Hechos Martiriales
- El hecho martirial, la más admirable manifestación de fe de todos los siglos
-
Vicente Cárcel afirma que había un plan para acabar con la Iglesia
El hecho martirial, la más admirable manifestación de fe de todos los siglos
La Iglesia, obligada protagonista pasiva y activa en la guerra civil
«También España se vio arrastrada a la guerra civil más destructiva de su historia. No queremos señalar culpas de nadie en esta trágica ruptura de la convivencia. Deseamos más bien pedir el perdón de Dios para todos los que se vieron implicados en acciones que el Evangelio reprueba, estuvieran en uno u otro lado de los frentes (rajados por la guerra. La sangre de tantos conciudadanos nuestros derramada como consecuencia de odio y venganzas siempre injustificables, y en el caso de muchos hermanos y hermanas como ofrenda martirial de la fe., sigue clamando al Cielo para pedir la reconciliación y la paz».
«La fidelidad de Dios dura por siempre. Mirada de fe al siglo XX.» Documento de la Conferencia Episcopal Española».
Como era de esperar, no ha sido del gusto de todos esta ponderada consideración de la Conferencia Episcopal sobre la guerra civil. Los que ni perdonan ni desean ser perdonados esperaban una condena por la vinculación de la Iglesia a ano de los bandos beligerantes. Hubiera sido un gesto plausible para los que a partir de la transición política, se han erigido —¿gracias a quien?— en vencedores; pero hubiera supuesto de servicio a la verdad y a la caridad con aquella iglesia que padeció persecución, clandestinidad y martirio. Sin embargo, en el documento de la Conferencia que, precisamente se titula «Mirada de fe al siglo XX», resulta raquítica e inexplicable la referencia al hecho martirial que es sin duda, y así lo ha manifestado el Papa, el acontecimiento de fe más importante de toda la historia de la Iglesia Católica.
Hace unos años, en otro documento «Constructores de la paz» se pedía a los historiadores «la verdad entera acerca de los precedentes. las causas, los contenidos y las consecuencias de aquel enfrentamiento». Ahora la Conferencia «no quiere señalar culpas de nadie»; una postura, sin duda, muy eclesial y generosa como tal. Pero no hay que olvidar que en los años treinta la iglesia española se vio forzada a un protagonismo activo y pasivo; toda aquella iglesia. Y no hay que pedir a otros la búsqueda de las causas, porque con claridad y reiteración fueron expuestas y aceptadas por jerarcas y fíeles de la Iglesia universal, a la que lógicamente hay que atribuir mayor representatividad y autorizada opinión que a la ya olvidada de la Asamblea Conjunta. Bueno es recordar:
« Desde el primer día de la revuelta y de un modo espontáneamente natural, los jerarcas católicos de Italia, Alemania y Portugal se pusieron del lado de Franco... La misma reacción sintieron los de las democracias occidentales... No sólo la jerarquía católica de España sino la de todo el mundo apoyó activamente a los generales rebeldes. En ninguna parte apareció un obispo que públicamente adoptara una posición contraría a Franco... La intervención del Vaticano por todo el mundo en apoyo de los nacionalistas españoles es el más importante esfuerzo internacional realizado por la Iglesia Católica en este siglo ». (Herbert R. Sothorth: «la propaganda católica y la guerra civil española»).
Es evidente el sentido hiperbólico de estas afirmaciones que el parcial historiador y desacreditado intérprete Southworth utiliza como arma arrojadiza contra los católicos; pero también es innegable que su argumentación se basa en una conocida realidad histórica. Los papas y los obispos, los superiores de las Ordenes religiosas, no pocos intelectuales católicos y muchas organizaciones religiosas hicieron suya la causa de la jerarquía católica española. Es, por ejemplo, altamente significativo el testimonio de las congregaciones marianas, muy orgullosas de su contribución a la Cruzada.
Nadie puede dudar lícitamente de la rectitud y sabor de tantas y tan ilustres figuras de la Iglesia al mostrar las causas que hicieron necesario el alzamiento militar. «Por lo que he tratado con mis hermanos del Episcopado —informaba Goma al Secretario de Estado Vaticano—, no he visto más que la concordia más absoluta en estimen el movimiento militar como el único recurso de salvación de que disponíamos». La concordia en asunto de tan extremada gravedad no fue espontánea sino fruto de frecuentes consultas entre los obispos. Tampoco fue inmediata sino bastante trabajosa, la aceptación de las tesis españolas por algunos de los más importantes monseñores de la curia romana. «Grande fue mi sorpresa —se dolía el cardenal Goma— al ver que los mismos cardenales tenían un concepto totalmente equivocado sobre el Movimiento Nacional», tal debía ser la influencia y capacidad de intriga de algunos nacionalistas catalanes y vascos que supieron aprovechar un terreno abonado por las tradicionales suspicacias curialescas frente a España. Por ello, algunos cardenales de Roma tardaron en comprender las claras consideraciones sobre la guerra civil, manifestadas por Pío XI en su Alocución de 14 de septiembre de 1936, ante 500 refugiados españoles.
CARÁCTER RELIGIOSO DE LA CONTIENDA
En su larga referencia a la lucha que en aquellos momentos se libraba en las ciudades y campos de España, Su Santidad recuerda los más importantes «precedentes, causas y contenidos de la contienda». Su decidida toma de posición señala inequívocamente la actitud que obispos, sacerdotes y fieles de todo el mundo han de adoptar, de acuerdo con el sentido religioso del movimiento». «Por encima de toda consideración política y mundana —advierte el Pontífice— nuestra bendición se dirige de manera especial a cuantos han asumido la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión, que es tanto como decir los derechos y dignidad de las conciencias, condición primaria y la más sólida de todo humano y civil bienestar».
Nadie se permitió entonces dudar de la significación del mensaje pontificio ni poner reparo alguno a sus palabras, corroboradas unos años después, por otro gran Papa. El 16 de abril de 1939, en alocución a los españoles. Pío XII les felicitaba por la victoria «con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra Fe y vuestra Caridad». Y añadía: «Alegre y confiado esperaba nuestro Predecesor, de santa memoria, esa paz. providencial, fruto sin duda de acuella fecunda bendición que, en los albores mismos de la contienda, enviaba a cuantos se habían propuesto la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y la Religión».
El carácter eminentemente religioso de la guerra había sido proclamado, el 6 de agosto de 1936, en una Carta Pastoral Conjunta de los obispos de Vitoria y Navarra, don Mateo Múgica y don Marcelino Olaechea: «En el fondo del movimiento cívico-militar de nuestro país, late, junto con el amor de patria en sus diversos matices, el amor tradicional a nuestra religión sacrosanta... Habéis hecho a Dios la ofrenda de docenas de miles de vidas. Centenares de ellas han sucumbido ya. Vasconia y Navarra llevan la marca gloriosa de la sangre derramada por Dios».
En todo el mundo católico fue recibida la alocución de Pío XI como una solemne convocatoria de urgencia, que obligaba a prelados, religiosos y laicos a considerar la guerra de España en sus aspectos más trascendentes. Por las mismas razones, se constituyó en modelo de una larga serie de cartas pastorales, discursos y artículos favorables a los católicos españoles en lucha. Unos días después de la alocución papal, el Dr. Pía y Deniel publicó su famosa carta pastoral «Las dos ciudades» (30 de septiembre de 1936). Con documentada y sistematizada argumentación, el obispo de Salamanca demostraba la necesidad y oportunidad del Alzamiento Nacional, al que aplicaba la tradicional doctrina de la guerra justa. Al mismo tiempo, ofrecía cumplida respuesta a todos aquellos que con farisaico proceder, se preguntaban cómo el papa y los obispos se habían atrevido a bendecir a los contendientes de uno de los bandos. La explicación plenísima —argumentaba Pía y Deniel— nos la da el carácter de la actual lucha, que convierte a España en espectáculo para el mundo entero. Reviste, sí, la forma externa de una guerra civil; pero, en realidad, es una cruzada. Fue una sublevación, pero no para perturbar sino para restablecer el orden... Cuando los sacrilegios, asesinatos e incendios se han verificado antes de todo apoyo oficial de la Iglesia; cuando el Gobierno no contestó siquiera a las razonadas protestas del Romano
Pontífice... ya no se trataba de una guerra civil sino de una cruzada por la religión y por la patria y la civilización. Ya nadie podrá (adiar a la iglesia de perturbadora del orden que ni siquiera precariamente existía».
Con estilo más enérgico y directo, el cardenal Gomá defiende los mismos principios en su documento «El caso de España» (23 de noviembre de 1936). Utiliza también la palabra «cruzada, con la que terminarían familiarizándose militares, políticos y periodistas. No se trató, pues, de un término de fortuna, aplicado a la contienda por algún avisado propagandista; en cierta manera, el concepto estaba en franca contradicción con el aserto de José Antonio Primo de Rivera para quien las guerras religiosas ya no tenían lugar en la historia. Pues bien; para el cardenal Goma, la guerra, en lo que tiene de popular y nacional, no es una contienda de carácter político; no se lucha por la República ni ha sido móvil de la guerra la solución de una cuestión dinástica, ni se ventilan problemas Interregionales. En el fondo, es una guerra de principios, de doctrinas, de un concepto de la vida y de un hecho social contra otro. «Es que la Religión y la Patria estaban en peligro». Por ello, hay que reconocer en la guerra civil «un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica».
En su carta pastoral «La Cuaresma en España, el cardenal adopta una posición equidistante en cierta forma al tratarse de un documento con mayor precisión doctrinal, un sentido religioso y pastoral más acusado y una evidente preocupación por generalizar y repartir las culpas. Presenta la guerra como un posible castigo divino cuyas dolorosas consecuencias sufren todos. La guerra tiene, pues, un sentido penitencial. Los pueblos reciben aquí, en el tiempo, el premio o el castigo «por el bien o el mal que han hecho». La guerra civil ha llegado por causas de las que el cardenal hace culpables, en diversa medida, a diferentes estratos de la sociedad española: una política desvinculada de la tradición histórica; los abusos y rapacidad de las clases económicamente fuertes; el abandono de las creencias por parte del pueblo; la prensa al servicio del error y la mentira; la quiebra de la autoridad y la apostasía de los gobernantes y de las masas. Entonces, como ahora, España se había convertido en un pueblo de renegados; pero hubo entonces unos obispos que se negaron a ser «canes muti» y defendieron ante el mundo los derechos de la verdad.
No callaron los obispos; por muchos de ellos habló con su insuperable elocuencia y valor testimonial el martirio. Con la firmeza que les prestaba la evidencia de los hechos denunciados, presentaron los obispos en sus numerosas cartas pastorales, la justificación de su adscripción. El carácter religioso de la sublevación, la defensa del bien común, la independencia de la patria y la restauración del derecho son elementos que indefectiblemente encontramos en gran parte de los documentos del Episcopado. El alzamiento en armas como supremo y único recurso es la tesis comúnmente aceptada por el episcopado español: «... si no se hubiese producido el movimiento militar nacional, como quiera que los comunistas tenían preparado el suyo para últimos de julio, a estas horas habría ya fenecido todo cuando representa nuestra vieja civilización cristiana».
La dura experiencia de cinco años de persecución religiosa y el temor a la prevista acometida del comunismo internacional son dos hechos presentes en la argumentación de algunos escritos pastorales y especialmente en la Carta Colectiva del Episcopado (1 de julio de 1937). «Quede, pues asentado —se dice en este importante documento— como primera afirmación de este escrito, que un quinquenio de continuos atropellos de los súbditos españoles en el orden religioso y social puso en gravísimo peligro la existencia misma del bien público y produjo enorme tensión en el espíritu del pueblo español; que estaba en la conciencia nacional que, agotados ya los medios legales, no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden y la paz; que poderes extraños a la autoridad tenida por legítima decidieron subvertir el orden constituido e implantar violentamente el comunismo; y, por fin, que por lógica fatal de los hechos, no le quedaba a España más que esta alternativa: o sucumbir a la embestida definitiva del comunismo destructor, ya planeada y decretada, corno ha ocurrido en las regiones donde no triunfó el Movimiento Nacional, o intentar, en esfuerzo titánico de resistencia, liberarse del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y de sus características nacionales».
UN HECHO QUE LA IGLESIA LAMENTÓ
La Guerra Civil, «producto de la pugna de ideologías irreconciliables» es un hecho doloroso que la Iglesia lamenta como mal muy grave». La Iglesia —se afirma en la Carta Colectiva— no ha querido esta guerra ni la buscó..,», aunque «se la vejó y persiguió antes de que estallara», «la revolución comunista, aliada de los ejércitos del Gobierno, fue, ante iodo, antidivina. Se cerraba así el ciclo de la legislación laica de la Constitución de 1931, con la destrucción de cuanta cosa era de Dios».
Coincidían los obispos en su denuncia de la Constitución con un ilustre republicano: «Se hizo una constitución que invita a la guerra civil desde lo dogmático —en que impera la pasión sobre la serenidad justiciera— a lo orgánico.., (Niceto Alcalá Zamora. «Los defectos de la Constitución»), La Constitución es, en efecto, la expresión legal del más exacerbado espíritu destructor de la tradición católica de España, la continuación «civilizada» de la acción de las hordas incendiarias.
En las postrimerías de la Monarquía, algún famoso miembro de la diplomacia vaticana participó con insuficiente discreción, en algunas maniobras conspirativas: nada nuevo, por cierto, en la historia de España. Y aquí se repitió también ese curioso acierto y fallo de la diplomacia vaticana en la interpretación de los signos de los tiempos: ventea con el olfato infalible el fin del moribundo, pero a veces, se ve sorprendida en sus esperanzas y buena fe, por los nuevos regímenes. Así pues, el episcopado español aceptó la República y recomendó obediencia a las flamantes autoridades. «Ajustándose a la tradición y siguiendo las normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos, con quienes se esforzó en colaborar para el bien común». Pero su conciliadora actitud sorprendente y dolorosa para no pocos católicos— no logró frenar ni alterar los planes de la revolución.
La quema de iglesias y conventos, en el primer mes republicano, respondió indiscutiblemente a una acción programada que en ningún momento el Gobierno intentó impedir. Ningún templo «valía la vida de un republicano», para Manuel Azaña quien interpretó los incendios de los edificios religiosos como «una muestra de la Justicia Inmanente». Es significativo —pontificaba Claridad— que el pueblo español, decidido a hacer justicia, lo primero que haga siempre es quemar conventos. Así ocurrió cada vez que se producía un recrudecimiento de la acción revolucionaria: en mayo de 1931, en los seis primeros meses de 1933, en la primavera de 1936. En la revolución de Asturias, la Iglesia Católica, sus ministros y sus templos fueron las primeras víctimas, como «enemigos del proletariado»; fue volada la Cámara Santa, destruidos 5S templos, asesinados 34 clérigos.
Ni la comunicación de los Metropolitanos, ni la Pastoral «Horas graves», ni la Pastoral Colectiva del Episcopado de 1 de enero de 1932, ni las notas de protesta de la Santa Sede surtieron el más mínimo efecto; las medidas represoras se agravaron, la persecución religiosa se manifestó en hechos sin número, la programación continuó su desarrollo, De febrero a julio de 1936 fueron asaltados más de cuatrocientos templos, preludio dramático de cuando había de ocurrir, meses después, en la zona republicana donde «la destrucción de las iglesias fue sistemática y por series. En el breve espacio de un mes se habían inutilizado todos los templos para el culto».
No es fácil, aunque resulte cómodo, pedir perdón por lo que han hecho otros. No se debe caer en la oración del fariseo sin mácula y culpar al publicano. En todo caso, conviene no olvidar el viejo principio «atiende témpora et concordabis jura» y considerar los hechos con todas sus circunstancias.
A.A. Zamora
¿Queréis que pida perdón porque mataran a mis padres?
El arzobispo de Oviedo, Gabino Díaz Merchán, rechazó tajantememte que la Iglesia mantuviese algún partidismo durante la guerra civil española, e insistió en que "si estuvo en un bando determinado fue al que le echaron obligada". Con estas palabras se refirió Merchán a la poléemica suscitada por el documento elaborado por la Iglesia española en torno al siglo que finaliza y concretamente sobre los enfrentamientos ocurridos a lo largo del mismo. Sin embargo, el arzobispo se mostró molesto ante la utilización política que se pretende hacer de dicho documento, cuya nterpretación considera que se está tergiversando o que realmente no se ha dado a conocer en profundida y dijo: "Queréis que pida perdón porque hayan matado a mis padres o por haber sido apuntado para fusilarme?. Por favor, un poco de respeto".
Díaz Merchán hizo estas declaraciones al término del acto religioso celebrado en la iglesia de San Martín de Turón con motivo de la celebración de la canonización de los nueve hermanos de La Salle y el padre pasionista fusilados en dicho valle en 1934.
"El Comercio"
Gijón
Vicente Cárcel afirma que había un plan para acabar con la Iglesia
Vicente Cárcel Ortí es autor de varias monografías sobre la persecución española y los mártires del siglo XX. Presenta la Revolución de Asturias como un claro antecedente de la guerra civil.
—¿Que pasó en Asturias en octubre de 1934?
—Aquello fue el comienzo de la guerra española. Esta tesis no es nueva, pero si lo es su demostración, a partir de documentos internos del PSOE, desconocidos en gran parte. Así fue planteada explícitamente la insurrección de 1934, según ha documentado Pío Moa.
—Efectivamente, lo de Asturias fue diseñado como una guerra civil, y no sólo resultó el movimiento más sangriento de cuantos la izquierda revolucionaria emprendió en Europa desde 1917. sino también el mejor organizado y armado.
—¿Cuál fue su balance?
—El mismo de todas las revoluciones comunistas: raudales incomprensibles de sangre y de odio. Se prohibieron todas las manifestaciones religiosas y se quemaron templos. Sacerdotes y religiosos fueron considerados enemigos del pueblo. Se les fusiló sin piedad, algunas veces en medio del odio desatado de las turbas.
—¿Puede afirmarse que antes del 36 estaba previsto destruir la Iglesia? ¿La persecución comenzó antes del levantamiento militar?
—Así es. Comenzó desde el principio de la República porque los autores de los incendios de iglesias y conventos en mayo de 1931 nunca fueron condenados, ni siquiera se les buscó para procesarles. Después siguió de forma solapada mediante leyes inicuas que discriminaban a la Iglesia y a los católicos. Más tarde vino lo de Asturias 34 y en el año 1936, el holocausto de sacerdotes y católicos, ¡más de diez mil mártires! La persecución religiosa existió solo en la zona republicana: fue la mayor vergüenza de la república y la desacreditó totalmente ante el mundo occidental.
—¿Y de todo esto nadie ha pedido perdón a la Iglesia?
—Hasta ahora nadie. El cardenal Vidal y Barraquer, de Tarragona, denunció en el año 1938 que: «hasta el momento presente la Iglesia no ha recibido de parte del Gobierno (republicano) reparación alguna, ni siquiera una excusa o protesta». Hasta ahora ningún partido o personaje político, heredero de las ideologías que provocaron la persecución, lo ha hecho.
«La Razón»
Madrid
Las 15 Hijas de la Caridad, que pronto subirán a los altares, sufrieron martirio en los primeros meses del comienzo de la guerra civil simplemente por reconocer su condición de Hijas de la Caridad. Así, cinco de ellas, conocidas como las mártires de Legones: sor Melchora Cortés, sor María Severina Díaz-Pardo, sor Dolores Barroso, sor Estefanía Saldaña y sor María Asunción Mayoral, al ser expulsadas de Léganos y ser detenidas por milicianos de la F.A.I., confesaron tres veces ser Hijas de la Caridad, motivo por el que fueron fusiladas. la noche del 12 de agosto de 1936. Previamente les habían ofrecido la posibilidad de hacerse maestras o enfermeras del Socorro rojo. renunciando a su fe y a su condición de Hijas de la Caridad, oferta que rechazaron.
Otras tres Hijas de la Caridad conocidas como las mártires de Vallecas: sor Dolores Caro, sor Concepción Pérez y sor Andrea Calle, tras huir de la casa de Misericordia. de Albacete, buscaron refugio en Madrid donde fueron reconocidas como monjas y, tras numerosas vejaciones y afrentas, fueron fusiladas el 3 de septiembre de 1936.
Dos de las Hijas de la Caridad: sor Modesta Moro y sor Pilar Sánchez fueron sorprendidas por los milicianos del Ateneo Libertario de Vallecas cuando intentaban ir a la Casa Provincial donde se celebraba a diario la Eucaristía. Fueron fusiladas en el kilómetro 6 de la carretera de Toledo, circunstancia por la cual se las conoce como las mártires de la carretera de Toledo.
Entre las 15 Hijas de la Caridad también se encuentran las mártires de las Vistillas: sor Josefa Girones y sor Lorenza Díaz, las cuales fueron despojadas de su hábito y obligadas a ejercer de enfermeras en el Hospital Clínico de Madrid y en el Instituto de Reeducación de Inválidos de Carabanchel. respectivamente. Ambas fueron detenidas y fusiladas en las Vistillas el 17 de noviembre de 1936.
A sor Juana Pérez y sor Ramona Cao, conocidas como las mártires del Camino, les encontraron el Rosario y, por testimoniar su fe, sufrieron martirio en el llamado primer tren de la muerte, el 12 do agosto de 1936.
Sor Gaudencia Benavídes. mártir de la Checa, murió tras sufrir continuos malos tratos el 11 de febrero de 1937.
Hace unos meses, tuvo lugar la apertura del proceso de canonización de los siervos de Dios padre Francisco Esteban Lacal y veintiún compañeros. Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Actualmente el proceso se encuentra en periodo de comprobación de pruebas, y han declarado hasta el momento 16 testigos. El Vicepostulador de la causa es el padre Eutimio González Alvarez.
El Escolasticado Oblato de España inició su andadura en Pozuelo de Alarcón el 2 de enero de 1930, día en que se puso en marcha la primera comunidad, integrada por 1S miembros. El número fue creciendo y, en julio de 1936, eran 3
Los Misioneros Oblatos hacen una consagración que les compromete hasta dar la vida. Desde ese momento, del corazón de cada uno de ellos salió la misma oración:
Lo que Tú quieran, Señor. Piden, suplican y ofrecen su vida. Estos 22 la dieron por su fe, durante la guerra civil.
Alvaro de los Ríos «Alfa y Omega», n.° 176
No hay comentarios:
Publicar un comentario