jueves, 21 de octubre de 2010

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afondo010: "MILENIO AZUL
Publicación falangista independiente


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T E M A S

LOS SOLDADOS DE LA VERDADERA FE
(El orgullo de ser cristianos)



Los monjes guerreros, nacieron durante las Cruzadas por el interés de algunos caballeros en santificar su lucha en defensa de los Santos Lugares o como complemento militar a funciones asistenciales a los peregrinos: protección, albergues y hospitales



En 1099, como resultado de la primera Cruzada y de la toma de Jerusalén a costa de los infieles, se fundan los Estados latinos de Oriente: Edesa, Antioquia, el reino de Jerusalén y, finalmente, Trípoli. Los peregrinos cristianos acudían a una Tierra Santa, ya bajo el control cristiano, para visitar los lugares relacionados con la vida terrena de Jesús: Belén, el Jordán, el Monte de los Olivos, el Santo Sepulcro. No obstante, a partir de Acre o de Jaffa, los caminos que conducían a los lugares santos no eran siempre seguros y, en 1120, un grupo de caballeros reunidos en torno a Hugo de Payns, natural de la Champagne, tomó la iniciativa de garantizar la protección armada de los peregrinos. Ellos, sin embargo, querían cumplir este servicio llevando al mismo tiempo una vida religiosa, sujetos a los votos de obediencia, castidad y pobreza, típicos de todo instituto religioso y vivir según una regla, como ya hacían desde siglos atrás los monjes benedictinos y, mas recientemente, los cistercienses y los cartujos.



El Evangelio y la espada

Muy pronto, al margen de esas funciones de tutela, estos caballeros se implicaron en la defensa de los Estados Latinos contra sus vecinos musulmanes. La iniciativa de Hugo de Payns fue alentada por el rey de Jerusalén, Balduino II, que donó al grupo, como lugar de residencia, uno de sus palacios situados en las dependencia de la Mezquita de al-Aqsa, por aquel entonces considerado como el antiguo Templo del rey Salomón. Los caballeros adoptaron así el nombre de “pobres caballeros de Cristo del Templo de Salomón”, que, en breve, se reduciría a caballeros templarios o, simplemente, templarios. En realidad, el emplazamiento del Templo de Salomón debió de estar cerca de la Mezquita de la Roca y los únicos restos conocidos del Templo de Herodes, teóricamente levantado sobre la ruinas del de Salomón, son el actual Muro de las Lamentaciones, justo al pie de la Explanada de las Mezquitas. Pero éstas son precisiones actuales. A comienzos del siglo XII, los caballeros lo consideraron templum Domini, el Templo del Señor, y los templarios reprodujeron la cúpula en su emblema.

El reconocimiento real y el acuerdo del patriarca de Jerusalén no eran suficientes para dar cara de naturaleza religiosa a la experiencia de estos monjes-soldados: era necesario que el Papa la aprobara. Lo cual planteaba un problema: ¿era lícito ejercer el oficio de las armas bajo el hábito religioso? ¿Verter sangre, matar y ser matados por la propia fe, vistiéndole hábito religioso?

A comienzos del siglo XI, dos obispos, Adalberón de Laón y Gerardo de Cambray, habían formulado la teoría de las tres funciones: la sociedad cristiana estaba compuesta por los que rezaban, los que combatían (y mandaban) y los que trabajaban: oratores, bellatores y laboratores, una sociedad única en tres grupos jerárquicos y solidarios. Un siglo después, Hugo de Payns y sus compañeros proponían juntar en una institución religiosa la función del que reza y la del que lucha.

El caballero era un guerrero indispensable en los ejércitos feudales de la época y la Iglesia de la reforma gregoriana le había asignado un papel en el plan divino. Se trataba de cristianizar la violencia y de ofrecer una vía de salvación a quienes la tenían como profesión.

Entre la función de los guerreros, contemplada por Adalberón de Laón y Gerardo de Cambray, y la sacralización de la guerra al servicio de la Iglesia, propuesta por las órdenes militares había un buen trecho salvado por dos vínculos: la Tregua de Dios, que regulaba la violencia de los caballeros, imponiéndoles ciertas restricciones, y la cruzada, igualmente obra positiva, pues canalizaba la violencia hacia una obra pía, unificadora de la cristiandad: liberar Jerusalén, rescatar el sepulcro de Cristo de manos de los infieles. Las órdenes militares son la conjunción de la cruzada y la reforma, puesto que ofrece a los laicos una vía de perfeccionamiento. El caballero se convierte en miles Christi, soldado de Cristo. Es un religioso y no un monje; permanece laico, no es ordenado sacerdote –sólo lo era el padre capellán, indispensable para el encuadramiento espiritual de los hermanos combatientes- y por eso puede combatir.

Esa novedad radical, opuesta a la teoría de las tres funciones y a la tradición no violente del cristianismo, creó cierta conmoción. El cisterciense Isaac de Estella la rechaza de plano; Guigo, prior de los cartujos, se preocupa por una evolución llena de peligros; su opinión se ajusta a la que, inicialmente, tuvo san Bernardo, quien no comprendía el interés de esta institución, puesto que a los laicos que desearan entrar en religión ya se les ofrecía el claustro cisterciense. Otros, que rechazaban el derramamiento de sangre en nombre de Cristo, se unían a la posición de la Iglesia bizantina, hostil a la idea de la cruzada y partidaria de que la guerra y la violencia quedara al cuidado del poder laico.



La influencia de la yihad

¿Pudo un modelo externo al cristianismo favorecer la aparición de la Orden del Temple? Pensamos, naturalmente en el ribât musulmán. Sin negar algunas influencias de esta institución sobre determinados aspectos de las órdenes militares –las cofradías afiliadas a las órdenes y las asociaciones temporales de los laicos píos-, creo que se trata de una pista falsa; la influencia musulmana era anterior y actuaba sobre la idea de la guerra santa: la yihab musulmana pudo marcar con algunos de sus rasgos la concepción cristiana de la guerra santa, aparecida mucho más tarde. Es, por tanto, en la sociedad occidental donde deben buscarse las raíces de las órdenes militares, pero, precisémoslo, en una sociedad occidental “trasladada” a Oriente por la Cruzada y enfrentada a los problemas originados por el éxito de esta empresa: “Una caballería de una nueva especie ha visto la luz, y eso en esta región que hace tiempo ‘el sol naciente’, encarnado, visitó desde lo alto’ (San Bernardo, elogio de la nueva caballería Templaria).



La regla del Temple

Para legitimarse y desarrollarse, la nueva caballería de Cristo tenía que ser aprobada por la Iglesia. En enero de 1129, el Concilio provincial de Troyes, con la asistencia de san Bernardo, numerosos abades cistercienses y Hugo de Payns, el maestro de la caballería, reconocía a los Pobres caballeros de Cristo del Templo de Salomón como una nueva Orden, confirmándoles su regla. Bernardo, a pesar de sus iniciales reticencias, se había convencido del interés de la experiencia templaria e impuso a su favor la gran autoridad de que gozaba.

Pero antes del Concilio había escrito el Elogio de la nueva caballería Templaria, en el que exaltaba su elección de vida y su misión. En 1139 la bula Omne datum optimun del papa Eugenio III, completa el proceso de legitimación iniciado una década antes en Troyes, confiriendo al Temple grandes privilegios que le ponían bajo la autoridad directa y exclusiva del Papa, dispensándole de toda subordinación al clero secular. Cumplido este proceso, se pudo pensar en la creación de otras órdenes similares. El Temple es, por tanto, la primera orden religioso-militar.

Otras aparecieron en los siglos XII y XIII, ya fueran de nuevo cuño, ya como resultado de militarizaciones de algunas preexistentes. Todas estaban vinculadas a la Cruzada, aunque esto debe matizarse. Las más importantes nacieron en el XII, en tres áreas geográficas caracterizadas por la confrontación entre un cristianismo agresivo y los infieles –musulmanes, sarracenos, moros- en Oriente Medio y la Península Ibérica; paganos en las orillas del Mar Baltico –Prusia y Livonia, territorios habitados por los livos, lituanos, curli, estonios y otros.

Un siglo después, el Papado trató de utilizar con escaso éxito la Cruzada contra sus adversarios dentro de la propia cristiandad: cismáticos, como la Iglesia griega; heréticos, como los cátaros, o simplemente adversarios políticos como el emperador Federico II y su hijo Manfredo. En vista del fracaso, probó a crear órdenes militares expresamente para determinados objetivos, pero tampoco tuvo éxito. Por tanto, las órdenes militares se desarrollaron en el terreno que en la época se consideraba natural para aplicación de la Cruzada: Oriente, Báltico y la Península Ibérica.

La primera orden militar había nacido también en Tierra Santa, aunque con fines asistenciales y era mucho más antigua: antes de la Primera Cruzada y de la toma de Jerusalén, había sido fundada en un hospital en las inmediaciones del Santo Sepulcro, para alojar y curar a los peregrinos. Tras la toma de la ciudad, en 1099, se incrementaron sus actividades y, en 1113, se convirtió en casa madre de la Orden. Su desarrollo se granjeó las donaciones, tanto en Tierra Santa como en Occidente, lo que le suministró los medios para atender a los peregrinos que acudían a los Santos Lugares. Después del reconocimiento del Temple, la Orden de los Hospitalarios o de San Juan de Jerusalén, también se militarizó. Su originalidad respecto al Temple es que añadió función militar a la hospitalaria, que siguió garantizando.

En la Península Ibérica, la reconquista cristiana a expensas de los reinos musulmanes chocó en el siglo XII con la llegada de los almorávides y, posteriormente, de los almohades. Los reinos cristianos intentaron involucrar al Temple en la Reconquista pero, no queriendo perder su objetivo principal en Tierra Santa, rechazó la invitación. Posteriormente, ya instalados en la Corona de Aragón, aceptaron participar en la lucha, especializándose en la repoblación y en la defensa de las tierras recién conquistadas. Como contrapartida, se les cedieron vastos territorios y castillos –a menudo, sólo ruinas-. También en Portugal, el Temple jugó un papel importante.



El yunque de Calatrava

En Castilla y León la situación era diferente. El Temple titubeó en su implicación: el rey le encargó la defensa de la muy expuesta fortaleza de Calatrava, y no consiguió rechazar la presión almohade, por lo que la devolvió al monarca (1149-1157). El abate cisterciense del Monasterio de Fitero, en 1158, aceptó el desafío y reclutó caballeros para instalarlos en la fortaleza; éstos se emanciparon de la tutela del abate y el papa Alejandro II, en 1164, les reconoció como orden militar de Calatrava, dirigida por un maestro, que “vive según la Orden de los hermanos de Citeaux”, de los cuales siguió las “costumbres”, aunque un poco modificadas. Esta fundación cisterciense constituye una orden militar pura, sin actividades relacionadas con la beneficencia. Las órdenes posteriores seguirán tanto el modelo puramente militar del Temple, como el modelo hospitalario y militar de San Juan.

Pertenecieron a la primera categoría las órdenes ibéricas afiliadas a Calatrava –Alcántara y Avis- o la orden de los Portaespada, fundada a comienzos del siglo XIII en Livonia. Del segundo tipo fueron la orden de los Caballeros Teutónes, creada en 1199 en Tierra Santa, en la época del sitio de Acre, a partir de un hospital que acogía a los peregrinos y a los cruzados alemanes; la orden de San Lázaro, especializada en la atención a los leprosos y, a partir del siglo XIII combinada con actividad militar; en España, la orden de Santiago, que, a la función militar añadiría funciones caritativas, como atención a los enfermos y redención de cautivos.



Una gran familia

Las órdenes militares forman una familia original dentro del monacato. Las reglas son de diferente inspiración –benedictina o agustiniana-, pero se acercan, al tener que conciliar la vida religiosa y la militar. A lo largo de toda su historia, las órdenes completaron sus reglas con estatutos, leyes, constituciones o costumbres concernientes a la vida cotidiana, la culpa y sus sanciones, los derechos y deberes de cada cual, las condiciones de reclutamiento, etcétera.

Cluny y Citeaux eran federaciones de abadías; las órdenes militares, por el contrario, tenían una estructura centralizada y jerarquizada. En la cúspide, el Gran Maestre o Maestre General que, desde la casa madre, dirigía el cuartel general. Era asistido por un grupo de dignatarios –mariscal, comendadores y otros- y controlado por el Capítulo General, que se reunía periódicamente –cada cinco años en el caso templario-. A nivel intermedio, la provincia –llamada bailato por los teutones o priorato por los hospitalarios- se ocupa de la dirección y administración de la orden tanto en la zona de lucha –Tierra Santa, Península Ibérica o Livonia-, como en las zonas de retaguardia –la mayor parte de los reinos del Occidente cristiano-; en la base, las casas y dos domini, reunido en encomiendas.

La casa, con la capilla, los edificios del convento y las construcciones destinadas a las actividades agrícolas, constituía el centro de la vida cotidiana de la cofradía. A llí vivían hermanos caballeros y hermanos sargentos de armas dedicados a la guerra, hermanos capellanes consagrados al servicio divino y, finalmente, hermanos de oficio, que ejercían funciones económicas. Junto a estos miembros de la orden, gravitaban asociados, donatos, cohermanos y cohermanas que gozaban de los beneficios espirituales y materiales de la orden a cambio de unos actos de caridad –donaciones o rentas.

La casa era un foco religioso que atraía a los fieles y suscitaba devociones y, también, un centro de reclutamiento: a sus puertas llamaba quien deseaba integrarse en la orden militar. También era la base de la organización económica: una parte de sus rentas –la responsio- retirada para permitir el cumplimiento de las misiones. Reunidos en la capital de provincia, con ocasión del anual capítulo provincial, estos recursos eran enviados hacia las zonas de confrontación; las encomiendas teutónicas nutrieron así el presupuesto de guerra de la orden en Prusia o Livonia; las casas del Temple y del Hospital, cuya red cubría Occidente, proporcionaban hombres, armas, alimentos y dinero a los hermanos de Tierra Santa o España, lo que les permitió construir y conservar imponentes castillos –desde el Irak de los Caballeros, hasta el Château Pélerin, ambos en Tierra Santa y desde Miravet hasta Consuegra, en la Península Ibérica- y pagar el sueldo a los numerosos hombres de armas, peones, ballesteros, arqueros o caballería ligera (turcopli). En el Mediterráneo, los puertos de Barcelona, Marsella y Génova, los de Italia Meridional y Sicilia (Bari, Barletta y Mesina) fueron centros vitales de la red de comunicación organizada por el Temple y el hospital. Éstos poseían algunos barcos y alquilaban otros para garantizarse el transporte de hombres, armas, mercancías y dinero al Mediterráneo Oriental. En eso reside la originalidad de las estructuras de las órdenes, la razón de ser de su existencia.

Por eso, los contemporáneos les reprocharon, a veces, su acumulación de riquezas en Occidente y sus derrotas en Oriente, sin percatarse de que los órdenes militares utilizaban el dinero para sostener la guerra y, naturalmente, no fueron los únicos responsables de la caída de los Estados Latinos en 1291. Más aún, en algunas zonas formaron los últimos focos de resistencia cristiana, como Château Pélerin, que resistió contra toda esperanza, tres meses después de la capitulación de San Juan de Acre.



Es preciso reconvertirse

Perdida Tierra Santa a finales del siglo XIII, las órdenes militares se hallaron en crisis en todos los frentes. El rey de Francia, Felipe el Hermoso, atacaba al Temple, sin darle tiempo para reconvertirse. Los hospitalarios se refugiaron en Chipre y, luego, en Rodas, asegurándose su independencia y su reputación de baluarte de la cristiandad contra los turcos. Perdida Rodas, Carlos V les instaló en Malta, donde siguieron resistiendo a los otomanos hasta que Lepanto anuló la presión. De estos establecimientos provienen sus nombres de caballeros de Rodas y el actual, caballeros de Malta.

La Orden Teutónica se replegó al Báltico, mientras combatía contra los paganos lituanos. La conversión de éstos y su unión con los polacos quitaron la justificación a la guerra, per ola orden se mantuvo como avanzadilla germana en el Báltico, sufriendo una progresiva decadencia hasta que la reforma luterana le asestó el golpe de gracia: sus últimos maestres, convertidos el protestantismo, secularizaron los territorios de la orden, dando origen a los ducados de Prusia y Curlandia.

En España, tras la conquista de Granada, en 1492, los Reyes Católicos anexionaron a la Corona las prestigiosas órdenes de Calatrava, Alcántara y Santiago –en Portugal ocurrió lo mismo con Avis o el Cristo, orden que sucedió al Temple cuando ésta fue suprimida-. Las órdenes principales han sobrevivido hasta nuestros días, convertidas ya en órdenes de mérito, ya en órdenes caritativas, como Malta o los Teutones.

¿Veremos nuevamente resurgir a estos nobles cruzados empuñando otra vez sus mandobles y cargando al grito de: 'Dios lo quiere' contra las renovadas huestes de los infieles que, de forma subrepticia algunas veces, y totalmente desvergonzada otras, tratan de acabar con la civilización más grande y hermosa que los siglos han contemplado? ¿Seremos los hombres de hoy, dignos hijos de su ejemplo?





Fuente:
Varios Internet



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