles en la pesca otra vez. De la misma manera, la restauración de cristianos que cayeron en pecado consiste en capa­citarlos para que tengan una vida de servicio útil a Dios y al prójimo (véase Mateo 4:21; Marcos 1:19).

Pablo pide disciplina de la persona espiritual, no del pecador. ¡Cuídese! Vigile sus propias acciones; sea compasivo con los demás. Al trasgresor debemos tratarlo con gran indulgencia y tolerancia. Los fieles debemos enfocar en nosotros mismos la facultad de crítica, no en los que cayeron. El Espíritu nos capacitará para ser bondado­sos y no jactanciosos. Al cristiano caído se le debe llevar de regreso al camino correcto en una forma que refleje la gracia de Dios.

La contradicción entre lo ideal y la realidad en la iglesia trae con­sigo la tentación de confiar en los méritos propios y dejarse dominar por la arrogancia. La prescripción para el problema de trasgresión tal vez sea un peligro para la comunidad, una oportunidad para las obras de la carne. “Pablo está consciente de que la actitud de sober­bia espiritual de parte de los acusadores puede causar mayor daño a la comunidad que la falta cometida por el que cayó”.11 No hay pecado tan insidioso como la confianza extrema en la propia espirituali­dad. Y no hay orgullo tan destructivo como el orgullo espiritual.

Por lo tanto, Pablo nos exhorta: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros” (Gálatas 6:2). Sobrellevar o soportar las cargas de otros no es simplemente tolerarlos, sino ayudarlos activamente y socorrer­los. Cuando compartimos las cargas e infortunios de otros, no sólo nos compadecemos de ellos; los apoyamos en sus luchas diarias.12 Compartimos sus problemas y los ayudamos a enfrentarlos. Cuando participamos en la vida de otros —cuando caminamos algunos kiló­metros en sus zapatos, por así decir— es más difícil que los condene­mos. Caer en cuenta de que “sólo por la gracia de Dios puedo estar allí”,13 no significa aprobar el pecado de otro. Es resistir la tentación de la soberbia espiritual.

Durante la revolución en los Estados Unidos, un hombre vestido de civil pasó cabalgando al lado de unos soldados que reparaban una barrera defensiva. El líder del escuadrón gritaba dando órdenes cerca de una enorme viga que sus hombres trataban de elevar sobre la barricada.

El hombre vestido de civil detuvo su caballo y le preguntó al líder por qué él no ayudaba a su grupo. Asombrado, el líder miró al extraño y con la pompa de un emperador contestó: “¡Cómo se le ocu­rre, señor! ¡Yo soy cabo!”

Al escuchar esto, el hombre le pidió disculpas, se bajó del caballo y aseguró las riendas en un poste. Luego ayudó a los soldados exhaustos a levantar la madera hasta que gotas de sudor cubrían su frente. Una vez que terminaron el trabajo, se dirigió al cabo y le dijo: “Señor cabo, la próxima vez que haya un trabajo como éste y no tenga suficientes hombres para hacerlo, mande llamar a su coman­dante en jefe, y yo vendré y los ayudaré otra vez”. El hombre vestido de civil era el general George Washington.14

¿Cómo es posible que nosotros, cabos cristianos arrogantes, consi­deremos inferior a nuestra dignidad el detenemos para levantar a un compañero caído, cuando nuestro Comandante en jefe llevó los peca­dos del mundo a la cruz Sobrellevar las cargas los unos de los otros es rehusar distanciarnos de las necesidades obvias que nos rodean.

Pero, más que eso, es cumplir la regla de oro de Cristo: Hacer a otros lo que quisiéramos que hicieran con nosotros (véase Mateo 7:12; Lucas 6:31). Es cumplir la segunda parte de lo que El llamó el gran mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22:39; Marcos 12:31`; Lucas 10:27). Este cumplimiento no es requisito para la salvación, sino resultado de ella. Según Gálatas 5:14, cumplir el mandamiento del amor es cumplir toda la ley. Y puesto que, según 2:20, es el amor de Cristo el que asegura nuestra salvación, la ley del amor puede llamarse la ley de Cristo.15 Al sobrellevar las cargas los unos de los otros, cumplimos la “ley de Cristo” (6:2)

Notemos que aquí Pablo no dice que los fuertes deben llevar las cargas de los débiles. Todos tenemos cargas, no importa cuán espirituales seamos. Y todos podemos ayudar a otros a sobrellevar sus cargas, no importa cuán débiles seamos. De hecho, Pablo pareciera contradecirse en el versículo 5 cuando afirma: “Cada uno debe llevar su propia carga” [NVI]. Las cargas son las luchas diarias de la vida, con sus tensiones y problemas inevitables. Pero realmente no hay contradicción, porque “compartir las cargas de la vida no elimina el hecho de que todos tenemos que aprender a aceptarnos a nosotros mismos.”16

EL PUNTO PRINCIPAL: ORGULLO Y ALABANZA

Para aceptarnos, debemos primero conocernos. Esto requiere una medida extraordinaria de honestidad. Es increíble cuán capaces somos de engañarnos. Hoy los líderes cristianos nos instan a amarnos a nosotros mismos y a desarrollar una alta autoestima. El consejo de Pablo parece obsoleto: “El que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña” (v.3). Pero, ¿está él en lo correcto

Es increíble como algunos estudiantes, que supuestamente sufren de baja autoestima, son capaces de aceptar plena responsabilidad por sus éxitos y casi ninguna responsabilidad por sus fracasos. “El examen era muy difícil”; “fue injusto”; “otros hicieron trampa”; “mis maestros no me enseñaron bien”. Dar a los alumnos calificaciones más altas que las que merecen sólo refuerza el engaño. En la mayoría de las universidades de los Estados Unidos [donde A es la más alta y F indica “reprobado”] sólo oficialmente se considera C como la calificación promedio. En la práctica, la nota promedio es B. Durante los últimos 20 años, la calificación promedio en los exá­menes de ingreso a las universidades ha bajado constantemente. Sin embargo, durante ese mismo período, aumentó más del 50 por cien­to el número de estudiantes que se ha presentado a esos exámenes con un promedio de A o B.17 La mitad de mis alumnos piensan que están dentro del 10 por ciento que tiene las mejores calificaciones de su clase. La mayoría de los estudiantes, a pesar de sus calificaciones en los exámenes de ingreso a la universidad, se consideran mejores que el alumno promedio.

Una década atrás, la junta de una universidad hizo una encuesta para saber cómo se autoevaluaban los estudiantes de último año de educación secundaria en comparación con sus compañeros.18 El 60 por ciento de ellos consideraban que eran atletas superiores al pro­medio; sólo 6 por ciento pensaba que eran inferiores. El 70 por ciento calificó su capacidad de liderazgo como superior al promedio; 2 por ciento, como inferior. En su habilidad para llevarse bien con otros, 25 por ciento se calificó dentro del 1 por ciento con los sobresalientes; 60 por ciento, dentro del 10 por ciento superior; y sólo 1 por ciento, infe­rior al promedio. Me pregunto cómo se calificaron en su habilidad para las matemáticas. “¿Cómo me amo Permítame contar las formas en que me amo” (haciendo una parodia del poema de Elizabeth Barrett Browning).

Las buenas nuevas del evangelio no son que Cristo nos liberó para que nos amáramos a nosotros mismos, sino que nos liberó de la obse­sión con nuestro yo. Tarde o temprano tenemos que aprender —por lo general de manera dura— a tragamos el orgullo, reconocer nuestra humanidad y declarar que dependemos totalmente de Dios. Experimentamos un tremendo alivio al descubrir que la seguridad y aceptación que nos esforzábamos por obtener (o aparentar), ¡nos han sido dadas gratuitamente por Aquel cuyo amor y aceptación impor­tan más que cualquier otro! Saber que no soy nada, y que Dios me ama incondicionalmente, sólo hace mayor mi admiración.

“No hay nada malo en no ser ‘nada’ o ‘nadie”. Pues, sin la gra­cia de Dios, eso es lo que somos. Es erróneo engañamos pensando que somos “alguien”. “Los seres humanos debemos aprender a aceptar que en realidad no somos ‘nada”. Para los primeros lectores de Pablo, quizá esta fue una advertencia de que si se consideraban “espirituales” cuando no lo eran, estaban “atrapados en una mentira peligrosa y absurda”.19 Dejo a su imaginación lo que el apóstol diría a aquellos del movimiento de santidad que profesan ser enteramen­te santificados, pero cuyas vidas y relaciones no revelan nada del carácter de Cristo. Yo no estoy calificado para ser su juez.

“Así que, cada uno someta a prueba su propia obra y entonces tendrá, solo en sí mismo y no en otro, motivo de gloriarse” (Gálatas 6:4). Así como el autoexamen cristiano no nos permite condenar a otros, nos niega el derecho a damos una calificación más alta que la que merecemos. “Los engaños más comunes ocurren cuando [nos] comparamos con otros. Al participar en este juego, podemos manipular las cosas a nuestra voluntad para que la comparación siempre esté a [nuestro] favor…y en detrimento de la persona con quien” nos comparamos20 ¿Por qué parece causarnos especial satisfacción ver humilladas a personas que han logrado éxito ¿Acaso pensamos que crecemos cuando hacemos que otro caiga de rodillas

No hay nada malo en tener logros. Pero “un verdadero logro” lo es aquel que sólo…se refiere a [nosotros mismos]…No resulta al comparar[nos] con otros.”21 Pablo rehusó defenderse cuando lo compararon en forma desfavorable con los que supuestamente eran “grandes apóstoles”. El escribió: No nos atrevemos a contarnos ni a compararnos con algunos que se alaban a sí mismos; pero ellos manifiestan su falta de juicio al medirse con su propia medida y al compararse consigo mismos” (2 Corintios 10:12). “En nada he sido menos que aquellos ‘grandes apóstoles’, aunque nada soy” (12:11). “Yo soy el más pequeño de los apóstoles, y no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; aunque no yo, sino la gracia de Dios que está conmigo” (1 Corintios 15:9-10).

No hay nada malo en sentir orgullo por nuestros logros. Pero, sí entendemos nuestros logros correctamente, cuando el cristiano se jacta de algo, llega a ser una forma de adoración. Como Pablo dijo en Gálatas 6:14: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo”. La verdadera exaltación alaba a Dios por los logros que El ha tenido en mí, por medio de mí y a pesar de mí.

Y, no hay nada malo con la “autosuficiencia”. Después de todo, “cada uno cargará con su propia responsabilidad” (v. 5). En la última década de mi vida, he tratado de vivir lo que aprendí del apóstol Pablo sobre el “secreto del contentamiento”. El concluye Filipenses con estas palabras: “He aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé vivir humildemente y sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener ham­bre, así para tener abundancia como para padecer necesidad. Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (4:11-13).

Hay un gran gozo al aceptar la vida como es y al aprovecharla al máximo. Estoy aprendiendo a no desperdiciar energía emocional preocupándome por lo que no puedo cambiar. Existen situaciones y personas que nunca cambiaré, así que he dejado de intentarlo. La única persona a la que siempre tengo la esperanza de cambiar está parada en mis zapatos. Nadie puede robarme el gozo; pero puedo escoger desperdiciarlo, o puedo negarme a hacerlo.

CONCLUSIÓN

¿Me permite recomendarle el camino a la paz y al gozo que se experimentan al andar en el Espíritu

El primer paso es abdicar al trono del universo. Tal vez le sorpren­da saber que Dios ya ocupa ese lugar, y El no dejará que una persona insignificante como usted o yo tome su lugar. Dios no necesita mi ayuda para gobernar el mundo. Y El puede ayudarme sólo cuando reconozco que tiene derecho a reinar en mí.

El segundo paso es aceptar su incapacidad para ser juez del mundo. Dios ocupa también ese cargo. Nuestra tarea es ayudar, apo­yar y amar cuando otros caen. No es condenar. No es exaltarnos a expensas de ellos. Estoy llamado a examinar sólo a una persona: a mí mismo. Yo no soy mejor cuando otro fracasa ni soy peor cuando otro tiene éxito. Yo no le doy cuenta a usted de mis actos, y usted no tiene que darme cuenta de sus actos. Sólo Dios es nuestro Juez, y El esta­blece los términos por los cuales cada uno debe examinarse a sí mismo. La medida de Dios es la única que importa. La situación de cada uno es diferente.

El tercer paso es admitir que, sin importar el estado de gracia que profese, usted no es nada sin la gracia de Dios en su vida. Nuestro mayor gozo es tener una vida que lo alabe a El. Lo único que importa es que Dios lo note. No busco que usted me alabe ni temo sus críticas. Espero las palabras de El: “Bien, buen siervo y fiel...Entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25:21, 23). Los resultados de este examen son los únicos que realmente importan.

Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No busquemos la vanagloria, irritándonos unos a otros, envi­diándonos unos a otros. Hermanos, si alguno es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradlo con espí­ritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado. Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo. El que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña. Así que, cada uno someta a prueba su propia obra y entonces tendrá, solo en sí mismo y no en otro, motivo de gloriarse, porque cada uno cargará con su pro­pia responsabilidad...A todos los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea a ellos, y al Israel de Dios (Gálatas 5:25—6:5, 16).



6

¿CÓMO ESTÁ EL AMOR EN SU VIDA

Filipenses 1:9-11

En los primeros versículos de Filipenses, Pablo expresa su con­fianza en que el Dios que “comenzó en vosotros la buena obra la per­feccionará hasta el día de Jesucristo” (1:6). A diferencia de las otras iglesias de Pablo, los filipenses no constituyen un problema para él; ellos son sus colaboradores (1:5; 4:15). No son su campo de acción, sino su fuerza. No son pecadores sin esperanza, sino santos maduros (1:1; 3:15); ellos pertenecen completamente a Dios. De hecho, si estos cristianos macedonios tenían algún problema, quizá haya sido la ten­dencia de algunos a pensar que, debido a su capacidad espiritual, habían llegado ya al nivel más alto. Pablo, al menos, cree importante recalcar su propia necesidad de progresar: “Quiero conocer a Cristo plenamente y llegar a ser completamente como él...Aún no lo he logrado, ni he alcanzado la meta; pero prosigo para que sea mía, por­que Cristo me hizo suyo” (3:10, 12, paráfrasis del autor). El apóstol escribe acerca de su decisión de poner de lado sus éxitos personales, para dedicarse sólo a alcanzar una meta: “El supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (3:4b-14), y pide a los filipenses que hagan lo mismo (v. 15).

La oración de Pablo en 1:9-11 no es por inconversos; no es por aquellos que caen en la vida cristiana; no es por creyentes que se ale­jan de Dios, sino por cristianos maduros, ejemplares, a quienes es necesario recordarles que, no importa cuánto hayan progresado en su caminar cristiano, aún no han llegado a la meta. Ya experimentaron la salvación y la santificación, pero la resurrección aún está por delante, y su salvación final depende de la continua fidelidad a Cristo hasta el fin (véase 3:11).

Por lo tanto, Pablo ora por los filipenses: “Que vuestro amor abunde aún más y más en conocimiento y en toda comprensión, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprochables para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (1:9-11).

Si usted profesa ser cristiano —si Dios por su Espíritu le ha hecho una nueva criatura en Cristo Jesús— y si goza de la experiencia de la entera santificación, entonces la oración de Pablo es por usted. Si es así, me gustaría hacerle una pregunta muy personal: “¿Cómo está el amor en su vida”

No, no hablo de lo que algunos están pensando. Esa no es la clase de amor por la que oró Pablo. Pero, ya que capté su atención, quisiera que por unos minutos considere conmigo la oración de Pablo respecto al amor de los filipenses: El ora para que el amor de ellos (1) se de­sarrolle, (2) discierna y (3) se demuestre.

UN AMOR QUE SE DESARROLLE

Pablo no cree necesario definir aquí lo que quiere decir con la palabra “amor”. El significado se mostrará en breve. En el capítulo 2, él exhorta a los filipenses para que adopten el ejemplo de amor que demostró Cristo, quien, aunque tenía la forma de Dios, se despojó a sí mismo, asumió forma humana y fue obediente, aun al punto de morir en la cruz. Sin embargo, los filipenses habían escuchado predi­car a Pablo, y aun antes de esta descripción, seguramente sabían lo central que era el amor en su evangelio.

De hecho, es sorprendente cuán poca enseñanza moral nueva se encuentra en las cartas de Pablo. Hay paralelos claros entre lo que él dice y la enseñanza de los rabinos judíos y de los filósofos estoicos contemporáneos, excepto el énfasis que hace Pablo en el amor. El lugar central del amor en el pensamiento de Pablo es obvio en todas sus cartas.

En Gálatas, por ejemplo, afirma que la fe cristiana se expresa por medio del amor (5:6); que toda la ley se cumple en una palabra: amor (v. 14); que el fruto del Espíritu es, ante todo, el amor (v. 22).

O, considere la oración de Pablo por su otra iglesia macedonia, los tesalonicenses. Esta oración se asemeja en muchas maneras a la oración por los filipenses. En 1 Tesalonicenses Pablo ora: “Que el Señor los haga crecer y abundar en amor el uno para con el otro y para con todos...para que él fortalezca vuestros corazones en santi­dad y así sean irreprochables delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos” (3:12-13, pará­frasis del autor). Después, Pablo añade: “Nadie tiene que escribirles acerca del amor; porque Dios mismo les ha enseñado a amarse unos a otros; y verdaderamente ustedes aman a todos sus hermanos cre­yentes en toda Macedonia. Pero les rogamos, hermanos, que lo hagan más y más” (4:9-10, paráfrasis del autor).

En Colosenses, dirigiéndose a cristianos que nunca había conoci­do personalmente (véase 1:3-9), Pablo les escribe: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericor­dia, de bondad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia. Soportaos unos a otros y perdonaos unos a otros, si alguno tiene queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Sobre todo, vestíos de amor, que es el vínculo per­fecto” (3:12-14).

Si el tiempo lo permitiera, podríamos considerar extensamente el himno de alabanza al amor cristiano que Pablo escribió en 1 Corintios 13. En él, la prosa de Pablo se eleva con las águilas al escribir a una iglesia en la que la mayoría parecía incapaz de elevarse a alturas espi­rituales. En respuesta a la arrogancia de los corintios, Pablo declara: Sin amor, ningún don espiritual, ningún acto heroico, ni ninguna otra cosa tiene importancia. Sólo el amor perdurable hace la vida sopor­table. En vez de aceptar por fe, algún día veremos todo claramente. Entonces nuestra esperanza será realidad. Pero el amor durará para siempre. Por lo tanto: “Seguid el amor” (14:1).

Volvamos ahora a la oración de Pablo por los filipenses. El pide, en primer lugar, que su amor se desarrolle. Sus palabras no dan a entender que el amor de los filipenses fuera deficiente. Claramente indica que ellos ya aman. No ora para que empiecen a amar, sino para que su amor continúe creciendo aún más y más, hasta que sobrepase toda medida. Pablo no dice todavía a quién o qué tienen que amar. No especifica que deben amarlo más a él, o amarse más los unos a los otros, o amar más a Dios. Simplemente ora para que el amor de ellos se desarrolle.

UN AMOR QUE DISCIERNA

Debemos notar que al orar por un amor que se desarrolle, Pablo no pide que el amor de los filipenses aumente en cantidad, sino que mejore en calidad. “Y esto pido en oración: que vuestro amor abun­de aún más y más en conocimiento y en toda comprensión, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprochables para el día de Cristo” (1:9-10). Lo que Pablo espera no es mayor intensi­dad en su amor; no ora para que tengan más fervor emocional o religioso al amar. Lo que él desea no es un amor más intenso, sino más inteligente. Ora para que su amor se desarrolle de tal modo que se caracterice por un discernimiento cristiano y una discriminación saludable.

En nuestra preocupación por ser políticamente correctos, necesi­tamos recordar que no toda discriminación es mala. Una cosa es “dar trato de inferioridad a una persona o colectividad” basados en pre­juicios, 1 no en las personas. Pablo declara que la venida de Cristo invalidó las distinciones basadas en diferencias étnicas, de sexo, o de clase social. Discriminar en este sentido negativo es enteramente ajeno al amor cristiano. Sin embargo, es esencial que el cristiano aprenda a discriminar en el sentido positivo, reconociendo las dife­rencias que son importantes: entre la verdad y el error, entre la justi­cia y la injusticia, entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo bueno y lo malo, y entre lo mejor y lo excelente.

La preocupación de Pablo no es simplemente que los filipenses amen, sino cómo y qué deben amar. Pablo utiliza la misma palabra para “amor” cuando exhorta: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Romanos 13:9; Gálatas 5:14), y cuando expresa con tristeza: “Demas me ha desamparado, amando este mundo” (2 Timoteo 4:10). El amor equivocado, no importa cuán intenso sea, no es una virtud.

El amor cristiano maduro es sensible respecto a lo ético y discierne espiritualmente.

Es Sensible Respecto a lo Ético

En la preocupación de Pablo por el amor que discierne, él ora pri­mero para que el amor de los filipenses crezca en “conocimiento”. Pablo constantemente utiliza esta palabra para referirse, no al cono­cimiento intelectual, sino a la sensibilidad ética. Al hablar de este conocimiento, él quiere decir que ellos cada vez deben estar más familiarizados con la voluntad de Dios: deben saber qué quiere El de ellos y por qué, y deben comprender que la voluntad de Dios para ellos es buena, agradable y perfecta (Romanos 12:2). No habla de la obediencia irracional a una lista de reglas impuestas externamente y que no tienen ningún sentido. Dios quiere que lleguemos a ser cris­tianos maduros, motivados internamente a hacer lo que es correcto, sin importar las consecuencias, sin importar quién esté mirando. Esta es la prueba de nuestro carácter cristiano.

Sin importar las consecuencias. Pablo les recuerda a los filipen­ses que Dios les ha dado, “a causa de Cristo, no solo que creáis en él, sino también que padezcáis por él” (1:29). ¿Son los filipenses los úni­cos cristianos que necesitan aprender que practicar el amor de Dios puede involucrar una cruz Hoy, como en los días de Pablo, hay quie­nes profesan ser cristianos, pero cuya ansia de comodidad y seguri­dad los hace conducirse como “enemigos de la cruz de Cristo” (3:18). Como Pablo les recuerda a los filipenses: “El fin de ellos será la per­dición. Su dios es el vientre, su gloria es aquello que debería aver­gonzarlos, y solo piensan en lo terrenal” (v. 19).

Sin importar quién esté mirando. ¿Son los filipenses los únicos cristianos que necesitan aprender que la obediencia no se limita a los momentos cuando los apóstoles están presentes (2:12) Es durante la ausencia de Pablo que él los exhorta a permitir que su salvación se exprese en forma visible y reverente. Esto no es autosalvación, pues “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (2:12-13).

Carácter cristiano. La sensibilidad ética comienza sólo cuando Dios transforma y renueva nuestras mentes al rendimos completamente en sacrificio a El (Romanos 12:1-2). “Las inclinaciones indispensables que motivan toda acción humana” son la integración de la razón y la emoción que forma lo que llamamos “carácter” —respuestas en la vida que reflejan “disposiciones habituales”.2

El carácter cristiano surge de la convicción de que Dios nos ama sin reserva e incondicionalmente. Juan Wesley escribió: “Del verdadero amor a Dios y [la humanidad] fluye directamente toda gracia cristiana, toda [actitud] santa y feliz; y de estas brota una santidad uniforme” en todas nuestras relaciones humanas.3 Las acciones santas fluyen de actitudes santas cultivadas “con disciplina práctica”. El amor inteligente no es más mágico ni automático que la habilidad para tocar un concierto de Bach. La entera santificación nos da la “capacidad para expresar (o negarnos a expresar) nuestros deseos e inclinaciones.”4 Tal vez sepamos qué debemos amar, pero eso no nos ayuda si no escogemos hacerlo.

El amor cristiano inteligente es asunto de la cabeza antes que pueda ser asunto del corazón. No es un sentimiento cálido e inexplicable, sino el deseo de hacer la voluntad de Dios sobre cualquier otra cosa. Es la decisión intelectual de seguir el bien y rechazar el mal que afecta a otro. En Romanos, Pablo escribe: “El amor sea sin fingimiento. Aborreced lo malo y seguid lo bueno. Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros” (12;9-10).

Discierne Espiritualmente

El amor que discierne —por el que Pablo ora— se caracteriza, primero, por el “conocimiento” en el sentido de sensibilidad ética. Segundo, se caracteriza por tener “toda comprensión” (1:9; profundidad de percepción”, NVI), o “toda clase de comprensión espiritual” (paráfrasis del autor). Pablo ora para que los filipenses sepan no sólo qué deben amar, sino cómo poner en acción ese “conocimiento” en las situaciones de la vida real. No ora simplemente para que lleguen a ser expertos en la teoría de la ética: conocer que “esto es bueno” y “aquello es malo”. El discernimiento requiere la experiencia moral que pone en práctica la teoría. No basta que deseemos hacer lo correcto, o que sepamos qué es correcto y qué es incorrecto.

Necesitamos desarrollar el “sentido espiritual”, para saber cómo apli­car juicios morales al hacer decisiones verdaderamente cristianas.5 Esto es lo difícil: saber cómo expresar mejor el amor cristiano.

Por lo tanto, Pablo ora para que el amor de los filipenses discier­na cada vez más, de modo que ellos aprueben “lo mejor” (v. 10), o, como lo expresa otra traducción, para que aprueben “las cosas que realmente son importantes”,6 lo que posee valor inherente. El ora para que las decisiones éticas de ellos no broten de una obediencia ciega, sino que surjan naturalmente de su carácter cristiano transfor­mado y de su lealtad a los valores éticos cristianos. No se necesita un curso de lógica para saber que, si hay cosas que son importantes, hay otras que no lo son. Para esto no hay que pensar mucho. El problema es discernir cuál es cuál.

Pablo sabe bien que los valores cristianos a menudo son diame­tralmente opuestos a los valores del mundo. El escribe en 2:15 que los filipenses viven en medio de “una generación maligna y perversa”. Nosotros también. Aun los no cristianos reconocen el pecado fla­grante cuando lo ven. Como Pablo le dice a los gálatas: “Las obras de la naturaleza pecaminosa son evidentes” (5:19, NVI).

Sin embargo, a veces la iglesia y el mundo comparten valores comunes. Pablo les pide a los filipenses: “Todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de ala­banza, en esto pensad” (4:8). Pero esta no es una lista de valores exclusivamente cristianos. De hecho, parece representar las mejores virtudes que propugnaban los filósofos morales paganos del tiempo de Pablo. El apóstol parece indicar que había “mucho en los puntos de vista paganos que los cristianos podían y debían valorar y rete­ner”.7 La ética cristiana no puede definirse de manera simple como la antítesis de los valores mundanos.

Los cristianos debemos resistir la tentación del extremismo. Es muy fácil mezclarnos con nuestra cultura como camaleones, o man­tenernos alejados, sintiéndonos ofendidos por todo. La esperanza de Pablo para los filipenses era que no adoptaran ninguno de esos extremos.

De la misma manera debemos resistir la tentación del negativis­mo. En nuestra preocupación de ser rectos y hacer lo correcto, tal vez caigamos en murmuraciones y discusiones (Filipenses 2:14). Por el contrario, Pablo insta a los filipenses a vivir “irreprochables y senci­llos, hijos de Dios sin mancha en medio de una generación maligna y perversa, en medio de la cual resplandecéis como lumbreras en el mundo, asidos de la palabra de vida” (vv. 15-16).

Al escoger siempre lo que realmente es importante en un mundo con valores distorsionados, es inevitable que enfrentemos conflicto y sufrimiento, ya sea físico o sicológico. Los cristianos no tenemos que buscar el sufrimiento como los masoquistas. Pablo no nos llama a actuar en forma tan extraña que lleguemos a merecer la persecución. Por el contrario, nos insta a vivir de tal manera que ganemos “el res­peto de los de afuera” (1 Tesalonicenses 4:12, NVI). No obstante, al procurar tal respeto, a veces nos preocupa más lo que piensan las per­sonas que lo que piensa Dios. ¿Quién dijo que sería fácil vivir como cristianos

UN AMOR QUE SE DEMUESTRE

Pablo ora para que los filipenses aprueben lo que realmente importa. La palabra “aprobar” tiene un sentido doble. Significa apro­bar y probar: descubrir lo que realmente es importante y “simplemen­te hacerlo”. Por lo tanto, Pablo pide que el amor de los filipenses no sólo se desarrolle y discierna, sino que se demuestre. Nuestro carácter interno se prueba por medio de la conducta externa. El amor no puede permanecer simplemente como un elevado ideal. De la cabeza debe moverse al corazón y luego a las manos. “Y esto pido en oración: que vuestro amor abunde aún más y más en conocimiento y en toda com­prensión, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irre­prochables para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (1:9-11).

La oración de Pablo se concentra en dos clases específicas de fruto que Cristo produciría en las vidas de los filipenses: para que fueran “sinceros” e “irreprochables”. Ser “sinceros” indica que sus vidas debían caracterizarse por honestidad, franqueza, veracidad, pureza e integridad. De hecho, la palabra “sinceros” aquí proviene de una palabra compuesta que significa “probado al sol”. Los ideales sublimes deben salir de los confines amistosos de los santuarios y los claustros del mundo académico, y exponerse al escrutinio de la vida pública. Ser “irreprochables” indica que los filipenses no debían caer en su andar cristiano, ni debían causar tropiezo a otro con su con­ducta. Pablo ora para que, lo que amamos y cómo amamos, nos haga santos e incapaces de hacer daño a otros.

Como dice en otro lugar en la Escritura, “el fruto de justicia” es “una conducta agradable a Dios”.8 Mostrar amor cristiano viviendo éticamente significa confirmar, visible y corporalmente, que pertene­cemos a Dios. Esta demostración no es simplemente una actuación. Es una expresión auténtica de lo que somos como cristianos. Pablo ora para que la vida de los filipenses pueda producir una cosecha de “justicia”. Restaurar nuestra relación con Dios —justicia— no es el destino de la vida cristiana. Es sólo la entrada. La justicia debe tener frutos, consecuencias. Es posible perder nuestra salvación al no per­mitir que Cristo produzca el fruto de justicia en nuestra vida. Su fruto no es una obra que podamos ofrecer para merecer nuestra salvación. La justicia comienza y termina como un don de Jesucristo. Es com­pletamente obra de El. Sin embargo, debemos darle permiso para que produzca su fruto en nuestra vida y cultive la cosecha que El produce.

La justicia comienza con una relación correcta con Dios. Al crecer en esta nueva relación, recibimos poder para vivir en relación correc­ta con nuestro prójimo. La justificación se demuestra haciendo justi­cia. La justicia no sólo implica piedad personal, sino también respon­sabilidad social. No es suficiente no hacer daño o no hacer el mal. Los cristianos hacen el bien.

La demostración de amor por la que Pablo ora no se asemeja en nada al mensaje de la supuesta calcomanía cristiana que dice: “Si ama a Jesús, toque la bocina”. Si usted ama a Jesús, haga justicia, ame la misericordia, camine humildemente con Dios (Miqueas 6:8). ¡Cual­quiera puede tocar la bocina! ¡Lo importante es que demuestre que ama a Dios!

Finalmente, Pablo dice que esta demostración de amor tiene como objeto dar gloria y alabanza a Dios. Jesús dijo: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16). El bien que el cristiano hace no es publicidad personal sino, en el verdadero sentido de la palabra, adoración: señala el valor supre­mo de Dios.

Cuando nos reunimos para cantar alabanzas a Dios, para orar jun­tos, para compartir nuestra fe en Cristo, para escuchar la predicación de la Palabra de Dios —esto no es todo lo que constituye la adoración; es sólo la preparación para la verdadera adoración. La verdadera adoración se manifiesta en la vida diaria. O toda la vida cristiana es adoración, y nuestras reuniones de adoración pública formal nos equipan e instruyen para esto, o estas reuniones son absurdas, vacías y un insulto a Dios (véase Amós 5:21-24). La verdadera adoración cris­tiana consiste en ofrecer nuestra existencia corporal en la esfera del mundo, como sacrificios vivos a Dios, y en servicio a los valores que realmente importan.

Esta es mi oración por usted:

Que su amor crezca más y más. Que su amor reciba sensibi­lidad ética y discernimiento espiritual. Que pueda conocer la diferencia entre el bien y el mal, y que siempre escoja lo mejor. Que sea puro y que su conducta no cause que otros hagan mal. Que se encuentre siempre listo para el regreso de Cristo. Que haga todo el bien que pueda, a todos los que pueda, por todo el tiempo que pueda, porque, por la gracia de Dios, usted puede hacerlo. Viva de tal manera que glorifique y alabe a Dios (Filipenses 1:9-11, paráfrasis del autor).

Al principio le hice una pregunta personal acerca del amor en su vida. Permítame hacerle ahora una pregunta aún más personal: Si la oración de Pablo fuera contestada en usted, ¿en qué sería diferente su vida


7

Entera santificación

1 Tesalonicenses 5:23-2 4

INTRODUCCIÓN

Cerca del final de su larga vida, que comprendió casi todo el siglo XVIII, “Juan Wesley declaró que la propagación del mensaje de la entera santificación era la razón principal por la que Dios había levantado el movimiento metodista”.1 En forma similar, el Preámbulo a la Constitución de la Iglesia del Nazareno afirma que la iglesia existe “especialmente” para “que mantengamos...la doc­trina y experiencia de la entera santificación como segunda obra de gracia”.2

No poseo ninguna aptitud especial para evaluar la declaración de Wesley respecto a su conocimiento de los propósitos providencia­les de Dios en la historia. Pero puedo afirmar, sin temor a contrade­cir, que la doctrina de la “perfección cristiana” o “amor perfecto”, como Wesley llamó también a la entera santificación, “claramente llegó a ser el centro de los más vigorosos debates del metodismo, tanto con oponentes del movimiento como dentro de él”.3 Durante los últimos 25 años, en las denominaciones de santidad que señalan a Wesley como su mentor teológico, esta doctrina ha sido el tema cen­tral de un acalorado debate erudito. Mientras que los profesores en las universidades y seminarios de santidad debaten los puntos con­flictivos de la doctrina, la predicación de este tema distintivo —que una vez fue la razón de ser de algunas iglesias— ha permanecido en silencio en muchas esferas.

Este no es el momento ni el lugar para desenterrar los debates o criticar a los combatientes. Como profesor de Biblia, mi interés es recalcar que ni Wesley ni una iglesia en particular inventó esta doc­trina de la nada. No podemos ignorar el tema de la santificación, por­que sus raíces no son tan superficiales como para remontarse sólo al siglo XVIII. No es una “doctrina de los últimos días”; la Escritura nos llama a tomar en serio el llamado a vivir en santidad.

En la sesión final de la conferencia sobre “La Vida Santa en la era Poscristiana”, organizada por Northwest Nazarene College en el Centro Wesley de Teología Aplicada, en febrero de 1995, Keith Drury dijo: “El tema de la santidad se extiende a través de toda la Biblia. Dios llamó para sí una nación santa, apartó un sacerdocio santo, esta­bleció un día de reposo santo, prescribió sólo sacrificios santos que debían llevarse a cabo en un monte santo, en un templo santo que tenía un lugar santo y hasta un lugar santísimo. Dios mismo es un Dios santo. Y somos ‘llamados a santidad’. Sin santidad nadie verá al Señor [Hebreos 12:14]”.

Dios dice: “Seréis, pues, santos porque yo soy santo” (Levítico 11:45). La Biblia, constante y repetidamente, pide que nos rindamos a Dios en consagración absoluta, que nos sometamos completamente a su voluntad, que obedezcamos en forma absoluta su Palabra, y que nos separemos de la contaminación del pecado de este mundo. La santidad no es sólo la característica esencial de la naturaleza de Dios, sino también el énfasis central de su Palabra. Dios es santo; nosotros también debemos ser santos.

La santidad es una verdad bíblica, no un distintivo denomina­cional o la doctrina favorita de los nazarenos, wesleyanos o metodis­tas libres. No se inventó para establecer una diferencia en el círculo eclesiástico.

Las llamadas iglesias de santidad no tienen el monopolio respec­to a la santidad. De hecho, algunas de las llamadas iglesias de santi­dad parecieran interesarse menos en la vida santa que otras tradicio­nes.4 Karl P. Donfried, erudito luterano en Nuevo Testamento, dice:

Una razón por la que la iglesia de hoy es tan ineficaz en algu­nas partes del mundo es porque ya no ofrece a la sociedad paga­na una opción ética o intelectual diferente. La iglesia rara vez existe como una comunidad que se opone a las costumbres de la sociedad, pero además, a menudo da otro nombre a conductas evidentemente contrarias a la vida santificada en Cristo Jesús y las incorpora a su existencia...Si la conducta de una persona es tan escandalosa como la de aquellos que adoran ídolos, o aún más, difícilmente puede testificar del poder del evangelio que da vida.5

Los pastores y maestros cristianos nos encontramos más y más en la situación de los apóstoles del primer siglo. Nuestra tarea no es sólo convertir a los paganos o discipular a los convertidos. Es cristia­nizar a la iglesia. Para los que tomamos seriamente nuestra herencia wesleyana de santidad, la ortodoxia no es suficiente. No podemos justificar nuestra existencia teológica a menos que promovamos acti­vamente la “santidad de corazón y vida”.

LA TERMINOLOGÍA DE SANTIDAD

¿Cómo podemos producir una vida verdaderamente cristiana —por no hablar de un nivel superior (o más profundo) de “vida santa”— cuando no hay preparación y existen pocos o inadecuados precedentes ¿Dónde comenzamos ¿Qué podemos aprender del ejemplo de los apóstoles ¿Cómo cuidó Pablo a los convertidos para que llegaran a ser cristianos maduros La Primera Epístola a los Tesalonicenses, la carta más antigua de Pablo que tenemos a nuestra disposición, y probablemente la obra de literatura cristiana más anti­gua en existencia, parece ser un lugar apropiado para comenzar nuestra investigación.

Si el vocabulario sirve de evidencia, 1 Tesalonicenses debe ser un documento crucial en toda explicación del concepto bíblico de la san­tidad. El uso frecuente de explícita terminología de santidad en esta breve carta es digno de mencionarse. Por centímetro cuadrado, en ella hay más referencias a la “santidad” que en cualquier otro libro de la Biblia. Al decir “terminología de santidad”, me refiero no sólo a palabras tales como “santidad” y “santo”, sino también a “santificar” y “santificación”, que son otras expresiones del mismo grupo básico de términos griegos. Por lo tanto, un “santo” es una “persona santa”. “Santificar” es “hacer santo”. La “santificación” es el “proceso de hacer santo”. Y “santidad” es la “calidad de ser santo”.

Para entender lo que la Biblia enseña de la santidad, es funda­mental reconocer que sólo Dios es santo en sentido no derivado. De hecho, afirmar que Dios es santo es casi lo mismo que decir que El es Dios, que es único, que es el Totalmente Otro y el Creador. Cualquier santidad que poseen los humanos —u otras criaturas, cosas, lugares o días—, existe sólo por virtud de su relación especial con Dios. Por lo tanto, el día de reposo era un “día santo” porque Dios lo apartó para descansar, adorar y realizar actividades dedicadas a Dios y los intereses divinos. El templo lo llamaron “santuario” —lugar santo— porque estaba dedicado a la adoración a Dios. E Israel fue llamado “pueblo santo” porque era el pueblo de Dios, comisionado para representarlo a El y darlo a conocer.

Esto debe explicar por qué Dios tiene especial interés en vindicar su santidad cuando su pueblo no lo representa bien. No es sólo por­que daña la merecida reputación de Dios. Cuando el pueblo de Dios no vive como pueblo santo, da a entender que El no es realmente Dios, que El no existe.

EL PODER SANTIFICADOR DEL AMOR SANTO

Si Dios existe, ¿qué clase de Dios es El Dios actúa para redimir, restaurar, reclamar y renovar a su pueblo indigno. Esto demuestra que su carácter es “amor santo” —un amor tan extraordinario, tan único, tan poderoso, que sobrepasa a la comprensión humana.

“¿Cómo Puede Ser” (Sing to the Lord, No. 225)

¡Oh, qué amor! ¿Cómo puede ser...

—Carlos Wesley

¡Oh, Dios! ¿Cómo puede ser que cumplas las promesas que nos hiciste en tu pacto, cuando hemos roto todas las promesas que te hici­mos a ti ¿Cómo puede ser que ames a tus rebeldes criaturas al punto de dar a tu único Hijo ¿Cómo puede ser que prefieras morir antes que vivir sin nosotros

“¡Oh, Qué Amor!” (Gracia y Devoción, No. 339)

Que Dios amase un pecador cual yo

Y que cambiase en gozo su pesar;

Que a su redil me trajo su bondad,

¡Oh, cuán maravilloso amor!

—C. Bishop, trad. C. E. Morales

“Cuán Grande Amor” (Gracia y Devoción, No. 246)

Que Cristo me haya salvado

Tan malo como yo fui,

Me deja maravillado,

Pues El se entregó por mí.

Coro:

¡Cuán grande amor! ¡Oh, grande amor!

El de Cristo para mí.

¡Cuán grande amor! ¡Oh, grande amor!

Pues por El salvado fui.

—Charles H. Gabriel, trad. H. T. Reza

“Al Contemplar la Excelsa Cruz” (Gracia y Devoción, No. 18)

Al contemplar la excelsa cruz,

Do el Rey del cielo sucumbió,

Aquel dolor tan grande y cruel

Que sufre así mi Salvador,

Exige en cambio para El

Una alma llena del amor.

—Isaac Watts, trad. M. L.

¡Tal santidad no es sólo maravillosa sino contagiosa! Esto no quiere decir que la santidad enferme a las personas, o que podamos “contagiamos” de santidad sencillamente al pasar tiempo con una persona santa. Significa que la santidad es más poderosa que el pecado. De hecho, tiene poder para derrotar al pecado en su propio territorio. La santidad auténtica es por lo menos tan contagiosa como la risa. La santidad es atractiva y cautivadora. Transforma todo lo que toca.

La santidad contagiosa de la que hablo es la vida completamen­te entregada al Santo a favor de un mundo impuro. Es la vida de Jesucristo manifestada en las vidas de personas comunes y corrien­tes, que han sido limpiadas completamente de la preocupación por su propia reputación y, en forma extraordinaria, han recibido poder por medio del Espíritu santificador, para reflejar bien el carácter del Dios de amor santo. Tal santidad es contagiosa.

Según Wesley, cuando sé que Dios me ama de manera absoluta y sin reserva; cuando sé que Cristo murió por mis pecados, aun los míos; cuando el Espíritu Santo me asegura que soy hijo de Dios, soy candidato para la entera santificación. Puesto que sé que Dios me ama, vivo como hijo: con la gratitud de un hijo, no el deber de un esclavo. Y, puesto que Dios me ama, no sólo lo amo a El sin reserva, sino que aprendo a amar a mi prójimo como a mí mismo. Y me doy cuenta, para mi sorpresa, de que mi carácter está siendo recreado progresivamente a la semejanza de mi Creador. Me veo a mí mismo transformado para reflejar más y más el carácter de Cristo. Descubro que estoy libre de mi adicción a la rebeldía. Ansío vivir en obedien­cia incondicional a Dios. Y me asombra darme cuenta de que puedo hacerlo. Me deleito al descubrir que mi actitud, mis palabras, mis obras, mis hábitos están siendo completamente renovados, dando lugar a una persona justa que antes no conocía.

Wesley se refirió a esta obra completa de gracia en la vida de los creyentes como “entera santificación” o “santidad de corazón y vida”. No es tan superficial como para ser sólo una actuación fren­te al público. Tampoco es tan privada como para que sólo Dios lo sepa. La vida santa es la expresión visible de una realidad invisible. Surge de la fuente oculta de lo que Wesley denominó nuestros “afectos”. Con este término, él no se refería únicamente a nuestros “sentimientos”. Se refería a la cualidad personal indefinible que a veces llamamos “carácter”. El carácter es la forma de ser del alma, la que nos motiva a actuar como actuamos cuando pensamos que nadie nos ve, cuando sencillamente somos nosotros mismos. Las “inclinaciones motivadoras” que definen nuestro carácter involucran la integración de la razón y la emoción, cultivadas por una “práctica disciplinada” 6

Las actitudes que han sido infundidas de gracia tienen el poder para transformar nuestra conducta. El carácter cristiano no se forma como la planta de calabaza, que alcanza la madurez en un verano. Es más bien como un árbol de roble, que requiere toda una vida. El carácter cristiano no se desarrolla de un día para otro, ni sin esfuerzo de nuestra parte. La vida santa tiene origen “sobrena­tural”. Sin embargo, cuando se cultiva, llega a ser cada vez más “natural”. Los “afectos habituales” de las personas enteramente santificadas no las convierten en robots, manipulados por Dios sin que puedan razonar. La “práctica disciplinada” nos da la libertad para hacer casi espontáneamente lo que desea nuestro carácter transformado.7

Dios nos ama tanto que nos acepta tal como somos. Pero, nos ama demasiado como para dejamos tal como somos. La gracia no consiste en que Dios pase por alto nuestras faltas. Consiste en que Dios nos capacita para que seamos más de lo que podríamos ser si sólo dependiéramos de nuestros recursos. Dios nos ama demasiado como para forzamos a obedecerle. Por lo tanto, nos deja en libertad para hacer decisiones contrarias a su voluntad y vivir irresponsablemente. Somos libres para escoger, pero no somos libres para escoger las consecuencias de nuestras decisiones. Si practicamos el amor a Dios y al prójimo, cada vez seremos mejores en esto. A medida que respondemos al perfecto amor de Dios, somos capacitados para amar a otras criaturas y a nuestro Creador con amor perfecto. Este amor es la fuente secreta de todas las demás virtudes cristianas. Como con cualquier otro talento que Dios da, llegamos a ser competentes en la vida santa a medida que la practicamos.

Nosotros solos no generamos la capacidad para vivir en santidad ni el progreso en ella. Por esta razón Wesley hizo tanto énfasis en la “santidad social” y los “medios de gracia”.

No podemos ser santos a solas. La santidad se cultiva en el con­texto de la comunidad santa: personas renovadas, unidas por un pacto de gracia, que dan cuenta de sus actos unas a otras, y que están comprometidas para crecer juntas en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. La vida en comunidad hace posible y pone a prueba nuestro crecimiento en santificación.

Wesley “valoró los medios de gracia, tanto como formas con las que Dios imparte la Presencia de gracia que nos permite, en respues­ta, crecer en santidad, así como ‘ejercicios’ por los cuales responsa­blemente cultivamos esa santidad”.8 Randy Maddox afirma que la mejor manera de captar el punto de vista afectivo de la entera santificación que enseñó Wesley...es decir que él estaba conven­cido de que la vida cristiana no tenía que seguir siendo una vida de lucha perpetua. El creía que la Escritura y la tradición cristia­na daban testimonio de que la gracia amorosa de Dios puede transformar vidas humanas pecaminosas, al punto de que nues­tro amor por Dios y por otros llega a ser una respuesta libre. Los cristianos podemos aspirar a tener la actitud de Cristo, y mani­festar esa actitud dentro de los límites de nuestras debilidades humanas. Negar tal posibilidad sería negar la suficiencia de la gracia de Dios que da poder, dando a entender que el poder del pecado es mayor que el de la gracia.9

LA INFLUENCIA DEL CRISTIANISMO ENCARNACIONAL

Primera de Tesalonicenses señala que la posibilidad de una comunidad santificada comienza con la obra poderosa y convincente del Espíritu Santo. Sin embargo, esto nunca se experimenta sin el lla­mado del evangelio —no sólo con la Palabra predicada, sino también con la Palabra encamada en la vida de predicadores fieles. Pablo dice: “Bien sabéis cómo nos portamos entre vosotros por amor de voso­tros” (1:5). El encuentro de los tesalonicenses con la santidad conta­giosa en la vida de otros seres humanos les permitió convertirse de “los ídolos a Dios” (1:9), permanecer fieles aun en medio de intensa persecución (1:9, 6), y llegar a ser ejemplos a otros creyentes (1:7). Al observar el ejemplo de Pablo y sus compañeros, ellos habían apren­dido cómo debían “vivir a fin de agradar a Dios” (4:1, NVI). Con palabras y hechos, Pablo los había exhortado a “vivir como es digno de Dios, que los llama a su reino y gloria” (2:12, NVI).

La conducta “digna” de su llamamiento era una forma de vida que fuera apropiada o conforme al llamamiento que habían recibido de Dios. Dios los había llamado a participar en el gobierno real con El. Los había llamado a alabarle con sus vidas. No los había llamado a “inmundicia, sino a santificación” (4:7). El llamado de gracia que Dios les había hecho los capacitaba para cumplir las elevadas expec­tativas divinas.

La santidad a la que Pablo dirigió a los tesalonicenses involucra­ba actitudes y conducta que estuvieran de acuerdo con el carácter de Dios. Si los cristianos son llamados a vivir como es digno de un Dios santo, la teología no es un lujo sino una necesidad. Comprender quién es Dios es esencial para proclamar la santidad en forma inteli­gente. Sin embargo, las primeras lecciones que debemos aprender sobre el carácter de Dios las encontramos en las vidas de santidad contagiosa del pueblo de Dios, no en las páginas de la Biblia o un catecismo, mucho menos en un tomo de teología, un comentario o el Manual de la iglesia.

La moral cristiana no puede reducirse a una lista de reglas. Es el aplauso que damos a Dios con nuestras vidas cuando nos cautivan el amor que El demostró en el pasado, su continua fidelidad en el pre­sente, y sus esperanzas para nuestro futuro. El carácter de los cristia­nos es fundamentalmente diferente del de los paganos debido al carácter de nuestro Dios. Los paganos se comportan como lo hacen porque “no conocen a Dios” (4:5; cf. 2 Tesalonicenses 1:8; Gálatas 4:9). La moral cristiana es sencillamente vivir “como es digno de Dios”, quien nos amó lo suficiente como para morir por nosotros en Jesucristo.

La forma en que vivimos refleja quiénes somos y de quién somos. Vivir como es digno de nuestro llamado es llegar a ser lo que la gra­cia de Dios hace posible que seamos. Vivir de otra manera es profa­nar su santo nombre.

Pablo estaba convencido de que no era necesario que alguien enseñara a los tesalonicenses a amarse unos a otros, porque lo habían “aprendido de Dios” (4:9). Sin embargo, esto no le impidió orar: “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos” (3:12). La expresión de su amor no era sólo “un sentimiento cálido y agradable”, sino el ánimo, la edificación, la paciencia y el respeto mutuos por los que siempre procuraban hacer lo bueno “unos para con otros y para con todos” (5:11-15).

Pablo estaba persuadido de que la forma en que los tesalonicen­ses vivían ya agradaba a Dios. Sin embargo, los instó a abundar en ello “más y más” (4:1). Además, oró: “Que él afirme vuestros corazo­nes, que os haga irreprochables en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (3:13). En un mundo en donde el sexo era adorado como dios, Pablo declaró: “La voluntad de Dios es vuestra santificación: que os apar­téis de fornicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor, no en pasión desordenada, como los gen­tiles que no conocen a Dios” (4:3-5).

ENTERA SANTIFICACIÓN

Pablo concluye su primera carta a los tesalonicenses con la ora­ción de nuestro texto. Significativamente, este versículo contiene la única referencia explícita en el Nuevo Testamento a la entera santifi­cación: “Que el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo—sea guardado irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (5:23). Después de esta oración, Pablo añade una expresión de confianza: “Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (v. 24).

Vidas de santidad auténtica, vividas en este mundo presente, y para el mundo, son la expresión más apropiada de alabanza que podemos ofrecer a Dios. La vida santa da testimonio al mundo de que Dios es real. Es la única influencia capaz de convencer al mundo de que necesita a Dios.

La santificación que opera sólo en el ambiente protegido de los templos, en el campus de una universidad cristiana, o dentro de los limites acogedores de nuestro hogar no es suficiente. No podemos pensar que la palabra “entera”, en “entera santificación”, implique que no hay lugar para mayor progreso una vez que somos santificados.

De ninguna manera. La obra santificadora de Dios en nuestras vidas es un proceso continuo que sólo comienza con un “segundo viaje al altar”. Dios no nos santifica únicamente para que seamos santos. Somos santificados para obedecer (véase 1 Pedro 1:2) y para ser­vir (véase Romanos 6:17-22; 7:4-6; 12:1-2).

La palabra “entera” no tiene que ver con la conclusión, sino con lo inclusivo de la obra santificadora de Dios. El desea gobernar en todas las áreas de nuestra vida. No hay un área que El no desee gobernar. Por esa razón Pablo ora: “Que...Dios os santifique por completo; y todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— sea guar­dado irreprochable [hasta] la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es [Dios] que os llama [a santidad], el cual también [os santificará]” (vv.23-24)

Si estamos enteramente santificados, debe ser evidente, y no sólo en la vida privada y personal. Tiene que manifestarse en las esferas social, moral, cultural, económica, ambiental y política de nuestra vida.

CONCLUSIÓN

En el pasado, algunas personas de la tradición de santidad trivializaron el llamado a la santidad, convirtiéndolo en legalismo. Hoy, algunas han abandonado el llamado a la santidad y se han integrado al mundo. Otras han marginado la santidad a las esferas privadas de la piedad personal y las buenas intenciones. Primera de tesalonicenses habla de una santidad que es visible y contagiosa.

Debemos rechazar el legalismo, pero, al hacerlo, no debemos descuidar los aspectos importantes de la ley: justicia, misericordia y fidelidad. No podemos permitir que las tradiciones humanas remplacen los mandamientos de Dios. Transigir ante el mal no es una alternativa viable. Sin embargo, tampoco lo es pensar que el mal es más contagioso que la santidad.

Jesús declaró que lo que sale de nosotros es lo que nos hace impuros. Lo que nos contamina no es lo que nos hacen, sino lo que hacemos. El mal que sale de nuestros corazones es lo que demuestra que necesitamos purificación. “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lujuria, la envidia, la calumnia, el orgullo y la insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre” (Marcos 7:21-23)

Por lo tanto, volvemos a algunas preguntas básicas: ¿Cuál es más poderosa ¿La santidad o la impureza ¿El amor o el odio ¿La gra­cia o el pecado ¿Estamos tan verdaderamente santificados que nues­tras vidas dan testimonio al mundo de que Dios realmente purifica ¿Hemos sido tan “enteramente santificados” que ninguna dimensión de nuestra vida está excluida de su Espíritu santificador

Algunos se conforman con la actuación sin la realidad. Otros se conforman con la seguridad sin el servicio. Otros se conforman con la secularización en vez de la santificación. Ninguno de estos acerca­mientos toma seriamente el poder contagioso de la santidad.

No hablo aquí del poder de un término preciado ni de una doc­trina preferida. Si las palabras “santidad” y “entera santificación” son términos sin importancia en su vocabulario religioso, le doy permiso para que los abandone inmediatamente. Tal vez prefiera hablar de “integridad” cristiana, “vivir de acuerdo a principios”, “ser respon­sable ante otros”, “carácter”, “disciplina”, “autenticidad”, “piedad” o “espiritualidad auténtica”. Cualesquiera que sean las palabras que use, no piense que puede escoger los términos de su discipulado. Los términos que Jesús estableció aún están vigentes: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Marcos 8:34-35).

La santidad contagiosa de la que hablo es la vida completamen­te entregada a un Dios santo en favor de un mundo pecaminoso. Es la vida de Jesucristo manifestada en las vidas de personas comunes y corrientes, que han sido totalmente limpiadas de la preocupación por el yo y que han recibido extraordinario poder por medio del Espíritu santificador. Esta santidad es contagiosa. ¡Contágiese!



Notas bibliográficas

Capítulo 1

1. Hay una explicación histórica para la similitud de los términos. Los filósofos populares de la antigüedad conocidos como “cínicos” rechazaban la cortesía de la sociedad y vivían naturalmente: como perros. Los cínicos hoy desconfían igualmente de la sabiduría convencional.

2. Un ejemplo de la variedad de posibles interpretaciones del concepto bíblico de la santidad se encuentra en Melvin E. Dieter, red., Five Views on Sanctification (Grand Rapids: Zondervan [Academie], 1987).

3. Para conocer un estudio reciente y serio del término por un autor ajeno a la tradición de santidad, véase David Peterson, Possessed by God: A New Testament Theology of Sanctification and Holiness, en New Studies in Biblical Theology (Grand Rapids: Eerdmans, 1995).

4. A Juan Wesley no le interesaba preservar términos sólo porque fueran preciados. Más de una vez exhortó a una audiencia crítica: “No se enojen conmigo si no considero propio usar alguna expresión cada dos minutos. Ustedes pueden hacerlo si desean; pero no me condenen porque yo no lo hago...Tengan paciencia conmigo, así como yo la tengo con ustedes; de otra forma, ¿cómo cumpliremos la ley de Cristo No protesten, como si yo estu­viera ‘destruyendo los fundamentos del cristianismo’...Si hubiera diferencia de opinión, ¿dónde está nuestra religión, si no podemos pensar y permitir que otros piensen... ¿Cuánto más cuando sólo existe diferencia de expre­sión No, ¿ni siquiera eso Toda la disputa es acerca de si un modo particu­lar de expresión debe utilizarse más o menos frecuentemente” (“The Lord Our Righteousness”, en The Works of John Wesley, 3a. ed., 14 tomos. Red., Thomas Jackson [1872; reimpreso, Kansas City: Beacon Hill Press of Kansas City, 1978], Sermón 20, 2.20.3.).

5. W. T. Purkiser, Los Fundamentos Bíblicos, t. 1 de Explorando la Santidad Cristiana (Kansas City: Casa Nazarena de Publicaciones, 1988), pp. 13-14.

6. Hebreo hol en Levítico 10:10 y Ezequiel 22:26.

7. Thomas E. McComiskey, “qadash — ser hecho santo, santo, santifica­do; consagrar, santificar, preparar, dedicar”, en Theological Wordbook of the Old Testament, red. R. Laird Harris, Gleason L. Archer Jr., Bruce K. Waltke (Chicago: Moody Press, 1980), 2:787.

8. En Génesis 38:21-22; Deuteronomio 23:17; 1 Reyes 14:24; 15:12; 22:46; 2 Reyes 23:7; Job 36:14; Oseas 4:14.

9. William M. Ramsay, The Westminster Guide to the Books of the Bible (Louisville, Kentucky: Westminster/John Knox Press, 1994), p. 425.

10. Entre las epístolas paulinas, 1 Tesalonicenses es la que tiene el mayor número de términos de santidad en relación a la extensión de la carta. Con 1,482 palabras en el texto griego (Novum Testamentum Graece, 27a. ed. Reds., Erwin Nestle, Barbara y Kurt Aland, et al. [Stuttgart, Alemania: Deutsche Bibelgesellschaft, 1993]), 1 Tesalonicenses contiene sólo 4.6 por ciento del total de las palabras en las obras paulinas (32,440). Sin embargo, su porcen­taje de referencias explicitas a la santidad es más que el doble del promedio de las cartas combinadas (0.675 comparado a 0.327). Al hablar de terminolo­gía explícita de santidad me refiero al grupo de términos afines derivados de las raíces griegas hagi- y hagn-, que incluyen hagiazo (“yo santifico”—5:23), hagiasmos (“santificación”, 4:3, 4, 7), hagios (“santo”, 1:5, 6; 3:13; 4:8; 5:26), hagiotes (“santidad”), hagiosyne (“santidad”, 3:13), hagneia (“pureza”), hagnizo (“yo purifico”), hagnismos (“purificación”), hagnos (“puro”), hagnotes (“pure­za”), y hagnos (“puramente”). Además, 1 Tesalonicenses 2:10 contiene el único ejemplo en el Nuevo Testamento del adverbio hosios (“santamente”). (Estadísticas basadas en datos provistos por “GRAMCORD” Grammatical Concordance System Computer Software Washington], ).

Capítulo 2

1. Peterson, Possessed by God, p. 80.

2. Ibid., p. 79.

3. Ibid., p.68.

4. Ibid. Esta es ciertamente una caricatura que representa en forma limi­tada la enseñanza del movimiento de santidad respecto al significado funda­mental de la santificación. Peterson está convencido de que “la regeneración y la santificación son dos formas diferentes de describir la iniciación cristia­na o conversión” (p. 63; véase también pp. 139-142).

5. Ibid., p. 68.

6. Ibid.

7. Ibid., p. 67.

8. Ibid., p. 68.

9. Ibid., p. 61. Peterson, sin embargo, no está de acuerdo. Por ejemplo, él considera que “la transformación progresiva moral” es la “menos probable” de las interpretaciones acerca de la santificación en 1 Tesalonicenses 4:3. El prefiere hablar de una santificación “definitiva” o “posicional” y un “estado” de santidad. Afirma que “el punto de vista popular de que la santificación es un proceso de renovación moral y cambio, después de la justificación, no es el énfasis del Nuevo Testamento. Más bien, la santificación es principalmen­te otra manera de describir lo que significa convertirse” (p. 136).

10. Peterson, Possessed by God, p. 79.

11. Ibid., p. 80.

12. Ibid. A pesar de las similitudes obvias con los puntos de vista de Wesley, Peterson es inflexible al afirmar que “nunca se dice que una segunda ‘crisis de fe’ pueda conducirnos a una perfección inmediata en amor o a un nuevo nivel de espiritualidad, en el que la santidad práctica llegue a ser más obtenible” (p. 81). Esto se debe a que él equipara la entera santificación con la glorificación (véase la discusión relacionada con las notas 3 y 7).

13. F. F. Bruce (1 & 2 Thessalonians, en Word Biblical Commentary [Waco, Texas: Word, 1983], p. 82) afirma que la “castidad no es toda la santificación, pero es un elemento importante en ésta, y uno que tenía que recalcarse en especial en el mundo grecorromano de ese tiempo”. Y podríamos añadir, en nuestro mundo también.

14. Peterson, Possessed by God, p. 80; véase p. 82.

15. Ibid., p. 66. El dice que Pablo estaba “orando para que tal santidad fuera completa en sus vidas hasta el fin”.

16. Ibid., p. 65.

17. Ibid., p. 66.

18. Ibid., p. 67.

19. Ibid., p. 65.

20. Ibid., p. 66; cita a Gordon P. Wiles, Paul’s Intercessory Prayers: The Significance of the Intercessory Prayer Passages in the Letters of St. Paul, “New Testament Monograph Series” 24 (Cambridge University Press, 1974), p. 66.

21. Peterson, Possessed by God, p. 66.

22. De la preposición griega en, que tiene una amplia gama de posibles significados. La NVI la parafrasea las dos veces que aparece en 3:13. Una tra­ducción bastante literal de este versículo diría: “Para fortalecer su corazón en [en] santidad ante nuestro Dios y Padre con [en] la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos”.

23. Peterson correctamente nota que la oración de Pablo en 1 Tesa­lonicenses 5:23-24, “como la de 3:11-13, está orientada en última instancia hacia el regreso de Cristo y tiene como objeto el estado de los creyentes en ese momento decisivo” (p. 65). Sin embargo, esto no debe implicar, como él supone, que la santificación sólo es completa en la segunda venida. Esta suposición surge de un cambio sutil en los términos de la discusión debido a sus citas de Wiles, quien sostiene que “en ambas oraciones el apóstol desea para los tesalonicenses una perfección de santidad que va mucho más allá y más profundo que las normas éticas externas y la conducta, e imagina que todo su ser es preparado para estar en la presencia de Dios y Cristo” (Wiles también interpreta erróneamente 1 Tesalonicenses 3:8: “Ellos son fortalecidos internamente en amor ahora, de manera que sean irreprochables en santidad en la parousía”) (Wiles, Paul’s Intercessory Prayers, p. 62). Peterson aparente­mente ha olvidado su interpretación de 1 Tesalonicenses 5:23 al “añadir” 4:1—5:22. Por lo tanto, ¿cómo puede ir “más allá y más profundo” que los asuntos que están en juego en esta sección ¿Se justifica que cambie de una discusión acerca de la entera santificación a una sobre la “perfección de santidad” ¿Y cuándo es “preparado todo ser” del creyente “para estar en la presencia de Dios y Cristo” si no es en esta vida Y si es en esta vida, ¿cuándo Peterson también dice correctamente que el contexto de 5:23 muestra con claridad que “‘la entera santificación’ en este contexto no se refiere sólo al desarrollo espiritual de un individuo”. Esto es cierto. Sin embargo, sólo porque tenga una “dimensión corporativa”, colectiva, no excluye la dimensión individual.

24. Peterson, Possessed by God, p.38

Capítulo 3

1. David L. Thompson, “God Hill Clear His Name”, Illustrated Bible Life 16, Nº 2 (diciembre-febrero 1992-1993), p. 59.

2. Otto Kaiser, Isaiah 13—39: A Commentary, The Old Testament Library (Londres: SCM Press, 1974), p. 8.

3. Ibíd., p. 9.

4. Melissa Morgan “Getting What You Don’t Deserve” (Sección de enseñanza), Adult Teacher 16, Nº 2 (diciembre-febrero 1992-1993), p. 103.

5. A Collection Hymns for the Use of the People Called Methodist, red. Juan Wesley, con un nuevo suplemento (Londres: Wesleyan Methodist Book Room, 1989), p. 201 [Nota del redactor. Puesto que no encontramos una traducción impresa de este himno, se hizo una traducción libre]

Capítulo 4

1. Roland De Voux (“Rites of Purification and Deconsecration”, en Religious Institutions, vol. 2 de Ancient Israel, trad. del original en francés [Nueva York: McGraw-Hill, 1965], p. 460) comenta: “Una madre tenía que purificarse después del parto, porque éste la hacía impura, y un sacerdote tenía que cambiarse de vestiduras después de ofrecer un sacrificio, porque éste lo hacía una persona consagrada. Sin embargo, esa impureza no debe entenderse como contaminación física o moral, y esa clase de santidad no debe entenderse como virtud moral: más bien son ´estados´ o ´condiciones´ de los cuales las personas deben salir para reingresar ala vida normal.

2. D. Elton Trueblood, The Incendiary Fellowship (Nueva York: Harper and Row, 1967), pp. 31-32.

3. Véase una encuesta en William C. Spohn, What Are They Saying About Scripture and Ethics (Nueva York: Paulist Press, 1984).

4. Juan 17:17-23 presenta la carga de la oración sumo sacerdotal de Jesús:

Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío al mundo. Por ellos yo me santifico mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. Pero no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me envias­te, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.

5. Al hacer esto, Jesús no sólo estaba yendo contra las tradiciones lega­listas de esos tiempos. Algunas leyes del Antiguo Testamento advertían sobre el peligro del contacto indiscriminado con lo impuro (véase Levítico 13; 15; 22:4b-9; Números 5:2; 9:6-8; 16:26; 19; Deuteronomio 23). Acercarse a los leprosos era exponerse al contagio. Ser tocado por alguien que sufría de flujo significaba que uno quedaba impuro. Tocar un cadáver era contaminarse. Asociarse con los que no eran judíos era poner en peligro la santidad propia.

6. Ernst Käsemann, Commentary on Romans, trad. y red. Geoffrey W. Bromiley (Grand Rapids: Eerdmans, 1980), p. 327.

7. Ibid., pp. 327-329.

8. “List of Poetical Works published by the Rev. Messrs. John and Charles Wesley with the Prefaces Connected with Them”, en Wesley, Works, 14:321.

Capítulo 5

1. Hans Dieter Betz, Galatians: A Commentary, Hermenia (Filadelfia: Fortress Press, 1979), p. 292.

2. Ibid.,p.293.

3. La Nueva Versión Internacional traduce la palabra griega sarx como “naturaleza pecaminosa”, en vez del significado literal “carne”. En la NVI, la misma palabra griega se traduce en forma inconsistente. Sarx se puede utili­zar en un sentido completamente neutral, aun positivo. Pero también puede usarse en sentido negativo, para referirse a la existencia humana que se ha alejado de Dios y está obsesionada consigo misma, hasta esclavizada por ella misma.

4. Betz, Galatians, p. 295.

5. Pablo le pregunta a los corintios: “Porque ¿quién te hace superior ¿Y qué tienes que no hayas recibido Y si lo recibiste, ¿por qué te glorias como si no lo hubieras recibido” (1 Corintios 4:7).

6. La nota de Juan Wesley sobre Gálatas 5:25 advierte: “No deseen la vanagloria —de la alabanza o estima de los hombres. Aquellos que no siguen al Espíritu de cerca y con atención, fácilmente pueden caer en esto; sus efec­tos naturales son: provoca la envidia de los que son inferiores a nosotros y hace que envidiemos a los que son superiores a nosotros”. Explanatory Notes upon the New Testament (Peabody, Massachusetts: Hendrickson, 1986, reim­presión).

7. Esto explica la advertencia de Pablo en Gálatas 5:15: “Pero si os mor­déis y os coméis unos a otros, mirad que también no os destruyáis unos a otros”.

8. Walter Bauer, A Greek-English Lexicon of the New Testament and Other Early Christian Literature, traducido y adaptado por William F. Arndt, F. Wilbur Gingrich y Frederick W. Danker (Chicago: University of Chicago Press, 1979), s.v. prolambano.

9. Franz Delling, “lambano, ktl.”, en Theological Dictionary of the New Testament (TDNT), red. Gerhard Kittel, trad. y red. Geoffrey W. Bromiley (Grand Rapids: Wm. B. Eerdmans Publishing, 1967), 4:14.

10. Betz, Galatians, p. 296.

11. Ibid., p. 298.

12. Ibid., p. 299 y n. 61.

13. Esta frase frecuentemente repetida se atribuye a D. L. Moody.

14. Adaptado de dos versiones de “Sermon Illustration” en la colección digital preparada por Duane Maxey que se encuentra en . Una versión se acredita a Paxton Hood.

15. Betz, Galatians, p. 301.

16. Ibid., p. 304.

17. Las calificaciones del Examen Compuesto de Aptitud Escolástica bajaron de un promedio de 937 en 1972, a 902 en 1992. En 1972 sólo 28.4 por ciento de los estudiantes que pensaban ingresar a la universidad y se pre­sentaron a ese examen, tenían un promedio de A o B; en 1992 esta cifra subió a 83 por ciento (estadísticas provistas por el Educational Testing Service [Princeton. N.J.].) Una encuesta Gallup reportó en “Hey, I’m Terrific!”, en Newsweek (febrero, 17, 1992), 50, que sólo 7 por ciento de las personas de 18-29 años de edad dicen que tienen baja autoestima.

18. Estadísticas reportadas en Martin Bolt y David G. Myers, The Human Connection: How People Change People (Downers Grove, Illinois: Intervarsity, 1984), p. 26.

19. Betz, Galatians, p. 301.

20. Ibíd., p. 303.

21. Ibíd.

Capítulo 6

1. Diccionario de la Lengua Española, tomo I, 21ª ed. (Madrid: Editorial Espasa Calpe, S.A., 1992), “discriminar”, p. 760.

2. Randy Maddox, “Holiness of Heart and Life: Lessons from North American Methodism” en Asbury Theological Journal 50, No. 2 (otoño 1995) y 51, No. 1 (primavera 1996), p. 151.

3. Ibid., cita “Letter to the Rev. Mr. Baily, of Cork”, Wesley, Works, 9:85.

4. Maddox, “Holiness of Heart and Life”, p. 151.

5. Wesley, Explanatory Notes upon the New Testament.

6. Bauer, Greek-English Lexicon, s.v. diafero 2b.

7. Gerald E. Hawthorne, Philippians, en Word Biblical Commentary (Waco, Texas: Word Books, 1983), 43:187.

8. Ibid., p. 29. Cita Proverbios 11:30; Amós 6:12; Santiago 3:12.

Capítulo 7

1. Maddox, “Holiness of Heart and Life”, p. 151. Cita la carta de Wesley a Robert Carr Brackenbury (septiembre 15, 1790), The Letters of the Rev. John Wesley, A.M., red. John Telford (Londres: Epworth Press, 1931), 8:238.

2. Manual, Iglesia del Nazareno, 1997 (Kansas City: Casa Nazarena de Publicaciones, 1997), p. 26.

3. Maddox, “Holiness of Heart and Life”, p. 151.

4. Los siguientes párrafos son prestados o adaptados de mi artículo “Modeling the Holiness Ethos: A Study Based on First Thessalonians”, Wesleyan Theological Journal 30, No. 1 (1995), p. 187.

5. Karl Paul Donfried, “The Theology of 1 Thessalonians”, en The Theology of the Shorter Pauline Letters, en New Testament Theology, red. James D. G. Dunn (Cambridge: Cambridge University Press, 1993), p. 76.

6. Maddox, “Holiness of Heart and Life”, p. 153.

7. Las expresiones citadas provienen de Maddox, “Holiness of Heart and Life”, p. 153. El autor es responsable por las explicaciones.

8. Maddox, “Holiness of Heart and Life”, p. 154.

9. Ibíd., p. 155.



Bibliografía

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The Wesley Center Online: Santidad en la Vida Diaria, Jorge Lyons

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