lunes, 15 de agosto de 2011

historia de la liturgia tomo I

Historia de la Liturgia.

Tomo I

Por Mario Righetti.

Para usos internos y didácticos solamente

(Corrección y adaptación por Carlos Etchevarne)

Contenido:

1. Del Culto en General.

2. Nocion de la Liturgia.

Definición de la Liturgia. Actos Litúrgicos y Paralitúrgicos. Notas de la Liturgia. Rito, Ceremonia, Rúbrica.

2. Liturgia y Dogma.

La Liturgia, Expresión de la Fe. La Liturgia, Prueba del Dogma. "Lex Orandi, Lex Credendi." La Liturgia y la Enseñanza del Dogma.

3. El derecho litúrgico en su desenvolvimiento histórico.

La Obra de Jesucristo. La Obra de los Apóstoles. La Obra de los Obispos y de los Concilios. La Obra de los Papas. Las Costumbres.

4. La Ciencia Litúrgica. El Simbolismo.

Fines, Métodos, Criterios. Los Alegoristas Medievales. El Simbolismo Sacramental. Los Principales Símbolos Litúrgicos. Del uso del Simbolismo Místico.

5. La Literatura Litúrgica.

El Período Patrístico.

Parte II.

Las Grandes Familias Litúrgicas.

1. La Formación de los Tipos Litúrgicos.

La Unidad Litúrgica Primitiva. La Ruptura de la Unidad Litúrgica. La Circunscripción Eclesiástica. Los Tipos Litúrgicos.

2. Las Liturgias Orientales.

El Tipo Siríaco. 1. El Rito Antioqueno-Jerosolimitano. La Misa Siro-Antioqueña de las "Constituciones Apostólicas." El Rito Siro-Caldeo o Persa. El Rito Bizantino. La Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo. El Rito Armeno. El tipo alejandrino. El Tipo Copto-Egipcio y Etíope.

3. Las Liturgias Occidentales.

El Tipo Galicano. Los Orígenes. El Rito Galicano. La Misa Galicana del Siglo VI. El Rito Celta. El tipo romano. El Rito Ambrosiano. El Rito Romano.

Parte III.

La Liturgia Romana.

1. Las Fórmulas Litúrgicas.

La Lengua Litúrgica. El Texto Litúrgico. Los monumentos de la tradición eclesiástica. La Oración Dominical. La Salutación Angélica. Los Simbolos de la Fe. Las Doxologías. Las Fórmulas de la Plegaria.

2. Los Antiguos Libros Litúrgicos Latinos.

La Génesis de los Libros Litúrgicos. Los Libros de Lectura. Los Libros del Oficio Divino. Los Calendarios y Martirologios. Los Libros de Canto.

4. Los Gestos Litúrgicos.

Preliminares. Los Gestos Sacramentales. Los Gestos de la Plegaria. El Gesto de la Ofrenda: La Elevación. Los Gestos de la Penitencia. El Gesto del Saludo y de la Fraternidad: El Beso Litúrgico. Los Gestos de Reverencia. Los Gestos de Conveniencia. Las Procesiones.

5. Los edificios del culto y sus accesorios.

Las "Domus Ecclesiae" Primitivas. La Basílica Latina. Los Orígenes de la Basílica Latina. Las Iglesias Bizantinas. Las Iglesias Románicas. Los Oratorios. El Equipo Litúrgico de la Iglesia. Campanas y Campanario.

6. El Altar Cristiano.

El Altar Primitivo. El Altar Fijo, de Piedra, Asociado a las Reliquias de los Mártires. El Altar Portátil. La Decoración del Altar. Los Accesorios del Altar. El Tabernáculo o Sagrario.

7. Los Vasos Sagrados.

El Cáliz. La Patena. Los Relicarios.

8. Las Vestiduras Litúrgicas.

Origen y Desarrollo del Traje Litúrgico. Las Antiguas Vestiduras Romanas. Las Vestiduras Litúrgicas Interiores. Las Vestiduras Litúrgicas Exteriores. Los Colores Litúrgicos.

9. Las Insignias Litúrgicas.

Las Insignias Pontificales Menores.

10. El Canto Litúrgico.

Canto y Música en la Liturgia. Los Orígenes del Canto Litúrgico. Las Formas Originales del Canto Litúrgico.

El Año Litúrgico.

1. Preliminares.

El Ciclo del Tiempo y el Ciclo de los Santos. El año litúrgico en la Iglesia Oriental. Finalidad Sobrenatural del Año Litúrgico. La escatología litúrgica.

2. El Ciclo Semanal.

El Domingo. Los dos Días Estacionales, Miércoles y Viernes. El Sábado.

3. El Ciclo Litúrgico de Navidad.

Origen y Desarrollo del Adviento. La Liturgia del Adviento. Los Orígenes de la Fiesta de Navidad. La Circuncisión y el Año Nuevo. La Epifanía. La Presentación de Jesús y la Purificación de María.

4. La Cuaresma.

Las Tres Semanas Precuaresmales. La Despedida del "Aleluya." Origen y Desenvolvimiento de la Cuaresma. Las Vicisitudes del Ayuno Cuaresmal. La Semana Mediana. La Semana de Pasión.

5. La Semana Santa.

Los Preliminares. El Domingo de Ramos. Jueves Santo. Viernes Santo. Sábado Santo. La misa de Pascua.

6. El Tiempo Pascual.

La Fecha de la Fiesta de Pascua. El Día de Pascua. La Semana de Pascua. El tiempo Pascual. Las Rogativas. La Ascensión. La Fiesta de Pentecostés. Los Domingos Después de Pentecostes.

7. Las Fiestas del Tiempo Después de Pentecostes.

Las Fiestas en Honor de la Santa Cruz.

8. Las Fiestas de María Santísima.

La Devoción de María en la Iglesia Antigua. Los Comienzos del Culto Litúrgico. La Asunción. La Natividad. La Anunciación.

9. Las Fiestas de los Santos.

El Culto de los Mártires. El Culto de los Santos. El Culto de las Reliquias. El Culto de las Imágenes. El Culto de los Ángeles: San Miguel. San Juan Bautista. San José. La Fiesta de Todos los Santos.

Excurso II. El Año Litúrgico Ambrosiano.

Las Fuentes.

El Breviario.

Parte 1. La Historia.

1. Preliminares.

La Oración Pública en los Tres Primeros Siglos. Las Vigilias. Las Oraciones "Legítimas" y "Apostólicas."

2. Génesis de las Horas Canónicas.

Las Primeras Delineaciones del Oficio. Ascetas y Vírgenes. El Oficio Divino en Jerusalen (A.385-390). El Canto Antifónico.

Los "Cursus Officii" Monásticos

y Seculares de los Siglos V y VI.

La Oración Pública en los Monasterios. Los "Cursus" Monásticos Orientales. Oficio Nocturno Ferial. Oficio Nocturno Dominical y Festivo.

Parte II.

Los Elementos Constitutivos del Oficio.

1. Salmos y Salmodia.

El Salterio y Su Uso Litúrgico. El Texto Litúrgico del Salterio. Los Varios Géneros de Salmodia. Las Antífonas.

2. Los Himnos.

Los Precursores de la Himnodia Cristiana. La Nueva Métrica Cristiana. La Himnodia Siríaca y Griega.

3. Las Lecturas y los Responsorios.

Las Lecturas Escr1turísticas. Las Lecturas Hagiográficas.

4. Las Oraciones.

Las Oraciones Iniciales. Las Oraciones Conclusivas de los Nocturnos. Las Oraciones Conclusivas del Oficio.

Parte III.

Cada Una de las Horas del Oficio.

1. Los Nocturnos.

2. Las Laudes.

Índole y Esquema de las Laudes.

4. El Oficio Vespertino.

El Lucernario. Las Vísperas. La Organización Salmódica.

1. Del Culto en General.

De la total y absoluta dependencia en que se encuentra el ser humano respecto de Dios, su supremo principio y último fin, nace un complejo de deberes que le unen estrechamente a El y constituyen el objeto material de la virtud de la religión.

La persona, en efecto, criatura de Dios y elevado al estado sobrenatural, debe al Creador el homenaje de la adoración, es decir, el reconocimiento humilde y sincero de la propia dependencia de él; enriquecido gratuitamente con dones maravillosos, le debe el tributo del reconocimiento; pecador por la fragilidad de su naturaleza y malicia de la voluntad, tiene la obligación de satisfacer a la Majestad divina ultrajada; débil e impotente, debe implorar con súplicas los auxilios naturales y sobrenaturales que le son indispensables para conseguir el propio fin. Los actos con que el ser humano cumple este cuádruplo deber de adoración-agradecimiento-satisfacción-petición, constituyen el culto religioso privado. El cual, uno en sí mismo, puede considerarse bajo un doble aspecto: interior, que dimana radicalmente de las facultades espirituales características del ser humano, la inteligencia y la voluntad; exterior, cuando los sentimientos internos del alma se manifiestan visiblemente mediante los actos materiales del cuerpo.

No es nuestro propósito demostrar la necesidad y la conveniencia del culto externo. El ser humano es una naturaleza mixta, porque al alma espiritual va unido un cuerpo, creado por Dios, que participa de los beneficios divinos y que, por desgracia, se pone frecuentemente al servicio de la voluntad para cometer el pecado. Todo esto lleva consigo, también para el cuerpo, el deber de asociarse al alma en los actos de la religión, no olvidando que si por ley natural todo movimiento del alma repercute en el cuerpo, el sentimiento religioso, que es ciertamente de los más fuertes y profundos, tiene necesidad de manifestarse al exterior. La historia religiosa de todos los pueblos nos ofrece una demostración ineludible.

Pero la persona no fue hecha para vivir solo. Dios lo ha creado para vivir en sociedad; es un ser social. Por consiguiente, la sociedad humana, por las mismas razones (data proporcione) que valen para el individuo, tiene a su vez la obligación de dar a Dios, su autor, un culto público y social.

Este culto, cuya organización Dios podía dejar a la libre voluntad de los jefes de la sociedad, quiso organizarlo El mismo en el mundo por divina revelación: primero, mediante el culto mosaico, y más tarde, mediante el culto cristiano, que, establecido por Cristo y sus apóstoles en líneas esenciales, se desarrolló admirablemente a través de los siglos por la obra asidua y clara de la Iglesia católica.

El término culto, por lo tanto, que en sentido genérico significa toda expresión de sentimiento religioso, designa, en sentido objetivo, aquel conjunto fijo y ordenado de normas por el cual se halla organizada la religión exterior correspondiente a una determinada sociedad. Tendremos así un culto pagano, un culto hebreo, un culto cristiano. En éste segundo caso, culto viene a ser, como veremos, sinónimo de liturgia, y a este término nos atendremos preferentemente según el uso más común de los escritores modernos.

Muy agudamente observa San Agustín: Orantes de membris sui corporis faciunt quod supplicantibus congruit, cum genua figunt, cum extendunt manus, vel etiam prosternuntur solo, et si quid aliud visioiiiter faciunt, quamvis eorum invisibilis voluntas et cordis intentio Deo nota sit, nec Ule indigeat his indiciis, ut humanus ei pandatur animus; sed hiñe magis seipsum excitat homo ad orandum gemendumque humilius ac ferventius. Et nescio quomodo, cum hi motus corporis fien nisi motu animi praecednte non possint, eisdem rursus exterius visibviter foctis Ule interior invisibilis, qui eos fecit, augetur; ac per hoc cordis affectus, qui ut fierent ista praecessit, quia facta sunt crescit (De cura gerenda pro mortuis: PL 40,597).

2. Nocion de la Liturgia.

Liturgia, según el sentido etimológico ληιτον έργον (publicum opus, munus, ministerium), en el uso corriente de los clásicos griegos entraña el concepto de una obra pública llevada a cabo en bien del interés de todos los ciudadanos.

En las ciudades griegas, y especialmente en Atenas, los que poseían un censo superior a tres talentos estaban encargados por turno, lo mismo en la paz que en la guerra, de un conjunto de diversas prestaciones (λειτουργίαι), los cuales, mientras se hallaban investidos de honores y de cargas, redundaban en beneficio de todos los ciudadanos. Así eran, por ejemplo, la organización de una fiesta pública (χορηγία), la representaciσn oficial de la ciudad en los grandes juegos nacionales (γυμνασιαρχία), las consultas oficiales en el orαculo· de Belfos, etc.

En seguida, el término λειτουργία, del concepto de un servicio llevado a cabo para la colectividad y en favor de ella, pasó a designar el conjunto de servicios que constituían el culto de los dioses. Pero en esta última significación la obra del interés común no queda a cargo del individuo privado, sino de todos los ciudadanos. Aristóteles escribía a este respecto: "Los gastos destinados al culto de los dioses son comunes a todas las ciudades. Es necesario, pues, que una parte de los fondos públicos sirva para pagar los gastos del culto de los dioses" (εις τας προς τους θεούς λειτουργίας).

En este sentido esencialmente religioso introdujeron los LXX en la versión de la Biblia los términos λειτουργείν y λειτουργία, para indicar el ministerio sagrado que los sacerdotes y los levitas debían desempeñar en el tabernáculo en nombre y en favor del pueblo: Et ipsi ministrabunt (λειτουργέαουαιν) ίη eo. En el Nuevo Testamento, el término λειτουργία no sσlo se sigue usando para indicar el servicio de los sacerdotes en el templo, sino que designa también los actos del eterno sacerdocio de Cristo, mucho más excelente que el sacerdocio levítico, así como el servicio eucarístico de la Nueva Ley. Los Hechos de los Apóstoles, acudiendo indudablemente al sacrificio de la misa que ofrecían los apóstoles, dice: Minístrantibus (λειτουργούντων) autem ifcsis Domino. Expresiones análogas se encuentran en la Didaché y en San Clemente. El término liturgia viene a ser así sinónimo de sacrificio, la acción sagrada por excelencia del culto cristiano. En el siglo IV, los concilios de Ancira (314, c. 2), de Antioquía (341, c. 4), de Laodicea (c. 475), los Padres griegos y las Constituciones Apostólicas la emplean corrientemente con este significado. Por lo demás, la misa en la Iglesia antigua no era solamente la principal de las acciones sagradas, sino el centro en el que convergían todas ellas y con las cuales iban más o menos unidas.

En Occidente, al cesar la lengua griega, también el término liturgia decayó del uso común. San Agustín apenas lo recordó en su significado sagrado. Hablando del ministerium en el servitium religionis, añade: Quod graece liturgia oel latría dicitur. Los escritores eclesiásticos medievales decían en su lugar ojficia divina, mínisteríum divinum o ecclesiasticum. Fueron los humanistas primero, y después los eruditos del 600, los que sacaron a la luz el antiguo vocablo para designar el conjunto de las formas históricas de un determinado rito.

Esto supuesto, es necesario precisar la noción de liturgia y definirla exactamente. A este respecto, hasta hace poco tiempo no existía entre los escritores toda la uniformidad apetecida.

Alguno ha llamado liturgia al elemento exterior sensible del culto, es decir, el conjunto de los ritos y de las prescripciones que forman el ceremonial del culto cristiano. Es ésta una noción unilateral incompleta de la liturgia, que desconoce el elemento íntimo y vital de la misma. Ya que los ritos y las formalidades litúrgicas no son más que un brillante vestido bajo el cual se esconde la fuerza y la vida misma de la Iglesia, comunicada a ella por Cristo como fruto y continuación a la vez de su virtud redentora y sacerdotal. "Tomar los ritos sin la fuerza, sin la vida que entrañan, es tomar un cuerpo sin alma; como querer hacer aquella fuerza y aquella vida sin los ritos exteriores es querer tomar un alma fuera del cuerpo que anima, por medio del cual obra y a través del cual ejercita su virtud. En abstracto se podrá distinguir un elemento del otro; pero en la realidad no se puede separar sin desnaturalizar y destruir la liturgia. Ni cuerpo sin alma ni alma sin cuerpo."

Esta concepción de la liturgia, que no ve sino la estructura exterior, llega a degenerar en un ritualismo vacío, fin en sí mismo que evoca y se asemeja al formulismo mágico de las religiones paganas.

La religión romana, en efecto, se identificaba con el rito. Esta coincidencia había transformado el rito de medio en fin, vaciándolo de su contenido expresivo o simbólico, y lo había reducido a una mera acción externa, a magia y superstición. El rito, por tanto, lo era todo. A los romanos importaba esencialmente esto solo, que la ceremonia fuese realizada rite, según las normas de rigor: bastaba que el músico interrumpiese el canto por un solo momento para que todo el sacrificio fuese nulo; un brevísimo error en la recitación en las fórmulas sagradas invalidaba la ceremonia entera. En esta esencia ritualística se apoya la reforma religiosa de Augusto, la cual pone en vigor todo el conjunto de los ritos antiguos que habían caído en completo desuso. Él renovó la religión romana simplemente poniendo en vigor la liturgia; En la base de su reforma no fue necesario ningún cambio dogmático, teológico o moral, sino únicamente un conjunto de ritos.

Después de esto es fácil comprender la enorme diferencia existente entre la religión cristiana y la pagana, aun por el solo punto de vista litúrgico. La Iglesia, en el Decretum de observandis et evitandis in celebratione missarum, que encabeza el misal, quiere que todo el cuidado del sacerdote sea puesto en que la misa sea dicha con la máxima posible coráis munditia et puritate atque extenoris devotionis ac pietatis specie. He aquí lo esencial. Al romano bastaba, con perfecta lógica, la externa deootio, es decir, la precisión del rito. Porqué mientras la liturgia cristiana conserve el propio significado y el propio carácter, debe estar separada del ritualismo, que es su peor enemigo.

Otros liturgistas, con el fin de hacer exaltar con más precisión lo constitutivo de la liturgia como ciencia en sí, la han definido coordenación eclesiástica del culto público: o como el culto público en cuanto está regulada por la autoridad de la Iglesia, o también la organización de las relaciones oficiales entre Dios y el hombre.

Esta noción de la liturgia, dicen sus autores, se hace necesaria por el hecho de que si se incluyen también en ella los elementos divinos del culto, como, por ejemplo, la misa y los sacramentos, la ciencia litúrgica vendría a tener un ámbito tan amplio que se puede decir que comprendería todo lo scibile theologicum; esto es imposible.

Pero este otro inconveniente no existe. La liturgia comprende, sin duda, también los elementos divinos del culto; por tanto, también la misa y los sacramentos; pero los estudia solamente en función de su propia competencia, esto es, bajo el aspecto del culto, en cuanto son medios para procurar a Dios el honor a El debido. Y después, querer distinguir en el culto las instituciones de derecho envino de aquellas que son de derecho eclesiástico, es, históricamente hablando, muy difícil. Si quitamos la substantia sacramentorum, que, como definió el Tridentino, es de divina institución, ¿Qué no ha hecho la Iglesia en el campo sacramental?

Definición de la Liturgia.

La definición que, según nuestro parecer, es la más exacta. Con la encarnación, Cristo ha inaugurado en el mundo, por medio de su sacerdocio, el culto perfecto al Padre, culminado en el sacrificio del Calvario. Cristo ha dispuesto que su vida sacerdotal fuese continuada a través de los siglos en su Cuerpo místico, la Iglesia, la cual, en efecto, la ejercita ininterrumpidamente mediante la liturgia.

Se sigue de aquí que la definición exacta de la liturgia no puede, en su esencia, ser otra que ésta: el ejercicio del sacerdocio de Cristo por medio de la Iglesia; o bien, en términos distintos, pero equivalentes, el culto integral del Cuerpo místico de Jesucristo, Cabeza y miembros, a Dios.

En esta definición debemos distinguir tres elementos:

1. ° Un elemento invisible, espiritual, que constituye como el alma de ella, fijado por el mismo Jesucristo, primero y verdadero autor de la liturgia. Este elemento es la gracia, es decir, la misma vida divina, merecida y comunicada a los seres humanos a través de su sacrificio. Así, pues, se puede decir que la liturgia actualiza en todo instante y en todo punto del globo el sacrificio, porque su centro es la misa, acto misterioso que, por encima del tiempo y del espacio, renueva para nosotros la ofrenda suprema hecha por El en el Calvario. Y de la misa, como por una mística irradiación, reciben los sacramentos su virtud propia, conductora de la gracia a los corazones de los fieles. He aquí por qué los sacramentos, especialmente en la antiguedad, se presentaban estrechamente unidos a la misa. El bautismo, el sacramento del orden, la comunión, la bendición nupcial, manifiestan esta última relación con la liturgia.

2. ° Un elemento integrante o accesorio, material, sensible, sea unido a los otros del culto, de institución divina, sea fuera de los mismos, pero determinado por la Iglesia, a cuya autoridad solamente pertenece regularlo, fijarlo, cuidar de su desarrollo. Tal elemento se halla constituido esencialmente por el conjunto de los objetos, ceremonias, fórmulas, gestos, etc., que sirven para formar los varios ritos litúrgicos.

De manera que la liturgia de la Iglesia no es otra cosa que el conjunto de la misa, de los sacramentos, de la plegaria pública canónica, de los sacramentales y de todos aquellos otros actos del culto que se refieren a estos principales o dependen de ellos: bendiciones, exorcismos, consagraciones, prácticas y ritos varios, con los cuales la Iglesia no sólo celebra los misterios de Cristo y solemniza sus fiestas, sino que aplica y extiende su virtud santificante, de la que es depositaría y dispensadora, en nombre de Cristo, a las personas, tiempos, lugares, objetos, elementos; a todo aquello, en suma, que pertenece a la vida humana, santificándola en todo, consagrándola y elevándola hacia el cielo. Pero estos actos, desde el más pequeño hasta el mayor, no son simples formalidades o ceremonias exteriores. Poseen un sentido y un valor, encierran un alma y una fuerza. Son cosas vivas, y en la liturgia están con toda su realidad de fuerza y de vida interna, unida u oculta dentro del envoltorio de los elementos externos: oraciones, fórmulas, lecturas cantos, ceremonias, con que la Iglesia los realiza.

Ninguno de estos dos elementos debe ser rescindido o separado. No sólo porque de hecho existan y se encuentren unidos en el ejercicio actual de la Iglesia, sino porque cada uno tiene su valor, su fin, su función en orden al efecto supremo del culto, que es honrar a Dios y santificar las almas, y esta función no puede realizarse debidamente ni puede conseguirse el fin plenamente sino en unión íntima y acción recíproca.

3. ° El término último del culto, que es Dios en las tres divinas personas. Como el misterio de la Santísima Trinidad es el dogma fundamental de la ley nueva, por eso constituye él el fundamento del culto litúrgico.

Puede observarse a este propósito cómo la Iglesia en sus formas litúrgicas:

1) Profesa la unidad de la naturaleza divina, porque dirige globalmente sus adoraciones al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Los salmos, himnos, bendiciones, colectas, las señales de la cruz, toda clase de plegarias, van constantemente encauzados a la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La doxología trinitaria es la primera y la última palabra de todo acto litúrgico. Según este esquema trinitario están compuestas las grandes fórmulas eucarísticas, los himnos antiguos, las profesiones de fe conciliares, el Te Deum, el Gloria, el Credo, los prefacios, las fórmulas sacramentales, etc., y en él se inspira la repetición del Kyrie, Sanctus y A gnus Dei.

2) No confunde las personas cuando se dirige a la Santísima Trinidad. La Iglesia en sus fórmulas sacerdotales, como regla general, se limita a nombrar al Padre, porque Cristo en la liturgia, como diremos pronto, es, ante todo, liturgo. Es su oficio humano de mediador el que se quiere poner de relieve. Por otra parte, como Dios, El es también el término del culto, junto con el Padre y con el Espíritu Santo. Por lo tanto, si en una misma fórmula litúrgica se indicase a Cristo no sólo como sujeto, sino también como objeto de culto, habría peligro (el de la época de la herejía nestoriana) de considerar dos personas en Cristo, Y por eso la Iglesia, mientras se dirige en su culto a las tres personas, se limita a nombrar al Padre. Por otra parte, lo que justifica los homenajes a esta o aquella persona divina, los títulos que establece el culto, se refieren siempre a la naturaleza divina. Por este motivo, a pesar de la distinción real de las tres personas divinas, la misma y única oración que se dirige a una de ellas, al Padre por ejemplo, se refiere también a las otras dos, porque es idéntico el título, la unidad de la naturaleza divina: tribus honor unus.

La Iglesia romana no quiere jamás establecer una fiesta separada en honor de una persona divina. Si se celebran con particular solemnidad las del Hijo y del Espíritu Santo, esto se hace en consideración a su misión exterior.

Se celebra el misterio de la encarnación del Verbo, pero no existe una solemnidad únicamente en honor de la naturaleza divina del Verbo, y las fiestas de Pentecostés fueron instituidas, desde su origen, no para honrar exclusivamente al Espíritu Santo en sí mismo, sino para recordar su venida, es decir, su misión externa.

Por último, también la Santísima Virgen, los ángeles y los santos son término próximo del culto; pero la liturgia, celebrándolos e invocándolos, encauza constantemente todas las alabanzas y toda la virtud a la gloria suprema de la Santísima Trinidad. Nulli martyrum constituimus altaría, y quod offertur, Deo offertur qui martyres coronavit. Este converger del culto de los santos al supremo culto de Dios encuentra una magnífica expresión en la visión del Apocalipsis, cuando San Juan ve a los ángeles y a los santos postrados delante del trono de Dios y alrededor del altar del Cordero, cantando incesantemente: Santo,.Santo, Santo...

Actos Litúrgicos y Paralitúrgicos.

De todo cuanto se ha dicho se sigue que no todos los actos del culto pueden llamarse litúrgicos en el sentido propio de la palabra, sino solamente aquellos que se realizan por la Iglesia en nombre de Cristo, como la misa, los sacramentos, el oficio, etc.; todos aquellos actos, en suma, que la Iglesia ha hecho propios, porque constituyen su piedad, su culto. La Iglesia ha impreso a estos actos su carácter oficial, y como tales los ha insertado en sus libros litúrgicos: pontifical, misal, breviario, ritual, etc. Esta distinción es de máxima importancia, porque nos da el criterio con el cual va exactamente limitado el campo de la liturgia católica propiamente dicha.

Quedan, por lo tanto, excluidas todas las devociones privadas, que la religiosidad de los fieles se ha creado en todo tiempo para alimento espiritual de sus almas a tono con las mudables condiciones históricas, nacionales, sociales del ambiente. Es conocido, en efecto, cómo, por lo menos desde el siglo IV, han sido introducidas aquí y allá un número de diversas prácticas de piedad a título de culto, sea hacia Dios o hacia la Santísima Virgen y los santos. La vida religiosa anacorética y cenobítica de las comunidades, tanto orientales como occidentales, fue especialmente fecunda, secundada en esto por la índole particular de los diversos pueblos, más o menos inclinados al brillo de la religión exterior. La Iglesia jamás ha reprobado en principio la variedad de las prácticas religiosas individuales. En el campo de la piedad, el espíritu y el corazón tienen exigencias que no se pueden ahogar, y el hombre, por pertenecer a la sociedad cristiana, no deja de tener una naturaleza individual que debe ser respetada. Nada habría más equivocado que querer suprimir, a título de uniformidad litúrgica, formas de vida religiosa popular, sanas y preciosas. Pero tales formas, muchas de las cuales están todavía en uso y gozan merecidamente de una aprobación de la Iglesia (por ejemplo, el rosario, el vía crucis, el escapulario, etc.), no revisten un carácter oficial, y por esto no pueden llamarse litúrgicas. Ellas, aunque son útiles y buenas, en comparación de los actos del verdadero culto litúrgico, no pueden pretender preeminencia alguna ni mucho menos intentar sustituirlo.

Solamente a la liturgia, expresión de los sentimientos de la Esposa de Cristo, pertenece el primado de honor, de eficacia y de universalidad en la vida religiosa de la Iglesia.

Con todo esto, la superioridad de los actos litúrgicos propiamente dichos no significa contraste u oposición con las prácticas no oficiales de la ascética cristiana; aquellas, sobre todo, que son expresión inmediata de las características especiales de una comunidad y las totalmente privadas, que pueden crearse los particulares para sus necesidades personales.

Ellas estimulan las energías de los fieles y les disponen a participar con mejores disposiciones en el augusto sacrificio del altar; a recibir los sacramentos con mayor fruto y a celebrar los sagrados ritos de forma que resulten más animados y conformes a la plegaria y a la abnegación cristiana, a cooperar activamente a las inspiraciones y a las invitaciones de la gracia... Por esto, en la vida espiritual no puede existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en el alma para continuar nuestra redención, y la colaboración del ser humano, que no debe hacer vano el don de Dios; entre la eficacia del rito externo de los sacramentos, que proviene del valor intrínseco de los mismos (ex opere opéralo), y el mérito del que los administra o el que los recibe (opus operantis); entre las oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la ética y la contemplación; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de jurisdicción y el legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo ministerio sagrado.

Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros del altar y a los religiosos que, en los tiempos establecidos, atiendan a la meditación, al examen y enmienda de la conciencia y a otros ejercicios espirituales, porque están destinados de un modo particular a completar las funciones litúrgicas del sacrificio o de la alabanza divina.

Puede observarse cómo muchas prácticas, introducidas primero en la vida religiosa monástica o secular como ejercicio privado de devoción, fueron más tarde aceptadas por la generalidad de los fieles y después insertadas por la Iglesia en sus libros litúrgicos. Las diversas apologías de la misa son un ejemplo clásico. La aceptación de tales prácticas por parte de la Iglesia constituye por sí misma no sólo su aprobación oficial, sino también la alabanza de su bondad. No se puede negar que en el pasado hayan venido a formar parte del patrimonio litúrgico fórmulas y ritos de origen sospechoso o de una discutible oportunidad; pero frente a algún ejemplo raro de esta clase es preciso reconocer que los papas se mostraron, por norma general, opuestos a la novedad, rigurosos en la selección y en la corrección, severos en la conservación y en la tutela de las buenas tradiciones litúrgicas.

La plegaria litúrgica, así como no está en contra de las prácticas extralitúrgicas de la ascesis cristiana, así tampoco suprime la plegaria individual. Todo lo que aquélla dice genérica o implícitamente, puede decirse que se ha dicho en ésta de una manera explícita y más íntima para el alma. Las ondas del sentimiento pueden elevarse libremente; el dolor puede ser sentido hasta las lágrimas; el gozo, cumplido hasta la saciedad.

La liturgia es la marcha del ejército del Señor, y su canto es el himno de una inmensa fila de soldados que camina en orden perfecto, mientras la plegaria individual es un girar, o pararse, o un correr perdidamente, sin dirección, murmurando, gritando, callando, todo en plena libertad. Las resonancias interiores suscitadas por la plegaria litúrgica son la reproducción en el individuo de los sentimientos de la Iglesia y tienen una tonalidad social común a todos los fieles presentes. Las resonancias interiores de la plegaria individual son incomunicables, personales, aun cuando su nacimiento lo haya producido la industria del día.

El espíritu litúrgico se empobrece y muere si prescinde de la oración consistente en la meditación privada; sólo el encuentro con Dios en la soledad puede hacer al alma capaz de darse a la comunidad, concurriendo activamente a la glorificación de Dios en la obra, litúrgica. Esto, sin embargo, no significa que la oración individual 110 se apoye a su vez en la liturgia: muchas veces el alma encuentra el sentimiento perdido de la presencia y de la majestad de Dios precisamente en la liturgia.

En la práctica, muchas veces la plegaria individual y la litúrgica se entrelazan y completan a su vez. En ciertos momentos en que el texto no sugiere determinados pensamientos, como durante una larga comunión general, sostenida sólo durante algunos instantes por el canto de la Comunión, nada más natural sino que el que participa en la misa entable una conversación particular con Dios. En la tendencia que se manifiesta en algunos monasterios, desde el siglo V, a prolongar las pausas entre los hemistiquios del canto o en la recitación de los salmos, se ve claramente la intención de mezclar la plegaria individual con la liturgia, aun a costa de violentar ligeramente la naturaleza.

Podernos decir, concluyendo, que el desarrollo completo de la personalidad cristiana en relación con la plegaria se da de la liturgia y de la oración individual, no contraponiéndolas entre sí, sino desarrollándose cada una en su propia línea, siendo así capaz de ofrecer a Dios la más grande posibilidad de revelarse y de obrar.

Nótese finalmente cómo alguna vez una ceremonia, una fórmula, un texto, estando contenido en los libros oficiales, puede no estar conforme a aquellos principios y a aquellas reglas que la Iglesia ha consagrado en sus usos litúrgicos; en tal caso suele decirse que año es litúrgico." El examen de los oficios compuestos después del siglo XV nos brinda algunos ejemplos. La fiesta de la Dolorosa, por citar uno, tiene como antífona en el introito: Stabant iuxta crucem... etc., y por salmo: Mulier, ecce filius tuus, díxit lesus; ad discipulum autem: Ecce mater tua. Gloria Paíri... etc. Si se considera, pues, que el introito en las reglas tradicionales es el canto de un salmo durante la entrada del celebrante y que en el ejemplo adoptado el salmo es un texto del Evangelio, no se puede negar que en este caso el introito está en desacuerdo completo con las normas de la composición litúrgica. La Iglesia, siempre en libertad para introducir en este campo nuevas leyes, se ha mostrado siempre muy tenaz en sus tradiciones clásicas. La última reforma del breviario es una prueba elocuente de esto.

Notas de la Liturgia.

Si para que un acto de culto tenga derecho a llamarse litúrgico es preciso que esté realizado en nombre de la Iglesia y que ésta lo haya hecho suyo imprimiéndole el propio carácter oficial, la liturgia deberá modelarse con arreglo a la naturaleza de la Iglesia y revestir las notas distintivas fundamentales de la misma. Se pueden, por tanto, reducir a cinco las características esenciales de la liturgia.

Toda la liturgia se halla apoyada esencialmente en Cristo, el Cristo resucitado y glorioso a la diestra del Padre, Mediador nuestro ante El. Ya que, como Dios, pudiera ser el término del culto, y junto con el Padre, el objeto de nuestras adoraciones, por eso en la economía litúrgica mantiene El aquella función de sacerdote y mediador que fue el motivo y el fin de su encarnación, El, por tanto, en la liturgia católica aparece sobre todo como el liturgo por excelencia, el gran Pontífice de la nueva ley, verdadero των αγίων λειτουργός, el sanctorum Minister, que a la cabeza del pueblo, por El redimido, ofrece a Dios Padre el culto perfecto. La Iglesia adora, da gracias, suplica, alaba al Padre siempre por Cristo y en Cristo: per Ipsum, cum Ipso et in Ipso, como se expresa en el canon, conforme al consejo de San Pablo: Omne quodcumque facitis in verbo aut in opere, omnia in nomine Domini nostri, lesu Christi jadié, gratias agentes Deo et Patri per Ipsum. Esta es la razón por la que terminamos todas las plegarias con una profesión de fe en esta mediación sacerdotal de Cristo: Per Dorn. N. lesum Christum. Esta ley de la plegaria litúrgica aparece ya puesta en práctica con particular insistencia en las cartas apostólicas y los escritos apostólicos; hace mención de ella Tertuliano a modo de un axioma: Deum colimus per Christum; per eum et in eo se cognosci vult Deus et colisí y a finales del siglo IV, un concilio de Cartago (397) la sanciona solemnemente: Ut nemo in precibus vel Patrem pro Filio, vel Filium pro Patre nominet, et cum altari assistitur, semper ad Patrem dirigatur oratio."

Más tarde, en Oriente, la controversia arriana sobre la consubstancialidad del Hijo con, el Padre provocó una modificación de las antiguas fórmulas litúrgicas. La tradicional doxología: Sea gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, adulterada por los arríanos en el sentido de concebir al Hijo menor que el Padre, se sustituyó por la actual: Gloria al Padre, al Hijo (o con el Hijo) y al Espíritu Santo Esta variación litúrgica y otras semejantes tuvieron, sin embargo, el efecto de oscurecer el significado salvador de la humanidad de Cristo, que es el aspecto preeminente en su figura redentora; más aún: en las iglesias monofisistas, que admitían en Jesucristo nada más que la naturaleza divina, desapareció por completo.

Cristo fue sustraído del contacto directo de los fieles, y su sacrificio, inefable misterio de amor, aparece esencialmente como un misterio de pavoroso temor.

En Occidente no fue así. La Iglesia romana se mantuvo constantemente fiel al espíritu de la plegaria primitiva; la idea de Cristo mediador nuestro, supremo sacerdote en su sacrosanta humanidad, quedó como base de todas sus formas litúrgicas, comenzando por la del canon. Es más bien en el campo de la oración privada donde se produjo una desviación de este criterio eminentemente católico y tradicional. El Padre se halla muchas veces como olvidado, mientras la figura de Cristo ha absorbido, por así decirlo, en sí todas las expresiones religiosas, con menoscabo del genuino sentimiento litúrgico y unitario en la Iglesia. Escribe un moderno teólogo:

"Cuanto más exclusivamente se considera al Cristo solo, tanto más la piadosa devoción se siente impulsada a considerar y a adorar con preferencia al Dios en la figura de Cristo. Lo humano pasa a segunda línea en la conciencia del creyente, y. con esto, también la sublime verdad de que Cristo, precisamente en la vestidura de víctima de su humanidad, es nuestro Sumo Sacerdote, y que es precisamente en virtud de su santísima humanidad como nosotros los redimidos permanecemos unidos de la manera más íntima a su divinidad, siendo El nuestra cabeza y nosotros su cuerpo.

Como consecuencia de esto, se destaca el sentido vivo del vínculo de la gracia, de la comunión sobrenatural de vida, del conjunto santo de relaciones que existe entre los cristianos en Cristo. El creyente no posee ya el entero conocimiento de su unión con la cabeza de Cristo y con los demás miembros del cuerpo. El se siente de cara a Cristo y a los demás miembros de este último como un yo y no como un nosotros, más bien como una individualidad aislada que como un organismo social."

En la liturgia se halla admirablemente expresado el misterio, desarrollado por San Pablo y San Ireneo, de la recapitulación de todas las cosas en Cristo, en la luz del Padre. La liturgia llama a la unión a todos los seres, terrestres y celestes, animados e inanimados, para disponerlos en bello orden alrededor de Cristo y, por medio de El, en tomo a Dios. Las piedras, bajo la inspiración litúrgica, se colocan según las grandiosas formas arquitectónicas; las más preciosas telas se emplean para revestir el altar de su sacrificio; el oro, la plata, el fuego, el agua, la luz, el incienso, la sal, la ceniza, las flores, la cera y, sobre todo, el pan y el vino, están hechos para servir de instrumento a la acción santificadora de Cristo. Todo el pasado con su historia y el presente con sus realidades, humanas y divinas, visibles e invisibles, son evocados por la liturgia. Es una maravillosa síntesis, en cuyo centro está Cristo, cabeza del pueblo redimido y ofrecido al Padre por El; de manera que podemos contemplar el mundo recapitulado en El, contenido a la vez en su ser, en su ordenación y desenvolvimiento por la fuerza creadora de El y santificado por su gracia.

Fue, sin duda alguna, este eminente concepto de Cristo, alma de la liturgia, el que sugirió a los antiguos el poner la imagen majestuosa y soberana, el Pantocrator, sobre el arco triunfal en los ábsides de las iglesias.

Con relación a lo dicho, la liturgia puede también llamarse mistérica o sacramental, porque en sus ritos, y especialmente en la misa, expresa y actualiza el sacramento o misterio de Cristo, esto es, como dice el Apóstol, el hecho a la vez histórico y místico, divino y humano, de la encarnación, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, mediante el cual ha dado El a Dios Padre un culto perfecto.

Así, pues, Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, del mismo modo que quiere que los fieles participen de su santidad y de su gloria, así también los quiere unidos a sí en las ceremonias de su culto, bien sean las instituidas directamente por El o bien las instituidas por su Iglesia, en todas las cuales El está presente moralmente (Ubi sunt dúo vel tres congregan...); o sacramentalmente, porque sacramenta Ecclesiae specialiter habent virtutem ex passione Christi, cuius virtus quodammodo nobis copulatur per eo rum susceptionem; o personalmente, en la Eucaristía, sacramentum perfectum dominicae passionís, tanquam continens ipsum Christum passum.

Podremos, pues, afirmar en general que un rito litúrgico encierra en sí la razón de verdadero acto de culto cuando es sacramental o mistérico, es decir, vivificado por los méritos de la pasión y muerte de Cristo.

Cristo es, finalmente, el centro del año litúrgico. Todo el ciclo eclesiástico se desenvuelve alrededor de su divina figura, reproduciendo, como en una amplia acción dramática, los principales misterios de su vida, para mantenerse constantemente en contacto con El y hacernos asimilar mejor el tesoro de gracia que ellos poseen y que nos ha merecido del Padre.

Como Cristo ha recibido del Padre el propio sacerdocio y la misión en el tiempo, así ha formado El sobre la tierra, en la persona de sus doce apóstoles y obispos, la Iglesia, de la que El es Cabeza, a la que El ha dado todo y la cual todo lo recibe de El. Es a ellos y, en su persona, a los obispos, sus sucesores, a quienes El comunica toda su misión, encomienda toda la verdad que ha recibido del Padre, transmite la plenitud de su poder santificador, da la autoridad de gobernar; y mientras, como Cabeza suprema de su Cuerpo místico, se sienta invisiblemente en la gloria a la diestra del Padre.

La liturgia, pues, está organizada, presidida y celebrada por estas autoridades, colocadas por Cristo para el gobierno de la Iglesia, y por los sacerdotes, que los obispos engendran espiritualmente para Cristo. Es un hecho indiscutible que desde los tiempos apostólicos en las comunidades cristianas la vida religiosa, y en particular el ejercicio del culto público, se desenvuelve enteramente bajo la dependencia del obispo y de los miembros subalternos de la jerarquía, su venerando presbyterium, "su corona espiritual"; esta doctrina de la constitución jerárquico-litúrgica de la Iglesia está puesta de relieve de un modo especial en las cartas de San Ignacio Mártir (+ 107):

"Seguid todos al obispo, como Jesucristo [seguía] a su Padre y el presbyterium a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, veneradlos como a la ley de Dios. No hagáis nada sin el obispo en lo que respecta a la Iglesia. No consideréis válida la Eucaristía si no es celebrada por el obispo o su delegado. No está permitido bautizar ni celebrar el ágape (la Eucaristía) sin el obispo; todo lo que él aprueba, es asimismo agradable a Dios. De esta manera, todo lo que se haga [en la Iglesia] será seguro y válido."

Más generales si se quiere, pero substancialmente idénticas, son las declaraciones de San Clemente Romano (año de 96) en su Carta a los Corintios: "No tienen todos la facultad de ejercer las funciones del culto, sino solamente los que fueron designados por la voluntad soberana de Cristo." Y refiriéndose al sacerdocio judío añade que, del mismo modo que en Jerusalén las ofrendas las hacía el sumo sacerdote, los sacerdotes y los levitas, así el servicio litúrgico en la Iglesia cristiana debe hacerlo no cualquier intermediario, sino la persona debidamente autorizada para ello.

Al antiguo simbolismo del arte cristiano no se le ocultó la importancia de este carácter jerárquico de la liturgia, y lo representó con gusto especialmente en los mosaicos absidales. Encima y detrás del altar sale de las nubes una mano misteriosa: es el Padre, que da todo a Cristo, símbolo de la jerarquía primera, de la cual proceden todas las demás. Debajo de |a mano está Cristo glorificado y bendiciendo, con un rollo de la ley en la izquierda, a la cabeza de sus doce obispos, representados en otros tantos corderos, todos vueltos hacia El. Finalmente, debajo de Cristo se encuentra colocada la cathedra marmórea, símbolo del obispo, sentado, como doctor, pastor y gran sacerdote, a la cabeza de su iglesia particular, delante del único altar donde él preside las ceremonias de los santos misterios.

Van asociadas al ministerio litúrgico y propio de los ministros sagrados la "participación de los fieles," su regale sacerdotium. Esta participación puede considerarse bajo un doble aspecto:

a) pasivo, en cuanto percibe de las acciones litúrgicas aquellos frutos de edificación y de santificación a los cuales están ordenados;

b) activo, que consiste en una cierta cooperación al, ejercicio de un determinado acto de culto con el fin de alcanzar frutos más abundantes, según aquel principio teológico: Quo quisque propius concurrit ad offerendum, eo.eízam, ceteris paribus, meliorem titulum habet ad participandum, de sacrificii fructu."

Esto debe decirse especialmente de la misa, pero con las oportunas reservas. En ella los fieles son ciertamente concelebrantes de la Víctima augusta en cuanto miembros del Cuerpo místico, sea habitualiter et implicite, sea también actualiter, si concurren a ella de un modo particular; pero no pueden ser concelebrantes en el sentido estricto de la palabra, porque el acto de la ofrenda es propio solamente del sacerdote. En el Calvario la oblación de Cristo — Víctima fue hecha conjuntamente por El y por nosotros; pero la ofrenda, la presentación a Dios, la hizo solamente El, Sumo Sacerdote, mediator Dei et hominum, por medio de sus santísimas manos. En esto consiste propiamente su sacerdocio, del que los sacerdotes reciben una participación ministerial, pero que es absolutamente incomunicable a los fieles.

c) La liturgia es social.

La liturgia es social; es decir, reviste una índole eminentemente colectiva, porque actúa en función de la Iglesia, cuerpo social por excelencia. El culto cristiano en todos sus ritos y en sus fórmulas muestra constantemente la impronta de la colectividad, de la cual es expresión y por la que está creada. El acto litúrgico fundamental, el sacrificio eucarístico, que es ya de por sí un magnífico símbolo de la unidad del gran cuerpo de los fieles en sus ceremonias (lecturas, cantos, ofrendas, comunión) y en sus fórmulas, verdaderamente antiguas, no mira jamás a lo singular como tal, sino siempre mira a los fieles, y a todos los fieles, vivos y difuntos, fuera del tiempo y del espacio. Publica est nobis et communis oratio, decía San Cipriano. La liturgia es la gran epopeya de la Iglesia militante, purgante y triunfante. Este carácter superpersonal y objetivo de la Iglesia católica está en perfecto contraste con la concepción protestante, primordialmente individualista, del culto, y se presenta como uno de los motivos más altos y eficaces para estimular al fiel el aprecio y el amor a la plegaria litúrgica.

"El que ora, si — escribe Mohlberg — se ve y se considera metido en la inmensa multitud de aquellos que al mismo tiempo, sobre toda la faz de la tierra, levantan los brazos para alabar, agradecer, orar; y ofrecen el sacrificio eucarístico o participan de él, y al mismo tiempo se ve asimismo como un átomo en las generaciones que, desde los primeros albores del cristianismo, han orado y sacrificado antes que él, y entre aquellas que orarán y sacrificarán después de sí, cuando él mismo haga ya mucho tiempo que es polvo en el sepulcro. El, mientras ora y ofrece su sacrificio, vive la vida más profunda y más intensa, como de generaciones y épocas enteras.

Es natural que el sentimiento de una tan sublime comunión de plegarias sea tanto más elevado cuanto sea mayor en el que ora la comprensión histórica de las ceremonias y de las palabras del culto en el que toma parte y cuanto más profundo sea el concepto teológico del culto de la Iglesia."

Todo en la Iglesia está hecho para despertar en los fieles el sentido social de la fraternidad cristiana, la idea de que ninguno de ellos está solo, sino que es miembro de la gran familia de Cristo; el culto, sin embargo, se presta, más que ningún otro medio, a insinuarlo eficazmente. Por esto, la Iglesia exige de todos un mínimo de participación en los actos litúrgicos y hace de ellos una condición esencial para que se mantenga el espíritu cristiano. Siendo nuestro más vivo deseo que el verdadero espíritu cristiano reflorezca por todos los medios en todos los fieles, es necesario proveer, antes que ninguna otra cosa, a la santidad y dignidad del templo, donde precisamente los fieles se reúnen para beber ese espíritu de su primera e indispensable fuente que es la participación activa en los sacrosantos misterios y en la plegaria pública y solemne de la Iglesia.

El carácter público y social está inherente a los actos litúrgicos en todo lugar y en toda circunstancia.

La liturgia es universal.

La liturgia es universal, porque es: a) una a través de las formas rituales más diversas, por la unidad de la fe que expresa, del sacrificio que ofrece, de los sacramentos que administra; b) viva, en cuanto por todas partes, bajo la apariencia de los ritos exteriores de que se halla revestida, palpita el alma de la Iglesia, que es la vida misma y la fuerza indefectible de Cristo, y vibran los sentimientos de todo el pueblo cristiano con los cuales El se asocia a la plegaria litúrgica; c) tradicional en cuanto que se remonta en sus líneas fundamentales a la misma liturgia de los apóstoles, y, por medio de éstos, hasta Cristo. El estudio que haremos en esta obra nos dará una clara demostración de ello.

La liturgia es santificante.

La vida de Dios está en Cristo; la vida de Cristo está en la jerarquía de la Iglesia; la jerarquía la realiza en las almas, transmitiéndola por medio de los actos litúrgicos sacramentales, invocándola asiduamente con la fuerza intercesora de sus plegarias, disponiendo las almas a recibirla y aumentarla mediante los sentimientos de fe, de caridad, de contrición que sugiere la liturgia.

Todos los esfuerzos de la liturgia tienden a establecer y desarrollar en las almas el misterio sacerdotal de Cristo. El ciclo del año litúrgico es, sobre todo, la organización por parte de la Iglesia de la vida espiritual de los fieles en función del sacerdocio de Cristo. A través de cada uno de los sucesos de la vida de la Cabeza, los miembros de su Cuerpo místico están llamados a vivirlos como si estuvieran presentes y a realizar en sí los sentimientos de Cristo, asimilándose sus frutos de santidad y de gracia. Para esto ayuda particularmente la participación activa de los fieles en las horas del oficio divino. En el pasado, la Iglesia tuvo cuidado de invitar al pueblo en los domingos y en las fiestas del año, aun durante la noche; y esta piadosa costumbre se practicó universalmente hasta el siglo XVI. Con justicia los teólogos sostienen que todo tiempo litúrgico y toda celebración litúrgica es un sacraméntale que obra ex opere oper antis Ecclesiae; en virtud, pues, de la eficacia moral y de la santidad entrañada en los actos oficiales de la Iglesia.

Rito, Ceremonia, Rúbrica.

Es conveniente precisar el valor de los términos rito, ceremonia, rúbrica, usados frecuentemente en el lenguaje litúrgico.

Se llama rito al conjunto de fórmulas y de normas prácticas que deben observarse para el cumplimiento de una determinada función litúrgica; por ejemplo, el rito del bautismo, de la consagración de una iglesia, etc. Alguna vez, sin embargo, la palabra rito tiene un significado más amplio y designa una de las grandes familias de la liturgia cristiana. Así se dice el rito romano, el rito griego, el rito ambrosiano, etc.

Cada una de las partes, por el contrario, que componen un rito, como las actitudes del cuerpo, los movimientos que acompañan la pronunciación de las palabras, etc., se llaman ceremonias. Finalmente, las normas que indican tales ceremonias o la manera como deben realizarse se llaman rúbricas. Rúbrica era una especie de tierra rosácea que, diluida en el agua, daba un color de minio (un colorete), del que desde la más remota antiguedad se servían los carpinteros para señalar la parte por donde debían cortar las tablas, y los amanuenses para escribir los títulos en las compilaciones legislativas; así como las notas en un determinado texto. Este uso lo mantuvieron en la Edad Media los copistas de los libros litúrgicos para indicar las normas a observar en la recitación del oficio, en la celebración de la misa, etc., de donde proviene el conocido aforismo Lege rubrum, si vis intelligere nigrum.

Las primeras rúbricas se transmitieron oralmente, y, dada la simplicidad del primitivo ceremonial, no debían ser muchas ni muy complicadas. Pero la inevitable incertidumbre de la tradición oral, unida al progresivo desenvolvimiento del culto litúrgico, dio muy pronto origen, como se dirá más adelante, a diferentes y complejos usos ceremoniales. San Cipriano ya aludió a particularidades propias de la iglesia de Cartago, y más tarde los Padres del siglo IV y V dan frecuentes testimonios de la existencia de ceremonias diversas en las distintas comunidades de alguna importancia. San Agustín amonestaba a su amigo Jenaro: Ad quam forte Ecclesian veneris, eius morem serva, si cuipiam non vis esse scandalo nec quemquam tibí. Esta diversidad de observancia de un lugar a otro en la celebración de los mismos ritos litúrgicos se mantiene en la iglesia Occidente hasta 1572, cuando poco a poco fue introducida en el Occidente la absoluta uniformidad de rúbricas por casi todas partes.

Las primeras colecciones sistemáticas de rúbricas se encuentran en los ordines el más antiguo de los cuales no es anterior al siglo VII. En verdad, debieron existir mucho tiempo antes rúbricas escritas. Agustín lo insinúa en una carta dirigida a una comunidad de vírgenes, donde recomienda que en la recitación del oficio canten solamente lo que se halle prescrito expresamente en el códice: Nolite cantare nisi quod legitis esse cantandum; quod autem non ita scriptum est ut cantetur, non cantatur. Los antiguos libros litúrgicos no contenían generalmente más que simples fórmulas de plegarias sin instrucciones de ningún género sobre los actos o gestos que debían acompañar al celebrante. Lo suplían la enseñanza oral y la práctica. Aun en el texto del canon de la misa fueron muy escasas las rúbricas hasta la invención de la prensa.

2. Liturgia y Dogma.

La Liturgia, Expresión de la Fe.

Para profundizar mejor en el concepto de liturgia, darle el relieve que se merece y valorar su importancia real en el campo de las disciplinas eclesiásticas, es preciso examinar las principales relaciones que existen entre la liturgia y el dogma católico.

Hablando del culto en general, en el capítulo anterior hemos hecho notar que el culto en todas sus manifestaciones se funda esencialmente en las relaciones objetivas de dependencia del hombre respecto de Dios. Análogamente se basa también toda la liturgia cristiana en aquel conjunto de verdades sobrenaturales que, fundadas sobre motivos de la religión natural, forman el credo del cristianismo. Dios, en su inmensa realidad, uno y trino; la creación, la Providencia, la omnipresencia divina; el pecado, la justicia, la necesidad de la redención; la redención, el Redentor y su reino; los novísimos. La liturgia es la expresión pública, solemne, oficial del culto: "Es nuestra fe confesada, sentida, suplicada, cantada, puesta en contacto con la fe de nuestros hermanos y de toda la Iglesia." El dogma es para la liturgia lo que el alma al cuerpo, el pensamiento a la palabra; de donde decía el salmista: Credidi irropter quod locutus sum. Y San Pablo: Hab entes eumdem spiritum fidei credimus, propter quod et loquimur.

Evidentemente, de ordinario no propone la Iglesia el dogma en los textos litúrgicos, como lo hace en los cánones conciliares o en las tesis teológicas. Para este fin se sirve ella de medios más directos y eficaces, como la predicación, la catequesis. La liturgia, empero, asimila el dogma, lo despoja de su austeridad, y hace que repercuta en sus fórmulas, ritos y símbolos.

La historia del desarrollo litúrgico nos demuestra que ha seguido.paralelamente las alternativas del desenvolvimiento dogmático. Cuando se precisa el dogma en la especulación científica y en la enseñanza doctrinal, o bien sale victorioso después de una gran controversia teológica, inmediatamente se hace eco de él una fórmula o una ceremonia lo traduce o lo fija en el ritual.

El arrianismo negó en el siglo IV la divinidad de Jesucristo, y en el texto de la antiquísima gran doxología se insertó la cláusula Deum verum de Deo vero, mientras se unió a la fórmula primitiva per Christum Dominum nostrum la terminación qui tecum vivit et regnat... Deus per omnia saecula saeculorum. Niegan los pelagianos la necesidad de la ayuda de la gracia, y he aquí que se multiplica el uso del versículo: Deus, in adiutorium meum intende; Domine, ad adiuvandum me festina. Sostienen algunos católicos que el bautismo no borra todos los pecados, e inmediatamente la liturgia visigoda inserta como protesta en la fórmula del símbolo apostólico: Credo... remissionem omnium. peccatorum. Rechazan los predestinacianos la universalidad de la redención de Cristo, y se añaden al canon romano las palabras pro nostra omniumque salute. Impugnan los maniqueos la legitimidad del uso del vino en la Eucaristía, y León I añade en el canon a la mención del sacrificio de Melquisedec: Sanctum sacrificium, immaculatam hostiam. Apenas se condena en Efeso a Nestorio, impugnador de la divina maternidad de María Santísima (431), cuando aparece en los dípticos romanos la cláusula de Dei genitrix e introduce San Cirilo Alejandrino en la liturgia copta las más amplias expresiones de fe hacia María, Madre de Dios. No pocas oraciones de los antiguos sacraméntanos reflejan el eco de las luchas cristológicas del siglo V. Esta, por ejemplo, del Leoniano: Praesta quaesumus, Domine Deus noster, sacramentum hoc in ecclesiis indiffidenter intelligi, ut unus Christus in Dei atque hominis vertíate, nec a nostra divisus natura, nec a tua discreta adoretur essentia. Se introdujo el Credo en la misa galicana como reacción y antídoto contra la herejía adopcionista, condenada por el concilio de Aixla-Chapelle el 798.

Por el contrario, basta que el dogma se corrompa de cualquier manera, para que consiguientemente se modifique también la liturgia. He aquí por qué los herejes de todos los tiempos, al separarse de la Iglesia, se separaron también del culto e inauguraron nuevas fórmulas litúrgicas. Así lo hicieron los docetas, los gnósticos, los novacianos, los arríanos, los nestorianos, los protestantes, los galicanos. Leoncio Bizantino escribía de Nestorio: Audet et aliud malum non secundum ad superiora; aliam enim missam effutivit, praeter illam quae a Paíribus tradita est ecclesiis; ñeque reveritus illam apostolorum, nec illammagni Basilii non precationibus, Eucharistiae mysterium opplevit.

La Liturgia, Prueba del Dogma.

Precisamente por ser la liturgia la expresión viva de las verdades cristianas, puede, a su vez, ser para el dogma un autorizado testimonio y un locus theologicus de primer orden para la teología y la apologética, una verae fidei protestativo, como afirmaba Sixto V.

Los lugares teológicos se reducen en último análisis a dos, la Escritura y la tradición. La liturgia es una de las formas con que se expresa la tradición; más aún, es la principal, la más auténtica y la más digna, aún más que los Santos Padres. Las fórmulas y los ritos litúrgicos hablan implícitamente en favor de las verdades creídas por la Iglesia en aquel determinado período de tiempo en el que fueron compuestas o bien tal como eran propuestas entonces a los fieles. El dogma no siempre se anunció en seguida claramente y como admitido por la Iglesia antes de ser definido; las diversas fases de su desarrollo progresivo encuentran una exacta correspondencia en los textos litúrgicos, que nos dan el concepto genuino contra !as desviaciones de la herejía.

Encontrarnos así que, en la lucha contra el arrianismo, Eusebio, San Hilario y San Ambrosio defienden la divinidad de Cristo recurriendo al testimonio de los antiguos himnos, que cantan a Cristo como a Dios. Apenas Nestóreo de Constantinopla se manifestó contra la maternidad divina, se vio contradicho por su mismo pueblo, que aclamó a María Theotocos, porque así se acostumbraba a llamarla en las fórmulas litúrgicas. Se combatió victoriosamente al pelagianismo con argumentos sacados en primer lugar de la liturgia. Agustín, en efecto, para demostrar que los niños tienen antes del bautismo el pecado original, apeló al rito bautismal, durante el cual son exorcizados, insuflados y renuncian a Satanás por boca de sus padrinos. Cuando quiere refutar a Vital, que negaba la necesidad de la gracia para la perseverancia final, le obieta con el texto de las plegarias litúrgicas: Exere contra oraliones ecclesiae disputationes tuas... subsanna pías voces…; y en otro lugar apremia todavía más: Ptforsus in kac re non operosas disputationes expectet Ecclesia, sed atendat quoiidianas orationes suas. Orat ut increduli credant; Deus ergo convertit ad fidem. Orat ut credentes perseverent; Deus ergo donat perseverantiam usque ad finem. Las plegarias a las que alude el santo obispo son las que formaban en sus tiempos la oratio fídelium de la misa, y que ahora se recitan el Viernes Santo con el nombre de oraciones solemnes.

Asimismo se refutó la controversia adopcionista con argumentos litúrgicos. Los herejes apelaban a fórmulas de la liturgia mozárabe; Alcuino y después el concilio de Francfort le refutaron con textos del misal romano. Del mismo modo se combatió a la iglesia iconoclasta, no tanto con la Sagrada Escritura como con los ritos y las plegarias litúrgicas.

El concilio Tridentino aduce, para probar el aumento en el alma de la gracia santificante, entre otros, el texto de la colecta de la dominica decimotercera de Pentecostés: Hoc iustitiae incrementum petit S. Ecclesia cum orat: Da nobis, Domine, fidei, spei et charitatis augmentum.

La misma teología sacramental, en sus difíciles cuestiones sobre la materia y la forma de los sacramentos, es deudora en sumo grado a la liturgia, la cual ha arrojado, con los ritos y con las fórmulas de sus antiguos libros rituales, una maravillosa luz sobre muchos puntos obscuros hasta la fecha de su historia. Resumiendo: el alcance del argumento litúrgico es, sin duda alguna, muy grande; los mejores teólogos modernos lo han comprendido y han echado mano de él con mucha frecuencia. Evidentemente, todos los argumentos sacados de la liturgia no pueden tener el mismo peso, porque de las múltiples liturgias orientales y occidentales, cuyas fórmulas son casi infinitas, unas tienen un valor mayor, otras menor. Es cierto que, entre todas, las de la liturgia romana son, con mucho, las más importantes y las más dignas de aprecio.

"Lex Orandi, Lex Credendi."

Es ésta una frase citada frecuentemente como axioma a propósito del valor dogmático de la liturgia; pero es preciso comprenderla e interpretarla bien. Este axioma está tomado de una colección de diez decisiones sobre la gracia, llamadas Capitula Celestini porque se ponían de ordinario al margen de la carta que el papa Celestino I escribió en el año 431 a los obispos de las Calías con ocasión de las controversias pelagianas. Los últimos estudios, sin embargo, parecen dar con certeza que aquellos Capitula no son de Celestino I, sino de un autor desconocido, quizá Próspero de Aquitana (+ 463), coleccionados en Roma alrededor del 435-40 y transmitidos desde el siglo V como doctrina oficial de la Iglesia romana.

Del contexto se deducen dos cosas:

a) Que el autor de los Capitula, después de haber aducido las condenaciones infligidas a¡os pelagianos por algunos papas anteriores, quiere sacar un argumento, como lo hizo Agustín, del tenor de las oraciones solemnes recitadas en la liturgia, de un modo uniforme en todas las iglesias: obsecrationum quoque sacerdotalium sacramenta respiciamus, quae... in omni ecclesia catholica uniformiter celebrantur.

b) Que el autor no pretende de ninguna manera establecer el principio general que de la norma de orar se deduzca la norma de la fe; solamente pretende demostrar cómo en este caso concreto la plegaria colectiva litúrgica, hecha en favor de tan diversas clases de personas, demuestra la fe de la Iglesia en la eficacia de los socorros de la gracia de Dios. Este es el sentido genuino de estas palabras. El aforismo, por tanto, lex orandi, lex credendi, interpretado en este supuesto sentido, tiene un justo valor reconocido por todos; no tiene, sin embargo, valor alguno en el sentido de que toda plegaria y todo rito equivalgan sin más a la enunciación de un dogma y vengan a ser de esta forma una regla de fe.

La liturgia no determina ni constituye absolutamente ni por sí misma la fe católica, sino que más bien... puede aducir argumentos y testimonios de no poco valor para esclarecer un punto particular de la doctrina cristiana. Si queremos distinguir y determinar de un modo general y absoluto las relaciones que existen entre fe y liturgia, se puede afirmar con razón que "la ley de la fe establece la ley de la plegaria."

"No toda ley que manda la plegaria — escribe el P. Polidon — es ley de fe, sino solamente la que posee las cualidades reconocidas por los teólogos; es decir, cuando equivale a una enseñanza dogmática. Esta enseñanza no mira nunca a simples hechos particulares, corno son, por ejemplo, la traslación del cuerpo de Santa Catalina al Sinaí, del que se habla en la colecta de su fiesta, sino a doctrinas y hechos que se hallan en conexión con la doctrina ortodoxa cerrada ya con los apóstoles.

Por lo tanto, si existen en el misal o en otro libro litúrgico partes a las cuales se reconoce dicha cualidad después de un maduro estudio, entonces tendrán ciertamente el valor de una enseñanza infalible. Pero esto no depende del hecho de que se encuentren en el misal o en otro libro litúrgico (según el argumento ya citado), sino de razones tomadas de otras fuentes teológicas. Más aún, este mismo valor infalible no ejerce en las mentes su eficacia definitiva por la declaración doctrinal de los teólogos, sino por la auténtica de la Iglesia.

La Liturgia y la Enseñanza del Dogma.

La liturgia no sirve solamente para probar la divina tradición de las verdades reveladas, sino que es también la escuela práctica de la más fecunda y eficaz enseñanza dogmática.

El dogma, en efecto, que es como el alma invisible e informa toda la vida interior, queda vulgarizado, hecho más sencillo, fácil, intuitivo, mediante los ritos, las ceremonias y las fórmulas litúrgicas; hace revivir, a través del esplendor de la celebración de los divinos misterios y en el desarrollo anual progresivo de las fiestas eclesiásticas, el drama divino de nuestra redención con todas las circunstancias de lugares y de personas. Si, como está comprobado, la enseñanza resulta mucho más fácil y eficaz por medio de ejemplos, debemos convenir que la liturgia, en toda su múltiple variedad, es el primer catecismo del pueblo, que a través de los sentidos se dirige a sus mentes y a sus corazones.

Desde les primeros siglos, los Padres de la Iglesia apelaban a ella sirviéndose de las ceremonias de los sacramentos y de las misas para vulgarizar las abstracciones del dogma e inculcarlo en las mentes de los fieles. Más tarde, en los siglos VII y VIII, cuando los pueblos no civilizados, terminadas sus grandes inmigraciones, se unieron en nuevas formas políticas sobre los territorios de la antigua civilización romana, vino a ser para ellos la Iglesia una potencia civilizadora y cristiana de primer orden, gracias sobre todo a la eficacia de su culto litúrgico. La majestad grandiosa de la liturgia, su rico simbolismo, la exquisita dulzura del canto sagrado, llenaban a aquellos rudos pueblos de una veneración sagrada por lo divino, que les abría la mente a las verdades de la fe y preparaba sus ánimos a los influjos benéficos de la civilización.

Por lo demás, este fenómeno se verifica todos los días. Qué enseñanza más sublime y, a la vez, más intuitiva del misterio de la encarnación que la fiesta litúrgica de Navidad? ¿Cómo se podría enseñar mejor la presencia real de Cristo en la Eucaristía sino con las múltiples señales de adoración y de respeto con las que la Iglesia rodea al Santísimo Sacramento? Todo el culto cristiano desde sus más pequeños detalles, bien comprendido, es una escuela práctica de las más altas verdades dogmáticas; es doloroso constatar cómo muchísimas veces el mismo clero no sabe captar lo suficiente estas grandes lecciones que da la Iglesia en la liturgia de la misa, los sacramentos, sacramentales, para hacerla comprender adecuadamente al pueblo.

Entre todas las formas de las que se puede servir la enseñanza de la religión, la más eficaz es la de la liturgia, por ser la más interesante, la más dramática y la más conforme con las aspiraciones del corazón y las necesidades de la inteligencia. Devolverle a la liturgia su primitiva belleza, desembarazándola de las alteraciones que muchas veces le han hecho sufrir la negligencia o la ignorancia de los tiempos pasados; iniciar a los fieles en la inteligencia y. por tanto, en el amor de los misterios que se celebran en el altar, poner en sus manos el misal, sustituido, desgraciadamente, por tantos libros de devoción vulgar o mediocre; invitarle, a tomar la modesta parte de colaboradores con los ministros sagrados, especialmente mediante el canto colectivo; hacer, en suma, que vivan todo cuanto sea posible de la vida litúrgica de la misma Iglesia, he aquí el verdadero método de enseñar la religión, de mantener unidos a la Iglesia a todos los que la frecuentan, de hacer volver pronto o tarde a aquellos que la han abandonado. Es sobre todo por medio de la belleza de la liturgia como el alma humana es llevada a comprender las verdades de la religión.

3. El derecho litúrgico en su desenvolvimiento histórico.

La Obra de Jesucristo.

Se ha afirmado recientemente que "Jesús, durante su ministerio, no prescribió a sus apóstoles, ni siquiera practicó El mismo, ninguna de las reglas del culto exterior que han caracterizado al Evangelio como religión. Jesús no pensó en regular el culto cristiano más allá de lo que reguló formalmente la constitución y los dogmas de la Iglesia..." Prescindiendo de esta última afirmación, que no nos afecta directamente, creemos poder demostrar, por el contrario, que las grandes líneas del sistema litúrgico, las que se refieren a la sustancia misma del culto cristiano — la misa, los sacramentos, fueron fijadas implícita o explícitamente por Jesucristo.

Los detalles de esta demostración se facilitarán a su tiempo; pero, entre tanto, se puede observar a primera vista que fue Cristo el que inauguró el culto cristiano en el Calvario.

Del Bautismo especificó la materia y la forma: Euntes docete omnes gentes, baptizantes eos in nomine Patris, et Filii, et Spiritus sancfí... De la Eucaristía fijó la materia — el pan y el vino —, y la forma en las palabras consagratorias que pronunció durante la última cena: Hoc est corpus meum...; hic est sanguis meus. Con relación a la Penitencia, está admitido aun por los acatólicos que el mandato dado a los apóstoles sobre la remisión de los pecados lleva consigo necesariamente una confesión por parte de los fieles y una consiguiente sentencia judicial al confrontarlas. Además, como la Eucaristía debía ser el sacrificio de la nueva ley y, por consiguiente, el acto litúrgico más importante, quiere también establecer algunas de las modalidades con las cuales debía celebrarse. El, en efecto como refieren los sinópticos:

a) Instituyó la Eucaristía gratias agens (ευχάριστησασ), es decir, pronunciando una fσrmula eucarística o de acción de gracias, sea que la hubiera improvisado El mismo, sea también, como parece mis natural, se hubiera servido de las acostumbradas eulogias judaicas propias del ritual de la Pascua, y prescribió que se reprodujese lo que El hizo. Es, pues, fácil constatar cómo todas las liturgias conocidas desde comienzos del siglo II han dado a la solemne plegaria consagratorias un marcado y casi exclusivo carácter de acción de gracias.

b) Mandó a los apóstoles que lo conmemorasen, renovando todo cuanto Él había hecho: Hoc facite in meam commemorationem, o bien, como precisa mejor San Pablo, recordando su muerte: Mortem Domini annuntiabitis doñee veniat. Un segundo punto en el que también convienen unánimes todas las liturgias es la anamnesis, es decir, el recuerdo de la pasión y muerte de Nuestro Señor, puesto inmediatamente después de la descripción de la institución.

Además de éstas, ¿dio Jesucristo otras normas litúrgicas? Podemos responder afirmativamente, si bien nos resulta imposible precisar cuáles de ellas se remontan efectivamente hasta El. En efecto:

a) Los Hechos hacen notar que Jesús, en el tiempo que transcurrió entre la resurrección y la ascensión, se dejó ver muchas veces por los apóstoles, loquens de regno Dei. Así, una de las tradiciones más antiguas de la Iglesia cree que, en aquellas frecuentes reuniones. El, entre otras cosas, fijó también muchas particularidades del culto. ¿No había dicho El antes de morir: "Tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis comprender"? Refiere Eusebio que Santa Elena edificó sobre el monte de los Olivos una iglesia, una especie de caverna, donde, según una antigua tradición, discipuli et apostoli... arcanis mijsteriis initiati fuerunt. El Testamentum Domini (s.V), en el mismo día de la resurrección, presenta a los apóstoles pidiendo al Señor quonam canone, Ule (scil. qui Ecclesiae praest) debeat constituere et ordinare Ecclesiaím... quomodo sint mrijsteria Ecclesiae tractanda y Jesús responde explicándoles solamente al detalle las diversas partes de la liturgia. Esta tradición la recogió también San León.

b) San Clemente Papa, discípulo de los apóstoles (f+ 99), escribiendo a la comunidad de Corinto, alude a positivas prescripciones del Señor sobre el orden que debe seguirse en lías ofrendas:

"Cuneta ordine debemus faceré, quae nos Dominus statutis temporibus peragere iussit, oblationes scilicet et officia sacra perficci, ñeque temeré et inordinate fieri praecepit, sed statutis temporibus et horis. Ubi etiam et a quibus celebrari vult, ipse excelsísima suia volúntate definivit, ut religiose omnia secundum eius beiieplaciitum adimpleta, accepta essent voluntati eius."

c) San Justino, después de describir todo el orden de la sunaxis eucarística, asegura que ésta fue celebrada el domingo, porque en ese día Nuestro Señor, apostolis et discvpulis vistis, ea docuit, quae vobis quoque considerando, tradtdirnus. Quiere decir que las partes principales de la misai se consideraban como obra de Cristo en el día de la resurrección. Concedemos gustosos que la afirmación es genérica; pero tanto Justino como el anónimo del Testamentum Dornini reflejan evidentemente una tradición muy extendida, antigua y de ningún modo inverosímil.

La Obra de los Apóstoles.

Pero si Nuestro Señor trazó ciertamente las líneas fundamentales del culto litúrgico cristiano, podemos creer racionalmente que respecto a muchos detalles particulares dejó gran libertad a la iniciativa de los apóstoles, a quienes había investido de su misma misión divina y les había dado las facultades necesarias. Estos, en efecto, del mismo modo que dieron normas de disciplina para los primeros fieles en el concilio de Jerusalén, así debieron también, en Jerusalén y en las iglesias que fundaban poco a poco, determinar las oportunas normas litúrgicas en lo que la sencillez del culto primitivo lo requería.

San Pablo, por ejemplo, escribiendo a los de Corinto, después de haberles expuesto todo cuanto había recibido del Señor en torno a la celebración de la Coena dominica, añade por sí mismo algunas advertencias, y termina diciendo que se reserva para lo sucesivo el darles él mismo, cuando esté presente, las oportunas disposiciones: caetera autem cum venero, disponam. Más tarde, en la misma carta, después de haber hablado de los carismas de profecía y de lenguas, y dado al mismo tiempo algunas normas para que no resultasen inútiles, concluye: Omnia autem honeste et secundum ordinem (κατά ταξιν), fiant; es decir, según un orden determinado y establecido; deja suponer que existan ya reglas según las cuales se debía proceder en el servicio litúrgico. En otro lugar, el mismo apóstol da normas precisas sobre el orden y los fines de la plegaria en las reuniones litúrgicas, sobre la postura que deben adoptar en ellas los hombres y las mujeres, sobre las colectas que deben hacerse por los pobres en las sinaxis dominicales, sobre el mutuo beso de paz.

De la obra litúrgica de los demás apóstoles podemos decir poco. No obstante, de las narraciones de los Hechos se constata la existencia de un ritual simple, pero fijo y substancialmente completo, seguido uniformemente por los apóstoles y sus colaboradores en la colación del bautismo, la confirmación, los órdenes sagrados. ¿Quién podrá dudar que no sea ello fruto de un acuerdo anterior?

No se deben pasar por alto ciertas antiguas y tenaces tradiciones que existían en algunas iglesias fundadas por los apóstoles, según las cuales la liturgia allá vigente era un patrimonio recibido de los mismos apóstoles. Así, por ejemplo, la liturgia de San Marcos para la iglesia de Alejandría, la de Santiago para la de Antioquía, la de San Pedro para la de Roma. San Ireneo, quien, por medio de San Policarpo, se une con la tradición efesina de San Juan Evangelista, aludiendo a la institución de la santísima Eucaristía, declara que la forma de la oblación del santo sacrificio la ha recibido la Iglesia de los apóstoles: Et calicem simiiiter... suum sanguinem confessus est, et novi Testamenti novam docuit oblationem; quam Ecclesia ab Apostolis accipiens, in universo mundo offert Deo.

Es un hecho muy frecuente que los Padres del siglo III y del IV, hablando de algún rito o ceremonia en particular, afirman que es de origen o tradición apostólica, Tertuliano, por ejemplo, enumera entre las tradiciones apostólicas:

1.° Las renuncias hechas por los catecúmenos.

2.° La triple inmersión con las respuestas a las interrogaciones sobre la fe.

3.° La ceremonia de la leche y la miel.

4.° La abstinencia del baño durante toda la octava del bautismo.

5.° El recibir la comunión no sólo por la tarde y de manos de todos los sacerdotes, sino también en las reuniones que se tenían antes de la aurora y solamente de manos del presidente.

6.° Las oblaciones anuales por los difuntos en el día aniversario de la muerte.

7.° La prohibición de ayunar y rezar de rodillas el domingo y durante el tiempo de Pascua de Pentecostés.

8.° El cuidado solícito para que no caiga en tierra ninguna partícula del pan y ninguna gota del vino eucarísticos.

El hacer la señal de la cruz al principio de toda acción. Nos faltan, naturalmente, datos para controlar estas afirmaciones, muy posteriores, y quizá los Padres querían con esta expresión remontarse de un modo genérico al período más antiguo de la Iglesia; pero todo esto demuestra evidentemente cómo se conservaban aún vivas en las diversas iglesias las memorias de la actividad litúrgica de los apóstoles.

Notemos además cómo en toda la antiguedad cristiana no se encuentra indicio alguno que haga referencia, como quieren los protestantes, a la intromisión de la comunidad en las cosas del culto. La fijación y la progresiva reglamentación de la liturgia se muestra siempre como una tarea exclusiva de los apóstoles y de sus sucesores los obispos.

La Obra de los Obispos y de los Concilios.

Los obispos, sucesores de los apóstoles en el gobierno de las iglesias, aparecen como moderadores del culto, cuyas disposiciones son veneradas y tenidas en máxima estima. Desde San Clemente Romano (+ 99), si bien en forma menos clara, aparece el obispo con una supremacía no sólo en cuestiones de autoridad, sino también en materia litúrgica. En las cartas de San Ignacio (+ 107), el obispo representa a Cristo; preside todos los actos del culto: Separatim ab episcopo nemo quidquam faciat eorum quae ad ecclesiam spectant...; toda función, para que sea válida, debe hacerse con su beneplácito: quodcumque Ule probaverit, hoc et Deo est beneplacitum, ut firmum et validum sit ornne quod peragitm; el altar del obispo es el centro de la unidad religiosa de la diócesis: unum altare sicut unus episcopus. Todas las antiguas liturgias han llegado hasta nosotros con el nombre de ilustres obispos que las han instituido o reorganizado: Clemente, Santiago, Marcos, Addeo y Maris, Basilio, Crisóstomo, Ambrosio, Gelasio, Gregorio...

No vaya a creerse, sin embargo, que el poder de los obispos fuese del todo ilimitado. Era una tradición litúrgica que se transmitía fielmente y se custodiaba y veneraba por el clero y por el pueblo aun en los mínimos detalles; a ella debían atenerse estrechamente. He aquí cómo un canon del siglo IV reclama el respeto hacia las instituciones litúrgico-disciplinarias: Fratres nostri episcopi in suis urbibus singula quaeque secundum mandata apostolorum patrum nostrorum disposuerunt... Posten nostri caveant ne illa im mutent. Si alguna vez se descolgaba alguno con alguna novedad, aunque fuera sabia y oportuna, protestaban calurosamente los fieles.

Bastó que San Basilio, para quitar un pretexto a los semiarrianos, cambiase la doxología acostumbrada a cantar en las iglesias, Gloria Patri per Filium in Spiritum Sanctum, por aquella otra, más clara y explícita, Gloria Patri cum Filio una cum Sancto Spiritu, para que, como él mismo cuenta, quidam ex ne, qui aderant, crimen intenderunt, diceníes nos, non modo peregrinis ac novis uti vocibus, verum etiam ínter se pugnantibus. Trifilo, obispo de Zedra (Chipre), en una predicación sobre el milagro del paralítico, habiendo usado el término σκίμπιος en lugar del vocablo evangélico κραββατον, Espiridiσn, obispo de Thrimitus, le gritó indignado: "Te crees quizá mejor que Aquel que dijo κραββατον, pues te averguenzas de usar sus mismas palabras.” Y es conocido el incidente de San Agustνn, que quiso hacer leer por turno el relato de la pasión según los cuatro Evangelios, mientras la costumbre litúrgica tradicional leía solamente el de San Mateo: Factum est; non audierunt homines quod consueverant, et perturbati sunt tuvo que ceder.

Por lo demás, otra limitación a las posibles arbitrariedades de los obispos en las cosas del culto provenía de su dependencia con respecto a la iglesia metropolitana patriarcal. La propagación del cristianismo en los pequeños centros de provincia había partido de las grandes metrópolis, Antioquía, Roma, Alejandría, Cesárea. Los misioneros que habían fundado en aquellas aldeas nuevas iglesias filiales implantaron también en ellas la liturgia de la Iglesia madre con todos sus ritos particulares, los cuales, con una mayor difusión, venían a consolidarse cada vez más y se mantenían vigorosos por las frecuentes relaciones que, a su vez, cada una de las diócesis de una provincia tenía con la metropolitana para la elección de los obispos o para los sínodos y concilios.

Fue precisamente en los sínodos y en los concilios donde los obispos usaron de una manera particular de su derecho para las reformas oportunas en el campo litúrgico, con el fin no sólo de mantenerlo libre de toda infiltración heterodoxa, sino, sobre todo, para reducir a la mayor uniformidad posible los usos litúrgicos de una provincia o de una nación, que quizá en el progreso de los tiempos se fueron alejando demasiado de la liturgia tipo de la Iglesia principal.

Recordaremos en los primeros siglos, entre los más importantes desde el punto de vista litúrgico, los sínodos asiáticos (finales del siglo II), sobre la cuestión de la Pascua; los concilios de Hipona (393), Cartago (407), Mileto (416), en los cuales se impuso una aprobación preventiva de los formularios litúrgicos y se eliminaron los sospechosos de error contra fidem o por otros motivos menos dignos; los sínodos de Vaison (442), Vannes (461), Agde (601), Gerona (563). Braga (563), Toledo (633), en los cuales se insiste fuertemente sobre la obligación de la unidad litúrgica en las Calías y en España, siguiendo las antiguas tradiciones ut unaquaeque provincia et psallendi et ministrandi parem consuetudinem teneat; y tratando de las iglesias menores Con la metropolitana, ad celebrando divina officia, ordinem quem metropolitani tenent, provinciales eorum observare debeant.

Es preciso añadir, además, que aun algunas veces el poder civil, en la persona de los emperadores y del rey, no sólo intervino para apoyar la obra de los obispos y de los concilios, sino que hasta se creyó autorizado para dar leyes y disposiciones en materia litúrgica. Los emperadores Constantino, Teodosio, Justiniano, por citar algunos, y, sobre todo, los reyes carolingios se distinguieron en este particular. Fueron generalmente movidos de una recta intención, persuadidos como estaban de la anticua máxima romana, que el fus sacrum pertenecía al fus publicum, y que, por tanto, era un derecho del rey. Y llegaron a un convencimiento mayor después que la Iglesia, con un rito sagrado considerado como un sacramento, los coronara como reyes; por lo cual se consideraron como representantes de Dios, el cual reinaba sobre los pueblos a través de su persona consagrada. Por esto usurparon conscientemente más de una vez un poder que no tenían, introduciendo y sancionando costumbres o abusos litúrgicos. Como cuando el emperador Zenón concedió a Unnerico que los vándalos pudieran celebrar la liturgia en su propia lengua.

La Obra de los Papas.

A los obispos de Roma, como pastores de toda la Iglesia, se les reconoció desde el principio, junto con el primado de honor y de jurisdicción, un derecho particular a intervenir autoritativamente en las cuestiones litúrgicas.

El papa San Clemente (+ 99), a finales del siglo I escribió espontánea y autoritativamente a la comunidad cristiana de Corinto, insistiendo, en contra de las pretensiones de algunos fieles presuntuosos, en el orden y la sumisión de vida a los superiores jerárquicos aun en las cosas del culto. El papa Víctor (196-198), ante las discordias ocasionadas por la diversidad de los usos romanos y asiáticos en torno a la celebración de la Pascua y al ayuno que le precedía, insiste en que se celebren sínodos y se acepte el rito romano, amenazando con la excomunión a Polícrates de Efeso y a sus sufragáneos, que se oponían. Más tarde, en la gran lucha dogmática-litúrgica sobre el valor del bautismo conferido a los herejes, el papa Esteban sentenció, contra los actos del concilio de Cartago, convocado por San Cipriano, con la adhesión de Firmiliano, obispo de Cesárea, que se impusiera a los herejes solamente las manos: Sí quis ergo a quacumque haeresi venerit ad vos nihil innovetur, nisi quod traditum, est, ut manas illi imponatur ad poenitentiam.

Debe reconocerse, sin embargo, que el ejercicio regular del supremo y universal derecho litúrgico que les compete como papas se fue desenvolviendo y consolidándose poco a poco solamente en los siglos posteriores, y no sirvió jamás para suprimir justas y veneradas tradiciones, sino solamente para establecer la unidad de la fe mediante la unidad de la liturgia entre las diversas iglesias.

Con las iglesias de Occidente, sin embargo, los papas, si bien con suma discreción y prudencia, insistieron constantemente sobre la necesidad de conformarse en la práctica litúrgica a la Iglesia de Roma. Nótese que, sin embargo, en esto los papas se hacían fuertes, precisamente aludiendo al derecho de metropolitano y de patriarca que les competía sobre todas las iglesias occidentales.

He aquí por qué el papa Siricio (a.385), a una consulta de Himerio, obispo de Tarragona, sobre la oportunidad de algunos ritos litúrgicos en torno del bautismo que venían apareciendo en su diócesis, respondía insistiendo sobre el deber de conformarse estrechamente a la práctica de la Iglesia romana: Hactenus erratum in hac parte sufficiat; nunc praefatam regulam omnes teneant sacerdotes, qui nolunt ab Apostolicae petrae, super quam Christus universalem construxit Ecclesiam, soliditate divelli. Esto mismo, y con parecida energía, inculcaba San León Magno (a. 447) a los obispos de Sicilia, también en la cuestión litúrgica del bautismo: Quam in culpam nullo modo potuissetis incidere, si unde consecrationem honoris accipitis, inde, legem totius observantiae sumeretis; et beati Petri Apostoli sedes quae vobis sacerdotales mater est dignitatis, esset ecclesiasticae magistra rafionfs.

En el año 564, el papa Vigilio, requerido, mandó a Profuturo, obispo de Braga y metropolitano de Galicia, el ordinario de la misa romana, que se impuso años después (571) en un concilio nacional a todas las provincias lusitanas. En el 597 introdujo San Gregorio Magno en Inglaterra su reforma litúrgica, que después, especialmente por el papa Vitaliano y el obispo de Cantorbery (668), quería suplantar a la antigua liturgia celta, no sin algún choque y oposición. El mismo pontífice escribió a San Leandro, obispo de Sevilla, aprobando el rito de la única inmersión en el bautismo usada allí, para contraponerle a la herejía nestoriana; confirma las costumbres introducidas en las diócesis de Rávena; prescribió al obispo de Calahorra hacer a los neófitos en la frente dos señales de la cruz con el crisma; impugnó a Juan de Siracusa la oportunidad de sus innovaciones litúrgicas. A principios del siglo VIII, el papa Gregorio II (716) insistió a sus legados en Baviera, Martiniano y Jorge, para que la iglesia de Alemania del Sur adoptase los ritos romanos; y hacia la mitad de este mismo siglo, los carolingios, reverendissimi Papae Adriani salutaribus ex hortationibus parere nitentes, abolieron casi de un golpe la liturgia galicana. Quedaba el rito litúrgico de España (mozárabe), y también éste, si bien con alguna dificultad, cedió finalmente (1078) a las insistencias de Gregorio VII. Así, en el transcurso del siglo XI, todo el Occidente, a excepción de la provincia milanesa, fue conquistado por la liturgia romana.

Las Costumbres.

El derecho litúrgico está también formado por las costumbres; en este campo encontraron ellas un medio de implantarse con particular amplitud y eficacia. La Iglesia reconoce todas las costumbres legítimas y amonesta al obispo que vigile sobre la aparición y desarrollo de las costumbres para que no degeneren en abusos.

Las costumbres pueden formarse al margen de las leyes litúrgicas para ampliarlas, esclarecerlas o afincarías más eficazmente (praeter o iuxta ius), y es común sentencia de los liturgistas que pueden introducirse y mantenerse cuando están legítimamente prescritas. No hay razón alguna para negar a las costumbres en materia litúrgica la misma fuerza que se les atribuye en otras materias eclesiásticas.

Muy distinto es el caso cuando se trata de costumbres Contra legem; aquí los pareceres son distintos. Sin pretender entrar en discusiones jurídicas, que aquí estarían fuera de lugar, se puede sostener en la práctica que a dichas costumbres deben aplicarse las reglas que el Código de Derecho Canónico ha establecido para las costumbres en general, ya que no se puede pensar que las leyes litúrgicas tengan mayor valor que las imposiciones del mismo Código. Por eso, cuando las costumbres contrarias al derecho litúrgico han sido reprobadas con la autoridad legítima, no pueden ya sostenerse más, aunque sean inmemoriales (canon 5 y canon 27, 22); cuando, por el contrario, han sido aprobadas o, al menos, toleradas por la Santa Sede, deben sostenerse; cuando ni han sido reprobadas ni aprobadas o toleradas expresamente, entonces deben conservarse si son centenarias o inmemoriales. Estas, sin embargo, serán muy raras.

4. La Ciencia Litúrgica. El Simbolismo.

Fines, Métodos, Criterios.

La ciencia litúrgica es en su esencia una parte de la historia eclesiástica. Su esfera de competencia la constituyen todos los elementos que se hallan relacionados con el culto no sólo como actualmente se presentan en el cuadro ritual cristiano, sino principalmente como fueron ya en su origen, en su desarrollo histórico, sea en sí mismo, sea con relación a los demás y al ambiente en el que se formaron. El campo, por lo tanto, de la ciencia litúrgica es amplio y complicado. Para mayor claridad, diremos que abarca:

1.° La liturgia sistemática fundamental, que se ocupa de estudiar la noción del culto, su valor sobrenatural, sus relaciones con el dogma, el derecho que compete a la Iglesia de fijar y determinar las formas y de imponer su observancia. Desde este punto de vista, la ciencia litúrgica toca los campos más determinados de la filosofía de la religión, de la teología dogmática y pastoral, de la ascética, del Derecho canónico.

2.° El estudio de los hechos litúrgicos, es decir, de los ritos que constituyen el patrimonio litúrgico, lo mismo el presente como el pasado, transmitido a nosotros por toda clase de medios, lo mismo en los documentos oficiales de la Iglesia que en los escritos de otro género, como son los Hechos apócrifos de los apóstoles, las actas de los mártires, las vidas de los santos, las crónicas medievales, los monumentos arqueológicos y artísticos. A ella le compete indagar el origen de tales ritos, su autenticidad, su conexión recíproca; examinar las eventuales derivaciones o afinidades con otras liturgias, analizar su contenido, aclarar su significado primitivo y el posterior.

3.° El inventario y la edición de los antiguos libros y formularios litúrgicos. Es éste uno de los menesteres más delicados y complejos de la ciencia litúrgica, porque requiere un conjunto de cualidades no comunes, tomando parte la arqueología, la paleografía, la historia, la filología, la linguística comparada. De muchos textos litúrgicos se conocen de una manera cierta el autor, la fecha, el lugar de origen, y son los más preciosos, porque proporcionan un material seguro para la elaboración científica. Otros, sin embargo, y son los más numerosos, adolecen de estado civil, y es preciso buscar su paternidad, su origen, la época de su composición, las posibles interdependencias. A este propósito es preciso reconocer los méritos de una pléyade de liturgistas de todas las nacionalidades, los cuales, revisando el inmenso material manuscrito existente en las principales bibliotecas de Europa, han descubierto y publicado con impecable crítica muchos antiguos códices litúrgicos, y otras veces han mejorado las ediciones ya hechas.

4.° La clasificación de los textos. El texto litúrgico, y en general cualquier hecho ritual, es tanto más utilizable como elemento de síntesis cuanto con más exactitud se halla clasificado. La liturgia, como veremos, abarca grandes unidades, con tipos y subtipos, con caracteres comunes y particulares, que se reflejan en los textos, en las perícopas, en las formas, en los ritos. Determinar si pertenecen a uno o a otro tipo, precisar sus derivaciones desde el punto de vista cronológico o sus influencias, indagar su común origen de un tipo primordial, es labor, muchas veces difícil de la ciencia litúrgica.

5.° El examen comparativo de las diversas liturgias orientales y occidentales para ver lo que tienen de común y lo que los diferencia; examinar las relaciones eventuales entre ellas o con otras liturgias de confesiones separadas y también de cultos no cristianos; deducir, en cuanto sea posible, las leyes que regulan la evolución litúrgica.

6.° El estudio de las leyes de la evolución litúrgica.

Es ciertamente prematuro pretender hablar de leyes mientras permanecen todavía en la historia litúrgica, hasta en la latina, tantos puntos oscuros: se puede, sin embargo, enunciar algunos principios generales, como los siguientes:

a) Los ritos sufren el influjo del ambiente en el cual han nacido. El judaísmo y el mundo greco-romano, en los orígenes, y más tarde la civilización bizantina y las corrientes de los bárbaros han dejado rasgos auténticos en la liturgia de los primeros siglos y en la de los siglos sucesivos. Basta aludir a los numerosos elementos venidos de la liturgia de la sinagoga y a la distinta impronta estilística de los formularios, que son una expresión de la austera concisión del pensamiento romano o de la sonora prolijidad de los teólogos orientales.

b) La analogía externa entre dos ritos de diversas religiones no significa por sí misma, salvo pruebas ulteriores, una relación histórica del uno y del otro. Es éste un principio de frecuente aplicación en el estudio de los orígenes eucarísticos y bautismales.

c) La liturgia es conservadora. Ciertos ritos, ciertas fórmulas, persisten a través de los tiempos, a pesar de que, por haber cesado el motivo que las ha creado, se hayan convertido en restos de un pasado lejano. La disciplina del catecumenado, por ejemplo, ha desaparecido desde hace siglos, pero llena, sin embargo, gran parte de la liturgia de Cuaresma y de Pascua.

d) La liturgia es un organismo vivo de la vida misma de la Iglesia. Por esto, quedando firme la integridad de su enseñanza y el beneplácito de la Santa Sede, crece y se desarrolla, adaptándose y conformándose a las exigencias y circunstancias que tienen lugar en el curso de los siglos.

e) En los ritos, por regla general, se va del sencillo al complicado, del esencial al accesorio. El ritual del bautismo, como era en la época apostólica y como fue después, es una prueba perentoria de esto. Pero todo desarrollo tiene un límite. Cuando ha llegado a un grado excesivo, exuberante, la Iglesia, por un motivo o por otro, reacciona y vuelve en lo posible a la sencillez primitiva. He aquí el principio de las grandes reformas litúrgicas y, bajo cierto aspecto, del actual "movimiento litúrgico": revertimini ad fontes.

f) Los tiempos litúrgicos más solemnes han conservado generalmente más que los otros los ritos y las fórmulas primitivas, poniéndose así en guardia contra las adiciones o modificaciones posteriores. La liturgia de la Semana Santa y, en parte, el tiempo de Pascua, todavía rezuman substancialmente un antiguo estado litúrgico que la Iglesia siempre ha respetado.

g) Un texto es tanto más antiguo cuanto se presenta con menos simetría y despojado de elementos doctrinales. Las fórmulas primitivas, en general, son demasiado simples y sin ningún carácter retórico teológico. Véanse, por ejemplo, las plegarias de la Didaché y la Anáfora de San Hipólito.

h) Los elementos litúrgicos más recientes, y por lo mismo más vivos, tienden a suplantar o abreviar a los más antiguos. Así, por ejemplo, sucede en las lecturas de la misa, en las fórmulas de los prefacios, en el rito del ofertorio, que eliminó la antigua gran plegaria intercesoria.

i) La liturgia es, por su naturaleza, eminentemente latréutica; por esto el culto de latría, dirigido a Dios, Creador y Señor del universo, debe prevalecer sobre el culto de dulía. *** En otros términos, el ciclo litúrgico santoral ya subordinado al de tiempo y al ferial.

k) Los numerosos y diferentes ritos litúrgicos, si bien expresados en diversas formas, constituyen un conjunto unitario y orgánico, cuyas partes, coordinadas entre sí, convergen hacia el sacrificio, del que toman toda la razón de su vida y su eficacia.

1) La salmodia davídica y la lectura de los libros santos como están dispuestas, en estructuras y sistemas diversos, constituyen un elemento fundamental de la plegaria litúrgica.

m) En el campo litúrgico-musical, cuando las partes del canto que pertenecen al género simple (silábico) se hallan revestidas de una melodía sobria y fácil, deben considerarse en general como antiguas. Sin embargo, las que pertenecen al género adornado (melismático), cuanto más ricas sean, tanto menos antiguas deben considerarse. Este principio tiene una aplicación clara en los repertorios,ambrosiano y gregoriano.

De cuanto se ha dicho puede deducirse fácilmente qué estudio tan amplio y profundo se necesita para conseguir la suprema finalidad de la ciencia litúrgica, para poder trazar un cuadro, completo y seguro en lo posible, del desarrollo de la liturgia cristiana a través de los siglos.

Los Alegoristas Medievales.

Los criterios científicos en los que hoy día quiere inspirarse el tratado de la liturgia no se han seguido siempre en los siglos pasados. La Edad Media, que había conseguido el conocimiento histórico del origen de muchos ritos utilizando un método que encontró sus precedentes en los primeros tiempos de la Iglesia, no se contentó con interpretar alegóricamente los libros santos, sino que estudió también la liturgia a la luz del simbolismo y de la interpretación místico-alegórica. Quizá en esto los occidentales fueron influidos por el Oriente, donde los sistemas de mística litúrgica se habían difundido desde principios del siglo VI con los escritos del Pseudo-Dionisio, y después, del patriarca Sofronio de Jerusalén (+ 638) y de San Máximo Confesor (+ 662).

Entendemos por "misticismo litúrgico" una interpretación simbólica o alegórica, extraña a la institución, que se da arbitrariamente a un objeto o a un rito en orden a la edificación de los fieles.

La búsqueda de estos significados místicos, no muy raros en las obras de los Santos Padres, fue objeto de un estudio sistemático por la mayor parte de los liturgistas medievales, que lo extremaron muchas veces de modo inverosímil, atribuyendo a las cosas aun más insignificantes un simbolismo que a nosotros los modernos nos parece absurdo y extravagante, pero que era algo muy natural a los hombres del Medievo, los cuales en cualquier cosa entreveían un pensamiento divino y para quienes la ciencia consistía no tanto en el estudio de las cosas por sí mismas cuanto en la penetración de las enseñanzas que para nosotros había puesto Dios en ellas.

Fue Amalarlo de Tréveris (+ 850) quien inauguró en Occidente el sistema simbólico-alegórico. Para él, toda acción de la misa recuerda un hecho del pasado, simboliza una esperanza del porvenir, encierra misteriosas relaciones con la vida y la pasión de Cristo. A pesar de las oposiciones de Floro, su método hizo escuela.

Partiendo después del hecho de que la misa es la renovación del sacrificio de la cruz, los místicos medievales han visto otras tantas alusiones a los episodios de la pasión y muerte de Nuestro Señor. Así, para Ruperto de Deutz los cantos graves del ofertorio son los gemidos que dio Jesús en el huerto; el Sanctus significa el canto triunfal con que fue acogido en Jerusalén; el silencio cuando se comienza el canon recuerda el comienzo de la agonía dolorosa en la cruz. El sacerdote, observa el Micrólogo, tiene durante esta parte de la misa los brazos extendidos para rememorar al Redentor crucificado; las cinco plegarias del canon con la terminación per Christum. Dominum significan las cinco llagas del Señor. Las palabras Nobis queque, pronunciadas en alta voz, recuerdan la confesión del buen ladrón. Las tres partes del Pater noster (introducción, oración, simbolismo), los tres días pasados en el sepulcro, y las sardas mujeres que fueron con Jesucristo se hallan figuradas por los ministros que llevan la patena. El Pax Domini es el saludo de Jesucristo resucitado a los apóstoles, y el Agnus Dei recuerda su ascensión al cielo. Las colectas finales son símbolos de la intercesión que Jesús presenta por nosotros al Padre celestial.

Hemos notado, sin embargo, cómo el método alegórico, aun cuando estaba en su máximo esplendor, encontró hombres positivos que se opusieron abiertamente o se esforzaron para contenerlo en unos límites discretos. El primero de ellos fue el diácono Floro de Lyón, que denunció en el año 835, en el sínodo de Thionville, los abusos de] simbolismo de Amalario.

Tampoco debe olvidarse, por otra parte, que los alegoristas medievales supieron escribir bellas páginas, en las que recogieron felizmente el significado místico de las cosas litúrgicas, significado propio y desarrollado con sobriedad, eficacia y profundo sentido cristiano. La Iglesia ha rendido homenaje a su piedad, resaltando muchos de sus sentimientos y poniéndolos por medio de fórmulas litúrgicas en boca de sus sacerdotes. Bajo este aspecto son muy interesantes las amonestaciones que dirige el obispo a los ordenados al entregarles las insignias propias de su grado y las breves fórmulas de plegaria que sugieren el misal y el pontifical a los sacerdotes y a los obispos en el momento de vestir los ornamentos litúrgicos.

El Simbolismo Sacramental.

Los primeros y más importantes ritos simbólicos, los de los sacramentos, provienen de Jesús y de los apóstoles. Jesús, siguiendo las tradiciones litúrgicas de la ley mosaica y las necesidades instintivas de la naturaleza humana, quiso vincular la comunicación interior de su gracia humana a signos sensibles, que vinieron a ser, a la vez, sus símbolos reales y eficaces.

El agua, que en el bautismo lava totalmente el cuerpo del neófito, debía designar en la mente de Jesús la limpieza completa del alma, de la culpa y su renacimiento espiritual. El símbolo no era ciertamente nuevo. Es conocido cómo las abluciones paganas y judías tenían un significado análogo y un fin semejante. Con todo esto, Jesús quiso retener aquel símbolo tan expresivo imprimiéndole la impronta de un carácter netamente cristiano. Más tarde hará resaltar San Pablo esta íntima originalidad del bautismo cristiano señalando en el rito litúrgico de la inmersión y de la emersión el símbolo de la muerte y de la resurrección de Jesús, en correspondencia con la renovación interior del hombre, regenerado del pecado a la gracia.

En la Eucaristía se puede decir que existe un simbolismo todavía más profundo. El pan y el vino fueron designados por Cristo no solamente como símbolo eficaz de un ejemplo espiritual interior, como en el bautismo; son además un símbolo que contiene realmente lo que simbolizan, es decir, el cuerpo y su sangre, sacrificados sobre la cruz. Ego sum pañis vivus qui de cáelo descendit... Caro enzm mea oere est cibus, et sanguis meus veré est potus. También aquí profundizó San Pablo admirablemente en el simbolismo de la Eucaristía, mostrando en el pan, que es el cuerpo del Señor, el símbolo de la unidad de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo: Quoniam unus pañis, unum corpus multimus, omnes qui de uno pane participamus. La Eucaristía por lo tanto, el símbolo de la unión entre los fieles y de los fieles con Jesucristo. En este mismo símbolo se inspiraba más tarde la Iglesia romana cuando el papa mandaba el sagrado fermentum, es decir, el pan eucarístico por él consagrado, a los sacerdotes de los títulos y de Roma ausentes eventúalmente de su misa, como expresión del vínculo de unión que los unía a él.

Otro rito simbólico, común en la Iglesia primitiva a tres sacramentos, la confirmación, el orden y la penitencia, es la imposición de las manos. No es un símbolo específicamente cristiano, porque se encuentra no sólo en el Antiguo Testamento, sino también en el ritual pagano, para expresar la transmisión de una virtud superior. Los apóstoles, que muchas veces habían visto a Nuestro Señor imponer las manos para bendecir y curar a los enfermos, lo adoptaron como signo esencial de la comunicación de los poderes sacerdotales y de la transmisión del Espíritu Santo y el perdón de los pecados.

Además, sobre el concepto de la Iglesia Cuerpo místico de Cristo, San Pablo fundó el simbolismo del matrimonio cristiano, viva imagen de la unión misteriosa entre Cristo y su Iglesia. Como en el matrimonio el hombre caput est mulieres, así Cristo caput est Ecclesíae. La mujer debe estar sujeta al marido, como la Iglesia lo está a Cristo. A su vez, el marido debe amar y nutrir a su esposa, como Cristo ha amado a su Iglesia y se ha sacrificado por ella. La unión de los dos esposos debe ser tan estrecha, que forme un solo cuerpo: erunt dúo in carne una; ésta es, concluye el Apóstol, la unión entre Cristo y la Iglesia: sacramentum hoc magnum est, ego autem dico in Christo et in Ecclesia.

Los Principales Símbolos Litúrgicos.

Ateniéndose a este espíritu del Salvador y a la tradición apostólica, la Iglesia, al disponer y precisar las formas del culto cristiano, no pierde jamás de vista las preocupaciones simbólicas, por medio de las cuales, como se expresa en una sublime frase litúrgica, el pueblo es conducido fácilmente al conocimiento y al amor de las cosas celestiales: Ut dum visibiliter Deum cognoscimus, per hunc in invisibvium amorem rapiamur. Con esta intención, la Iglesia ha establecido para los fieles determinados gestos corporales que deben ejecutarse en los actos del culto (gesti symbolici), ha escogido elementos particulares como materia en el uso litúrgico y ha querido poner en muchos de sus ritos ceremonias que están evidentemente inspiradas en un claro simbolismo.

a) Los gestos simbólicos.

Entre los gestos litúrgicos mencionaremos los más importantes por su original simbolismo:

a) La plegaria con las manos extendidas, propia especialmente de las asambleas litúrgicas primitivas y todavía en vigor en los pueblos septentrionales, viva expresión de la tendencia del alma hacia Dios.

b) La plegaria de pie, impuesta por la Iglesia antigua durante el tiempo pascual. La posición erguida de todo el cuerpo simboliza claramente el misterio de la pasión y resurrección de Jesucristo.

c) La plegaria con dirección hacia el oriente, para significar que así como del oriente nos viene la luz del día, así también viene y vendrá Cristo, el Sol de justicia.

d) Los golpes de pecho, símbolo de la contrición del corazón.

e) La señal de la cruz, símbolo de la redención conseguida por la sangre de Jesucristo. Es un gesto netamente cristiano. Hecho por el fiel sobre sí mismo, tiene el valor de un homenaje de adoración a la virtud divina de la cruz; hecho por el sacerdote sobre las personas y las cosas, es símbolo de la virtud sobrenatural que se transmite sobre ellos en virtud de los méritos del sacrificio del hombre-Dios.

f) Las insuflaciones usadas en el bautismo y la inhalación que se lleva a cabo durante la consagración de los óleos y en la bendición de las fuentes. El soplo en el bautismo simboliza la huida del demonio del alma, y el alentar sobre el agua y sobre el crisma significa la comunicación de la virtud santificadora a estos elementos hecha por el ministro sagrado.

g) La palmada que da el obispo en la confirmación es símbolo de la libertad concedida por Cristo al confirmado, o bien, según otros, de aquella vigilancia espiritual por la cual el buen soldado de Cristo debe estar en guardia contra sus enemigos.

h) La insalivación que se hacía a los catecúmenos en el escrutinio.Un sacerdote, mojando el dedo con saliva, tocaba sus labios y sus oídos para significar que debían estar abiertos en adelante a las alabanzas y a la voz de Cristo.

b) Los elementos simbólicos.

Un simbolismo no menos expresivo encierran los elementos que la Iglesia emplea más comúnmente en su liturgia. He aquí los principales:

a) Las luces. En toda religión y en todo tiempo se consideró la luz como un distintivo de honor hacia la divinidad o el personaje al que se le encendía. La luz, en efecto, observa Desloge, es como una representación de la gloria celestial y el reflejo del esplendor de Dios, mientras que las tinieblas oscurecen la habitación de los espíritus malvados. La Iglesia, por lo tanto, utilizó la luz desde los tiempos apostólicos para iluminar esplendorosamente el lugar de la sinaxis, y aun hoy día exige que esté delante del Santísimo Sacramento: lampados coram eo piares vel saltem una, die noctuque Colluceant, y que se enciendan algunas luces más en diversos Jugares de la iglesia. En señal de honor, el papa viene precedido de siete ceroferarios en la celebración pontifical de la misa. Por el mismo motivo, el obispo y el celebrante en las funciones solemnes van acompañados de dos acólitos con candelas encendidas. Las luces son símbolo de alegría. San Jerónimo defiende, contra el hereje Vigilando, la costumbre de las iglesias, del Oriente de cantar el evangelio en medio de luces: Non utique ad fugandas tenebras, sed ad signum laetitiae demonstrandum. Por el contrario, la Iglesia no sabe expresar mejor su propia tristeza que con la extinción de la luz. Se apagan las luces en el triduo de la Semana Santa en la muerte del Salvador, en la reconciliación de los penitentes, el Jueves Santo, se presentan éstos al obispo con los pies desnudos y con una candela apagada; en el acto solemne de fulminar la excomunión mayor, el obispo y los doce sacerdotes que lo rodean lanzan a tierra las candelas encendidas que tienen en la mano.

b) El agua. La naturaleza de este elemento indica en seguida su significado simbólico. Como el agua sirve para lavar el cuerpo, así, debidamente santificada, es apta para purificar las almas. La Iglesia lo atestigua en la bendición del agua bautismal el Sábado Santo: Tu has simplices aquas tuo ore benedicito: ut praeter naturalem emundationem, quam lavandis possunt adhibere c&rporibus, sint etiam purificaríais mentibus efficaces. Este simbolismo se encuentra también en las más importantes bendiciones del ritual y del pontifical, en los cuales la ceremonia de la aspersión del agua bendita, que abre o cierra el rito, se halla casi siempre acompañada del versículo Asperges me hyssopo et mundabor; lavabis me et super nivem dealbabor.

c) El incienso. Todas las religiones lo han usado en las ceremonias del culto como símbolo de honores divinos dirigidos a sus dioses. La Iglesia también, aunque mucho más tarde, admitió el uso del incienso en la liturgia como testimonio de homenaje a la majestad suprema de Dios. Se dice, en efecto, en la fórmula de bendición: Ab tilo benedicaris in cuius honorem cremaberis. En el perfumado humo del incienso que se eleva al cielo, la Iglesia ve con el salmista un símbolo de la plegaria Dirigatur, Domine, oratio mea sicut incensum in conspectu tuo, y San Juan describe en el Apocalipsis la escena de los veinticuatro ancianos que tenían en la mano una cítara y phialas áureas plenas odoramentorum, quae sunt orationes sanctorum. El incienso es todavía en el uso litúrgico una señal de honor hacia las cosas y personas sagradas. Se inciensa la mesa de altar,, que es símbolo de Cristo y contiene las reliquias de los mártires, sobre las cuales se ofrecerá el sacrificio; se inciensa la oblata, que pronto se convertirá en el cuerpo y sangre de Jesucristo, así como a los ministros sagrados, sus representantes, en el ejercicio de sus funciones. Por un motivo semejante de honor hacia el cortejo sagrado, está prescrito que en las procesiones vaya un turiferario delante de todos con el incensario que humea.

d) El aceite. Las diversas prerrogativas que posee en el orden natural este precioso producto de la creación han sugerido a la Iglesia su uso litúrgico, con múltiples significados simbólicos. Puede decirse en general que las funciones del aceite consagrado se hallan comúnmente expresadas en los textos litúrgicos como símbolo de fortaleza espiritual y, sobre todo, de efusión abundante de los dones de Dios. A un efecto de vigorizacíón espiritual se alude en el exorcismo recitado por el obispo antes de consagrarlo: Ut possit effici unctio spiritualis ad corroborandum templum Dei viví, ut in eo possit Spiritus Sanctus habitare. A la efusión de la gracia celestial, simbolizada por el aceite, se alude repetidas veces en las fórmulas de consagración del crisma, en los diversos ritos consagratorios que contiene el pontifical y especialmente en el de la consagración de los obispos. La plegaria que acompaña a la unción del crisma hecha sobre la cabeza del elegido muestra claramente que la unción de la cabeza es figura de la unción de todo el cuerpo, y es símbolo de la efusión copiosa de los dones de Dios en el alma del nuevo consagrado.

Debemos también añadir que algunas veces la unción litúrgica equivale a un exorcismo. La unguentatio (aceite mezclado con bálsamo = crisma) la usaban los romanos en las imágenes y las cosas para liberarlas de influencias nocivas. Este es precisamente el significado de las unciones en el bautismo, en la dedicación de las iglesias y en la unción a que se sometían ciertas imágenes; por ejemplo, la Acheropita, conservada en el sancta sanctorum lateranense.

Resumiendo, podemos decir que en el lenguaje litúrgico las luces son símbolo de alegría, el agua, de purificación; el incienso, de adoración; el óleo, de efusión espiritual; la ceniza, de penitencia.

c) Las ceremonias simbólicas.

Tampoco faltan en el patrimonio litúrgico cristiano las ceremonias que encuentran su razón de ser solamente en una significación simbólica original. Recordemos algunas de las más características:

a) La bebida de la leche y de la miel, que desde el siglo II hasta todo el siglo VI se acostumbró a dar a los neófitos inmediatamente después del bautismo. Así como en la infancia natural la miel y la leche son los primeros alimentos que se dan al niño, del mismo modo la Iglesia daba a sus nuevos hijos en la infancia espiritual miel, símbolo de la suavidad del Evangelio, y leche, símbolo de la inocencia de la vida.

b) El vestido blanco del bautismo que vestían los neófitos durante toda la octava de la Pascua. Era un elocuente símbolo de la renovación interior del hombre, el hombre nuevo de San Pablo, y también de un modo especial de la gracia, que borra el pecado del alma y le da el niveo esplendor de la inocencia. "Estos niños que veis revestidos con esta vestidura blanca — decía San Agustín — están purificados interiormente, porque el resplandor de su vestidura no es otra cosa que la imagen del resplandor de su alma."

c) La cruz decusada alfabética en el rito de la consagración de una iglesia. Según una genial hipótesis de De Rossi, esta singular ceremonia es una simbólica derivación de las costumbres de los agrimensores romanos, los cuales, para medir una determinada superficie, trazaban sobre ella dos líneas en forma de cruz en la dirección de los puntos cardinales, señalando sus extremidades con las letras del alfabeto. Una cosa semejante hace también el obispo en la consagración de las iglesias. Con la punta del báculo traza las letras del alfabeto griego y latino sobre un ligero estrato de ceniza dispuesto en forma de cruz en dos amplias líneas diagonales (crux decussata), que van de una extremidad a otra de la iglesia. Este rito quiere, por lo tanto, significar una simbólica toma de posesión que hace la Iglesia del lugar santo, y, como observa Duchesne, el alfabeto trazado en forma de cruz sobre el pavimento de la iglesia equivale a la impresión de un gran signum Christi (X) sobre el terreno que va a ser consagrado para el culto cristiano.

d) La mística de los números. Por ejemplo: el tres, símbolo de la Trinidad, que se emplea frecuentemente en el esquema ternario de muchas fórmulas y ceremonias; el ocho, símbolo de la resurrección de Cristo, que tuvo lugar el día octavo, y que explica la forma octogonal de los baptisterios, en los cuales el ser humano resucita para la vida divina.

Concluyendo: el simbolismo tiene una función real e importante en la liturgia, y es preciso tenerlo en cuenta para explicar no pocos ritos y para dar razón de ciertos textos litúrgicos y de algunos elementos aparentemente extraños. Sin embargo, no se deberán pasar por alto las fantásticas construcciones alegóricas de los místicos medievales si se quiere comprender una gran parte de las ficciones artísticas de aquella época, que bajo muchos aspectos se hallan expresadas a través de un complicado y refinado simbolismo.

Del uso del Simbolismo Místico.

Como fin práctico, creemos útil añadir algunas reglas sencillas para reconocer el sentido simbólico de las acciones y cosas litúrgicas y utilizarlas rectamente.

1.° La investigación del simbolismo de regla ordinaria debe estar subordinada a la del sentido histórico y literal, es decir, a la razón histórica que ha dado origen a una determinada ceremonia, haciéndola objeto de un detallado estudio científico. Sobre la base de una seria investigación positiva, será tanto más fácil, sobre todo en la enseñanza al pueblo, encontrar aquellos oportunos significados místicos que sirven para nutrir y fomentar su piedad.

2.° Al contrario, cuando un rito muestra claramente, ya desde su institución, una exclusiva razón simbólica, no se debe buscar a toda costa una causa natural. Esto, sin embargo, sucede más raramente, y se puede deducir con facilidad del mismo rito o de las fórmulas y ceremonias que la acompañan.

3.° La Iglesia no prohíbe que en las instrucciones al pueblo se fomente la piedad de los fieles con aplicaciones simbólico-alegóricas de los ritos litúrgicos. Adviértase, sin embargo, que el símbolo ha de ser proporcionado a la cosa simbolizada y tener una fundada analogía con ella que no sea demasiado lejana, o ridícula, o contraria de alguna manera el sentido histórico de la ceremonia. "¿Quién no ve, por ejemplo — observa Veneroni —, qué despropósito cometería quien, queriendo exponer en sentido alegórico el lavatorio de las manos que hace el sacerdote antes y durante la misa, dijera que tiene relación con el hecho de Pilatos cuando se lavó las manos antes de condenar a Jesucristo?" El sacerdote, entonces, representaría en la misa a Pilatos en vez de a Cristo. Este sentido, por lo tanto, que puede servir quizá para piadosa meditación a los fieles, debe exponerse con parsimonia y con criterio. El uso, por tanto, de los sentidos místicos en la explicación de la liturgia al pueblo, aun en aquellos ritos que no fueron propiamente instituidos por razones simbólicas, no es inútil o reprobable, como quieren los protestantes, sino muy ventajoso a los fieles, quienes de ordinario no entienden los textos litúrgicos. Hágase, sin embargo, un uso discreto y sabio, relacionado en los casos ordinarios con el sentido histórico y literal.

5. La Literatura Litúrgica.

Tiene la liturgia, como todas las ciencias, una literatura propia, que es preciso conocer, al menos sumariamente, antes de emprender su estudio.

Dedicamos por eso el presente capítulo a dar una rápida reseña de los principales escritores que desde el siglo I hasta nuestros días han tratado con alguna amplitud las disciplinas litúrgicas, sea indirectamente, data occasione, sea ex profeso y en una forma más o menos científica. Dividimos este tratado en seis períodos distintos:

1. Período patrístico. 2.° Renacimiento carolingio. 3.° Alegorismo medieval. 4.° El despertar de los estudios litúrgicos. 5.° Los grandes liturgistas. 6.° Los tiempos modernos.

El Período Patrístico.

Observaremos inmediatamente cómo la liturgia no sistemáticamente con rigor alguno de método antes del siglo IX, en tiempo de la famosa escuela carolingia. No obstante, los Padres y los escritores eclesiásticos de los primeros siglos, si exceptuamos algún tratado sobre la cuestión de la Pascua, que fue objeto, en el siglo II, de fuertes controversias, aluden frecuentemente a ritos y particularidades litúrgicas, pero de ordinario en términos poco precisos, sin hacer un examen metódico y razonado de los mismos.

Ocupa un primado de honor y de origen la Doctrina de los doce apóstoles una pequeña obra didascálica de finales del siglo I, que contiene (c. 7-9-14) preciosos informes sobre el bautismo, la Eucaristía y la sinaxis dominical. Sobre el orden y el ritual de esta última en Roma a mediados del siglo II tenemos una sucinta descripción, pero completa, en la primera apología dirigida a los emperadores Antonino Pío y Lucio Vero por San Justino Mártir (+ 165). Encuéntranse otros importantísimos elementos acerca de la misa romana con fórmulas preciosas, entre ellas la anáfora más antigua, en uso al principio del siglo III, en la Afiosiolicae traditio, del sacerdote y antipapa romano San Hipólito, muerto mártir en el 235. Abundantes y diversas referencias litúrgicas, especialmente acerca del bautismo, de la penitencia y de la oración, contienen los escritos de Tertuliano (+ 245) y de San Cipriano (+ 258).

Sobre los usos litúrgicos en vigor en el siglo IV, en Milán encontramos preciosas noticias en las obras de San Ambrosio (+ 397); son dignas de mención las conferencias que él daba a los neófitos, recogidas en el opúsculo De musteriis, del cual poseemos una amplificación en los seis libros De sacramentis importantes para la historia del canon romano, atribuidos antes a Nicetas de Remesiana (+ 414), pero ya hoy reivindicados definitivamente al gran obispo de Milán. San Agustín (+ 430), aparte de las numerosas e interesantes noticias litúrgicas esparcidas en sus obras, trató expresamente algunas cuestiones sobre la misa, el bautismo, el culto a los mártires, sobre las fiestas cristianas, en los escritos Sermones ad catechumenos," De catechizandis rudibus, De cura mortuorum, De symbolo ad catechumenos, Epistulae ad lanuarium. El De institutis coenobiorum y las Collationes, de Juan Casiano (+ 435), son fuentes de primer orden para la historia del oficio monástico en Oriente y en Occidente.

Para el conocimiento de los ritos litúrgicos orientales en el siglo IV nos proporcionan abundantes materiales: Eusebio, obispo de Cesárea (+ 340), el "Herodoto cristiano," en los diez libros de su Historia eclesiástica. San Efrén Siró (+ 373), el primer gran himno grafo cristiano; San Basilio Magno (+ 379), San Juan Crisóstomo (+ 407) y las primeras reglas monásticas; San Cirilo de Jerusalén (+ 386), en sus cinco Catequesis mistagógicas, dadas a los neófitos en la octava de la Pascua, desarrolló en forma concisa y eficaz la forma del bautismo, confirmación, Eucaristía (misa y comunión). Importantísima para la historia del oficio del año litúrgico en Jerusalén es la Peregrinatio ad loca sancta, escrita por la monja esencia Eteria hacia el año 416-18. Son también de gran interés litúrgico algunas colecciones canónicas seudo apostólicas, escritas entre los siglos III y V, pero con materiales en gran parte más antiguos. Recordaremos entre las más principales: a) la Didascalia de los apóstoles, colección anónima de preceptos morales, disciplinares y litúrgicos, compuesta por un obispo en Siria en la primera mitad del siglo III; b) la Constitución apostólica, reminiscencia, en parte, de la obra anterior y de la Didaché, pero más rica (libro octavo) en elementos litúrgicos (ritos y fórmulas, compilados en la región de Antioquía alrededor del año 380 bajo el seudónimo del Papa Clemente, de donde nace el apelativo que se les ha dado muchas veces a estos escritos de clementinas; c) el llamado Testamentum Domini Nostri lesu Christi, descubierto en siríaco en el año 1899 por monseñor Rahmani, es una ampliación de los anteriores; d) los Canones Hippolyti, que contienen los ritos y las fórmulas para las ordenaciones e importantes normas sobre los catecúmenos, el bautismo, la Pascua, etc. Con relación a la misa, no podemos olvidar el Eucologio, de Serapión de Thmuis (+ 362), con su importantísima anáfora y la otra anáfora eucarística fragmentaria del papiro de Crum. De una época algo posterior son las homilías de Narsai sobre la liturgia de las iglesias siro — caldaicas, y de finales del siglo V las llamadas De ecclesiastica Hierarchia, una especie de tratado de liturgia mística y simbólica, cuyo autor se hace pasar por Dionisio, el convertido por San Pablo en el areópago de Atenas.

En el siglo V comienzan a despuntar las primeras tentativas de codificación litúrgica. Musaeus, sacerdote de Marsella (c. 458), compiló, según nos refiere Genadio una colección de diversas fórmulas para la misa. También un cierto Voconio parece que hizo algo semejante en África. Una serie de oraciones latinas sobre el misterio de la encarnación, conocidas con el nombre de Rotoldo de Rávena, se atribuyeron a San Pedro Crisólogo (c. 450). En esta época la diferenciación litúrgica, que venía elaborándose desde hace algún tiempo en Occidente y que la encontramos antes comenzada, si bien en confuso, en la famosa carta del papa Inocencio I (+ 417) a Decencio, obispo de Gubbio, se desarrolla netamente con rito y fórmulas cada vez más precisas y definitivas.

La Iglesia romana se halla representada por los tres sacramentarios leoniano, gelasiano y gregoriano, llamados así por los nombres de los papas a quienes son atribuidos, aunque sea difícil, en el estado en que nos han llegado, distinguir las partes auténticas de las adiciones posteriores. También la Regula monasteriorum compuesta por San Benito en el año 526, se puede considerar como un eco de las tradiciones litúrgicas de Roma en los capítulos que se refieren a la ordenación del oficio divino. El rito seguido por las iglesias de la alta Italia y de las Galias, llamado por esto galicano, se encuentra minuciosamente descrito e ilustrado en dos cartas atribuidas falsamente a San Germán de París (+ 576), pero que son del último cuarto del siglo VII.

De la liturgia propia de las iglesias españolas (mozárabe) tenemos noticias por los libros De ecclesiasticis officiis, de San Isidoro de Sevilla (+ 636), el primer sabio de la enciclopedia litúrgica, y en un leccionario que estaba en uso en la iglesia de Toledo, editado por Morin. El Libellus orationum, publicado por Tomas-Bianchini, así como él Líber ordinum (Pontif. y Rit.) y el Líber sacramentorum, mozárabe, editado por Ferotin, pertenecen a una época algo posterior. Un documental de las particularidades litúrgicas existentes en las iglesias de Irlanda (celtas) y el llamado antifonario de Bangor, compuesto el 680-691, actualmente en la Biblioteca Ambrosiana. Otro libro no menos importante para la liturgia celta, el Misal de Stove, contiene partes muy antiguas, pero su redacción no puede remontarse a un tiempo anterior al siglo IX.

No debemos terminar este período sin recordar el llamado Líber pontificalis, un libro de capital importancia bajo muchos aspectos, pero sobre todo por el de la historia litúrgica. Es una colección de noticias bibliográficas de los papas hasta después del siglo IX. Las de los más antiguos hasta el papa Silvestre I son muy breves; se indica el nombre, la duración del pontificado, las ordenaciones y algún hecho saliente de su vida. La de los papas de después, de la paz de la Iglesia, oon más abundantes, y para los papas de los siglos VII y VIII se hacen unas largas biografías. El libro contiene diversos escritos de varios autores. Duchesne, que lo ha publicado y comentado, ha demostrado que la primera parte de esta obra y la más importante, que comprende las biografías de los papas hasta el papa Símaco (+ 514), es obra de un autor romano desconocido, que la recopiló durante el pontificado de Hormisdas (514-523). En cuanto al valor histórico de sus referencias es preciso distinguir entre aquellas que él pudo tomar de fuentes probables en el archivo de Roma, estimables, por lo tanto, especialmente si se trata de los papas de después de la paz. Sin embargo, las más antiguas, dando algún valor a las eventuales tradiciones por él recogidas, se hallan tomadas ampliamente a beneficio de inventario, cuando no resultan del todo infundadas.

Parte II.

Las Grandes Familias Litúrgicas.

1. La Formación de los Tipos Litúrgicos.

La Unidad Litúrgica Primitiva.

La liturgia cristiana nació esencialmente de la última cena del Señor, renovada por mandato suyo y enriquecida por un servicio eucológico de origen judío.

La Coena Dominica o Fractio pañis, desde los primeros días de la Iglesia, se mostró como el rito característico del nuevo culto, el sacrificio de la nueva Ley, que no tenía nada de común con los antiguos ritos sacrifícales del templo. Precisamente por ser original, presenta una línea de admirable simplicidad. Si le precedía algunas veces un convite en común (ágape), se colocaban sobre la mesa del convite el pan y el vino; el presidente de la asamblea recitaba sobre ellos una eulogia o fórmula eucarística del tipo de la pronunciada por Jesús, se partía el pan y se distribuía a los presentes. Este es el cuadro litúrgico que trazan los Hechos y San Pablo de la misa primitiva. No existen todavía determinados formularios; sólo importan el pensamiento y las palabras expresadas por Jesús, que recogieron y transmitieron los apóstoles, que se tradujeron en fórmulas análogas, libres, improvisadas, seguidas por los asistentes y subrayadas por su adhesión con la aclamación amén.

Los sacramentos se presentan inmediatamente como elementos litúrgicos coordinados generalmente con la misa, con igual sencillez de líneas y de ritos. Una infusión de agua en el bautismo, una imposición de las manos en la confirmación y en el orden, una comida de sólo pan y vino en la eucaristía, una unción de óleo en la extremaunción. Un juicio sin ningún aparato en la penitencia, una expresión contractual en el matrimonio, una sola fórmula o plegaria que acompañaba a estas acciones, alguna fórmula brevísima, como en el bautismo. El ceremonial se hallaba reducido a los elementos más esenciales.

Al rito central del sacrificio va unido un servicio eucológico-didascálico, derivado de la liturgia de la sinagoga y cristianizado con la inserción de nuevos elementos.

En las reuniones matinales del sábado en las sinagogas de Judea y de la Diáspora se oraba con un largo formulario semejante a una letanía, se leían las Escrituras, se comentaban las lecturas y se terminaba con la bendición mosaica al pueblo, si estaba presente un sacerdote, y si no, con una plegaria por la paz. En estas reuniones había estado muchas veces Jesús con los apóstoles; más aún, había tomado parte activa en ellas leyendo y comentando las Escrituras. Desde el principio, los apóstoles y los primeros cristianos continuaron frecuentándolas; pero bien pronto las fuertes discusiones a las que daba ocasión la nueva fe, y los manifiestos tumultos que se produjeron, sugirieron la idea de tener las reuniones por separado. A las plegarias judías se unieron otras específicamente cristianas, como advierte San Pablo, y a los libros sagrados legados por la sinagoga se unieron poco a poco los escritos apostólicos y los santos Evangelios. El esquema de estas reuniones, no obstante los nuevos elementos, se mantuvo en sus líneas tradicionales. Tenían lugar por la tarde del sábado, seguidas después, por la noche, del servicio eucarístico propiamente dicho. Aquí estaba toda la liturgia primitiva.

La más antigua descripción de la misa, hecha en el 155 en Roma por el mártir San Justino, nos presenta las mismas líneas fundamentales de la liturgia primitiva, salvo una notable variante, la celebración de la eucaristía completamente separada del ágape, y unidas, sin embargo, al servicio eucológico de la sinagoga.

Juzgamos oportuno transcribir el texto clásico de San Justino, advirtiendo que damos en una sola las dos descripciones de la misa que él nos dejó: una relativa a la función dominical ordinaria, y la otra, a la administración del bautismo en la noche de la Pascua.

"En el día que llamamos del sol, todos los que viven en la ciudad y en los campos se reúnen en un mismo lugar: se leen, cuanto el tiempo lo permite, las memorias de los apóstoles (es decir, los Evangelios) o los escritos de los profetas. Después, el lector se detiene, y el presidente (obispo) toma la palabra para hacer una exhortación e invitar a seguir los hermosos ejemplos que han sido citados. Todos nos levantamos en seguida y recitamos las oraciones por nosotros... por todos los hombres del mundo entero, para que seamos considerados también nosotros miembros activos de la comunidad y así alcancemos la salud eterna. Al terminar el rezo nos saludamos mutuamente con el ósculo de paz. Entonces se lleva, al presidente de los hermanos, pan y un cáliz con agua y vino; él lo toma y, elevando al Padre del universo la expresión de su loor y alabanza en el nombre del Hijo y del Espíritu Santo, pronuncia un largo y sentido discurso de acción de gracias (eucaristía), porque hemos sido juzgados y dignos de semejantes dones. Al terminar las oraciones y la eucaristía, todo el pueblo presta su asentimiento con la palabra amén... La palabra amén, en lengua hebrea, significa así sea.

Después del discurso de acción de gracias del presidente y la aclamación de todo el pueblo, los que entre nosotros se llaman diáconos reparten a los asistentes el pan eucarístico, el vino y el agua, y llévanlo también a los ausentes.

Nos reunimos todos en el día del sol, porque es el primer día en el cual Dios, separando las tinieblas y la materia, plasmó el universo; además, Jesucristo, nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos el mismo día, porque lo crucificaron la víspera del día de Saturno, y al día siguiente del día de Saturno, es decir, en el día del sol, apareció a sus apóstoles y discípulos y les enseñó estas cosas que hemos propuesto a vuestra consideración."

La organización litúrgica, tal como aparece en San Justino, puede considerarse sustancialmente uniforme en todas las principales comunidades cristianas. San Justino, en efecto, alude a un rito general cuando dice que el domingo "todos los que viven en las ciudades y en las campiñas se reúnen en un lugar." Su testimonio vale no sólo para Roma, donde vivió largo tiempo, sino también para Palestina, donde nació y creció; para el Asia Menor (Efeso), donde se convirtió, y para tantas otras provincias que, como él mismo confiesa, había recorrido con la toga de filósofo. Por lo demás, cuando San Policarpo viene de Esmirna a Roma para tratar con el papa Aniceto (+ 166) sobre la cuestión de la Pascua, pudo él, por invitación del Papa, celebrar en su lugar; señal de que en Asia, lo mismo que en Roma, el ritual eucarístico era más o menos uniforme.

Setenta años después, San Hipólito, sacerdote y antipapa romano (+ 235), describe a su vez la celebración de la misa en la narración que hace sobre la consagración de un obispo en la Traditio Apostólica. El pasó en silencio la parte introductoria de la misma, porque probablemente se omitía en tal ocasión; mas el esquema ritual de la misa propiamente dicha es idéntico al de San Justino. En particular, Hipólito nos transcribe diversas fórmulas, entre las que se encuentra la de la gran plegaria consecratoria, la más antigua anáfora que se conoce. Además, el ritual del bautismo y de la confirmación evidencia ya un notable desarrollo, en correspondencia con los ritos orientales análogos.

La Ruptura de la Unidad Litúrgica.

El cuadro de la liturgia primitiva esbozado en el párrafo anterior pretendía darnos una idea de cómo se desenvolvía, más o menos, la vida litúrgica en las principales iglesias occidentales y orientales, hasta una época ciertamente ulterior al siglo II. Hemos dicho más o menos, ya que consideramos la uniformidad litúrgica primitiva en sentido muy amplio, siendo imposible admitir, como observa muy bien Duchesne, una identidad completa en todos los detalles aun en las iglesias fundadas por los apóstoles. Sin duda alguna, todas ellas estaban de acuerdo sobre ciertas partes esenciales, como la ofrenda de los dones para el sacrificio, la consagración, la fracción, la comunión y sobre algunas otras pocas más de alguna importancia, como la lectura de los Libros sagrados, el canto de los Salmos, la plegaria litanica, el beso de paz; pero en cuanto a los detalles o al orden de cada uno de los ritos, debían existir necesariamente notables divergencias. Eran muchas las circunstancias que llevaban indefectiblemente a una diferenciación cada vez más acentuada de los ritos. Podemos recordar entre éstos:

a) La incertidumbre de las fórmulas litúrgicas, debida a la libertad concedida al obispo que presidía la sinaxis. Es verdad que la tradición le imponía un determinado orden de ideas a desenvolver en las plegarias más esenciales, especialmente en la anáfora, repitiendo una fraseología convencional o, si no, fórmulas protocolarias, pero se dejaba a su piedad, a su gusto y a su particular inspiración interpretarlas rectamente y traducirlas en concretas y felices expresiones.

Advierte la Traditio: "El obispo dé gracias según el texto dado por nosotros arriba. No es, sin embargo, necesario que pronuncie las mismas palabras; basta que dé de corazón las gracias a Dios. Cada uno ore según su propia capacidad. Si alguno está en condición de proferir una plegaria grande y elevada, que lo haga; pero aun cuando ore en forma más modesta no se le impida, con tal de que sus palabras sean correctas y ortodoxas." Más tarde se fijaron las fórmulas, se seleccionaron, se recogieron, pero no en todas partes por la misma época y la misma forma. Mientras Roma y Alejandría poseían a fines del siglo III formularios canónicos y comunes, África se encontraba todavía, a finales del siglo IV, en una especie de anarquía eucológica, a la que los concilios buscaban ansiosamente poner un remedio. Bajo este aspecto debe decirse que las iglesias orientales precedieron a las occidentales, excepto a la iglesia de Roma. Según refiere San Basilio, en Neocesarea la liturgia estaba ya fijada desde el siglo III por su gran obispo y apóstol Gregorio el Taumaturgo."

b) La diversidad de las condiciones del ambiente en la cual se desarrolló el cristianismo en tiempos, lugares y pueblos diversos. Es evidente que debía ser distinta la forma con que se podía celebrar la sinaxis en el tablinum de una casa patricia que en el de una celia cimiterial, y otra cuando se celebraban los santos misterios en locales construidos para ello, y mucho más en las grandes basílicas de la época constantiniana. Eusebio recuerda expresamente el desarrollo de la liturgia como consecuencia de la paz dada a la Iglesia. Por lo demás, mientras en algunas provincias, como Roma, Antioquía y Bitinia, estaba el cristianismo, ya en tiempo de Trajano, en su pleno desarrollo, en otras o no había penetrado todavía o comenzaba apenas y tímidamente a insinuarse. Por último, la índole de los diversos pueblos no podía menos de imprimir su propia fisonomía aun en las formas del culto.

c) La dificultad de mantener estable y nórmales relaciones entre las diversas iglesias, dada su distancia y las convulsiones que frecuentemente eran ocasionadas por las persecuciones. Hasta debe dudarse de si las mismas iglesias filiales, con relación a su iglesia madre, pudieron todas, al menos, reproducir integralmente las costumbres litúrgicas de ella; cuando se piensa que la evangelización de una provincia, aunque iniciada en un solo grande templo, debía, al mismo tiempo que avanzaba poco a poco, subdividirse y separarse en muchos templos menores, los cuales no podrían conservar de la iglesia madre más que un ritual restringido y rudimentario.

Estas y otras parecidas circunstancias hacían que en el campo litúrgico prevaleciera poco a poco sobre la tendencia centrípeta, que arrastraba a las iglesias a sus primitivos templos de irradiación, la centrífuga, que, a través de las iniciativas particulares de los obispos, los incitaba insensiblemente a alejarse de la primitiva uniformidad y a desarrollarse con ritos y fórmulas muy diferentes. Ireneo ya, para la cuestión de la Pascua, y Firmiliano de Cesárea, hacia la mitad del siglo III, constataban este hecho en el concilio de Iconio:

"Eos autem qui Romae sunt non ea in ómnibus observare quae sint ab origine tradita; et frustra apostolorum auctoritatem praetendere scire quis etiam inde potest, quod circa celebrandos dies Paschae et circa multa alia divinae reí sacramenta videat esse apud illos aliquas diversitates, nec observari illic omnia aequaliter quae Hierosolymis observantur, secundum quod in ceteris quoque plurimis provinciis multa pro locorum et hominum diversitate variantur, nec tamen propter hoc ab ecclesiae catholicae pace ataque unitate aliquando discessum est."

Cincuenta años después, Agustín hacía constatar algo semejante sobre la disciplina en las diversas iglesias acerca de la celebración de la misa: "Alii cotidie communicant corpori et sanguini Domini; alii certis diebus accipiunt. Alibi nullus dies praetermittitur quo non offeratur; alibi sabbato tantum et dominico; alibi tantum dominico."

La Circunscripción Eclesiástica.

No debemos considerar la diferenciación litúrgica que venía lentamente madurando en la Iglesia, solamente como el resultado de las diversas condiciones de ambiente que hemos descrito antes, sino también como la expresión de aquellas agrupaciones particulares políticoreligiosas que constituían entonces las grandes circunscripciones en que estaba dividido el mundo cristiano.

En la época del concilio de Nicea (325), estas circunscripciones se hallaban repartidas de hecho así:

En Oriente, tres grandes provincias metropolitanas: Antioquía, Cesárea, Alejandría. Antioquía, la más antigua y la más célebre de todas, era un centro activísimo de vida religiosa, del que se extendía el cristianismo ampliamente por los países circunvecinos. De ella partieron los misioneros que llevaron la fe a Siria del Norte, Chipre, Asia Menor, Mesopotamia y Persia. Jerusalén entraba también por estetiempo en su esfera de influencia. Es verdad que el obispo de la antigua capital judía gozaba de honor especial; pero no tuvo una verdadera autonomía hasta después del concilio de Efeso (431). Cesárea de Capadocia, la metrópoli de la provincia central del Asia Menor, extendía su radio de acción sobre el exarcado independiente del Ponto y sobre Armenia, más allá de las fronteras del Imperio. Alejandría, finalmente, era después de Antioquía, su rival, otro de los puntos religiosos del Oriente. El concilio Niceno confirmó a su obispo la supremacía sobre las provincias de Egipto, de la Tebaida, de Libia, de Cirenaica y de la Pentápolis líbica. La nueva sede de Constantinopla no comenzó a ejercer, junto con la acción política, una eficaz influencia litúrgica antes de la mitad del siglo V, influencia que poco a poco fue haciéndose cada vez más preponderante, y en los siglos sucesivos llegó a imponerse sobre las antiguas sedes metropolitanas. Las particularidades litúrgicas propias de estas últimas, superadas por el rito bizantino, se mantuvieron, sin embargo, en las iglesias disidentes fuera del dominio de la ortodoxia, de la lengua griega y también de la sumisión política de Bizancio, como veremos pronto.

En Occidente, Roma, cabeza del Imperio y metrópoli del mundo cristiano, además de gozar de una indiscutible preeminencia jerárquica sobre todas las iglesias, actuaba como centro de una provincia eclesiástica que comprendía las sedes de la península y especialmente las ya numerosas de la Italia central y meridional, incluida Sicilia. Las iglesias de la Italia superior, es decir, de la Liguria (Liguria y Traspadana), de la Emilia y de la Flaminia, comenzaban a girar alrededor de Milán. Ésta ciudad, convertida desde tiempo de Maximiniano en morada habitual del emperador y cuartel general de la defensa del Imperio contra los bárbaros del Norte, venía adquiriendo cada vez mayor importancia y prestigio con relación a las sedes circunvecinas, a las más lejanas de España y de las Calías. Venecia e Istria (llírico occidental) entraban también en la órbita eclesiástica de Milán; pero a finales del siglo IV llegaron a constituirse en una organización metropolitana autónoma que comprendía también, al norte, el Nórico y Rezia, y tenía por capital a Aquileya. La Dalmacia formaba una provincia aparte, bajo el metropolitano de Salona.

Un grupo netamente distinto, más que cualquier otro, aun por su posición geográfica, era el de las iglesias de África. Manteniéndose siempre en estrecha relación con Roma, tenía generalmente como cabeza a Cartago, cuyos obispos reunían en torno de sí a los de todas las provincias africanas.

Los Tipos Litúrgicos.

Las circunscripciones eclesiásticas, de las que hemos trazado, al menos de un modo general, los confines, formaban a finales del siglo IV o a principios del V otras tantas provincias litúrgicas distintas. En esta época, en efecto, que es la de los primeros y más importantes documentos de nuestra historia, la diferenciación litúrgica había tomado formas precisas y definitivas y llegado en algunos sitios a un estado de desarrollo muy avanzado. Si queremos indicar los tipos fundamentales, nos encontramos con los cuatro siguientes:

1.° Tipo siríaco (Antioquía).

2.° Tipo alejandrino (Alejandría).

3.° Tipo galicano (Arlés).

4.° Tipo romano (Roma).

A los tres primeros de estos cuatro principales pueden reducirse algunos subtipos, muy semejantes en su substancia, pero algo distintos en sus particularidades secundarias. He aquí el cuadro sinóptico:

1.° Tipo siríaco..........

a) Rito antioqueno-jerosolimitano.

b) Rito siro-caldaico o persa.

c) Rito bizantino.

d) Rito armeno.

2.° Tipo alejandrino....

a) Rito copto.

b) Rito abisinio.

Por todo lo dicho hasta el presente, parece cuerdo afirmar que ésta es la división de las liturgias que aparece como más racional y es la que ordinariamente aceptan los mejores liturgistas.

A pesar de las múltiples variedades locales, las iglesias metropolitanas más importantes en Oriente supieron ejercer tal control sobre las iglesias menores dependientes que mantuvieron entre sí la unidad del tipo ritual propio de ellas.

Debiera decirse otro tanto de Roma para el Occidente si nos limitamos a nuestra península; pero la enorme extensión de su provincia eclesiástica, que comprendía media Europa, permitió que en algunas regiones, como la Galia y España, se entremezclasen en el antiguo rito romano, recibido por ellas, costumbres litúrgicas que estaban en abierta contradicción con las de la iglesia madre. Poco más tarde, como veremos, Roma obligó a volver a todas las iglesias de Occidente a la unidad litúrgica de origen.

Proponiendo, pues, la cuestión sobre el origen de los diversos ritos, debemos decir que en los primeros tiempos se pasó de la unidad primitiva a la multiplicidad local: pero después (siglos IV-V) fueron éstas reducidas, si no a una forma única, que hubiera sido imposible, sí al menos a formas principales adoptadas por unas pocas grandes iglesias; formas que, fijadas establemente, constituyeron las grandes familias litúrgicas existentes hasta ahora.

La clasificación de los tipos litúrgicos que hemos propuesto sigue el criterio del origen histórico de los mismos, que nos parece el más racional e importante. Es preciso, sin embargo, notar en ellos algunas características que podrían, desde otro punto de vista, servir como criterio de clasificación, distinguiendo específicamente algunos sábados de Cuaresma y en la fiesta de San Basilio; en los demás días, la de San Juan Crisóstomo. Los abisinios usan cuatro liturgias, y los coptos, tres. Pero todas estas liturgias permanecen constantemente invariables en su tenor, de manera que no se puede jamás, en determinadas circunstancias o solemnidades, cambiarlas o intercalar fórmula alguna que interprete directamente el misterio del día, si bien esto determina la selección de una mejor que otra. Podemos decir en general que la característica de los ritos occidentales es la fijeza, mientras en los orientales es la volubilidad.

El orden general del servicio, es decir, el sistema con el que una determinada liturgia ha organizado los diversos elementos que concurren a formar un determinado rito: la misa, por ejemplo. Asimismo la preparación de los dones, las lecturas, los cantos, la plegaria de los fieles, el beso de paz, el sistema del ofertorio, la forma del canon, el Pater nosier, la comunión, la eulogia, etc.

Cierto esquema tradicional. Toda liturgia posee generalmente en su patrimonio fórmulas, ceremonias, modos de orar, de responder, suyos, propios, característicos. Por ejemplo, en la liturgia africana, la fórmula del saludo decía así: Pax vobiscum; en la romana, Dominus vobiscum; en la mozárabe, Dominus sit semper vobiscum; en la bizantina, Pax cum ómnibus vobis. En Milán, como en las liturgias galicanas, el nombre de Jesús se hacía preceder en la lectura del evangelio por el calificativo dominus: Dominus lesus. La Oratio fidelium, en Roma, comenzaba así: Oremus... pro Ecclesia... ut Deus; en África se decía: In orationibus in mente habeamus... ut Dominus; en España, De precemur Dominum Deum nostrum ut... Otro importante punto diferencial constituye la frase con que se comienza la relación de la institución en la plegaria consecratoria. Las anáforas orientales la comenzaban invariablemente con esta expresión:... in qua nocte tradebatur, mientras todas las occidentales, a excepción de la mozárabe, dicen: Qui pridie quam pateretur, con las dos notables diferencias de pridie en lugar de nocte, y pati por trad.

Los diversos ciclos, es decir, el sistema de las lecturas, lo mismo apostólicas como evangélicas, de los cantos salmodíeos, adoptado para la misa en los diversos tiempos y en las fiestas del año litúrgico, como también el calendario, la selección y distribución de los salmos, de los cantos, de los himnos en el oficio.

El carácter literario de las fórmulas. Las liturgias orientales, nacidas bajo el influjo directo de la cultura helenística, y el gusto totalmente oriental del fasto tienen, por regla general, un contenido eminentemente especulativo y teológico, que, unido a un imponente ceremonial, da una impresión particular de grandiosidad y magnificencia. También las liturgias galicanas y mozárabes, derivadas en parte del Oriente, se presentan prolijas, exuberantes, ampulosas. La antigua liturgia romana, por el contrario, lo mismo en el formulario como en el ritual, lleva la impronta del "genio romano" con su caracteres de simplicidad, sobriedad, dignidad, fuerza, y con sus tendencias eminentemente prácticas y realísticas, muy lejanas de toda forma gramática o sentimental.

2. Las Liturgias Orientales.

El Tipo Siríaco.

1. El Rito Antioqueno-Jerosolimitano.

Las Fuentes.

Las fuentes más antiguas de este rito se remontan hasta los siglos IV-V. Ponemos junto con las que provienen de Antioquía las de Jerusalén, porque se puede sostener que estos dos ritos litúrgicos fueron uniformes.

a) Las catequesis mistagógicas de San Cirilo de Jerusalén (+ 386). Son cinco instrucciones catequísticas dadas por él en el 347 a los neobautizandos durante la semana de Pascua, con el fin de iniciarlos en los misterios de los sacramentos. Tratan del bautismo (1-2), de la confirmación (3) y de la eucaristía (4-5). Esta última es muy importante, porque el santo Doctor explica en ella las ceremonias de la misa, comenzando por el lavatorio de las manos hasta el fin.

b) La Peregrinatio ad loca sancta. Contiene la relación de un viaje a Palestina realizado hacia el 417-419 por una monja española, Eteria, y descrito ingenuamente por ella misma a sus compañeras religiosas. Es un interesantísimo cuadro de toda la liturgia entonces en uso en Jerusalén para los oficios de los días feriales, de las misas dominicales y de las grandes fiestas del año (Navidad, Epifanía, Purificación, Samana Santa, Pascua, Pentecostés, Dedicación). Por desgracia, la autora no da más que unos cuantos trazos sobre la misa propiamente dicha.

c) Las homilías de San Juan Crisóstomo (+ 407), que pronunció, cuando todavía era un simple sacerdote, en Antioquía el año 386, por orden de su obispo Flaviano, y especialmente las dos Catecheses ad illuminandos, la de Ad neophitos y las relativas a algunas fiestas cristianas.

d) Las homilías de Severiano, obispo de Cabala (f. d. después del 480), en la odisea de Siria.

e) Los sermones catequísticos de Teodoro de Antioquía, obispo de Mopsuestia (+ 428), muy afines a las catequesis de San Cirilo.

i) Los himnos y las homilías de los monofisitas Isaac el Grande (+ 459) y Severeno de Antioquía (+ 518).

f) Y así como la carta de Santiago, obispo de Edesa (+ 708), a Tomás el Presbítero sobre la liturgia siríaca de San Santiago, en uso entre los jacobitas.

g) El Testamentum Domini N. I. C., compilación de variados elementos sobre la disciplina, el dogma y el culto, hecha de documentos más antiguos por un autor anónimo perteneciente a la esfera monofisita de la Siria, hacia finales del siglo V.

h) Un Ordo Missae, anterior al siglo VI, incompleto, limitado a la misa didáctica y editado por Rahmani.

Los Textos Litúrgicos.

Los textos litúrgicos pertenecientes a este rito son: a) Las Constituciones Apostólicas. Se designa con este nombre una compilación de Derecho eclesiástico en ocho libros que se presenta como obra de los apóstoles, redactada por el papa Clemente Romano (+ 99) y enviada por él a los obispos y a los sacerdotes en nombre de los apóstoles. Pueden distinguirse en ella tres partes. La primera (1.1-6) es un retoque amplificado de la Didascalia de los Apóstoles, de la que el compilador extrae una sucinta descripción de los ritos de la misa sin fórmulas (2, c.57). La segunda parte es una perífrasis de la Doctrina de los doce apóstoles, a la que va unida una colección de fórmulas eucológicas y normas catequísticas. La tercera parte (1.8), la más importante de todas, contiene un ritual para las ordenaciones y, como apéndice a la del obispo, una pequeña exposición de los ritos de la misa con todas las fórmulas relativas. El autor que la ha recopilado, con unánime juicio de los críticos, vivía en Siria en la segunda mitad del siglo IV (alrededor del 380), era de tendencias semiarrianas, y la escribió sirviéndose en parte de materiales más antiguos, entre los cuales estaba la Apostólica Traditio, de San Hipólito Romano, pero sobre todo inspirándose, en el orden de las ideas y de la distribución de las fórmulas y de los ritos, en la liturgia entonces en uso en la provincia eclesiástica de Antioquía. Es cierto, sin embargo, que la liturgia de las Constituciones, de origen totalmente privado y de sencilla composición literaria, no se introdujo jamás en el uso oficial de iglesia alguna, si bien ejerció una amplia influencia sobre las demás liturgias del Oriente.

b) La liturgia griega de Santiago. Es un completo Ordinarium Missae con los ritos y las fórmulas con ella relacionados, que representa probablemente el antiguo rito litúrgico de Antioquía y Jerusalén. El orden general es el mismo de las Constituciones Apostólicas, salvo algunas admisiones posteriores (como el incienso, la procesión de la oblata, el Credo, etc.) debidas a la influencia bizantina. El testimonio más antiguo de ella se encuentra en un canon (32) del concilio Trullano (692); pero debe ser ciertamente anterior, porque los jacobitas, que todavía la usan en siríaco, debían poseerla ya en la época del cisma monofisita (siglo V). Parece que San Jerónimo la conoció. Sin querer considerarla como auténtica, es indiscutible que ciertas alusiones a la Iglesia primitiva y perseguida son de una respetable antigvedad, al menos para alguna de sus partes.

c) La liturgia siríaca de Santiago. Llevado el cisma monofisita al concilio de Calcedonia (451), por algún tiempo, tanto los ortodoxos (imperiales y melquitas) como los disidentes, llamados jacobitas por su corifeo Jacobo Baradai, conservaron en sus respectivas iglesias la misma liturgia griega. Pero bien pronto el movimiento cismático, aun acusando un marcado carácter de reacción contra el Imperio, quiso traducir la liturgia griega al siríaco, lengua nacional. La liturgia siria, por eso, no obstante algunas pequeñas diferencias, está en correspondencia con la griega original. Los jacobitas, además, poseen setenta anáforas, atribuidas por ellos a diversos santos y obispos monofisitas, las cuales fueron insertas en el Ordocommunis de la misa, que quedó invariable. De todas ellas parece ser la más antigua la titulada de los doce apóstoles; más aún, según los estudios de Engberding, sería la de tipo del cual se derivó la liturgia del libro octavo de las Constituciones Apostólicas y la bizantina de San Juan Crisóstomo.

d) Algunos importantes fragmentos de Ordines anuocheni, editados por Rahmani, que tratan especialmente sobre la disciplina de la misa y de las ordenaciones en el siglo V.

La liturgia griega de Santiago cayó casi en desuso desde el siglo XII. La usan los griegos ortodoxos una sola vez al año (23 de octubre) en Jerusalén, Chipre y alguna otra iglesia. La siríaca, sin embargo, con casi todas las anáforas de recambio, está siempre en vigor entre los monofisitas. Entre los católicos la siguen:

a) Los siró-unionistas, quienes, sin embargo, usan solamente siete de las muchas anáforas jacobitas, y aun estas mismas algún tanto recortadas y depuradas de los errores monofisitas. La de San Juan es la más común. Las lecturas y algunas oraciones se hacen, además de en sirio, en árabe.

b) Los siro-maronitas. Estos tienen su origen del monasterio de Beit-Marum, en el Líbano, que existía ya en el siglo V y que más tarde (siglo VII), pasado al monotelismo junto con aquellas fieras poblaciones montañosas, se mantuvo allí con diversas oscilaciones hasta el siglo XVI. La liturgia de Santiago, usada por ellos, ha sufrido profundas modificaciones en sentido romano, La lengua litúrgica es la siríaca; pero, para comodidad del pueblo, se halla traducida al árabe alguna de las partes de los textos.

La Misa Siro-Antioquena de las "Constituciones Apostólicas."

Sirviéndonos de los datos contenidos en las fuentes y en los textos antes descritos concernientes a la liturgia siro-antioquena, y particularmente de los de las Constituciones Apostólicas, es interesante dar una descripción sucinta de la liturgia de la misa, tal como debía desarrollarse, con pequeñas diferencias, alrededor del 400 en las iglesias de Siria y en las que estaban sujetas a la influencia litúrgica de Antioquía: Jerusalén, Chipre, Constantinopla, Cesárea.

Misa didáctica. Los fieles se sientan en la iglesia bajo la presidencia del obispo y del clero. Los hombres, en una parte; las mujeres, en otra. Los diáconos, succinti et expediti, sine multa veste, desempeñan el servicio de turno.

Comienzan en seguida las lecturas. Las dos primeras están tomadas del Antiguo Testamento; después, un lector sube al ambón y entona el canto de un salmo. Es el psalmus responsorius, al que contesta el pueblo con un versículo o parte de él, repetido a modo de estribillo. Sigue una tercera lectura de los Hechos o de las epístolas apostólicas, y finalmente la del evangelio. Esta se hace con gran solemnidad por un diácono o un sacerdote y es escuchada por todos de pie, magno cum silentio. Terminadas las lecturas, algunos de los sacerdotes pronuncian por turno una breve exhortación sobre lo que se ha leído. Por último predica el obispo.

Llegados a este punto, tienen lugar las diversas misas, es decir, la despedida de aquellas clases de personas a las que está prohibido el asistir al santo sacrificio; a la invitación del diácono, salen sucesivamente los catecúmenos, los energúmenos, los catequizados y los penitentes, después que la asamblea ha respondido para cada grupo Kyrie eleison a una breve plegaria litánica formulada por el diácono. Cuando éste ha intimidado a los penitentes: Exite qui in poenitentia estis; et adiíciat: Nerrbo eorum quibus non licet, exeat! todos los fieles, los únicos que han quedado en la iglesia, se ponen de rodillas para rezar. Y el diácono comienza la letanía:

"Oremus... Pro pace et tranquilízate mundi. Pro catholica et apostólica cuncti orbis Ecclesia. Pro episcopo nostro... pro presbyteris nostris. Pro lectoribus, cantoribus. virginibus, viduis. Pro iis qui sunt propter nomen Domini in metallis et exilio et custodiis et vinculis."

A toda petición, los fieles responden con la invocación: Kyrie eleison. Y se termina la letanía con una plegaria del obispo, que implora sobre ellos las bendiciones de Dios. Aquí termina la primera parte de la liturgia, la llamada misa didáctica de los catecúmenos.

La misa sacrifical comienza con el saludo del obispo: Pax cum ómnibus vobis, al que responde el pueblo: Et cum spiritu tuo. Después, a la invitación del diácono, reciben los clérigos el beso de paz del obispo, y los fieles se lo dan mutuamente entre sí. Entre tanto, mientras vigilan los diáconos las puertas, a fin de que ningún profano entre en el templo, y otros se reparten aquí y allá, ne quis fíat strepitus, ne quis nutus faciat, aut mussitet, aut dormitet, el obispo y los sacerdotes se lavan las manos para recibir los dones del sacrificio. Los diáconos los presentan al obispo y después los ponen sobre el altar, agitando a los lados dos abanicos para ahuyentar los insectos. Preparadas las ofrendas, el obispo, de pie delante del altar, con la cara hacia el pueblo, rodeado de los sacerdotes, se prepara para la solemne plegaria consecratoria.

La anáfora comienza con el conocido preámbulo dialogado, no obstante el saludo inicial, que es aquel más amplio y solemne de San Pablo: Gratia omnipotentis Dei et caritas D. N. lesu Christi et communicatio S. Spiritus sit cura ómnibus oobis35. Después se extienda largamente, comenzando por los infinitos atributos de Dios y llegando a las maravillas obradas por El en la creación de los ángeles, de los astros, denlas cosas y del hombre. Y después de haber recordado la caída y la condenación, evoca las grandes figuras de los patriarcas: Noé, Lot, Abraham, Isaac, Jacob, José, Moisés, Josué. En este punto se interrumpe bruscamente el pensamiento para volver al concepto de Dios, adorado por innumerables legiones de ángeles, los cuales cantan incesantemente (et omnis populus simul dicat):

"Sanctus, sanctus, sanctus Dominus Sabaot; Pleni sunt caeli et térra gloria eius; Benedictus in saecula. Amen. Et pontifex deinceps dicat: Sanctus enim veré est et sanctissimus, altissimus et superexaltatus in saecula. Sanctus etiam unigenitus F’ilius tuus Dominus noster et Deus Iesus Christus..."

Y continua, conmemorando la encarnación en el seno virginal de María, la vida, la pasión, la muerte, la resurrección, la ascensión. Después, aludiendo al precepto del Señor: Hoc facite in meara commemorationem. reproduce la escena de la institución de la santísima Eucaristía, junto con las palabras consecratorias; recuerda de nuevo la pasión, la muerte, la resurrección, la venida gloriosa del Señor, y decide que ut mittas Spiritum sanctum tuum super hoc sacrijicium... et efficiat hunc panera corpus Christi tui et hunc calicem sanguinem Christi tai, ut qui, eius participes fiunt, ad pietatem confirmentur. Es la epiclesis oriental. La plegaria eucarística se termina con una larga oración a Dios en favor de toda clase de personas y con la doxología final: Quoniam tibí omnis gloria, veneratio et gratiarum actio, honor et adoratio Patri et Filio et Sancto Spiritui, et nunc et seraper et infinita et sempiterna saecula saeculorum. Amen, seguida de una bendición del obispo. Las Constituciones no traen la recitación del Pater noster, que la recuerda San Cirilo y San Crisóstomo, recitada con voz unánime por todos los presentes y concluida con una breve doxología.

Llegados a este punto, un diácono hace la conmemoración de¡os vivos y de los difuntos (dípticos). Después, el diácono exclama: Attendamus! y el obispo, en alta voz: Sancta, sanctis! a quien responde el pueblo: Unus sanctus, unus dominus, lesu Christus, in gloriara Dei Patris, benedictus in saecula. Amen. Sigue la fracción del pan, que las Constituciones 110 la mencionan expresamente, y después la comunión. El obispo participa de ella el primero, deinde presbyteri, diaconi, subdiaconi, lectores, cantores, ascetae, et in mulieribus diaconisae, virgines, viduaeque, tura pueri, deinde omnis populus, composite, cura pudore et reverentia, absque strepitu. Durante la distribución de la eucaristía, un cantor entona el salmo 33: Benedicam Dominum in omni tempore, en el cual hay alusiones claras al convite celestial. Terminada la comunión, diaconi reliquias accipiunt et inpastophoria inferunt; después un diácono hace la señal para comenzar la plegaria de acción de gracias, que el obispo pronuncia en nombre de todos; por último, imparte la bendición a los fieles, y el diácono jntima a la asamblea: lie in pace!

El Rito Siro-Caldaico o Persa.

Es cierto que la evangelización de las provincias del este de Siria (Mesopotamia, Asiría, Persia) fue llevada a cabo por misioneros de Antioquía. Pero la diversidad de lengua y de sumisión política dio origen muy pronto a una liturgia particular muy importante, que se mantuvo ortodoxa hasta el concilio de Efeso (431), cuando, después de la condenación de Nestorio, se separaron de la unidad católica las grandes iglesias de Edesa, Nisibi y Seleucia-Ctesifonte, erigiéndose en iglesias nacionales independientes.

Las fuentes de este rito antes del cisma son principalmente dos:

a) Las homilías de Afraates (+345), obispo de Mar Mattei, en Mossoul (Persia), muy interesantes para la historia de la eucaristía y de la penitencia.

b) Las obras del diácono San Efrén Benisibi (+373), y especialmente los sermones y los himnos, algunos de los cuales pasaron a las liturgias siríacas ortodoxas y cismáticas.

Después del cisma, es preciso distinguir entre los escritores monofisitas y nestorianos.

c) Pertenecen a los monofisitas Jacobo de Saruj (+ 521), que dejó una anáfora, un Ordo baptismi, seis homilías festivas y una gran cantidad de homilías métricas, y Filosenne, obispo de Mabbouj (+ 523), que escribió también diversas anáforas y un Ordo baptismi.

d) Entre los nestorianos es de primera importancia Narsai (+ 502) per sus homilías, algunas de las cuales (especialmente la decimoséptima) están relacionadas con la liturgia de la misa y del bautismo, y por sus himnos, gran parte de los cuales formaron parte del Breviario nestoriano. Debe también recordarse a Hannana de Adiabene (siglo VI), autor de unos comentarios sobre la liturgia y sobre las rogativas.

Los textos litúrgicos hasta ahora conocidos son:

a) Un Ordo baptismi, atribuido a los santos Addeo y Maris, del siglo IV-VI.

b) Un fragmento de anáfora del siglo VI, editado por Bickell, y las dos anáforas de Teodoro de Mopsuestia y de Nestorio, que los nestorianos usan todavía en ciertos tiempos del año.

c) La liturgia de los santos Addeo y Maris, los dos discípulos de Santo Tomás Apóstol, que, según una antigua tradición, fundaron las iglesias de Edesa, Seleucia, Ctesifonte y evangelizaron las comarcas cercanas. Esta liturgia debe de ser muy antigua, si bien su redacción en su estado actual se remonta al patriarca Iesuyab 111, que vivió a principios del siglo VII; y de ésta se sirven los nestorianos habitualmente. Tiene la extraña particularidad de no contener las palabras de la institución. El hecho, único en su género, se compagina con la reverencia casi pavorosa de los orientales hacia la fórmula consecratoria, "el momento terrible," dice Narsai. Ellas, sin embargo, existían y se recitaban; pero algunos no querían ponerlas por escrito. Esto se halla confirmado por el descubrimiento de las homilías de Narsai de Nisive (+ 502), cuya homilía 17, que comenta el texto de la anáfora nestoriana, trae las palabras de la consagración.

Actualmente, entre los católicos el rito siro-caldaico (en la liturgia de los santos Addeo y Maris y en alguna otra) lo siguen: 1.° los caldeo-unitarios; 2.° la iglesia de Malabar, en la costa occidental de la India. El origen de este rito es obscuro. Muchos ponen como fundador al apóstol Santo Tomás; otros lo atribuyen a una dispersión de los fieles de Persia en tiempos de la persecución de Sapor. La liturgia malabárica, con alguna ligera diferencia, es la misma de los santos Addeo y Maris.

El Rito Bizantino.

Loe Orígenes.

Los primeros orígenes del rito bizantino se encuentran en los ritos litúrgicos de Cesárea de Capadocia y de Antioquía. No hay ninguna duda de que Cesárea, que, como las demás iglesias asiáticas del Ponto y de Bitinia, había recibido de Antioquía el Evangelio, concordase substancial-mente con ésta en el rito; pero, bajo un común fondo siríaco, asimilaron muy pronto particularidades litúrgicas muy importantes. Esto se ve claramente desde el siglo III por Firmiliano de Cesárea (257), San Gregorio Taumaturgo (270), y en el siglo siguiente, por los sínodos de Ancira (314), Neo-cesárea (315), Laodicea (315), Gangra (358) y, sobre todo, por los escritos de San Basilio, quien, a juicio de algunos contemporáneos suyos, habría llevado a cabo en Cesárea reformas litúrgicas de gran importancia.

Precisamente en esta época, la sede de Constantinopla estaba en vías de organización; pero, desprovista de tradiciones litúrgicas propias, tuvo que hacerse necesariamente tributaria de dos ritos con los cuales estaba mayormente en contacto: Cesárea y Antioquía. Porque no debe olvidarse cómo en esta última ciudad y también en Bizancio recibieron a los sucesores de Constantino hasta Teodosio (379-395) y que buena parte de los primeros obispos de Constantinopla, como Eudosio, Gregorio Nacianceno, Nettario, Juan Crisóstomo y Nestorio eran originarios de Antioquía o de Cesárea. Hacia el 450, la iglesia de Constantinopla había adquirido una decisiva preponderancia en la situación religiosa del Oriente, y su liturgia, conservando los grandes trazos de la siríaca, había tomado ya aquella fisonomía específica, que en adelante fue acentuándose cada vez más y sobreponiéndose por fuerza del destino a los ritos de las demás iglesias.

Fuentes y Textos.

a) Las fuentes del rito bizantino, en su período más antiguo, son principalmente las homilías de San Gregorio Nacianceno y de San Juan Crisóstomo pronunciadas en Constantinopla, el Tractatus de traditione Missae, atribuido a Proclo (+ 446), y las otras, ricas en referencias litúrgicas en los historiadores griegos del siglo V, Sozomeno, Sócrates, Filostorgio. Sobre el desarrollo ulterior del rito nos dan interesantes datos la Mystagogia, de Máximo el Confesor, y sus Schola de Ecclesiastica Hierarchia, del Pseudo Dionisio; los historiadores Eutiquio y Evagrio, las obras poéticas del himnógrafo Romanos y los Comentarios de San Germán I de Constantinopla (+ 740) y de San Teodoro Estudita (+ 726).

b) Los Textos Litúrgicos más Importantes son:

a) La liturgia de San Basilio (+ 379), que probabilísimamente, al menos en la parte anaforal, se le atribuye a él. Contiene la antigua liturgia de Cesárea, reformada por el santo obispo y adoptada con alguna variante en Constantinopla, donde estuvo generalmente en uso hasta más allá del siglo VII. Pedro Diácono, en el año 512, da testimonio de su gran difusión en casi todo el Oriente. Hoy día no existe la liturgia normal sino reducida a pocos días del año, es decir, a las dominicas de Cuaresma (excepto la de las palmas), al Jueves y Sábado Santo, a las vigilias de Navidad y de Epifanía, al primer día del año y a la fiesta de San Basilio.

b) La liturgia de San Juan Crisóstomo (+ 407). Es semejante en todo a la anterior de San Basilio, a excepción de las plegarias del celebrante, que se hallan sustituidas por un texto muy breve. Es difícil precisar si tuvo alguna parte en este trabajo San Juan Crisóstomo. Nos faltan casi por completo los testimonios antiguos. El Pseudo Proclo solamente alude a la tradición de que el Crisóstomo, para hacer más fácil al pueblo la observancia religiosa, abrevió considerablemente las plegarias litúrgicas. De todos modos, el texto primitivo ha sufrido no pocos retoques y notables adiciones, como el canto de Monogenes durante la entrada del celebrante (pequeño introito) y del trisagio antes de las lecturas, la larga y compleja ceremonia de la proscomide (preparación de las oblatas), la procesión con las ofrendas (grande introito), el Credo, etc. La liturgia de San Juan Crisóstomo goza actualmente de un uso cotidiano.

c) La liturgia de los presantificados, que se usa en los días de ayuno,en Cuaresma (exceptuando sábado y domingo), para suplir con la comunión a la celebración de la misa, que en tales días está prohibida, conforme a la antigua disciplina. Consta de lecturas y plegarias litánicas, seguidas inmediatamente de la comunión con las sagradas especies consagradas el domingo anterior. Esta liturgia aparece ya en el Chronicon Pascual del 645 y del II concilio Trullano (692), y se atribuye a San Gregorio Magno, pero sin ningún fundamento.

c) El desarrollo histórico.

Organizado sobre sólidas bases, el rito bizantino, con la supremacía religiosa y civil de Constantinopla, comenzó insensiblemente a ejercer una vigorosa presión sobre los demás ritos de Antioquía, Jerusalén y Alejandría, a los que hizo al principio entrar en su órbita y después terminó por suplantarlos del todo. Estos, sin embargo, sobrevivieron, al menos en parte, en las iglesias cismáticas, monofisitas (jacobitas, coptas) y monoteletas (persa), formadas en su mayor parte con elemento popular indígena, al paso que las iglesias ortodoxas (imperiales, melquitas, constituidas en su mayor parte por elemento griego y helenizante) se unían las dos estrechamente al rito de la metrópoli imperial hasta por razones políticas.

En Antioquía, en las iglesias melquitas, la adopción del rito bizantino, comenzada en el siglo VI con la escisión de los jacobitas y después de los maronitas, se consumó alma 1908); id., Les origines et le dévéloppement du texte grec de la Liturgie de St. Jean Chrysostome; Chrysostomiká (Rome 1908). Alrededor del año 1000 en lo que concierne al calendario y el oficio. La liturgia de Santiago, con ribetes bizantinos desde mucho tiempo, cesó completamente en el siglo XIII. En Jerusalén, los antiguos ritos locales, apoyados en las tradiciones de los lugares santos, neutralizaron más a la larga la influencia de Constantinopla; la liturgia de Santiago se celebraba allí todavía en el siglo XII. No se sabe cuándo fue sustituida por la bizantina. En Alejandría, después de la separación definitiva de la iglesia monofisita copta de la ortodoxa legítima (melquita), que tuvo lugar a principios del siglo VII, la liturgia local de San Marcos, adulterada ya por numerosos elementos bizantinos, perduró hasta el fin del siglo XII. Decayó poco después del 1203, cuando Marcos, patriarca melquita de Alejandría, llegado a Constantinopla, y habiendo celebrado en el propio rito, fue inducido a abandonarlo por Teodoro IV Balsamone de Antioquia, uniformándose completamente con los ritos bizantinos.

El dominio de esta liturgia es hoy día el más vasto después de la liturgia romana. Se extiende a casi todo el Oriente cristiano, alcanzando la iglesia cismática (ortodoxa), separada de Roma (s.XI), así como las iglesias que quedaron en comunión con la Sede Apostólica. Debe, sin embargo, tenerse en cuenta que en las diversas provincias de rito bizantino (a excepción, naturalmente, de Grecia y de las comunidades griegas de Italia y Turquía) el texto litúrgico original griego ha sido traducido a las respectivas lenguas nacionales. Rusia y las provincias de Servia, Bulgaria, Montenegro, Hungría (ruteno) usan el paleoslávico. Los griegos melquitas y los ortodoxos de Palestina y de Siria, el árabe; el exarcado de Tiflis (Georgia), el georgiano; Rumania y la Transilvania, el rumano; las provincias bálticas de Rusia, como también sus colonias de las islas Aleutinas y Alaska, sus propios dialectos. En conjunto, los fieles que siguen el rito bizantino ascienden a cerca de 150 millones, de los cuales nueve millones y medio son católicos.

La Italia meridional y Sicilia fueron también en un tiempo tributarias de esta liturgia. Es cierto que antes del siglo VIII existían algunos monasterios griegos, los cuales, habiendo crecido notablemente en la época de la persecución iconoclasta y de la invasión árabe en Palestina, se convirtieron en otros tantos focos de influencia bizantina. Este lento proceso de helenización se acentuó todavía más cuando, en el 726, León Isáurico arrebató a Roma la Italia meridional para unirla a Constantinopla. Y cuando, dos siglos después, el emperador Nicéforo Foca y el patriarca Polyeuctos obligaron a los obispos a adoptar el rito griego. La orden, sin embargo, no se cumplió en todas partes ni con prontitud ni con fidelidad. El retorno de aquellas diócesis a la liturgia latina comenzó con los normandos en el siglo XI y prosiguió con varias alternativas hasta el siglo XVI, época en la que se podía decir que estaba completamente consumado. Sujetas al rito bizantino quedan todavía algunas iglesias, pertenecientes antes a las antiguas colonias griegas (Livorno, Venecia, Ancona, Barí, Lecce, Palermo), y cierto número de parroquias, especialmente en Basilicata y en Calabria, constituidas en su mayor parte por emigrantes albaneses.

La Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo.

Dada la importancia de la liturgia bizantina, creemos oportuno describir, al menos sumariamente, las partes principales del ritual de la misa; daremos antes algunos datos sobre la disposición material y los objetos sagrados de las iglesias griegas.

Consta, por regla general, de tres partes:

a) El nártex, (ο ναρθηξ) que es un vestíbulo rectangular donde antiguamente se encerraban los catecúmenos y los penitentes durante los divinos misterios. Allí, aun hoy día los monjes en espíritu de penitencia recitan las horas canónicas, a excepción del oficio de la aurora (ορθος), y de las vísperas (εσπερινος). En el nártex está la pila bautismal.

b) La nave, (ο ναος) donde se reúnen los fieles, semejante en todo a la de nuestras iglesias.

c) El santo bema (το ιερον βημα) o santuario, en cuyo centro se levanta el altar. El santuario se halla separado de la nave por medio del iconostasio, una especie de verja alta decorada con preciosas imágenes (Crucifijo, la Santísima Virgen, San Juan Bautista), que de ordinario oculta completamente el santo bema a la vista de los fieles. El coro, es decir, los sitiales para el clero y los cantores, está en la nave, inmediatamente delante del iconostasio. En el iconostasio se abren tres puertas. La del medio, llamada porta speciosa, conduce delante del altar; de las otras dos, la de la derecha, la puerta septentrional, da a un pequeño altar lateral en el santuario, donde se visten los ministros con los ornamentos sagrados; la otra, la puerta meridional, da a la prótesis (προσπομιδη) o sea a la mesa donde se preparan las oblatas para el sacrificio.

El altar, sin gradas, se halla cubierto con dos manteles; lleva siempre el crucifijo y los libros de los Evangelios. En cuanto al tabernáculo, algunas iglesias lo tienen sobre el altar, según el uso latino; otras, en una custodia abierta en el muro del ábside; otras, en una caja de madera dorada o de plata en forma de paloma suspendida con una cadena sobre el altar. Los vasos sagrados, durante la misa, están colocados sobre el iletón (ειλητον), un pedazo de tela cuadrado que corresponde a nuestro corporal. Cuando el altar está consagrado, el iletón se pone sobre un paño del mismo tamaño, llamado antimensio, que lleva cosidas en un saquito reliquias de santos. El cáliz usado por los griegos es semejante al nuestro: solamente la patena (disco) es mayor y sin fondo. Los griegos usan también el asterisco (αστερισπος), constituido por dos semicírculos, que se coloca sobre la patena con el fin de que el velo no toque las santas especies; la santa lanza (λογχη), pequeño cuchillo con el que el sacerdote corta el pan para el sacrificio; la santa lábida (λαβις), cucharita con la cual se da a los fieles el pequeño trozo de pan consagrado.

Para cubrir las oblatas, los griegos usan tres dedos: los dos menores protegen, respectivamente, el cáliz y la patena; el tercero, más amplio, llamado aria (το αερ), sirve para cubrir el uno y el otro. Además de las conocidas vinajeras para el agua y el vino, poseen una tercera de metal (zeon), que contiene agua caliente para infundirla en el cáliz antes de la comunión, reminiscencia quizá de lo que se hacía en los países fríos para evitar que se helase el vino. Antiguamente, durante la misa, los diáconos debían agitar en torno del altar los llamados ripidia, especie de abanico que llevaba por ambas partes un busto de serafín con seis alas; hoy día se lleva solamente en la procesión. En las funciones pontificales el obispo acostumbra a bendecir al pueblo con dos pequeños candelabros simbólicos, uno de los cuales lleva dos candelas (dicerio) y otros tres (fricerio).

Esto supuesto, he aquí el orden de la misa según la liturgia de San Juan Crisóstomo. Comprende tres fases bien distintas:

a) La preparación de los dones (η προσπομιδη). El sacerdote y el diácono, vestidos con los ornamentos sagrados, van al altar de la prótesis para preparar las oblatas (prosfora) del sacrificio. La operación es muy prolija y complicada. El sacerdote toma la hostia y señala tres veces sobre ella con la sagrada lanza una cruz, diciendo: "En memoria del Señor Dios y nuestro salvador Jesucristo"; después, recitando en cada fragmento plegarias acomodadas, la corta por cada parte, de forma que aisla el cuadro del medio, que lleva la impronta ICXC NIKA = Jesus Cristo es vencedor. El sacerdote parte de nuevo este pedazo y lo coloca sobre la pantena. Este trozo es considerado como la hostia grande y se llama el santo Cordero. El sacerdote la señala después con la santa lanza, mientras el diácono pone el vino y el agua en el cáliz. Corta después una partícula menor en honor de la Madre de Dios y la pone sobre la patena, a la derecha del santo Cordero; después corta otras nueve, en honor de nueve órdenes de santos; después todavía una más, rogando al Señor que se acuerde de todos los obispos ortodoxos, del propio obispo y de todo el clero que sirve; otra más por la feliz memoria del que ha construido la iglesia, y una última por todos los hermanos ortodoxos. También el diácono corta una partícula para conmemorar a los que él quiere. El sacerdote inciensa después el asterisco y lo pone sobre la patena; luego, incensados sucesivamente los tres dedos, cubre las oblatas, que inciensa a su vez. El diácono inciensa también el altar de la prótesis, los cuatro lados de la mesa, el santuario y toda la iglesia. Volviendo a la prótesis, se repite la incensación y después comienza la misa.

b) Misa didáctica (εναρξις). Estando delante del iconostasio, el diácono dice: "Bendice, Señor." Y el sacerdote: "Ahora y siempre por los siglos de los siglos." Después el diácono comienza la gran colecta, es decir, las plegarias para toda clase de personas; a tal invocación, el pueblo responde: Kyrie eleison.

Terminada la letanía, los cantores entonan los salmos típicos, con las tres correspondientes antífonas. El sacerdote recita en voz baja la oración correspondiente a cada una, mientras el diácono dice algunas invocaciones entre una y otra, al que el coro responde: Kyrie eleison. Durante el canto de la tercera antífona, precedidos por luces y abanicos, el celebrante y el diácono, que lleva el libro de los Evangelios, salen de la puerta septentrional y vienen a colocarse enfrente de la gran puerta del centro, donde el sacerdote, con la cabeza baja, recita la oración del introito (pequeño introito). Después, el diácono, dando a besar el evangeliario al sacerdote, lo muestra al pueblo, diciendo: La sabiduría;¡de pie! Después entra en el santo bema ν lo coloca sobre la mesa. A este punto es cantado por el coro el trisagio.

Siguen las lecciones. Un lector, vuelto hacia el pueblo, lee la epístola, que se halla precedida por dos versículos tomados por regla general de los salmos, escogidos en relación de la fiesta con la epístola que debe leerse. Después, el coro canta tres veces el Aleluya, la vida misma de la Iglesia. Entre tanto, el diácono toma el incensario; y bendecido el incienso por el celebrante, inciensa el altar, el santuario y al sacerdote; después, tomado el libro de los Evangelios y pedida la bendición, precedido de luces, se dirige al ambón y canta allá el evangelio. Sigue después la echtenés, la larga y antigua plegaria litúrgica; el sacerdote extiende después el iletión sobre el altar y se despide de los catecúmenos. Aquí se termina la segunda fase de la misa.

c) La misa de los fieles. Recitadas las oraciones sobre¡os fieles, el celebrante y el diácono dicen juntos el himno de los querubines (Monogenes, primera parte); inciensa de nuevo el altar, el santuario, los iconos; de allí va a la mesa de la prótesis. El sacerdote quita el gran velo y lo coloca sobre la espalda izquierda del diácono. Coloca sobre su cabeza el disco, y llevando él mismo el cáliz, precedido de luces y abanicos, hace el gran introito, saliendo por la puerta izquierda y entrando por la porta speciosa. El coro, entre tanto, canta el himno querúbico (segunda parte); llegados con las oblatas al altar, el sacerdote coloca el cáliz y el disco sobre la mesa y lo cubre con el gran velo; el diácono continúa la plegaria litánica (echtenés), terminada la cual se cierran las cortinas del santuario. Se recita el credo niceno-constantinopolitano e inmediatamente después comienza la gran plegaria consecratoria (anáfora).

La anáfora, fuera de algunos puntos más solemnes por ejemplo, la consagración, es dicha por el sacerdote en secreto. La lectura de los dípticos, sea de vivos o de muertos o sea la gran plegaria íntercesoria, tiene lugar después de la consagración inmediatamente después de la epiclesis. Terminada la anáfora, todo el pueblo recita el Pater noster con la doxología final. Después, a la reconvención del diácono: "¡Estemos atentos!" el sacerdote levanta la sagrada Hostia diciendo: "Las cosas santas, para los santos"; la divide después en cuatro partes, dejando caer una en el cáliz, mientras el diácono, junto al zeon, infunde un poco de agua fría con la señal de la cruz. Durante esta ceremonia se canta el n del día, versículo que corresponde a nuestra comunión.

Sigue la comunión. El sacerdote deposita en la mano del diácono la parte de la Hostia; parte otra para sí, y entre ambos comulgan. Toma después el cáliz y bebe tres sorbos; después, secados los labios y la orla del cáliz con la sagrada esponja, se lo da al diácono, que bebe de él a su vez. Se abren entonces las cortinas de la porta speciosa. El diácono, con el cáliz en la mano, desde la puerta lo muestra al pueblo diciendo: "Acercaos con temor de Dios, con fe y caridad." Comulgan entonces los fieles, estando de pie y recibiendo en su lengua, y por medio de la santa lábida, un pedacito de pan consagrado, mojado en la preciosísima sangre. Durante este tiempo, el coro canta un himno (tropario).

Distribuida la comunión, el celebrante y el diácono vuelven a la prótesis, y, colocados allá el cáliz y el vino, recitan, alternándose con el coro, las plegarias en acción de gracias Se reparte, por último, el antídorón (eulogía), y con la bendición del sacerdote, la liturgia ha terminado. Toda la función no dura menos de dos horas.

Las iglesias orientales tienen, por regla general, un solo altar, y una ley disciplinar muy antigua prescribe que no se puede celebrar diariamente sobre cada altar más de una liturgia. Para facilitar, pues, a los sacerdotes el poder celebrar en un mismo día, se introdujo desde la antigüedad el uso de la concelebración. Se practica así: los diversos sacerdotes, revestidos con ornamentos sagrados, van juntos al altar. Uno de ellos, el de mayor dignidad, hace de primer celebrante, y los otros ejercen una parte secundaria. El realiza los diversos actos litúrgicos; los otros, sin embargo, recitan con él todas las plegarías en voz baja. La conclusión de estas oraciones es dicha por turno por cada uno de los celebrantes. Todos juntos pronuncian en alta voz las palabras de la consagración. En la fracción del pan, el celebrante principal hace tantas partes cuantos son los co-celebrantes, y todos comulgan del mismo cáliz. La concelebración está permitida en todos los días del año aun para las simples liturgias privadas.

En cuanto al ritual de los sacramentos en rito bizantino, el bautismo se administra siempre por inmersión, después de una unción general del cuerpo del bautizante con la fórmula: "El siervo de Dios N. es bautizado en el nombre del Padre, amén; del Hijo, amén, y del Espíritu Santo, amén." La confirmación se administra inmediatamente después del bautismo y la confiere el sacerdote con el crisma. diciendo: "El sello del don del Espíritu Santo." La comunión se recibe de ordinario cuatro veces al año: en Navidad, Pascua, Pentecostés y en la fiesta de la Asunción (15 de agosto); sin embargo, la santísima eucaristía, que se conserva para utilidad de los enfermos en el artoforion, no es objeto de especial veneración, como en Occidente. El uso de la confesión es también raro durante el año. No existiendo confesionarios, el penitente se pone de rodillas delante del sacerdote, que está ante el iconostasio. Las ordenaciones se confieren mediante la imposición de las manos. La unción de los enfermos exige, cuando es posible, la intervención de siete sacerdotes, los cuales ungen sucesivamente al enferme con el óleo bendecido, mezclado con vino.

El Rito Armeno.

El Evangelio fue traído a Armenia de la Capadocia; baste recordar cómo San Gregorio el Iluminador (+ 250), que fue su apóstol, vino de Cesárea. La primitiva liturgia armenia debía de tener por esto una fisonomía capadocia. Pero bien pronto, desde los primeros años del siglo V, sufrió importantes modificaciones en sentido bizantino, especialmente por obra de Isaac el Grande y de San Mesrop, el inventor del alfabeto armenio. La separación cíe la iglesia armenia de Constantinopla y de Roma comenzó con la condenación del monofisismo en el concilio de Calcedonia (451), que los ármenos, acérrimos antinestoríanos, creyeron que se había hecho en favor de Nestorio. Todavía dura esta separación; pero en el siglo XVII, un fuerte grupo tornó a la comunión católica. Hoy día lo forman los armeinos unidos, esparcidos principalmente en Turquía y en Galitzia.

Las fuentes de la liturgia armena son:

a) La Disciplina eclesiástica, de Isaac el Grande (+ cerca del 439), cuyos cánones, sin embargo, contienen interpolaciones posteriores

b) Las homilías de Mesrop (+ 441), falsamente atribuidas a San Gregorio Iluminador.

c) Los cánones de Vagharsapat (425), de Juan Mandakuni (+ 487), del sínodo de Dwin (524), de Isaac III (+ 702) y otros.

d) Un comentario sobre la Misa de Cosroe, un escritor armenio del siglo X.

En cuanto a los textos, los ármenos, lo mismo católicos que cismáticos, usan invariablemente una sola liturgia, atribuida a San Atanasio. En los códices, sin embargo, se contienen otras diez, hoy día caídas en desuso, y traducciones, por lo demás, del griego y del siríaco. El Ritual armenio fue publicado hace poco por Conybeare-MacLean y una de Ter Mikaélian.

El rito armenio adoptó hacia el siglo XIV algunos elementos romanos; por ejemplo, el Evangelio de San Juan al final de la misa. Esto se debió a la influencia de los misioneros occidentales; además, él solo, entre todas las liturgias, no admitió el uso del agua en el cáliz.

El tipo alejandrino.

El Tipo Copto-Egipcio y Etíope.

Los comienzos de la Iglesia en Egipto se remontan con toda certeza a San Marcos, por lo cual no tenemos referencias sobre la liturgia primitiva de Alejandría. Solamente puede decirse esto: que si San Marcos, según una antiquísima tradición, no sólo fue discípulo, sino también, como advierte Ireneo, intérprete de San Pedro, y en su Evangelio, quae a Petra nuntiata erant, per scripta nobis tradidit, los ritos de la iglesia alejandrina debieron de tener una singular afinidad con los de Roma.

Las primeras noticias ciertas sobre las particularidades litúrgicas de Egipto aparecen en los escritores del siglo IV, San Atanasio, Macario, Dídimo, Timoteo, y, mejor todavía, en los del siglo V, Teófilo, Sinesio de Cirene, Isidoro Pelusiota, San Cirilo Alejandrino, Dionisio el Pseudo Areopagita, Sócrates, Sozomeno, en la llamada Ordenanza eclesiástica egipcia. Por ello puede verse cómo Egipto, antes del cisma monofisita, poseía una liturgia común en griego, la lengua de las clases más cultas del país. Pero después de la condenación del patriarca Dióscoro, en el concilio de Calcedonia (451) y el decreto del mismo concilio (can.28) que quitaba a Alejandría la preponderancia, después de Roma, para darla a Constantinopla, las iglesias disidentes constituidas principalmente por la masa del pueblo indígena (coptos), explotando la diferencia de fe con fines de independencia política, tradujeron gradualmente la antigua liturgia griega a su idioma nacional copio, mientras la iglesia ortodoxa melquita, sostenida por el mundo oficial bizantino, la conservaba en el idioma original. De aquí la coexistencia de dos liturgias, en griego y en copto.

Los textos litúrgicos griegos son:

a) El papiro de Deir-Belizeh, descubierto el año 1907 junto a Asint (Alto Egipto). Contiene una plegaria litánica, fórmula de símbolo muy semejante a la romana, y un fragmento de anáfora, notable porque pone la epiclesis antes de las palabras de la institución. El papiro es del siglo VII, pero el texto puede remontarse a los siglos III-IV.

b) El papiro de Estrasburgo. Son seis fragmentos de la gran intercesión según el texto de la anáfora alejandrina llamada de San Marcos. El papiro, a juicio de los editores M. Andrieu y P. Collomp, pertenece a Jos siglos III-IV.

c) El Eucologio, de Serapión, descubierto en el monasterio del monte Athos por Dmitrijewsky en el año 1894. Es una colección de treinta oraciones relacionadas con la liturgia eucarística (1-6), el bautismo (7-11), el orden (12-14), la bendición de los óleos (15-17), los funerales (18) y el oficio dominical (19-30). El texto más importante es una anáfora titulada Plegaria de la oblación de Serapión obispo, donde se invoca el Verbo de Dios, en lugar del Espíritu Santo, en la epiclesis que sigue a las palabras de la institución. No está muy claro que todas las oraciones del Eucologio sean obra de Serapión, que fue obispo de Thmuis (Egipto) y amigo de San Atanasio; de todos modos, no parece sean posteriores a la mital del siglo IV.

d) La liturgia de San Marcos. El texto actual ha sufrido importantes modificaciones bizantinas; pero en cuanto a la substancia, puede remontarse a los siglos III-IV. Quizá el mismo San Cirilo Alejandrino fue no sólo su ordenador, sino también su autor. Como dijimos, estuvo en desuso en el siglo XIII, suplantada por la liturgia de Constantinopla.

e) Algunos breves fragmentos de plegarias escritas sobre papiros o cortezas (ostrala) descubiertos en estos últimos tiempos.

Los textos litúrgicos coptos:

Son tres liturgias atribuidas a San Cirilo, San Gregorio Nacianceno y San Basilio. Están traducidas del griego y no se diferencian entre sí más que por la anáfora. La más antigua es la de San Cirilo, calcada sobre la anáfora griega de San Marcos; más ordinariamente, los coptos, tanto cismáticos como ortodoxos, usan la de San Basilio. Estas liturgias coptas, salvo algunas adiciones, representan, mucho mejor que el texto griego de San Marcos, el antiguo rito egipcio. El antifonario (Difnar) lo publicó en copto (sin traducción) De Lacy O’Leary.

Características de este rito son: cuatro lecturas en la misa; el trisagio, cantado inmediatamente antes del evangelio; la gran intercesión con los dípticos de vivos y de muertos, inserta en el prefacio y, por esto, bastante antes de la consagración, y la falta del Benedictas y del Sanctus.

La iglesia de Etiopía, fundada y organizada entre el siglo IV y el V, siguió siempre la suerte de la iglesia monofisita de Egipto. La liturgia normal de los abisinios es titulada de los doce apóstoles, pero en realidad es una recensión en lengua etíope de la liturgia copta de San Cirilo. Existen además unas quince anáforas de recambio y algunos fragmentos editados por Hyvernat y por Mercer.

3. Las Liturgias Occidentales.

El Tipo Galicano.

Los Orígenes.

La existencia en el Occidente latino de un rito litúrgico distinto del de Roma encuentra las primeras alusiones hacia el fin del siglo IV y aparece claramente por vez primera en una carta escrita el 19 de marzo del 416 por el papa Inocencio I a Decencio, obispo de Gubbio, en Umbría. Este había pedido parecer al Papa, su metropolitano, sobre algunas particularidades litúrgicas y disciplinares — como el beso de paz y la recitación de los nombres puestos antes del canon, la prohibición del ayuno en el sábado, etc. — introducidas recientemente en su diócesis; particularidades propias del rito que más tarde se llamaría galicano y que ejerció durante varios siglos un vastísimo dominio, desde Irlanda hasta la Galia, España e Italia del Norte, llegando casi a las mismas puertas de Roma.

Dónde y cómo nació este rito? Esta cuestión es de las más arduas de la historia litúrgica y no se le ha dado todavía una solución definitiva. De todos modos, tres son las hipótesis insinuadas por los historiadores, que llamaremos, respectivamente, efesina, milanesa y romana.

a) La hipótesis efesina, la más antigua de todas, propuesta antes por Lebrun y más recientemente por un grupo de escritores ingleses, ve en la liturgia galicana una filiación directa de la liturgia que estaba en uso en el Asia Menor, y especialmente en Efeso, importada a las Galias después de la mitad del siglo II por los fundadores de la iglesia de Lyón.

En dicha época existieron, ciertamente, estrechas y frecuentes relaciones entre las comunidades asiáticas y las Galias, Lyón sobre todo; prueba de esto es el origen efesino de San Fotino y San Ireneo, obispos de esta ciudad, y la famosa carta de las iglesias de Viena y Lyón a las de Asia y Frigia que nos ha conservado Eusebio. Pero, como ha observado muy bien Duchesne, el rito galicano está muy elaborado y, al mismo tiempo, demasiado bien definido para considerarlo como una creación del siglo II. Además, en esta época, Lyón era más bien un foco de romanismo que de orientalismo; baste recordar la gran cuestión de la Pascua, en la cual se encontró de acuerdo con Roma y en completo desacuerdo con Efeso.

b) Descartada Lyón, propuso Duchesne como punto de concentración y de irradiación de los ritos galicanos la ciudad de Milán Es sabido cómo hacia fines del siglo IV y a forma que prevaleció en la Italia meridional y en África, pero que no llegó a penetrar en Italia del Norte y mucho menos en las iglesias transalpinas, en virtud de la cual modificó no pocos de sus ritos más antiguos. Además, las investigaciones históricas confirman cada vez más lo que afirmaba ya el papa Inocencio al obispo de Gubbio: que la evangelización de las iglesias de Occidente partió de Roma; era, pues, natural que de la iglesia madre recibieran también la liturgia. Si, por lo demás, los ritos galicanos poseen indudablemente puntos de contacto con los de Oriente, es preciso, sin embargo, advertir que en muchos otros puntos se diferencian muchísimo, como, por ejemplo, en la gran variedad de formas eucológicas de la misa y en el comienzo de la importantísima plegaria que contiene las palabras de la consagración.

El punto débil de esta tercera hipótesis está en la supuesta reforma que transformó radicalmente la antigua liturgia romana. Si la reforma se verificó en realidad, es muy extraño que un hecho tan importante no haya dejado ningún rastro en la historia, porque se trata del cambio no de un rito cualquiera, sino de todo un complejo de ritos litúrgicos relativos a la misa, al bautismo, a las ordenaciones, y de observancias disciplinares relacionadas con el ayuno, la penitencia y el ciclo festivo; en suma, se trata de una verdadera y propia consuctudo ecclesiae. No es cuestión, por lo tanto, de insistir sobre una hipotética reforma litúrgica en Roma.

Los liturgistas modernos, por el contrario, y nosotros con ellos, al adoptar esta tercera sentencia proponen de un modo diverso sus pruebas. Es cierto que la liturgia originaria de los países transalpinos y cisalpinos fue importada de Roma junto con el Evangelio. En la base, por lo tanto, de las llamadas liturgias galicanas existe un substracto fundamental común con la liturgia romana, derivado de ella y resto lejano del núcleo litúrgico primitivo. Desde este punto de vista podían muy bien pertenecer al tipo romano y llamarse, como hace Dix, otros tantos dialectos de la liturgia de Roma. Pero no puede a la vez negarse que en, en determinadas épocas, España, las Calías y Milán brindan un complejo de observacionecs rituales, concordes del todo con las iglesias orientales — sobre todo con la de Antioquía — y totalmente distintas de la de Roma.

Así, pues, queriendo dar razón de tal fenómeno — y éste decimos nosotros que se presenta corno un hecho tan complejo, que no puede darse una explicación única para todos íos cambios. Estos no pudieron venir ni todos de un golpe ni todos de un mismo autor o de un mismo centro de irradiación.

Diversas son, en efecto, las causas que pudieron haber conducido a una lenta y gradual infiltración de ritos greco-orientales en las liturgias galicanas, que vinieron a alterar su fisonomía original romana. Esto fue obra de varios obispos de nacionalidad griega que gobernaron importantes iglesias de Italia, como Milán y Rávena, antes de la mitad del siglo IV, y de no pocos obispos arríanos orientales, que se infiltraron en Occidente con su clero, especialmente durante el dominio bizantino; las peregrinaciones a Tierra Santa, muy frecuentes en los siglos VI y VII; el influjo de la larga estancia en Oriente de obispos católicos occidentales; la dominación de los bárbaros ostrogodos, convertidos en Oriente en su mayor parte al arrianismo, hecho que se dejó sentir en Occidente en la época en que surgieron las diferencias litúrgicas llamadas galicanas; la influencia de los monasterios fundados por Casiano (+ 435), discípulo de San Juan Crisóstomo, que llegó a Marsella el año 415 con todo el bagaje de los ritos monásticos y litúrgicos orientales, rites que pasaron fácilmente de Marsella y Lerins a Arles con San Honorato (+ 429) y a Lyón con San Euquerio (+ 455) monjes los dos de los monasterios de Lerins.

Especialmente en Milán, es cierto que en el tiempo de San Ambrosio su iglesia seguía substancialmente el rito de Roma. El mismo la afirma expresamente, y es prueba de ello el hecho, de una importancia capital, pasado por alto por Duchesne, de que el santo obispo, en su obra De Sacramentis, cita como anáfora de uso milanés gran parte del arcaico canon romano. Solamente más tarde, durante los siglos VI y VII, la iglesia de Milán debió de importar no pocos elementos bizantinos; sobre todo cuando, ausentes sus obispos n durante casi ochenta años, sacerdotes y monjes, huidos del Oriente por las persecuciones persas e islámicas, se refugiaron en la tierra lombarda y se encontraron de hecho constituidos en jefes de la iglesia de Milán y ordenadores de su vida litúrgica. Con todo esto, Milán, a diferencia de las liturgias del otro lado de los Alpes, se mantuvo siempre fiel al sistema anaforal de Roma.

Si además se tiene en cuenta la situación Histórica de los siglos V-VIII, se comprende fácilmente cómo en la convulsión universal de Europa provocada por las invasiones de los bárbaros es de todo punto improbable derivar de una sola sede, por importante que fuera, la irradiación de un complejo tan amplio de ritos litúrgicos como son los galicanos. Milán había perdido entonces gran parte de la supremacía política y eclesiástica de otros tiempos, mientras Aquileya, puerta del Ilírico; Rávena, sede de los exarcas; Pavía, capital de les lombardos; Arles, Lyón, Toledo, habían acrecentado su poderío y eran capaces de transmitir este o aquel rito, transplantado después a otras regiones, donde pudo desenvolverse con gran variedad según el genio de los diferentes pueblos. En las Galias, por ejemplo, y en España, el amor a la novedad y a la pompa literaria era sentido mucho más que en Milán y en Roma.

Finalmente, no debemos creer que todos los ritos galicanos hayan nacido o hayan sido importados al mismo tiempo. Faltando manuscritos litúrgicos verdaderamente antiguos, c quién puede decir con seguridad qué fórmula o qué ceremonia pertenezca más bien al siglo V que al VI o al VII? Una exposición bastante ordenada de los ritos galicanos merovingios se encuentra por vez primera en las cartas atribuidas a San Germán (+ 576); pero éstas, como dijimos, fueron escritas hacia finales del siglo VII.

Por último, no debe insistirse demasiado en la tenacidad romana. En el siglo II, como atestigua San Justino, el beso de paz se daba antes del ofertorio; después desapareció de tal forma, que Inocencio I, dos siglos después, no dudó en llamar "tradición apostólica" al uso sostenido de cambiarlo antes de la comunión. Dígase lo mismo de otros muchos ritos, algunos de los cuales provinieron del Oriente.

Concluyendo: las liturgias galicanas son un producto del intercambio sociológico de los valores, ceremonias y ritos regionales influenciado por la cultura litúrgica del Asia menor.La Galia, España, los países del Norte y, en parte, también la Italia superior, abandonadas las auténticas tradiciones litúrgicas latinas por haber estado prácticamente sin un contacto regular con Roma y expuestas a los influjos de la civilización bizantina, predominante en Occidente, elaboraron distintamente, según la índole de los respectivos pueblos, un complejo de elementos romanos, indígenas y greco-orientales, que condujeron poco a poco a la formación de las llamadas liturgias galicanas.

Este trabajo de consolidación y difusión, comenzado desde el siglo V, puede decirse que quedó completado a finales del siglo VII.

El Rito Galicano.

Fuentes y textos. Las fuentes principales son:

a) La carta de Inocencio I a Decencio, obispo de Gubbio, escrita en el año 416.

b) Las tres homilías de Fausto, obispo de Rietz, en Provenza (+ 485), sobre el símbolo.

c) Las obras de San Cesáreo, obispo de Arles (+ 543), muy ricas en datos litúrgicos.

d) La Regula ad monachos et ad virgines, de Aureliano de Arles (+ 553).

e) La Expositio brevis antiquae liturgiae gallicanae, en dos cartas falsamente atribuidas a San Germán de París (+ 576). Se ha probado, sin embargo, que son un pequeño tratado anónimo de finales del siglo VII, en el cual se halla descrita no la verdadera misa galicana, sino la misa local de una iglesia de la Borgoña, quizá de Autun. Tienen, por lo tanto, un valor relativo.

f) La obra De cursibus ecclesiasticis, de San Gregorio de Tours (+ 594). Es un manual litúrgico que contiene una instrucción para determinar el orden de sucesión de los oficios o lecciones eclesiásticos (cursus ecclesiastici), de la situación y, especialmente, de la aparición de las constelaciones más importantes.

g) La Expositio symboli, de Venancio Fortunato, y muchas de sus obras poéticas.

Los textos litúrgicos principales conocidos son:

a) El Missale gothicum, de principios del siglo VIII, escrito, como opina Duchesne, para uso de la iglesia de Autun. Junto con las fórmulas galicanas contiene algún elemento romano, como una Missa quotidiana romana, mutilada al final.

b) El Missale gallicanum vetus, escrito para la iglesia de Auxerre. Como el anterior, contiene este sacramentarlo diversas fórmulas romanas. Puede remontarse a finales del siglo VII y es muy fragmentario.

c) Las Misas, de Mone. F. J. Mone publicó en 1850 una colección de once misas galicanas, sacadas de un palimpsesto de Reichenau de la primera mitad del siglo VII. El manuscrito, por una nota puesta al margen, pertenece a Juan II, obispo de Constanza (760-781). Se trata, según Wilmart, de un libellus missarum que contiene solamente siete misas, de carácter escuetamente galicano, sin mezcla alguna de elementos romanos; cada misa tiene dos contestaciones (prefacios), a elección del celebrante. Es notable también una misa compuesta toda ella en exámetros.

d) Los fragmentos de Peyron, Mai y Bunsen, los dos primeros de los cuales fueron hallados en la Ambrosiana de Milán y el tercero en San Galo, y algunos otros recientemente descubiertos.

e) El Leccionario de Luxeuil, del siglo VII, que contiene las tres lecciones (profética, epístola, evangelio) de cada misa del año litúrgico, comenzando por la Navidad. Es completamente galicano y, según Morin, debía pertenecer a la iglesia de París. Va unido a este otro vetusto leccionario galicano de los siglos V-VI, que A. Dold lo ha descifrado pacientemente de un palimpsesto de Wolfenbvttler. Como el de Luxeuil, contiene una triple lectura para cada circunstancia litúrgica; más todavía: pone también la indicación del salmo (gradual) que corresponde cantar.

f) El Benediccionario de Autún-Freising (siglos VIII-IX), conservado en Monaco, que contiene las fórmulas con las que el obispo, y alguna vez el sacerdote, daba la bendición antes de la comunión a los fieles según el rito galicano.

g) El Ordo de Angilberto, abad de San Riquier (+ 614), que contiene especialmente la Semana Santa y las rogativas; fue editado por E. Bishop.

h) El Misal de Bobbio. Pongamos por último este texto en la serie de los textos galicanos, aunque no todos lo consideren como tal, dado su carácter singular de ser una fusión muy mal hecha de elementos galicanos y romanos. Comienza, por ejemplo, con una missa romensis cotidiana, cuyo orden es completamente galicano hasta el prefacio (colecta, oratio post nomina, ad pacem, etc.); al prefacio, sin embargo, sucede el canon romano con las partes, se entiende, relativas a los dípticos, que vienen así a aparecer dos veces en la misa. El misal, que no es, como los anteriores, un simple sacramentario, sino que recoge textos de diversas clases, proviene de Bobbio y se remonta, según la opinión más común, al siglo VII.

La Misa Galicana del Siglo VI.

Para dar una idea clara de la misa, como debía celebrarse en las iglesias filiales del rito galicano durante el período que va del siglo VI al VIII, damos a continuación una detallada descripción de ella, sirviéndonos de los libros litúrgicos antes mencionados e insertando debidamente ejemplos de algunos textos para conocer mejor el estilo prolijo, oratorio, de los formularios galicanos, en neto contraste con la sobria concisión romana.

La misa comenzaba con un preámbulo imponente de cánticos.

Mientras el obispo con su clero hacía la entrada en el altar, se ejecutaba una antífona salmódica, seguida del Gloria Patri, análoga al introito del rito romano. En Milán se llamaba ingressa, y en Toledo, en el rito mozárabe, officlum. He aquí el offídum de la noche de Navidad: Allelluia! Benedictus qui venit, allelluia, in nomine Domini. Allelluia! Allelluia! Y Deus Dominus et ílluxit nobis." In nomine Domini. y Gloria et honor Patri et Filio et Spiritui Sancto in saecula saeculorum. Amen. Y In nomine Domini.

Después del saludo del obispo, Dominus sit semper vobiscum, al que respondía el pueblo Et cum spiritu tuo, seguía el trisagio en griego y en latín. Esta práctica no debía de ser muy antigua, porque el concilio de Vaison (529) recomendó que se introdujese en todas las misas. Después, tres niños cantaban al unísono el Kyrie eleison, seguido del cántico Benedictus a dos coros. Una collectio post prophetiam terminaba esta parte introductoria. Pongamos, por ejemplo, la de la fiesta de la Circuncisión, advirtiendo que, según el rito galicano, la colecta era precedida por una alocución a los fieles, llamada en aquellos libros litúrgicos praefatio.

Praefatio Missae. — Christo Domino nostro, qui pro nobis dignatus est.carne nasci, lege circumcidi, flumine baptizari, in hac octava nativitatis eius die, qua in se circumcisionis sacramentum secundum praecepti veteris formara agí voluit,.fratres carissimi, humiliter depraece.mur ut intra Ecclesiae uterum nos vivantes quotidie recreatione parturiat. quosque in nobis sua forma, in qua perfecte aetatis plenitudinem teneamus, appareat. Cordis nostri preputia, quae gentilibus vitiis excreberunt} non ferro sed spiritu circumcidat; doñee carnali incremento, facinoribus amputatis, hoc solum in natura nostra faciat vivere; quod sibi et serviré yaleat et placeré. Quod ipse praestare dignetur qui fum Patre et Spiritu Sancto vivit et regnat.

Collectio Sequitur. — Sánete, omnipotens, aeterne Deus, tu nos convertens vivifica; quos error gentilitatis involvit, agnitionis tuae munus absolvat; ut acúleo mortis extincto, aeternis vivificemur oraculis; ut sicut per mfirmitatem carnis servivimus iniustitiae et iniquitati ita mine, liberati a peccatis, serviamus iustitiae in sanctificatione. Per Dominum nostrum lesum Christum Filium tuum.

Venían después las lecturas en número de tres: la primera, del Antiguo Testamento; la segunda, de las epístolas de los apóstoles, reemplazadas en las fiestas de los santos por la narración de su vida y seguida per el canto intercalado del Benedicite omnia opera Domini, el cántico de los tres jóvenes en el horno y el responsorio gradual; la tercera lectura, la del evangelio, era mucho más solemne: una procesión con siete cirios llevaba el libro santo hasta el ambón, mientras repetía el coro otra vez el trisagio. Leído el evangelio, volvía la procesión al altar. En este momento el obispo predicaba la homilía; a falta de él podían predicar los sacerdotes, y si llegaban a faltar éstos, se autorizaba a un diácono para leer algún sermón de los Santos Padres. Después del sermón venía la plegaria litánica, entonada por el diácono y contestada por el pueblo.

Los libros merovingios no nos han conservauo el texto; pero conocemos la del misa en irlandés de Stowe (siglos VII-VIII), colocada, sin embargo, entre la epístola y el evangelio, clara traducción de una antigua letanía diaconal. He aquí una prueba:

Dicamus omnes: "Domine, exaudí et miserere, Domine, miserere" ex toto corde et ex tota mente. Qui respicis super terram et facis eam tremeré. — Oramus te, Domine, exaudí et miserere. Pro altissima pace et tranquillitate temporum nostrorum. pro sancta Ecclesia catholica quae a finibus usque ad términos orbis terrae. — Oramus... Pro pastore nostro episcopo, et ómnibus episcopis, et presbyteris, et diaconis, et omni clero. — Oramus... Pro hoc loco et ómnibus inhabitantibus in eo, pro piissimis imperatoribus et omni romano exercitu. — Oramus... Christianum et pacificum nobis finem concedí a Domino precemur. — Praesta, Domine; praésta...

La letanía diaconal se terminaba con una oración que en el misal gótico lleva el nombre de collectio post precem. He aquí la de la fiesta de Navidad: Exaudí, Domine, familiam tibí dicatam et in tuae Ecclesiae gremio in hac hodierna solemnitate nativitatis tuae congregatam, ut laudes tuas exponat. Tribue captivis redemptionem, caecis visum, peccantibus remissionem, quia tu venisti ut salvos facías nos. Aspice de cáelo sancto tuo; et illumina populum tuum quorum animus in te plena devotione confidit, Salvator mundi. Qui vivís... En este momento se reunían los paganos, los catecúmenos y los penitentes. La presencia de estos últimos, según la costumbre bizantina, era tolerada hasta después de la letanía, mientras en el rito latino los despedía antes.

La misa de los fieles no comenzaba con la ofrenda de los dones, hecha por el pueblo como en el rito romano. Las oblatas se preparaban con antelación y el diácono las llevaba solemnemente al altar, teniendo el pan encerrado en una caja turriforme, el vino en un cáliz y todo cubierto por un precioso velo. Mientras lo transportaba, se cantaba el Sonus, un canto análogo al Cherubicon bizantino. Colocadas las oblatas sobre el altar y depositada un poco de agua en el vino, se volvía a cubrir todo con un gran velo al canto de las laudes, que consistía en un triple Alleluia. El sacerdote rezaba al mismo tiempo una plegaria análoga llamada praefatio.

Terminado el ofertorio, se leían los dípticos, los de vivos y los de difuntos. Una prueba de ello nos da la siguiente fórmula de la liturgia mozárabe: Offerunt Deo oblationem sacerdotes nostri (es decir, los obispos de España), papa Romensis et reliqui, pro se et omni clero ac plebibus ecclesiae sibimet consignatis vel pro universa fraternitate. Item offerunt universi presbyteri, diaconi, clerici ac populi circumstantes, in honorem sanctorum, pro se et pro suis. Offerunt pro se et pro universa fraternitate. Pacientes commemorationem beatissimorum apostolorum et martyrum, gloriosae sanctae Mariae Virginis, Zachariae, loannis, Infantum, PetrL Pauli, loannis, lacobi, Andreae, Philippi, Thomae, Bartholomaei, Matthaei, lacobi, Simonis et ludae, Matthiae, Marci et Lucae. Et omnium martyrum. ítem pro spiritibus pausantium. Hilarii, Athanasii, Martini, Ambrosii, Augustini, Fulgentii, Leandri, Isidori, etc. R Et omnium pausantium.

Terminada la lectura de los dípticos, el sacerdote añadía una oración, llamada exactamente collectio frost nomina. Como ejemplo podemos traer la de Navidad: Suscipe, quaesumus, Domine lesu omnipotens Deus sacrificium laudis oblatum quod pro tua hodierna incarnatione a nobis offertur; et per eum sic propitiatus adesto; ut superstitibus vitam, defunctis réquiem tribuas sempiternam. Nomina quorum sunt recitatione complexa, scribi iubeas in aeternitate, pro quibus apparuisti in carne, Salvator mundi, qui cum coaeterno Patre vivís et regnas.

Todos después se daban el beso de paz, mientras el sacerdote recitaba una plegaria análoga, la collectio post pacem. Omnipotens aeterne Deus, qui hunc diem incarnationis tuae et partum B. M. Virginis consecrasti; quique discordiam vetustam per transgresionem ligni veteris cum Angelis et hominibus per incarnationis mysterium, lapis angularis, iunxisti, da familiae tuae in hac celebritate laetitiae; ut qui, te consortem in carnis propin quítate laetantur, ad summorum civium unitatem. super quos corpus evexisti, perducantur; et semetipsos per externa complexa iungantur, ut iurgii non pateat interruptio; qui, auctore, gaudent in sua natura per carnis venisse contubernium, quod ipse praestare digneris, qui cum Patre...

La plegaria consecratoria comenzaba con el diálogo tradicional Sursum corda... y continuaba con una larga fórmula equivalente a nuestro prefacio; en los libros galicanos se llamaba immolatio o contestatio, y en España, Ulano. He aquí la imrriolatio del misal gótico para la fiesta de la Circuncisión: Veré aequum et iustum est; nos tibí gratias agere, teque benedicere, in omni tempore, omnipotens aeterne Deus, quia in te vivimus, movemur et sumus; nullumque momentum est quo a beneficiis pietatis tuae vacuum transagamus. His autem diebus. quos variis solemnitatum causis, salutarium nobis operum tuorum et munerum memoriam signavit, vel innovante laetitia praeteriti gaudii, vel permanentis boni tempus agnoscimus. Et propterea exultamus uberius, quia in recens gaudium de venerabilis gratiae recordatione revivimus.... Per quem maiestatem tuam laudant Angelí, etc.

Seguía a la immolatio el canto del Sanctus, como en todas las liturgias. Después del Sanctus, el sacerdote recitaba una breve fórmula de transición, que servía para unirlo con el relato de la consagración, llamada por esto post Sanctus. He aquí el de la Circuncisión: Veré sanctus, veré benedictus Dominus noster lesus Christus Filius tuus, qui venit quaerere et salvum faceré quod perierat. Ipse enim, pridie quam pateretur...

Los libros merovingios no traen el texto de las fórmulas consecratorias, que el sacerdote debía saberlo de memoria; los ambrosianos, sin embargo, y los mozárabes lo concluyen con una alusión a la segunda venida de Cristo, según el conocido pasaje de San Pablo (1 Cor. 11:26), que es característico por su analogía con las liturgias orientales.

A la doble consagración y a la anamnesis sigue otra fórmula, siempre variable, llamada post pridie, post secreta, en la cual se desarrolla la idea de la conmemoración del Señor y la de la transformación eucarística en virtud del Espíritu Santo (epiclesis). La de la Circuncisión nos ofrece un interesante modelo: Haec nos Domine, instituta et praecepta retinentes, suppliciter oramus; uti hoc sacrificium suscipere et benedicere et sanctificare digneris; ut fíat nobis Eucharistia legitima in tuo Filioque tui nomine et Spiritus Sancti, in transformatione corporis ac sanguinis Domini Dei nostri lesu Christi unigeniti tui. Per quem omnia creas, creata benedicis, benedicta benedicas et sanctificata largiris, Deus, qui in Trinitate perfecta vivís et regnas in saecula saeculorum. Amen.

La fracción del pan, que venía inmediatamente, revistió para algunos una complejidad que resultaba supersticiosa. Ciertos sacerdotes, en efecto, disponían las partículas en la patena de forma que venían a formar casi una figura humana. Desde el 558, Pelagio I, en una carta a San Pablo, obispo de Arles, había ya canonizado esta práctica; pero en el 567, el concilio de Tours la condenó formalmente y ordenó disponer las partículas en forma de cruz, a excepción de la que se depositaba en e1 cáliz. Durante esta ceremonia, que requería cierto tiempo, cantaba el coro un canto antifonal. Terminado el canto se decía la oración dominical, encuadrada, como en todas las liturgias, por un breve preámbulo y un embolismo sobre el Libera nos a malo, uno y otro variables en cada misa. He aquí dos textos de la fiesta de la Circuncisión: Ante orationem Domini. Omnipotentem sempiternum Dominum deprecemur, ut qui in Domini nostri lesu Christi circumcisione tribuit totius religionis initium perfectionemque constare, det nobis in eius portione censeri in quo íotius salutis humanae summa consistit; et orationem quam nos Dominus noster edocuit, cum fiducia dicere permittat. Pater noster...

Post orationem Dominicam. Libera nos a malo, omnipotens Deus et praesta; ut incisa mole facinorum, sola in nos propitiam incrementa virtutum. Per Dominum nostrum.

El Pater lo recitaba no sólo el celebrante, sino también todo el pueblo, según el rito griego.

Seguía después el rito de la commixtio, con el que se depositaban en el cáliz una o más partículas consagradas.

En este momento, como preparación a la comunión, a fin de que el misterio de bendición sea recibido en un cáliz bendecido, el obispo impartía a los presentes la bendición, después que el diácono los había invitado a inclinarse: Humíllate vos benedictioni. Las fórmulas usadas por el obispo eran muy prolijas y divididas en diversos incisos, a cada uno de los cuales contestaban los fieles: Amen. He aquí la de la fiesta de la Circuncisión: Deus, rerum omnium Rector et Conditor, qui omnia qrie a te facta sunt maiestate imples, scientia ordinas, pietatei Amen. Respicere dignare hos popules tuos, qui per nostri benedictionum tuarum dona desiderant. Amen. Reple eos tuae scientia voluntatis, ut in omnii imperio piae venerationis famulantur officio. Averte ab his inhonesta et turpia libidundis cundas et noxias corporum voluptates; averte invidiam tuis beneficiis et bonis ómnibus inimicam. Amen. Ut in omni patientia et longanimitate crescentes, a te vocati ad Patrem aeterni luminis transeant in regnum hereditariae charitatis. Amen. Quos ipse praestare digneris, qui cuín Patre et Spiritu Sancto vivís et regnas in saecula saeculorum. Amen. Como regla, estaban estas bendiciones reservadas al obispo; más tarde se concedió también a los sacerdotes, quienes, sin embargo, debían usar una breve fórmula, que nos ha sido conservada en los libros irlandeses y ambrosianos: Pax et communicatio Domini nostri lesu Christi sit semper úobiscum. El rito de la bendición gozaba de una gran simpatía entre el pueblo, y aun después de la abolición de la liturgia galicana se mantuvo largo tiempo en el rito de las iglesias francesas y en otros lugares.

La comunión, lo mismo en las Galias como en Milán, se recibía en el altar: los hombres, sobre la mano desnuda; las mujeres, cubierta por un pañuelo llamado dominicale; un diácono presentaba después a cada uno el cáliz con la preciosísima sangre. Durante la comunión se cantaba antifonalmente un salmo, quizá el tercero. El Pseudo Germano lo llama tricanon. La oración de acción de gracias post communionem se hallaba precedida de un breve prefacio dirigido a los fieles, del que traemos como ejemplo el de la Circuncisión: Refectispiritalicibo et caelesti póculo reparati, omnipotentem Deum, fratres carissimi. deprecemur; ut, qui nos corporis sui participatione et sanguinis effusione redemit, in réquiem sempiternam iubeat conlocare. Per Dominum nostrum lesum Christum Filium suum. Collectio sequitur! Misericordiam tuam, Domine, supplices exoramus, ut hoc tuum sacramentum non sit nobis reatus ad poenam, sed fiat intercessio salutaris ad veniam. Quod ipse praestare digneris...

La misa terminaba con una fórmula de gozo. El Misal de Stowe trae ésta: Missa acta est. In pace! Sabemos por San Cesáreo que la misa se celebraba generalmente después de tercia y duraba lo máximo un par de horas.

El Rito Celta.

Con el nombre de rito celta se designa un complejo diverso de ritos litúrgicos que durante los siglos VI al IX practicaron las iglesias de los celtas o bretones en Irlanda, Gran Bretaña, Escocia y la península occidental de Francia (Bretaña armoricana), adonde había emigrado una parte de los celtas, así como en las colonias monásticas irlandesas, fundadas por San Colombano en Francia (Luxeuil). Germania (Ratisbona), Suiza (San Galo) e Italia (Bobbio). Es muy probable, si bien no tenemos positivos documentos de ello, que la fe y la liturgia fueran llevadas a los bretones desde las Galias. Las relaciones entre las dos iglesias fueron, sin duda alguna, siempre cordiales, y muchas veces los obispos del continente se dirigían allá; sabemos además que San Patricio, apóstol de Irlanda, vivió mucho tiempo en las Galias.

Cuando San Agustín llegó en el 597 a Kent, en Inglaterra, encontró allá una liturgia muy distinta de la romana. Un texto del siglo VII atribuido a Gilda dice: Britones toti mundo contrarii, moribus romanis inimici, non solum in missa sed in tonsura etiam. Podemos creer, por lo tanto, que los ritos litúrgicos de los bretones fueron poderosamente influidos por los galicanos; sus mismos rituales nos dan una prueba clara de esto.

No poseemos muchos elementos para reconstruir exactamente el orden de la misa celta; puede decirse en general que sigue el esquema de la misa galicana con alguna ligera diferencia. Se alude a una acusación, elevada en el año 623 al sínodo de Macón, contra ciertos monjes misioneros irlandeses quod a coeterorum ritu ac norma desciscerent, et sacra mysteria sollemnía orationum e collectarum multiplici varietate celebrarent. En el siglo VII, cuando adoptó Irlanda el cómputo pascual de Roma, comenzó también su liturgia a admitir elementos romanos, entre ellos el canon latino en el siglo IX.

Los libros litúrgicos más importantes de este rito son dos: el Antifonario de Bangor y el Misal de Stowe, uno y otro de origen monástico.

El Antifonario de Bangor, que se conserva actualmente en la Biblioteca Ambrosiana de Milán, editado primero por Muratori, es una colección de cánticos, himnos, colectas y antífonas relativas al oficio, recopiladas para uso del monasterio de Bangor, en Irlanda, donde recibió San Colombano su formación religiosa. El libro fue escrito entre el 680 y el 691.

El Misal de Stowe es un misal de finales del siglo VIII o principios del IX, con adiciones de mano posterior, llamado de Stowe por el castillo del duque de Buckingham, que es quien lo poseía (actualmente está en poder de la R. I. Academia de Dublín). Contiene el ordinario, el canon romano-gregoriano de la misa, tres formularios de misas, el ordo del bautismo y de la visita y unción de los enfermos y un pequeño tratado sobre la misa en irlandés. Fue publicado por F. Warren.

El tipo romano.

El Rito Ambrosiano.

Después de cuanto hemos dicho sobre el origen de las liturgias galicanas, creemos más adecuado a las necesidades de la moderna ciencia litúrgica comparativa incluir el rito ambrosiano no tanto entre la familia de las llamadas liturgias galicanas, sino más bien como subtipo en la liturgia de Roma.

Datos Históricos.

El apelativo de "ambrosiano" no se le da al rito milanés porque fuera San Ambrosio su fundador, sino por el hecho de que él, el obispo más ilustre de aquella sede metropolitana, personificó todas las grandes tradiciones religiosas y litúrgicas. La nomenclatura "rito ambrosiano" aparece por vez primera en el Ordo de Juan, cantor de San Pedro, escrito hacia el 680; y casi dos siglos después, Wilfrido Estrabón (+ 846) fue el primero en lanzar la idea de que San Ambrosio fue, sin duda alguna, quien recopiló todo el corpas litúrgico milanés; tam missam quam ceterorum dispositionem officiorum suae ecclesiae et alus laboribus ordinavit.

Desde luego, no puede dudarse que cuando San Ambrosio fue elegido obispo, la lista episcopal de la sede milanesa contaba ya más de diez obispos entre sus antecesores. Existía, pues, en Milán desde algún tiempo una floreciente comunidad con su liturgia. Qué liturgia? Ciertamente la romana, original en el fondo; con todo esto, si examinamos los escritos de San Ambrosio (374-397), es fácil deducir que ya en la segunda mitad del siglo IV existían allí diferencias que en muchos casos concordaban con análogos ritos orientales.

Citaremos algunas: el no ayunar en los sábados del año, ni aun en la Cuaresma; la impronta festiva que se daba en todo el oficio al sábado; la lectura de los libros de Job, Jonás y Tobías en la Semana Santa; el cómputo pascual; el criterio en el disponer de las reliquias de los mártires; los días exequiales; el beso de paz dado antes de la anáfora; el lavatorio de los pies en el bautismo; la adición invisibilem et impassibilem al primer artículo del Credo y algunos otros pormenores.

Algunas de estas características eran en su origen propias del rito de Roma; pero después las modificó, no sabemos precisamente cuándo, probablemente poco después de la paz de Constantino. Han afirmado algunos que antes de San Ambrosio usó la iglesia de Milán una anáfora variable de tipo galicano, y lo demuestran con textos del Posf sanctus y Posf pridie, que todavía se recitan en Milán el Jueves y el Sábado Santo. Mas qué prueba se tiene de que una anáfora de esta clase existiese antes de San Ambrosio, y no sólo en Milán, sino también en las Galias? Ninguna. Más aún: la fórmula del Post sanctus "Veré sanctus, veré benedictus... " que presupone el canto del epinicio en el canon, hace más bien pensar en una época muy posterior. San Ambrosio y San Agustín no recuerdan jamás el Sanctus, y en Italia se encuentra la primera noticia segura del mismo en Rávena, en los sermones de San Pedro Crisolólo (+ 450).

En Milán y en el ámbito de su provincia eclesiástica es mucho más verosímil que antes de San Ambrosio se siguiese un texto de anáfora redactado según la trama tradicional de las que conocemos estaban en uso a finales del siglo III-IV o hacia la mitad del IV, pero de tipo y tenor fijo, uniforme, salvo ligeras diferencias de forma que podían verificarse entonces en cualquier iglesia filial.

Cuando después, en el 374, sucedió al obispo Ausencio, arriano, Ambrosio, romano, debió ciertamente dejar sentir su romanidad de espíritu y de educación no sólo en las formas directivas de su gobierno, sino también en las grandes líneas de la práctica litúrgica. El mismo lo dice repetidas veces: In ómnibus cupio sequi ecclesiam romanam; sed tamen et nos nomines sensum habemus ideo fcroalibi servatus et nos rectíus custodimus. Esta tendencia "romanista" de Ambrosio se manifestó ya en el 386, cuando dedicó la basílica romana con los pignora de los santos Pedro y Pablo traídos de Roma, y más aún por la adopción del nuevo canon de la misa, introducido recientemente en Roma, una parte considerable del cual se ha conservado en el De sacramentís. Las dos fórmulas galicanas anaforales del Jueves y Sábado Santo deben por ello considerarse como una infeliz inserción de origen transalpino, llevada a cabo durante el largo y borrascoso período de la invasión lombarda (569-643), cuando los obispos milaneses con su clero tuvieron que abandonar su propia sede y refugiarse en Genova, donde, a través del mar, se dejaba notar más la influencia galicana.

Fue precisamente en este lapso de tiempo y en el inmediatamente posterior cuando debieron introducirse en la liturgia ambrosiana otras importantes infiltraciones orientales; sea, como decíamos, por parte de los monjes greco-sirios establecidos en Milán, sea por parte de aquel numeroso y multiforme elemento bizantino que constituía el cuerpo de ocupación militar de la alta Italia y daba a las ciudades los magistrados y grandes funcionarios de la vida civil.

He aquí cómo en Milán, sobre el primitivo tronco substancial de la liturgia romana y en unión de las pequeñas variedades locales, comunes en la antiguedad a todas las grandes iglesias, se pudo introducir un conjunto de elementos orientales que alteraron notablemente su fisonomía litúrgica. Introducidos en el uso cotidiano, se consolidaron establemente, defendidos por aquella tenaz firmeza que valió a los milaneses el poder conservar su liturgia secular.

Con todo esto, no faltaron por diversas partes tentativas de suprimirla para uniformarla plenamente con la liturgia romana. Parece que Carlomagno, en el intento de conseguir una absoluta unidad litúrgica en su imperio, pensó en suprimir también el rito milanés. Había dado ya orden de destruir los libros litúrgicos, cuando por intercesión de un cierto San Eusebio, obispo de allende los Alpes, se sometió la decisión imperial a una prueba ordálica. Los sacramentarios romanos y ambrosiano fueron colocados sobre el altar de San Pedro, en Roma, para que Dios manifestase su voluntad, haciendo que se abriese el sacramentarlo de aquel rito que había de ser elegido. Se abrieron ambos milagrosamente, y el rito de Milán quedó salvado.

Hoy día, fuera de la archidiócesís de Milán, el rito ambrosiano está en vigor en parte en las diócesis de Bérgamo, Lúea y Novara. Bérgamo cuenta con veintinueve parroquias ambrosianas, situadas en el valle de San Martín y en el valle Taleggio, y la vicaria de Santa Brígida. Novara tiene los vicariatos de Arona, antes del rito romano, y los de Canobbio; Lúea, los tres valles ambrosianos del cantón Ticino (Riviera, Leventina, Bienio), con el valle Capriana y Brisago Lombardo; en total, cincuenta y cinco parroquias aferradísimas a su rito, del que han sabido conservar antiguos documentos.

Las fuentes principales del rito ambrosiano son:

a) Las obras de San Ambrosio, y en particular De fide, Líber de mysteriis, que contiene las conferencias dadas por él a los neófitos sobre el bautismo, la confirmación y la eucaristía; los seis libros o predicaciones De sacrameniis, muy afines por su contenido al De mysteriis, más bien la misma obra, pero, según parece, publicada en una forma menos perfecta por la indiscreción de un oyente que transcribió todo lo que había oído; la Explanatio srjmboli ad initiandos, el De froenitentia y los Himnos. Va asociada a estas obras arnbrosianas la Vida de San Ambrosio escrita por el clérico Paulino secretario en un tiempo del santo obispo.

b) San Gaudencio de Brescia (+ 427), en las homilías atribuidas a él y en el Sermo 83 de traditione symboli.

c) San Pedro Crisólogo de Rávena (+ 450), en sus sermones festivos.

d) San Máximo de Turín (+ 465), en sus sermones festivos, en los tres Tractatus de baptismo, etcétera, falsamente atribuidos a él, y en el Sermo 83 de traditione stimboli.

A propósito de estas tres últimas fuentes, pertenecientes a lugares diversos de la alta Italia, conviene recordar lo que escribe Morin: "Es preciso deshacerse del concepto, simplista en exceso, de creer que no existiera más que una única liturgia ambrosiana que servía de norma absoluta para todas las iglesias de la diócesis metropolitana de Milán. Era, sin duda, la misma liturgia en líneas generales, pero con muchas divergencias secundarias. El rito litúrgico de Verona tenía particularidades propias, que lo distinguían del de Milán; lo mismo puede decirse de Genova, Turín, Vercelli, Novara y Pavía, en los alrededores de Milán."

e) Expositio míssae canonicae. Es un comentario literal de la misa ambrosiana, editada por Wilmart, del siglo VIII o de principios del IX, anterior, por lo tanto, casi un siglo al más antiguo sacramentarlo milanés que se conoce.

f) Expositio matutinalis officii, que la tradición manuscrita atribuye al arzobispo Teodoro (735-740), pero que algunos pasajes de Amalario insertos en él demuestran que es posterior.

g) Beroldus sive Ecclesiae Ambrosianae Mediolanensis Kalendarium et Ordines. Beroldo es el nombre de un docto custodio de la metropolitana de Milán que vivió en el siglo XII, quien transcribió con particular fidelidad el orden del año litúrgico ambrosiano con todas las usanzas relativas al oficio, a la misa y a los sacramentos.

2.° Los textos. Damos solamente el elenco de los publicados. Para el de los misales, véase el artículo Ambrosien (RU), de Lejai, en DAL, c.1375.

a) Codex sacramentorum bergomensis, del siglo X, actualmente en la biblioteca de San Alejandro in Colonna, en Bérgamo, editado por Cagin. Es una especie de misal, porque, además de las plegarias del sacerdote, contiene también la epístola y el evangelio del día. Un fragmento relativo a la misa ambrosiana de los catecúmenos (Gloria, Kyrie, tres oraciones) está sacado por A. Dold de un códice palimpsesto de San Galo, del siglo VII; otros fragmentos de un sacramentarlo ambrosiano del siglo IX-X fueron publicados por A. y W. Anderson.

b) Missale ambrosianum dúplex cum critico commentario continuo ex manuscriptis schedis; A. M. Ceriani, eciderunt A. Ratti. M. Magistretti, en Milán el año 1913. Es la edición típica del Misal ambrosiano, pero limitada al Proprium de tempore, importantísima por las notas críticas de Ceriani.

c) Pontificóle ín usum ecclesiae mediolanensis, necnon Ordines ambrosiani, ex codic. saec. IX-XV. El Pontifical (actualmente en la Biblioteca Capitular de la metropolitana) es del siglo IX. Fue editado por Magistretti.

d) Manuale ambrosianum, sacado de un códice de Val Trabaglia, del siglo XI, que comprende el calendario, el Psalterium ambrosiano, los oficios para todo el año y algunos or’diñes. La edición típica del Breviario ambrosiano, según la lección de los códices, está preparándose en los benedictinos del monasterio de María Laach.

e) Ordo ambrosianus ad consecrandam ecclesiam et altaría, sacado de un códice del siglo X y editado por Mercati.

f) Un comes o leccionario editado por el cardenal Tommasi. Es incompleto y parte de un códice de la Vaticana del siglo VII. A esta lista de perícopas paulinas se puede unir una serie de indicaciones existentes al margen en el misal M de la Vulgata de los Evangelios (siglo VI, en la Biblioteca Ambrosiana), que permite reconstruir el sistema de lecturas usado en los siglos VI-VII en una iglesia que Morin cree se encontraba en la esfera litúrgica de Milán, y otro leccionario editado por Cagin como apéndice al Sacramentario de Bérgamo.

g) Capitulare evangeliorum, del siglo X-XI, editado por P. Borella, de un códice de la iglesia de San Juan Bautista in Busto Arsizio.

h) Antiphonarium ambrosianum, sacado de un códice del British Museum de Londres, del siglo XII, publicado por Cagin en fototipia en la "Paléographie Musicale," de Sclesmes, t.5 (1896).

i) Antiphonale missarum, luxta ritum S. ÍLccl. Mediólanensis (Roma 1935). Es la edición típica de los cantos de la misa, editada a cargo del P. G. Suñol.

j) Los rituales para algunos sacramentos y bendiciones editados por Magistretti, Man. Ambros., t.l p.77-172.

En general, el estilo de los textos ambrosianos (oraciones, prefacios), aparte de no pocos sacados de los libros romanos, se resiente de la sonoridad, movimiento y superabundancia de las fórmulas galicanas; es variable, lleno de imágenes, oratorio, muy lejos de la simplicidad y de la concisión de las fórmulas romanas. Son también muy numerosos en el rito ambrosiano los textos derivados directamente de troparios y cánones bizantinos, algunas veces con su misma melodía griega original.

Notas características del rito.

Nos limitamos a dar solamente los principales, agrupándolas según las cuatro partes principales de la liturgia:

1.a La misa. — Se desarrolla según las grandes líneas del sistema romano arcaico. He aquí los particulares: lectura regular de tres lecciones; Antiguo Testamento, epístola, evangelio; a la lección del Antiguo Testamento, en las fiestas de los santos titulares o patronos sustituye la de su depositio o la passio, si se trata de un santo mártir; no se conocen secuencias en la misa; la expresión Dominus lesus en el canto del texto evangélico; las preces litánicas o irénicas sugeridas por el diácono, y a las que el pueblo responde con un texto antiquísimo, en las que se pide por los condenados in metallis; la invitación del diácono: Pacem habete; A dte, Domine, recuerdo del primitivo beso de paz; la ofrenda del pan y del vino hecha por el pueblo, al menos en la metropolitana; el Credo niceno-constantinopolitano, recitado después del ofertorio; el prefacio, variable en cada dominica y fiesta, el lavatorio de las manos inmediatamente antes de la consagración; el Veré sanctus del Sábado Santo y la conclusión Haec facimus del Jueves Santo, restos de una misa sin canon fijo; la doxología más amplia al final del canon; la fracción antes del Pater noster, conforme al uso romano pregregoriano; el embolismo del Pater, "Libera nos..." dicho en alta voz; el canto durante la fracción de una antífona especial llamada confractorium; la omisión del canto del A gnus Dei en todas las misas, salvo en la de difuntos; la frecuente repetición de un triple Kyrie, que responde al saludo del sacerdote.

2.a El oficio. — El texto de los Salmos no sigue la Vulgata, sino la ítala; el Salterio se recita en su mayor parte (sal. 1-108) en el único de los maitines, distribuido en diez decurias, que corresponden a los primeros cinco días de dos semanas, excluidos los sábados, que tienen siempre oficio festivo; los salmos de las vísperas se hallan precedidos del Lucernare; en los salmos de vísperas se hallan intercaladas oraciones; a las cuatro grandes antífonas marianas de costumbre se añade una quinta, la Inviolata, integra... de la primera dominica después de Pentecostés hasta la Natividad de M. V.

3.a Los sacramentos. — El bautismo se administra por inmersión, tocando ligeramente la cabeza del niño con el agua bautismal; al bautismo sigue una fórmula litánica de los santos, recitada por el sacerdote junto con el padrino; en la comunión, a la fórmula Corpus D. N. I. C., el que comulga responde: Amen; en la extremaunción, salvo en caso de urgencia, se anteponen las letanías de los santos según una forma ambrosiana muy complicada; en el matrimonio, el sacerdote, una vez que ha recibido el consentimiento de los esposos, coloca sobre sus manos entrelazadas el extremo de la estola diciendo: Ego.,.; la bendición de la esposa no se da después del Pater noster, sino terminada la misa.

4.a El año litúrgico. — El domingo está siempre consagrado a Dios, excluyendo como norma todas las fiestas de la Virgen o de los santos; el sábado tiene un carácter festivo; el Adviento comienza el domingo después de la fiesta de San Martín (11 de noviembre) y comprende habitualmente seis domingos; las ferias de la última semana de Adviento se llaman de exceptato y son todas privilegiadas; la Circuncisión tiene un sello arcaico de fiesta en honor del nombre de Dios, en contraposición a los dioses falsos y mentirosos; la Cuaresma comienza con el domingo in capíte quadragesimae: por eso no se incluyen los cuatro días desde el Miércoles de Ceniza; la Cuaresma excluve todo oficio de santos,todos los viernes de Cuaresma son alitúrgicos: en ellos está prohibida la celebración de la misa; al comienzo de la Cuaresma se cubren los altares, pero jamás el crucifijo; la Semana Santa recibe el nombre de authentica y se utiliza en ella el color rojo; en el día de Pascua y en toda la octava, el misal trae dos misas, una para los fieles otra para los neófitos; durante toda la misma octava, en as vísperas, se hace una procesión al baptisterio; las letanías menores tienen cada día una impronta especial en las antífonas y en la letanía; se invoca en el primer día a los apóstoles y mártires; en el segundo, a los santos del calendario festivo milanés, y en el tercero, a las santas. Los domingos después de Pentecostés están divididos en cuatro grupos: post Pentecosten (15); post Decollationem (5); desde octubre hasta la Dedicación, 20 de octubre (3); post Dedicationem (3).

El Rito Romano.

Podíamos muy bien en este punto traer la historia, sumaria y conjetural en muchos aspectos, del origen y del desarrollo del rito de Roma, historia que substancialmente, por lo que respecta a los primeros siglos, se apoya en los ritos de la misa y especialmente en la oración eucarística o canon.

Mas por útil que sea un resumen histórico de esta clase lo creemos superfluo, ya que toda la obra que, gracias a Dios, publicaremos, está dirigida a ilustrar la historia del rito romano en sus diferentes aspectos de eortología, del oficio, la misa, los sacramentos y sacramentales. De las demás liturgias era preciso decir siquiera una palabra, porque todas fundamentalmente están emparentadas con la romana, con la que tuvieron un origen común y con la que a través de los siglos tuvieron frecuentes y recíprocos influjos.

No sería posible estudiar el rito romano en su cuadro histórico si no hubiésemos antes delineado los demás ritos litúrgicos de Oriente y Occidente, sobre los cuales ha dominado y domina él totalmente. Hecho esto, nuestro trabajo será en adelante consagrado exclusivamente a la liturgia romana; desde el comienzo de la parte tercera, que sigue inmediatamente y que estudiará los elementos de índole general que entran — unos más, otros menos — en sus múltiples expresiones rituales. Sin embargo, antes de comenzar a tratar de este punto es preciso dar un esquema.

Así tenemos:

1.° Las fórmulas litúrgicas (lengua litúrgica, texto, aclamaciones, símbolo de fe, doxologías, oraciones, letanías, prefacios, anáforas).

2.° Los antiguos libros litúrgicos (sacramentarlos, leccionarios, evangeliarios, libros del oficio, dípticos, calendarios, martirologios, antifonarios, ordines).

3.° Los libros litúrgicos modernos (misal, pontifical, ritual, breviario).

4.° Los gestos litúrgicos (!os gestos sacramentales, de la plegaria, del ofertorio, de la penitencia, de la fraternidad, de la reverencia, de la conveniencia, de las procesiones).

5.° Los edificios del culto y sus accesorios (basílica latina, iglesias bizantinas, románicas, góticas, de los tiempos más modernos, adornos, campanas y campaniles, cementerios).

6.° El altar cristiano (historia del altar, su decoración, sus accesorios, el tabernáculo).

7.° Los vasos sagrados (cáliz, patena, copón, ostensorio, relicario).

8.° Los ornamentos litúrgicos (origen, desarrollo, vestidos interiores, planeta, dalmática y tunicela, pluvial, accesorios, colores litúrgicos).

9.° Las insignias litúrgicas (manipulo, estola, palio, racional, mitra, báculo, anillo, cruz).

10. El canto litúrgico (origen, formas primitivas, reforma del gregoriano, difusión de la cantilena romana, formas medievales, notación, órgano e instrumentos musicales).

Parte III.

La Liturgia Romana.

1. Las Fórmulas Litúrgicas.

La Lengua Litúrgica.

No nos consta que Jesús hubiera impuesto a los apóstoles usar una lengua con preferencia a otras en la celebración de la eucaristía. Por el contrario, es cierto que la práctica de la Iglesia primitiva fue la de celebrar la Fractio panis en la lengua propia de los fieles que asistían. Una prueba de ello la tenemos, entre otras, en la insistencia de San Pablo a los corintios para eliminar de sus reuniones el uso de idiomas desconocidos. Se puede creer que en Jerusalén y en los países limítrofes el servicio litúrgico se celebraba en arameo o en siro-caldaico; en Antioquía, Colosas, Efeso, Corinto, Tesalónica y Alejandría, en griego.

En cuanto a Roma, es preciso observar que a la terminación de la república y en los primeros siglos del Imperio, junto con el latín, idioma nacional, vino a predominar ampliamente el griego. Los griegos, perdida su independencia política, habían impuesto a los romanos, sus vencedores, el primado de su cultura filosófica y literaria. Bajo Augusto, las escuelas con retóricos griegos, lo mismo en África como en otras partes, eran las más acreditadas y frecuentadas por la juventud romana; griegas eran las institutrices en las familias patricias. Por las manos de griegos y judíos helenizados pasaba todo o casi todo el comercio de entonces. Por lo cual no debe causar extrañeza que el griego, convertido en una especie de lenguaje internacional, fuese tan común en Roma, en las Galias, en África y de que hubiera sido aceptado por la primitiva comunidad cristiana de la urbe como idioma oficial y litúrgico, tanto más cuanto que estaba ella constituida preferentemente de griegos y de orientales. Todo esto se confirma no sólo por el hecho de que escribiera San Pablo en griego su carta dirigida a los romanos, San Marcos el Evangelio de San Pedro y todos los escritores romanos de los primeros dos siglos, desde San Clemente Papa a San Hipólito (+ v.235), sino también por el uso constante de la lengua griega en la redacción del antiquísimo símbolo bautismal, en la mayor parte de la nomenclatura eclesiástica primitiva y, sobre todo, en los más antiguos epitafios de las catacumbas.

El predominio litúrgico del griego duró hasta la mitad del siglo III y más tarde quizá, sea en virtud de la costumbre, sea también por el hecho de que él, mejor que el latín, se prestaba a servir como lengua de comunicación interprovincial entre las diversas comunidades cristianas del Imperio. Ciertamente, en tiempo del papa Fabiano (240-251) la iglesia romana era preferentemente latina; la inscripción sepulcral del papa Cornelio (+ 253), la primera de los papas en latín; los escritos de Novaciano (251) son una prueba clara de esto. Klauser sostiene, sin embargo, que el paso oficial del idioma griego al latino no tuvo lugar antes del pontificado del papa Dámaso (376-384). El Ambrosiáster, que escribió en Roma alrededor del 370, es decir, bajo el papa Dámaso (376-384), pone de relieve la necesidad de usar una lengua en la plegaria litúrgica que sea comprendida por todos: Imperitus enim audiens quod non intelligit, nescit finem orationis et non respondet amen. ¿ Quería aludir a alguna fórmula griega que se había hecho ininteligible, todavía en uso? Puede ser. Mario Victorino, en la obra Adversus Arium, compuesta en el 357-358, cita de la Oratio oblatíbnis una frase griega.

En África, el cambio debió operarse aún antes. San Cipriano, ciertamente, celebraba en latín.

Se mantuvo, sin embargo, por largo tiempo la línea de la antigua lengua litúrgica. Hasta el siglo XIII, en Roma las profecías de las noches de Pascua se leían primero en griego y después en latín, la redditio symboli se hacía igualmente en griego y en latín; en los antiguos sacramentarlos, comenzando por el gelasiano, el texto del Gloria in excelsis y del Credo se encuentra escrito casi siempre en griego con letras latinas. Aun actualmente en la misa pontifical del papa, la epístola y el evangelio se cantan en latín y en griego.

No debemos creer, sin embargo, que el latín en los comienzos estuviera completamente descartado del servicio litúrgico. El bajo pueblo de las ciudades y de las provincias, del que procedían en su mayor parte los fieles, no podía contentarse con un oficio exclusivamente en griego, lengua para él muy poco conocida. Es muy verosímil que bien pronto se introdujera en la misa, al menos en la parte didáctica, algún elemento en latín (lectura, canto de salmos, sermón, plegaria litánica) que sirviese mejor para la instrucción del pueblo. Esto resulta del término latino statio, dado al ayuno semanal del miércoles y viernes, por frecuentes latinismos que se encuentran en el Evangelio de San Marcos y en el Pastor, de Hermas, así como de la existencia a principios del siglo II, si no antes, de una versión latina de los libros sagrados, versión que difícilmente puede explicarse sin un objetivo litúrgico.

He aquí por qué, dirigido al servicio del pueblo, el latín eclesiástico no podía tener aquel carácter literario (urbanías) en uso entre las clases más cultas, sino que debía acomodarse a las formas más humildes de la lingua vulgaris (rusticitas) que hablaba el pueblo. San Agustín declarará más tarde que para hacerse entender del pueblo no es preciso decir: Non est absconditum a te os meum, sino: Ossum meum; y él mismo quiere hablar más bien así porque se trata no tanto de ser un buen latinista como de ser comprendido. No de otra forma pensaba en Rávena San Pedro Crisólogo. Populis populariter est loquendum, decía, si bien sus sermones han llegado hasta nosotros escritos en forma impecable. A pesar de todo, el latín vulgar, con ir consolidándose poco a poco en el campo litúrgico y disciplinar y, sobre todo, mediante la obra literaria de los Padres latínos, en particular de los dos africanos Tertuliano y San Cipriano, completada más tarde por la grandiosa versión de San Jerónimo de la Biblia (Vulgata), fue elevado, ennoblecido y acomodado admirablemente a formas nuevas a las nuevas ideas cristianas; viene a ser así la lengua de la Iglesia y de la liturgia expresión fiel y fuerza de la antigua raza romana, regenerada en Cristo. Prueba de la perfección a que llegó en cuatro siglos de desarrollo son en el campo litúrgico las fórmulas del leoniano y del gelasiano, en las cuales la nitidez y profundidad del pensamiento teológico sabe siempre expresarse noblemente en una forma linguística elegida y apropiada.

Para comprender cómo el latín llegó a imponerse y a quedar como único idioma litúrgico de todo el Occidente, a pesar de la gran variedad de dialectos y culturas regionales, mientras en Oriente las diversas razas (sirios, coptos, ármenos, godos) se habían forjado toda la liturgia en su propia lengua nacional, es preciso notar, como observa bien Cumont, que la Iglesia cuando se impuso al paganismo en las provincias occidentales del Imperio (las Galias, España, África) lo encontró no ya en las formas de los antiguos cultos locales, sino latinizado en el culto de Roma. El credo católico no tenía ninguna razón para usar un idioma diverso del universalmente adoptado, y así, insensiblemente, en virtud de la costumbre y de la tradición, se estableció el principio de que el latín fuese la única lengua de la Iglesia romana. Con los pueblos convertidos más tarde (francos, anglosajones, germanos de la alta y baja Germania), los papas y los obispos no hicieron otra cosa que seguir un método consagrado ya desde largo trempo. "No se debe, por lo tanto, a codicia de imperio o a prepotencia clerical la universal romanización de los pueblos de Occidente en el terreno religioso, sino más bien a una causa elemental: al poco o ningún valor de los cultos locales y a la victoria que ya antes de la misión cristiana había alcanzado sobre ellos la religión de la Roma pagana." No se puede negar, sin embargo, que durante los siglos VII-VIII y después, en la decadencia general de la cultura antigua, también el latín perdió casi todo el contacto con el pueblo. No lo conocía la mayor parte del clero y bien pocos lo sabían pronunciar y escribir correctamente, motivo por el cual tantas magníficas fórmulas, poco tiempo después de su composición, dejaron de ser una cosa viva para los fieles.

Mas, pasado aquel oscuro período de anarquía y de confusión intelectual, el latín vuelve a recobrar vigor, y en las escuelas episcopales y en los scriptoria monásticos florece con una nueva vida; nueva en el sentido de que los antiguos vocablos se acomodan mejor para expresar las ideas, los sentimientos, las tendencias, la cultura de los nuevos pueblos, salidos de la fusión de las razas bárbaras con las naciones romanas o romanizadas. El estudio de esta evolución del latín litúrgico a través de las fórmulas de los libros actuales, principalmente las del pontifical, compuestas en gran parte entre los siglos IX y XIII, nos revela un vocabulario totalmente especial, cuyos términos, bien por sí solos, bien en agrupaciones de frases, han adquirido un sentido muy diverso del antiguo, interesante no menos para el teólogo y el liturgista como para el historiador o el filólogo.

El latín se conservó como lengua litúrgica de la Iglesia romana. Después del año 1000 nacieron de él las lenguas romances (español, francés, italiano). Estas, sin embargo, no obtuvieron un digno aprecio sino mucho después.

Ordinariamente, la Iglesia autoriza las traducciones del Misal, del Vesperal y de los demás libros litúrgicos, y recomienda que en todos los domingos, al menos en la misa parroquial, se traduzca el texto del evangelio o de la epístola y se la comente a los fieles. Más en muchísimos casos, como en las iglesias un poco amplias, la recitación en lengua vulgar de las formas litúrgicas y el texto mismo de las perícopas espirituales cantado en las misas solemnes, ¿cómo podía ser entendido prácticamente sin la ayuda de un libro?

La historia enseña que la introducción de la lengua vulgar en el culto ha favorecido siempre el alejamiento del centro de la unidad y el resurgir de sectas e iglesias nacionales.

Estas razones que militan a favor de una única lengua litúrgica, prueban, sin embargo, algunas concesiones que en circunstancias especiales la Iglesia puede autorizar en vista del mayor bien de las almas. Está muy reciente el indulto concedido al Episcopado francés, con fecha del 28 de noviembre de 1947, de poder usar la lengua vulgar en la los actos litúrgicos. El altar es un sacrificio, sí; pero en el que nunca falta el elemento didascálico. (N. del T.) Administración de los sacramentos, excepto las palabras de la forma, las fórmulas de los exorcismos y de las unciones, la bendición de la esposa en la misa y el texto de los Salmos.

El Texto Litúrgico.

Antes de estudiar detalladamente las más importantes fórmulas o grupos de fórmulas de uso más común, es preciso recurrir brevemente a las fuentes de las cuales fueron sacados los textos de nuestros libros litúrgicos. Tales fuentes pueden reducirse a cuatro:

1. ° La Sagrada Escritura.

2. ° Los monumentos de la tradición eclesiástica.

3. ° La inspiración privada.

4. ° Los textos preexistentes.

1. ° La Sagrada Escritura

Patrimonio indefectible de la verdad revelada y lazo de unión entre la sinagoga y la Iglesia, la Sagrada Escritura se introdujo en el ritual de las vigilias y de la misa desde la época apostólica y constituyó en todo tiempo la fuente principal de inspiración y de composición litúrgica. No faltaron, sin embargo — desde Pablo de Samosata, en el siglo III, hasta los neogalicanos del siglo XVIII —, los rigoristas que pretendieron excluir de les libros rituales todo texto que no fuese tomado de la Escritura; sin embargo, la Iglesia se opuso a todos estos intransigentes, y, para contener dentro de ciertos límites las composiciones privadas, las admitió como parte de su patrimonio litúrgico.

La Escritura ha enriquecido el texto de las lecturas de la misa y del primer nocturno del Breviario, distribuido según los diversos tiempos del año eclesiástico; los capitula de las Horas menores y también, en su mayor parte, los textos menores del Antifonario y del Gradual (antífonas, versículos, responsorios, introitos, etc.). El número de estos últimos, según Marbach, asciende a 4.216, de los cuales 1.565 han sido tomados del Salterio, 350 del Evangelio de San Lucas, 315 de San Mateo, 257 de Isaías, 255 del Evangelio de San Juan, 180 de las lecturas de San Pablo, 127 del Eclesiástico, 124 de los Cánticos, etc. De los 72 libros de la Biblia, ocho no han contribuido a la liturgia con texto alguno.

Por este cómputo se pone de manifiesto fácilmente cómo el Salterio, entre todos los libros de la Escritura, ha tenido una parte excepcional en la composición litúrgica, de modo que ha merecido justamente el título de "código de la plegaria cristiana." En efecto, en los ritos más importantes — en la misa (todas las partes del canto, al menos en la buena traducción) y sacramentos (el bautismo solemne en Pascua, bautismo para los adultos, órdenes, extremaunción), en las bendiciones y exequias y en las procesiones — los Salmos ocupan un puesto de honor, y después el Breviario, la plegaria canónica, está constituido esencialmente en la recitación semanal de todo el Salterio.

Se nota todavía cómo en la disposición primitiva de las lecturas pericopales escriturales, lo mismo en la misa que en el oficio, los libros sagrados se leyeron en el orden en que fueron colocados en el canon bíblico tradicional (lectio continua). Las raras excepciones afectan algunos tiempos litúrgicos especiales, para los cuales parece más adaptado un libro determinado; por ejemplo, Jeremías para el tiempo de Pasión; en el recorrer de las principales fiestas litúrgicas, para las cuales, si no propiamente en su origen, al menos más tarde, se dejaron aquellos textos de la Escritura más conformes con el misterio conmemorado. En cuanto al libro de los Salmos, es interesante comprobar cómo la organización de las misas cuaresmales ha dispuesto los textos sal-módicos de las antífonas ad communionem siguiendo exactamente el orden numérico de los salmos 1, 2, 3... hasta el 26. Otro tanto, con intervalos, se verificó en la mayor parte de las misas dominicales después de Pentecostés con relación al texto salmódico de sus cantos, sin excepción alguna. En el oficio es muy antigua la división semanal de los salmos 1-108 para los nocturnos, 109-144 para las vísperas.

Si, por regla general, los textos litúrgicos están sacados solamente de los libros canónicos, en algún caso raro, y en época muy remota, fueron sacados también de los apócrifos.

Al salmo 151 pertenece el texto del responsorio: Deus omnium exauditor est... unxit me unctione misericordiae suae, que se dice el lunes de la semana después de Pentecostés.

También toda una serie de antífonas y de responsorios, especialmente del común de los apóstoles (Vidi conuncios Oíros... vidi angelum Dei fortem...), parecen extraídos de un Apocalipsis perdido. El apócrifo Descensus ad inferos ha proporcionado la frase Libera me, Domine, de viis inferni, qui portas aereas confregisti et visitasti infernum, del noveno responsorio del matutino de difuntos.

Es preciso también advertir que alguna vez el recopilador litúrgico, al sacar un texto de la Escritura, produjo alguna ligera variante, sea por razones musicales, sea por adaptarlo mejor al sentido por él pensado o bien para darle una forma más concisa y eficaz.

Cuando, alrededor del siglo VII, se introdujo en la práctica litúrgica la Vulgata de San Jerónimo, no se quiso, por atención a la melodía, tocar aquellos textos que se cantaban según las lecciones más antiguas y generalmente según la llamada ítala.

El respeto que la Iglesia ha tenido hasta ahora hacia los textos litúrgicos compuestos sobre el antiquísimo Salterio romano, guardándolos inalterados, será probablemente mantenido de ahora en adelante hacia aquellos textos salmodíeos que no corresponden al original, expresado en la recentísima versión piaña del Salterio. Serán considerados no como citas estrictamente escritúrales, sino como textos litúrgicos, es decir, como textos que expresan los sentimientos de la Iglesia en su plegaria oficial y que generalmente encierran un sentido particular adaptado a las circunstancias en las cuales se hallan usadas.

Los monumentos de la tradición eclesiástica.

Pertenecen a esta segunda serie:

a) La lección del segundo y tercer nocturno del Breviario, tomados de las vidas de santos y de los escritos de las Padres y Doctores de la Iglesia. Su uso en el oficio canónico lo atestigua ya desde principios del siglo VI la Regla de San Benito, San Ambrosio, San Agustín, San León, San Gregorio, San Juan Crisóstomo y San Bernardo fueron preferidos en la selección de autores.

b) Muchas antiguas fórmulas y entre las más importantes, como las profecías. Estas son algunas veces una clara acumulación de homilías y tratados de los Padres latinos del siglo IV y del V, que muestran con tales escritos una marcadísima afinidad de pensamientos, de vocabulario, de fraseología. A tal respecto, un extenso estudio comparativo podrá dar resultados muy interesantes para la historia de la composición litúrgica.

Otros ejemplos de esta clase se muestran en otras fórmulas litúrgicas. Por ejemplo, las tres breves homilías cate quísticas que el Sacramentario gelasiano pone en boca del obispo del gran escrutinio, del Aperitio aurium, relativo a los cuatro Evangelios, al Símbolo y al Pater noster, son una composición de frases sacadas de Tertuliano, San Cipriano, San León y San Cromacio de Aquileya.

c) Otras breves fórmulas derivadas de los Santos Padres, como la antífona Sancta María, succurre miseris... etc. (ant. ad Magn. in I Vesp. in festis Β. Μ. V. per annum), sacada de la homilía De sanctis, atribuida forzosamente a San Agustín; las antífonas Si, veré, fratres, divites esse cupitis, veras divitias amate (ad Nonam, in Dom. Sexag.) y Si culmen veri honoris quaeritis, ad illam caelestem patriam quantocius properate (ad Magn. fer. 2 post Dom. Sexag.), sacadas de la homilía 15 de San Gregorio sobre el Evangelio; en el comunicantes propio de la Epifanía con la expresión de San León Die quo intemerata virginitas humano generi edidit Salvatorem (Serm. 1 de Epiph.), si bien en este último caso sea difícil establecer si la prioridad del tiempo pertenece a la homilía leoniana o a la fórmula litúrgica.

d) Los textos de las antífonas o de los responsorios, seguidos del acta de los santos mártires Lorenzo, Juan y Pablo, Clemente, Inés, Cecilia, Agueda, Lucía, etc., o de las Vitae sanctorum insertas en los oficios respectivos del Breviario, así como diversos textos métricos sacados o de poetas cristianos o de antiguas inscripciones, como la antífona ad introit. Salve, sancta Parens... en la misa votiva de Santa María, y la segunda antífona ad laudes de Navidad Genuit puérpera regem... una y otra tomadas del Carmen Paschale, de Cecilio Sedulio (+ 430): Salve, sancta parens, enixa puérpera Regem, Qui coelum terramque tenet per saecula, cuius Numen et aeterna complectens omnia gyro Imperium sine fine manet; quae ventre beato Gaudia matris habens cum virginitatis honore, Nec primam similem visa est, nec habere sequentem, etc. (Lib. II, v.63-68).

Y las dos siguientes inscripciones, esculpidas una en la antigua basílica de San Pedro, la otra en el oratorio de la Santa Cruz, contiguo al baptisterio de la misma basílica, que pasaron, respectivamente, a la misa en honor de San Pedro ad Vincula (Y ad Alleluia), al oficio de la Cruz (I ant. ad laudes):Solve, iuvante (iubente) Deo, terrarum, Petre catenas, Qui facis ut pateant coelestia regna beatis. O magnum pietatis opus! mors mortua tune est Quando hoc in ligno mortua vita fuit.

La inspiración privada.

La Iglesia recoge en todo tiempo los frutos más preciosos, consagrándolos con su autoridad e incorporándolos a su patrimonio litúrgico. Mas ya que tal inspiración, según las diversas épocas, fue más o menos viva y fecunda, es preciso distinguir a este respecto cinco períodos.

El primer período, que podemos llamar primitivo, llega hasta la mitad del siglo IV. Y el texto de la plegaria litúrgica — la eucarística sobre todo —, desenvolviéndose en torno de un tema bien conocido y definido, se mantiene oscilante, dependiendo en gran parte de la improvisación del celebrante. Pero muy pronto, a fin de suplir las eventuales deficiencias de la inspiración personal, surgen y se multiplican aquí y allá las composiciones litúrgicas escritas. Son tentativas todavía imperfectas, no siempre ortodoxas, como se manifiesta por los concilios del tiempo, los cuales, después de haber recomendado la propiedad de los términos de los formularios, exigen eme se haga un preventivo examen cum instructioribus fratribus

2.° A las deficientes producciones de la época anterior sucede el período clásico de la composición litúrgica, que llega casi hasta el siglo VII. Pertenecen a él los textos más bellos, desde el punto de vista lo mismo literario que teológico, del repertorio litúrgico.: el Quicumpe, el Te Deum, el canon, el Exultet, así como aquella amplia y riquísima colección de oraciones y prefacios contenidos en los tres sacraméntanos leoniano, gelasiano y gregoriano. Esta floración maravillosa, sumamente fecunda, tuvo por centro a Roma, y del genio latino llevó, en efecto, toda la impronta de precisión, majestad, eficacia. Al mismo tiempo, en Milán, San Ambrosio, con sus himnos, ofrece modelos definitivos del himnario litúrgico de Occidente.

El tercer periodo, el más fecundo y brillante de todos, puede llamarse carolingio, de los reyes carolingios que le dieron el primer impulso. Su desarrollo se produjo hasta todo el siglo XIII. Afecta la refundición de los libros litúrgicos romanos, obra de la escuela de los liturgistas franceses Alcuino, Helissachar y Amalario. Se consolidan en esta época, en que se difunden, en las formas más diversas, las misas votivas, cuyos textos forman una parte tan grande de los sacramentarlos medievales. Fueron asimismo creados y elevados a una gran perfección nuevos tipos de composición litúrgica, las secuencias, los tropos, los oficios rimados, los versos, multiplicándose después con grandes medidas, merced a la obra ininterrumpida de las grandes escuelas, de los claustros y de las catedrales de Roma, Milán, Toledo, Metz, San Galo, San Víctor, Limoges, Jumiéges, Montecasino. Se multiplicaron también las fórmulas de bendición, los oficios propios de los santos, los himnos, los responsorios. Ciertamente, a tan gran abundancia de producción no corresponde siempre la perfección del contenido; sin embargo, es preciso rendir un homenaje, si no a la dignidad literaria de los compositores medievales, al menos a su ingenua simplicidad, que es obra maestra de arte, y a la viveza de su sentimiento religioso y litúrgico.

Los textos litúrgicos preexistentes.

En esta categoría van enumerados:

a) Los textos derivados o traducidos directamente de la liturgia griega, como la serie ds las antífonas O admirabile commercium, Quando natus es, etc., de las primeras vísp. de la Purificación, con otras dos: Ave gratia plena43 y Adorna thalamum, cantadas en la procesión de la misma fiesta, así como las antífonas Mirabile mysterium (ad Bened. de la Circuncisión), Nativitas tua (Vesp. Nativ. B. M. V.), Crucem tuam (Viernes Santo, Adoración de la Cruz), todas introducidas por los papas griegos de los siglos VII y VIII; los introitos Gaudeamus omnes in Domino (originariamente dé Santa Águeda), Ecce advenit (Epifanía), el Sub tuum praesidium, el verso aleluyático Dies sanctificatus (Epifanía), así como el tipo antifónico muy frecuente en las solemnidades del tiempo: odie... hodie...

b) Los textos que, habiendo sido en su origen creados para una determinada fiesta, vinieron después a emplearse para la composición de nuevos oficios, para los cuales se creyó oportuno celebrar textos originales. Esto sucede especialmente con los textos en el canto del antifonario, en las épocas en que, por la decadencia o menor producción del arte musical, se encontraba dificultad para componer nuevas melodías. Véanse, por ejemplo, los textos para la fiesta de la Santa Cruz, instituida por el papa Sergio (687-701), y los de las misas de los jueves de Cuaresma, introducidos por Gregorio II (715-731).

El actual Commune Sanctorum, formado alrededor del año 1000, está completamente constituido por textos provenientes de unas cuantas misas más antiguas. La misa de la vigilia de los apóstoles es la antigua misa nocturna de San Juan Evangelista; la del día fue compuesta con trozos tomados de la misa de San Simón y San Judas y de los Santos Pedro y Pablo. La misa de los evangelistas, excepto el gradual, es la de San Mateo. El commune unius martyris se compone en gran parte de los trozos tomados de la misa nocturna de San Juan Bautista y de las misas de San Vicente, San Valentín, San Vital, San Jorge y San Gregorio. El commune plurim martyrum está formado con las misas de los Santos Inocentes, de los Santos Félix y Adaucto, Fabián y Sebastián, Hipólito, Ciríaco, Juan y Pablo, Gervasio y Protasio, Nereo y Aquileyo y quizá también con la de San Cirilo, de los Santos Proceso y Martiniano, Pedro y Marcelino, Timoteo y Sinforiano. El commune confess. pontificum proviene de la misa de San Silvestre, Marcelo y Sixto. El común de un confesor abad, de la misa de San Eusebio; el commune virginum, de la misa de Santa María y de las Santas Potencia, Sabina, Inés y Cecilia; finalmente, el commune dedicationis ecclesiae proviene de la misa de la dedicación de Santa María ad Mártires, compuesta bajo Bonifacio II (607).

Débese, sin embargo, observar que no siempre estas transposiciones de textos tuvieron un éxito feliz. Así, por ejemplo, la colecta Proficiat, que hoy día se lee en el sábado antes de la dominica del Domingo de Ramos, día sin especial importancia litúrgica, era mucho más expresiva en el sábado de las témporas de Pentecostés, su lugar de origen, donde la pone el Gelasiano cuando se celebraban en Roma las solemnes ordenaciones. En la secreta Muneribus... de la misa de la Circuncisión, compuesta en su origen para la fiesta de Pascua, la frase caelestia mysteria tenía un profundo significado, que, transportada a un día de escasa importancia litúrgica, la ha perdido casi totalmente.

El término adclamatio, en el período clásico, designa una breve fórmula de alabanza, de felicitación o de augurio, gritado en alta voz por la multitud en determinadas circunstancias. Se aclamaba con la voz haciendo el gesto de levantar hacia lo alto la derecha en los esponsalicios (io hymen!), en los triunfos (io triumphe!), en el foro durante un elocuente discurso (belle et festive! belle et praeclare!), en los teatros, en el circo. La Passio S. Sabini nos da también un ejemplo interesante: "Maximiano Augusto, quintodecimo kalendas Maii, in Circo Máximo... pars maior populi clamabant, dicentes: Chrístiani tollantur! dictum est duodecies. Per caput Augusti, Christiani non sint! Spectantes vero Hermogenianum, praefectum urbis, ítem clamaverunt decies: Sic, Augusto, vincas! voces nostras a praefecto inquire!... Et statim díscesserunt omnes una voce dicentes: Auguste. tu vincas et cum diis floreas!"

Se aclamaba generalmente en el pretorio y en el senado para la elección de un nuevo emperador. Conocemos las aclamaciones dirigidas en tales circunstancias a Alejandro Severo y a Trajano, y es verosímil que desde entonces cons tituyeran un formulario adecuado y estereotipado, llamado ya entonces con el título de Laudes. Más tarde, en efecto, Ammiano Marcelino nos cuenta las laudes aclamadas por los soldados al nuevo emperador Constancio.

Con arreglo a estas costumbres de la vida social, tienen las aclamaciones un carácter más o menos litúrgico que la Iglesia antigua venía usando en muchas ocasiones.

Sobre todo en los concilios. Las actas de los concilios de Calcedonia (451), de Constantinopla, III (680), de Nicea, II (787), de Toledo (633) y de muchos otros hasta el de Trento, contenían ejemplos clásicos. La costumbre, por lo demás, ha quedado todavía hoy en el Pontifical romano, el cual manda que en la ultima sesión del sínodo, después de la invitación y el requerimiento del archidiácono, todos los presentes aclamen a Dios, al papa, al obispo y al clero del sínodo, concluyendo con el grito Fiat I Amenl Amenl Se aclamaba durante la elección de los obispos. El más antiguo ejemplo conocido es el del papa Fabián, que tuvo lugar hacia la mitad del siglo III. El pueblo, escribe Eusebio, gritó a una voz: "¡Es digno!" y por la fuerza colocaron a Fabián en la cátedra episcopal. San Agustín nos da particularidades muy detalladas sobre las aclamaciones hechas en Hipona, en la basílica de la Paz, para la erección de Heraclio, que él lo había propuesto como sucesor: "A populo adclamatum est; Deo gratias, Christo laudes! dio tum est vicies terties. Exaudí Christe, Augustino vita! dictum est sexies decies, te patrem, te episcopum! dictum est quinquies. Dignus et iustus est! dictum est sexies... ludicio tuo gratias agimus! dictum est sexdecies. Fiat, fiat! dictum est duodecies. Te patrem, Eraclium episcopum! dictum est sexies..."

Aclamaciones semejantes, si bien en una forma más reducida, se encuentran en diversas antiguas liturgias, en la colación del bautismo y de la confirmación, en el ceremonial de la.ordenación de los obispos y de la coronación, lo mismo de los emperadores griegos como de los reyes occidentales. En Roma, según las noticias del Líber Pontificalís, la elección del papa, al menos desde la mitad del siglo VII, era confirmada y aplaudida por el pueblo cum vocibus adelamatíonum laudibus. Eran quizá las antiguas laudes senatoriales, cristianizadas por la Iglesia.

Del uso de las aclamaciones, y en particular de los que tenían lugar en Roma en la elección de papa, derivó un formulario propiamente litúrgico de alabanzas, llamado por eso laudes, que en la época de los carolingios vemos ya extendido no sólo en Italia, sino en Dalmacia, en Alemania y en Francia. Este, en su forma más común, tiene dos partes: solista y coro, y entrelaza bellamente, con las aclamaciones augúrales hacia el papa y el emperador, invocaciones litánicas a Cristo y a los santos. Las laudes se cantaban en las principales solemnidades del año in festis diebus, dice una rubrica del siglo XI, en la misa, inmediatamente antes de la epístola.

Junto con las formas más complicadas de aclamaciones que hemos recordado hasta ahora, existen en el uso litúrgico una serie de breves y simples fórmulas aclamatorias, que expresaron, por lo demás, un augurio o una afirmación de fe o un sentimiento de alabanza o de invocación a Dios. En su mayor parte se remontan hasta la liturgia hebrea o hasta los tiempos apostólicos, y su conceptuosa simplicidad los ha hecho populares en todas las liturgias y una de las expresiones más bellas y conmovedoras del sentimiento unánime de los fieles. He aquí las principales:

1.° Amen. — Es palabra hebrea; estaba va en uso en el ritual del tiempo y significa consentimiento, aprobación, augurio, juramento. En este último significado la vemos usada más veces por Cristo en sus discursos: Amen, amen, dico vobis. San Juan en el Apocalipsis, San Pedro en sus epístolas y los antiguos escritores cristianos la presentan como una conclusión afirmativa de fórmulas doxológicas y deprecatorias: Ipsi gloria et imperium in saecula saeculorum. Amen. Gratia D. N. I. C. sit cum ómnibus vobis. Amen. Mientras cantamos aj Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, todo ser creado contesta con este canto: Amen! Amen! "Poder, alabanza al único dispensador de todo bien. Amen! Amen!" así dice un fragmento griego de papiro con notas musicales del sigjo III. Con análogo significado, el amen era aclamado en el servicio litúrgico primitivo en respuesta a fórmulas de bendición y de plegaria; esto mismo viene haciendo la Iglesia al final de las oraciones dichas por el sacerdote y, en general, después de todas las fórmulas de alguna importancia.

Particularmente interesante, de alto significado dogmático, es el amen que, desde la época subapostólica, como lo vemos por San Justino, se responde al final de la plegaria eucarística, tomando el valor de un verdadero y propio acto de fe en la eficacia de las palabras sacramentales y, por lo tanto, en la presencia real de Cristo en el altar. San Agustín lo considera equivalente a un firme consentimiento del fiel: Ad hoc (la plegaria consecratoria) dicitis amen; Amen dicere, subscribere est J°. Otro tanto debe decirse del amen que responden los fieles en el acto de recibir la comunión: Audis enim: Corpus Christi; et respondes: amen, escribe San Agustín. Todavía está en vigor en el ritual de las ordenaciones. No puede, finalmente, olvidarse el sentido augural del amen repetido cuatro veces después de las invocaciones hechas por el obispo al conferir el sacramento de la confirmación.

2.° Alleluia. — Es otra fórmula litúrgica hebrea que ha pasado a la Iglesia y que puede traducirse: "Alabado sea Dios." Como para los hebreos, así también para los cristianos el alleluia fue considerado siempre como una aclamación de triunfo, un grito de santo gozo. San Juan, en una de sus visiones, lo sintió cantar en los cielos, sonoro como el rugido del trueno. Las Odas, de Salomón, a principios del siglo II, lo hacían como contestación del pueblo al canto del solista, hasta que después vino a hacerse común en la Iglesia para los llamados salmos aleluyáticos ν particularmente para los cantos del tiempo pascual.

En los siglos IV y V, el alleluia era considerado como la expresión más bella de la íntima serenidad de un alma cristiana. Lo enseñaban los padres a sus hijos, lo transmitían a lo lejos los marineros por la noche, lo repetían los segadores en el canto durante la siega, lo cantaban los ejércitos animándose a entrar en batalla, no se lo olvidaban ni siquiera en los funerales para elevar el espíritu hacia las puras alegrías de la patria celestial.

La melodía del alleluia en el uso litúrgico era de las más ricas y más artísticas. En la Edad Media existían compilaciones especiales llamadas alleluiaria. Derívase de ellas en el siglo IX la sequentia. Actualmente el alleluia permanece, como en su origen, como el canto característico de la alegría pascual en el tiempo que va de la misa de Pascua a la octava de Pentecostés. Fuera de este período se canta también en la misa, por disposición, parece, de Gregorio Magno, excluido, sin embargo, el tiempo que va de Septuagésima a la Pascua y el rito exequial.

3.° Deo grafías. — Es una expresión muy usada en el Evangelio y en San Pablo y merecidamente pasada a la práctica litúrgica y extralitúrgica como una fórmula de reconocimiento y de agradecimiento a Dios. Los mártires escilitanos en Numidia (a. 180) antes de morir gritaron a una voz: Deo gracias! Cuando, en el 258, San Cipriano oyó leer la sentencia de su condenación, respondió sencillamente: Deo gratias!

En los tiempos de San Agustín, el Deo gratias venía a convertirse para los católicos como un grito de guerra. Los herejes donatistas y circuncelionos, que alguna vez atacaban a los fieles con un furor salvaje, lo sustituyeron por el Deo laudes. Pero San Agustín protestaba y recomendaba a su pueblo el mantenerse fiel al Deo gratias: Quid melius — decía — et animo geramus et ore probemus, et cálamo scrlbamus quam Deo gratias? Hoc nec dici brevius, nec audiri laetius, nec intelligi grandius, nec agi fructuosius potest. Deo gratias era, pues, una antiquísima fórmula de saludo entre los fieles y los monjes en casa. San Benito lo recoge en su Regla.

En la liturgia, Deo gratias se emplea con mucha frecuencia. Se dice después de la lectura de la epístola en la misa, después del capitula en las Horas, después de las nueve lecciones del nocturno, y, en general, sirve como cláusula a los oficios en respuesta del Benedicamus Domino. La misa terminaba de esta forma hasta el siglo X.

4.° Kyrie eleison (= Señor, ten piedad). — Esta suplicante invocación del alma a Dios la encontramos frecuentemente lo mismo en el Antiguo como en el Nuevo Testamento y hasta en el uso pagano. "Nosotros suplicamos a Dios diciéndole Kyrie eleison," escribe Arriano en la biografía de Epicteto. La fórmula litúrgica invadió primero el Oriente, y la encontramos, sobre todo, en las Constituciones Apostólicas. En Occidente no se conocía todavía en el tiempo de la Peregrinatio (395), porque ésta hizo notar expresamente que mientras en Jerusalén a las diversas invitaciones del diácono se respondía Kyrie eleison, en sus países se dice Domine, miserere. El concilio de Vaison (Arles), en el 529, recomendando el adoptar el Kyrie en la misa y en el oficio, a ejemplo de Roma, deja suponer que su introducción en Italia era reciente. Fue, pues, en la segunda mitad del siglo V cuando el Kyrie pasó del Oriente a Roma y de ésta a las Galias.

El Christe eleison lo añadió al Kyrie San Gregorio Magno (+ 604). Actualmente las dos fórmulas, además de en la misa, se dicen también en el oficio, exequias de los difuntos y en muchas bendiciones, seguidas casi siempre del Pater noster. En esta forma, el Kyrie se encuentra prescrito por la Regla benedictina (526).

En la Edad Media, el canto del Kyrie fue siempre popular. Los Statuta Salisburgensia del 799 inculcan una asidua instrucción a los fieles sobre él. Un ritual romano del siglo XI, disponiendo el orden de la solemne procesión en el día de la Asunción, prescribe que, saliendo de Santa María la Mayor, el coro de hombres y de mujeres, desde las gradas de la basílica, aclamen cien veces Kyrie elelson, cien veces Christe eleison y otras tantas todavía Kyrie eleison. Después del siglo XII, el uso de la costumbre de cantarlo terminada la predicación se extendió por todas partes. El orador concluía diciendo: Eia, nunc preces vestras alta voce ferte ad caelum et cántate in laudem Dei Kyrie eleison. Algún tiempo después, en Alemania y en otras partes se unieron al Kyrie unas breves estrofas en lengua vernácula, y así tuvieron origen aquellos cantos religiosos populares que por el estribillo eleison se llamaron leisen y también Kyrieleisen.

5.° Dominus vobiscum. Pax vobis. — Son las fórmulas de saludo litúrgico, procedentes ambas de la Sagrada Escritura. Con la primera, Booz saludó a los segadores; el profeta Azarías, al rey Asá y a su ejército; el arcángel San Gabriel, a María Santísima. Con la segunda, Cristo saludó a los apóstoles después de la resurrección; podía decirse también que la expresaron ellos como saludo oficial al entrar en alguna casa: In quamcumque domum intraveritis, primum dicite: Pax huic domui. Ya que la cortesía exige que se devuelva el saludo, los fieles responden: Et cum spiritu iuo, procedente probablemente de San Pablo: Dominus Jesús Christus cum spiritu tuo.

El Dominus vobiscum es el saludo de la Iglesia primitiva. Las anáforas más antiguas, comenzando por la de San Hipólito, la emplean como fórmula de introducción. El Pax vobis, sin embargo, parece posterior; por lo menos, no tenemos pruebas concretas antes del 370, con Octavio de Mileto, en África, y podemos creer que en Roma era desconocido.

Con el saludo litúrgico comenzaba antes la misa "y comienza todavía," así como cada una de las partes principales de ella, como la anáfora y las lecturas. Para estas últimas, ya San Cipriano alude al saludo ofrecido al lector antes de comenzarlas: Auspicatus est pacem, dum dedicat lectionem. El diácono la dice todavía hoy antes de leer el evangelio. También la terminación de la sinaxis. Estaba precedida por el saludo de alegría de la asamblea. Debió de influir también en esta práctica la antigua estructura de los altares, En las iglesias de la época, el celebrante, estando de pie y en el fondo del ábside, detrás del altar, quedaba casi escondido al público o, al menos, distanciado notablemente. Siempre que se dirigía al altar, a la vista del pueblo, los saludaba, y cumplida su misión hacía otro tanto antes de retirarse. A propósito de esto tiene San Agustín un pasaje muy expresivo: Quod autem audistis ad mensam Domini (anáfora) Dominus vobiscum, hoc et quando de ábside salutamus dicere solemus, et quotiescumque oramus hoc dicimus; quia hoc nobis expedit, ut semper sit Dominus nobiscum, quia sine illo nihil sumas.

Actualmente, el Pax vobis en la misa está reservado a los obispos. Desconocemos el tiempo en que fue adoptado como salutatio episcopalis en lugar del Dominus vobiscum; la distinción estaba ya en el uso corriente del siglo IX. Sin embargo, como nota el Caeremoniale de los obispos, elPajc oobis se halla en estrecha relación con el Gloria in excelsis Deo, que, como es sabido, estaba antes reservado a todos los obispos. Así se comprende fácilmente cómo la frase inicial del Gloria: pax hominibus, alusiva a la paz, ya sugería la pequeña modificación al saludo litúrgico que inmediatamente la sigue. En efecto, en los días en que no se dice el Gloria, el obispo debe saludar con el Dominus vobiscum.

El saludo litúrgico va acompañado de un gesto. El sacerdote besa primero el altar, que representa a Cristo, y después, vuelto a los fieles, abre y extiende los brazos hacia ellos como para confirmar con un abrazo fraternal su augurio de bien, que solamente recibe de Cristo toda eficacia.

No estará de más, finalmente, mencionar en este lugar algunas breves fórmulas que, aunque son verdaderas aclamaciones, son más bien expresiones ritualizadas de advertencias generales. Su constante repetirse las hizo entrar poco a poco en el formulario litúrgico. La Didascalia, por ejemplo, advierte que los niños deben estar aparte, o si no, junto a sus respectivos padres; tal aviso en las Constituciones Apostólicas se había convertido ya en una fórmula ritual dicha por el diácono: "¡Madres, recoged a vuestros niños!"

De este tipo son las fórmulas State cum silentio! Silenlium habete! Audientes, atiente! Sapientia, erectil, Aliendamus! Respiciamus ad orientem! Sancta sanctis, etc., comunes en las antiguas liturgias, y las siguientes: Flectamus genual, Lévate! Procedamus in pace! Humiliate capita "vestra Deo! Ite, missa est! todavía en uso en la liturgia romana.

La Oración Dominical.

La fórmula del Pater noster, llamada oratio dominica por ser compuesta y aplicada por el mismo Jesucristo a los apóstoles, nos fue transmitida por San Mateo (6:9-13) y por San Lucas (11:2-5) en dos relaciones algo diversas, una más desarrollada, la otra más concisa, como puede verse por los textos que confrontamos:

Mt 6:9-13:

Pater noster qui es in caelis, sanctiíicetur nomen tuum, adveniat regnum tuum, fiat voluntas tua sicut in cáelo et in térra; panem nostrum quotidianum da nobis hodie, et dimitte nobis debita nostra:. sicut et nos dimittimus debito ribus nostris; et ne nos inducas in tentationem sed libera nos a malo.

Lúc. 11:2-5:

Pater, sanctificetur nomen tuum, pnncm nostrum quotidianum da nobis quotidie, et dimitte nobis peccata nostra, siquidem et ipsi dimittimus omni debenti nobis et ne nos inducas in tentationem.

El hecho de existir estos dos tipos diversos en los Evangelios y el uso universal que siempre, desde la época apostólica, hicieron los fieles de ellos, nos explica algunas ligeras vanantes del texto, testimoniado por la tradición litúrgica y que es muy interesante conocer.

En la segunda petición, adveniat regnum tuum, un manuscrito de los Evangelios la sustituye por la variante veniat Spiritus sanctus tuus super nos et purifícet nos. Sabemos también que una fórmula idéntica se usaba en el siglo VII en Constantinopla, en el siglo IV en Nissa y quizá en el tiempo de Tertuliano también en África." La petición panem nostrum quoiidianum, que San Mateo dice se haga para el día (σήμερον) y San Lucas para todos los dνas (παθ’ήμέραν), tenνa en la lengua copta una curiosa variante, derivada, como atestigua San Jerónimo, del evangelio de los hebreos usado por los nazarenos. En ella, el adjetivo quotidianum (έπιούσιον) se encuentra cambiado por un crastinum, es decir, "danos hoy el pan de mañana." El De Sacramentis refiere otra ligera variante en la sexta petición: Ne patiaris nos inducí in tentationem; así debía decirse también en Roma y en África. Algunas liturgias griegas, a la misma petición, et ne nos inducas in tentationem, unen las palabras quam ferré non possumus. Esta glosa, derivada probablemente de San Pablo, fue conocida por muchos padres latinos y parece que estaba en uso muy común en la liturgia. San Gregorio lo deja suponer: Quotidie in oratione dicentes: Ne inducas nos in tentationem, quam ferré non possumus. La cláusula final, sed libera nos a malo, se interpreta de un modo diverso, según que el término από του πονηρού se tome en sentido personal (ó πονερός = el tentador), o en sentido impersonal (το πονηρόν = el mal). Tertuliano, San Cipriano, todos los Padres griegos y las liturgias sirνacas están por la forma personal, que parece la más probable.

Es digna también de mención la doxología, de carácter escuetamente litúrgico, que se encuentra añadida al final del texto del Pater en la Didaché: Quoniam tua est virtus et gloria in saecula. Estuvo muy en uso en la Iglesia antigua, lo mismo en la de Occidente que en la de Oriente. Hoy día se conserva en la liturgia anglicana.

El amen no es tan antiguo; en el siglo IV todavía era muy poco conocido. La liturgia romana, generalmente, le omitía.

Por su origen, su contenido y su áurea simplicidad, que le merecieron el elogio de breviarium totius evangelii, la fórmula del Pater estaba destinada a ser popular en medio de los fieles, como expresión de los sentimientos de la comunidad cristiana. La Didaché, en efecto, mandó recitarla tres veces al día. Tertuliano la llama la oratio legitima et ordinaria fidelium; San Cipriano, la oratio publica et commuñís. Sin embargo, como todos los bautizados habían obtenido con la perfecta filiación de Dios el derecho de llamarle Padre, la Iglesia acostumbró a esconder esta fórmula a los infieles y a los catecúmenos. A estos últimos se les enseñaba solamente en el escrutinio llamado afreritio aurium, y debían recitarla de memoria en la vigilia de Pascua, con la advertencia de tenerla bien reservada: Cave, ne, incaute, symboli vel dominicae orationis divulges mysteria, advierte San Ambrosio. Para el bautismo, así también como para recibir los demás sacramentos, el conocimiento del Pater fue considerado siempre como indispensable. Las rúbricas de los penitenciales en los rituales más antiguos exigen que el penitente o los esposos sean interrogados expresamente sobre esto. Todo sacerdote debía tener consigo una "exposición del Paten) para estar capacitado para explicarlo. Del uso, muy extendido en la Edad Media, de recitar el Pater un determinado número de veces, sirviéndose de unas pequeñas perlas enhebradas a un cordón, se encuentra que en las reglas monásticas se daba a este objeto el nombre de Pater noster, que después conservó también cuando se sustituyó al Pater por el Ave María del rosario.

En la práctica litúrgica, el Pater ocupa justamente un puesto privilegiado. Sin querer dar demasiada importancia a la extraña afirmación de San Gregorio, que los apóstoles realizaron la consagración con sólo la plegaria del Pater, es cierto que la recitación de la oratio dominica en la misa es antiquísima, por no decir, con San Jerónimo, una institución del mismo Jesús. San Cipriano alude ya a ello de una forma clara. Pero mientras, al principio, se recitaba el Pater noster entre la fracción y la comunión, porque ordinariamente tenía relación con esta última, San Gregorio Magno la anticipa, fijándola inmediatamente después del canon. Además, en la Iglesia romana es sólo el sacerdote el que en alta voz recita o canta el Pater, mientras que en la oriental y en la antigua liturgia galicana lo recitaba también el pueblo. En el oficio divino, el Pater fue durante muchos siglos (en San Juan de Letrán, hasta el siglo XIII la plegaria que concluía toda hora canónica, sustituida después por la oración especial del día. Generalmente se decía sub stientio,_resto quizá de la antigua disciplina del arcano, manifestando apenas las dos ultimas frases Et ne nos... Sed libera... La recitación en alta voz en el oficio es una particularidad benedictina. En otros ritos (exequias, bendiciones, etc.), de ordinario, según una costumbre común ya en el tiempo de San Benito, se encuentra unido a la triple letanía del Kyrie.

La Salutación Angélica.

El Ave María o salutación angélica goza de tres elementos: el saludo del ángel, Ave, gratia plena; Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus; el de Isabel, et benedictas fructas ventris tui, y la petición, Sancta María, mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc et in hora mortis nostrae. Amen.

La unión de estos dos saludos en una sola fórmula es antigua, pues ya las liturgias griegas de Santiago y San Marcos nos ofrecen el primer ejemplo; de ésta es fácil suponer derivasen para el uso extralitúrgico del pueblo fórmulas análogas en honor de la Virgen. Dos ostrafya griegas de los siglos VI-VII nos ofrecen tres tipos diversos e interesantes: en Occidente, en la época de Gregorio Magno, la primera parte del Ave existía como texto en el ofertorio de la cuarta dominica de Adviento; pero no parece que el pueblo la usase como fórmula de devoción.

No son claros los antecedentes del Ángelus vespertino. Algunos lo relacionan con el ignitegium o coprifuoco, que era una señal que se daba a los ciudadanos para cubrir con ceniza el fuego y para que no saliesen sin luz de las casas. Pero es extraño que una institución esencialmente civil hubiera podido en breve adquirir un carácter eminentemente religioso. El P. Thurston, sin embargo, opina que la triple salutación angélica de la tarde se deriva de un ejercicio de piedad llamado Las tres oraciones (compuesto de salmos, responsarios y algunas plegarias, en las que probablemente estaba el Ave María), que se practicaba en muchas comunidades religiosas en los maitines, prima y después de completas, previo aviso de una campana. Insensiblemente, el uso monástico habría penetrado entre el pueblo.

Los Simbolos de la Fe.

Después de la Escritura, los símbolos son las fórmulas más augustas y más sagradas de la fe. En el uso litúrgico de la Iglesia romana están tres en vigor:

A) El símbolo apostólico.

B) El símbolo niceno-constantinopolitano.

C) El símbolo atanasiano.

El símbolo apostólico.

La necesidad de los candidatos al bautismo de aprender, resumidas en una fórmula breve, fácil, precisa, las principales verdades cristianas, y la necesidad de todos los fieles de tener un medio de discernir, frente a la tenaz propaganda de los herejes, la verdadera doctrina de la falsa, dio origen desde la más remota antigvedad a los símbolos de la fe. Verdaderamente, no tuvieron al principio este nombre. Los Padres más antiguos usan las expresiones regula veritatis, regula, doctrina fidei, tessera, sacramentum; el término symbolum aplicado al credo bautismal se encontró por primera vez en San Cipriano, pero no entró en el uso corriente hasta el siglo IV.

No usaron todas las iglesias de Oriente, al menos hasta el siglo VIII, una fórmula idéntica del símbolo; así, las profesiones de fe fueron muchas y diversas, si bien todas con un fondo substancialmente uniforme. En efecto, el estudio comparativo de los diversos tipos conocidos (Roma, Milán, Aquiieya, Rávena, Turín, España, Galias, África) demuestra que sus variantes afectan más bien a la forma que a la sustancia, y todas, evidentemente, parten de un antetipo primitivo (fórmula antiquísima), de la época apostólica. Este arquetipo, según parece, había reunido dos fórmulas paralelas: la una, cristológica, más desarrollada, a cuyo tenor alude San Ignacio, hecha por los convertidos del judaísmo; la otra, trinitaria, para los paganos, de la que nos ofrece un tipo la Epístola apostolorum: "(Credo) in (Deum) Patrem omnipotentem; et in lesum Christum, salvatorem nostrum, et in Spiritum Sanctum paraclitum; in sanctam Ecclesiam et in remissionem peccatorum."

De la formula antiquissima, hacia la mitad del siglo II, se deriva otra más amplia, llamada por los críticos antiquior o romana, que estuvo en uso en Roma ya a principios del siglo III y que gracias a la influencia romana se difundió por todo el Occidente. La Traditio, de San Hipólito (216), nos ofrece un ejemplo interesante: "Credo in Deum Patrem omnipotentem; Credo in Christum lesum filium Dei, qui natus est de Spiritu Sancto ex María Virgine et crucifixus sub Pontio Pilato et mortuus est et sepultus et resurrexit die tertia vivus a mortuis et ascendit in caelis et sedit ad dexteram Patris, venturus iudicare vivos et mortuos. Credo in Spiritu Sancto, et sanctam Ecclesiam, et carnis, resurrectionem."

Esta fórmula en el siglo IV era ya llamada apostólica. Se encuentra en la carta ciertamente escrita por San Ambrosio y enviada en el año 393 por el sínodo milanés al papa Siricio: Si doctrinis non creditur sacerdotum, credatur... symbolo apostólico, quod Ecclesia romana intemeratum semper custodit et servat.

¿Qué valor debe darse a este calificativo de símbolo apostólico? Puede considerarse desde un doble punto de vista, histórico y doctrinal. Todos los críticos están de acuerdo en admitir que la doctrina contenida en él refleja exactamente la enseñanza apostólica; pero niegan, en su mayoría, que su redacción literaria sea obra directa y personal de los apóstoles,

La primera afirmación de un origen estrictamente apostólico del símbolo la encontramos, hacia el 400, en Rufino, presbítero de Aquileya, y más o menos explícitamente, en algunos escritos contemporáneos suyos. Los apóstoles, cuenta Rufino, antes de separarse para ir a predicar el Evangelio por el mundo, hicieron de común acuerdo un resumen de su futura predicación, que llamaron símbolo, y establecieron la regla de verdad que debía enseñarse a los nuevos creyentes. Dónde a punto fijo tomó Rufino esta afirmación y estos detalles particulares, lo ignoramos. El dice solamente que los tomó de los mayores (fradunt maiores nostri), y Zahn, en efecto, cree encontrar sus orígenes en un escrito del siglo III, la Didascalia apostolorum. De todos modos, la relación de Rufino tuvo fortuna. En Occidente, durante la Edad Media, se extendió por todas partes; mas así como también los artículos del Credo son doce, así en muchos escritos del siglo VIII y de tiempos posteriores se asigna cada artículo a un apóstol.

Es inútil insistir sobre el carácter legendario de la tradición de Rufino. Lo demuestra el silencio de los Padres y escritores más antiguos, y también, en siglos posteriores, de toda la iglesia oriental; el término símbolo, atribuido a los apóstoles, es completamente desconocido antes del siglo III; la falta entre los libros canónicos de un escrito de esa clase y, sobre todo, el hecho de haber sido retocado varias veces en las iglesias de Occidente, abonan esa misma hipótesis.

El símbolo apostólico vigente en la iglesia de Roma en la mitad del siglo IV nos es conocido por la Expositio symboli, de Rufino, en el texto latino, y por la carta de Marcelo de Ancira al papa Julio (año 337), en el texto griego. Pongamos el texto de Rufino, comparándolo con el textual (fextus receptus) o, según los críticos, formula recentior:

rufino (Lietzmann, p. 10).

1. — Credo in Deumr Patrem omnipotentem;

2. — Et in Christum lesum, Filium eius unicum, dominum nostrum;

3. — Qui natus est de Spiritu sancto et María virgine;

4. — Qui sub Pontio Pilato, crucifixus est et sepultus;

5. — Tertia die resurrexit a mortuis;

6. — Ascendit in cáelos, sed ad dexteram Patris;

7. — Unde venturus est indicare vivos et mortuos;

8. — Et in Spiritum sanctum;

9. — Sanctam Ecclesiam;

10. — Remissionem peccatorum.

11. — Carnis resurrectionem.

Textus Receptus.

1. — Credo in Deum, Patrem omnipotentem creatorem coeli et terrae;

2. — Et in lesum Christum, Filium eius unicum, dominum nostrum;

3. — Qui conceptus est de Spiritu sancto, natus est María virgine;

4. — Passus sub Pontio Pilato, crucifixus, mortuus et sepultus;

5. — Descendit ad inferos; tertia die resurrexit a mortuis;

6. — Ascendit ad cáelos, sedet ad dexteram Dei Patris omnipotentis;

7. — Inde venturus est radicare vivos et mortuos;

8. — Credo in Spiritum sanctum;

9. — Sanctam Ecclesiam catholicam, sanctomm communionem;

10. — Remissionem peccatorum,

11. — Carnis resurrectionem,

12. — Vitam aeternam.

Como se ve, las variantes entre el antiguo símbolo romano y el actual (fextus receptus) son notables. Antes del siglo VII se encontraban esparcidas entre los diversos símbolos en uso en algunas grandes iglesias, hasta que, no sabemos por obra de quién ni en qué circunstancias, a principios del siglo VII confluyeron en nuestro textus receptus. Dónde se realizó esta elaboración es todavía un punto muy obscuro. Vacandard cree que en la Galia; Zahn, en una iglesia de la alta Italia; Burn, en la iglesia de Roma y quizá en un monasterio influyente, como el de Bobbio, todos, sin embargo, están de acuerdo en afirmar que la propagación del textus receptus en Occidente, cualquiera que sea su origen, puede considerarse como debido a los esfuerzos y al prestigio de la iglesia romana.

El símbolo apostólico conservó siempre en el ritual del bautismo aquel puesto de honor que tuvo siempre desde los primeros siglos. Junto con la oración dominical se enseñaba a los catecúmenos en el gran escrutinio del A peritió aurium, y ellos debían aprendérsela de memoria para recitarla solemnemente antes de Pascua (redditio symboli). Como era una de las fórmulas sagradas, no se debía consignar por escrito, al menos hasta que duró la disciplina del arcano (siglos IV y V), sino transmitirla sólo oralmente. Amonestaba San Agustín a los catecúmenos: Nec, ut verba symboli teneatis, ullo modo debetis scribere, sed audiendo perdiscere, nec, cum dídiceritts, scribere, sed memoria semper tenere atque recolere.

El conocimiento del símbolo apostólico fue siempre considerado como un elemento fundamental de la vida cristiana. Por eso los sínodos medievales recomendaron a los sacerdotes enseñarlo y comentarlo a los fieles y hacérselo recitar en alta voz todos los días por la mañana y por la tarde en las iglesias parroquiales. Por lo demás, como parte en cierto modo de la renunciatio Satanae bautismal, el símbolo fue en todo tiempo considerado de particular eficacia contra las tentaciones del demonio. Escribía a finales del siglo IV el autor de la Explanado symboli ad initiandos (San Ambrosio): Nascuntur stupores animi et corporis, tentatio adversarii, qui nunquam quiescit, tremor aliquis corporis, infirmitas stomachi? Symbolum récense intra te. El ritual prescribe todavía la recitación del mismo durante los exorcismos.

El símbolo no tardó en entrar también en el oficio canónico. Se le encuentra ya en casi todos los salterios de los siglos VIII y IX.

El símbolo niceno-constantinopolitano.

El símbolo niceno-constantinopolitano es substancialmente la fórmula de fe sancionada por los Padres del concilio de Nicea (325) contra la herejía arriana, que negaba la divinidad del Verbo. Parece que a la compilación de este símbolo sirvió de base el propuesto antes por Eusebio de Cesárea; entre los dos, en efecto, existe mucha afinidad. Pero no hay duda alguna de que el símbolo aprobado por el concilio introdujo no pocas variantes de capital importancia, el término omoousios, por ejemplo, que era el objetivo principal de la oposición arriana. No es muy cierto a quién pertenezca la redacción de la fórmula nicena. San Atanasio la atribuye al obispo Osio; San Hilario le da el honor a San Atanasio; otros sacan el nombre de Macario de Jerusalén. Su texto, sin embargo, no habiéndonos llegado las actas conciliares, debía ser reconstruido con las afirmaciones de los Padres que intervinieron en el concilio, confrontándolas con las antiguas versiones latinas y las citas de los concilios del siglo V.

Condenada la herejía arriana, surgió algún tiempo después (c.360) la de los pneumáticos, con su códice macedonio, quienes decían que el Espíritu Santo era una simple criatura. Contra ellos se reunió en Constantinopla, en el 381, un nuevo gran concilio, que, previa confirmación de la fe nicena, proclamó la divinidad del Espíritu Santo. Es muy discutido por los críticos si este concilio, sin embargo, hubo redactado un nuevo símbolo, precisamente aquel que lleva su nombre, añadiendo a la fórmula de Nicea algunos artículos sobre el Espíritu Santo, puesto que también las actas conciliares auténticas de este concilio se han perdido; los historiadores griegos no nos hablan una palabra, y San Gregorio Nacianceno, que por algún tiempo presidió el concilio, mientras confiesa la deficiencia del símbolo niceno en lo que respecta al Espíritu Santo, mostró no conocer la nueva forma constantinopolitana más completa. Algunos, por lo mismo, como Hort y Kunze, sostienen que el así llamado símbolo constantinopolitano no es otro que el viejo credo bautismal de Jerusalén, revivido por San Cirilo en el 362, a su vuelta del destierro, con la inserción de los términos nicenos y de les nuevos artículos en torno al Espíritu Santo. De Jerusalén se introdujo en la iglesia de Chipre, y nosotros lo encontramos citado en el 374 (antes, por tanto, del concilio del 381) por San Epifanio en su Anchoratus.

Otros, sin embargo, como recientemente Schwartz y Dom Capella, considerando que el concilio de Calcedonia (451) reconoce claramente en el credo niceno-constantinopolitano el símbolo de fe admitido por ciento cincuenta Padres de Constantinopla entre las actas conciliares, opinan que el texto del llamado símbolo fue uno de otros tantos formulados, que, como aquel afín de San Cirilo de Jerusalén, fueron puestos bajo la fórmula del credo niceno y circulaban en la segunda mitad del siglo IV por los ambientes eclesiásticos de Antioquia. Este fue acogido por San Epifanio en el 374, y algún año después (381) por los ciento cincuenta Padres de Constantinopla, hasta que más tarde su texto, sacado de las actas del concilio, fue considerado como el credo definitivo del dogma trinitario, y como tal, introducido después en la misa.

El nuevo símbolo, a principios del siglo VI, bajo el patriarca monofisita de Constantinopla Timoteo (51:1-517), fue introducido en la liturgia bizantina inmediatamente después de la anáfora, antes de la oración dominical. Su iniciativa no sólo fue muy pronto imitada por las iglesias de Oriente, sino que al poco tiempo cruzó el mar y fue adoptada por los visigodos de España en su liturgia el año 589.

La iglesia de España erróneamente añadió al texto primitivo del símbolo niceno-constantinopolitano, no sabemos precisamente dónde ni por quién, la expresión Filioque (qui ex Paire Filioque pfocedit). Bajo los carolingios pasó a las Galias, a Alemania y a Italia, donde en el 795 insertó el sínodo de Aquileya el Filioque en su símbolo. En el 809, como consecuencia de las vivas oposiciones de los griegos, un concilio de Aquisgrán discutió y aprobó su uso, confirmado después por el papa León III, el cual, sin embargo, por una diferencia con los griegos, no quiso admitirlo en el texto romano. Entró sólo más tarde, bajo Benedicto VIII (1012-14), cuando el emperador Enrique obtuvo que en Roma durante la misa se cantase el símbolo niceno-constantinopolitano.

Véase el prospecto de los tres símbolos antes citados para poder compararlos:

Símbolo Niceno (325) (Lietzmann, p.36) (Credimus in)

Credo de Jerusalén (348, Lietzmann, p.19.; Credimus in)

Revisión de San Cirilo (362). Conc. de Constantinopla (381). Conc. de Calcedonia (451) (Lietzmann, p.26; Credimus in)

1. — Unum Deum, Patrem omnipotentem factorem omnium, visibilium et invisibilium.

2. — Et in unum dominum Iesum Christum filium Dei, natum ex Patre unigenitum, idest ex substantia Patris, Deum de Deo vero, genitum non factum, consubstantialem Patri, per quem omnia facta sunt et in cáelo et in térra. Qui propter nos nomines et propter nostram salutem descendit, incarnatus est et homo factus est.

passus;

Et resurrexit tertia die. Et ascendit in cáelos. Et venturus est iudicare vivos et mortuos.

3. — Et in Spiritum sanctum.

1. — Unum Deum, Patrem omnipotentem factorem caeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium.

2. — Et in unum dominum Iesum Christum filium Dei unigenitum, ex Patre natum, Deum verum ante omnia saecula, per quem omnia facta sunt.

Qui incarnatus et homo factus est.

passus;

Et resurrexit (a mortuis) tertia die. Et ascendit in cáelos et sedet ad dexteram Patris. Et venturus est cum gloria iudicare vivos et mortuos, cuius regni non erit finís.

3. — Et in Spiritum sanctum paraclitum, qui locutus est in prophetis; et in unum baptisma paenitentia in remissionem peccatorum, et in unam, sanctam, catholicam Ecclesiam, et in carnis resurrectionem, et in vitara aeternam.

1. — Unum Deum, Patrem omnipotentem factorem caeli et terrae, visibilium omnium et invisibilium.

2. — Et in unum dominum Iesum Christum filium Dei unigenitum, ex Patre natum ante omnia saecula, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero, genitum non factum, consubstantialem Patri, per quem omnia facta sunt.

Qui propter nos homines et propter nostram salutem descendit de coelis, et incarnatus est de Spiritu sancto ex Maria virgine et homo factus est. Crucifixus etiam pro nob i s sub Pontio Ρi1ato, passus et sepultus est. Et resurrexit tertia die secundum scripturas. Et ascendit in caelum, sedet ad dexteram Patris. Et iterum venturus est cum gloria, iudicare vivos et mortuos, cuius regni non erit finís.

3. — Et in Spiritum sanctum, dominum et vivificantem qui ex Patre procedit; qui cum Patre et Filio simul ado ratur et conglorificatur; qui locutus est per propheias. Et in unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam. Confíteor unum baptisma in remissionem peccatorum. Et expecto resurrectionem mortuorum. Et vitam ventura saeculi. Amen.

En la iglesia griega, el nicenoconstantinopolitano es el único símbolo en uso; en la latina se canta hoy día solamente durante la misa; pero en Roma, en el siglo VII, entraba también en el rito de la iniciación de los catecúmenos.

El símbolo atanasiano.

El símbolo Quicumque o atanasiano (fides S. Athanasii, fides catholica), más que una formal profesión de fe, quiere ser una expresión teológica popular, una especie de catecismo de los dos grandes misterios: de la Trinidad y de la encarnación. Comprende, en efecto, dos partes bien distintas: la primera (v.1-26), dirigida contra los errores arríanos, expone detalladamente el dogma trinitario (unidad substancial y distinción de las tres divinas personas); la segunda (v.27-40), dirigida, sin duda alguna, contra la herejía nestoriana y eutiquiana, desarrolla el dogma cristológico (doble naturaleza de Cristo en la unidad de persona). Este contenido nos ofrece ya algún dato alrededor sobre el origen del Quicumque. Queda inmediatamente excluido que no puede ser su autor San Atanasio. Este vivió a principios del siglo IV (295-373), en el período clásico de la lucha contra los arríanos, pero mucho antes de los errores de Nestorio y de Eutiques. Y a estas herejías parece que se hace una alusión tan clara, que es necesario poner la redacción del Quicumque después de los concilios de Efeso (431) y Calcedonia (451).

Por otra parte, los primeros testimonios absolutamente ciertos son del concilio de Toledo del 633, que nos cita algunos versículos del mismo; dos cartas de San Isidoro de Sevilla (+ 636) y el concilio de Autún (670), que lo llama Fides Athanasii. Además, un examen de las obras de algunos escritores eclesiásticos del sudoeste de las Calías (Lerins y Arles) sobre el siglo VI, como San Honorato (+ 429), San Vicente de Lerins (+ 450), Fausto de Rietz (+ 493), San Cesáreo de Arles (+ 543), nos muestran frases parecidas o paralelas a las del Quicumque, por lo que no se andaría muy desacertado fijando la redacción del mismo en España o en las inmediaciones de Arles o Lerins alrededor de la segunda mitad del siglo VI

La composición literaria del Quicumque se presenta con una fisonomía muy propia, que la distingue de toda otra composición de este género y demuestra en su autor una maestría singular. Escribe a este propósito Morin: "No se encuentra antes del Quicumque una semejante ininterrumpida sucesión de proposiciones, una parecida alineación de fórmulas simples, claras, como troncos en su majestuosa severidad, que excluyen toda superfluidad oratoria y, sin embargo, se coordinan tan armónicamente, según un ritmo lleno de gracia: un conjunto artístico y, al mismo tiempo, de autoridad, que supone un maestro perfectamente al corriente de la tradición doctrinal, pero habituado a vivir en contacto con los clásicos, ya que puede decirse que el Quicumque es de composición verdaderamente clásica en su concisión noble y escultórica; una concisión, sin embargo, unida a tal claridad, que la mayor parte de los simples fieles debían estar en condiciones de comprenderla y de retener su texto, al menos en la época que fue compuesto."

En cuanto al autor del Quicumque, los críticos, descartada una paternidad atanasiana, han propuesto varios nombres: San Agustín, San Eusebio de Vercelli, Martín de Braga, San Cesáreo de Arles y San Ambrosio; este problema queda todavía sin solucionar, si bien en estos últimos tiempos la hipótesis que lo atribuye al gran obispo de Milán ha encontrado muchos y fervorosos candidatos.

Este símbolo gozó en toda la Edad Media de una autoridad indiscutible no sólo como fórmula de fe, sino, sobre todo, como uno de los elementos principales de enseñanza catequística. Muchos concilios prescribieron el aprenderlo de memoria, poniéndolo en la categoría del Pater o del Credo, e impusieron a los sacerdotes la obligación de explicarlo al pueblo. Por eso, los manuales de piedad y los libros de horas lo traían casi siempre en texto latino o en traducción. Hoy día, el Quicumque se recita solamente en los domingos a la hora de prima, en donde parece lo introdujo Aitón de Reichenau (+ 836); en el pasado, sin embargo, se recitaba también en otras circunstancias; en Corbie, por ejemplo, se cantaba también en la procesión de las rogativas.

Las Doxologías.

La doxología (de δόξα = gloria), tomada en sentido nato, es una fσrmula amplificada de alabanza y de glorificación a Dios. Entre los hebreos era de uso común, especialmente al final de una eulogia o de una plegaria: Tibí est gloria in sácenla saeculorumf amen, concluye la oración de Manases; y el salmo 40: Benedictus Dominus Deus Israel a saeculis et usque in saecula; fíat! fíat! Esta piadosa costumbre pasó muy pronto a labios de los primeros fieles y a los escritos apostólicos. Se puede decir que en la Iglesia antigua la doxología como glorificación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo tomó tal importancia, que era considerada como la gran devoción católica en aquel tiempo. Todo se concluye con una doxología: la anáfora especialmente eucarística, la plegaria litánica, la de los fieles, los dípticos, los himnos, las homilías, las cartas, el Pater naster, la salmodia.

He aquí algunas cláusulas doxológicas primitivas. En algunas de ellas, la doxología se halla dirigida solamente al Padre o al Hijo, alguna vez al Padre y al Hijo, en otras al Padre, mediante el Hijo, y en otras a las tres divinas personas: "Regí... saeculorum immortali, mvisibili, solí Deo honor et gloria in saecula saeculorum. Amen" (1 Tim. 1:17). "Ipsi (lesu Christo) gloria et nunc et in diem aeternitatis. Amen" (2 Petr. 3:18; fin de la carta). "Sedenti in throno et Agno, benedictio et honor et gloria et potestas in saecula saeculorum" (Apoc. 5:13). "Solí Deo Salvatori nostro, per lesum Christum Dominum nostrum, gloria et magnificentia, imperium et potestas ante omne saeculum et nunc et in omnia saecula saeculorum. Amen" (lud. 25; fin de la carta). "Quoniam tua est virtus et gloria in saecula" (Didaché 8.2; tomada del Pater noster). "Per puerum tuum lesum Christum, — per quem tibí gloria et honor — Patri et Filio cum Sancto Spiritu — in sancta Ecclesia tua, — et nunc et in saecula saeculorum. Amen" (san hipólito, Traditio Apost.).

"De ómnibus Te laudo, Tibí benedico. Te glorifico per sempiternum et caelestem pontificem lesum Christum, dilectum tuum Filium, per quem Tibí cum Ipso et Spiritu Sancto gloria et nunc et in futura saecula. Amen" (Martyr. Polycarpi, XIV; tomada de la plegaria de San Policarpo sobre el fuego).

Esta última doxología de San Policarpo (+ 155), que asocia indistintamente en la glorificación de Dios Padre a las otras dos personas de la Santísima Trinidad, se convirtió después del siglo II en el tipo de la doxología cristiana propiamente dicha. De ésta son particularmente interesantes en el uso litúrgico tres formas más amplias: El Gloria Patri et Filio... (doxología menor). El Gloria in excelsis Deo... (doxología mayor). El Te Deum laudamus.

El "Gloria Patri."

La introducción del Gloria Patri fue ya atribuida a San Ignacio, al concilio de Nicea, a San Atanasio o a Flaviano, el cabecilla del partido ortodoxo de Antioquía. En realidad, sería inútil precisar su autor si se considera que el Gloria es un simple desarrollo doxológico de la fórmula bautismal trinitaria añadida a la cláusula final in saecula saeculorum, muy usada entre los hebreos en la época apostólica. Bajo esta forma, la doxología menor aparece ya poco después de la mitad del siglo II en el Martyrium Polycarpi: Cui sit gloria cum Paire el Filio et Spiritui Sancto in saecula saeculorum. Amen. Al final de este mismo siglo, en el Evangelium Thomae, y mucho después en el siglo siguiente, la fórmula citada viene integrada por aquella que entre los orientales quedará después invariable: Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto, et nunc et semper et in saecula saeculorum. Amen.

Hacia el 350, en la época de las heroicas luchas entre católicos, arríanos y macedonianos, la doxología menor atraveso el período más brillante de su historia, habiendo servido como contraseña de los ortodoxos para proclamar su fe en la igualdad, de las tres divinas personas. San Basilio, en efecto, en la famosa carta Ad Amphilochium defendió por mucho tiempo su valor dogmático y tradicional, contra la otra doxología preferida por los arríanos: Gloria Patri, per Filium in Spiritu Sancto, la cual, si bien no era por sí misma errónea, sin embargo la empleaban ellos indebidamente, conforme a sus falsas doctrinas.

La cláusula sicut erat in principio es una adición posterior, propia solamente de las iglesias occidentales, excluida España. El concilio de Vaison (529), que fue el primero que la hizo conocer, informó que fue introducida en el Oriente como protesta contra el arrianismo. Por el contrario, es cierto que los orientales no la aceptaron jamás, aunque se dolieron de ello más de una vez con los latinos. El uso romano la adoptó en la segunda mitad del siglo V, sobre la base de una supuesta carta de San Jerónimo al papa Dámaso, entonces considerada como auténtica, a la cual probablemente se debe la introducción de la doxología integral al final de los salmos del oficio, que la carta recomendó calurosamente ut fides 38 Niceni concilii et nostro ore parí consortio declaretur.

En el uso extralitúrgico, el Gloria Patri fue siempre considerado como una de las fórmulas más populares. En la Edad Media se acostumbraba a terminar con ella las predicaciones, y el pueblo, principalmente en Alemania, que retenía la primera parte como una profesión de fe, no dejaba jamás, al recitarla, de signarse con la señal de la cruz.

El "Gloria in excelsis Deo."

El Gloria in excelsis Deo (doxología mayor, Hymnus angelicus) es, sin duda alguna, uno de los cánticos más inspirados, de creación completamente cristiana, que tiene nuestra liturgia. Su texto se encuentra, en primer lugar, en el libro quinto de las llamadas Constituciones Apostólicas (hacia el 380), bajo el nombre de ύμνος ορθρινός (= himno de la mañana), y más tarde, en el apéndice al Codex Alexandrinus de la Biblia (siglo V), pero con diferencias substanciales, como se puede ver en el esquema siguiente:

Const. App. VII:47.

Cod. Alex.

1. — Gloria in excelsis Deo et in térra pax

hominibus bona voluntas?

2. — laudamus te, himnodicimus te, benedicimus te, glorificamus te, adoramus te,

3. — per magnum Pontificem te, ens (τον οντά) deum, in·genitum, unum, inaccessibi le solum,

4. — propter magnam gloriara tuam.

5. — Domine, rex caelestis Deus Pater omnipotens.

7. — Domine Deus Pater Domini Agni immaculati

8. — Qui tollis peccatum mundi suscipe deprecationem nostram.

10. — Qui sedes super Cherubim.

11.—Quoniam tu solus sanctus, tu solus Dominus,

12.—Deus et Pater lesu Christi.

13.—Dei omnis creatae naturae, regis nostri,

14.—per quem tibi gloria,

honor et adoratio.

1. — Gloria in excelsis Deoet in térra pax, hominibus bona voluntas?

2. — laudamus te, glorificamus te, adoramus te,

3. — gratias agimus tibí

4. — propter magnam gloriam tuam.

5. — Domine, rex caelestis Deus Pater omnipotens.

6. — Domine Fui unigenite Iesu Christe et sánete Spiritus.

Domine Deus, Agnus Dei, Filius Patris,

8. — Qui tollis peccata mundi miserere nobis.

9. — Qui tollis peccata mundi, suscipe deprecationem nostram.

10. — Qui sedes ad dexteram Patris, miserere nobis.

11.—Quoniam tu es solus sanctus, tu es solus Dominus, lesu Christe.

14.—in gloria Dei Patris,

Como se ve, el texto de las Constituciones no habla nada del Espíritu Santo; y la persona del Hijo, en cuanto que es llamado "Dios de todo lo creado," casi desaparece en la glorificación de Dios Padre; lo que hace fundadamente sospechar una influencia arriana y ligada, como se ve por lo demás en toda la obra del anónimo compilador de las Constituciones. Sin embargo, el texto alejandrino se presenta como una glorificación del Padre, unido a la plegaria del Hijo, santo como El, Señor como El, mientras que la mención del Espíritu Santo fue inserta en la mitad del texto en lugar del final, donde fue puesta más tarde, diciendo esto: Domine, Fili unigenite et Sánete Spiritus. Es fácil, por lo tanto, deducir que de los dos escritos, el primitivo y auténtico no puede ser más que el segundo. En las Constituciones fue, sin duda alguna, interpolado, con el fin de corregir o eliminar de la fórmula doxológica las frases más importantes relacionadas con la divinidad de Cristo y su substancial igualdad con el Padre.

Los liturgistas modernos se inclinan a hacer remontar el origen del Gloria a la primera época cristiana. Corrobora esta hipótesis no sólo la rítmica del himno, su forma literaria y el concepto teológico, análogo perfectamente a la literatura eclesiástica primitiva, sino también una serie de características y el testimonio de los escritores del período subapostólico, como San Ignacio, Arístides, San Policarpo y San Justino. No puede decirse con esto que el Gloria entrase entonces en el diseño litúrgico de la misa. Es cierto también que se introdujo en él mucho tiempo después, quizá bajo el papa Símaco (+ 514), derivándolo de la liturgia bizantina. Los documentos más antiguos, como las Constituciones, el De virginitate (siglo IV), el Cod. Alexandrinus, las Reglas de San Cesáreo y de San Aureliano, lo asignan a la liturgia matinal; tal debió de ser el uso antiquísimo en todas las iglesias. La liturgia de Milán, con un texto muy afín al de las Constituciones, lo tuvo en el oficio de laudes hasta el final del siglo XVI; los griegos lo conservan todavía.

En el uso extralitúrgico, la gran doxología desde el siglo X fue considerada, como lo es en verdad, mejor que el Te Deum, el himno por excelencia de la acción de gracias a pon las circunstancias más solemnes, públicas y privadas. Así, en el hallazgo del cuerpo del mártir Malosus, cuenta Gregorio de Tours, el pueblo y el clero cantaron el Gloria, como igualmente lo cantó el papa León III en Francia cuando fue recibido allí por Carlomagno. Precisamente este aspecto particular de fórmula de saludo litúrgico que tuvo en la antiguedad el Gloria, fue lo que inspiró la rúbrica del IV OR, según el cual el pontífice lo entonaba, dirigido al pueblo, como el Pax vobis y otras fórmulas semejantes.

El "Te Deum."

Afín en el tema litúrgico a las doxologías es el Te Deum (Hymnus ambrosianus), que por esto se le llama algunas veces en los manuscritos Hymnus S. Trinitatis. En él se alaba a Dios Padre en el cielo por medio de los ángeles y santos; en la tierra, por boca de la Iglesia, que le adora junto con el Hijo y el Espíritu Santo; se glorifica al Verbo encarnado y su obra de redentor; se implora la misericordia de Dios. El himno muestra, por lo tanto, estar dividido en tres partes, aunque no perfectamente unidas entre sí.

La primera (v.1-13) termina con una especie de doxología: Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia. Patrem immensae maiestatis, Venerandum tuum verum et unicum Filium, Sanctum quoque paraclitum Spiritum.

La segunda (v. 14-20) termina con la última invocación al Hijo: Te, ergo, quaesumus...

La tercera (v.21 al fin) comprende una serie de versículos derivados de los Salmos que en principio solían unirse a él y finalmente quedaron incorporados al mismo. Esta división se halla confirmada por los análisis melódicos y rítmicos del texto. La melodía, en efecto, cambia, respectivamente, en los versículos 14 y 21, y en cuanto al ritmo, solamente las cláusulas métricas de la segunda parte muestran toda una exacta conformidad con las leyes del cursus, mientras las de la primera se corresponden en él.

Estas particularidades tienen su peso en la cuestión hasta ahora tan debatida sobre el origen del Te Deum. Descartados definitivamente los nombres legendarios de San Ambrosio y San Agustín y la hipótesis de una tradición del griego, algunos de los críticos modernos (Cagin, Agaesse, Blume, Cabrol y Wagner) lo hacen remontar hasta más allá del 250 y encuentran trazos del mismo en San Cipriano y en la Passio S. Perpetuae; otros, sin embargo, con Morin (Burn, Zahn, Kattenbusch, Kirsch y Batiffol), lo sitúan en una época bien posterior, identificando su autor con Nicetas, obispo de Remesiana o Romatiana, en la Dacia (fe.414). La cuestión puede difícilmente aclararse con la traducción manuscrita, porque los códices más antiguos (26 en total), como el Psalterium vaticano (Regin. XI, siglos VII-VIII) y el Antifonario de Bangor (siglo VII), lo traen bajo títulos anónimos; por ejemplo: Hymnus ad matutina dicendus die dominico; los demás, de fecha posterior, lo atribuyen diversamente o a San Hilario (dos cód.), o a San Ambrosio y San Agustín (48 cód.), o a un Nicetas o Nicencio, obispo (12 cód.), y también a un Sisebuto, monje (siete cód.). En favor de Nicetas de Remesiana está el testimonio de una familia importante de códices, los Carmina, de San Paulino de Nola, que elogia el talento del obispo amigo, y finalmente diversos trozos interesantes, si no propiamente decisivos, que se encuentran en sus obras con la fraseología del Te Deum. No puede negarse, sin embargo, que la escasa homogeneidad lógica del texto, la marcada diferencia de pensamientos, de ritmo, de melodía, entre las diversas partes, hacen dudar que el Te Deum sea, más bien que una composición original, una reunión de trozos que pertenecen a diversas edades del siglo III al V. Cagin se inclina a ver en él restos de una antiquísima anáfora latina.

El Te Deum en el siglo VI se usaba, junto con el Gloria in excelsis, como un canto del oficio matutino de cada domingo del año. San Cesáreo (+ 527), San Aureliano de Arles (+ 545) y San Benito (526) lo prescriben en este sentido en sus Reglas monásticas. No es fácil conocer, a este respecto, la antigua práctica de la iglesia romana. Amalario, en el siglo VIII, atestiguaba que en Roma, en San Pedro, el Te Deum en el oficio no se decía más que en unas pocas fiestas aniversario de los papas mientras, como norma, después de la nona lección de maitines, se añadía un conocido responsorio. En San Juan de Letrán, sin embargo, era de regla cantarlo siempre.

En la liturgia céltica, el Te Deum se usaba como canto eucarístico; el antifonario de Bangor lo titula Hymnus quando communicant sacerdotes. Y también en la Galia prevaleció este carácter y fue adoptado como la expresión de la acción de gracias dadas en común. Encontramos el primer ejemplo de ellos en Auxerre, en el año 740, con ocasión del traslado del cuerpo de San Germán. Con tal carácter pasó a la liturgia romana. El Pontifical romano lo prescribe en la terminación de la consagración de los obispos, abades, reyes y reinas. Como fórmula de alabanzas y de reconocimiento a Dios, el Te Deum tiene, bien puede decirse, una historia de epopeya, puesto que en los momentos más solemnes de la historia de los pueblos cristianos fue el canto triunfal de júbilo y de victoria.

Fórmulas doxológicas menores.

Entre las fórmulas doxológicas menores debemos recordar las dos siguientes: El "Te decet laus." — Breve aclamación trinitaria, cuyo texto según la Regla benedictina es éste: Te decet laus, Te decet hymnus, Tibí gloria Deo Patri Et Filio, cum sancto Spiritu in saecula saeculorum. Amen.

Este himno doxológico, en las Constituciones Apostólica estaba señalado para el oficio vespertino; en las liturgias occidentales fue acogido solamente en el cursus benedictino; San Benito lo prescribe como canto doxológico después de la lectura del evangelio, y en las vigilias dominicales, antes de las laudes. El uso litúrgico es paralelo después a la antífona post evangelium del rito milanés y a las diversas aclamaciones que en la misa siguen a la lectura del sagrado texto en las liturgias galicana y mozárabe. En suma, por todas partes donde los ritos orientales tuvieron alguna influencia. En el siglo XII, el Te decet laus entró a formar parte también de la vigilia papal, como himno de recambio, en vez del Te Deum, con el cual se terminaba justamente el primer oficio nocturno en los días de oficio doble. Actualmente ha desaparecido de la liturgia romana.

2.° El trisagio. — Es preciso distinguir con los griegos el epinicio (επινίκιος = canto de victoria) que termina nuestro prefacio, del trisagio propiamente dicho, que en Oriente da comienzo a la acción litúrgica antes de las lecturas y entre los latinos está reservado a la adoración de la cruz en la Parasceve. Es cantado por dos coros, alternativamente en griego y en latín, con los llamados improperio.

El trisagio aparece de un modo seguro, pero fuera del uso litúrgico, en la época del concilio de Calcedonia (451); sin embargo, su introducción en el formulario de la misa bizantina, atribuida falsamente a Precio (+ 447), es de finales del siglo V o de principios del siglo VI. La adición hecha en él por Pedro Fullone, patriarca de Antioquía, Qui crucífixus es pro nobis, produjo graves tumultos por el sentido herético teopasquita que le daba, como si Cristo hubiese sufrido también como Dios. Intervino en la controversia Félix III (+ 492), quien, reprobando la fórmula y el sentido que le diera Fullone, volvió, sin embargo, a darle al trisagio su primer significado trinitario, con que fue más tarde aceptado por la liturgia latina del Viernes Santo, pero con intención cristológica y con particular relación al Redentor crucificado. La adición recriminada ha permanecido hasta ahora entre los ármenos, quienes se obstinaron en mantenerla, a pesar de los repetidos avisos de los papas, como los de Gregorio VII y los de Gregorio XIII. Ellos lo justifican diciendo que lo cantan en memoria del Hijo; pero el contexto de la misa demuestra claramente que va dirigido a toda la Santísima Trinidad.

Las Fórmulas de la Plegaria.

Las "Orationes."

Ya desde el principio, uno de los papeles más importantes reservado al obispo o al sacerdote que presidia la sinaxis fue el de hacerse intérpretante Dios de los sentimientos de fe, de adoración y de súplica comunes a todos los fieles, dirigiendo a El en su nombre las fórmulas solemnes de la plegaria colectiva.

Esta, en la primera edad cristiana, entraba en la línea de un sugestivo cuadro ritual que debía influir poderosamente para el recogimiento y en dar a la vista un eficaz relieve, a tono con la importancia del acto. El oficiante, con una breve alocución, invitaba a los fieles a orar, sugiriendo la intención precisa que debían dar a su plegaria. Por ejemplo:

Oremus, dilectissimi ñolas, pro Ecclesia sancta Dei, ut eam Deus et Dominus noster pacificare, adunare et custodire dignetur toto orbe terrarum...

Entonces, en medio del silencio más profundo, todos adoptan la postura ritual de la plegaria: la persona, es de cir, el cuerpo en pie, los brazos levantados, las manos abiertas, la mirada hacia el Oriente. O bien, en ciertos determinados días, después del aviso del diácono, Flectamus genua, todos se ponen de rodillas y oran en silencio, hasta que, después de algún tiempo, a un segundo aviso, Lévate (levantaos), el sacerdote acepta los comunes sentimientos en una breve fórmula, collecta, y la entona en alta voz: Omnipotens sempiterne Deus, qui gloriam tuam ómnibus in Christo gentibus revelasti, custodi opera misericordiae tuae; ut Ecclesia tua, toto orbe diffusa, stabili fide m confessione tui nominis perseveret. Per eumden Dominum...

Al final, todos exclaman: Amen! De este género son las oraciones solemnes del Viernes Santo, en uso común en las iglesias de Occidente todavía a principios del siglo V; las oraciones de las vigilias en las misas de las cuatro témporas y de la noche de Pascua, así como numerosas fórmulas de la liturgia mozárabe y galicana. En su origen, todas las plegarias debían ser así. No sabemos decir cuándo se introdujo la táctica de suprimir la plegaria en silencio después de la intimación diaconal. Una rúbrica del sacramentarlo de Cambrai hace suponer que en el siglo IX todavía estuvo en uso en las Galias: Oremus, Dicit diaconus: Flectamus genua. Postquam oraverint, dicit: Lévate; postea dicit sacerdos orationem.

Pero no siempre, como diremos, la rúbrica permitía arrodillarse; en tales casos bastaba sólo la invitación del celebrante: Oremus. Así es fácil comprender cómo, abreviando su pequeño exordio y los sucesivos breves momentos de intervalo, aquel Oremus debía poco a poco convertirse en una simple fórmula introductoria de su oración. Esta, en efecto, es la fórmula de la oratív, como la llama el misal, que es la que ha quedado casi exclusivamente en uso, al menos desde el siglo V, en la misa romana, en el breviario y en el ritual de los sacramentos y sacramentales. Consiste en una simple invitación genérica a orar: Oremus, dirigida a los fieles por el celebrante y seguida inmediatamente por la fórmula eucológica que él pronuncia en voz alta.

Es muy difícil precisar cuándo ni dónde se comenzó a introducir en el ordinario de la misa las fórmulas variables cantadas del misterio del día o del santo conmemorado (collecta, secreta, postcommunio). Probst cree que en tiempo de San Dámaso (366-384) y en la iglesia de Roma; pero otros, y con mayor probabilidad, lo consideran como una novedad del siglo V, más bien fuera de la ciudad de Roma, en África quizá o en las Calías, y sólo más tarde entró a formar parte en el uso litúrgico de Roma.

Estudiando la composición de las oraciones contenidas en los antiguos documentos y libros litúrgicos, se manifiesta que su texto fue compuesto en rigurosa conformidad con ciertos principios litúrgico-literarios de la mayor importancia.

Uno de éstos afecta a la Persona Divina a la que van dirigidas las oraciones. Se puede decir que, desde los tiempos apostólicos, la Iglesia, con arreglo a la enseñanza expresa del Divino Maestro, ha constituido como una ley el dirigir toda plegaria al Padre, interponiendo la mediación de Cristo, su Hijo. San Pedro escribía: In ómnibus honorificetur Deus per Dominum nostrum lesum Christum, San Clemente: Tibí, Domine, confitemur per Pontificem et Patronum animarum nostrarum lesum Christum,y Tertuliano: Orationem et actionem gratiarum apud Ecclesiam per Christum lesum catholicum Patris sacerdotem. La anáfora de San Hipólito es un bello ejemplo de ello: Gratias ubi rejerimus, Deus, per dilectum puerum tuum lesum Christum. Esta mediación sacerdotal de Cristo en la piedad litúrgica aparece ya clara en Orígenes de tal forma, que parece la misma plegaria de Cristo. Parece, sin embargo, que en el siglo III hubo una corriente de piedad popular inclinada a dirigirse directamente a Cristo. Puede ser una prueba de ello la supresión hecha por Pablo de Samosata en su iglesia de todos los himnos compuestos en honor de Cristo, con el pretexto de que eian muy modernos. En realidad, la plegaria y los himnos, dirigidos directamente a Cristo, como Hijo de Dios, se remontan a los orígenes mismos de la Iglesia. La conocida carta de Plinio donde se habla del carmen Christo, quasi Deo, dicere secum invicem por parte de los cristianos de Bitinia en el servicio dominical, y el texto del Gloria in excelsis Deo, son una demostración de ello.

De todos modos, a finales del siglo IV encontramos ya consolidado en sus justos términos el principio fundamental de la plegaria litúrgica. El concilio de Hipona, en el sanciona que nemo in precibus, vel Patrem pro Filio, vel Filium pro Patre nominet; et cum altari assistitur, semper ad Patrem dirigatur oratio El concilio precisa que la oratio debió ser dirigida al Padre, especialmente quando altari assistitur, es decir, durante la misa, porque Jesucristo tiene la mismísima función de sacerdote y de víctima que tuvo en la cruz.

Apoyada en este principio se inspiró la composición litúrgica romana en su período clásico. Numerosas fórmulas de los sacramentarles leoniano y gelasiano se encuentran todas dirigidas al Padre. En el gregoriano, sin embargo, se nota ya una cierta oscilación. Con todo esto, Lietzmann sostiene que también las oraciones del Adviento, que en nuestro misal tienen la cláusula final Qui vivís, fueron en su origen dirigidas al Padre.

Nótese, también, cómo en la conclusión de las oraciones per Dominum nostrum lesum Christum, Filium tuum, qui tecum vivit et regnat in unitate Spiritus Sancti, Deus, per omnia... las dos frases Filium tuum y Deus fueron unidas más tarde, faltando en el leoniano y en la antigua misa ambrosiana. Se quiere, evidentemente, poner de relieve la divinidad del Hijo contra las doctrinas amanas.

También el esquema de las oraciones merece una particular atención. Todas, incluidas también la secreta y la postcommunio, pueden agruparse bajo dos grandes tipos:

a) Un tipo simple, casi primitivo, que se limita a expresar el objeto substancial de la plegaria. Por ejemplo: Praesta, Domine, fidelibus luis, ut ieiuniorum veneranda solemnia, et congrua pietate suscipiant et secura devotione percurrant. Per... (Miércoles de Ceniza.)

Las oraciones de este tipo son muchas y diversas. Generalmente comienzan con las fórmulas verbales: Da nobis... Adesto... Concede... Exaudí... Augeatur... Conferat... Laetetur... Fíat... o con un substantivo que designa directamente la gracia solicitada: Auxilium... Benedictionem... Gratíam... Praeces... Ecclesiam...

b) El otro tipo, más complejo, desarrolla más ampliamente la fórmula, sea la invocación de Dios, poniendo en ella los atributos: Omnípotens, sempiterne, Deus, o una proposición predicativa entera: Deus, quí omnipotentiam tuam parcendo máxime et miserando manifestas... sea en el desarrollo de la petición que la enriquece con los complementos de paralelismos y de antítesis. Por ejemplo: Deus, qui hurnanae substantiae dignitatem et mirabiliter condidisti. et mirabilius reformasti, da, quaesumus, nobis, eius divinitatis esse consortes qui humanitatis nostrae fieri dignatus est particeps.

Alguno ha creído clescubrir en estos artificios influencias hebreas o helenísticas; pero probablemente los compositores de nuestras fórmulas, a pesar de inspirarse en modelos paganos, han expresado simplemente en forma noble y literaria la riqueza de su gran pensamiento cristiano.

Se pone de relieve una norma que con mucha frecuencia ha guiado al compositor litúrgico: la de comenzar la fórmula con una palabra que pone inmediatamente en evidencia el carácter peculiar de la fórmula misma en relación con la acción ritual a que va destinada. Por ejemplo, la secreta comienza generalmente con términos alusivos a la ofrenda de los dones: Accepta... Accipe... Acceptum... Hostia... Haec hostia... Oblatio... Oblationes... Oblata... Haec oblatio... Sacrificium... Sacrificio... Haec sacrificia... Muñera... Muneribus... Réspice... Las postcomuniones poseen su incipit, tomado de la fraseología de la comunión: Corpus ... Divina ... Divini ... Haec communio... Quos... Satiasti (reficis).., Refecti... Repleti ... Sacramenta ... Sacramentum... Sacramentis... Sumat... Sumentes... Sumpsimus... Sumpta... Sumpto...

Naturalmente, no se trata de una regla absoluta. Muchas fórmulas del ofertorio y de la comunión prescinden de estas cláusulas; también porque en diversos casos el compositor, haciendo abstracción del cuadro ritual, se ha inspirado en el misterio en la fiesta del día.

Otro criterio fundamental observado rigurosamente en la composición de las antiguas oraciones litúrgicas es el del ritmo o cursus. Esta se manifiesta, sobre todo, en la conveniente disposición de los diversos miembros; por norma general, de dos a cuatro, de forma que éstos resulten bien proporcionados entre sí y expresen simultáneamente un pensamiento completo.

Mas la acción del cursus se ejercita, sobre todo, en las cadencias, ya sean incidentales, ya finales de la oración. Se entiende por cursus, escribe Dom Mocquereau, ciertas sucesiones armoniosas de palabras y de sílabas usadas por los prosistas griegos y latinos al final de las frases y de los miembros de frase para obtener diversas cadencias de efecto agradable al oído y al oyente. Si estas sucesiones de sílabas están basadas sobre la cuantidad, el cursus es métrico; pero si se hallan basadas en el acento o en el número de las sílabas, el cursus es rítmico. En los siglos IV-V, presunta época de nuestras más antiguas oraciones, y en los dos siglos siguientes, el puro cursus métrico de los tiempos clásicos (Cicerón) había dado lugar a un cursus mixto, compuesto en parte por cláusulas métricas y en parte rítmicas. De estas últimas, por ejemplo, el sacramentario leoniano, (en un total de 1030 cadencias) tiene 242 (23-8 por 100), mientras 775 son métricas (76,2 por 100).

Mediante la combinación de estos cursus principales y de algunos otros pocos secundarios, los antiguos compositores supieron dar una extraordinaria viveza y sonoridad a las oraciones litúrgicas, las cuales, dotadas de un concepto siempre elevado, de un estilo siempre lapidario, de una fraseología robusta, vinieron a resultar verdaderas joyas de la literatura cristiana. Sirva como ejemplo la colecta del domingo séptimo después de Pentecostés con sus signos métricos: Deus cuius providentja in sui dispositi one non fallitur (c. tardus) te supplices exoramus (c. velox) ut noxia cuneta submoveas (c. tardus) et omnia nobis pro futura concedas (c. planus).

Afines a las oraciones de las que hemos hablado hasta aquí son algunas otras fórmulas que o forman parte del ritual sacramentarlo o sirven para la bendición de algunos elementos: aceite, agua, etc.; mas se presentan con un texto de desarrollo amplio, discursivo. Mientras a las primeras (colectas) podemos llamarlas fórmulas sintéticas por su brevedad, las otras podrían llamarse fórmulas analíticas.

También en las fórmulas analíticas encontramos substancialmente el tipo y la estructura de la oratio: una invocación a Dios predicativa de sus atributos, la petición de alguna gracia y la depreciación final por los méritos de Jesucristo.

La plegaria litánica.

La letanía (λιτή — sϊplica; en latín, letanía) era una fórmula de plegaria colectiva, pero sencilla y popular, dicha por lo general antes de la despedida de les catecúmenos, de cuya ejecución estaba encargado normalmente el diácono o uno de los lectores, Estos, sin recitar una verdadera y propia fórmula eucológica, se limitaban a enumerar sucesivamente ante la asamblea una serie de demandas y de deprecaciones, a cada una de las cuales el pueblo respondía con una palabra de súplica: Kyrie eleison; Domine, miserere: Te rogamus, audi nos, o semejantes. El origen de la plegaria litánica se confunde con el de la plegaria sacerdotal antes descrita, que tiene como autor a San Pablo; si no es más bien una derivación del Shemoneh Esreh, propia del servicio litúrgico sinagogal. También las liturgias paganas la conocían. Lo podemos deducir por cuanto narra Lactancio en torno a Licinio, el cual, en el 313, antes de entrar en batalla con Maximino Daza, hizo cantar a sus tropas las siguientes invocaciones litánicas: Sánete Deus, te rogamus. Summe Deus, te rogamus. Summe, sánete Deus, preces nostras exaudí. Brachia nostra ad Te tendimus, exaudí sánete, summe Deus.

La plegaria litánica en la misa, separada de la oratio fidelium en época que no puede precisarse, aparece a finales del siglo IV en las Constituciones Apostólicas, en la Peregrinatio, de Eteria, y entra en el esquema de todas las liturgias, sean orientales u occidentales. El texto conservado en la iglesia milanesa se remonta probablemente hasta la época de las persecuciones. He aquí un ejemplo: Pro Ecclesia tua sancta catholica.. quae hic et per universum orbem Precamur Te, Domine, miserere! Pro virginibus, viduis, iter orphanis, captivis, ac poenitentibus; Precámur Te, Domine, miserere! Pro navigantibus, iter agentibus, in carceribus, in vinculis, in metallis, in exilio constituís; precamur Te Domine miserere! Pro his qui diversis infirmitatibus detinentur, quique spiritibus vexantur immundis; Precamur Te, Domine, miserere!

No puede ponerse en duda que existiese también un formulario semejante en la liturgia romana y se recitase en diversas ocasiones. La Traditio (a.216) nos lo dice expresamente, aunque no nos dé el formulario del mismo (258). A finales del siglo V se recitaba también, porque el papa Félix II (+ 492), tratando de los obispos o sacerdotes caídos en grave pecado, dispuso que in paenitentia, si resipiscunt, lacere convenient; nec orationi, non modo fidelium, sed ne catechumenorum quidem omnimodis interesse cierres finales de las llamadas "letanías de los santos" debían formar el fondo de la misma.

Este último tipo característico de plegaria litánica — las letanías de los santos —, que viene a ser tan popular en la Iglesia, hay que considerarlo separadamente, según los diversos elementos que lo componen. Tenemos, en efecto, una serie distinta de invocaciones de los santos (Sancta Maria, S.loannesBaptista,S.Ioseph, S. Petre...), y de deprecaciones (Propitius esto... Ut nobis parcas... Ut ecclesiam... Te rogamus audi nos dirigidas directamente a Dios. Estas últimas, como se dice, constituyen ciertamente el núcleo litánico primitivo, y pueden, en cuanto a la substancia, remontarse hasta la época gregoriana; pero las repetidas invocaciones santorales, seguidas de una aclamación de súplica, muy comunes en Oriente a finales del siglo V, no existían probablemente antes del siglo VIII en Occidente. Sin duda alguna, la plegaria dirigida a los santos para que intercedan en nuestro favor delante de Dios es antiquísima; nace, se puede decir, con el culto de los mártires. Los antiguos epitafios cristianos nos han dejado ejemplos numerosos e interesantes, y los Santos Padres lo atestiguan largamente; pero un formulario tan típico y preciso como nos ha presentado la letanía en cuestión, con los santos divididos en series, acusa un maduro desarrollo eucológico y presupone un culto de los santos ya muy difundido, haciendo suponer un tiempo no anterior a los siglos VI y VII. En efecto, la arcaica letanía romana contenida en el Ordo de San Amando, y que pudiera pertenecer al siglo V-VI, trae apenas siete nombres de santos.

Bishop cree poder demostrar que el texto más antiguo de las letanías de los santos fue compuesto en griego en Rema, en tiempo del papa Sergio (687-701), de donde despues pasó a Inglaterra y a Irlanda, traducido al latín, en el misal de Stowe (siglo VIII). En las Galias, el sacramentarlo de Gellone, escrito en la segunda mitad del siglo VIII, contiene una letanía de los santos para cantarla en la función bautismal de la vigilia de la Pascua, y Amalarlo, a principios del siglo siguiente (c. 830), atestigua que parecidas letanías estaban ya en uso en su tiempo. En Roma y en otras partes, antes y después de la bendición de la fuente, se repetía la invocación de la letanía siete, cinco, tres veces seguidas: eran las llamadas letanías septena, quina, terna.

Como puede comprenderse fácilmente, el texto de las letanías santorales en uso entre las diversas iglesias, aparte de un pequeño fondo común, no era en todas partes uniforme; cada uno le añadía santos particulares, y algunas veces en número verdaderamente exorbitante. En un fragmento de ritual escrito por Angilberto, abad de San Riquier (c.805), que prescribe que en la procesión de las rogativas los monjes, después de los cantos de los salmos, faciant laetanias, primo Gallicam, secundo Italicam, npvissime vero romanam. Cuáles fueron estas diversas letanías es difícil saberlo.

Actualmente se tienen para el uso litúrgico tres formas de letanías de los santos. La primera, la más común de todas, está prescrita por el misal, por el ritual y por el pontifical en multitud de circunstancias, como en las rogativas, en las especiales procesionales de penitencia (por carestía, sequía, guerras, etc.), en el rito de la ordenación, en las traslaciones de las reliquias durante los solemnes exorcismos y en la función de las Cuarenta Horas; la segunda, algo más breve que la anterior, se canta en la función bautismal del Sábado Santo; la tercera, finalmente, que trae pocos santos particulares, se recita en la recomendación del alma.

La oración de los fieles.

Distinta de la plegaria litánica o diaconal, confiada por regla general al diácono, que la cantaba antes de la despedida de los catecúmenos, está la oración de los fieles, es decir, la solemne plegaria en común que los cristianos hacían "después de la lectura de los libros sagrados, bajo la dirección misma del obispo, porque, como amonesta muy bien San Hipólito, solamente los bautizados podían hacerla. Era su plegaria oficial, a la que llamaban a participar espiritualmente a todas las clases de la gran familia cristiana. De aquí recibe también el nombre de prex universal o gran intercesión, porque se recogían en ella todos los más importantes objetivos de plegaria que podían interesar a la Iglesia. Y porque el primero de ellos era la paz, todas las plegarias del grupo fueron también llamadas "irénicas."

No hay duda alguna de que la prex, así como también la plegaria litánica con la que va substancialmente unida, están íntimamente relacionadas con las disposiciones litúrgicas dadas por San Pablo a Timoteo acerca de la traducción en formularios tradicionales y practicados universal y uniformemente en las iglesias, lo mismo occidentales que orientales. De ellas, en efecto, podía escribir San Celestino I que ab apostolis traditae, in toto mundo atque in omni ecclesia catholica, uniformiter celebrantur.

No todos los puntos presentan el carácter de quien posee igual antiguedad. Excluyendo el cuarto y el noveno, se puede decir que los demás reflejan un período anterior a la paz. Baumstark los considera de la época de San Cipriano y San Cornelio, cuando se comenzaba a hablar el latín en la liturgia. El sexto, sin embargo, que es distinto de los demás por su latín estilizado, tiene probablemente en sus orígenes una forma diversa y un desarrollo mayor. La plegaria por los judíos es una característica de la prex romana. La pro paganis reclama el tiempo en que la Iglesia, establecida en las ciudades, se esfuerza por rendir a la fe a los gentiles de los pueblos. Los puntos séptimo-noveno se nos han dado a conocer en una redacción más arcaica y más amplia, porque comprendía también a los penitentes de la citada carta de San Celestino a los obispos de las Galias, hacia la mitad del siglo V: ... sanctarun plebium praesules... tota secum Ecclesia congemescente. postulant et precantur: — ut infidelibus donetur fides, ut idololatrae ab impietatis suae liberentur erroribus; — ut iudaeis, ablato cordis velamine, lux veritatis appareat; — ut haeretici catholicae fidei perceptione resipiscant, ut schismatici spiritum redivivae caritatis accipiant; — ut lapsis poenitentiae remedia conferantur, ut denique catechumenis, ad regenerationis sacramenta perductis, caelestis misericordiae aula reseratur.

La oratio fidelium en la liturgia romana, como en las demás liturgias, ha conservado el solemne cuadro ritual de la antigua plegaria oficial. Cada una de las intenciones es primero enunciada y explicada por el celebrante en una breve fórmula invitatoria, y después de que cada uno ha dirigido a Dios en silencio su plegaria, el celebrante resume la oración común en una oratio dicha en alta voz.

La prex de los fieles se mantuvo en la iglesia romana hasta finales del siglo V. Contribuyó a suprimirla del todo el desarrollo de los ritos y de los cantos del ofertorio, el incremento de la intercessio en el canon, las múltiples procesiones estacionales. El papa Gelasio (+ 496) considera oportuno trasladarla a su puesto tradicional, y con un formulario nuevo (llegado hasta nosotros bajo el nombre de Deprecatio Gelasii Papae) la colocó al principio de la misa. San Gregorio Magno alude a ella con su respuesta Kyrie eleison y la otra, Christe eleison, introducida por él, las cuales bien pronto, arrancadas del invitatorio, quedaron solas en la misa y permanecen todavía en ella.

Los prefacios.

Hagamos un grupo aparte de los prefacios, tomando las fórmulas en el sentido de que la evolución litúrgica, después de haberlas arrancado de la anáfora, les ha dado una composición autónoma que actualmente ha venido a ser común. Todos, sin embargo, reconocen que en los primeros tiempos el término indicaba no sólo la introducción dialogada a la gran plegaria eucarística, como dice San Cipriano, residuo de análoga fórmula hebrea, sino toda la plegaria misma de la anáfora. Esta, por lo demás, era conforme a su significado ordinario, porque praefatio praefari, a la luz de los antiguos dialectos griegos, quería significar precisamente "una solemne plegaria sacerdotal." Ella, como nos consta por San Justino (+ 165), era toda una fervorosa acción de gracias a Dios por los dones de la creación, especialmente por habernos dado a Jesucristo, su divino Hijo, el cual, antes de morir, se había quedado él mismo, como sacrificio y sacramento, en el pan y en el vino consagrados y bendecidos en su memoria. ¿Cómo entonces el prefacio se redujo a designar solamente la introducción de la anáfora?

Las causas fueron complejas y variadas. He aquí algunas más probables: la inclusión del epinicio (Sanctus), que comenzó a romper la unidad de la gran plegaria (siglo v); el carácter antitético que poco a poco vinieron a tomar las dos partes, la una estable y uniforme, la otra extraordinariamente variable; el diverso modo de recitarlo después del siglo V: una en silencio, la otra en alta voz o en canto. Además, en este desarrollo de las cosas el prefacio no sólo se separó del canon, sino que cambió en gran parte su contenido, transformándose de una fórmula esencialmente eucarística (de acción de gracias) en una elevación dogmático-mística sobre el misterio del día o en un panegírico del santo festejado. En esta forma se presenta ya en el más antiguo de nuestros libros litúrgicos, el leoniano. Damos como ejemplo uno de los prefacios de San Juan Bautista en el sacramentarlo leoniano:

Veré dignum. In die festivitatis hodiernae, quae beatus lohannes exortus est, qui vocem matris Domini nondum editus sensit, et adhuc clausus útero, ad adventum salutis humanae prophetica exultatione gestivit; qui et genitricis sterilitatem conceptúe abstersit, et patris linguam natus absolvit; solusque omnium prophetarum Redemptorem mundi,. quem praenuntiavit, ostendit: et ut sacrae purificationis effectum aquarum natura conciperet, sanctificandis lordanis fluentis ipsum baptismatis lavit auctorem. Unde cum Angelis, etc.

Como se ve, los prefacios son unas pequeñas composiciones de forma muy cuidada, impecable casi siempre en sus cursas y con una fisonomía litúrgica enteramente propia. Las del leoniano y del gelasiano, como también las de los libros galicanos, cuando se dirigen especialmente a celebrar a un mártir o a un obispo, hacen pensar en un tipo especial de discurso, que la antigua retórica griega llamaba λαλιά, no sujeto a normas rνgidas y de corta extensión, que, queriendo recrear, gustaba cantar y describir.

Wolkmann da también como probable la igualdad del λαλιά con aquella forma particular literaria que Plinio y Quintiliano llamaban propiamente praefatio. Jungmann pone por comparación estos datos con la curiosa definición que del prefacio litúrgico da un anónimo del siglo VIII explicando la misa ambrosiana: Praefatio est narratio reí causa delectationis inducía. Haec ergo praefatio ideo a sacerdote canitur, ut populus suo Creatori delectabiliter gratias agere provocetur. En realidad, muchos prefacios antiguos son otros tantos esbozos literarios verdaderamente deliciosos.

Todo prefacio está, por regla general, encerrado entre un protocolo inicial dialogado por el celebrante con los fieles, común a todas las liturgias, según el testimonio de Roma dado por San Hipólito (s.III) en la Tradvio: Dominus vobiscum. Et cum spiritu tuo. Sursum corda! Habemus ad Dominum! Gratias agamus Domino Deo nostro! Dignum et iustum est! Veré dignum et iustum est aequum et salutare, nos tibí semper et ubique gratias agere, Domine sánete, Pater omnipotens, aeterne Deus, per Christum Dominum nostrum...

Y un protocolo final que desemboca en el Sanctus, expresado de la siguiente forma: Per quem maiestatem tuam...; o bien, más raras veces, en forma no deprecativa,: Et ideo cum angelis...

Entre estos dos protocolos se inserta la fórmula embolística (variable) y algunas veces también brevísima, como la de la Cuaresma: Qui corporali ieiunio, vitia comprimís, mentem elevas, virtutem largiris et praemia.

Con todo esto, no se quiere decir que la fórmula del prefacio común, libre de inserciones embolísticas, sea incompleta. A pesar de ello se presenta apretada y completa, y, aunque es parte de un tema eucarístico más desarrollado, es una fórmula completa en su género y parte canónica de la prex eucarística.

Las fórmulas prefacionales del libro litúrgico romano más antiguo, el sacramentarlo leoniano, son numerosísimas, 267 en total; cada formulario de misa nos da una propia. Y aun no está el número completo: el códice está mutilado. Este número, muy elevado en comparación con los de los otros dos sacramentarlos típicos de la liturgia romana antigua — el gelasiano, que nos da 54, y el gregoriano, 13 —, depende en gran parte de la multiplicación de los formularios para cada misa. El fenómeno se resiente, sin duda alguna, de la libertad eucológica, vigente todavía en los siglos V-VI, cuando el concilio Milevitano II (416) levantaba la voz contra ciertos praefationes que no eran dignos de ser pronunciados en el altar. El leoniano, en efecto, nos ha recogido algunos que parecen más bien una improvisación personal que una expresión litúrgica.

Las fórmulas eucarísticas.

Llamamos eucarísticas a aquellas fórmulas que comienzan casi invariablemente con el conocido preámbulo dialogado del prefacio, que invita a la acción de gracias y desenvuelve, al menos como tema inicial, una acción de gracias a Dios. Ellas son las más solemnes de la liturgia, reservadas por regla general a obispos o a sacerdotes, y entran en los actos más importantes del culto.

El tipo de la plegaria eucarística es indiscutiblemente apostólico; San Pablo lo repite muchas veces en sus cartas. Los escritos y los textos eucológicos antiquísimos están todos suavemente invadidos de un vivo y afectuoso reconocimiento a Dios. La Didaché, San Clemente, San Ignacio, San Justino, se hacen frecuentemente eco de las ευχαριστία (=gratiarum actiones) dirigidas al Padre y creador del universo, que formaban una parte tan importante en la liturgia; más aún, que constituyen la característica más destacada del nuevo culto cristiano.

La más importante fórmula eucarística, llamada en los sacramentarlos romanos canon actionis, y en los griegos, anáfora, es la que se recita en la misa sobre los elementos del pan y del vino para que se obre la transubstanciación; ella fue siempre considerada en la liturgia como la prex por excelencia.

La estructura de esta fórmula a principios del siglo III nos ha sido conocida a través de la Traditio apostólica, de San Hipólito (+ 225). Es incierto si cuando la compuso había pasado ya el cisma; no se la puede considerar como la prex officiale de la iglesia romana; sin embargo, puede decirse fundamentalmente que nos refiere el esquema general de la misma y quizá también la fraseología tradicional. En ella se distinguen diversas partes, que confirmarán en lo sucesivo los elementos constitutivos de la prex en todas las liturgias; es decir: a) El diálogo inicial: Dominas vobiscum... Sursum corda... Gratias agamus... b) El prefacio con la base eucarística en el tema teológico. c) Un tema cristológico que conmemora la encarnación y la muerte redentora de Jesucristo y conduce a la parte culminante de la prex. d) La relación de la institución con las palabras consecratorias. e) La anamnesis, es decir, la memoria de la muerte y resurrección de Jesucristo, y la ofrenda del sacrificio. f) La epiclesis, es decir, la invocación del Espíritu Santo sobre los dones consagrados. g) La doxología final.

He aquí el texto de la Traditio con referencia a cada una de sus partes: a) Dominus vobiscum. Et cum spiritu tuo. b) Gratias tibí referimus, Deus, per dilectum puerum tuum lesum Christum, c) quem in ultimis temporibus misisti nobis salvatorem et redemptorem et angelum voluntatis tuae, qui est verbum tuum inseparabile, per quem omnia fecisti, et beneplacitum tibí fuit misisti de cáelo in matricem virginis, quique in útero habitus, incarnatus est et filius tibí ostensus est ex Spiritu Sancto et Virgine natus; qui voluntatem tuam complens et populum sanctum tibí adquirens, extendit manus cum pateretur, ut a passione liberaret eos qui in te crediderunt; quicumque traderetur voluntariae passioni, ut mortem solvat et terminum figat et resurrectionem manifestet, d) accipiens panem, gratias tibí agens, dixit: Accipite, mandúcate: hoc est corpus meum quod pro vobis effunditur, quando hoc facitis meam commemorationem facitis. e) Memores igitur mortis et resurrectionis eius offerimus tibí panem et calicem, gratias tibi agentes, quia nos dignos habuisti adstare coram te et tibí ministrare. f) Et petimus ut mittas Spiritum tuum Sanctum in oblationem sanctae ecclesiae, in unum congregans. des ómnibus, qui percipiunt sanctis, in repletionem Spiritus Sancti, ad confirmationem fidei in veritate, ut te laudemus et glorificemus. g) Per puerum tuum lesum Christum, per quem tibi gloria el honor, Patri et Filio cum Sancto Spiritu, in sancta ecclesia tua et nunc et in saecula saeculorum. Amen.

Cómo se ha llegado de esta oración primitiva al texto del canon actual y qué vicisitudes haya atravesado, no es éste el lugar de explicarlo; se hablará ampliamente de ello cuando tratemos de la misa.

Debemos decir, sin embargo, que apoyada en el tipo de la prex eucarística, excluidos, se entiende, los elementos en relación directa con la consagración, otras diversas formas de gran importancia nos han proporcionado los libros litúrgicos. Para las ordenaciones, con el nombre de consecratio: consecratio episcopi, consecratio presbyteri; para las bendiciones, con el nombre de benedictio: benedictio virginum, benedictio fontis, benedictio chrysmatis, etc.; para las dedicaciones de las iglesias, para el cirio pascual, etc. Casi todas se remontan a la época áurea de la composición litúrgica y son admirables por la nobleza de los conceptos, la elegancia de la forma y la impecable armonía del ritmo literario.

Estas fórmulas solemnes poseen substancialmente la fórmula del prefacio y adoptan el desarrollo amplio y conceptuoso del mismo. En su origen, sin embargo, debieron de tener una forma más sencilla; fue más tarde cuando se las retocó, tomando como modelo la prex eucarística, y precisamente el prefacio, por su embolismo y su estilo oratorio. La refusión de las fórmulas eucarísticas debió tener lugar, por lo tanto, no sólo cuando ya el prefacio hubo adquirido su fisonomía particular y su autonomía, sino también cuando hubo multiplicado sus embolismos; es decir, en el siglo V y en el siglo VI.

2. Los Antiguos Libros Litúrgicos Latinos.

La Génesis de los Libros Litúrgicos.

¿Cuándo fueron escritas las primeras fórmulas litúrgicas? La cuestión, ciertamente de gran interés, provocó en el siglo 18 vivas discusiones entre los liturgistas; algunos, como Renaudot y Le Brun, sostienen que las fórmulas en uso en la antigua liturgia fueron practicadas durante diversos siglos sólo oralmente, con motivo de la disciplina del arcano en vigor desde la época apostólica, en fuerza de la cual se cubren de misterioso silencio los dogmas y la liturgia sacramental.

Le Brun citaba en su epopeya a Tertuliano. Hablando de los siguientes, escribe: Harum et aliarum eiusmodi disciplinarum, si legem expostules scriptam, nullam ingenies; traditio tibi praetendetur autrix, consuetudo confir-matrix, et fides observatrix. Parece, sin embargo, que en esto quiso Tertuliano quizá simplemente afirmar que en la ley escrita, es decir, en los libros neotestamentarios, no se contiene nada en torno a la disciplina de los sacramentos; ésta nos ha llegado preferentemente por la tradición.

Lo mismo viene a decir un texto de San Basilio: "Invocationis verba, cum conficitur pañis Eucharistiae et poculum benedictionis, quis sanctorum (es decir, los escritos inspirados) in scripto nobis reliquit? Nec enim his contenti sumus, quae memorat Apostolus aut Evangelium; verum alia quoque et ante et post dicimus, tamquam multum habentia momenti ad mysterium, quae ex traditione citra scriptum accepimus. Consecramus aquam baptismati et oleum unctionis. praeterea ipsum qui baptismum accipit, ex quibus scriptis? Norme a tacita secretaque traditione? Ipsam porro olei inunctionem, quis sermo scripto proditus docuit? lam ter immergi hominem, unde e Scriptura haustum? Reliqua autem quae fiunt in baptismo, veluti renunciare Satanae et angelis eius, ex qua Scriptura habernus? Nonne ex minime publicata et arcana hac doctrina, quam Patres nostri silentio quieto minimeque curioso servarunt?"

También aquí es fácil comprender cómo San Basilio, si bien usó términos más bien enfáticos, intentó contraponer a las enseñanzas de los libros escriturísticos (scriptum, scriptura) la tradición divina y apostólica de tantos ritos, la cual no está escrita, solamente por que no se halle contenida en ellos; sin olvidar que en su tiempo estaba en pleno vigor la disciplina del catecumenado que ocultaba a los nuevos bautizados la doctrina sobre el bautismo y la eucaristía.

Contra las afirmaciones, evidentemente exageradas, de la escuela francesa, otros liturgistas, como Muratori, Selvaggi y Dom Gerbert, demostraron cómo desde los tiempos apostólicos se debía sentir la necesidad de tener los primeros esbozos de un formulario litúrgico. Ciertamente, hubo al principio un período en que la tradición prevaleció. Nosotros, en efecto, hemos observado en otra parte cómo en aquella época el celebrante gozaba de una amplia libertad de expresión. Pero es preciso también admitir que la selección y el orden de las ideas a desarrollar en la solemne plegaria eucarística y en cualquier otra acción principal debieron ser fijados muy pronto. De todo esto a tener un formulario escrito de uso local y privado era fácil el paso.

Estas conjeturas, ya verosímiles a priori, dada la frecuencia, la importancia y la regularidad del servicio litúrgico desde la época primitiva, se encuentran confirmadas en muchos documentos antiquísimos, en les cuales se contienen textos de fórmulas litúrgicas, muchas de ellas con una clara intención de servir como norma. Baste recordar las preces de la Didaché, las no menos importantes de San Clemente I, las preces alusivas a los conceptos desarrollados a la plegaria consecratoria de San Justino, la anáfora y las otras fórmulas contenidas en la Traditio: el fragmento de Crum, Eucologio de Serapión de Thmuis; las Constituciones Apostólicas, cuyas fórmulas se remontan en gran parte a una época muy anterior a la de su definitiva compilación. En Oriente, por lo demás, Orígenes (+ 254) hace mención de un libro litúrgico cuando, refutando los errores de Celso, trae un pasaje de este último en el que afirmaba: Vidisse se, apud quosdam nostrae religionis, praesbyteros, libros barbaros in quibus daemonum nomina et praestigia videbantur. Era probablemente una colección de fórmulas de exorcismo.

Del examen de los datos históricos hasta ahora conocidos podemos deducir las fases sucesivas de la formación de los libros litúrgicos.

1.° Período de improvisación carismática. — El celebrante no tiene delante de sí libro alguno; solamente de su inspiración interior toma las expresiones más adaptadas para desarrollar el tema de la gran plegaria eucarística que Cristo ha fijado y los apóstoles la han transmitido a las iglesias. Contra Qelsum, VI.

Si se comienza a escribir alguna fórmula, como, por ejemplo, la de los capítulos 9 y 10 de la Didaché, ella no reviste carácter oficial; a los profetas se les permite dar gracias como quieran.

2.° Período de las fórmulas primitivas. — En este período (siglos II-III), el núcleo eucológico central, la anáfora, por la importancia capital que tiene, tiende a precisarse en una fórmula invariable o en un resumen descriptivo de su contenido. Las referencias de San Justino y, sobre todo, el texto de San Hipólito, compuesto en el 218, en uso quizá en su iglesia cismática, nos reflejan, en efecto, una situación eucológica más estable que la presente. Las demás fórmulas, sin embargo, permanecen todavía oscilantes. La Traditio, aunque propone alguna, deja todavía al oficiante plena libertad para servirse o no de ella; importa más que su plegaria sea correcta y ortodoxa.

3.° Período de libre composición (siglos IV-V). — La adaptación del latín como lengua litúrgica (siglos III-IV), el advenimiento de la paz, la afluencia de las masas populares a la Iglesia, determinó un rápido y extraordinario desarrollo litúrgico, al que corresponde un intenso trabajo de producción eucológica, especialmente en África y en Italia. En torno a la anáfora, que era como la gran plegaria central, substancialmente inmutable, se multiplican fórmulas de toda clase, tanto para el ritual de los sacramentos como para el de los sacramentales, pero sobre todo para el de la misa. De aquí los primeros libelli missarum, es decir, artículos que contienen algún formulario de la misa, de los cuales tenemos un tipo en Oriente, en el libro octavo de las Constituciones Apostólicas, y en Occidente, en el llamado misal de Stowe y en las misas de Mone. Esta imponente eflorescencia litúrgica no siempre, como es fácil suponer, ortodoxa y correcta, la ha atestiguado ampliamente a finales del siglo IV un sínodo de Hipona (393), y a principios del siglo V, los concilios de Cartago y Mileto, San Agustín y el mismo papa Inocencio I (416).

Un canon del llamado cuarto concilio de Cartago (primera mitad del siglo V) prescribe que cum altari assistitur, semper ad Patrem dirigatur oratio. Et quicumque sibi preces aliunde describit, non eis utatur; nisi prius eas cum instructioribus fratribus contulerit. También San Agustín, lamentando la falta de corrección de muchas composiciones litúrgicas redactadas ab imperitis loquacibus, sed etiam ab haereticis compositas, exige que sean revisadas por personas competentes: multorum enim preces emendaniur cotídie, si doctioribus juerint recitatae et multa in eis reperiuntur contra catholicam fidem. Los Padres del concilio Milevitano (416) sancionaron sin más que pudieran ser usadas solamente las composiciones aprobadas por el concilio y enumeraron una serie variada de ellas: preces, vel orationes seu missae, sive praefationes, sive commendationes seu manus impositiones.

El desorden eucológico que vemos en África encuentra una semejanza exacta en Italia, porque el papa Inocencio I, en la carta escrita en el 416 al obispo de Gubbio, deplora que unusquisque, non quod traditum est, sed quod sibi visum fuerit, hoc aestimat esse teneñdum; inde diversa in diversas locis vel ecclesiís, aut celebran videntur; ac fit scandalum populis...

4.° Período de las primeras colecciones: los sacraméntanos. — Para obviar los grandes inconvenientes antes enumerados, era natural que se pensase hacer una colección de libros de más garantía para la ortodoxia y corrección literaria, uniendo diversas fórmulas de ellos, incluso para la misma fiesta, de modo que el celebrante pudiese escoger a su gusto. Estas colecciones fueron precursoras inmediatas del sacramentarlo, del cual el canon del concilio Milevitano nos muestra ya el diseño. Esta es la fase última de la evolución eucológica, que ve hacer los primeros libros litúrgicos verdaderos y propios. La podemos circunscribir substancialmente al siglo V-VII, si bien fue continuada todavía durante mucho tiempo después.

A esta época, en efecto, pertenecen las más antiguas noticias de compositores y compiladores de fórmulas litúrgicas: papa San León 1 (440-461), papa San Gelasio (492-496); Sidonio Apolinar, obispo de Clermont-Ferrand (470-480); San Paulino de Ñola (+ 431); Voconio, obispo africano (+ 460); Museo, obispo de Marsella (siglo V); el llamado sacramentarlo leoniano, el formulario más antiguo de la liturgia ambrosiana. San Gregorio de Tours (+ 594) alude más de una vez a los obispos editores de libelli missarum o compositores de nuevas fórmulas litúrgicas en los ratos de ocio del exilio. En confirmación, son también de este tiempo las primeras pruebas de un libellus missarum leido en el altar por el celebrante. Lo encontramos en San Agustín, y a finales del siglo V, en la bibliografía de Sidonio Apolinar, escrita por San Gregorio de Tours.

Hemos hablado preferentemente de formularios que afectan a la misa; pero es cierto que el trabajo de recopilación debió poco a poco extenderse a todos los elementos eucológicos de la liturgia y en relación con los diversos ministros que tomaban parte. Porque cada clase de ministro, que tenía en la sinaxis una función propia, tenía también su libro propio. Encontramos así el sacramentarlo para uso del celebrante; el evangeliario y los dípticos, para el diácono; el leccionario, para los lectores; el cantatorium y el antiphonarium, para los cantores, y más tarde otros libros de menor importancia.

Aun antes de la paz, las iglesias, aun las de escaso relieve, se hallaban bien provistas de códices. El verbal-inventario de secuestro de los objetos encontrados en la iglesia de Cirta, en Numidia, redactado el 19 de mayo del 303, enumera, entre otros, más de 29 códices sagrados, de los cuales, los consignados por los obispos, se puede creer que no fuesen escritúrales. Otros obispos, como los de Calama, Cartago y Tigisi, en la misma persecución de Diocleciano, en la que se había ordenado arrojar al fuego todos los libros sagrados, llegaron a ponerlos a salvo con algún subterfugio, sustituyéndolos con los libros profanos o heréticos o con papeles inútiles. Pero, por desgracia, en la mayor parte de las iglesias, incluida la de Roma, muchísimos códices fueron encontrados destruidos, y entre éstos hubo no pocos recordados como preciosos y preciosísimos. Pasada la tempestad, en el régimen de libertad y con mayores facilidades, las bibliotecas sagradas debieron muy pronto recobrar su precioso patrimonio. San Jerónimo, con cierto desdén, alude a una cuasi lucha entre las iglesias más importantes para procurarse los códices litúrgicos, escritos por los mejores calígrafos con todos los recursos del arte, revestidos de oro, de plata y de piedras preciosas. Inficientur membranae colore purpureo — escribe en una carta a Eustoauio —, aurum liquescit in Hueras, gemmis códices vestiuntur, et nudus ante ores Christus emoritur. Más tarde vemos escrito entre los deberes de un sacerdote el de proveerse de los libros indispensables para el servicio litúrgico. Missale breviarium et martyrologium, unusquisque habeat, impone una instrucción de San Cesáreo, después retocada y atribuida a León IV (+ 855). Más detalladamente, un contemporáneo suyo, Hetto, obispo de Basilea, prescribía: Sexto, quae ipsis sacerdotibus necessaria sunt ad discendum: id est, sacramentarium, lectionarium, antiphonarium, baptisterium, computus, canon poenitentialis, psalterium, homiliae per circulum anni dominicis diebus et singulis festivitatibus aptae. Ex quibus ómnibus, si unum defuerit, sacerdotis nomen vix in eo constabit. Los inventarios de las bibliotecas parroquiales hechos en torno a esta época y en los siglos sucesivos confirman que tal era, más o menos, la normal dotación libraría sagrada y litúrgica de las iglesias y de los monasterios.

Los Sacramentarios.

Sacramentarium1 o Líber sacramentorum, en lenguaje litúrgico medieval, era llamado el libro que contenía las plegarias dichas por el obispo o por el sacerdote en la celebración de la misa y en la administración de los sacramentos y sacramentales (colecta, secreta, postcomunión, prefacio, el canon con los Communicantes y el Hanc igitur especiales, y finalmente oraciones y fórmulas diversas). Las primeras colecciones de plegarias litúrgicas para la misa fueron hechas, como explicamos antes, alrededor del siglo V, distintas unas de otras según los criterios de los diversos compiladores y, sobre todo, de la influencia de los diversos centros litúrgicos sobre ellos. Todas, desgraciadamente, se perdieron. Los numerosos sacramentarlos de épocas posteriores llegaron hasta nosotros, y compuestos en el ámbito litúrgico de Roma, se pueden reducir a tres tipos principales: a) el leoniano, b) el gelasiano, c) el gregoriano, porque son atribuidos por sus primeros editores, respectivamente, a los papas León I (+ 461), Gelasio I (+ 496), Gregorio Magno (+ 604), no tanto como una auténtica obra suya, porque su composición refleja bien claramente tres distintas épocas litúrgicas.

El sacramentarlo leoniano.

El sacramentarlo leoniano, el más antiguo de todos, fue descubierto por José Bianchini en la biblioteca capitular de Verona (Ms. LXXXV), donde se conserva todavía en un códice, escrito en caracteres unciales, que Delisle lo atribuye al siglo VII. Es un repertorio de formularios para la misa (colecta, secreta, communio, oratio super populum) para muchas (no todas) fiestas del año, junto con algunas fórmulas de bendición (consecratio episcoporum, presbyteri, benedictio super diáconos, benedictio fontis y alguna otra), dividido en doce secciones, según los meses del año. Pero el códice, desgraciadamente, está mutilado al principio; comienza sólo con la misa de los Santos Tiburcio y Valeriano y termina en diciembre con las cinco in ieiunio mensis decimi. Los formularios de la misa para cada una de las fiestas son casi siempre más de uno, y a veces extraordinariamente numerosos; se cuentan, por ejemplo, 14 para San Lorenzo, 28 para los Santos Pedro y Pablo, 23 para el aniversario de la consagración de un obispo, cada uno separado del otro con la rúbrica ítem alia. Esta abundancia de misas parece atestiguar un estado arcaico de las cosas, cuando en el copioso material litúrgico no se ha hecho todavía una selección para coleccionarlo en el sacramentarlo tipo. El orden del libro deja mucho que desear. En las misas de septiembre se encuentra una para San Pedro y otra para San Lorenzo, así como una invitatio ieiunii mensis decimi. Un prefacio en honor de Santa Eufemia está puesto antes que las oraciones del día de la fiesta de los Santos Cornelio y Cipriano. Y el 3 de agosto, fiesta de San Esteban Papa, están insertas siete misas para su homónimo protomártir, que después saltan al final de diciembre. Se encuentran también allí, por una y otra parte, oraciones y prefacios de un carácter polémico muy vivo, llenos de fieras invectivas contra ciertos falsos confesores que se hallan mezclados con los verdaderos, contra adversarios de los que es preciso guardarse como de lobos, con la astucia de serpientes, los cuales dedecora sua notasque non cernunt, pero ut se valere contendat, volumina divina percurrunt, quum per haec ipsi potius ímprobos mores suos et profiteantur et damnent... subdoli operará," qui introeunt explorare Ecclesiae libertatem quam habet in Christo, ut eam secum in turpem redigat servituíem... qui penetrant domos et captivas ducunt mul\lerculas, oneratas peccatis; non solum viduarum facultates sed devorantes etiam gloriantur, et domi forisque spurcitiam contrahentes, non tam referti sunt ossibus mortuorum, auam magis ipsi sunt mortal Todas estas particularidades indican fundamentalmente que el leoniano no es un sacramentarlo verdadero y propio, ni siquiera un libro oficial, sino una simple colección hecha a título privado de algunos de los libelli missarum existentes en las diversas basílicas cementeriales donde se celebraban las fiestas de los mártires respectivos, así como de los que tenían las iglesias titulares de la ciudad, de la urbe y de otros, propios del scrinium papal, compuestos para diversas circunstancias.

Fueron ellos la fuente de donde provinieron los formularios leonianos. Podemos añadir que el compilador, al hacer la colección, miró probablemente a juntar los materiales para un sacramentarlo que sirviera para un obispo; se insertaron, en efecto, todas las fórmulas de las ordenaciones.

Una característica de este libro es, por lo tanto, la de ser puramente romano, sin interpolaciones extranjeras. Lo prueban las indicaciones precisas de los lugares en que se deben celebrar los divinos misterios, en los cementerios o en las basílicas; preciosos indicios que sirven de pista segura a De Rossi (y a otros) para descubrir e identificar muchos lugares monumentales. Lo prueban también ciertas fórmulas que suponen al celebrante no sólo en Roma, sino también en la misma iglesia dedicada a los santos mártires. En la misa quinta para la fiesta de San Juan y San Pablo se lee: Nobis contulisti, ut non solum passionibus Martyrum gloriosis urbis istius ambitum coronares, sed etiam ipsis visceribus civitatis Sancti lohannis et Pauli victricia membra reconderes. En las misas cuarta y quinta, super Jeuncios, se alude claramente a la iglesia de San Lorenzo extramuros, donde estaba el sepulcro de muchos papas: Adiuva nos, Domine, Deus noster, beati Laurentii martyris tui precibus exoratus, et animam famuli tui (illius) episcopi in beatitudinis sempiternae luce constitue. Capelle ha localizado dos misas compuestas probabilísimamente por el papa Gelasio (+ 496), como se muestra por su composición.

Puede creerse que esta genuina impronta romana del sacramentarlo, conservada afortunadamente inmune de influencias extranjeras, se debe al carácter privado de la colección, por lo cual, al menos al principio, no salió de los estrechos límites de la basílica o del título a que estaba destinada.

En cuanto al autor y a la fecha de compilación del sacramentario leoniano, los críticos están muy lejos de ponerse de acuerdo. Bianchini lo atribuye al papa León I (440-461), por la indiscutible afinidad de forma y de concepto entre las cartas y los sermones de este Pontífice y las fórmulas del sacramentario. Muchas de éstas, sin duda alguna, se remontan a su tiempo y a su escuela; pero también hay otras muchas de época posterior; sin embargo, puede decirse que la mayor parte pertenecen a la primera mitad del siglo VI.

Lietzmann y Duchesne, relacionando algunas colectas con el sitio de Roma, realizado por Vitige en el 537-38, colocan la redacción definitiva en la mitad del siglo VI, bajo el pontificado del papa Vigilio (+ 555). Bourque, después de un minucioso análisis de los diversos libellt insertos en la colección para indagar la época probable de su composición, llegó a la conclusión de que son de una época comprendida entre el año 440, como término mínimo, hasta el año 560, como límite extremo.

Si en algún formulario podemos fácilmente adivinar el autor, nada sabemos sobre quién ha hecho la composición leoniana. Escribe Bourque: "Cualquiera que sea, esto es verdad: que los materiales empleados por él son de origen claramente romano. Aquel que los ha reunido candorosamente sentía, desde luego, una profunda veneración por la liturgia de Roma, y de ella pudo procurarse los preciosos textos con singular largueza. Quizá era un romano; pero no podemos tampoco excluir que fuese un extranjero. La historia litúrgica nos enseña que muchas veces fueron precisamente los extranjeros los que apreciaron los tesoros rituales de Roma."

El leoniano nos ha llegado en un solo manuscrito, el de Verona, que probablemente no fue jamás reproducido, transcrito en un manuscrito de la alta Italia, quizá en Bobbio. Pero muchos han creído ver derivaciones del mismo en algunos restos que en cuanto a su tipo parecen inspirados en el leoniano o derivados de una fuente común. Son los siguientes: a) Algunas fórmulas de probable origen arriano, del siglo IV-V, descubiertas y publicadas por el cardenal Mai en el 1828. b) Diecisiete oraciones (secretas y postcomuniones) editadas por Mercati según un manuscrito de la Ambrosiana (siglos VII-VIII). c) Cuarenta oraciones relativas a la preparación de la fiesta de Navidad, originarias de Rávena, del siglo V-VI, editadas por Ceriani. d) Doce oraciones contenidas en un pergamino del siglo VIII, descubiertas y editadas por A. Dold. e) Una benedictio super fideles bajo la forma de prefacio, atribuida a Prisciliano (fin del siglo VI); f) Una serie de dieciséis prefacios para todos los formularios de la Cuaresma, existentes en el sacramentario ge" lasiano Philipps, del siglo VIII, los cuales, por el estilo y por las frases, pudieran ser muy bien copia de los prefacios cuaresmales que faltan en el leoniano.

El sacramentario gelasiano.

El sacramentarlo gelasiano representa el segundo tipo de los sacramentarlos romanos. Fue publicado por el cardenal Tommasi en el 1680, según un manuscrito (Reg. 316) del siglo VII-VIII, que perteneció antes a la abadía de San Dionisio en Francia y actualmente se encuentra en la Biblioteca Vaticana. El códice es anónimo y lleva como título Líber sacramentorum romanae ecclesiae. Está dividido en tres libros. El primero, Líber sacramentorum romanae ecclesiae anni circuli, contiene las misas de las fiestas natalicias, de las dominicas hasta la octava de Pentecostés y de las ferias de Cuaresma (excepto la del jueves); cada misa tiene una doble colecta: la secreta, la postcomunión, la oratio super populum, excepto en el tiempo pascual, según las fórmulas relativas a las ordenaciones, al catecumenado, a las bendiciones de los óleos, a la fuente bautismal, a la consagración de las vírgenes y a la dedicación basilicae novae. El segundo libro, titulado Oratíones et preces de natalitia sanctorum, contiene el prólogo propio de los santos (colecta, secreta, prefacio y postcomunión), desde San Félix (5 de enero) hasta Santo Tomás (21 de diciembre); el común de los santos (ocho misas para los santos mártires) y finalmente cinco misas de Adventum Domini. El tercer libro, Oratíones et preces cum canone pro dominicis diebus, contiene dieciséis misas, cada una de las cuales se halla precedida por la rúbrica ítem alia missa; el canon, al que falta el memento de los muertos y termina con el embolismo del Pater noster; un.a colección de Benedíctiones super populum post communionem, muchas misas votivas (pro iter ageniibus, in tribulatione, tempore mortalitatis, actío nuptialis, pro defunctis, etc.) y plegarias para diversas ocasiones.

El sacramentarlo gelasiano, a diferencia del Leoniano, es, como dice su título, un libro oficial y el libro litúrgico más antiguo que ha llegado a nosotros de la iglesia romana. Este carácter romano es indiscutible. Además, puede decirse no sólo de su título, sino también de muchos textos del libro, como cuando, por ejemplo, se ruega a Dios ut romanorum regum sibi subditum regat princípatum...; ut romani nominis mímicos virtute suae comprimat maiestatis...; ut romani regni adsit principibus, etc. Se nota en él, sin embargo, cierta interpolación galicana, debido al hecho de que el sacramentarlo fue copiado de un autógrafo venido de la baja Italia, quizá de Capua o Cuma, pero transcrito y retocado para el uso de la iglesia de San Dionisio en París.

En las plegarias del Viernes Santos se lee: Réspice propitius ad romanum sive francorum benignus imperium; son mencionadas las fiestas de Santa Juliana, San Magno, San Rufo, propias de la Galia y desconocidas en Roma; en el canon aparecen insertados los nombres de los santos-galicanos Dionisio, Rústico, Hilario, y Martín. Bourque encuentra también elementos galicanos en el ritual de las ordenaciones.

Sobre el compilador y, por lo tanto, sobre la fecha de este sacramentarlo, las opiniones son muy concordes. Puede retenerse como substancialmente auténtico el apelativo gelasiano que le dio Tommasi. En efecto, en el De viris illustribus, de Jenaro de Marbella, que se escribió alrededor del 480, leemos del papa Gelasio; Scripsit volumen... sacramentorum, delimato sermone; pero la noticia llegó evidentemente hasta nosotros por una mano posterior que quizá la extrajese del Líber pontificalis. El cual, sin atribuir expresamente al papa Gelasio (492-496) la composición de un sacramentarlo, dice alguna cosa parecida: Sacramentorum orationes et praefatíones composuit. Más tarde, en las Calías, en tiempo de Wilfredo Estrabón (+ 849), el papa Gelasio fue considerado como compilador de estas plegarias, compuestas en parte por otros, en parte por él mismo, las cuales estaban todavía en uso en muchas iglesias galicanas. Juan Diácono (+ 880), en la biografía de San Gregorio Magno, habla de un gelasianus codex de missarum solemniis que aquel santo Pontífice multa subtrahens, pauca convertens, nonnulla vero adiiciens... in unius libri volumine coarctavít. Es del todo probable que Estrabón y Juan Diácono intentasen hablar de nuestro actual sacramentarlo gelasiano, porque, comparándolo con el gregoriano, el primero es más largo (multa subtrahens), las fórmulas comunes son casi idénticas (pauca convertens) y los tres libros son reducidos a uno solo. Todo esto, sin duda alguna, es de gran peso a favor de la sustancial autenticidad de la colección gelasiana, y, en efecto, Tommasi, Probst, Bavmer, Cabrol, E. Bishop, Morin y Bourque son muy favorables a esta opinión.

Las diversas adiciones, como la dominica de Adviento, las estaciones del miércoles, viernes y sábado antes de la primera dominica de Cuaresma, las cuatro fiestas de la Virgen, la Exaltación de la Cruz, que no existían ni siquiera en el tiempo de San Gregorio (+ 604), son debidas a inserciones posteriores que tuvieron lugar en la Galia, sea durante el siglo VI, sea también alrededor del 600. Por el contrario, el texto de los santos celebrados en el santoral se halla limitado a sólo los mártires y algún confesor equivalente a ellos (por ejemplo, los Santos Félix y Marcelo), que debían haber sufrido por la fe, lo que supone un estado litúrgico poco posterior al siglo V. De todas formas, es cierto que el sacramentarlo llamado hoy día gelasiano tiene un fondo romano, tomado, como el leoniano, del rico repertorio de los libelli missarum para servicio de los títulos de las principales iglesias cementeriales de la Urbe.

Del sacramentarlo gelasiano, en su genuina redacción original romana, no existe más que algún manuscrito, o al menos no se ha descubierto todavía ninguna copia de; él. Los códices gelasianos que poseemos nos dan, como decimos, una redacción del gelasiano compilada en Francia y, por tanto, con sensibles toques galicanos. Podemos creer que el gelasiano fue introducido en las Galias poco antes de la primera mitad del siglo VI, y es cierto que, a pesar de la concurrencia de los libros galicanos, obtuvo él muy pronto una amplísima difusión; tanta, que a principios del siglo VÍII se vio convertido en uso común en los territorios directamente sometidos a los carolingios, mientras el rito galicano podía todavía existir en las provincias más lejanas del mediodía de las Galias. Una prueba de ello es el inventario de la Biblioteca de San Riquier, compilado en el 831, que contaba dieciocho sacramentales gelasiancs, contra sólo tres gregorianos y ningún galicano.

El sacramentarlo gelasiano, adaptado al uso de las iglesias francesas, nos ha llegado en diversas recensiones, que se diferencian, sobre todo, por la diversa distribución de la materia. La más antigua se halla representada por el único códice (Biblioteca Vaticana, cód. Regin. 316), del cual hemos descrito arriba el contenido; su transcripción puede ser asignada a la mitad del siglo VII. Otras recensiones dependen substancialmente de un tipo de sacramentarlo de carácter sincretista, aparecido en las Galias alrededor del 750, formado sobre la base del gelasiano (fipo Regin. 316), a quien fueron añadidos elementos gregorianos derivados del sacramentarlo anónimo, que ya había penetrado en Francia, y de otros indígenas; la división primitiva en tres libros está generalmente abandonada; mantienen, sin embargo, siempre las dos colectas en la misa. A este tipo compuesto, que encontró discreta aceptación aun en Italia, los liturgistas le han dado el nombre de gelasiano del siglo VIII. He aquí las recensiones principales en orden al tiempo: a) Sacram. de Gellone (París, Bibl. Nac., Ms. lat. 12048), compilado hacia el 770-780. Está todavía inédito, pero ha hecho un amplio estudio comparativo de él Dom P. De Puniet, Sacramentare romain de Gellone (Roma, Ephem. Liturg., 1938). b) Sacram. de Angulema (París, Bibl. Nac., Ms, lat. 816), editado parcialmente por Dom Cagin en el 1920 (fin del siglo VIIl). c) Sacram. de San Galo (Ms. 348), compilado hacia el 800-820; editado por Mohlberg, Das frankische Sacram. Gelasianum in alamannischer Ueberlieferung (Mvnster i. W., 1918); 2.a ed., 1939. d) Sacram. de Rheinausul Reno (actualmente en la Bibl. Cant. de Zurich, Ms. 30), de principios del siglo IX, utilizado por Gerbert, Monum. vet. lib. Alemann., I, 362-399. e) Sacramentarium triplex (actualmente en la Biblioteca Municipal de Zurich, c.43), llamado así porque contiene una combinación de tres sacramentarlos: gelasiano, gregoriano y ambrosiano, puestos paralelamente. Fue editado imperfectamente por Dom Gerbert, Monum. vet. lit. Alemannicae, t.l p. 1-240; análisis de historia en DAL, e.VIH 233. f); Sacram. de Berlín (n.125, Phil.1667), inédito, de fin del siglo VIII o principios del IX. g) Sacram. palimpsesto (Roma, Bibl. Angélica, Pal.), del siglo VIII, que perteneció a una iglesia de la Italia central, descrito por Mohlberg: Un sacramentarlo palimpsesto del siglo VIII dcir Italia céntrale (Roma 1925)." h) Sacram. de Esternach (París, Bibl. Nat., Ms. lat. 9433), escrito al principio del siglo XI; inédito. i) Sacram. de Montecasino, fragmentario, proveniente de la Galiay escrito entre el 750 y el 760ea.

Los gelasianos tipo siglo VIII no tuvieron larga vida, suplantada, sobre todo, por la creciente difusión del gregoriano.

Afín al tipo gelasiano es el llamado Missale francorum (cód. Reg. 257 de la Vaticana), un fragmento de sacramentario escrito en Lieja a finales del siglo VII o poco después. Según los análisis hechos por Rule, el primer núcleo del libro era un pontifical que conteníalas ordenaciones, redactado para uso de un obispo romano, que cree era Sidonio Apolinar, creado en el 468 por el praefectus urbis, obispo de Clermont. Mas tarde, a principios del siglo VI, a este libellus original se le hicieron varias adiciones: un santoral de la missae cotidianas, de verdadero estilo romano; las bendiciones de las vírgenes y de las viudas y finalmente el canon actionis en su texto gregoriano con el Pater noster. Sin embargo, en el formulario de la misa, en lugar de romanum Imperium, se encuentra Regnum francorum, y tampoco falta alguna rúbrica galicana.

El sacramenítario gregoriano.

El tercero y más reciente tipo de sacramentarlo llegado hasta nosotros en un número considerable de ejemplares, evoca en su título la paternidad de San Gregorio Magno: Incipit líber sacramentorum de circulo anni expositus, a S. Gregorio Papa Romano editus. Ésta atribución gregoriana, que, a una con los códices, le atribuyen los escritores del siglo VIII en adelante, fue discutida no menos que la del antifonario, el libro de los cantos de la misa, llegado hasta nosotros con e¡ mismo apelativo. Duchesne, fundándose especialmente en las misas de época posterior contenidas en el sacramentarlo, observaba justamente que el tipo de los llamados sacramentarlos gregorianos llegados hasta nosotros debiera haberse llamado no gregoriano, sino adrianeo, porque está derivado del antitipo enviado a la Galia por el papa Adriano en el 785-90 y, por consiguiente, representando, en realidad, el estado de la liturgia romana a finales del siglo VIII, doscientos años después de San Gregorio.

Por desgracia, no poseemos un manuscrito que nos represente el sacramentarlo en la forma auténtica recibida de San Gregorio; sin embargo, por un sacramentarlo de Padua, estudiado y publicado en el 1927 por Mohlberg, copiado, como parece, de un gregoriano puro, alrededor del 680-85, es decir, menos de ochenta años después de San Gregorio, podemos hacernos una idea precisa de su contenido. Era un sacramentarlo completo, práctico, bien ordenado, mucho más simple que su predecesor gelasiano, del que, según el testimonio de Juan Diácono, San Gregorio intentó hacer una reforma compendiosa. Comenzaba por la vigilia de la Navidad y traía el de tempore amalgamado con el de sanctis; pero el temporal estaba bien separado de las dominicas después de la Epifanía, después de Pascua, después de Pentecostés, y estas últimas, agrupadas en post Pentecosten propiamente dichas, post ss. Apostólos (29 de junio), post s. Laurentium (10 de agosto), post s. Angelum (29 de septiembre); cada dominica tenía señalado su propio formulario, sin necesidad de tener que seleccionar una en cada serie, como en el gelasiano. Mientras en éste se tenían dos oraciones, en el gregoriano la colecta era una sola para cada misa; los prefacios y las variantes del canon, numerosos todavía en el gelasiano, estaban reducidos poco más o menos al mínimo actual. Las fórmulas para las ordenaciones y las bendiciones seguían a las dominicas después de Pentecostés; venían después las missae cotidíanae, la última de las cuales se hallaba con el canon; el común de los santos y algunas misas según diversas intenciones o circunstancias especiales. Por lo demás, mientras en el gelasiano las indicaciones estacionales se hallaban desparramadas, el gregoriano las tenía en su lugar.

No conocemos las vicisitudes del gregoriano durante el siglo VII y el VIII. Ciertamente, debía enriquecerse con las nuevas misas introducidas por los papas en este período; pero sufrió también extrañas modificaciones: por ejemplo, la de la serie de dominicas después de Pentecostés.

Hacia finales del siglo VIII, Carlomagno, queriendo unificar en su reino la liturgia, reduciéndola toda al rito romano, pidió al papa Adriano (771-795) le enviase un sacramentarlo que le sirviera de norma para la ejecución de sus planes. El papa le mandó, en efecto, entre el 784-790, por medio del abad Juan, un líber sacramentorum, o sacramentarlo, a sartcto dispositus praedecessore nostro deifluo Gregorio patoa; pero, naturalmente, en el estado al que se hallaba reducido en su tiempo. De este precioso códice, depositado en la Biblioteca Imperial, ex authentico libro bibliothecae cubiculi, fueron hechas numerosas copias, algunas de las cuales llegadas a nosotros, que en breve arrinconaron casi por entero a los sacraméntanos preexistentes de tipo gelasiano y galicano.

No debe creerse, sin embargo, que esto sucedió tan sencillamente. Introducido el sacramentarlo adriano-gregoriano en el uso litúrgico de las Galias, se constataron inmediatamente profundas diferencias con los sacramentarlos existentes allí, lo mismo romanos que los de tipo gelasiano y gelasiano-gregorianizado, pero retocados en sentido galicano, como los de puro rito galicano. El uso romano presentaba fórmulas breves, simples; el galicano, fórmulas largas y floridas; faltaba la riqueza de los prefacios y de las misas votivas de uso popular; faltaban las benedictiones ep_scopa les tradicionales en las Galias, como también las misas de las dominicas después de Pentecostés, etc. Por eso, de los sacramentarlos usados hasta entonces se extrajo una serie de formularios, formándose un apperidice, que fue unido al nuevo sacramentarlo gregoriano llegado de Roma. Autor de este apéndice fue el docto consejero de Carlomagno, Al cuino, el cual oportunamente lo hizo preceder de un breve prólogo que comenzaba con las palabras Hucusque praecedens sacramentorum libellus... en el cual da lajrazón de los criterios que le han guiado en su obra.

El suplemento de Alcuino encontró una gran difusión, merced a su autor y a la excelencia de su contenido (Mss. grupo C). Pero no faltaron iglesias que porque se contentaron con menores adiciones, como en Italia, o porque no lo conocieron, se compilaron suplementos propios menos ricos o menos homogéneos (grupo D). Otros, en fin, en el transcurso de los tiempos, encontrando poco cómodo para el sacerdote el buscar ciertas fórmulas de uso frecuente en el final del suplemento, comenzaron a escribirlas en el margen del libro o a insertarlas sin más en su lugar en el cuerpo del sacramentarlo. Este proceso de integración se nota después del siglo IX y dio origen a una gran variedad de gregorianos, semejantes más o menos en su substancia, pero diferentes en las particularidades (grupo E, a), hasta que poco a poco, en el siglo X y siguientes, encontramos que en el sacramentarlo ha desaparecido toda traza de suplemento, y hasta aparece fundido completamente con el núcleo original del gregoriano adrianeo, formando con éste un todo orgánico (grupo E, b).

La decoracion de los sacramentarios.

El grupo de los sacramentarlos gregorianos, a diferencia de los gelasianos, que se presentan con una presentación más bien modesta en el aspecto artístico, tiene una notable importancia en la historia del arte medieval, porque a partir de la época carolingia, que los multiplicó y difundió, y a pesar de la deficiencia de su decoración y de sus figuras, todavía ordinarias, desastradas, sin ningún relieve de perspectiva, revelan un empeño nuevo de dar vida y movimiento a la composición, es decir, los primeros indicios de aquel despertar del arte, que pronto, más allá de los Aloes y en Italia, se desarrollará y crecerá vigorosamente. Dio quizá ocasión particular para esto el hecho de que el sacramentarlo gregoriano-adrianeo llegado a Francia no traía el canon al final del códice, como hasta entonces se había usado, sino que lo ponía al principio. El artista tenía, por lo tanto, una buena ooortunidad de poner en evidencia su maestría. Y es, en efecto, en el siglo IX cuando se reformó, y después, poco a poco, se acentuó la confección artística de los sacramentarlos. La ornamentación de estos libros, por encima de aquella más limitada en torno de las letras iniciales y reducida en general a trenzados geométricos, según la costumbre irlandesa, se precisó especialmente en torno a dos puntos: el comienzo del Praefatio communis y el del canon.

Los Libros de Lectura.

Si bien la lectura de los libros sagrados tiene una parte muy importante en las primitivas reuniones cristianas, no parece que se haya prestado tanta atención a las colecciones especiales hechas con ese fin. El presidente de la asamblea indicaba al lector en los códices los trozos de la Sagrada Escritura a leer, que generalmente se leían por orden, unos a continuación de otros (lectio continua); alguna vez, sin embargo, eran tomados de un sitio o de otro cuando, en ocasión de algunos domingos o fiestas, se juzgaba que una determinada perícopa escrituraria tenía con aquellas cierta relación. Este segundo caso se hace muy frecuente después del siglo IV, porque con el desarrollo del año litúrgico se sintió la necesidad de crear un sistema apropiado de lecturas sagradas. Esto estuvo ya organizado en el tiempo de San León (440-461). El elenco de estas lecturas, que debían hacerse sobre todo durante la misa, compuestas según el orden del año litúrgico, es lo que en la Edad Media se llamó leccionario, si su texto se ponía extensa y detalladamente, y capitularlo (capitulare), cuando se indicaban solamente las primeras y las últimas palabras (capitulum). Ei capitulare se ponía normalmente en la cabeza o al margen del códice de las lecturas paulinas; el OR I lo dice expresamente: Legitur lectio una, sicut in capitulare continetur (n.28). Alguna vez se escribía al margen del texto escriturístico.

Comúnmente, sin embargo, se dio al leccionario un significado más restringido, indicando con tal nombre las lecturas tomadas del Antiguo y del Nuevo Testamento, con exclusión de los Evangelios. En este sentido se decía con preferencia comes o líber cómicas, y más tarde, apostolus o apostolicus, porque las lecciones en él contenidas eran tomadas principalmente de las cartas de San Pablo Apóstol.

El leccionario.

El comes más antiguo de que tenemos noticias circulaba en la Edad Media con el nombre de San Jerónimo, porque llevaba al principio, como prólogo, una carta del Santo Doctor a un tal Qonstantium constantinopolitanum epzscopum, en el que decía haber recogido ex tanta divinorum librorum copia, quid brevius, quid utilius, singulis festivitatbus aptum vel competens esset. La carta es apócrifa; pero el libro fue ciertamente compilado hacia finales del siglo V o a principios del VI, cuando en Roma existía todavía en la misa la lección profética, porque en ella se habla de una triple lección (Antiguo Testamento, Cartas canónicas, Evangelios) que se leía en las iglesias. El autor de la carta y del comes es desconocido; como posibles autores se creyó a Víctor, obispo de Capua (541-554), y a Claudino Mamerto, obispo de Viena (+ 474). Desgraciadamente, el comes original estuvo perdido, y las copias del siglo VIII llegadas a nosotros contienen modificaciones y adiciones posteriores. En compensación, existe al principio el Codex Fuldensis, escrito alrededor del 540 por el ya citado Víctor de Capua, una sencilla colección de epístolas para el año litúrgico, las cuales posiblemente formaban parte del comes perdido.

Los leccionarios o comes (capitulan) más antiguos llegados a nosotros son:

a) El Capitulare de Wurzburgo, leccionario completo, que se remonta a los primeros años del siglo VII y está contenido en un manuscrito de Wurzburgo (Bibl. de la Universidad Mp. Theol., f.62, siglo VIII). Se intitula Incipiunt capitula lectionum de circulo anni. Su carácter es puramente romano y nos representa el sistema de lecciones vigentes en un tiempo poco posterior a San Gregorio Magno.

b) El Comes de Alcuino (735-804). Tiene una gran importancia litúrgica, porque fue compilado por él hacia el año 782, sobre la base del sacramentarlo gregoriano-pre-adrianeo, por orden de Carlomagno. Comes ab Alcuino, ex Carolí imperatoñs praecepto, emendatus, dice el título, que se encuentra en el comienzo del códice (París, Nac. 9452; siglo IX), perteneciente a la catedral de Chartres, donde lo publicó Tommasi. El leccionario, que está seguido de un suplemento, entre el prólogo y un códice, redactado por Helisacar, canciller de Ludovico Pío, cuenta en total de 307 títulos o lecturas, que nos representa al uso litúrgico romano-galicano de finales del siglo VII o principios del siglo VIII.

c) El comes de Murbach, editado por Wilmart, con un códice perteneciente antes a la abadía de Murbach (Alsacia) y ahora a la de Besangon (Bibl. Munic., Ms.184). Es un indiculus o capitulare compilado hacia finales del siglo VIII. que presentaba, ante todo, el esquema de las lecturas trasladadas más tarde a la misa. Fue compuesto sobre el sacramentario gelasiano-gregoriano del siglo VIII, en uso en las Galias.

Con el renacimiento carolingio comenzaron a ser más comunes los lectionarios plenari, los cuales no se limitaban a dar las primeras y últimas palabras de la lectio, sino que reproducían el texto por entero. El ejemplo más antiguo de esta clase nos lo ha dado el leccionario de Luxeuíl (siglo VII), del cual hemos hablado a propósito de los textos de la liturgia galicana. Después del siglo XI, los leccionarios, si bien incorporados poco a poco al misal completo, continuaron siendo transcritos, sea aparte, sea en unión con las perícopas evangélicas. Todavía hoy en las grandes iglesias catedrales se usa en las misas solemnes un libro distinto, donde están recogidas exclusivamente las epístolas y los evangelios de las principales fiestas del año.

El evangeliario.

El evangeliario designaba no sólo el libro que contenía los cuatro Evangelios, sino también el texto de las perícopas evangélicas que debían leerse durante la misa, capitula lectionum evangeliorum, el conjunto de las cuales, como dijimos, se ponía al principio o al final del volumen y se llamaba con el término propio de capitulare evangeliorum. De éstos, los más antiguos actualmente conocidos pertenecen al siglo VII y están añadidos a dos evangeliarios, que son:

a) El evangeliario de S. Cutberto (Brit. Mus. Cotton Ñero D. IV), transcrito en Lindisfarne (Inglaterra) hacia finales del siglo Vil de un evangeliario en uso en la iglesia de Nápoles, llevado allí en el año 638 por Adriano, abad del monasterio Neridanum, junto a Nápoles, o bien, según las conjeturas de Chapman, en el año 658, por Ceolfrido, monje de la abadía de Lucullanum, en Nápoles.

b) El evangeliario de Burchard, llamado así porque, según la tradición, pertenece a S. Burchard, monje inglés, después obispo de Wurzburgo del 741 al 753. Es afín al precedente.

historia de la liturgia tomo I

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