sábado, 26 de mayo de 2012

Libertatis Nuntius

Libertatis Nuntius

Moral



El acto y la persona moral
El núcleo de la ética está en saber cómo debe comportarse el hombre para que sus actos le lleven a la perfección personal que, para un cristiano, consiste en la imitación de Cristo. Ahora bien, esos actos tiene que reunir unas características para que sean humanos y, por lo tanto, susceptibles de ser enjuiciados moralmente y de ser catalogados como buenos o como malos.
Tanto la filosofía como la teología, al enfrentarse con la eticidad de la actividad humana, lo primero que dilucidan es qué acciones humanas pueden calificarse de “buenas” o “malas”. Con este fin, se distingue entre “actos del hombre”: todo lo que el hombre hace, y “actos humanos”: los que ejecuta con conocimiento y libertad. Sólo los actos humanos son morales. Los que no han sido ejecutados de forma consciente y libre, no son sujetos del juicio moral. Un ejemplo concreto, clásico, es el de los sueños, o el de los actos llevados a cabo bajo hipnosis o bajo engaño.
 
            Eso no significa que los actos hechos sin conocimiento ni libertad no sean buenos o malos, pero no se les puede aplicar el calificativo de morales. El hombre sólo será responsable, desde el punto de vista moral, de los actos que haya cometido de forma consciente y libre.
 
Sin embargo, esto que resulta fácil de entender en la teoría, es muy difícil de aplicar en la práctica, pues es muy difícil dilucidar cuándo hay verdadero y pleno conocimiento y verdadera y plena libertad. Por eso, a la Teología Moral le corresponde solamente exponer la doctrina para juzgar la objetividad de las acciones, pero el interior del hombre sólo lo juzga Dios. El cristiano ni siquiera debe juzgar la conciencia de su hermano, pues eso lo tiene tajantemente prohibido (Mt 7,1-5).
 
La persona como sujeto moral
 
            Junto con el estudio del acto humano como acto moral, es también imprescindible estudiar a la persona humana como sujeto de ese acto moral. Para ello es preciso tener en cuenta algunos datos de orden antropológico y filosófico.

            1.- Unidad radical de la persona humana. Es ya una conquista de la antropología cristiana la valoración de la unidad de la persona, es decir, que no hay dos “yo”: uno bueno y uno malo. Si esto fuera así, el “yo” malo sería el responsable de las malas acciones que cometemos y que el “yo” bueno detesta. La persona es única y la división en dos partes de la personalidad está tipificado como esquizofrenia.

            El único título en latín que figura en el Catecismo de la Iglesia Católica es para asentar esta tesis: “Corpore et anima unus”. El hombre es, pues, una unidad radical de cuerpo y alma, de materia y espíritu. Esto no significa que ambos, cuerpo y alma, sean lo mismo. El hombre es un ser espiritual, con alma creada directamente por Dios (Catecismo 362.363) y también un ser corporal (“es cuerpo” y no “tiene cuerpo”).
 
            Cuerpo y alma se distinguen, pero no es posible separarlos.

            Esto es fundamental tenerlo claro, pues la moralidad afecta a la unidad radical de la persona. No es cierto que el cuerpo sea principio del mal, como afirman los dualistas; lo mismo que tampoco es cierto que sólo el espíritu es sujeto del bien y del mal morales.
 
Ser social
 
            2.- Socialidad: Ser hombre es vivir con otros hombres, pues el hombre “vive y con-vive”, hasta el punto de que se diferencia del animal porque “vive en sociedad”. Fue Aristóteles quien definió al hombre como “ser social”.

            La socialidad radical de la persona humana en relación con la vida moral tiene, al menos, estas dos consecuencias:
           
- No cabe plantear la vida moral del hombre si no se tiene en cuenta su condición social. La moral no es, propiamente, del “individuo”, sino de la “persona”, y la persona es, por naturaleza, un ser social. Por ello, también son objeto de juicio ético las múltiples relaciones de la vida social, económica, política, etc, e incluso de las instituciones que la rigen.
           
- Pero valorar su sentido moral exige también considerar las influencias reales que sobre la persona ejerce la vida social concreta en que desarrolla su existencia. Así adquieren significado las expresiones de los últimos documentos magisteriales acerca de los llamados “pecados sociales” y “estructuras de pecado”.

            3.- Historicidad: El hombre es realidad personal e histórica: vive en la historia y él mismo tiene historia, de forma que la historicidad no toca tangencialmente la biografía de cada hombre, sino que se integra en su ser.

            En concreto, la historicidad condiciona la vida moral, al menos en estos dos sentidos:
           
- Su propia biografía está enriquecida o empobrecida por la crónica de su existencia. Las vivencias personales ejercen una gran influencia en la vida moral de una persona.
           
- Pero al hombre, inmerso en la historia, no siempre le es fácil superar las ideas y las sensibilidades de cada tiempo. Por ello debe estar advertido para no juzgar como éticamente correctos los defectos morales de una época social concreta.
 
Como es obvio, la historicidad del ser humano es un dato a tener en cuenta en el juicio moral, El error es exagerarlo, de forma que se convierta al hombre en esclavo de su biografía, o que se exagere el elemento histórico hasta acabar en un relativismo historicista.

            4.- Elevación a la gracia: No debe olvidarse nunca que el hombre no está solo, a merced de sus propias fuerzas, a la hora de hacer el bien o de evitar el mal. A la estructura más íntima del hombre pertenece la nueva vida sobrenatural comunicada al bautizado.

            Precisamente por eso, la llamada del cristiano a un compromiso moral es más elevada que la que puede sentir otra persona. La elevación por la gracia demanda una moral de la santidad.

            No hay que olvidar que, para poder llevar a cabo es elevada vida moral, el cristiano no cuenta sólo con la gracia recibida en el Bautismo, sino que tiene a su disposición la ayuda del Espíritu Santo y la recepción de los sacramentos.
 
Condicionantes psicológicos
           
            5.- Estructura psíquica del sujeto moral: esta cuestión es decisiva, pues se trata no sólo de detectar los casos patológicos, sino de conocer la psicología de los casos más comunes, en los que la peculiar forma de ser de cada uno explica y condiciona la vida moral.

            Pero, si bien se acepta sin obstáculos que la psicología del individuo condiciona la moralidad de sus actos (por ejemplo, las obras que pueda hacer un loco), se corre el riesgo de reducir la vida moral a una serie de condicionantes que llegan a suprimir la responsabilidad porque, más que condicionantes, se han convertido en determinantes. No hay que olvidar que las escuelas psicológicas son plurales y cambiantes y que están muy ideologizadas, de forma que la interpretación del ser del hombre está condicionada por la ideología de escuela.

            En resumen, el sujeto moral es la realidad del hombre concreto, uno en cuerpo y alma, social por naturaleza, ser histórico que, ayudado por la gracia, posee una peculiar estructura psíquica.


Fundamento de la Moral católica
Uno de los problemas de la moral laica, la moral civil, es el de su fundamentación. ¿En qué se basa? ¿Es válida para todos? ¿Es válida siempre para la misma persona?. En cambio, la moral católica puede hablar con claridad y firmeza de su fundamentación, que está basada en la concepción que tenemos del hombre -creado por Dios- y en la fe y en el seguimiento de Cristo.
La crisis de la Ética racional, los ataques a la misma poniendo en duda la posibilidad y aún la necesidad de su existencia, argumentando que no cabe una ética racional común y válida para todos los hombres y que ésta es innecesaria pues cada hombre debe tener la suya, si es que quiere tener alguna, llevaron a los teólogos moralistas a preguntarse por la fundamentación de la propia ética, es decir, aquella que tiene su origen en la revelación: la moral católica.

            En la “era de las sospechas”, de la que aún no hemos salido, se llegó a cuestionar la legitimidad de una moral específicamente cristiana, así como si existen o no normas evangélicas universales para todos los creyentes, y se suscitaron otras dudas como la negación de actos intrínsecamente malos, y aun que el hombre sea capaz de separarse de Dios por el pecado.

Respuestas

            Necesitada, por lo tanto, de justificar la propia existencia, la Teología Moral buscó respuestas y éstas aparecieron por doquier y con tonos diversos. Häring justificó la existencia de la Moral católica en la necesidad que tiene el hombre de vivir de acuerdo a unas leyes morales. Böckle dijo que el origen de la Moral está en Dios, pues sólo Dios explica la libertad y la responsabilidad del hombre. López Azpitarte se aproxima a Häring y cree que el mensaje moral cristiano es la respuesta más adecuada a la necesidad radical del hombre de hacer el bien. Ziegler considera que su origen está en Cristo, que es quien impone a sus seguidores una determinada línea de conducta. Todos ellos, y muchos otros, aciertan y se complementan. Resumiendo sus aportaciones, podríamos decir que el fundamento de la moral cristiana tiene los siguientes puntos:

            1.- El que el hombre esté hecho a imagen y semejanza de Dios y, en consecuencia, sea inteligente y libre, demanda un tipo de comportamiento que respete lo que realmente es y que sea coherente con la semejanza divina que posee. El hombre no es un simple animal guiado por el instinto espontáneo.

            2.- El segundo fundamento de la moral cristiana está en los mandatos explícitos de Dios. La condición de ser creado, hace que la autonomía del hombre no sea radical: el hombre es un ser esencialmente religado a Dios en su ser y en su destino. Por consiguiente, Dios puede imponer al hombre un tipo determinado de conducta. Eso se refleja en el lenguaje del Génesis, donde la amplia libertad del hombre (puede comer de todos los árboles del jardín), queda limitada, pues dios le prohíbe comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Por ello, quien determina lo que el hombre debe hacer (lo que es bueno y lo que es malo para el hombre) es sólo Dios, que lo ha creado con una naturaleza original, semejante a Él.

            3.- La encarnación del Verbo es el tercer punto que fundamenta la moral cristiana. La redención eleva la condición del hombre, y el cristiano, de una forma misteriosa -sacramental-, mediante el Bautismo se configura con la misma persona de Jesucristo y es elevado a la categoría de hijo adoptivo de Dios. Como consecuencia, su actuar debe reflejar la vida de Jesús, pues lleva el nombre de “cristiano”, que significa “seguidor de Cristo”. La moral cristiana, por lo tanto, es la pauta a seguir para ser fiel al seguimiento de Cristo, al “ser Cristo”.

Los mandamientos de Cristo

            4.- El modelo de vida inaugurado por Jesús y sus mandamientos. Como continuación de lo anterior y explicitación de lo mismo, está el hecho de que la identificación con Cristo pasa por el cumplimiento de unos mandamientos establecidos por Cristo. Estos mandamientos constituyen unas instancia positivas que orientan al hombre hacia la ruta moral por la que debe conducir su vida. Es decir, para lograr imitar a Cristo, el propio Cristo nos ha dejado algunas pistas: su ejemplo y sus mandamientos, resumidos -uno y otros- en el concepto “amor” entendido a la manera cristiana, entendido desde la luz irradiada desde la Cruz.

            5.- No podemos olvidar otro elemento fundamental de la moral cristiana, que es la Iglesia visible. Porque el cristiano no es alguien llamado a seguir al Señor Jesús a solas, como si cada uno fuera un ser único que no comparte con nadie más esa misma fe. La vocación cristiana -la llamada a ser cristiano- pasa por la comunidad, por la Iglesia. No se puede ser cristiano fuera de la Iglesia. El cristiano debe vivir su fe con otros que también han sido llamados a la misma vida, por lo cual no cabe el individualismo. esto tiene una doble consecuencia moral; por un lado está el deber del amor hacia los miembros de la comunidad y, como enseña Cristo, también hacia aquellos que no pertenecen a la misma; por otra parte, al vivir la fe en comunidad tendrá que aceptar las normas de esa comunidad, incluidas las normas morales. Resulta imposible de entender una disfunción de la moral según la geografía, la clase social o el partido político. No puede aceptarse que en algunos sitios sea válido para un cristiano la poligamia -África por ejemplo- y en otros no. Lo mismo cabría decir del aborto, de la eutanasia, del rechazo a la violencia, de la defensa de los derechos humanos y de todos los demás aspectos que hacen de la moral cristiana un todo que debe ser aceptado o rechazado íntegramente y en todos los sitios por igual.

            6.- La conciencia y el sentido de la verdadera libertad. A todo bautizado se le presenta la ocasión de claudicar en el ejercicio de la libertad y de equivocarse en la atención a su conciencia. Pero esto no le impide recomenzar el camino, pues tiene la experiencia de que nunca es más libre que cuando es fiel a sí mismo y está convencido de que la moral cristiana no limita su libertad, sino que la perfecciona.

Fundamento coherente

            Con estos parámetros queda perfectamente configurada la fundamentación de la moral cristiana y, podríamos añadir para especificar más, de la moral católica. Si los que profesan una ética civil experimentan hoy el acoso de aquellos que niegan la existencia de una ética común e incluso de una ética fija para cada persona a lo largo de su vida, ese problema no afecta a los católicos, o al menos no debería afectarles.
 
Para un cristiano, por el hecho de haber elegido libremente profesar la fe en la humanidad y divinidad de Cristo, por el hecho de aceptar que la salvación nos viene de Él y sólo de Él, y por el hecho de haber comprendido que el seguimiento del Maestro sólo se puede hacer en la Iglesia, ya tiene asumidas unas reglas morales que acepta como parte inherente a la fe profesada. La coherencia estará, pues, en respetar esas leyes y no en intentar cambiarlas para adaptarlas a las conveniencias personales o al espíritu del mundo y de la época. Sólo se puede vivir como cristiano de una manera.


Historia de la Teología Moral (I)
Para entender bien el cuerpo doctrinal católico sobre moral, es preciso tener unas nociones básicas acerca de la evolución de esa doctrina. Porque si es cierto que la moral no ha cambiado, debido a que está basada en la Revelación, también es verdad que la elaboración y presentación de esos principios sí ha sufrido un proceso, en ocasiones lento y a veces en zig-zag.
Para entender La Teología Moral católica tiene su punto de partida, como ya se ha dicho, en la Revelación, tanto en aquella que está contenida en el Antiguo Testamento como, sobre todo, en la que viene reflejada en el Nuevo Testamento. El comportamiento y el mensaje de Cristo es la base de la Moral católica. Estos datos comenzaron a ser meditados, en orden a sacar consecuencias práctica de tipo ético, por los mismos apóstoles, como demuestran las Cartas del Nuevo Testamento. Éstos, a la luz del mensaje de Jesús, afrontaron las cuestiones éticas de su tiempo y dieron una respuesta coherente con el magisterio de Cristo, que sirvió de punto de referencia a las primeras comunidades cristianas. Un ejemplo clásico es la enseñanza de San Pablo a la comunidad de Corinto.

Padres Apostólicos

            Tras los apóstoles, en la misma línea, siguieron actuando los llamados “Padres Apostólicos” -discípulos directos de los Apóstoles-, incluidos aquellos cuyo nombre no nos ha llegado pero sí su obra. Es el caso de la “Didaque”: una catequesis dirigida a los que van a ser o ya han sido recientemente bautizados; expone la nueva vocación como una elección entre dos caminos: el de la iniquidad y el del bien. La “Didaque” introduce ya una lista de virtudes y de vicios que nos permite conocer el catálogo de acciones que se consideraban pecado en esta primera época.

            Los escritos de los “Padres Apostólicos” alientan a practicar la caridad y a no romper la unidad, a combatir las malas pasiones y a acudir a la penitencia. San Justino, por ejemplo, expone al emperador Antonino Pío la vida ejemplar y virtuosa que llevan los cristianos en contraposición a los vicios de la época. También, en su diálogo con el judío Trifón, menciona la ley natural: “existen leyes naturales y eternas”, y señala que hay acciones que van “contra la ley de la naturaleza”.

            El primer sistematizador de la moral católica es Clemente Alejandrino, especialmente en su obra “El Pedagogo”. Entre otras cosas, admite el derecho a la propiedad pero advierte acerca del recto uso de las riquezas y de los riesgos que entraña la riqueza. También aparece el concepto “ley natural”, que se va convirtiendo cada vez más en un punto de referencia para elaborar una moral válida para todos y no sólo para los católicos.

            A él le sigue Orígenes, también de la escuela alejandrina. Desarrolla una moral de la identificación con Cristo en torno a los años 309-313, justo antes del edicto de Constantino que daba la libertad a la Iglesia en el Imperio. Otro gran moralista es Tertuliano, aunque de una línea marcadamente rigorista que le lleva incluso a caer en la herejía montanista. San Cipriano de Cartago, por su parte, alerta a sus fieles de que serán reprobados “los que siembren la discordia”, las vírgenes que “no cumplen sus compromisos”, los que se dejan “arrastrar por la codicia”, “los blasfemos y enemigos de Cristo”.

            Una vez alcanzada la libertad, la Teología Moral adquiere una nueva fuerza. Los cristianos acceden a la vida social y la “normalidad de vida” facilita el que la práctica moral pierda tensión y se relajen las costumbres. Ser cristiano empieza a ser bien visto e incluso es un buen cauce para prosperar en la administración del Estado, ya que los emperadores son cristianos. De ahí la enseñanza moral más frecuente y sistemática de los “Padres de la Iglesia” a partir del siglo IV.

Padres de la Iglesia

            San Ambrosio (muerto en 397), es el primer autor que escribe una obra sistemática sobre la vida moral, si bien referida a los clérigos y no exclusivamente doctrinal, sino teórico-práctica. Estudia las virtudes que han de practicar los eclesiásticos y denuncia los vicios de los que han de huir. Hace uso tanto de la razón como de la Revelación. La terminología depende de los escritos de Cicerón y el título de la obra, “De officiis”, lo toma también de ese filósofo romano. Su moral tiene dos polos: la grandeza de Dios y la imitación de la persona de Jesús. Entre otras cosas, es el primero en tipificar los pecados en dos categorías; mortal y venial.

            San Agustín (354-430) fue el primero en escribir monografías relacionadas con la doctrina moral, componiendo tratados sobre cuestiones concretas. Por ejemplo, el tema de la libertad lo expone en “De libero arbitrio”; sobre el matrimonio escribió “De bono coniugale” y sobre la conducta que deben llevar viudos y viudas “De bono viduitatis”. Sobre la castidad “De continentia” y “De sancta virginitate”. Escribió sobre la paciencia, la veracidad, la mentira y compuso tratados sobre las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad).

            El centro de la moral de San Agustín es la caridad, que abarca por igual a Dios y al hombre. En este contexto es preciso entender el significado de su sentencia: “Ama y haz lo que quieras”. Para San Agustín el amor debe dirigirse en primer lugar a Dios y después al prójimo. Cristo está en el centro de su Teología; la conducta moral de hombre tiene como referencia la vida de Jesús y el final de la vida moral es identificarse con Cristo: “Cristo ha venido para cambiar nuestro amor, para hacer de nuestro amor terreno un amor de amigo y de vida celestial”. Este carácter religioso de su moral hace que destaque más la ley eterna que la ley natural, que es incluida en la ley eterna. Este santo concede una gran importancia a la disposición interior y señala la obligación moral de cumplir la voluntad de Dios, la cual se identifica con el cumplimiento de la Ley moral.

San Gregorio Magno

            San Gregorio Magno es el último de los grandes moralistas de la antigüedad católica, antes de entrar en la Edad Media. Vivió entre los años 540 y 604 y su labor como Papa fue extraordinaria, mereciendo el título de “Magno”. El hecho de que fuera un gran teólogo y, a la vez, un pastor resultó enormemente útil, pues daba sentencias morales a las cuestiones prácticas que le planteaban los obispos de todo el orbe católico.
 
Su obra más conocida es “Moralia in Job”. El Papa parte de la vida de Job para exponer la doctrina moral sobre la existencia del hombre: Job es el prototipo, pero no se queda en él, sino que explica y justifica su vida acudiendo a principios éticos de comportamiento.

            El punto central en el que converge la doctrina moral de San Gregorio es la persona como “imagen de Dios”. Esta imagen demanda que el hombre la lleve a término. Asimismo, destaca el sentido de la vocación: el hombre ha sido llamado por Dios a una vida santa. Para fundamentar la vida moral apela continuamente a la Escritura, pero procura también razonarla.

            Distingue entre el saber qué hay que hacer y el hacer lo que se sabe que hay que hacer, dejando claro que la vida moral, la vida coherente cristiana, se ventila en el hacer.


Historia de la Teología Moral (II)
Desde la Edad Media hasta nuestros días, la Teología Moral ha conocido un gran desarrollo. Santo Tomás de Aquino, primero, y luego pensadores como Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, se convirtieron en hitos del pensamiento moral. Con el siglo XX, sobre todo tras el Vaticano II, estalló la gran crisis, en la que el subjetivismo y el relativismo imperaron y siguen imperando.
Después de las grandes aportaciones efectuadas por San Gregorio Magno, la Teología Moral entró en una fase de desarrollo más lento, marcada por la aparición de los “Libros penitenciales”, que, al mismo tiempo que recogen la doctrina moral de la época, tratan de ofrecer un criterio y hasta una medida exacta de penitencia que se debe imponer por los distintos pecados. Estamos en un tiempo en el que se inicia la confesión frecuente, que coincide con una situación generalizada de falta de cultura teológica en el clero y se precisa conocer una “penitencia tarifada”.

            En esta época surge el conflicto entre San Bernardo y Abelardo, sobre el valor de la norma y de la conciencia. El primero acentuaba la importancia de la norma, mientras que el segundo salía en defensa de la conciencia. Pedro Lombardo, por su parte, dedica algunas de sus sentencias a cuestiones morales, pero siempre de forma indirecta, como cuando expone su concepto de las virtudes cristianas a la hora de dirimir si Cristo tuvo o no virtudes.

Santo Tomás

            El verdadero tratamiento sistemático de la moral se va a producir con Santo Tomás de Aquino y su Suma Teológica. Dentro de esta obra, el santo dominico afronta la cuestión moral en dos momentos, el relacionado con lo que hoy llamaríamos Moral Fundamental (cuestiones 1-114 de la I-II) y el relacionado con la Moral Especial (cuestiones 1-189 de la II-II).

            Para Santo Tomás, el “fin del hombre” es la clave de su Teología Moral. La Moral Fundamental tiene este esquema: el hombre, creado a imagen de Dios, tiende a la bienaventuranza, que es el goce de la Trinidad. Este fin lo alcanza por el ejercicio de su libertad, que se relaciona con la ley escrita en su naturaleza y la ley del espíritu. Estas realidades se reflejan en la intimidad de su conciencia. La Moral Especial se vertebra sobre el estudio de las virtudes. La nomenclatura y en ocasiones la sistematización procede de la ética de Aristóteles, pero el contenido es esencialmente cristiano: son las virtudes que practicó Jesucristo. Todo esto lo expone con un gran equilibrio entre los dos polos que enfrentaron a San Bernardo con Abelardo, la norma y la conciencia.

            En contra de lo que la mayoría piensa, las aportaciones de Santo Tomás, sobre todo en moral, no se impusieron en la Iglesia hasta tres siglos después. Fue Francisco de Vitoria, en 1526, quien dio el paso de abandonar a Pedro Lombardo como referente de la Teología Moral para seguir a Santo Tomás. La Universidad de Salamanca, donde se había producido esta revolución, no le imitó oficialmente hasta 1561, cuando ya Vitoria llevaba 19 años muerto.

            A partir de ahí, y siguiendo a Santo Tomás, la Teología Moral se ensancha con cuestiones nuevas, como las derivadas del descubrimiento de América, del trato que merecían los indígenas, que van a dar lugar entre otras cosas a la aparición del Derecho Internacional, precisamente en la Universidad de Salamanca. Desde el ya citado Vitoria hasta Francisco Suárez (+1617), se vive un periodo de esplendor, donde la Teología Moral sale al paso para dar respuesta a todas las cuestiones importantes de la vida pública del momento.

            Sin embargo, desde comienzos del siglo XVII se vuelve a una Teología Moral centrada en las prácticas del confesionario. Juan de Azor publica en 1600 sus “Instituciones morales”, por el mismo motivo que cuatro siglos antes se habían publicado las tarifas de penitencias, porque el clero no tenía la preparación teológica suficiente. El Concilio de Trento favoreció esta tendencia al fijar las condiciones para la confesión sacramental.
 
Al principio, este nuevo género de Teología Moral era complementario del anterior, pero luego se convirtió casi en el único modo de exponer la Moral, convirtiéndose ésta en una Teología Casuística (del estudio de los casos prácticos) que imperó hasta hace relativamente poco.

San Alfonso

            En esta línea, surgen en los Siglos XVII al XIX los llamados “Sistemas Morales”, que buscaban el modo de interrelacionar la conciencia del fiel y la norma moral en casos de conflicto. Se trataba de responder a cuestiones como ésta: “¿Cómo se ha de actuar cuando la conciencia duda y las opiniones de los autores son divergentes?”. O esta otra: “¿Basta con seguir la opinión probable o es preciso seguir la más segura?”.
 
Conforme fuese la respuesta, surgieron dos sistemas morales: el probabilismo, que demandaba sólo una opinión probable, y el tuciorismo, que se inclinaba por la opinión más segura. En este contexto surge la figura de San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), cuyas aportaciones le valieron el título de patrono de los moralistas. Optó por adoptar una actitud benigna en los casos de duda y se alistó en el probabilismo, a la vez que urgía el cumplimiento de los mandamientos y de las normas de la Iglesia.
 
En todo caso y durante estos siglos, la Teología Moral se movió dentro del campo de los Manuales, de una u otra tendencia, que desarrollaban los contenidos de las virtudes conforme el modelo de Santo Tomás, o siguiendo los Mandamientos. En conjunto, era una teología casuística que había perdido el aliento bíblico que distinguió a la teología clásica.

Juan Pablo II

            En el siglo XIX merece la pena destacar las aportaciones de los teólogos de la escuela de Tubinga (Alemania) y también de Hirscher, que estructura el mensaje moral cristiano sobre un nuevo esquema, la idea del Reino de Dios. Pero es sobre todo en el siglo XX donde se produce la gran renovación y también la gran crisis. Son muchos los autores que, dentro de la ortodoxia o fuera de ella, han hecho aportaciones -a veces erróneas- a la Teología Moral. Quizá, de todos, el más conocido es Bernard Häring, algunas de cuyas opiniones han sido rechazadas por la Iglesia. La cuestión volvió a girar en torno a la primacía de la conciencia sobre la norma objetiva, partiendo del dato -verdadero pero peligroso por ambiguo- de que la conciencia era la norma última de moralidad. Tomada así, la conciencia se convirtió en un reducto del más puro subjetivismo, para el cual la doctrina de la Iglesia no era más que una opinión y a veces tenía menos valor que la del último teólogo que exponía una teoría sin peso ninguno en un diario sensacionalista.

            Juan Pablo II, en un intento de hacer frente a la crisis, ha publicado dos encíclicas sobre Teología Moral -además de las dirigidas a exponer la doctrina social de la Iglesia-. Son la “Veritatis splendor” y la “Evangelium vitae”, que se verán con detalle en otros capítulos de este curso. También ha actuado, a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe, pidiendo fidelidad a los profesores de Teología que enseñan en seminarios.


Características de la Moral cristiana
¿Cuáles son las características de la moral cristiana?. Según los autores, éstos son unos u otros. En realidad, lo esencial es que una moral que nace del encuentro con un Dios que sale a la búsqueda del hombre. Un encuentro de amor con un Dios amor. Un encuentro que deriva en seguimiento y que busca devolver al ser amado, a Dios, todo lo recibido, dando el máximo y no el mínimo.
Sentada ya la base de que hay una especificidad y una originalidad en la moral cristiana, conviene delimitar cuál es esa originalidad que la hace diferente. Aurelio Fernández, en su libro “Compendio de Teología Moral” (Ed. Palabra, 1995), habla de 10 características típicas del cristianismo.

            1.- Lo decisivo no es el actuar, sino el ser, lo cual significa que se debe actuar de una manera porque se es de esa manera y que sólo cuando se actúa se demuestra lo que se es.
 
            2.- Lo más importante no es el exterior, sino lo interior. Es decir, que las normas morales brotan del interior del hombre que ha experimentado la conversión. No se trata de seguir algo que viene de fuera, sino de escuchar la voz de Dios en el corazón convertido e iluminado por la Iglesia y después llevarlo a la práctica.

            3.- La moralidad cristiana es una moral de actitudes. Ahora bien, los actos singulares no se deben contraponer a las actitudes, como si éstas constituyesen la moralidad y no las acciones puntuales. Por el contrario, son los actos los que indican cuáles son las actitudes.

            4.- Se trata de una moral más positiva que negativa. Aunque el cristiano está obligado a no hacer el mal, también está obligado a hacer el bien. Más aún, no hacer el bien es ya hacer el mal, pues es cometer pecados de omisión. La moral cristiana no es una moral negativa del evitar, sino una moral activa del actuar.

Sed perfectos

            5.- La ley que rige la moral cristiana es la de la perfección y no la de lo justo. O lo que es lo mismo, un cristiano no puede regirse por una moral de mínimos, sino que debe aspirar a dar de sí el máximo posible, a la santidad, a la perfección, pues está llamado a ser perfecto como su Padre celestial es perfecto (Mt 5,48).

            6.- Existen los preceptos absolutos. En la actualidad hay la tendencia a despreciar las normas objetivas y a absolutizar el valor de la conciencia individual, dejándola como norma suprema de moralidad sin ninguna sujeción externa. Es un error, pues hay normas morales objetivas y absolutas, que obligan siempre sin excepción.

            7.- Existe el concepto de premio y castigo. Aunque no sea ese el motivo primero por el que deba actuar un cristiano, es indudable que Cristo hizo alusión en un gran número de ocasiones a la existencia de premios en la vida eterna y también en esta vida, lo mismo que a la existencia de castigos. esto es así, hasta el punto de que la verdad más veces enunciada en el mensaje moral del Nuevo Testamento es la existencia de un “castigo eterno” para quienes no obren correctamente.

            8.- Es una moral para la libertad. La conquista y la afirmación de la libertad es fruto del cristianismo. El pensamiento pagano se movía entre la fatalidad, el hado y el destino. Pero el “fatum” greco-romano cedió ante el hecho de la Revelación acerca de la voluntad de Dios que respeta el ser propio del hombre, que es por definición un ser libre. Más aún, en la medida en que el cristiano vive la nueva vida del espíritu, alcanza cotas más altas de libertad, dado que “El Señor es espíritu y allí donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3,17).

Existe el cielo

            9.- La moral cristiana tiene una dimensión escatológica, es decir alude siempre a la vida eterna. El concepto de premio y castigo del que se ha hablado sólo se puede entender correctamente si se tiene en cuenta que hay una vida más allá de la muerte donde el Señor llevará a cabo su labor de juez justo, a la vez que de Padre misericordioso. Esto no significa que haya que desentenderse de las realidades terrenas; por el contrario, los que no vivan el mandamiento del amor en la tierra no podrán esperar la misericordia de Dios en el cielo.

            10.- La moral cristiana es una moral de la gracia y del amor. La moral cristiana es la moral de la gracia, no sólo porque, sin la ayuda de Dios es imposible llevarla a cabo, sino también porque es el desarrollo de la vida de la gracia comunicada al creyente en el bautismo.

            Sobre este mismo tema se pronunció Juan Pablo II en la encíclica “Veritatis splendor”. El Papa articuló el mensaje moral cristiano en los siguientes pasos: llamada de Dios, respuesta del hombre, seguimiento de Cristo, convertirse en discípulo suyo, imitar su vida e identificarse con Él.

            La llamada es el punto primero, pues la iniciativa no está en el hombre sino en Dios, que es quien inicia el diálogo. Por esta primera nota, el cristianismo como revelación de Dios al hombre se distingue de las otras religiones, que se presentan muchas veces como fruto de la búsqueda del hombre. Esta llamada divina se produjo en la histórica de múltiples maneras, por ejemplo a través de los profetas. Pero fue el nacimiento de Cristo, su vida, su muerte y su resurrección lo que constituyeron el punto definitivo de esa llamada. Dios es amor, dirá San Juan, y ha tenido la iniciativa de venir en búsqueda del hombre, de ir tras la oveja perdida para salvarla.

            A la llamada le sigue una respuesta. Esta respuesta puede ser negativa y de hecho muchos se encogen de hombros ante Cristo y le ven pasar sin seguirle. Otros, por el contrario, escuchan en el propio corazón la voz del Maestro y deciden ir tras él.
 
Se inicia así el seguimiento, que es el tercer punto del esquema moral cristiano. De hecho, hasta la palabra cristiano significa precisamente eso: ser seguidor de Cristo. Hay que insistir en que la moral cristiana no es el seguimiento de unas normas, sino de una persona. Porque se sigue a Cristo se aceptan las normas, pues éstas se derivan de la propia persona del Maestro.

Discípulos e imitadores

            Tras el seguimiento viene la conversión en discípulos, es personas que están muy cerca de él, en una comunión de amistad y en una comunión de misión. Se ama a Jesús y se le demuestra ese amor compartiendo su misión, tanto la evangelizadora como la corredentora.
 
Todo esto supone la imitación del Maestro, que es el punto de referencia supremo. El cristiano ama a Cristo, quiere seguir a Cristo y se pregunta -ante cualquier dilema moral- ¿qué haría Cristo si estuviera en mi lugar? o ¿qué esperaría Cristo que yo hiciera ahora?.

            Esto conduce a la identificación con el Señor, al modo en que lo manifestó San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Mediante la Eucaristía, el cristiano ha ido dejándose asumir por el Señor y, con la ayuda de la gracia, ha ido transformando su vida moral, su comportamiento, hasta llegar a la identificación plena con Él. Naturalmente que esto sólo lo consiguen algunos santos, quizá los místicos, pero es la meta a que deben aspirar todos los cristianos. Una meta que se resume en el deseo de darle a Dios lo más que se pueda, porque se está agradecido por el amor recibido se ama y se imita. 


La especificidad de la Moral cristiana
¿Existe una moral específicamente cristiana o más bien hay que decir que la Iglesia no dispone de un código ético diferente del que tienen las demás religiones o los hombres de buena voluntad?. La cuestión ha dividido en los últimos años a la comunidad teológica y ha motivado la intervención del Magisterio de la Iglesia, tanto de Pablo VI como de Juan Pablo II.
El noble afán de justificar la moral católica ante una cultura plural y secularizada y el deseo de hacer cercano al hombre actual el mensaje moral del Nuevo Testamento, ha llevado a algunos autores a afirmar que el cristianismo, en el ámbito de la ética, no tiene elementos cualitativos nuevos, sino que su doctrina enseña lo mismo que la moral natural. Esta actitud provocó la opinión de otros moralistas que sostienen que el cristianismo predica una moral específicamente nueva.

            Las posturas fueron acercándose y hoy ningún moralista sostiene que no exista alguna diferencia entre la ética natural y la moral cristiana. Sin embargo, la confrontación de opiniones surge a la hora de fijar esa distinción. Con el fin de señalar las diferencias, los moralistas distinguen dos ámbitos, el de los valores o normal y el de las intenciones o motivaciones.

Motivaciones nuevas

            En este segundo campo, todos reconocen que el cristiano tiene motivaciones nuevas, de forma que el amor al enemigo, por ejemplo, el no creyente lo practicará por respeto a la dignidad del hombre, mientras que para el cristiano se trata de imitar a Cristo y de hacer lo que el Señor mandó que se hiciera.

            En el primer campo, el de los contenidos, las diferencias se mantienen. Para unos, no hay ninguna o apenas ninguna, mientras que para otros es evidente que hay un “mandamiento nuevo”, el de la caridad cristiana. De aquí, concluyen estos, se deduce la superioridad de la moral cristiana que añade a la moral natural no sólo una intención sino auténticos valores éticos, preceptos superiores y virtudes nuevas, todo ello asentado sobre una nueva concepción del hombre.

            Aquí está precisamente la primera de las cuestiones que hay que analizar: ¿ofrece el cristianismo una nueva concepción del hombre?, ¿existe una antropología teológica que difiere de la antropología filosófica?. Podemos afirmar que, respecto a la interpretación del hombre, los datos del Nuevo Testamento introducen una realidad nueva en la vida humana, es la realidad de la gracia de Dios que se empieza a recibir por el Bautismo. Por la creación, el hombre ha sido constituido en criatura racional, por la “recreación” que es el bautismo, el hombre es un hijo de Dios fortalecido y renovado por la gracia divina. Por eso, a esta “nueva criatura” se le pide un “nuevo tipo de vida”, la práctica de una nueva moral. En la medida en que, por la irrupción de la gracia de Dios en el hombre éste es un hombre distinto, también existe una moral distinta para este hombre fortalecido por la gracia. Hay, pues, una moral específica para el cristiano, en los contenidos y no sólo en las intenciones o motivaciones.

            Si de la antropología pasamos al orden de los valores nos encontramos con realidades muy parecidas. Aunque no es fácil dilucidar en todos los casos si se trata de valores exclusivamente cristianos, radicalmente nuevos, sí que hay algunos ejemplos donde la novedad es evidente.

            El primero es el de la “caridad cristiana”, el “mandamiento nuevo”. Lo mismo cabe decir de las tres virtudes teologales -fe, esperanza y caridad-, que superan esencialmente a las virtudes naturales y adquiridas. Otro punto de referencia para expresar el nuevo nivel de valores morales que contiene el Nuevo Testamento es el contenido moral de las Bienaventuranzas, las cuales -como dice la encíclica “Veritatis splendor” en el número 16- “en su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo”.

“Pero yo os digo”

            En cuanto al nivel de las normas, conviene señalar que ya en el Antiguo Testamentos e incluyen normas que superan las de la ley moral natural, aunque el Decálogo de Moisés incluye los preceptos de esa misma ley. En el Nuevo Testamento no sólo aparecen diversos catálogos de pecados, sino y sobre todo una lista de virtudes, las cuales sitúan al cristiano ante la exigencia de un modo de vida que no cabe igualarla con la del humanista. No en vano, Cristo establece reiteradamente la contraposición entre “lo que se dijo a los antiguos” y lo que Él dice (Mt 5, 21-48). Esto lo hace sobre todo refiriéndose a cinco temas: los pecados contra la caridad (Mt 5, 27-32), la práctica de la sexualidad (Mt 5, 27-32), las normas a que deben someterse los juramentos religiosos (Mt 5, 33-37), el estilo de vida que invalida la ley del talión (“ojo por ojo y diente por diente”, Mt 5, 38-42) y el precepto del amor que abarca a todos, incluido al enemigo y a quien se haya comportado como tal (Mt 5, 43-48).

            Lo mismo cabe decir de la enseñanza moral de los Apóstoles, que destaca por el tono de vida que demanda de los bautizados, de forma que deben configurar su existencia con Cristo, dado que viven ya una vida nueva (Rom 6, 4).

            Sobre esta controversia se pronunció el Magisterio de la Iglesia cuando vio que la discusión entre las dos posturas no llevaba camino de amainar. Pablo VI afrontó directamente la cuestión en el discurso pronunciado en la Audiencia general del 26 de julio de 1972. “¿Existe una moral cristiana, es decir una forma original de vivir que se califica de cristiana?”, se preguntó el Pontífice, que dio a continuación la respuesta: “Sí, se trata del nuevo estilo de vida inaugurado por Jesús al que el cristiano debe imitar”.
 
Más adelante, en el Discurso a la Comisión Teológica Internacional de 1975, Pablo VI habla de la novedad de la ética cristiana en los tres ámbitos ya señalados: antropología, preceptos y virtudes.

Juan Pablo II

            Por su parte, Juan Pablo II habla de la “especificidad original” y se enfrenta abiertamente con la teoría que niega novedad en los contenidos a la moral del Nuevo Testamento. Acusa a esta corriente de ser una de las causas de la negación de actos intrínsecamente malos. “Es necesario -dijo Juan Pablo II en su discurso al Congreso Internacional de Teología Moral celebrado en 1986- que la reflexión ética muestre que el bien-mal moral posee una especificidad original en comparación con los otros bienes-males humanos”. 

            Finalmente, la encíclica “Veritatis splendor” deja claro que existe una moral específicamente cristiana. Aduce, para justificarlo, la novedad del mandamiento del amor (nº 20), la afirmación de que hay una antropología específicamente cristiana (nº 21), la existencia de la nueva ley del Espíritu (nº 23), el valor específico que tienen las Bienaventuranzas (nº 16) y la radicalidad con que se presentan las exigencias éticas del Nuevo Testamento (nº 17-19). Por último, el planteamiento de la moral cristiana como un seguimiento e imitación de la vida de Jesús se distingue específicamente de la moral de la ley natural, común a las demás morales filosóficas y religiosas (nº 26). Esto solo ya bastaría para hacerla distinta. 


Crisis de la vida moral
Está generalizada la percepción de que tanto la teoría moral como su práctica están en crisis. También es de dominio público que esta crisis está haciendo grave daño a la sociedad. Pero para encontrar soluciones hay que intentar buscar los orígenes de la crisis, las causas. Son numerosas y proceden tanto desde dentro como desde fuera de la propia Iglesia.
La moral y su práctica están en crisis, y la Iglesia lo viene constatando desde hace mucho. Pablo VI ya lo advirtió en 1975: “Hoy se discuten los mismos principios del orden moral objetivo, de lo cual deriva que el hombre de hoy se siente desconcertado. No se sabe dónde está el bien y dónde está el mal, ni en qué criterios puede apoyarse para juzgar rectamente. Un cierto número de cristianos participa en esta duda, por haber perdido la confianza tanto en un concepto de moral natural como en las enseñanzas positivas de la Revelación y del Magisterio”.

            Desde entonces acá, el problema se ha agudizado. Juan Pablo II quiso hacerle frente dedicándole nada menos que una encíclica, la “Veritatis splendor”. En ella, entre otras cosas, señala como una de las causas de la crisis los ataques procedentes de grupos de teólogos disconformes con el Magisterio de la Iglesia, para los cuales éste “no debe intervenir en cuestiones morales más que para exhortar a las conciencias y proponer los valores en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida”.
 
Causas
           
            Las consecuencias de la crisis son claras y todos las padecemos. Pero, quizá, lo más importante sea averiguar las causas.

            La crítica marxista a la Religión es una de ellas. El desprecio contenido en aquella afirmación de Marx de que “la religión es el opio del pueblo” porque paraliza la lucha contra la injusticia, ha llevado a muchos a asociar el concepto de religión con el de tiranía. De ahí se ha pasado fácilmente a ignorar todo lo que la religión enseña, incluida su ética.

            Otra causa está en las denuncias del psicoanálisis. Acusa a la moral católica de atentar contra las conciencias subrayando el sentido negativo del pecado, lo cual provoca traumas psicológicos. Por eso propugnan una “moral sin pecado”, donde cada uno pueda hacer lo que quiera sin sentirse culpable por ello.

            El tercer ataque vino del existencialismo, para el cual el hombre es siempre circunstancia y cualquier cortapisa que se ponga a la libertad debe ser rechazada. Fruto del existencialismo es el relativismo, expresado en aquella “moral de situación” que tuvo que ser explícitamente condenada por la Iglesia.

            En la misma línea está el “pluralismo relativista”, que ha crecido de la mano de la globalización y de la aparición de elementos culturales muy variados en sociedades hasta entonces más homogéneas. Primero se empezó a pensar que todas las religiones y todas las culturas tenían el mismo valor y que, por lo tanto, uno podía apuntarse a la que más le gustara o conviniera, e incluso elegir de cada una lo que le pareciera bien para hacerse su propia religión. Después se pasó el mismo esquema al campo de la moral, apareciendo así lo que el cardenal Ratzinger denominó “moral del supermercado”, pues es como si un consumidor paseara por un almacén con su caro de la compra y fuera seleccionando de las distintas ofertas morales y religiosas lo que en ese momento le atrae más, sin preguntarse ni las consecuencias ni la autenticidad de lo que elige.
 
Causas internas
 
            Pero si estos ataques ha venido de fuera, no han faltado los que nacían de dentro, del ámbito teológico.

            Tras el Concilio Vaticano II se constató la necesidad de reformar la Teología Moral, que venía expresándose en términos parecidos desde el siglo XVII y a la que le faltaba, entre otras cosas, el aliento bíblico. En esta reforma de la Teología Moral, preconizada por teólogos como Häring, se entremezclaron los aciertos con los fallos.
Si bien la Moral católica debía volver a fijarse más en la Biblia para fundamentar sus normas, lo que sucedió con frecuencia fue que se tomó una base bíblica errónea, la de la teología protestante más crítica, que en la práctica suprimía todo elemento trascendente en la Palabra de Dios, negando desde la divinidad de Cristo a la existencia de milagros. Así, basada en una Teología Bíblica equivocada, una parte de la Teología Moral -la considerada a sí misma “progresista”- negó la existencia de una verdad absoluta sobre ciertos aspectos de la vida, aceptó el relativismo moral y negó la existencia de leyes universales que pudieran afectar a todos los seres humanos.

            Como consecuencia se reclamó la instauración en la Iglesia del “pluralismo moral”. Esto significaba que se podía vivir en la Iglesia, en plena comunión con ella, manteniendo comportamientos morales diferentes. Para unos el aborto podía ser bueno y para otros malo. Para unos el matrimonio de los divorciados podía ser válido y para otros no. Para unos la violencia podía legitimarse y para otros debía rechazarse siempre. Esta tesis del pluralismo moral es la que aflora siempre en los medios de comunicación cada vez que el Magisterio papal o episcopal debe intervenir contra algún teólogo. Un caso reciente fue el del español Marciano Vidal, algunas de cuyas tesis fueron condenadas por la Iglesia, pero que recibió un apoyo mayoritario de los medios de comunicación. Fue presentado como un “mártir de la libertad” y no pocos articulistas se rasgaron las vestiduras al constatar que la Iglesia exigía que en su seno todos aceptaran los mismos principios morales; lo normal, para ellos, es que cada uno tenga y practique la moral que más le guste, sin que nadie -ni el Papa ni los obispos- pueda llamarle la atención por ello.

            El problema de fondo fue apareciendo poco a poco y se reveló como una falta de equilibrio entre el respeto a la norma y el respeto a la conciencia. Esa falta de equilibrio se ha mostrado en los últimos años inclinándose la balanza peligrosamente hacia un ensalzamiento de la conciencia, que es presentada como norma última de moralidad sin que tenga que dar cuenta a nadie más que a ella misma ni deba escuchar a nadie al que no quiera oír.
 
Soluciones
 
            Para salir de la crisis hace falta un gran esfuerzo, mucha honestidad y la ayuda imprescindible de Dios. Ante todo, hace falta una presentación adecuada del mensaje cristiano. Nuestro camino no es, sin más, un camino de salvación eterna. Junto al legítimo deseo de salvación. en un cristiano debe estar el amor agradecido al Dios que le ama. Desde esta perspectiva del agradecimiento, la cuestión adquiere un enfoque diferente. Ya no se tratará de dar los mínimos, sino de aspirar a dar los máximos. Esta es la moral de las bienaventuranzas, la moral de la felicidad. A la vez, es una moral que hace consciente al hombre de su fragilidad y pequeñez y que le lleva, por eso, a acudir a Dios en busca de ayuda para ser santo, para darle cada vez más. Por último, es una moral que agradece la existencia de normas, pues son señales que avisan y evitan cometer errores. 


Condiciones para el acto moral
Actuar de modo humano, es decir, de forma que esa actuación sea sujeto de un juicio moral y se pueda decir que el que la ha hecho ha obrado el bien o ha cometido un pecado, demanda en primer lugar conocer la bondad o malicia de lo que se ejecuta y, en segundo lugar, que el sujeto sea libre al momento de ejecutarla. Libertad y conocimiento condicionan, pues, el acto moral.
Dado que la racionalidad es lo específico del ser humano, para que un acto pueda imputársele moralmente a alguien, se requiere que la persona sea consciente de la acción que va a ejecutar y que, desde el punto de vista ético, advierta que es buena o mala.

            La advertencia -el darse cuenta de la moralidad de lo que va a hacer-, ha de ser, pues, doble: debe ser consciente de lo que hace, pero además ha de conocer la bondad o malicia de la acción que ejecuta u omite. Poniendo un ejemplo: para cometer un pecado grave contra el tercer mandamiento no basta con dejar de asistir a Misa un domingo; se requieren además dos cosas: que se advierta que tal día es domingo y que es obligación grave asistir a misa. Lo mismo se puede decir, por ejemplo, del adulterio; para cometerlo es preciso saber que la persona con la que se tienen relaciones sexuales está casada; si eso se ignora, se cometerá un pecado contra el sexto mandamiento, pero no será de adulterio, pues se ignoraba algo que lo tipifica así.

            Al conocimiento se opone la ignorancia, la cual acontece cuando se desconoce que tal acción es buena o mala desde el punto de vista moral. La ignorancia es “vencible” cuando es fácil salir de ella mediante una información adecuada. Por el contrario, es “invencible” en el caso en que, puestas las diligencias debidas, no es posible salir de ella.
 
Dificultades al conocimiento
 
            Pero el conocimiento requerido para la moralidad de una acción adquiere en nuestra cultura ciertas dificultades, añadidas a las normales con las que tropieza el simple acto de conocer, el cual puede encerrar el error, la duda, etc.
 
            Son las siguientes:
           
- El poco aprecio que nuestra generación tiene a la razón, lo que conlleva al descuido por la información y el escaso amor a la verdad.
           
- La influencia de la práctica moral en la ideas éticas. Es sabido la interrelación que existe entre doctrina y vida, entre conocimiento teórico y conocimiento práctico. Pues bien, en ocasiones una vida moral desordenada influye en las ideas morales, bien porque se busca una justificación a la mala conducta o, más grave aún, porque la mala vida oscurece la inteligencia e incapacita para alcanzar la verdad.
           
- Existen casos en los que no se da el conocimiento claro y está muy disminuido, lo que impide llevar a cabo “actos humanos”. Por ejemplo: los adictos a la droga o al alcohol, los habituados a ciertos fármacos, los estados psicológicos dominados por la depresión, los enfermos hipocondríacos, los estados de ansiedad, etc.
           
- Cada día es preciso enumerar más casos en los que cabe hablar de “ignorancia invencible”. Dios circunstancias aumentan esta situación. Primera, el gran desconocimiento que existe de las verdades cristianas y especialmente de los principios morales. Segunda, las ideas que se exponen en la enseñanza de la religión, en las catequesis, etc. Una época cultural cristiana y de enseñanza homogénea, aminoraba notablemente los casos de “ignorancia invenciblemente errónea”. Pero en la actualidad pueden encontrarse en esa situación personas que han sido adoctrinadas equivocadamente y quizá desde la infancia en temas importantes de la moral cristiana, tales como la obligación de asistir a la Eucaristía dominical o algunos aspectos de la moral sexual o económica.

            Para estas y otras situaciones, sigue siendo valida la distinción clásica entre pecado “material” y pecado “formal”: éste supone que el acto se realiza con conocimiento y libertad; aquél es al que le falta uno o los dos de estos requisitos.
 
Libertad moral
 
            La acción moral, además de conocer la bondad o malicia del acto que se ejecuta, requiere el consentimiento. Para ello se exige la libertad de la voluntad. La libertad es el elemento más determinante de la moralidad de un acto. La acción que se lleva a cabo de modo violento o en la que la libertad se ve limitada o anulada por la pasión, el miedo, etc, pierde el carácter de “moral”.

            La libertad es un tema complejo. Las dificultades surgen a cada paso, por lo que existen muchos errores en torno a ella: desde los que niegan su existencia hasta los que creen que existe la libertad absoluta. Nosotros partimos de la afirmación de que el hombre es libre y que la libertad es la capacidad de autodeterminarse. Desde ahí tenemos que analizar la relación entre libertad y verdad, libertad y ley y libertad y bien, magníficamente desarrolladas en la encíclica de Juan Pablo II “Veritatis splendor”.

            1.- Relación libertad-verdad: La libertad está relacionada con la verdad y está subordinada a ella. Y esto porque la decisión del hombre no puede ser arbitraria, sino que debe respetar el orden objetivo, que responde a la verdad de lo real. La libertad no es un valor absoluto que crea las realidades de bien y de mal, sino que ha de respetar la objetividad de los valores. Mentir es malo porque es malo en sí mismo y no porque yo diga que es malo. Lo mismo podemos decir del robo, del crimen y de otras cosas.
 
Libertad-ley
 
            2.- Relación libertad-ley: La íntima relación libertad-verdad es también la solución para descubrir el error que se oculta cuando se contraponen la ley y la libertad. Las normas justas no pueden ser obstáculo para vivir la libertad, sino más bien una ayuda a que la voluntad descubra dónde están los valores morales por los que debe decidirse y optar libremente. La falsa contraposición entre libertad y norma sólo cabe plantearla cuando la ley representa el capricho del legislador. Pero si la ley es justa porque es fruto de la recta razón y trata de proteger los verdaderos valores morales de la persona o de la convivencia social, entonces la ley no coarta la libertad, sino que la enaltece, dado que ayuda a descubrir la verdad de los valores de la persona y de la sociedad.

            3.- Relación libertad-bien: Si la voluntad debe optar y autodeterminarse, debe hacerlo por el bien y no por el mal; es decir, debe ser fiel a la verdad y no al error. El hombre puede hacer el mal, tiene capacidad física para hacerlo, pero no debe, pues la libertad se sitúa no en el “poder físico”, sino en el “deber moral”. Lo cual quiere decir que la esencia de la libertad consiste en determinarse por el bien y, cuando se decide por el mal, se pervierte. Santo Tomás de Aquino afirmó: “Hacer el mal no es la libertad, ni siquiera una parte de ella, sino tan sólo una señal de que el hombre era libre”. La libertad perfecta será la libertad del santo que, pudiendo hacer el mal, no lo comete, con lo que desconoce la esclavitud que engendra el pecado. Esta distinción entre el “poder físico” y el “deber moral” es lo que permite que la vida social sea una convivencia de libertades, donde se limitan mutuamente en orden a respetar la libertad de todos y a no imponer la libertad de poder, que será siempre la tiranía del más fuerte o del más inmoral.


La conciencia moral (I)
En el hombre concreto, la grandeza de la conciencia supera al bien inmenso de la libertad. Es cierto que sin libertad las acciones humanas no gozarían del calificativo de “morales”, pero la vida moral como tal se ventila en la conciencia de cada persona. La conciencia no es una “facultad” de la persona, sino que es el hombre mismo. Es el yo que detecta el bien y el mal.
La sabiduría popular expresa la grandeza moral de una persona diciendo: “es un hombre de conciencia”. Y el juicio más negativo sobre cualquiera también hace relación a la conciencia: “es un hombre sin conciencia”. Por su parte, el Magisterio de todos los tiempos ensalza el papel de la conciencia en el ser mismo del hombre. Baste citar este testimonio de Juan Pablo II:

            “La conciencia es una especie de sentido moral que nos lleva a discernir lo que está bien de lo que está mal... es como un ojo interior, una capacidad visual del espíritu en condiciones de guiar nuestros pasos por el camino del bien, recalcando la necesidad de formar cristianamente la propia conciencia, a fin de que ella no se convierta en una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero” (Reconciliatio et Paenitentia, 26).

            Esa grandeza de la conciencia también se deja sentir en un gran sector de la cultura actual, que tiene un vivo sentimiento del valor de la conciencia. Por eso apela a ella y reclama que sea protegida jurídicamente frente a toda injerencia externa. De aquí la legislación que protege la “objeción de conciencia”.
 
Detractores
 
            Pero la cultura también tiene sus paradojas. Es curioso constatar cómo algunos círculos culturales -incluso quienes reclaman los derechos de la conciencia- niegan su existencia en el ámbito religioso. En efecto, algunos pretenden negar la conciencia moral y sostienen que es “un prejuicio religioso” que convendría eliminar porque resta espontaneidad al actuar humano. Ya Nietzsche alude a ella y la califica como una “terrible enfermedad”, de la que el hombre ha de curarse.

            Los argumentos que cabe aducir a favor de la existencia de la conciencia son que se trata de un substrato humano que todos constatamos, que es una de las experiencias más comunes y primitivas de la persona, que es una constante de todas las culturas, que la conciencia es lo que nos diferencia de los animales pues -como señaló Zubiri- el animal siente pero no se siente, que el hombre no puede evitar llevar a cabo un juicio teórico por el que juzga si algo es verdadero o falso y que, en paridad con este juicio teórico, hace otro de tipo práctico por el que juzga si algo es bueno o malo.
 
Es evidente que el cristiano no tiene necesidad de recurrir a estos argumentos, dado que él mismo experimenta en sí la existencia de la conciencia en todo momento. Además, la escritura apela a la conciencia con el fin de que el hombre se conduzca de acuerdo con su dignidad.

            En el Antiguo Testamento, en la versión griega de los Setenta, el término “conciencia” se encuentra sólo tres veces. Pero el contenido conceptual del mismo se expresa con otros nombres, especialmente con el término “corazón”. El “corazón” es la sede del bien y del mal. Así de David, después del pecado, se dice que “le saltó el corazón” (I sam 24, 6)y el libro de los Proverbios sentencia que los caminos del hombre son buenos y rectos en la medida en que lo sea su corazón (Prov 29, 27). Es el corazón el que siente el remordimiento cuando se comete el mal, tal como enseña el Eclesiástico: “El corazón testimonia cuántas veces han ofendido al prójimo” (Eclo 7, 22). Así mismo, el hombre manifiesta su arrepentimiento como “contrición de corazón”. Por eso David se dirige a Dios y le ruega: “Tú no desprecias un corazón contrito y humillado” (Sal 51, 19).
 
Nuevo Testamento
 
            Este mismo lenguaje -también con el término “corazón”- se repite en el Nuevo Testamento, pero ya es más frecuente el uso del término “conciencia”, que, si bien no se encuentra en los Evangelios, sí se menciona 20 veces en San Pablo y otras diez en los restantes libros del Nuevo Testamento. De éstas, cabe destacar las siguientes:
           
- La conciencia es una realidad en todos los hombres (Rom 2, 15). Es la norma de actuar y hay obligación de seguir sus juicios y por ello debe ser respetada (1 Cor 7, 13; 1 Cor 8, 7; 2 cor 10, 29).
           
- Es individual y testifica a cada uno el mal que ejecuta (Rom 2, 15); también es testigo del bien realizado (Rom 9, 1); cada uno, según su conciencia, dará cuenta a Dios de su vida (2 Cor 5, 11; 1 Tim 4, 2; Rom 13, 5).
           
- La conciencia hace juicios de valor moral (1 Cor 10, 25). En los cristianos, es testigo de sus buenas obras (Hch 23, 1).

            En la primera época de la reflexión teológica, la que conocemos como de los Padres de la Iglesia, éstos concluyen tres cosas: La importancia de la conciencia para la vida moral, la misión de la conciencia de juzgar las conductas y, por último, la necesidad de concordar la conciencia personal con las normas morales que rigen el actuar humano. Este último punto, por ser el más conflictivo en estos momentos, merece la pena verlo con más detalle.

            Curiosamente, en contra de lo que sucede hoy, los Padres no encuentran dificultad en concordar conciencia y norma; más aún, subrayan la relación que existe entre ambas. Así, destacan la armonía de la conciencia y la ley natural, que en ocasiones parecen identificadas. San Juan Crisóstomo escribe: “Dios nos ha dado la ley natural, es decir, ha impreso en nosotros la conciencia”. San Ireneo se pregunta por qué Dios no dio el Decálogo a las generaciones anteriores a Moisés y responde porque ya tenían la ley natural. Pero los Padres no sólo armonizan conciencia y ley, sino que, según sus enseñanzas, la misión de la conciencia es aceptar y cumplir los preceptos del decálogo, el mandamiento nuevo del amor y las demás prescripciones evangélicas. Esto se resumen en un texto de San Basilio: “Todos tenemos en nosotros un juicio natural que discierne el bien y el mal... De este modo, tú sabes juzgar entre la impureza y el pudor. Tu razón se sienta en un tribunal y juzga desde lo alto de su autoridad”.
 
“Veritatis splendor”
 
            La teología posterior elaboró la doctrina en torno a este tema. Pero todavía persisten no pocas inseguridades doctrinales, hasta el punto de que merecieron un detenido repaso en la encíclica de Juan Pablo II sobre la moral, la “Veritatis splendor”. Las grandes cuestiones debatidas en esta encíclica en torno a este tema se resumen en tres puntos: el valor del juicio moral de la conciencia, el papel concreto de la conciencia en relación con los valores morales y, por último, la relación entre conciencia y ley.
 
El estudio de estas cuestiones, siguiendo la encíclica de Juan Pablo II, será el objeto del próximo capítulo de este apartado dedicado a la moral. Baste con recordar ahora que para el cristiano, como hasta hace poco para todos los hombres, no hay duda sobre la existencia de la conciencia moral.


La conciencia moral (II)
La superioridad de la conciencia a la hora de dirigir el actuar humano choca con algunos inconvenientes: ¿Qué hacer cuando la conciencia es errónea?, ¿Cómo comportarse cuando se es consciente de que el Magisterio enseña una cosa con la que no se está de acuerdo?. a la vez, hay que establecer unos criterios de actuación que permitan la convivencia en un mundo plural.
El tema del juicio moral de la conciencia se planteó originariamente con la cuestión de la “conciencia errónea”. Es decir, se cuestionó si cabía la posibilidad de que errase la conciencia cuando emite sus juicio de valor sobre el bien y el mal morales. Al sobrevalorar la conciencia más de lo debido, se corre el riesgo de pensar que es un valor absoluto, de modo que ella sola pueda decidir el juicio moral, sin posibilidad de equivocarse.

            La cuestión de la “conciencia errónea” se planteó ya en el siglo XII, en la discusión entre Abelardo y San Bernardo. Para San Bernardo, siempre que hay un error existe alguna culpabilidad previa, por lo cual, concluye: toda ignorancia es culpable; en consecuencia, no existe una “conciencia invenciblemente errónea”. Abelardo, por el contrario, afirma que el error disculpa de pecado, pero no analiza la causa del error: si hay o no culpabilidad en su origen.
 
Santo Tomás
 
            Un siglo más tarde, Santo Tomás de Aquino aportará la verdadera solución distinguiendo entre “conciencia habitual” y “conciencia actual”. La primera vendría a ser como “la voz de Dios” y, por lo tanto, no puede equivocarse. La segunda equivale a un juicio práctico que aplica los principios de la primera a los actos concretos de la vida y en ese juicio sí cabe error. Ahora bien, ese error puede ser vencible o invencible, según le sea fácil detectarlo o no. En el caso de un error invencible, la conciencia no comete pecado; si lo pudiese superar, sí se le imputa el pecado.

            En nuestros días se suscitan tres problemas: la no distinción entre “conciencia habitual” y “conciencia actual”, la crisis de la verdad objetiva y universal y la sobrevaloración de la conciencia. esto lleva a convertir con facilidad a la conciencia en el único criterio moral, por lo que su juicio sería decisorio y, consecuentemente, deberá respetarse por fidelidad al ser propio de la persona. Esta doctrina es la que condena la encíclica “Veritatis splendor”:

            “Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de ‘acuerdo con uno mismo’, de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral” (VS 32).

            Así las cosas, tenemos que plantearnos la obligación que habría de seguir el dictamen de una conciencia que fuera “invenciblemente errónea”. Es verdad que, en la determinación última, la conciencia decide, pero esta afirmación se cumple cuando la conciencia es recta, asentada en criterios verdaderos y por lo mismo ausente de error. ¿Y cuando el error es invencible?. También en ese caso hay que seguir el dictado de la conciencia, sabiendo, como dijo Santo Tomás, que no se peca.

            No ocurre lo mismo en el caso de que el error sea vencible, pues en tal estado la conciencia se vuelve indigna. Esto sucede, tal y como indicó el Concilio Vaticano II, “cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” (GS 16). Esta situación es cada vez más frecuente, por muchos motivos, incluido el de la confusión que siembran aquellos que tienen autoridad intelectual sobre los creyentes -teólogos y sacerdotes- que defienden posturas morales contrarias a las del Magisterio de la Iglesia. Por eso, no es fácil discernir cuándo alguien está en ignorancia culpable o simplemente se debe a que ha sido instruido en tales errores.
 
Fidelidad al Magisterio
 
            En todo caso, es difícil encontrar personas en las sociedades occidentales que no sepan lo que opina el Magisterio oficial de la Iglesia sobre cualquier tema moral o que, no sabiéndolo, no puedan acudir a un experto que se lo diga -no que le diga su opinión, sino que le diga lo que la Iglesia enseña-. Por lo tanto, la ignorancia invencible, en este tipo de sociedades, es cada vez menos probable. Y, sabiendo lo que dice la Iglesia, y siendo conscientes de lo fácil que es sufrir influencias de un ambiente cada vez más hostil a la verdad moral revelada, hay que concluir que hoy hay que exigir a la conciencia individual un sometimiento pleno a lo que la Iglesia enseña. En el caso -cada vez más frecuente- de que la conciencia individual difiera de las enseñanzas del Magisterio, se le pide al fiel cristiano la obediencia, pues es más que probable que su conciencia sea errónea, bien desde sus orígenes o bien, como ya se ha dicho citando al Concilio, por haberse ido “progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” o por la contaminación ideológica que nos acosa.

            Establecido este principio de comportamiento moral para el cristiano de hoy, cabe preguntarse si la conciencia errónea tiene algún derecho. Los teólogos distinguen entre “libertad de las conciencias” y “libertad de conciencia”. Por la primera se entiende el respeto a la conciencia de toda persona, aunque esté equivocada; la segunda refleja la actitud de quienes defienden que la conciencia puede situarse por encima de toda norma y de la libertad de los demás. Esta última no merece ningún respeto.

            La “libertad de las conciencias” debe armonizarse con dos principios: el de reciprocidad y el de tolerancia.
 
Reciprocidad y tolerancia
 
            Por el primero se exige que en la vida social se respete el derecho a la libertad de las conciencias de todos los ciudadanos. Esto significa que si en un determinado caso un derecho se opone a la justa convivencia, si bien ningún ciudadano debe ser violentado en su interior, sin embargo, en razón del bien común, puede ser limitado en el ejercicio de ese derecho. “Todos los hombres -dice el Concilio- están obligados por la ley natural a tener en cuenta los derechos ajenos y sus deberes para con los demás y para el bien común de todos” (DH 7).

            En cuanto al principio de tolerancia, se refiere de modo directo a los gobernantes, que tienen que armonizar dos deberes: el de respetar la libertad de las conciencias de los ciudadanos y el de proteger los valores morales del individuo y de la colectividad. Esto significa que en ocasiones el gobernante no puede prescribir legalmente lo mejor y tiene que tolerar ciertas situaciones para mantener la convivencia entre los ciudadanos. Ahora bien, el principio de tolerancia tiene dos límites: el respeto a los derechos humanos y el bien común. Por lo tanto, no se puede invocar la tolerancia cuando se conculcan los derechos del hombre o se va contra el bien común.


La conciencia moral (III)
Continuamos con el tema de la conciencia moral y de los problemas que se presentan cuando se cae en el subjetivismo y se hace de la conciencia la señora caprichosa que decide de manera independiente qué es bueno y qué es malo. Pasamos después, en esta misma lección, a analizar algunos tipos de conciencia (recta, dudosa...) para determinar qué hay que hacer en cada caso.
Algunos teólogos modernos sostienen que el señorío de la conciencia es tal que no puede limitarse su ejercicio a la aplicación de la norma general a los casos concretos, pues eso sería reducirla al papel de un esclavo que obedece a su amo, que sería la ley. Esta postura es de un claro enaltecimiento del subjetivismo, denunciado explícitamente por la encíclica “Veritatis splendor”:

            “Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana pueda conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás” (VS 32).
           
            Esta concepción de la conciencia, denunciada por Juan Pablo II, la constituye en un juez absoluto del bien y del mal, que decide por sí misma, sin tener que dar cuenta a nadie y sin tener que basarse en argumentos lógicos. al final, es el propio capricho o la propia conveniencia el único motivo para decidir que una cosa es buena o es mala. Por eso, como con razón denuncia la Iglesia, se está llegando al extremo de afirmar que los valores morales son creación de la propia conciencia y que, en consecuencia, el papel de ésta no es tanto “juzgar” si debe o no actuar de una manera o de otra, como el de establecer qué es bueno y qué es malo, para decidir después lo que se debe hacer.
 
El hombre, según estos subjetivistas, sólo sería maduro moralmente cuando pudiera decidir por sí mismo, sin referencias externas, lo que es bueno o malo y lo que debe hacer en consecuencia. Toda “injerencia” externa es contemplada por estos subjetivistas como una intromisión ilegítima en la conciencia humana, como un atentado a la libertad. De ahí que la Iglesia sea vista cada vez más como la gran enemiga de la libertad, no porque esté contra ella, sino porque tiene la pretensión de poder establecer principios morales y tiene la osadía de publicarlos, de defenderlos, de reivindicarlos.
 
Para los subjetivistas, todo aquel que se atreva a decir que algo es bueno o es malo, es un enemigo de la libertad y un enemigo del hombre. Para ellos, cada uno debe decidir por sí mismo lo que es bueno o malo y nadie debe interferir en esa decisión. Olvidan no sólo la existencia de una ética natural impresa en el corazón del hombre, sino la acción poderosa de la mayoría de los medios de comunicación que le están diciendo al hombre continuamente que es bueno todo lo que le pide el cuerpo y malo lo que le supone algún tipo de sacrificio.
 
Tipos de conciencia
 
            Desenmascarada la trampa demagógica que se esconde detrás de la reivindicación de una autonomía plena para la conciencia, conviene ver ahora algunos tipos de conciencia que se suelen presentar.

            1.- Conciencia recta: Se llama así a la que actúa guiada por la buena intención de acomodarse a la norma y, consecuentemente, quiere actuar conforme al querer de Dios.
 
            La conciencia recta podría ser diferente de la conciencia verdadera, siendo ésta la que emite un juicio acorde con la verdad objetiva, mientras que la recta es la que se ajusta al dictamen de la propia razón, aunque pueda estar equivocada. Como tiene buena voluntad, no se le puede reprochar nada éticamente a la conciencia recta, pero podría darse el caso de estar en el error. Esta situación es cada vez más frecuente, debido a la confusión moral ambiental, que termina por impregnarnos a todos.
 
Para evitarlo, para hacer que la conciencia recta sea también y siempre conciencia verdadera, dado que la condición a cumplir por la primera es la de acomodarse siempre a la norma y a la voluntad de Dios, lo que hay que procurar es conocer las enseñanzas morales de la Iglesia y aceptarlas. No puede haber “rectitud” de conciencia si se desobedecen las enseñanzas morales. Podría haberla si se desobedecen por ignorancia, pero hoy están accesibles esas enseñanzas de mil modos para la inmensa mayoría, así que, para casi todos en una sociedad como la nuestra, el que las ignora cae en el pecado de ignorancia voluntaria.

            2.- Conciencia dudosa: Con frecuencia, la razón no alcanza la certeza y se queda en estado de duda. Conciencia dudosa sería la que no sabe dictaminar con seguridad y vacila acerca de la licitud de llevar a cabo u omitir una acción. Puede haber una “duda positiva”, cuando existen razones serias para dudar, o una “duda negativa”, cuando no existen.
 
            La duda positiva puede surgir en relación a la existencia o no de una ley (duda de derecho, que consiste en dudar de si la Iglesia ha prohibido o no tal cosa) o acerca de si es lícito o no realizar cierto acto (duda de hecho o duda práctica). La primera se resuelve fácilmente, con una consulta. En el segundo caso hay que aplicar siempre el principio de no actuar; es decir, si se duda de que algo pueda ser pecado, lo mejor y por si acaso es no hacerlo, al menos de momento. Mientras tanto, hay que intentar salir de la duda, con la oración, el estudio o con la consulta a peritos.
 
En el caso de que la duda proceda de la existencia de un conflicto entre dos deberes, se debe elegir el que encierra un mal menor o, visto desde otra perspectiva, el que supone un bien mayor. Pero, en todo caso, el consejo mejor es el de consultar a un sacerdote, no buscando al hacerlo a aquel que ya se sabe de antemano que va a dar la orientación más cómoda, sino a aquel que es fiel a la Iglesia.

            3.- Conciencia perpleja: La conciencia perpleja es aquella que, ante dos preceptos, cree pecar, sea cual sea el deber que elija. Es una situación más compleja que la de la duda, pues en ésta la cuestión está en elegir entre algo que cuesta más y algo que cuesta menos, teniendo esto último la posibilidad de ser pecado.
 
En este caso la duda está en saber qué hay que hacer si obrando de una manera se va a producir un determinado daño y obrando de la otra se va a producir otro daño distinto pero también grave. Un caso típico es el que se plantea cuando se duda entre decir la verdad, y eso traería malas consecuencias para alguien, o la mentira.

            4.- Conciencia escrupulosa: Es la que cree que hay pecado en todo, incluso donde no lo hay. Con frecuencia no se trata de una cuestión de conciencia sino de una enfermedad.
 
Para vencer el escrúpulo hay que mantenerse firmes ante la tentación de dejarse llevar por los primeros movimientos del escrúpulo. Además, hay que obedecer ciegamente al director espiritual.


Ley evangélica y Magisterio eclesial
Si la ley natural es la base ética común a todos los hombres, no puede ser la única referencia para el cristiano. Es el punto de partida y el elemento que debemos defender en la legislación civil que afecte a no cristianos, pero sobre ella hay que construir, en el seno de la comunidad cristiana, una ética más exigente. Esta ética es la que se desprende del Evangelio, la nueva ley.
La existencia de una ética específicamente cristiana, a la que llamaríamos “nueva ley” en similitud con el “nuevo testamento”, o también “ley de la gracia”, por ser fundamental para cumplirla la ayuda de Dios, está atestiguada en los propios textos neotestamentarios. Así, por ejemplo, en Gal 6, 2 se la menciona como “la ley de Cristo”, en Rom 8, 1-2 como “ley del espíritu”, en Tom 3, 27-28 como “ley de la fe”, en Sant 1, 25 como “ley perfecta”, en Sant 1, 25; 2, 12 como “ley de la libertad”. Los Padres de la Iglesia también se refieren a ella, aunque quien la elabora es Santo Tomás de Aquino, especialmente en las cuestiones 106-108 de la Prima Secundae de la Suma Teológica. Las afirmaciones principales que hace en estas páginas son:
 
La “ley nueva” es la gracia del Espíritu Santo que se comunica por la fe en Cristo. A modo de la “ley natural”, también la “ley nueva” contiene preceptos primarios y secundarios.
 
- Algunos preceptos de esta ley son conocidos por escrito y otros se comunican sólo de palabra.
 
- Esta ley no se da en todos los cristianos del mismo modo, sino que depende de las disposiciones ascéticas de cada uno.
 
A pesar de todo esto, algunos teólogos niegan que en el Nuevo Testamento existan normas éticas que puedan calificarse de “específicamente cristianas”, e incluso de verdaderos preceptos éticos. Pero, si eso fuese así, ¿cómo entender los preceptos de Jesucristo o de los Apóstoles?. Para los que rechazan la existencia de una ley moral evangélica, los preceptos éticos que aparecen en el Nuevo Testamento son coyunturales y son válidos sólo para el momento en que se enuncian; como mucho, son puntos de referencia, meras indicaciones orientativas que luego cada uno puede seguir o no seguir sin sentirse obligado por ellas. A este error salió al paso la encíclica “Veritatis splendor” de Juan Pablo II. En ella se rechaza como “incompatible con la doctrina católica” (nº 37) esa tesis.
 
Es cierto que algunos preceptos son coincidentes con normas morales del Antiguo Testamento, e incluso con normativas éticas en otras confesiones religiosas. También pueden existir normas coyunturales y, desde luego, hay “consejos” dados por Jesús a los Apóstoles. Pero no se pueden silenciar otros datos explícitos que afirman la existencia de preceptos nuevos, como el del mandamiento “nuevo” del amor. Algunos tienen valor permanente, como la indisolubilidad del matrimonio, del que afirma Jesús que “al principio no fue así” (Mc 10, 6). Otros constituyen verdaderos imperativos morales, pues, quienes no los cumplan, serán castigados. Tal es el caso de los 21 catálogos de pecados y virtudes que cabe contabilizar en el Nuevo Testamento. Además, es preciso recordar las veces en las que Jesús pide que se cumplan sus mandamientos (Jn 14, 21-23; 15, 10-14; Mt 28, 20). Los escritos de los Apóstoles son aún más explícitos, pues urgen al cumplimiento de lo que denominan “los preceptos del Señor” (2 Ped 3, 2). Además, ellos mismos imponen preceptos. Por ejemplo, San Pablo recuerda a los Tesalonicenses “los preceptos que os hemos dado en nombre del Señor” (1 Tes 4, 2).
 
En realidad, las teorías de que en el Evangelio no hay normas morales, tienen su origen en el protestantismo liberal. Son la traducción de lo que Lutero propuso en su día, para afirmar la tesis de la “sola gracia”. A esta tesis contestó claramente el Concilio de Trento: “Si alguno dijere que nada está mandado en el Evangelio fuera de la fe y que todo lo demás era indiferente, ni mandado, sino libre; o que los diez mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea anatema” (Dz 829). Por todo ello, la “Veritatis splendor” enseña: “En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge de sus Cartas, que contienen la interpretación de los preceptos del Señor que hay que vivir en las distintas circunstancias culturales (Rom 12, 15; 1 Cor 1, 14; gal 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 Ped y Sant)” (nº 26).
Relacionado con esto está la siguiente cuestión: ¿Quién interpreta la ley moral que aparece en el Evangelio?. En el Nuevo Testamento consta que, al igual que los Apóstoles, sus inmediatos sucesores (Timoteo, Tito, Títico...) regían con autoridad sus propias comunidades (2 Tim 4, 1-5; Tit 1, 10. 13-14). Además, la historia testifica que la jerarquía intervino siempre en la enseñanza de la fe y de la disciplina de las comunidades. El primer documento solemne que conocemos es la carta de Clemente de Roma a la Iglesia de Corinto y, desde entonces, la jerarquía no ha dejado de intervenir en el campo de la fe y de la moral. Esto lo recoge el Concilio Vaticano II cuando afirma: “La infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese la Iglesia cuando define la doctrina de la fe y de las costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad” (LG 25). En la misma línea intervino la “Veritatis splendor”, al rechazar la opinión de quienes enseñan que “el Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para ‘exhortar a las conciencias’ y ‘proponer los valores’ en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida” (nº 4). Por el contrario, la encíclica dice que la misión del Magisterio es: “Discernir los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe. Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio de la Iglesia enseña a los fieles los preceptos particulares y determinados, y les pide considerarlos como moralmente obligatorios en conciencia. Además, desarrolla una importante labor de vigilancia, advirtiendo a los fieles de la presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos” (nº 110).
Pero la misión de la jerarquía no es sólo alentar, vigilar y enseñar la doctrina en relación a la vida moral, sino que goza de la potestad de jurisdicción por la que puede emitir leyes positivas que vinculan la conciencia de los fieles. Éstas están recogidas en el Código de Derecho Canónico. Por último, no hay que olvidar, con respecto a la “ley nueva” que emana del Evangelio que “la tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad” (VS nº 25). El Magisterio tiene, pues, el deber de exponer la ley moral evangélica, de “defenderla y de declarar la incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico y algunas afirmaciones filosóficas con la verdad revelada” (VS nº29).


Escuelas morales erróneas
La distinta valoración a las fuentes de la moralidad -vistas en el capítulo anterior- ha generado diversas escuelas de Moral. Algunas de ellas, muy difundidas, son claramente erróneas y como tales han sido identificadas por la Iglesia. Son, entre otras, la corriente fundamentalista, que destaca el valor supremo de la opción fundamental; la corriente finalista y la circunstancialista.
Dentro de las distintas escuelas de Teología moral hay una que se identifica plenamente con la doctrina de la Iglesia. Es la llamada “corriente realista”. Sostiene que el “objeto” es la “fuente” principal en la valoración ética de una acción. Frente al “fin” y las “circunstancias”, lo que verdaderamente decide la bondad o malicia de una acción es el “objeto”. Y cuando el “objeto” es intrínsecamente malo, ni el “fin” ni las “circunstancias” lo justifican. Así lo reconoce la “Veritatis splendor”, en el nº 82, al afirmar: “La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicación auténtica de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes”.
 
Varias son las escuelas que se separan de esta doctrina y que, con mucho éxito, inducen al error.
 
La “escuela fundamentalista” gira en torno a la doctrina de la “opción fundamental”. En esta escuela, con frecuencia se contraponen “opción fundamental” y “actos singulares”. En consecuencia, los actos morales no son buenos ni malos, sino en la medida en que responden a la “opción fundamental” previamente asumida. Sin embargo, tal y como denunció Juan Pablo II en la “Veritatis splendor” (nº 67), cuando la opción fundamental no va acompañada de actos singulares buenos, se reduce a “buenas intenciones”. Además, la bondad o malicia del actuar del hombre responden a los actos singulares y no a las disposiciones internas, aunque hayan sido asumidas “fundamentalmente”. Por último, la opción fundamental puede ser anulada por un solo acto singular.
 
Otra corriente errónea, enlazada con la anterior, es la que rechaza la división de los pecados establecida por el Concilio de Trento. Estos eran de dos tipos: veniales y mortales. Para esta escuela, en cambio, es muy difícil que una persona cometa un pecado mortal, por lo cual se propone una nueva división: veniales, graves y mortales. Los últimos sólo sucederían cuando el acto malo se une a una opción fundamental mala. En los demás casos, se trataría sólo de pecados graves, que no romperían la unión con Dios ni dañarían la “vida en Cristo”. Esta teoría fue rechazada por la exhortación apostólica “Reconciliación y penitencia” (cf. nº 17) y también por la “Veritatis splendor” (nº 69-70), que enseña que “se comete un pecado mortal cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado”.
 
Una última corriente unida a las dos anteriores y que, con ellas, forma la “opción fundamentalista”, es la que tiende a sobrevalorar la conciencia por encima de la norma, a la par que desprecia la ley natural y con ello la existencia de una ley objetiva y universal. Afirman también que no existe una moral específicamente cristiana y que en la Biblia no hay verdaderos preceptos que vinculen a las conciencias. De todo ello concluyen que no existe nada que sea “intrínsecamente malo”, puesto que, en el fondo, todo puede ser justificado por el fin o por las circunstancias. También, como en los casos anteriores, fue condenada esta teoría en la “Veritatis splendor” (nº 67, 78-82) y en la “Evangelium vitae”, que afirma: “Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la ley de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón y proclamada por la Iglesia” (nº 62). En realidad, negar que existen actos reprobables en sí mismos, es minar en su base la vida moral. La negación de actos intrínsecamente malos es el primer golpe que provoca un deslizamiento de la moral hacia un relativismo ético imparable.
Aunque en las tres corrientes anteriores, que son en realidad tres rostros de una sola ideología, aparece la cuestión del fin como superior al objeto, esto se ha visto puesto más en evidencia en otra corriente, llamada por ello “finalista” o “teleológica”. El finalismo ético no considera si la acción en sí es buena o mala, sino que sostiene que la fuente de la moralidad es el fin que se proponga el agente, así como los bienes que se sigan. Esta corriente procede del utilitarismo moral, según la cual el bien y el mal dependen en última instancia de los efectos que se sigan de la acción.
Dentro de esta corriente hay dos sectores. Uno es el del “consecuencialismo ético”, para el cual la eticidad está en que la suma final de bienes supere a los males que se sigan a una acción concreta. Otro es el “proporcionalismo ético”, que afirma que el acto es éticamente bueno si existe proporción entre los bienes que se consiguen y los males que se evitan. Algunos moralistas católicos se han sumado a las teorías finalistas, pero desde la fe es imposible adherirse a ellas. La encíclica “Veritatis splendor” las rechaza tajantemente, porque en ningún caso el fin puede justificar los medios: “El obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena... Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad” (nº 72).
Por último, estaría la corriente que ensalza, por encima de todo, el valor de las circunstancias. Es el circunstancialismo. Históricamente apareció antes que las teorías ya citadas. Pío XII ya la condenó en un radiomensaje emitido el 23 de mayo de 1950. Fue llamada entonces “moral de situación”. El Santo Oficio la condenó oficialmente el 2 de febrero de 1956. Para esta corriente, el mal y el bien dependen de cierto juicio íntimo y luz peculiar de la mente en cada individuo, por cuyo medio viene a conocer, en cada situación concreta, lo que ha de hacer. Esto deriva, obviamente, en un subjetivismo relativista. Nadie duda del valor de las circunstancias a la hora de formular el juicio ético, pues condiciona la vida moral de cada persona de muchas maneras. Pero el circunstancialismo exagera ese valor y hace depender sólo de las circunstancias la valoración del acto moral, sin que puedan darse actos intrínsecamente malos. A ello se refirió también la encíclica “Veritatis splendor”: “Sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto... Las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección” (nº 89).


Pecado y conversión (I)
La Teología moral es, como ya se ha visto, una parte de la Teología que profundiza en el mensaje ético que se desprende de las enseñanzas de Cristo. Nos indica, pues, cómo debemos vivir para ser buenos cristianos. Pero no puede ignorar una realidad: que no siempre hacemos lo que debemos hacer. Es decir, que pecamos. Cosa que olvidan hoy algunas corrientes teológicas.
Fue Pío XII el primero de los Papas contemporáneos que alzó la voz de alarma para denunciar una realidad que entonces era sólo incipiente: la pérdida del sentido del pecado, la confusión entre el bien y el mal, de forma que cada vez hay más gente que ya no sabe distinguir entre una cosa y otra, e incluso hay muchísimos que ni se plantean la cuestión. El problema es gravísimo y lo es por dos cosas: en primer lugar, porque se hace el mal creyendo hacer el bien, con lo que se hace sufrir al prójimo aun sin ser plenamente consciente de ello, y además no hay posibilidades de mejoría porque no se tiene la conciencia de que debe cambiarse de comportamiento. También es grave por un segundo motivo: el pecador que sabe que lo es, puede experimentar el amor de Dios al descubrir que el Señor le sigue queriendo; de ahí se pasa a la conversión, que supone un acercamiento agradecido al Señor y un cambio de vida; en cambio, el pecador que ignora su realidad, no sólo no experimenta el amor divino, sino que tampoco siente necesidad de convertirse. Sin conciencia de pecado, pues, no hay ni conciencia de ser amado por Dios ni necesidad de conversión. Por eso, la difuminación del sentido del pecado introduce al hombre en un mundo de tinieblas que el sol que representa la luz de Cristo apenas puede atravesar.
Es posible, según opinan muchos teólogos, que esto que está sucediendo no sea más que una reacción a una situación anterior marcada por una excesiva obsesión por el pecado. Desde el siglo XVII, la Teología moral giró en torno al pecado, pues se trataba de preparar al sacerdote para el ejercicio de la confesión sacramental. Ligado a esto, y siguiendo una corriente que atraviesa las Edades Media y Antigua para enlazar con el judaísmo y con otras religiones, se insistía en una espiritualidad que buscaba motivar el comportamiento humano con el miedo al infierno; esta espiritualidad necesitaba describir incluso con minuciosidad qué pecados eran merecedores de tan terrible castigo, para cargar las tintas emocionales en el abandono de ese tipo de comportamientos nocivos. Las conciencias agobiadas y escrupulosas, son un fruto típico de este tipo de espiritualidad. Pero, si entonces hubo excesos, hoy se ha pasado al extremo contrario. Se acusa a la vieja Teología moral no sólo del agobio de las conciencias, sino de fomentar un legalismo exagerado, privatizar la penitencia con la práctica exclusiva de la confesión y caer en un reduccionismo moral que insiste sólo en los pecados sexuales mientras olvida los sociales. Pero mientras se hacen estas graves acusaciones, no se están ofreciendo los remedios necesarios no sólo para corregir los males que se censuran, sino para instaurar en el individuo la recta y madura conciencia moral. Si todo lo anterior tenía inconvenientes y exageraciones, debemos afirmar que los inconvenientes de la Teología moral enseñada hoy y asumida por la mayoría son muchísimo más grandes y peligrosos. Tanto que, simplemente, la conciencia moral está al borde de la extinción, al menos en la práctica de muchos, quizá de la mayoría.
Por todo ello es necesario empezar a estudiar en qué consiste el pecado. Y empezar por donde debe ser el principio de todo estudio teológico cristiano: por la Biblia.
En el Antiguo Testamento se utilizan tres términos para designar el pecado: “hatta’t”, “pesa” y “awon”. El primero significa “desviarse”, “separarse del camino o de la norma”, “dar un paso en falso”, y aparece 523 veces. El segundo significa “rebelarse” o “sublevarse” y tiene la connotación no sólo de infidelidad sino también de delito; se encuentra en 135 textos. El tercero se menciona 244 veces y significa “equivocarse” culpablemente. Además hay otros términos para pecados más específicos, como “nebalah” (infamia), “n’balah (crimen e impiedad), “ma’al” (acción mala, perfidia). En resumen, pecar es desviarse, separarse del camino, incumplir una norma, dar un paso en falso, rebelarse y sublevarse, ser infiel.
En cuanto a la actitud divina ante el pecado que nos muestra el Antiguo Testamento, oscila entre el castigo y el perdón, según la actitud del hombre una vez cometido el pecado. En los once primeros capítulos del Génesis, en realidad lo que se está contando no es el origen y desarrollo de la humanidad, sino la actitud de Dios frente a la conducta del hombre. En el fondo es una crónica de los pecados del hombre, que ha respondido ingratamente al amor de Dios manifestado en la creación.
Con Abrahán surge un “resto bueno y fiel” en la humanidad, con el cual Dios va a hacer una alianza. Alianza que Dios va a cumplir a lo largo de los siglos, pero que los miembros del pueblo elegido con frecuencia van a violar, obligando con ello a Dios a castigarlos de diversos modos para enderezar su desviado comportamiento.
En resumen, según el Antiguo Testamento, el pecado supone la transgresión de un precepto de Yahvé, transgresión que no deja nunca indiferente a Dios, el cual exige la expiación y penitencia por los pecados cometidos. Estos pecados pueden ser personales o colectivos, pueden afectar exclusivamente a Yahvé (idolatría) o a otras personas (pecados sexuales, injusticias sociales), pero en todos los casos tienen una connotación religiosa, pues quien hace daño al prójimo está haciendo daño a Dios. Por último, Yahvé está siempre dispuesto al perdón, pero pone como condición que exista un sincero arrepentimiento.
En cuanto al Nuevo Testamento, la doctrina sobre el pecado es aún más abundante que en el Antiguo. En los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), los términos más usuales son “amartía” (24 veces), que traduce el hebreo “hatta’t” con la significación de “desviarse”; “anomía” (4 veces), que significa “iniquidad” y también se menciona “adikía” (injusticia) y “asébeta” (impiedad). Se insiste en que todos los hombres son pecadores; se condenan no sólo los pecados que implican cometer actos malos sino también los internos y los de omisión, con especial importancia para el pecado de escándalo; se condenan acciones concretas, no reducibles a la “opción fundamental”, sobre todo los pecados que hacen sufrir al prójimo. Y, sobre todo, es continua la invitación a la conversión y a la penitencia. Una excepción a obtener el perdón es el “pecado contra el Espíritu” (Mt 12, 31-32). San Juan usa sobre todo el término “amartía” (34 veces) y también subraya que todos somos pecadores y que la misión de Jesús es quitar el pecado del mundo. Para este evangelista, el hombre comete el pecado a instancias del diablo y su origen está en las tres concupiscencias (1 Jn 2, 16-17). El pecado consiste en no cumplir los mandamientos, sobre todo el “mandamiento nuevo” y usa la contraposición entre pecado y gracia con imágenes como tiniebla y luz.


Pecado y conversión (II)
Continuamos en esta lección con la exposición del concepto de pecado. Si ya habíamos visto qué era pecado en el Antiguo Testamento y en los cuatro evangelistas, ahora comenzaremos por San Pablo para entrar luego en la visión que la Iglesia ha tenido desde entonces. San Agustín, Santo Tomás de Aquino, el Concilio de Trento y “Reconciliación y penitencia” son los grandes eslabones.
San Pablo fue, de todos los autores neotestamentarios, el que con más detenimiento se ha fijado en el concepto de pecado. Fija su origen en Adán (Rom 5, 12) y subraya la importancia del demonio (Cor 2, 11; 11, 3; 1 Tes 3, 5), así como que todos somos pecadores (Rom 3, 10; Ef 2, 3). Ahora bien, si en Adán hemos pecado todos, también todos hemos sido liberados en Cristo (Rom 6, 1-14; 1 Cor 15, 21-22). Esta misma idea aparece en Hebr 2, 17. Otra aportación importante de Pablo son los catálogos de pecados. Los biblistas han detectado en sus cartas hasta quince, dos de las cuales recogen también las virtudes contrarias (Gal 5, 19-23; Ef 4, 31-32).

San Pablo exige a los cristianos una renuncia absoluta del pecado (Rom 6), aunque reconoce que hay pecados de distinta gravedad (1 Cor 8, 11; Rom 14, 23).
En definitiva, San Pablo, como exponente de la primera comunidad cristiana que no ha conocido directamente a Jesucristo y que ha meditado ya sobre lo que cuentan del Señor los que sí le conocieron, reflexiona sobre el mensaje de Jesús y extrae unas conclusiones que llevan a destacar más tanto la existencia del pecado como la de la gracia y, sobre todo, la misión redentora de Jesucristo.
Después de San Pablo aparecen los grandes teólogos que son conocidos como Padres de la Iglesia. Aun siendo muy diferentes entre sí, todos analizan el tema y destacan las malas consecuencias que para el individuo y la comunidad tiene el pecado. Poco a poco se va formulando la distinción entre los pecados. Concretamente, los Padres Apostólicos -los discípulos directos de los Apóstoles- enuncian, en la línea de San Pablo, catálogos de pecados, listas que se repiten en los Apologistas del siglo II, los cuales comparan la nueva vida de los bautizados frente a la corrupción de los paganos. A la vez, destacan que es Cristo quien nos ha salvado y, por lo tanto, los que no creen en Él se condenarán. Desde el principio, también siguiendo a San Pablo, se insiste en la doctrina del pecado original, del cual derivan los demás pecados. Los grandes Padres del siglo III (Clemente de Alejandría, Orígenes, Tertuliano, San Cipriano y San Ireneo) destacan la acción redentora de Cristo, pero insisten en la penitencia pública, cuyo rigorismo frena en buena medida la vida moral de los bautizados.
En el siglo IV son importantes San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo, San Ambrosio y muy especialmente San Agustín. En este periodo cobra fuerza la doctrina acerca de del pecado que viola las exigencias de la ley eterna y de la ley natural. También se distingue netamente el pecado mortal del venial y se condenan duramente las injusticias sociales, lo cual da origen a numerosos sermones exhortando a la justa distribución de los bienes. Todas estas enseñanzas se van a repetir en los siglos posteriores con pocas innovaciones, hasta que llegamos a Santo Tomás de Aquino, el gran sistematizador de la doctrina teológica en torno al pecado. En la Suma Teológica dedica al tema 19 cuestiones y 108 artículos. En ellos define la naturaleza del pecado, la distinción de los pecados y su comparación, el sujeto del pecado, sus causas y sus efectos. A las virtudes le dedica 15 cuestiones y las estudia antes que el pecado.
La influencia de Santo Tomás fue tan grande que la teología posterior ha repetido sus definiciones y divisiones, aplicando también este esquema a las virtudes.
En cuanto al Magisterio de la Iglesia -el Papa y los Concilios-, sus intervenciones han sido muy numerosas, empezando por la carta que el Papa San Clemente Romano escribió a los cristianos de Corinto. El Concilio XVI de Cartago (año 418) se enfrentó con los errores pelagianos en torno al pecado original, los pecados personales y la relación gracia-pecado. El Papa Inocencio III (año 1201) especificó los efectos del Bautismo y distinguió claramente entre pecado original y pecados personales. El IV Concilio de Letrán (año 1215) determinó la obligación de confesarse al menos una vez al año. El Papa León X (año 1520) condenó diversos errores de Lutero en relación al modo de obtener el perdón. El Concilio de Trento (años 1547-1551) dedicó diversas sesiones a cuestiones fundamentales para la teología del pecado, la conversión y la confesión sacramental; expuso definitivamente la doctrina en torno al pecado original y a la justificación; subrayó la distinción entre pecado mortal y venial e introdujo la distinción específica y numérica de los pecados en orden a la confesión sacramental.
Después de Trento, la teología moral repitió constantemente hasta épocas muy recientes las enseñanzas de ese Concilio. Hay que esperar a la “Humani generis” de Pío XII (año 1950) para encontrar un documento magisterial dedicado específicamente al tema, en este caso para alertar contra la tendencia a desfigurar el pecado original y, en consecuencia, el pecado personal. Desde ese momento han sido muy frecuentes los documentos del Magisterio advirtiendo acerca del deterioro moral de la vida cristiana y de la pérdida del sentido del pecado que afecta a grandes sectores de la sociedad actual.
Uno de los grandes documentos sobre este tema fue la Exhortación Apostólica “Reconciliación y penitencia” de Juan Pablo II (año 1984). En ella se resume la doctrina católica sobre el pecado, a la vez que se sale al paso de algunos errores teológicos actuales. Entre otras cosas, se denuncia la cuádruple ruptura que el pecado provoca en el hombre: con Dios, consigo mismo, con los demás y con la naturaleza. se expone de nuevo el origen del pecado y sus efectos: con cada pecado se repite la desobediencia primera que conlleva la ruptura con Dios y su exclusión de la sociedad. 
“Reconciliación y penitencia” constata que la cultura actual padece una pérdida progresiva del sentido del pecado y enumera una serie de causas que motivan esta situación. También se detiene en la distinción entre pecado personal y social. Subraya la división entre pecado mortal y venial, pero rechaza la división entre mortal, grave y venial. Hace una reinterpretación de lo que es válido en la teoría de la “opción fundamental”.
Después de este importante documento, el Magisterio de la Iglesia ha elaborado otros dos de un extraordinario valor, ambos en el pontificado de Juan Pablo II: El Catecismo y la encíclica “Veritatis splendor”. Los dos hacen continuas alusiones a “Reconciliación y penitencia”. El Catecismo expone una enseñanza sistemática sobre el pecado (números 1846-1876), mientras que la encíclica toca temas puntuales, saliendo de nuevo al paso de algunos errores morales que, por su importancia, veremos en el capítulo siguiente.


Pecado y conversión (y III)
Para terminar este capítulo dedicado al tema del pecado y la conversión, exponemos en esta lección algunos de los errores teológicos existentes en la actualidad sobre la cuestión. Vamos a seguir el desarrollo que hace la encíclica “Veritatis splendor” de Juan Pablo II, verdadero hito en la historia de la Teología Moral por su claridad y profundidad.
El primero de los errores actuales que señala la encíclica “Veritatis splendor” es la distinción entre actos “morales” y “pre-morales”. El Magisterio de la Iglesia niega esa distinción. Esta distinción es propuesta por algunos moralistas con el fin de justificar una autonomía de la libertad y de la conciencia frente a una concepción excesivamente rigorista de la normativa moral cristiana. La “Veritatis splendor” denuncia este error y afirma: “Queriendo mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica entre un orden ético -que tendría origen humano y valor solamente mundano- y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar con las determinaciones normativas verdaderamente objetivas, es decir, adecuadas a la situación histórica concreta” (nº 37). El primer nivel del “orden ético”, señalaría los llamados “valores pre-morales”, mientras que el segundo constituiría los “valores morales” propiamente dichos. Así, por ejemplo, algunos de los actos cometidos en el cuerpo humano no merecerían la categoría de pecado, dado que son “actos físicos” y por ellos representan tan sólo valores pre-morales.
 
En definitiva, este error moral pretende separar algunas zonas del comportamiento humano -como todo lo que tenga que ver con el cuerpo- de otras, para quitarle a las primeras la categoría moral y, por lo tanto, para justificar lo que se pueda hacer con ellas porque no estarían revestidos esos actos de contenido ético. Volviendo al ejemplo utilizado, con el cuerpo se podría hacer cualquier cosa y nada sería pecado. Juan Pablo II denunció este error, porque rompía con una idea fundamental de la antropología: la unidad radical entre cuerpo y alma, pues los que defienden esa tesis lo que afirman, en el fondo, es que sólo se puede pecar con el alma pero nunca con el cuerpo.
 
Otro error denunciado en la “Veritatis splendor” es la distinción entre dos categorías de pecados mortales, uno al que se seguiría llamando mortal y otro, de rango menor e intermedio entre éste y el venial, al que se llamaría “pecado grave”, pero que no rompería la unión con Dios y no imposibilitaría para la comunión. Según este error denunciado por Juan Pablo II en su encíclica, habría tres tipos de pcados y no dos como hasta ahora: leve o venial, grave y mortal. Juan Pablo II afirma en la encíclica: “Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que viene realizado a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se le puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En este sentido -añaden- es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Cristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la ‘materia’ misma de sus actos” (nº 69).
 
Lo que el Papa advierte y denuncia es que, con esta distinción, desaparecen en la práctica los pecados mortales, pues para eso haría falta no sólo cometer un acto objetivamente grave, sino tener la intención de romper con Dios. El acto en sí mismo no es suficiente si falta esa intención. Juan Pablo II recuerda en la “Veritatis splendor” que la doctrina de la Iglesia establece con toda claridad que son los actos los que expresan las intenciones y que por el camino de rebajar la gravedad de los actos sólo se llega a una banalización del comportamiento humano, según la cual todo el mundo puede hacer lo que quiera con tal de que en el fondo no tenga ganas de herir a Dios. A Dios se le hiere, y gravemente, cuando se hace daño al hermano, al margen de las ganas o no que se tengan de romper con el Señor.
Otro de los errores que la “Veritatis splendor” denuncia es el de la negación de la existencia de actos intrínsecamente malos. Como ya se vio en lecciones anteriores, algunos teólogos consideran que la moralidad de los actos se debe decidir no por el acto en sí, sino sobre todo por el fin con que se hace el acto y por las circunstancias que lo rodean. Teniendo en cuenta esto, concluyen esos teólogos, es muy difícil que se den actos que sean malos en sí mismos. Para estos teólogos, cuyas teorías son condenadas por la Iglesia, la conciencia está por encima de la norma objetiva, la ley natural no tiene vigencia ya y, por lo mismo, tampoco tiene vigencia una ley ética objetiva y universal.
A esta peligrosa teoría respondió Juan Pablo II en la encíclica con serias afirmaciones de rechazo: “Los preceptos morales negativos, es decir, aquellos que prohíben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima, no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la ‘creatividad’ de algunas determinaciones contrarias” (nº 67). “La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la Sagrada Escritura. El Apóstol Pablo afirma: ‘¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces entrarán en el Reino de Dios’. Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos ‘irremediablemente’ malos por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona” (nº 81).
“En la existencia de los actos intrínsecamente malos se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello” (nº 83). “Ante normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie” (nº 96).
El último de los errores a destacar, es el de la acusación que se hace al Magisterio de caer en un rigorismo moral. Para Juan Pablo II no hay ninguna duda acerca de la misericordia divina, que sobrepasa todo límite en perdonar al hombre y reconocer su debilidad: “En este contexto 8la muerte redentora de Jesús) se abre el justo espacio a la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias” (nº 104).

Dios siempre está dispuesto a perdonar al pecador que se arrepiente. Jamás la Iglesia ha puesto esto en duda. Lo que sucede es que hoy la cuestión está planteada en otros términos y se pretende no que Dios perdone al pecador, sino que el pecador no tenga nada de qué pedir perdón porque cree que el pecado que comete no es tal pecado. 


La virtud de la Religión
Se llama virtud a un hábito adquirido que concierne a un comportamiento bueno. Se llama vicio justo a lo contrario: el hábito de un comportamiento malo. Una virtud ignorada es la de la religión, que se refiere al tipo de relación que de forma habitual tenemos con Dios, cuando esta relación es buena, mientras que sería un vicio cuando esta relación es mala.
La virtud de la Religión concierne a las relaciones del hombre con Dios, en tanto que Dios es origen y fin de la existencia humana. Los manuales clásicos de Teología Moral empezaban con este tema, que se consideraba el principio y fundamento de una moral religiosa, de una moral propia de un creyente. Por desgracia, hoy se ha prescindido de esto y la moral concierne sólo al estudio de las relaciones del hombre consigo mismo o con los otros hombres, olvidando las obligaciones que el hombre tiene con Dios, obligaciones que son determinantes para cualquier moral que se dirija a creyentes y, desde luego, para la moral católica.
 
Sin embargo, la virtud de la Religión -las relaciones entre el hombre y Dios y las obligaciones que se desprenden de esas relaciones para el hombre con respecto a Dios- tiene un claro fundamento bíblico. Entre otras cosas, la moral cristiana se va a diferenciar de la moral filosófica por su origen, ya que no se guía exclusivamente por la razón ni se fundamenta sólo en la ley natural, sino por el cumplimiento de los preceptos que Dios impone al hombre para que se conduzca conforme a su dignidad, hecho a “imagen de Dios”.
 
Además de la fundamentación bíblica de la virtud de la Religión, está también lo que los teólogos llaman “fundamentación teologal”, que es la que proclama la llamada a la santidad como estímulo para alcanzar la plenitud de la existencia. Tener en cuenta la virtud de la religión eleva los niveles éticos y evita que estemos siempre regateando para rebajar los mínimos y hacer de la moral una trampa que sirva para engañar a la conciencia. Dios es insobornable y serán nuestros deberes para con Dios -que son los que recoge la virtud de la religión- los que nos impedirán negar teórica y prácticamente nuestros deberes para con los hombres. Hoy vemos con claridad cómo la ética filosófica -la que no tiene en cuenta a Dios- ha ido disminuyendo progresivamente sus exigencias y da por buenos comportamientos que hasta hace muy poco eran juzgados muy negativamente. No hay motivos para pensar que esta tendencia vaya a cambiar en el futuro y por eso es más importante que nunca reafirmar la validez de la virtud de la religión, que es la que va a marcar, desde el principio, la diferencia entre ética civil y ética cristiana.
 
En un mundo en el que crece la increencia, en el que cada vez son más los que viven “como si Dios no existiera”, y en el que la mayoría de los intelectuales no duda en afirmar que “la pregunta sobre Dios carece de sentido”, se hace difícil proponer una moral basada en motivos religiosos, además de los motivos humanos. Pero, a la vez, es más necesario que nunca hacerlo. Al menos nosotros, los cristianos, y es posible que cada vez más personas de buena voluntad y recto juicio, somos conscientes de que la salida de la crisis no es posible con una ética que tiende a rebajar continuamente los mínimos, a pedir menos y a justificar más; es necesario volver a los valores éticos que proclama el cristianismo. Esta convicción debe animar a la Iglesia en su presentación firme y valiente de una moral que se basa en la revelación y que empieza por presentar y defender los derechos de Dios y los deberes para con Dios.
 
Entrando ya en el objeto y en el fin de la virtud de la Religión, tenemos que decir que la Religión es la virtud que da culto a Dios. Así lo definió Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica. Hay que distinguir entre una forma natural de la virtud de la Religión y una forma sobrenatural de la misma. La Religión en cuanto virtud natural es la que tiene por fin dar culto a Dios, agradar a Dios; el hombre sabe que Dios es el fin de su vida y lo reconoce prestándole adoración. La Religión en cuanto virtud sobrenatural va más allá y por ella Dios se convierte en el objeto final de las tres virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y no sólo en el objeto -o sujeto- que se adora. Por la primera, la virtud natural, el hombre intuye la existencia de Dios y le da culto de adoración de forma espontánea, natural; por la segunda, la virtud sobrenatural, el hombre sabe que debe tener fe en Dios, radicar en él su esperanza y amarle con todo el corazón. El cristiano debe vivir las dos dimensiones de esta virtud, sin pararse en la primera. Como enseña San Agustín: el cristiano “da culto a Dios con la fe, con la esperanza y con la caridad”.
 
Pero, ¿cuáles son los deberes del hombre para con Dios que recoge la virtud de la Religión vista desde la perspectiva natural y desde la sobrenatural? ¿cuáles son esos deberes para un cristiano?. El teólogo Aurelio Fernández, en su magnífico libro “Compendio de Teología Moral” (Ed. Palabra, Madrid 1995) cita algunos de ellos: la gloria de Dios, el culto a Dios y la relación entre el culto y la fraternidad humana. Habría que completar estos “deberes” para con Dios con las consecuencias de las tres virtudes teologales antes citadas: la fe, que implica que Dios tiene derecho a que sigamos creyendo en su amor en medio de las pruebas de la vida; la esperanza, que supone que Dios tiene derecho a que no desconfiemos nunca de su providencia y de su misericordia; la caridad, que implica que Dios tiene derecho no sólo a ser respetado sino también a ser amado, y que, ligado a ello, tiene derecho a que le demostremos ese amor a través del amor al prójimo.
 
En cuanto a los deberes clásicos, la “gloria de Dios” significa que el hombre tiene el deber de reconocer la grandeza de Dios y, como consecuencia, que no debe “adorar” otros grandes (ideologías políticas, el dinero, el placer...). Significa también que no debe buscar su gloria personal encumbrándose hasta sufrir la tentación de hacerse como Dios.
El deber del culto a Dios tiene, a su vez, distintas manifestaciones, una de las cuales es la participación en el culto cristiano, la Eucaristía (sería la aplicación práctica del tercer mandamiento). Pero también es una forma de dar culto a Dios el culto que se da a la Virgen María y a los santos, sabiendo siempre que a éstos no se les “adora” -pues la adoración está reservada sólo a Dios-, sino que se les “venera”, ya que son sólo seres humanos, por muy buenos que hayan sido. Venerar es reconocer los méritos de alguien por lo cual se le respeta. Se le llama también culto de “dulía” y tiene en cuenta la creencia de que pueden interceder por los hombres. La Virgen merece, entre todos los santos, una especial veneración; es decir, se debe reconocer su grandeza, se ha de respetar su persona y por todo ello se la venera; su culto se llama de “hiperdulía”, lo que significa que es superior a los santos, pero inferior al que se debe a Dios, que es un culto de “latría”. En cuanto al culto a la cruz o a las imágenes, la Iglesia lo permite por lo que representan. Otro elemento del culto es el concerniente a los difuntos, por los cuales se intercede por la solidaridad cristiana que brota de la caridad y porque se cree en la existencia de esa situación transitoria que se llama Purgatorio.


Deberes religiosos del cristiano (I)
Tras haber visto, en el capítulo anterior, en qué consiste la virtud de la religión, vamos a analizar ahora cuáles son los deberes que se desprenden del ejercicio de esa virtud. Son cuatro: la adoración, la acción de gracias, la oración de petición y el desagravio. El acto cumbre en el que se ejercitan estos deberes es la celebración de la Eucaristía, que veremos en el siguiente capítulo.
Cuando el cristiano acoge la “llamada” de Dios y le “responde” hace lo siguiente: le adora como consecuencia de la fe, le da gracias porque le ama, se arrepiente porque reconoce que le ofendió y le pide ayuda, pues confía en que sus múltiples necesidades serán atendidas por el poder de su Padre, Dios. Dentro de la espiritualidad del agradecimiento, típica de los Franciscanos de María, habría que incluir dos notas más: el amor, que antecede a las otras, y el ofrecimiento, que las clausura. Por eso, la oración propia de esta institución católica es: “Jesús, te quiero, te adoro, te doy gracias, te pido perdón, te pido gracias y me ofrezco a ti”.
 
La adoración brota en la conciencia del hombre religioso de dos convicciones profundas: la grandeza de Dios y la limitada condición de su propio ser. “Tú eres todo y yo soy nada”, decía San Francisco de Asís meditando sobre la grandeza de Dios y su propia pequeñez. De esta doble percepción, brota la adoración, que consiste en colocar a Dios en su lugar, el primero, el único en que puede estar Dios, y en colocar al hombre en el suyo: por debajo de Dios y no por encima de Él. Otra consecuencia de la adoración es la relativización de todo lo demás, personas, ideologías, cosas, etc. Nada puede estar en el primer lugar, a excepción de Dios. No se puede adorar al dinero -”no podéis servir a dos señores”-, al sexo, al poder, al partido político, a la patria. Todo tiene que estar supeditado a Dios y, como consecuencia, a las leyes morales que emanan de Dios. Gracias a esta primacía de Dios, el cristiano sabe que no puede matar por dinero, por poder o por cualquier otra causa; tampoco puede matar por Dios, pues el Señor en el que cree es el del amor, el de la vida; cuando esto lo ha olvidado, se ha equivocado siempre.
 
La percepción de la grandeza de Dios y de la propia pequeñez tiene, además, otra consecuencia: hace más fácil aceptar el misterio, aceptar que no podemos entender del todo los planes de Dios. Muchas de las crisis de fe de nuestros contemporáneos tienen su origen no en el aparente “silencio de Dios” , ligado a la existencia del mal y del dolor, sino en la soberbia del hombre, fruto de la escasa adoración a un Dios al que ya no se considera como a un superior, sino como a un igual o incluso como a un inferior.
 
El agradecimiento sigue a la adoración, pues el sentimiento de pequeñez ante la grandeza de Dios nos alienta a ser agradecidos. Por eso San Agustín repetía una y otra vez: “Que yo te conozca, Señor mío, y que yo me conozca”. En la medida en que se conoce quién es Dios, cuál es su grandeza, y quién es el ser humano, su pequeñez, en esa medida surge la gratitud hacia un Dios que ha amado tanto a alguien que no se lo merece. En el Antiguo Testamento está presente la acción de gracias, aunque con menos intensidad que la adoración. Es más frecuente esta actitud en los Salmos, por ejemplo en el 116. Al instar a los creyentes a dar gracias, se está buscando llevar a cabo una acción educativa, la de evocar los favores recibidos por parte de Yahvé. En el Nuevo testamento vemos a Jesús dando gracias al Padre con frecuencia: porque ha revelado los misterios del Reino a los pequeños (Mt 11, 25-26; Lc 10,21), por haberle escuchado (Jn 11,41), antes de la multiplicación de los panes (Jn 6,11), etc. Él mismo reclama el agradecimiento de los diez leprosos curados (Lc 17, 14-18). San Pablo va a ser el gran difusor de esta actitud; en conjunto, la palabra “eucaristía” (acción de gracias) va a aparecer 54 veces en el Nuevo Testamento y el apóstol une el don de la fe con el de la gratitud, hasta el punto de que comienza muchas de sus cartas de esa manera: Rm 1,8; 1Cor 1,4; Ef 1,3; Col 1,3; Fil 1,3; 2Tim 1,3; 1Tes 1,2). En cuanto a los motivos de agradecimiento, San Pablo da gracias por encontrarse con los hermanos, por el crecimiento de la fe.... Llega al extremo de considerar el agradecimiento como un deber, como un mandamiento (1Tes 5,18; Col 3,15).
 
La oración de petición, al contrario que la de agradecimiento, es instintiva y está presente en todas las religiones y, por lo tanto, también en el cristianismo. Por ella, el hombre expone ante Dios sus necesidades, convencido de que puede ayudarle. Vemos a Cristo llevarlo a cabo y enseñando a hacerlo (el Padrenuestro), así como aconsejandco que se haga: “Pedid y se os dará, porque el que pide recibe...” (Mt 7, 7-11).
 
Pero esta oración no debe limitarse sólo a las cosas materiales. De hecho, la vida moral cristiana es tan exigente que nuestra primera petición tiene que ir dirigida a solicitar de Dios las fuerzas para poder hacer el bien y evitar el mal (“sin mí no podéis hacer nada”, dijo el propio Cristo, Jn 15,5). San Pablo lo experimentó muchas veces y lo expresó en aquella frase tan importante: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4,13). En consonancia con todo ello, la Iglesia nos enseña que no podemos hacer el bin sin la ayuda de Dios, por lo que no debemos sentirnos orgullosos del bien que hemos hecho como si fuera obra exclusivamente nuestra. Además, la oración de petición nos ayuda a profundizar en la virtud de la humildad, pues al reconocernos pequeños y necesitados estamos admitiendo que Dios es más grande que nosotros, más fuerte, más sabio, más poderoso. Por último, no hay que confundir la petición con la exigencia y mucho menos con el chantaje. Aunque que no nos demos cuenta, pocas veces pedimos; casi siempre exigimos, ordenamos e incluso amenazamos; de hecho, cuando uno ha pedido y no ha obtenido lo solicitado, no se enfada, mientras que nosotros cuando eso ocurre nos enfadamos con Dios e incluso nos alejamos de Él.
 
En cuanto al desagravio, está ligado a la petición, pero en este caso a la solicitud de perdón por los pecados, propios o de otros, y al ofrecimiento de una satisfacción a cambio. En el Antiguo Testamento esto está muy presente y también aparece en el Nuevo, hasta el punto de que es el propio Cristo quien se ofrece en actitud de desagravio y satisfacción al Padre, como el “cordero inocente que quita el pecado del mundo”. En este caso, Jesús no está pidiendo perdón por sí mismo, por sus propios pecados, sino por los de los demás. La vida de Jesús se entiende como el cumplimiento de su misión de Redentor. Así le presenta Juan el Bautista (Jn 1,29) y su muerte en la cruz es interpretada por el Nuevo Testamento como una muerte en satisfacción por los pecados del mundo. Pablo lo expresará así en 1 Cor 15,3: “Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras”.
 El ofrecimiento, está ligado al desagravio y a la satisfacción por el daño propio infringido a Dios y por el daño que los otros le han hecho. Pero, sobre todo, va unido a la acción de gracias, como fruto del amor recibido de Dios. ese amor sembrado por Dios en el corazón del hombre, fructifica en amor al Dios que tanto nos ha amado. El “te quiero” se traduce en una pregunta: “¿qué puedo hacer por ti?” y en un ofrecimiento: “hágase en mí según tu palabra”. 


Deberes religiosos del cristiano (II)
Terminamos de ver, con esta lección, los deberes religiosos del cristiano. Además de la oración, con sus cuatro características, vistas en el capítulo anterior, veremos ahora la celebración de la Eucaristía en el domingo, “día del Señor”, así como lo concerniente a los juramentos y a los votos. La importancia de la Eucaristía es plena, pues es acto de culto y también de gratitud.
Cuando se estudian los deberes religiosos del cristiano, no hay que olvidar que, ante todo, tienen como modelo a Jesucristo. La moral cristiana es una moral religiosa y por ello contempla en primer lugar las relaciones del hombre con Dios. Pero sólo es propiamente una moral cristiana cuando imita la vida de Jesucristo. Éste es siempre el punto de referencia para todo. Pues bien, cuando nos fijamos en Jesús, vemos que -por ser hombre a la par que Dios- llevó a cabo los actos de culto propios de la religión en que nació: el judaísmo. Oraba, asistía a la sinagoga, peregrinaba al Templo de Jerusalén. Y también, aunque con libertad, respetaba el sábado judío.
Es en este respeto del sábado donde se va a enraizar el precepto dominical del cristiano, tal y como se entendió y practicó desde los primeros pasos de la nueva religión.
Para Israel, el descanso sabático es importante porque indica la soberanía de Dios sobre el pueblo. Muy pronto este precepto de descanso, de “día consagrado al Señor”, fue legislado (Ex 20, 8-11; Dt 5, 12-15). Era tan importante su observancia que se convirtió en el termómetro que medía el resto del cumplimiento de los preceptos morales impuestos por Dios a su pueblo elegido. Si la gente respetaba el sábado, también respetaba el resto. Si no lo hacía, tampoco cumplía las demás obligaciones éticas.
Debido a esta importancia, se legisló con tanta minuciosidad sobre el descanso sabático que se determinaron 39 tipos de trabajo que no era lícito realizar.
La actitud de Jesús contrasta con esta mentalidad tan estrecha y eso le causa al Señor graves problemas. Las curaciones llevadas a cabo en sábado, por ejemplo, fueron uno de los motivos iniciales de enfrentamiento con sacerdotes y fariseos. Para Cristo, el amor es la ley suprema y no hay rito o culto que lo pueda sustituir y que esté por encima. Sin embargo, eso no significa que el cumplimiento de los actos litúrgicos ya no sea necesario, como algunos interpretan hoy.
 
Los primeros cristianos, que tenían fresca la imagen de Cristo y su comportamiento, nunca dejaron de practicar sus deberes religiosos en sábado. Sin embargo, poco a poco, se comenzó a llevar a cabo esos mismos deberes en el primer día de la semana, en honor a la resurrección de Cristo; día que, más tarde, se llamaría “domingo” o “día del Señor” y que terminaría por reemplazar al sábado, como un distintivo propio de los seguidores de la nueva religión. En Troade, por ejemplo, los cristianos se reúnen con Pablo para celebrar la Eucaristía “el primer día de la semana” (Hch 20,7) y en la Didache (XIV, 1), que nos cuenta cómo vivía la Iglesia en los primeros años, se habla ya del “día del Señor” como fecha dedicada al culto cristiano, coincidiendo con el primer día de la semana. Pero no fue fácil para la comunidad naciente abstenerse de trabajar en una fecha que era laboral para todos. Tuvo que compaginar su fe con unas obligaciones que no siempre podía eludir. Hasta el edicto de Milán no se obtuvo el permiso para poder descansar en ese día. Por fin, el 3 de julio de 321 se prohibieron las actividades judiciales, con lo que el descanso dominical se extendió pronto a otras profesiones. La normativa civil primero y la eclesiástica después fueron legislando en torno a la abstención del trabajo y a cómo celebrar el “día del Señor” (dies Domini).
 
Actualmente, la Iglesia nos pide que ese día los bautizados lo dediquen a recordar su vocación de seguimiento de Cristo y a dar gracias por haber sido salvados. También se pide que se emplee un tiempo a la instrucción religiosa y a la plegaria cristiana, especialmente mediante la participación en la Eucaristía, que es obligatoria, bajo pena de pecado mortal. Así mismo, se pide que se abstenga del trabajo, salvo graves necesidades, y que se dedique al descanso, a la familia y a las obras de caridad.
Pero no basta con saber que el domingo no hay que trabajar y que si no se va a misa se comete un pecado mortal. Dios espera, además, de nosotros que aprovechemos ese día de descanso para estar más con él, para avanzar en el camino de la santidad. La participación en la Eucaristía debería servir para ello. Por eso es muy importante enseñar al pueblo cómo debe ser su participación en ella. Hay que cumplir, en primer lugar, algunas normas básicas, que más que religiosas son humanas, de buena educación: llegar a tiempo, no molestar (por ejemplo, si se acude con niños pequeños, procurar que éstos no disturben la celebración), estar atentos y sin hablar. Después hay que saber qué hacer en cada momento de la misa.
El laico no debe olvidar que es también sacerdote, pues por el bautismo participa en el sacerdocio real de Jesucristo. Eso le convierte en “celebrante” de la Eucaristía, aunque no del mismo modo que el sacerdote presbítero que la preside. El laico ejerce su sacerdocio convirtiéndose en mediador entre Dios y los suyos (su familia, por ejemplo) cuando, al comenzar la misa, pide perdón no sólo por sus pecados sino también por los de aquellos a los que representa ante Dios. Luego escucha la Palabra y se instruye para poder enseñar a los demás. En la oración de los fieles va a suplicar al Señor por todos aquellos que le han rogado oraciones. En el ofertorio va a ofrecer al Señor sus sufrimientos por la conversión de los suyos, tal y como Cristo hizo en la Cruz. Estos sufrimientos ofrecidos, representados por la gota de agua que el presbítero añade al vino antes de consagrarlo, son aceptados por Dios en la consagración y se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Después, reza el Padrenuestro en nombre de los suyos y no sólo en nombre propio, así como da la paz a todos, incluidos, simbólicamente, sus enemigos. En la acción de gracias después de la comunión no sólo agradece los favores personales sino también los que los suyos han recibido y por los que, quizá, ellos no están dando gracias, provocando así el enfado de Dios. Por último, recibe la bendición y es portador de la misma para todos los de su casa.
Otros dos aspectos completan los deberes religiosos del cristiano: el juramento y el voto. El primero representa tomar a Dios por testigo de algo que se propone como una verdad o como promesa de algo que se va a cumplir. Puede ser privado o público. Jesús restringió el uso del juramento y la Iglesia condiciona su utilización al cumplimiento de tres condiciones: verdad, necesidad y justicia. En cuanto al voto, tiene un alto sentido religioso, dado que mediante él una persona puede dedicarse plenamente al servicio de Dios. Su dispensa está regulada con detalle por la Iglesia y su incumplimiento constituye en sí mismo un pecado grave, salvo que haya cesado la obligación de cumplirlo. Junto al voto está la promesa, hecha con sentido religioso. En este caso, su incumplimiento no lleva consigo un pecado grave, aunque eso no debería significar que se puede dejar de cumplir sin más, pues todo incumplimiento de algo prometido ofende a Dios.


Pecados contra la virtud de la Religión (I)
Una vez vista, en las lecciones anteriores, la virtud de la Religión, vamos a estudiar ahora los pecados contra esta virtud. Pueden ser por defecto (cuando no se da a Dios el culto debido) -el ateísmo, el agnosticismo, la blasfemia o el sacrilegio- o por exceso (cuando se da a Dios un culto indebido) -la superstición y la idolatría-.
La gravedad del pecado está en razón directa del mal que encierra en sí y en que vaya directamente contra Dios o sólo lesione algún valor de la vida humana. Pues bien, los pecados contra la virtud de la religión tienen una especial gravedad, por cuanto conllevan una ofensa directa a Dios.
Además, estos pecados tienen un “efecto secundario”, pues si se ofende a Dios, el hombre suele buscar una justificación, que consiste en culpar al propio Dios de aquello que motiva la ofensa. Esta actitud inicia el itinerario del alejamiento de Dios, que puede acabar en negarlo. Por eso, en la cúspide de estos pecados está el odio a Dios.
El rechazo de Dios está expresado por estos pecados: ateísmo (negación de Dios), agnosticismo (indiferencia ante él) y desprecio (blasfemia y sacrilegio).

Ateo es el que niega la existencia de Dios. Tiene orígenes diversos, desde los propiciados por sistemas filosóficos materialistas hasta los que consideran que la existencia del mal en el mundo demuestra que Dios no existe. Si bien es a Dios a quien corresponde juzgar la culpabilidad de cada persona, se puede afirmar que el ateísmo en sí mismo es un pecado. Así, San Pablo no exime de ese pecado a los paganos, por cuanto “no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios” (Rom 1, 29-30). El Concilio Vaticano II enseña que los ateos “no carecen de culpa” (GS 19). Y el Catecismo afirma que “el ateísmo es un pecado contra la virtud de la Religión” (2125). A veces se llega al ateísmo como consecuencia de pecados personales que no se pueden o no se quieren evitar, tal y como enseña la máxima “si no vives como piensas, terminarás por pensar como vives”.
Agnóstico es el que defiende que la razón humana no puede justificar la existencia de Dios, por lo que él ni afirma ni niega que exista, por lo cual se mantiene al margen del problema. La mayor parte de los agnósticos son ateos prácticos, en el sentido de que resulta muy difícil, por no decir imposible, “vivir como si Dios no existiera” -que es la máxima del agnosticismo- sin llegar a la conclusión -teórica o práctica- de que Dios no existe. Sin embargo, muchos de los agnósticos no se consideran a sí mismos ateos por algunas de estas causas: - el ateísmo no está bien visto a causa de la militancia tan activa en contra de la Religión que tuvo en otras épocas, por lo que el agnóstico opta por no adoptar una postura beligerante; -el ateo tiene que probar la no existencia de Dios, mientras que el ateo ni siquiera se complica la vida con eso y adopta una postura más cómoda; - el ateísmo científico pretendía demostrar que la ciencia negaba a Dios, mientras que el científico agnóstico actual sostiene que a él le bastan las ciencias experimentales y no necesita buscar razones más profundas que respondan al qué y por qué de las cosas. desde el punto de vista de la teología moral, el agnosticismo es más peligroso que el ateísmo, pues se suele identificar con un planteamiento de comodidad; además de no profesar religión alguna, tampoco inquieta a la razón en la búsqueda de la verdad, ni incomoda a la conciencia en relación al bien y al mal. desde el punto de vista ético, el agnóstico suele adoptar una conducta independiente de toda instancia externa a él, dándose a sí mismo los criterios de bien y de mal, criterios que tiende a modificar en función de las conveniencias o de la evolución de las opiniones ambientales.
 
La blasfemia consiste en la injuria directa, de pensamiento, palabra u obra contra Dios. En sí mismo, es un pecado irracional, pues si se insulta a Dios es porque se cree en él y si se cree en su existencia es incomprensible que se le ofenda. Sin embargo, suele suceder que en realidad la blasfemia, aunque formalmente vaya dirigida contra Dios, en realidad esté buscando ofender a los seguidores de Dios. No se cree en el Dios al que se insulta, pero se sabe que, al hacerlo, se hiere a las personas que sí creen en él. Aunque las blasfemias no son sólo contra el Dios cristiano, son las más frecuentes, en parte debido a la cobardía que caracteriza a los blasfemos, ya que saben que insultar al Dios cristiano les sale gratis, mientras que hacerlo con el Dios musulmán -por ejemplo- les puede suponer ser víctimas de la ira violenta de los creyentes en él. La blasfemia también se puede referir a la Santísima Virgen, a los santos o incluso a la Iglesia, tal y como enseña el Catecismo: “La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión” (nº 2148). Dentro de la blasfemia está también el pecado contra el Espíritu Santo, condenado expresamente por Jesús (Mt 12, 31-32), que consiste en oponerse de modo directo a la fe y rechazar todo lo que está relacionado con Dios; quien toma esta postura es incapaz de arrepentirse, pues se gloría de lo que hace, y por eso no puede ser perdonado. También está relacionado con la blasfemia el uso vano del nombre de Dios, así como el uso de su nombre en rituales de magia (Catecismo, nº 2149).
El sacrilegio es el trato indigno a lo sagrado, que equivale a una profanación. Hay un sacrilegio personal, cuando una persona consagrada sufre violencia; el sacrilegio contra el Papa lleva implícita la excomunión. Se llama sacrilegio “real” al que se hace contra las cosas dedicadas al culto divino, como por ejemplo comulgar en pecado mortal o profanar las hostias consagradas; esto último está también sancionado con excomunión. Se llama sacrilegio “local” el uso indigno de un templo o el derramamiento de sangre dentro de él, excepto en caso de legítima defensa.
El uso indebido de Dios y de las cosas referidas a él supone también un pecado. Se hace mediante la superstición y la idolatría.
La superstición es, según el Catecismo, la atribución de poderes mágicos a ciertas prácticas, prescindiendo de las disposiciones interiores (nº 2111). Nacen del temor y del interés por obtener algunos beneficios y no del deseo de amar a Dios. Un ejemplo son las llamadas “cadenas de oraciones”, que han de transmitirse a otros bajo el riesgo de que si no lo haces te sobreviene algún mal. Ligado a la superstición está la adivinación -deseo de averiguar el futuro- o la misma magia. Ambos han sido severamente condenados ya desde el Antiguo Testamento.
 La idolatría es el culto a dioses falsos o el culto dado a criaturas o ideologías a las que se pone en el primer lugar de la vida, suplantando el puesto que debe ocupar sólo Dios. Así se puede “idolatrar” a una persona, a la que se ama más que a Dios, o a un partido político, al que se sigue apoyando a pesar de que lleva a cabo actuaciones o promueve leyes que van directamente contra lo que enseña la doctrina de la Iglesia. También, y es muy frecuente, se puede idolatrar al dinero, al sexo o al poder.


Pecados contra la virtud de la Religión (II)
Además de los pecados contra la virtud de la Religión vistos en el capítulo anterior, hay otros. Entre ellos están la adivinación, el perjurio, la pertenencia a las sectas y también la pertenencia a la masonería. Este último, por el interés que suscita, merecerá la mayor parte del espacio de este capítulo. De hecho, la masonería hoy es más actual que nunca.
La adivinación es un pecado contra la virtud de la Religión debido a que supone la aceptación fatalista de la historia. Además, es un pecado por los medios utilizados, que van desde la interpretación de las cartas, las rayas de las manos, los horóscopos, hasta las prácticas espiritistas o incluso el recurso a fuerzas diabólicas.
 
Sobre esto, el Catecismo dice lo siguiente: “Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos y otras prácticas que equivocadamente se supone desvelan el porvenir. La consulta de horóscopos, la astronomía, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a ‘mediums’ encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor de Dios y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios” (nº 2116).
 
En cuanto a la pertenencia a las sectas, como es lógico, está prohibido por la Iglesia y se considera un pecado contra la Religión. Ciertamente, muchas de las personas que las frecuentan, lo hacen porque consideran que están en la verdadera religión. Pero no faltan católicos que se acercan por curiosidad, para recibir ayudas materiales o a veces simplemente como una medida de protesta contra su propia religión por el comportamiento de algún sacerdote o porque Dios no atendió como ellos querían sus peticiones. Estos cometen un pecado, pues están poniendo en grave peligro su fe, al acercarse a instituciones que con facilidad pueden envolverles en las redes del engaño, sobre todo porque los que así hacen suelen ser personas con poca formación teológica y espiritual. Hay sectas, como la conocida en Europa y parte de América con el nombre de “Pare de sufrir”, que manipulan groseramente la necesidad de ayuda que tiene el hombre que sufre, para sacarle todo el dinero posible, con la promesa de que cuanto más dinero dé, más le va a ayudar Dios. Este abuso del sufrimiento humano es gravísimo por parte de los dirigentes de la secta, pero también pecan los que acuden a esos actos, pues en el fondo están intentando comprar a Dios, sobornar a Dios, pensando que el Señor es un ser cruel e indiferente al sufrimiento humano y que sólo ayuda al hombre si éste le da dinero en abundancia. Es verdad que los líderes de la secta justifican la necesidad de recaudar dinero con los gastos que implica la evangelización o incluso la caridad, pero ni eso es así ni tampoco se puede recurrir al soborno de Dios, tratándole como a un político corrupto al que hay que pagar para que te conceda lo que deseas.
 
En cuanto al perjurio, entraña siempre una falta moral grave, pues supone apelar a la dignidad de Dios para garantizar un asunto entre los hombres. Por ello, quien haya hecho un juramento y no lo cumpla comete un pecado grave. “Es perjuro quien, bajo juramento, hace una promesa que no tiene intención de cumplir, o que, después de haber prometido bajo juramento, no la mantiene. El perjurio constituye una grave falta de respeto hacia el Señor que es dueño de toda palabra. Comprometerse mediante juramento a hacer una obra mala es contrario a la santidad del Nombre divino” (nº 2152).
 
La participación en la masonería -o en las masonerías, pues hay distintas ramas u obediencias- Está rigurosamente prohibida por la Iglesia. La primera condena de la que hay constancia es de Clemente XII, con la constitución "In eminenti", del 24 de abril de 1738. A partir de entonces, las condenas se repiten de forma periódica y en gran número. León XIII, muy preocupado por este tema, en su Encíclica "Humanun genus" (20 de abril de 1884) la caracterizaba con una serie de notas: organización secreta, naturalismo doctrinal, enemigo astuto y calculador del Vaticano, negadora de los principios fundamentales de la doctrina de la Iglesia. El Código de Derecho Canónico de 1917 -promulgado por el Papa Benedicto XV- establecía la pena de excomunión, de manera automática, para los católicos que se afiliasen a la masonería, excomunión que sólo podía levantar la Santa Sede. (canon 2335). Pío XII, el 24 de junio de 1958, señaló como "raíces de la apostasía moderna, el ateísmo científico, el materialismo dialéctico, el racionalismo, el laicismo, y la masonería, madre común de todas ellas". Pero después se fue haciendo presente en la Iglesia más liberal una tendencia a conciliar la masonería con la fe. Ante el peligro que esto suponía, el cardenal Sepe, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 19 de julio de 1974, escribió una carta al Presidente de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, en la que señalaba que el canon 2.335, como toda norma penal, debía interpretarse restrictivamente y que debe aplicarse a los católicos que formen parte de asociaciones que efectivamente conspiren contra la Iglesia. Ello fue interpretado, por aquellos católicos partidarios de una "apertura" hacia la masonería, como un indicio de evolución en las posturas tradicionales. Por eso resultó sorprendente que en el Código de Derecho Canónico de 1983, publicado ya bajo Juan Pablo II, ese canon desapareciera, lo que llevó a algunos a pensar que, como consecuencia, se había levantado la prohibición de participar en la masonería. Sólo se mantuvo una alusión genérica: “Quien se inscribe en una asociación que maquina contra la Iglesia debe ser castigado con una pena justa; quien promueve o dirige esa asociación, ha de ser castigado con entredicho” (canon 1374). Esta situación llevó a algunos a hacer una pregunta formal a la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida en ese momento por el cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI. La respuesta fue: “No ha cambiado el juicio negativo de la Iglesia respecto de las asociaciones masónicas, porque sus principios siempre han sido considerados inconciliables con la doctrina de la Iglesia; en consecuencia, la afiliación a las mismas sigue prohibida por la Iglesia. Los fieles que pertenezcan a asociaciones masónicas se hallan en estado de pecado grave y no pueden acercarse a la santa comunión” (“Declaración sobre la masonería”, 26-11-1983). La razón de que tal asociación no se mencione en el nuevo Código la aporta también la respuesta dada por la Congregación de la Doctrina de la Fe: “es debido a un criterio de redacción seguido también en el caso de otras asociaciones que tampoco han sido mencionadas”. 
Además de ser una asociación que históricamente ha militado y sigue militando contra la Iglesia, la pertenencia a la masonería es un pecado grave porque mediante ella se produce la abdicación de la responsabilidad de los que la integran, que frecuentemente ignoran lo que se decide en las altas esferas, estando además desarmados por la obligación del secreto.


Moral familiar (I)
Comenzamos con esta entrega un nuevo capítulo en nuestro estudio sobre la moral católica. Nos vamos a adentrar en una de las cuestiones más polémicas: la moral familiar y la moral sexual. Dedicaremos varios números a la primera y después profundizaremos en la segunda. En este primer apartado veremos en qué consiste la doctrina bíblica sobre el matrimonio.
El matrimonio no es una institución fundada por la Iglesia, puesto que existía antes que ésta. Es una institución natural, pues el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro y a esto responde la diferencia sexuada de la pareja humana. Sí se puede afirmar, además, que además de ser una institución natural es una institución religiosa, pues en todas las culturas -excepto en el secularismo actual- el matrimonio ha sido bendecido con ritos religiosos.
 
Para la tradición judeo-cristiana esto es especialmente evidente, puesto que desde el origen de la especie humana, ésta es presentada como una pareja unida en matrimonio.
 
La enseñanza del Antiguo Testamento (AT) es muy rica. Es Dios quien crea el primer hombre y la primera mujer y los crea unidos en matrimonio (Gen 1, 26-28. 2, 7. 18, 21-25). Los dos son creados a imagen y semejanza de Dios, iguales en dignidad (la traducción más correcta no sería la que afirma que los creó varón y mujer, sino varón y varona, para indicar con ello su total igualdad) y diferenciados únicamente en la condición sexual de cada uno. El origen de la humanidad, por lo tanto, está relacionado con la pareja humana, unida por un vínculo bendecido por Dios y tan fuerte que “por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer y se hacen una sola carne” (Gen 2,24). Esta unidad es tal que cabe definir al hombre por el matrimonio. Así lo reconocerá Juan Pablo II cuando afirme que el hombre “es un ser esponsalicio” (Catequesis 6-I-1980). Por todo ello, la tradición judeo-cristiana concluyó estas tres condiciones: que el matrimonio es de un hombre con una mujer, que demanda una estabilidad y que tiene una finalidad procreadora (unidad, indisolubilidad y procreación). La unidad quedaba de manifiesto en la dureza con que el mundo judío condenaba el adulterio; la indisolubilidad exigía que esa unidad no fuera ocasional ni simplemente estable sino permanente, como indica el hecho de que el texto bíblico hable de hacerse “una sola carne”, que es una manera de decir que no se pueden separar; la procreación se experimenta como un fin del matrimonio y a la vez como una bendición para los padres.
 
Sin embargo, la ruptura de la unidad matrimonial prevista por Dios no tardó en producirse y fue una de las consecuencias del pecado original. Así, Lamek, descendiente de Caín, “tomó dos mujeres” (Gen 4,19), ejemplo que fue imitado después incluso por los patriarcas y los reyes. La poligamia era practicada porque se pensaba que favorecía la población del mundo y también por motivos políticos, para estrechar lazos con los pueblos vecinos, aunque el motivo fundamental era la corrupción derivada del pecado original. La misma Biblia narra la degradación sexual existente en esa larga etapa de la historia (Gen 6, 1-3; 18-19). De hecho, cuando el pueblo de Israel se vuelve más religioso, decrece la poligamia.
 
Junto a la ruptura de la unidad se produjo la ruptura de la indisolubilidad con la aparición del divorcio. El divorcio tuvo un reconocimiento legal muy pronto, tal y como aparece en el Deuteronomio; según esta ley, si el marido encuentra en la mujer “algo que le desagrada” le puede dar el “libelo de repudio y la despide de su casa” (Dt 24, 1-4). En tal caso ambos podían contraer un nuevo matrimonio. Estas palabras tuvieron interpretaciones dispares, desde los que justificaban el repudio sólo por adulterio hasta los que interpretaban el texto al pie de la letra y lo admitían por cualquier causa. La legislación del divorcio es del siglo VII antes de Cristo, en tiempos de Josías, y pretendía regular una práctica muy extendida para evitar excesos. En realidad, se entendió esta legislación como una tolerancia ante un defecto, como una excepción a la ley original de indisolubilidad del matrimonio.
 
En el Nuevo Testamento vemos que algunas cosas siguen la línea de la tradición judía y otras se oponen a ella. Concretamente con el divorcio, hay que fijarse en la escena narrada en Mc 10, 2-12, en la que se nos muestra a unos fariseos preguntándole a Jesús sobre el repudio. Cristo lo rechaza totalmente y deja claro que en el plan original de Dios estaba la indisolubilidad del matrimonio (“lo que Dios juntó, no lo separe el hombre”). Termina esa perícopa con una sentencia clara del Maestro, hablando ahora a sus discípulos, que rechaza todo tipo de divorcio: “El que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera contra aquella, y si la mujer repudia al marido y se casa con otro, comete adulterio”. Por lo tanto, Jesús vuelve con su enseñanza a la doctrina expuesta en el libro del Génesis, según la cual el proyecto de Dios al crear al hombre establece que el matrimonio sea monogámico e indisoluble. La aceptación del divorcio que aparece en el Deuteronomio fue debido a la “dureza de corazón” de los hombres y en consecuencia Él restablece el primer modelo y queda abrogada para sus seguidores la ley divorcista atribuida a Moisés.
 
Esta exigencia del Maestro resultó sorprendente e incluso escandalosa por su dureza a los mismos apóstoles, que pidieron explicaciones cuando se encontraron a solas con Él. Sin embargo, Jesús no se dejó intimidar y mantuvo sus exigencias. Esta doctrina es recogida después por San Pablo en 1 Cor 7,11 y Rom 7, 2-3.
 
En San Mateo, sin embargo, este mismo relato incluye una excepción, según la cual el divorcio estaría permitido “en caso de adulterio” (Mt 19,9; 5, 31-32). Al estudiar este texto, algunos biblistas creen que se ha traducido mal el término “excepto” y que habría que sustituirlo por “incluso”; otros señalan que la mala traducción estaría en el término “adulterio”, que habría que sustituir por “concubinato”; otros, por último, consideran que el término empleado por San Mateo expresa el matrimonio incestuoso y, por lo tanto, como en el caso del concubinato, no habría verdadero matrimonio. En todo caso, la Iglesia interpretó siempre esta enseñanza de Jesús en sentido estricto, rechazando todo divorcio. Así lo recoge el Catecismo:
 
“En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y de la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización dada por Moisés de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón; la unión matrimonial del hombre y de la mujer es indisoluble: Dios mismo lo estableció: ‘Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre’ (Mt 19,6). Esta insistencia inequívoca en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable” (nº 1614-1615).
 
San Pablo, que se muestra tan claro en la unidad del matrimonio indisoluble, aporta otra aparente excepción, el llamado “privilegio paulino” (1 Cor 7, 12-16). Se refiere al matrimonio civil celebrado entre dos no creyentes; si después uno de ellos se bautiza y el otro no y no le permite vivir su fe y le abandona, entonces la Iglesia puede dar la dispensa de ese matrimonio civil y permitir al recién bautizado contraer nuevo matrimonio religiosos con un creyente.


Moral familiar (II)
Además de la doctrina en torno a la naturaleza del matrimonio y a la indisolubilidad del vínculo matrimonial, el Nuevo Testamento transmite otras enseñanzas sobre el matrimonio y la familia. Es, sobre todo, San Pablo quien aporta esas enseñanzas en Efesios, 1 Corintios y Colosenses, refiriéndose a las relaciones conyugales y a los deberes familiares.
En Ef 5, 22-32, San Pablo habla del matrimonio como del “sacramento grande” y lo compara nada menos que con la unión de Cristo y su Iglesia. Por lo tanto, el modelo del matrimonio cristiano es la relación Cristo-Iglesia.
 
En el aspecto moral, lo que resalta San Pablo es el amor que ha de tener el esposo a la esposa. Cinco veces repite Pablo que el “marido ame a su mujer”. El término que usa es “ágape”: no se trata de un amor carnal, interesado y quizá egoísta -”eros”, ni del amor de simple simpatía -”filía”-, sino de un amor más elevado, en la línea del amor con que Dios nos ama. Por eso pone dos puntos de referencia: debe amarla “como ama a su propio cuerpo” y “como Cristo ama a su Iglesia y se entregó por ella”.
 
Después, San Pablo concluye: “Por lo demás, ame cada uno a su mujer y ámela como a sí mismo, y la mujer reverencie al marido”. Es significativo que utilice un verbo diferente para designar la relación del marido para con la esposa y de la esposa para con el marido. La obligación de él es mayor que la de ella -posiblemente debido a que se consideraba a la mujer más débil y necesitada de protección que al hombre-, pues a la esposa sólo se pide obediencia, sometimiento voluntario. Al marido, en cambio, se le pide ese mismo sometimiento -debe estar “sujeto” a la mujer- y además se le pide que la ame. Quizá se daba por supuesto que la esposa siempre amaría al marido y que en lo que había que insistir era en que le obedeciera, mientras que al esposo había que pedirle más porque no se podía dar por supuesto ni siquiera el amor.
 
En 1 Cor 7, 1-9 San Pablo afronta de una manera explícita las relaciones conyugales. Contesta en este texto a unas preguntas que le han hecho los corintios y que, posiblemente, fueron éstas: ¿Qué es mejor, casarse o permanecer soltero? ¿Los cristianos casados deben hacer una vida conyugal normal o deben abstenerse de tener relaciones sexuales en el matrimonio?.
 
En cuanto a la primera pregunta, San Pablo hace una clara elección por el celibato, lo cual no significa que no apreciara el matrimonio, como acabamos de ver en la cita de la carta a los Efesios.
 
En cuanto a la segunda pregunta, San Pablo comienza por defender una igualdad radical entre el hombre y la mujer -lo cual era bastante novedoso en la época-. Ambos son el uno para el otro y por eso ninguno debe “defraudar al otro”. Por consiguiente, debe haber una vida conyugal normal, si bien “de común acuerdo” y por motivos sobrenaturales -”para daros a la oración”-, pueden abstenerse por breve tiempo. Pero pronto deben “volver a lo mismo”, no sea que sean “testados por Satanás”.
 
San Pablo, además, distingue entre lo que es “mandato mío” y “mandato del Señor”. Todo lo anterior es lo que el apóstol impone a una de sus comunidades, a la vez que especifica que lo que Cristo había mandado era que “el hombre tenga a su mujer” y “la mujer tenga a su marido”, por lo que “la mujer no se separe del marido y que, de separarse, que no vuelva a casarse” y “el marido que no repudie a su mujer”. Por lo tanto, San Pablo deja claro que Cristo no trató todos los temas sino que se limitó a establecer de manera clara y definitiva el matrimonio monogámico e indisoluble. Después, empezando por él, la teología moral se fue desarrollando de una manera coherente y fueron extrayéndose los restantes principios éticos concernientes a las relaciones conyugales.
 
En Col 3, 18-19 y en Ef 6, 1-9 San Pablo afronta los deberes familiares. Con ellos precisa cuáles deben ser las relaciones entre los distintos miembros de la familia. Estos preceptos son:
 
- Obligaciones de los esposos: La mujer, conforme a la mentalidad patriarcal, debe estar sometida al marido (“las mujeres estén sometidas a sus maridos como conviene en el Señor”). Pero este sometimiento está atemperado por la obligación del esposo no sólo de no “mostrarse agrio”, sino de “amarla”. El término usado es “ágapâte”, que significa una amor -tal como el mismo San Pablo escribió a los de Éfeso- “como Cristo amó a su Iglesia”. Frente a las costumbres imperantes en la época, este tipo de relación suponía un gran paso adelante para los derechos de la mujer. Bajo esta misma perspectiva hay que entender las recomendaciones de San Pablo acerca de las mujeres en la asamblea de culto (1 Tim 2, 8-15) y los consejo que da San Pedro a las mujeres y a los maridos.
 
- Relaciones padres-hijos: Los padres no pueden tratar duramente a los hijos: “no los provoquéis a la ira”, es decir, no los exasperéis. Aunque no se dice, de este modo se está rechazando la costumbre pagana de abandonar a los hijos e incluso de matarlos -el aborto y el infanticidio eran frecuentes-. Los padres cristianos deben tratar a sus hijos con cariño y no excederse en la corrección -malos tratos-, entre otras cosas, dice San Pablo, para “no hacerles pusilánimes”. En la Carta a los Efesios, San Pablo vuelve sobre el tema y escribe: “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y en la enseñanza del Señor” (Ef 6, 4). Tres son, pues, los consejos: no ser excesivamente rigurosos, educarlos en la austeridad y en la disciplina e instruirlos cristianamente.
 
- Relaciones de los hijos con sus padres: San Pablo menciona sólo la obediencia, pero añade un motivo exclusivamente cristiano: “porque es grato a Dios”. En Efesios es más explícito: “Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque es justo. Honra a tu padre y a tu madre, tal es el mandamiento que lleva consigo una promesa: ‘Para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra” (Ef 6, 1-2). Por lo tanto, San Pablo enuncia cuatro razones para que los hijos amen a sus padres: motivo cristológico (“lo quiere el Señor”); por justicia (“es justo”); porque está preceptuado (Ex 20, 12; Prov 6, 20) y porque Dios ha prometido un premio (“por la promesa”).
 
- Relaciones con los siervos: Para San Pablo, la obligación de los siervos es obedecer en todo. A los amos les manda: “Proveed a vuestros siervos de lo que es justo y equitativo, mirando a que también vosotros tenéis Amo en el Cielo” (Col 4, 1). En Efesios repite consejos a amos y esclavos: el siervo debe “obedecer a su amo con respeto y temor”. Los amos deben “obrar de la misma manera con ellos, dejando las amenazas; teniendo presente que está en los cielos el Amo vuestro y de ellos, y que en él no hay acepción de personas” (Ef 6, 5-9). Por lo tanto, los motivos que aduce San Pablo son que “es grato al Señor” y que deben cumplirse “como conviene en el Señor”.
 
Si se tiene en cuenta la situación del matrimonio y de la familia en la cultura de Grecia y Roma, e incluso en Israel, es de admirar lo novedoso que resulta la doctrina del Nuevo Testamento sobre la naturaleza del matrimonio monogámico e indisoluble. Lo mismo cabe decir de la altura moral de los preceptos que deben guiar las relaciones entre los diversos miembros de la familia y entre los esclavos y los amos. Todo habla del gran paso adelante que supone la doctrina ética contenida en el Nuevo Testamento y, en particular, en San Pablo.


Moral familiar (III)
Hemos visto ya la doctrina sobre la familia y el matrimonio en la Palabra de Dios. En este capítulo vamos a estudiar algunos de los pronunciamientos del Magisterio de la Iglesia sobre este tema. No hay que olvidar que, según el Vaticano II, “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia” (DV, 10).
La enseñanza del Magisterio sobre el matrimonio a lo largo de la historia ha sido constante. Se inicia con la Carta a los Corintios del Papa Clemente, en el año 95. En ella se recoge la doctrina acerca de la unidad y la indisolubilidad del matrimonio. La persecución posterior hizo difícil que los sucesivos Papas pudieran dar a conocer a la Iglesia su pensamiento sobre éste u otros temas. El Papa Calixto (217-222) escribió sobre la regulación del matrimonio cristiano cuando éste tenía que hacerse en secreto debido a que la ley civil impedía hacerlo público. El Papa Julio I (340) legisló sobre el matrimonio entre una esclava y su señor, declarando su legitimidad.
 
Aunque el edicto de Constantino (313) dio libertad a la Iglesia, éste no fue declarada religión oficial del Imperio hasta el 380. Desde ese momento, los Papas inician una correspondencia con las distintas iglesias: unas veces responden a consultas de los obispos, mientras que en otros casos se dirigen a todos indicando cómo deben aplicarse las decisiones de los Concilios o sobre asuntos de fe y costumbres. estas cartas, dado que “decretaban” normas que debían cumplirse, se denominaron “Decretales”. Muchas de ellas se refieren al matrimonio y, dentro de él, a distintas cuestiones. La más repetida es la de la indisolubilidad, sin que se encuentre excepción alguna a esta norma. Hay que tener en cuenta, además, que este comportamiento les enfrentaba con los reyes y poderosos, pues eran ellos los que solicitaban que se les permitiera anular su matrimonio cuando se cansaban de la primera mujer.
 
Sin embargo, sí se contemplaban, como excepciones, las posibilidades de anulación del matrimonio cuando se basaban en algún texto de la Escritura. La primera de estas excepciones es el llamado “privilegio paulino”. San Pablo, en 1 Cor 7, 12-16, hace una excepción a la doctrina contundente de Jesús contra el divorcio, que permite romper el vínculo de un matrimonio entre dos paganos cuando uno se bautiza y el otro le impide vivir su fe.
 
Posteriormente, esto se justificó alegando que el matrimonio entre dos paganos no es verdadero matrimonio y que las dificultades que el pagano pone al cristiano para practicar su religión causan un mal grave a Dios y al creyente. Sobre esta cuestión intervino el Papa Inocencio III (1198-1216) con dos Decretales, en las que fija las condiciones para poder aplicar el “privilegio paulino”: debe tratarse de un matrimonio entre paganos, pero después del bautismo de uno de los cónyuges la parte infiel no acepta vivir pacíficamente con el bautizado; el Papa argumenta esta decisión de este modo: “Porque aunque el matrimonio es verdadero entre los infieles, no es, sin embargo, rato (es decir, indisoluble).
 
Entre los fieles, en cambio, el matrimonio es verdadero y además rato, porque el sacramento de la fe (bautismo), una vez que fue recibido, no se pierde nunca, sino que hace rato el sacramento del matrimonio, de forma que perdura el mismo sacramento, mientras éste perdura en los cónyuges” (Dz 406). Como conclusión, el Papa establece que el matrimonio entre paganos es verdadero matrimonio, pero no es tan firme como el contraído entre bautizados y por eso se puede romper por una causa mayor.
 
Además del “privilegio paulino” en la Escritura está el llamado “privilegio petrino”, basado en el poder que Jesucristo dio a Pedro para “atar y desatar” (Mt 16, 18). Los problemas que en aquella época se suscitaban eran la indisolubilidad en caso de que uno de los cónyuges fuera hereje, o en el caso de que -estando aún sin consumar- uno de los dos quisiera hacerse religioso, o, simplemente, si se podía anular por cualquier motivo en el caso de que no se hubiera consumado.
 
La disolución del matrimonio celebrado pero no consumado se llevaba discutiendo mucho tiempo, pero en el siglo XII la cuestión se polarizó entre dos autores de renombre: Pedro Lombardo, teólogo de París, y el Maestro Graciano, canonista de Bolonia. Este, canonista, afirmaba que la disolución era posible mientras no se consumara y que el poder lo tenía el Papa. Aquel, teólogo, decía que la consumación era indiferente pues lo que importaba era el consentimiento. El Papa nombró una comisión de ocho cardenales y cuatro auditores de la Rota, que el 16 de junio de 1599 emitió por unanimidad un dictamen favorable a que el Papa goza del poder de disolver el matrimonio rato y no consumado. Desde entonces se ha incorporado al Derecho Canónico.
 
Otra causa de indisolubilidad era la de que, al hacerlo, se favoreciera la fe. Esto se presentó con las nuevas misiones en América y en Oriente. Los bautizados provenían de una cultura polígama y divorcista y eso le presentaba al misionero la duda de cómo debía comportarse cuando un pagano se bautizaba y tenía varias esposas. La Santa Sede fue dando respuesta a las sucesivas cuestiones que se presentaban. Así, Paulo III (1537) decretó que el polígamo, al bautizarse, si recuerda cuál fue su primera mujer, debe casarse con ella; en caso contrario podía casarse con cualquiera de las mujeres que tenía. Pío V, en 1571, decretó que el polígamo, al bautizarse, se podía casar con una de sus mujeres aunque no fuera la primera si ésta se bautizaba también. Gregorio XIII, en 1585, afrontó la cuestión de los esclavos negros llevados a América desde África, que estaban casados en su tierra y que, sin posibilidad de volver, querían contraer nuevo matrimonio; el Papa autorizó el nuevo matrimonio del esclavo bautizado; esta doctrina, adaptada a nuestro tiempo, se recoge en el Código (c.1149) y es aplicable a otras situaciones como “la cautividad o la persecución”.
 
Los tres casos citados van dirigidos a anular matrimonios naturales (no sacramentales) en pro de un matrimonio posterior dentro de la Iglesia. Por eso se llaman anulaciones “en favor de la fe” y se basan en el “privilegio petrino” ya citado.
 
A partir del siglo XVI, los Papas usaron el “privilegio petrino” como algo inherente a su oficio de pastor universal de la Iglesia. Uno de los casos en que se ha utilizado es cuando se ha producido el matrimonio entre un católico y un no cristiano y posteriormente se presentan dificultades para la práctica de la fe; no es la situación anterior, de matrimonio entre dos no católicos en el cual uno se convierte y el otro no y se opone a que el convertido practique su nueva religión. Fue Pío XI quien dio el paso para permitir la disolución de estos matrimonios. Pío XII aclaró que si bien el Papa no puede disolver el matrimonio rato y consumado entre dos bautizados (pues es indisoluble por derecho divino), en el resto de los casos la indisolubilidad es “extrínseca”, dependiente de la autoridad competente. En 1973, Doctrina de la Fe publicó las normas que permiten esta disolución; entre otros casos, se contemplaba la posibilidad de que un católico se casara con un no bautizado divorciado de otro no bautizado, sin que a este no bautizado se le exigiera bautizarse para poder casarse, alegando, como antes, que el matrimonio era bueno para su fe.


Moral familiar (IV)
Muchos consideran que el matrimonio entre un hombre y una mujer es un invento de la Iglesia y que está, por lo tanto, ligado a una religión concreta, la cristiana. Por eso, cuando la Iglesia protesta por la equiparación de las uniones gay con los matrimonios, dicen que se les quiere imponer una moral que no es la suya. Pero se trata de algo inscrito en la naturaleza humana.
Algunos problemas actuales en torno al matrimonio derivan de una falsa concepción del mismo. De aquí que sea decisivo descubrir qué es en verdad el matrimonio. Las ideas falsas sobre el matrimonio tienen dos fuentes: la insuficiencia doctrinal y la falta de una vida éticamente correcta.
 
Uno de los errores de fondo, del cual derivan otros, consiste en un cambio profundo del concepto de verdad. Desde el racionalismo, se valora más el “pensar” que el “conocer”, es decir, interesa más lo que “yo pienso” sobre algo que el “conocer lo que es la realidad”. Ante tal planteamiento, la “opinión” es más importante que la “verdad”, lo cual conduce a un subjetivismo: no existe lo real, sino lo que yo pienso o lo que yo imagino. Esta orientación intelectual, referida al matrimonio lleva a que, más que lo que el matrimonio es en sí mismo, interesa lo que “se piensa” sobre él, con lo que a la institución matrimonial se la somete al arbitrio del pensar de cada sujeto.
 
De este error derivan otros. Por ejemplo, que el matrimonio no es una institución natural, sino cultural, pues depende de las ideas de cada época y por lo tanto es mudable. Otro error es pensar que el matrimonio es un compromiso social que requiere una cierta estabilidad porque se anota en el registro civil, pero que queda al arbitrio de las partes que lo suscriben, por lo que se puede romper de mutuo acuerdo entre las partes o a decisión de una de ellas.
 
En la línea del subjetivismo, algunos piensan que el “papeleo” es inútil, e incluso se dice que es una rutina, consecuencia de una sociedad farisaica, por lo que no hace falta recurrir al reconocimiento civil, sino que es suficiente la mutua voluntad de convivir de los cónyuges; por supuesto, esta voluntad tampoco es definitiva, sino que se puede rescindir en cualquier momento.
 
Más errores fruto de la absolutización de “lo que yo pienso”: para algunos, el matrimonio no es la convivencia hombre-mujer, sino que es suficiente hablar de “pareja”, pudiendo ésta estar compuesta por dos hombres o dos mujeres.
 
Todas estas ideas sobre la institución del matrimonio no son una concepción extraña que mantiene una minoría marginal, sino que es admitida cada vez por más Gobiernos -entre ellos el de España- y que ha recibido el apoyo mayoritario del Consejo de Europa.
 
Otra de las causas que desvirtúan la naturaleza del matrimonio no tiene origen en las ideas, sino en la vida, o mejor, en la “mala vida”. Es evidente la íntima relación que existe entre la razón y la vida, entre el pensamiento y la propia existencia. El dicho popular lo formula así: “Si no vives como piensas, terminarás por pensar como vives”. La causa es doble; en primer lugar, porque es inherente al ser humano tratar de justificar con razones el estilo de vida que se lleva; en segundo lugar, porque la conducta desarreglada impide a la razón descubrir la verdad.
 
La solución para superar estos errores de fondo es seguir el consejo de Orwell: “Hoy, la primera labor del hombre intelectual es recordar lo obvio”. Pues bien, la obviedad del ser humano es ésta: Es un ser en el que convergen cuerpo y espíritu. Como ser “corporal”, la diferencia entre el hombre y la mujer viene marcada por la diversidad de sexo, que configura el ser-hombre y el ser-mujer. Se es “hombre” y se es “mujer” desde lo más profundo de la personalidad. Es, pues, otra obviedad reconocer que la sexualidad no se identifica con la genitalidad, sino que abarca la totalidad de la configuración somática y psíquica. Hombre y mujer se diferencian desde los genes hasta la sensibilidad afectiva.
 
Por consiguiente, tanto la conformación somática como la psíquica demandan que el matrimonio sea entre un hombre y una mujer. De ahí que se pueda afirmar que la homosexualidad no es “normal”y no es “natural”. Sin embargo, como la homosexualidad tiene raíces muy variadas y complejas, no se puede condenar moralmente el “sentimiento” homosexual, debido a que puede quedar fuera de las decisiones libres del individuo. La Iglesia lo que condena es el “comportamiento”, no el “sentimiento”.
 
Estas realidades obvias son las que confirman que el matrimonio entre un hombre y una mujer es la institución natural por excelencia, la más natural de las instituciones, pues está escrita en el cuerpo y en el espíritu del hombre y de la mujer. De todo ello se siguen estas conclusiones:
 
- El matrimonio no es un simple fenómeno cultural, sino que es una realidad natural, que toma origen en la propia estructura psico-somática de la mujer y del hombre.
 
- El matrimonio no es un simple fenómeno histórico, sino que es un hecho natural, pues ser hombre o ser mujer no derivan de factores coyunturales de la historia, sino de la propia naturaleza humana.
 
- El matrimonio no es una invención del hombre, sino un fenómeno demandado por la naturaleza. Por lo mismo, no depende del voto de la mayoría determinar qué es matrimonio y qué no lo es.
 
Dicho todo esto y sentado ya el carácter natural del matrimonio entre el hombre y la mujer y sólo entre ellos, tenemos que entrar ahora a analizar la naturaleza específica de la institución matrimonial, concretamente el punto de si el matrimonio es o no indisoluble y si es o no monógamo.
 
Lo que se entrega en el matrimonio es la conyugalidad, es decir, lo específico del ser hombre y ser mujer, lo más íntimo de cada uno, lo que constituye a cada uno como “hombre” y como “mujer”. Eso que se entrega se tiene por naturaleza y como la naturaleza no puede ser dividida tampoco el matrimonio puede ser dividido, no puede ser compartido con un tercero. Por eso la unidad en el matrimonio -la monogamia- responde a su propia naturaleza. En lenguaje bíblico se formula con una expresión: “Forman los dos una sola carne”. Por ello, la poligamia supone una situación de injusticia permanente para unas mujeres sometidas a un solo hombre, que es compartido por otras y en competencia mutua.
 
La indisolubilidad es más difícil de argumentar con pruebas que convenzan a todos. Sin embargo, nadie puede dudar que el matrimonio exige “estabilidad”, sobre todo para la educación de los hijos, que en la especie humana nacen muy desvalidos y necesitan al padre y a la madre durante mucho tiempo. Este argumento es tan poderosos que era el único aducido por los antiguos para defender la indisolubilidad.
 
Además, la unidad reclama a la estabilidad, pues debe prolongarse en el tiempo, ya que de lo contrario se podría hablar de poligamia espaciada: se está con varias mujeres pero una después de otra. Además, si el matrimonio une lo más específico del ser humano, vincula de tal forma sus personas que demanda la permanencia en ese estado. De ahí la obligación mutua de mantener el amor, de luchar para que no se deteriore, de quitar todos los obstáculos que puedan provocar la ruptura, por el bien de los esposos y de los hijos.


Moral familiar (V)
En este capítulo vemos la relación que hay entre el sacramento del matrimonio y dos características propias del matrimonio: la unidad y la indisolubilidad. Ambas son de orden natural, pero se encuentran afianzadas por el vínculo sacramental. También vemos qué hacer cuando los novios no quieren casarse por la Iglesia porque no tienen suficiente fe y cuando sí quieren, sin tenerla.
Aunque la unidad y la indisolubilidad del matrimonio están apoyados por la razón, el católico no los deduce de ésta, sino de la revelación, de la doctrina enseñada por Jesucristo. Fue el Señor quien, de forma deliberada y explícita, se enfrentó con la poligamia y el divorcio, tan como se practicaban en el Antiguo Testamento. Por eso, el cristiano, en virtud de las enseñanzas de Cristo, recogidas en la Escritura, la Tradición y el Magisterio, añade a la “realidad natural” del matrimonio -la unidad y la indisolubilidad- elementos nuevos que refuerzan, dan pleno sentido y facilitan su cumplimiento (Código de Derecho Canónico, nº 1056).
 
La gracia del sacramento del matrimonio incorpora a los esposos, de una nueva forma, a la Persona de Jesús. Esta incorporación reafirma la unidad, que es una de las características del matrimonio natural.
 
Del mismo modo, el sacramento afianza la permanencia del vínculo matrimonial durante la vida de los dos esposos, la indisolubilidad, dado que el “sí” del consentimiento ha sido hecho “ante Dios”; el cristiano queda obligado no sólo por el “deber” adquirido ante la otra parte, sino en virtud de cumplir la promesa contraída ante Dios. Santo Tomás enseña que “la indisolubilidad le compete al matrimonio en cuanto simboliza la unión de Cristo con su Iglesia y en cuanto es un acto natural ordenado al bien de la prole”. El Código de Derecho Canónico señala que el sacramento no sólo fortalece la indisolubilidad, sino que concede gracia especial para cumplir los deberes asumidos. Debido a esto, la Iglesia no tiene poder para disolver el matrimonio entre cristianos cuando ha sido rato y consumado. Es el único matrimonio que goza de la indisolubilidad extrínseca, por lo que el Papa carece de poder para dispensarlo.
 
Hay aún una razón más profunda para no poder romper el vínculo matrimonial sacramental: el paradigma de la relación entre los esposos cristianos como unión de Cristo con la Iglesia. Al igual que la Iglesia no puede separarse de la persona de Cristo, del mismo modo el marido y la mujer no pueden romper la unión que les ha conferido el sacramento del matrimonio.
 
Esta doctrina ha sido defendida por la Iglesia, de manera constante, desde los primeros siglos. Lo recoge el Código (canon 1055) y lo reafirma la Comisión Teológica Internacional: “La consecuencia es que, para los bautizados, no puede existir verdadera y realmente ningún estado conyugal diferente de aquel que es querido por Cristo. De ahí que la Iglesia no pueda, en modo alguno, reconocer que dos bautizados se encuentran en un estado conyugal conforme a su dignidad y a su modo de ser de ‘nueva criatura en Cristo’, si no están unidos por el sacramento del matrimonio” Esta declaración pretendía zanjar la discusión planteada por algunos teólogos, según la cual debería aceptarse algún tipo de unión matrimonial entre cristianos que no tuviera carácter sacramental; se tendría así un matrimonio válido en dos fases: una primera, de naturaleza sólo civil y más o menos de prueba, que sería seguida por una segunda, de naturaleza sacramental; sólo esta última sería indisoluble; en cualquiera de las dos etapas, los cristianos podrían comulgar, lo mismo que podrían hacerlo si se rompe la primera etapa del matrimonio y formalizan una nueva unión con otra persona.
 
Contra esta tesis, la Iglesia ha dejado claro que es la condición de bautizados la que aúna matrimonio y sacramento, por lo que ningún cristiano puede asumir una forma de matrimonio distinta de la que Cristo determinó. Por consiguiente, la Iglesia no considera casados a dos fieles que rechacen el sacramento. Ahora bien, ¿qué hay que hacer cuando dos bautizados tienen tan poca fe que rechazan el sacramento del matrimonio? Cuando esto sucede, es evidente que esos bautizados se excluyen a sí mismos, en razón de su poca fe, de la comunión eucarística; lo que no tiene sentido es que digan que, porque no tienen fe, no quieren casarse por la Iglesia y que, a la vez, digan que quieren comulgar cuando les apetece. La comunión exige unas condiciones que se tienen que cumplir para acceder a ella, pues supone estar en estado de gracia y también aceptar las verdades de fe que la Iglesia enseña. Sólo se puede comulgar cuando se “comulga” -se está de acuerdo- con la doctrina católica.
 
¿Y qué hacer cuando, teniendo poca fe o al menos poca práctica religiosa, piden el sacramento del matrimonio? La respuesta a esta cuestión es que cada sacramento exige un determinado acto de fe, pero que, dado que el sacramento no añade elementos nuevos al matrimonio natural, es suficiente que los esposos lo demanden, sabiendo y comprometiéndose a aceptar lo que la Iglesia exige sobre unidad e indisolubilidad. El tema lo trata, de modo expreso, la Exhortación Apostólica “Familiaris consorcio”: “El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador ‘al principio’. La decisión, pues, del hombre y de la mujer de casarse conforme a ese proyecto divino... implica realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia. Ellos quedan ya, por tanto, insertos en un verdadero camino de salvación, que la celebración del sacramento y la inmediata preparación pueden completar y llevar a cabo dada la rectitud de intención” (nº 68).
 
Por lo tanto, la unidad (el rechazo a la poligamia o a la poliandria) y la indisolubilidad (para toda la vida) tienen su origen en el matrimonio en sí y no en el sacramento. Éste lo que hace es afianzar esas características naturales del matrimonio, dando la fuerza necesaria para cumplirlas y sellando esa unión ante Dios, a la vez que convierte el vínculo matrimonial en un modelo de la unión entre Cristo y la Iglesia. El tercer elemento o “bien del matrimonio” -la procreación y educación cristiana de los hijos- se verá en el capítulo siguiente.
 
Ahora bien, si se puede acceder al sacramento matrimonial, tal y como la Iglesia enseña, aunque la fe sea insuficiente y no exista práctica matrimonial, lo cierto es que la gracia sacramental actúa con tanto mayor eficacia cuanto más intensa sea la fe y la vida cristiana de los cónyuges. Por lo tanto, el sacramento del matrimonio deberá ser vivido en un contexto sacramental, en un contexto eclesial. Es especialmente importante que los esposos cristianos practiquen otros dos sacramentos, con asiduidad: el de la penitencia y el de la eucaristía. Por el primero, reconocen ante Dios y ante la comunidad unas culpas que primero han reconocido ante sí mismos en el examen de conciencia, y piden y reciben el perdón por ellas. Por el segundo, se unen cada vez más íntimamente a Cristo, que les da luz, fuerza y consuelo, para que sigan adelante en el camino hacia la santidad, cogiendo su cruz cada día.


Moral familiar (VI)
Dentro del estudio de la moral familiar, afrontamos en este capítulo la cuestión de la sexualidad humana y de los fines del matrimonio, tanto la procreación como la relación afectiva entre los esposos. Es un tema tan importnate que será continuado en el capítulo siguiente, pues hoy somos víctimas de una mentalidad anti-natalista y pan-sexualista.
No se puede hablar del matrimonio sin tener en cuenta su finalidad procreadora. El Concilio Vaticano II lo reconoció así: “El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijo, pues los hijos son don excelentísimo del matrimonio y contribuyen al bien de los mismos padres” (GS, 50).
 
En las diversas culturas y a lo largo de la historia, la fecundidad del matrimonio se aprecia como un bien. La Biblia la ensalza hasta el extremo de considerar la esterilidad como una desgracia. El hijo es, pues, el fruto del amor entre los esposos. En consecuencia, la convivencia conyugal, aunque no se agota en la procreación, tiene una relación irrenunciable con ella.
 
Actualmente, tres factores dificultan el estudio de este tema: la cultura anti-vida, que no aprecia el valor de los hijos; la exagerada separación entre sexualidad conyugal y procreación; considerar las relaciones conyugales ajenas al juicio ético.
 
Es evidente que ha habido un notable cambio cultural en relación al sentido y al deber de la procreación de los esposos. Factores muy diversos y aun contrapuestos confluyen en este tema, pero el motivo principal es lo que se ha venido en llamar la “civilización anti-vida” o “miedo a los hijos”. En las naciones más desarrolladas, la natalidad ha bajado drásticamente y muchos matrimonios no aprecian los hijos como un don, hasta el punto de que el número de niños que nacen ya no asegura el recambio generacional. Muchas son las causas que favorecen esta mentalidad, pero hay una en la que no se insiste lo suficiente: la propaganda desmedida acerca de los riesgos para el futuro de una superpoblación de la tierra.
 
Por parte de la Iglesia, la opción ha sido siempre clara y continuada a lo largo de la historia: matrimonio y procreación van unidos. Tres interpretaciones teológicas complementarias se han dado para explicar esta unión:
 
- Teoría de los “bienes del matrimonio”: San Agustín, en defensa del matrimonio contra los maniqueos, desarrolló la teoría acerca de los “bienes del matrimonio”, que él concreta en tres: el “bien de la prole”, que incluye la generación y educación de los hijos; el “bien de la fidelidad”, que valora la unidad del matrimonio como medio de felicidad entre los esposos; el “bien del sacramento”, o sea la gracia sacramental que ayuda a los esposos a alcanzar la perfección que deben.
 
- Teoría de los fines: Santo Tomás conoce la doctrina de San Agustín y la comenta favorablemente, pero busca razones más profundas y plantea el tema del “fin” del matrimonio, el equivalente a los “primeros principios”. Afirma que, si el “fin último” del matrimonio es prolongar la especie, el matrimonio tiene como “fin principal” “la procreación y educación de la prole” y por “fin secundario” otros aspectos, tales como “la mutua fidelidad”, “el sacramento”, los “servicios mutuos que pueden prestarse en los quehaceres domésticos”, el “remedio de la concupiscencia”. Esta formulación se introdujo en el Código de Derecho Canónico de 1917.
 
- Teoría fenomenológica y existencia: La jerarquización tan marcada de los “fines” (principal y secundario), simplificó en exceso la convivencia conyugal, lo cual motivo una reacción, a favor de una concepción más existencial del matrimonio. El teólogo alemán H. Doms señaló que “el fin primario” del matrimonio no es la procreación, sino la unión personal de los esposos. La procreación es sólo “efecto” de esa unión. Su libro, “Sentido y fin del matrimonio” fue puesto en el Índice de libros prohibidos. En la discusión que se suscitó, fue abriéndose camino una idea positiva: valorar la relación amorosa entre los esposos como algo más que “remedio contra la concupiscencia”. El error de Doms fue no subrayar suficientemente la finalidad procreadora, dando paso así a la mentalidad antinatalista, cuyas consecuencias hoy padecemos.
 
El Concilio Vaticano II se hizo eco de la controversia e introdujo dos novedades: no asumir la terminología “fin primario-fin secundario” y no centrarse en la jerarquía de fines, tan aguda en la discusión anterior. Esta actitud facilitó asumir los aspectos personalistas que se encierran en la vida conyugal, en la que no sólo “se remedia la concupiscencia”, sino que es expresión de la vida de amor y de encuentro interpersonal de los esposos. De este modo, el Concilio asumió una vía media, en la que se valora la dimensión personal del amor y, a la vez, se afirma la prioridad de la procreación.
 
Pero, tanto si nos referimos a la procreación como si nos fijamos en el amor entre los esposos desde la perspectiva de realización personal, tenemos que detenernos a analizar el sentido de la sexualidad humana. No es lo mismo, ciertamente, hacer este análisis en este momento que hace unos años. Hoy es evidente que padecemos una epidemia aguda de “pansexualismo”, pues el sexo está presente en todos los lados, desde la “cuota política” hasta la publicidad; además, la “sexología” suele fijarse sólo en los aspectos fisiológicos de las relaciones sexuales, olvidando otros, como los afectivos.
 
Un estudio completo de la sexualidad humana debe fijarse en los siguientes aspectos:
 
- Genitalidad: La diferencia sexuada entre hombre y mujer conlleva una configuración somática muy diferenciada y también una diferencia psicológica considerable. El hombre no sólo tiene diferencias corporales con la mujer, y viceversa, sino que también hay diferencias psicológicas, aunque éstas no sean visibles, como lo son las físicas.
 
- Afectivo: Las diferencias psicológicas entre hombre y mujer suponen unas diferencias reales en el orden de la valoración de la afectividad. La sexualidad tiene un elemento afectivo que hay que considerar y que es diferente en el hombre y en la mujer.
 
- Cognoscitivo: La sexualidad humana no es puro instinto como en los animales, sino que es “humana” y, por ello, atañe al conocimiento y a la voluntad. Esto implica algo que hoy se tiende a olvidar: la responsabilidad en el uso del sexo y, por lo tanto, el aspecto ético en las relaciones sexuales.
 
- Placentero: El placer es un componente esencial que acompaña a la actividad sexual. Ha sido querido así por Dios, para favorecer la reproducción que permite la perpetuación de la especie. Por lo tanto, no es un factor secundario, ni negativo en sí mismo. Otra cosa será el uso que se haga de él, como cuando se convierte en un fin en sí mismo y se sitúa en el primer lugar, suprimiendo otros fines, como el de la procreación.
 
- Procreador: Como ya se ha dicho, la procreación no es un elemento secundario en la sexualidad humana. Al contrario, por su propia naturaleza, la actividad sexual hombre-mujer lleva consigo la gestación de una nueva vida. La fecundidad está escrita en la dimensión biológica de la sexualidad. Ignorar esto, como pretenden muchos hoy, es, simplemente, ignorar las leyes que están puestas en la genética humana.


Moral familiar (VII)
En este nuevo capítulo sobre la moral familiar, nos dedicaremos a fijar los principios cristianos en torno a la sexualidad. Para ello, nos detendremos en las enseñanzas de la Biblia sobre el tema, así como en lo que dice la Tradición de la Iglesia y el Magisterio. La sexualidad, en contra de lo que algunos creen, es vista como algo positivo por la Iglesia, pero que debe ser controlado.
Aunque hay quienes opinan que la sexualidad humana debe quedar fuera del ámbito de la ética y que cualquier intento de establecer códigos morales sobre el comportamiento sexual es contrario al instinto, la verdades que desde siempre se ha hecho esto, tanto en el ámbito religioso como en el civil. Todas las religiones han regulado moralmente la sexualidad, aunque no todas coincidan en la determinación de lo que es bueno y lo que es malo. Lo mismo ha sucedido y sigue sucediendo con la normativa civil y no sólo en casos como el adulterio o la bigamia, sino en lo concerniente a la violación, al abuso de menores, a la regulación de la pornografía, etc.
 
La teología moral católica reflexiona sobre la sexualidad desde tres principios:
 
- Sentido positivo de la sexualidad. En contra de lo que algunos, con una ignorancia más malévola que inocente, proclaman, la fe católica ha tenido siempre una valoración positiva de la sexualidad, pues representa el gran don que constituye al ser humano como hombre y como mujer. De hecho, el Magisterio de la Iglesia tuvo que salir al paso en repetidas ocasiones en defensa de la bondad radical del sexo, frente a herejías que afirmaban lo contrario. Los recelos que a veces ha expresado alguno no pasan de ser anécdotas que no desvirtúan un conjunto doctrinal de dos mil años.
 
- Dominio de la sexualidad. Al mismo tiempo que valora positivamente la sexualidad humana y su ejercicio, la ética cristiana demanda un dominio de la sexualidad, para evitar que ella termine or dominar y esclavizar al hombre debido a la extraordinaria fuerza de este instinto. Hay en ello un doble motivo: la bondad de la sexualidad, que debe ser tratada con la dignidad que merece, y la fuerza de un instinto tan profundo, que debe estar sometido a la inteligencia y a la voluntad de la persona. Por eso se establecen normas morales que prohíben el uso puramente instintivo del sexo; por otro lado, como ya se ha dicho, también establecen estas normas los códigos civiles, pues todos comprenden que el sexo sin control deteriora al individuo y es instrumento para herir a otros. Aquellos que consideren demasiado exigentes las normas éticas cristianas, deben tener en cuenta las aberraciones a que conduce la pasión sexual cuando no está controlada. Además, en el ejercicio responsable de la sexualidad encuentra el hombre una nueva fuente de placer más pleno y humano que el que ocasiona la simple satisfacción del instinto. Si la sexualidad puede y debe ser cauce del amor, esto sólo se producirá cuando va unida a la afectividad, a la generosidad, a la renuncia a sí mismo, y todo ello implica generosidad y sacrificio, implica normativa moral.
 
- Recto uso de la sexualidad. Este principio se sitúa en la moralidad de los fines. Por ello, sin excluir la dimensión placentera de la que hablamos en el capítulo anterior, y prestando la atención que merece el significado de encuentro íntimo entre los esposos, la actividad sexual no puede negar un aspecto fundamental que está escrito en la propia sexualidad: la finalidad procreadora. Por eso, negarla absolutamente hasta el punto de impedirla con el uso de medios ilícitos, hace también inmoral el ejercicio de la vida sexual. De aquí que la relación sexual entre el hombre y la mujer está reservada al matrimonio en orden a la procreación de los hijos y hace inmoral toda actividad sexual extramatrimonial.
 
El cumplimiento de estos tres principios ayuda al hombre a vivir la sexualidad en su dimensión verdaderamente humana. El resultado es la castidad que, como virtud, regula no sólo el dominio de las pasiones, sino el uso racional de la vida sexual. La castidad postula el dominio y recto uso de la sexualidad. Exige esfuerzo, pero ayuda a alcanzar el equilibrio humano. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “La castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza, que tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana” (nº 2341). El Catecismo enseña que la castidad es una virtud que deben vivir todos los cristianos según el estado de vida de cada uno (nº 2350) y anima a la lucha por la misma, que “implica un aprendizaje del dominio de sí” (nº 2338) y que es “obra de toda la vida” (nº 2342). Y añade: “La castidad tiene unas leyes de crecimiento; éste pasa por grados marcados por la imperfección y, muy a menudo, por el pecado” (nº 2343).
 
Si nos fijamos en las enseñanzas del Antiguo Testamento sobre la sexualidad, vemos que son muy abundantes. En cuanto a la procreación, hay que destacar, desde el Génesis, que el hombre y la mujer tienen la misión de “multiplicarse” y por lo tanto los buenos israelitas tenían como un bien apreciable tener una abundante descendencia. Al contrario, la esterilidad era considerada una desgracia (Gen 16, 1-6; Os 9, 14). De hecho, la fecundidad es un deseo constante de la mujer hebrea (Gen 24, 60; 30, 6; Sal 127, 3).
 
En el Antiguo Testamento aparecen claramente reprobados y enumerados los pecados sexuales. Se prohíbe el adulterio, la fornicación del varón y de la mujer, la prostitución, el “coitus interruptus”, la homosexualidad, el lesbianismo, la bestialidad, el incesto, la masturbación y toda “clase de impureza” (Prov 5, 3-11; Ecl 23, 16-19). Tan graves se juzgan estos pecados que algunos son castigados con la pena de muerte (Ex 22, 18; Lev 20, 14).
 
En el Nuevo Testamento no es menos abundante ni menos explícita la enseñanza sobre la sexualidad. Jesucristo condena a los adúlteros, a los fornicadores, a los impúdicos (Mt 15, 19; Mc 7, 21-22) y completa el Antiguo Testamento explicitando la condena del adulterio de deseo (Mt 5, 27-28).
 
Los demás escritos del Nuevo Testamento son prolijos en aducir situaciones pecaminosas de este tema. Por ejemplo, Rom 1, 24-32, en el que San Pablo describe la situación inmoral del mundo pagano. De los pecados que Pablo condena en sus cartas, los relacionados con la sexualidad representan el 24 por 100.
 
En cuanto a la Tradición, los escritos de los Santos Padres sobresalen por el empeño en que los cristianos no se dejen contaminar por la corrupción moral de la cultura greco-romana. Un ejemplo es San Justino y otro San Agustín. Además, demandan castidad para todos aunque distinguen entre los diversos estados. San Ambrosio escribe: “Nosotros enseñamos que la castidad es una virtud, si bien diversa para los casados, las viudas y las vírgenes”.
 
El Magisterio se ha ocupado continuamente de ensalzar ante los cristianos el valor de la pureza y la condena de los desórdenes sexuales, habiendo constancia de ello desde Tertuliano. El texto más completo es la Declaración “Persona humana”, de Doctrina de la Fe de 1975, que sale al paso de algunas afirmaciones en torno a la ética sexual, que, al ritmo de las nuevas costumbres, trataban de justificar ciertas situaciones. Juan Pablo II también se refirió a ello en la “Evangelium vitae”. Y, por último, está el Catecismo.


Moral familiar (VIII)
Dentro de la moral familiar es necesario hacer un apartado especial para la moralidad de las relaciones conyugales. No todo vale en las relaciones sexuales entre la esposa y el esposo. Además, esas relaciones tienen que estar abiertas a la vida, lo cual no significa que no se puedan utilizar los medios previstos por Dios en la naturaleza humana para evitar la concepción.
El amor entre los esposos se distingue de los demás amores en que incluye, potencialmente, la búsqueda o al menos la posibilidad de que puede engendrar una nueva vida. El amor de los esposos evoca de inmediato el término “hijo” y, consiguientemente, connota la palabra “madre” y “padre”. Pues el amor conyugal tiene una “estructura natural” y está dotado de una “finalidad propia”. De hecho, cuando los esposos se quieren de verdad y no hay obstáculo que lo impida, desean un hijo. Por eso, podemos afirmar que la procreación es una exigencia del amor conyugal, que ese amor es un amor que debe estar abierto a la vida.
 
El acto sexual entre los esposos, llamado habitualmente “acto conyugal”, tiene dos características: es unitivo -sirve para unirles- y es procreador -sirve para engendrar nueva vida-. estas dos características regulan la moralidad del acto conyugal. Así lo recuerda la encíclica “Humane vitae” de Pablo VI: “Esta doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador” (HV, 12).
 
El Catecismo se refiere a esto de la siguiente manera: “Por la unión de los esposos se realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia” (nº 2363).
 
En consecuencia, no está en manos de los esposos romper por iniciativa propia esa unidad que caracteriza el acto conyugal por sí mismo. Si lo hacen, se va contra los planes de Dios. ¿Y cuándo se hace?: Cuando se llevan a cabo las relaciones sexuales dentro del matrimonio pensando sólo en el carácter unitivo (en el placer, por ejemplo) y, a la vez, se ponen medios artificiales para impedir la gestación de una nueva vida.
 
Esto no significa que la procreación sea el único fin del amor entre los esposos. pues este amor contiene otras muchas manifestaciones y, sobre todo, persigue el encuentro interpersonal e íntimo entre ellos. El Magisterio de la Iglesia lo ha enseñado así siempre y como prueba baste esta cita de la Gaudium et Spes, del Concilio Vaticano II: “El matrimonio no es solamente para la procreación, sino que la naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste ordenadamente, progrese y vaya madurando” (GS, 50).
 
Ahora bien, si en teoría el acto conyugal debe llevar consigo las dos dimensiones citadas -la unitiva entre los esposos y la procreativa-, en la práctica hay veces en que ambas dimensiones parecen contraponerse. Con frecuencia surgen dificultades de tipo psicológico, económico, de salud, que aconsejan que no se debe procurar un nuevo nacimiento. Por eso la Iglesia habla de la “paternidad responsable”.
 
Cuando las causas que dificultan la apertura a la vida de un nuevo hijo son reales, entra en juego un principio que debe regir el comportamiento conyugal: el de la “paternidad responsable”. En efecto, engendrar una nueva vida humana es tan decisivo que no puede ser nunca consecuencia de un acto irresponsable de los padres. El Magisterio de estos últimos años ha repetido este principio y, a pesar de su racionalidad, no es comprendido por todos: desde los que fomentan la fecundidad sin control hasta quienes en la “paternidad responsable” incluyen el egoísmo. La verdadera “paternidad responsable” debe evitar ambos extremos y ha de guiarse por estos principios:
 
- Exige el conocimiento de los procesos biológicos y su respeto. Por eso la Iglesia anima a los científicos a que “logren dar una base suficientemente segura para una regulación de nacimientos fundada en la observación de los ritmos naturales” (Humane vitae, 24).
 
- Respeto de las leyes de la naturaleza, lo cual supone el respeto de las leyes que rigen la sexualidad, tanto de la sexualidad en sí como del proceso engendrador. El hombre y la mujer deben conocer y dominar esas leyes, pero no pueden manipularlas y menos destruirlas.
 
- Dominio de la pasión sexual. No se puede enarbolar la “paternidad responsable” si no se tiene “responsabilidad” en el ejercicio de la vida sexual, lo cual supone el dominio de la inteligencia y de la voluntad sobre el instinto.
 
- Los esposos deben hacer un juicio responsable. Es debe exclusivo de los esposos y nadie les sustituye en ese juicio. Pero debe ser “responsable” no caprichoso. Para hacerlo deben tener en cuenta estos datos: -las condiciones físicas, como la salud, la vivienda; -las condiciones económicas reales, no medidas por criterios de consumismo; -el estado psicológico de los esposos o de uno de ellos; -las condiciones sociales, como por ejemplo la existencia de una guerra u otra condición familiar.
 
- Cualidades del juicio moral. No basta la buena intención y menos aún se puede actuar arbitrariamente. El juicio moral, además de hacerse conforme a las condiciones anteriores, debe también guiarse por la ley divina y, para que sea recto, ha de tener en cuenta la doctrina moral enseñada por el Magisterio.
 
Hecho el juicio moral sobre si se debe o no procrear, queda la cuestión de los medios a emplear para evitar la procreación. Uno de esos medios es el realizar el acto conyugal en los días infecundos. Sin embargo, se puede dar el caso de que una pareja lo haga así y, sin embargo, no esté obrando bien, pues no está abierta a la vida y podría y hasta debería estarlo. Por eso no hay que olvidar que sólo por motivos razonables se puede evitar la procreación. En consecuencia, para hacer el acto conyugal sólo en esos días se requiere alguna causa.
 
En cuanto a los medios no naturales, hay que partir del principio de que el fin no justifica los medios. Por lo tanto, los medios no son nunca ajenos al acto moral. Eso significa que, incluso cuando los esposos hayan acertado en el juicio moral y hayan concluido que no deben tener hijos por sus circunstancias, no les está permitido recurrir a medios ilícitos para lograr ese fin.
 
El Magisterio ha señalado de modo expreso qué métodos son ilícitos y cuáles gozan de garantía moral. El aborto es un medio ilícito, incluso cuando es utilizado por razones terapéuticas. Es ilícita la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer; es ilícito el “coitus interruptus”, el uso del DIU, del preservativo, de las píldoras abortivas y de las anticonceptivas.
 
En cambio, no está prohibido el uso de medios terapéuticos “para curar enfermedades del organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento para la procreación” (Humane vitae, 15). Por “enfermedad” se entiende la irregularidad del fenómeno menstrual en la mujer que requiere una especial mediación médica para normalizarlo.


Moral familiar (IX)
En este noveno capítulo sobre la moral familiar nos detenemos en analizar algunos de los cambios que han tenido lugar en la sociedad y que han afectado a la familia. Los hay positivos y negativos. Los más importantes son los que han afectado al papel que la mujer juega en la sociedad y en la familia, que han ido en deterioro del rol como madre y como ama de casa.
Matrimonio y familia se relacionan entre sí como causa y efecto: la familia deriva del matrimonio. Es cierto que un sector de la cultura actual propone otros modelos de familia resultante de diversas combinaciones: de uniones estables, sin vínculo permanente e incluso de unión homosexual masculina o femenina. Pero la fe cristiana, con un serio fundamento antropológico y apoyada en la enseñanza de la Escritura, afirma que la familia se fundamenta en el matrimonio, como institución estable, jurídicamente reconocido, que garantiza no sólo los derechos y deberes mutuos, sino también con los hijos habidos en el matrimonio.
 
El nuevo tipo de familia que proponen esos sectores sociales es efecto -y en parte también causa- de una crisis que padece la institución familiar. Esta crisis es denunciada por los representantes de casi todas las instituciones públicas, civiles y eclesiásticas. La Exhortación Apostólica “Familiaris consortio” (22-11-1981) la expresa en estos términos:
 
“No faltan signos de preocupante degradación de algunos valores fundamentales: una equívoca concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades concretas que con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores; el número cada vez mayor de divorcios; la plaga del aborto; el recurso cada vez más frecuente a la esterilización; la instauración de una verdadera y propia mentalidad anticonceptiva”.
 
No obstante, y como señala la misma Exhortación Apostólica, también hay signos de mejora en la familia actual que no sólo deben ser atendidos, sino protegidos y propagados.
 
Tanto los aspectos positivos como los negativos son signos de que la familia experimenta cambios en la forma concreta de realizarse a través de la historia. En este sentido, será conveniente no poner excesivo énfasis en el término “crisis”, pues significa que algunos elementos son sustituidos por otros. Y es lógico que la familia se adapte a las sensibilidades de cada época.
 
El riesgo está en que se intente sustituir los elementos que por naturaleza le pertenecen, introduciendo otros que la destruyen. Por ello, es decisivo que esos cambios afecten sólo a componentes culturales o convencionales de la familia. Con este fin conviene estudiar los hechos que motivan la crisis para discernir los cambios que son útiles de los que han de ser rechazados.
 
El “discernimiento” que es preciso hacer en torno a los factores que motivan la crisis actual de la familia se puede articular conforme a este triple criterio:
 
- Los cambios normales que aportan nuevos modos de relacionarse los miembros de la familia pueden enriquecer la vida familiar. Tales pueden ser las relaciones entre los esposos en sistema de mayor igualdad, lejos de los modelos de matriarcado o patriarcado de otras épocas. También las relaciones confiadas entre padres e hijos, más sinceras que en otros tiempos, en los que el tipo de trato podía marcar un cierto alejamiento.
 
- Las transformaciones en el modo de llegar a formar la familia, pero que respeten las relaciones esenciales esposo-esposa, padres-hijos, pueden ser acogidas. Es el caso, por ejemplo, del modo concreto de acceder al matrimonio los esposos, con independencia de la tutela de los padres respectivos o los sistemas de la organización en el ámbito familiar, más elástica si se compara con el rigor de otras épocas.
 
- Los cambios que afectan a la unión estable de la institución matrimonial o que lleven un cambio sustantivo en la relación esposo-esposa, bien porque no se reconozcan los derechos respectivos, o porque se propone un modelo de familia no originada en el matrimonio monogámico e indisoluble. Es claro que estos cambios deben ser rechazados, pues no respetan los elementos esenciales de la institución familiar.
 
En este último caso -que integra las ambigüedades y errores que condena el texto de Juan Pablo II antes citado-, es evidente que no se trata de una verdadera reforma de la familia, sino de una adulteración de la misma, tanto porque no respeta la institución natural, como porque no responde al tipo de familia descrito en la revelación.
 
En la crisis de la familia influyen no sólo elementos sociológicos, sino que también algunos factores psicológicos pesan sobre los diversos miembros que la constituyen. Por ejemplo:
 
a) Primacía del individuo sobre la “sociedad familiar”.
Si es cierto que la familia es el único ámbito donde el individuo es tratado por lo que es y no por lo que representa, es claro que lo específico de la familia es esa unidad nueva que integra la entidad familiar, la cual origina relaciones íntimas entre los esposos, de éstos con los hijos, de los hijos con sus padres y entre sí. Por eso el riesgo actuales el “individualismo”, que afecta por igual a los esposos entre sí como a los hijos respecto de sus padres.
 
b) Relaciones “democráticas” entre padres e hijos.
Frente a las relaciones esenciales de la familia, en la que los padres tienen la autoridad, se pasa a una relación más igualitaria, en la que los padres no ejercen su autoridad y los hijos se independizan de sus padres. Incluso aquellos hijos que retrasan la formación de su propio hogar, más bien “habitan” en casa de sus padres que “conviven” con ellos.
 
c) La relación hombre-mujer en la familia.
También las relaciones esposo-esposa han sufrido un profundo cambio. Es claro que el “sometimiento” de la esposa al marido daba lugar a algunas situaciones injustas. Pero, en la actualidad la mujer puede independizarse situándose “frente a frente” al hombre -como si fuera una lucha de clases aplicada a los sexos- no sólo en lo económico, sino en aspectos que tocan la conyugalidad, en lugar de que esa nueva situación de la mujer fomente mejor calidad de las relaciones interpersonales de los esposos.
 
Los sociólogos apuntan a que la mayor transformación en la familia actual es el cambio cualitativo que afecta a la mujer en la familia tanto en su aspecto de “esposa” como de “madre”. Nadie pone hoy en duda el derecho y el deber de la mujer a ofrecer su aportación específica a los distintos ámbitos de la vida social. La igualdad radical entre el hombre y la mujer resta legitimidad a cualquier trato de favor del hombre en relación con la mujer en la vida social. Pero es necesario estar atentos a que no se tenga que pagar el precio elevado de la ley pendular. Porque si la mujer tiene derechos y deberes que cumplir en la sociedad, también los tiene en el ámbito de la familia. Pero con una diferencia: mientras en la vida social puede ser sustituida por otra mujer o por el hombre, en su oficio de madre no puede ser sustituida por nadie. De aquí la urgente necesidad de recuperar el respeto por el trabajo doméstico, tan denigrado, el cual debe ser reconocido y valorado también económicamente.


Moral familiar (X)
En este capítulo de moral familiar afrontamos la cuestión de los deberes de los esposos entre sí, de los padres para con los hijos y de los hijos para con los padres. Son deberes que proceden de dos fuentes: la caridad y la justicia. Deberes que hay que tener en cuenta siempre, pero sobre todo cuando las circunstancias hacen más difícil su cumplimiento.
Los esposos tienen obligaciones éticas entre sí. Son, por un lado, de caridad y, por otro, de justicia.
 
La caridad entre los esposos no es el cumplimiento general de este precepto, sino que tiene una connotación nueva: la gracia del Sacramento les ha conferido un deber más de amarse, dado que les une “en una sola carne”, y el modelo es el amor de Cristo a su Iglesia. El apóstol San Pablo especifica más y añade: “los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos” (Ef 5, 28). Si en algún momento desapareciese el “amor sensible” y el “amor afectivo”, los esposos deben recurrir a la vida ascética para despertar ese amor sobrenatural conferido por el Sacramento del Matrimonio. Los pecados contra la caridad entre los esposos pueden ser internos -de pensamiento y de deseo- y de obra; de comisión y de omisión; graves y leves.
 
Los deberes de justicia se desprenden de la promesa de entrega mutua entre los esposos. En el derecho civil se especifican estas obligaciones y se tipifican las penas en caso de que no se cumplan los mutuos deberes. También la moral católica especifica que los esposos pueden pecar contra la justicia si no cumplen los deberes que impone el Sacramento. Cabe distinguir tres ámbitos de obligaciones morales:
 
- El deber de prestar el “débito conyugal”, tal como enseña San Pablo (“Que el marido cumpla los deberes conyugales con su esposa; de la misma manera, la esposa con su marido. La mujer no es dueña de su cuerpo, sino el marido; tampoco el marido es dueño de su cuerpo, sino la mujer. No se nieguen el uno al otro, a no ser de común acuerdo y por algún tiempo, a fin de poder dedicarse con más intensidad a la oración; después vuelvan a vivir como antes, para que Satanás no se aproveche de la incontinencia y los tiente” 1Cor 7, 3-5). Sólo en caso justificado queda dispensado de pecado la parte que se niega a prestar el débito cuando es requerida por la otra parte.
 
- Otros deberes familiares. Los esposos contraen, además de la obligación común de educar a los hijos, otros deberes que conlleva la convivencia matrimonial, tales como el cuidado de la casa, la aportación de medios de sustento, la buena administración del patrimonio... y otros que se incluyen en la obligación general de mantener y acrecentar el cariño y la entrega mutua.
 
- Derecho a los bienes propios de cada uno. Cuando existe separación personal de bienes, se puede pecar contra la justicia, con obligación de restituir, si no se respeta la propiedad personal del otro cónyuge.
 
No sólo los esposos tienen derechos y deberes entre sí. En el ámbito familiar también existen obligaciones de los padres hacia sus hijos.
 
Los “deberes de la caridad” tienen un fundamento biológico -es el grito de la propia sangre- y cristiano -los hijos son participación del amor que los esposos, en virtud del Sacramento del Matrimonio, mutuamente se tienen-. Es cierto que el amor de los padres a sus hijos es único, pero esa distinción teórica es útil en situaciones en las que es preciso recurrir a ese amor que “obliga”, porque la mala conducta del hijo puede llegar a no ser acreedora al amor puramente biológico. Los padres pueden pecar contra la caridad cuando, con lenguaje de San Pablo, “exasperan a sus hijos”, lo cual acontece si los padres los corrigen exageradamente y por ello “provocan a ira” a sus hijos (Col 3, 21). Pero pueden pecar por defecto si no usan de su autoridad para corregirlos. San Pablo aconseja “criarlos en disciplina y en la enseñanza del Señor” (Ef 6, 4).
 
Los deberes de justicia de los padres para con sus hijos tienen, al menos, dos ámbitos:
 
- Los bienes materiales, como son el sustento, el vestido, la ayuda económica para los tiempos libres...
 
- La educación. Como repiten los Documentos pontificios, los Códigos civiles y la Declaración de los Derechos Humanos, con lenguaje similar, los padres tienen el derecho y el deber de educar a sus hijos. En lo referente a la educación escolar, la sociedad y el Estado tienen un poder subsidiario, lo mismo que lo tiene la Iglesia respecto a la formación moral y religiosa. Según esta enseñanza, el “deber de justicia” de los padres de educar a sus hijos goza de estas cinco notas: es esencial, original, primario, insustituible e inalienable. Pero ese “deber de justicia” nace del amor. Es el amor que sustenta el matrimonio la razón última que justifica la educación de los hijos. Juan Pablo II, en la “Familiaris Coinsortio” dice que “el amor de los padres se transforma de fuente en alma y, por consiguiente, en norma que inspira y guía toda acción educativa concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad, servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del amor”. Por lo tanto, la dulzura, la constancia, la bondad, la actitud de servicio, el desinterés y el espíritu de sacrificio son los medios necesarios para una educación eficaz.
 
Pero los hijos también tienen obligaciones hacia sus padres, que son, a su vez, de caridad y de justicia.
 
Los deberes de caridad están formulados en el cuarto mandamiento. El amor de los hijos a los padres en menos natural y por eso debe ser más preceptivo. Los hijos tienen el deber de corresponder al amor de sus padres, amor que les engendró y con el que fueron acogidos.
 
En cuanto a los deberes de justicia, en realidad deberían quedar asumidos por los deberes de caridad, pero, por si acaso, conviene recordar al menos estos dos:
 
- Deber de obedecer. Con ello el hijo responde al derecho que atañe a sus padres de educarlo. Además, el hijo tiene, sin ser consciente de ello, la obligación de formarse en los distintos ámbitos de la vida: formación física, humana, intelectual, moral, religiosa.... La obediencia a sus padres le ayudará a cumplir esa obligación, pues con frecuencia no es algo que él desee cumplir.
 
- Deber de asistirles en sus necesidades. Este capítulo abarca las necesidades por las que sus padres puedan pasar, desde las afectivas -como la soledad-, hasta las carencias materiales. Especialmente al llegar la enfermedad o la ancianidad, los padres se sienten más necesitados de la ayuda del hijo.
 
La exhortación apostólica “Familiaris Consortio” destaca esta necesidad de los padres que en alguna cultura está en baja. Por eso el Papa lamenta “el abandono o la insuficiente atención de que son objeto los ancianos por parte de los hijos y de los parientes” (FC 77).
 
El deber de amar y atender a los padres ancianos es uno de los deberes morales que requieren más atención por parte de los sacerdotes. El confesor debe gravar la conciencia de los hijos acerca de la obligación que les incumbe de atender a sus padres en sus necesidades. Sobre todo en una época como la nuestra, en la que los profundos cambios sociales hacen especialmente difícil el cumplimiento de estos deberes, con graves consecuencias para los ancianos.




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