viernes, 3 de abril de 2015

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La muerte de una persona siempre es un misterio incomprensible. A medida que se va sumergiendo en las aguas del mar de la muerte, su experiencia se va haciendo más impenetrable: ¿qué siente? ¿qué sufre? ¿que piensa? ¿cuánto pasa? El misterio es mayor en la muerte de Cristo. Imposible penetrar en su hondura.

Jesús llevando la cruz

Jesús llevando la cruz (3 imágenes)

Por Equipo Fm pueblo 104-5

El Dios del Antiguo Testamento es un Dios grande, poderoso, vencedor de sus enemigos. Es el Dios del Sinaí, que viene acompañado de rayos y truenos, que se manifiesta en la zarza ardiente, y en el monte humeante.

Es el Dios que arranca los cedros de raiz, que se sienta sobre el aguacero. El Dios de las plagas de Egipto, que mata a los primogénitos del país, el Dios que separa las aguas del mar Rojo. El Dios que hace caer serpientes en el desierto, el Dios que hace brotar agua de la roca.

Pero, he ahí.. el Dios que los judíos nunca pudieron comprender que tuviera un Hijo, Jesús, un Dios débil y humillado, anonadado…

Vendido por Judas, negado por Pedro, juzgado por el sanedrín, por Herodes y por Pilato. Condenado a muerte, escarnecido en la Cruz, insultado por los ladrones y por los Sumos Sacerdotes: “Si eres hijo de Dios, sálvate y baja de la Cruz” (Mt 27,40). Movían la cabeza. No se puede salvar. Jesús callaba. Dios muere. Su muerte no es una muerte heroica y grande, sino humillante y dolorosa.

Jesús aceptó la dureza de lo inevitable. Conocía perfectamente la suerte de los profetas que le precedieron.No había pasado mucho tiempo desde que Juan Bautista fuera asesinado por Herodes.

Los gobernantes pretendían escarmentar al pueblo torturando atrozmente y asesinando a los profetas.

Jesús es arrestado y llevado ante el tribunal de la ciudad. Luego viene el juicio injusto. Testigos falsos, infracción del derecho de defenderse y, por último, condena a muerte.

Todo estaba preparado de antemano. Por ello, Jesús no insiste en su defensa. Él sabía perfectamente que su condena estaba decidida con anticipación por el sanedrín.

Después, llevan a Jesús ante Pilato, hombre violento y precipitado. Como él no podía enemistarse con el sanedrín, el juicio resulta ser sólo una farsa. Iban a matar a Jesús porque ponía en riesgo la credibilidad del sistema religioso, político y económico.

Luego, le imponen la cruz y lo empujan, junto con otros dos, hacia el lugar de la ejecución. Los condenados siempre andaban con paso vacilante porque habían sido flagelados. El paso vacilante de los condenados a muerte causaba una fuerte impresión entre los espectadores.

Algunos de ellos percibían la injusticia que se le infligía a Jesús. Ellos sabían que Él era un hombre que únicamente “pasaba haciendo el bien y sanando a cuantos estaban oprimidos” (Hch 10, 38). Cae por tierra y es levantado a fuerza de gritos, insultos y golpes. El camino se desdibujaba ante sus ojos doloridos. La vía hacia el calvario fue un lento y tortuoso avance hacia la muerte.

La colina del Gólgota o “calavera” es símbolo del exterminio humillante. Jesús despojados de todo y del todo, incluso de las ropas que le quedaban. Jesús lo entrega todo hasta el límite.

Sobre la cruz fue colocado un letrero que decía: “Jesús rey de los judíos”. Y la burla no podía ser mayor. Tenía por trono un patíbulo y por comitiva dos proscritos crucificados.

La crucifixión era la máxima pena que imponía el imperio. Era un castigo tan denigrante que estaba reservado únicamente para los esclavos.

Tener algún parentesco, familiaridad o amistad con un condenado a la cruz era causa del repudio social. Jesús fue condenado a morir en la cruz, como sedicioso.

A la comunidad de seguidores de Jesús le costó un enorme esfuerzo explicar el sentido de la crucifixión de Jesús. Ellos proponían como salvador de la humanidad a un hombre que murió proscrito por la ley. Los discípulos tenían que anunciar al “Dios crucificado”.

La cruz se convirtió, con el tiempo, en el símbolo de los cristianos. Ya no tiene el significado de rebeldía y maldición que tenía en el mundo antiguo.

Hoy es inclusive un artículo forjado en metales y piedras preciosas. Hoy, las cruces ya no son de madera. La cruz es la realidad cotidiana de dos personas que se atormentan mutuamente sin llegar a formar un hogar.

La cruz es la falta de oportunidades para desarrollarse como personas. La cruz es la realidad de miseria que inunda calles, montañas y ciudades como un torbellino incontenible.

El paso vacilante de los emigrantes y de los desplazados por la violencia marca el ritmo de la civilización occidental. La humanidad ha ganado en derechos y en conciencia de su acción en el mundo. Pero, también ha multiplicado la miseria y el sufrimiento. Hoy sigue siendo Viernes Santo.

Juan Pablo II en su visita a la Basílica del Santo Sepulcro, dijo: Siguiendo el camino de la historia de la salvación, narrado en el Credo de los apóstoles, mi peregrinación jubilar me ha traído a Tierra Santa.

Desde Nazaret, donde Jesús fue concebido de la Virgen María por el poder del Espíritu Santo, he llegado a Jerusalén, donde «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado».

Aquí, en la Iglesia del Santo Sepulcro, me arrodillo delante de su sepultura: «Ved el lugar donde le pusieron» (Marc 16,6). La tumba está vacía. Es un testigo silencioso del acontecimiento central en la historia de la humanidad: la resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

Desde hace casi dos mil años, la tumba vacía ha sido testigo de la victoria de la Vida sobre la muerte. Junto a los apóstoles y a los evangelistas, y junto a la Iglesia en todo tiempo y lugar, nosotros también hemos sido testigos y proclamamos: «¡El Señor ha resucitado!». Resucitado de entre los muertos, Él ya no muere más; la muerte no tiene ya dominio sobre Él (Rom 6,9). «Mors et vita duello confixere mirando; dux vitae mortuus, regnat vivus» El Señor de la Vida estaba muerto; ahora reina, victorioso sobre la muerte, la fuente de vida eterna para todos los creyentes.

En esta iglesia, «la madre de todas las Iglesias» (san Juan Damasceno), donde nuestro Señor Jesucristo murió para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos (Jn 11,52), le pedimos al Padre de las misericordias que fortalezca nuestro deseo por la unidad y la paz entre todos los que hemos recibido el regalo de una nueva vida por medio de las aguas salvadoras del Bautismo.

«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). El evangelista Juan nos dice que después de la resurrección de Jesús entre los muertos, los discípulos se acordaron de estas palabras, y creyeron (Jn 2,23).

Jesús había dicho estas palabras para que sirvieran como señal para sus discípulos. Cuando Él y los discípulos visitaron el Templo, arrojó fuera del santo lugar a los cambistas y vendedores (Jn 2,15). Cuando los presentes protestaron diciendo: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?», Jesús respondió: «Destruid este templo y, en tres días, lo levantaré».

El Evangelista advierte que «Él hablaba del Templo de su cuerpo» (Jn 2,18). La profecía contenida en las palabras de Jesús se realizó en la Pascua, cuando «al tercer día resucitó de entre los muertos».

La resurrección de nuestro Señor Jesucristo es la señal que pone de manifiesto que el Padre eterno es fiel a su promesa y engendra una nueva vida de la muerte: «la resurrección del cuerpo y la vida eterna».

El misterio se refleja claramente en esta antigua Iglesia de la «Anástasis», que contiene ambas, la tumba vacía, signo de la Resurrección, y el Gólgota, lugar de la Crucifixión.

La buena nueva de la resurrección nunca se puede separar del misterio de la Cruz. Hoy, san Pablo nos dice en la segunda lectura: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado» (1 Cor 1,23). Cristo, se ofreció a sí mismo como oblación vespertina en el altar de la cruz (Sal 141,2), ahora ha sido revelado como «el poder y la sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24). Y en su resurrección, los hijos e hijas de Adán participan de la vida divina que era suya desde toda la eternidad, con el Padre, en el Espíritu Santo.

La resurrección de Jesús es el sello definitivo de todas las promesas de Dios, el lugar del nacimiento de una humanidad nueva y resucitada, la promesa de una historia caracterizada por los dones mesiánicos de paz y gozo espiritual.

En la aurora del nuevo milenio, los cristianos pueden y deben mirar el futuro con una confianza firme en el glorioso poder del Resucitado, quien hace nuevas todas las cosas (Ap 21,5). Él libera a la creación de la esclavitud de la caducidad (Rom 8,20). Con su Resurrección, abre al camino al descanso del Gran Sábado, el Octavo Día, cuando la peregrinación de la humanidad llegue a su fin y la voluntad de Dios sea en todo en todos (1 Cor 15, 28).

Aquí, en el Santo Sepulcro y en el Gólgota, mientras renovamos nuestra profesión de fe en el Resucitado, ¿podemos poner en duda que el poder del Espíritu de la Vida nos dará la fuerza para vencer nuestras divisiones y trabajar juntos en la construcción de un futuro de reconciliación, unidad y paz? Aquí, como en ningún otro lugar en la tierra, escuchamos a nuestro Señor decirle de nuevo a sus discípulos: «No tengáis miedo, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33).Aqui va el texto en cursiva

“El velo del Templo se rasgó” (Lc 23,45). Ante la debilidad de Dios, debe rasgarse también nuestro concepto de Dios. Debemos aceptar a un Dios humillado, que se encarna en la debilidad humana y que quiere ser el servidor y el que está en los pequeños, en los sin cultura, en los marginados: “lo que hacéis a uno de mis pequeños, a mí me lo hacéis” (Mt 25,40).

Los personajes que intervienen en la Pasión y Muerte de Jesús, no son extraordinariamente malos, sino personas normales y corrientes. Y esta reflexión nos ayuda a aceptar que nos puedan vender, juzgar, traicionar y crucificar las personas normales que están junto a nosotros.

¿Por qué tanta sangre, Señor? ¡Qué gran amor el tuyo y el de tu Padre, que te entrega para que participemos de vuestra vida trinitaria y feliz por siempre! Te adoramos, Cristo y te bendecimos porque por tu santa Cruz has redimido al mundo.

b>La Pasión de Cristo según las Escrituras

El autor de este artículo escribe en respuesta a un error según el cual «históricamente Jesús murió porque lo mataron; y lo mataron por su tenor de vida.

No buscó ni quiso el dolor, pero se le vino encima [...] Lo mató el «sistema» [...]. No fue enviado por el Padre al mundo para que sufriera, sino para predicar e implantar el reino de Dios». En síntesis, se daba una visión de la Pasión de Cristo no conforme a las Escrituras y a la Tradición.

El autor de este artículo escribe en respuesta a un error según el cual «históricamente Jesús murió porque lo mataron; y lo mataron por su tenor de vida.

Ateniéndome aquí solamente a la Biblia, recordaré que la carta a los Hebreos considera todos los sacrificios instituidos por Yavé en el Antiguo Testamento como anuncios proféticos del Sacrificio único de Cristo en la Cruz.

La Cruz es, pues, plan de Dios providente, revelado desde antiguo.

Muchos textos, en efecto, del Antiguo Testamento anuncian el sacrificio mortal y vivificante del Mesías salvador.

El sacrificio del Cordero pascual (Ex 12).

El sacrificio ofrecido por Moisés en el Sinaí (Ex 24: «ésta es la sangre de la Alianza que hace con vosotros Yavé»).

La profecía del Siervo de Yavé (Is 42; 49; 53: «he aquí a mi Siervo, mi Elegido, en quien se complace mi alma…

El castigo salvador pesó sobre él… Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado… mi Siervo justificará a muchos, cargando con las iniquidades de ellos… por haberse entregado a la muerte»…)

El libro de la Sabiduría (2): «Si el Justo es hijo de Dios, Él lo acogerá y lo librará de las manos de sus enemigos… Condenémosle a muerte afrentosa, ya que dice que Dios le protegerá».

Jesucristo tenía plena conciencia de ser el Cordero de Dios, el Siervo de Yavé, el Justo rechazado por los pecadores.

De ningún modo puede decirse que «se le vino encima» la muerte de una forma inesperada e irresistible. Él sabía que en su sangre sacrificial había de establecerse una Alianza nueva, con fuerza sobrehumana para perdonar los pecados de la humanidad.

Varias veces anuncia a sus discípulos que sus enemigos le van a matar; «y esto se lo decía claramente» (Mt 8,31). Y cuando Pedro se resistió a este plan divino: «¡no quiera Dios que eso suceda»!, Jesús le increpó con gran dureza: «¡apártate de mí, Satanás!… tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,22-23).

Por otra parte, Cristo, poderoso para resucitar muertos y calmar tempestades con la sola fuerza de su palabra, podía ciertamente haber evitado su muerte.

Otras veces la eludió, como en Nazaret, con autoridad irresistible (Lc 4,30). La entrega, pues, que Cristo hace de su vida es perfectamente libre: «Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy por mí mismo» (Jn 10,17-18).

La entrega que Jesús hace de sí mismo en la última Cena es también claramente sacrificial: «éste es mi cuerpo que se entrega por vosotros… Ésta es mi sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26; Mc 14; Lc 22; 1Cor 11). Es un lenguaje patentemente sacrificial-cultual-litúrgico.

Y todavía en el momento en que le apresan, Jesús impide que le defiendan sus discípulos: «¿cómo entonces se cumplirían las Escrituras, según las cuales debe suceder así?» (Mt 26,54).

Obediencia al Padre
Aqui va el texto subrayado
Cristo entiende, pues, su aceptación sin resistencia de la Cruz como una obediencia al Padre: «obediente hasta la muerte y muerte de Cruz» (Flp 2,8).

Cristo recibe la Cruz no por obediencia a Pilatos o a Caifás, sino por obediencia al Padre.

Es, pues, la Cruz voluntad de Dios providente, que «quiere permitir» la muerte de su Hijo, en manos de los pecadores, para la redención de la humanidad.

Por eso, una vez resucitado, Jesús reprocha a sus discípulos no haber entendido lo que las Escrituras decían de Él: «esto es lo que yo os decía estando aún con vosotros, que era preciso que se cumpliera todo lo que está escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y en los Salmos de mí» [...] «así estaba escrito, que el Mesías debía padecer y al tercer día resucitar de entre los muertos» (Lc 24). «Las Escrituras» no son sino anuncios proféticos de una voluntad de Dios providente.

Así lo entendieron los Apóstoles, una vez recibido el Espíritu Santo. La primera predicación apostólica testimonia que la Pasión de Cristo, producida por el pecado del mundo el Sanedrín, los letrados, Pilatos, el pueblo, los apóstoles huidos, nosotros, estaba eternamente diseñada en el plan redentor de la Providencia: «Dios ha dado así cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas, la pasión de Cristo» (Hech 3,18).

De este modo maravilloso, hemos sido rescatados «al precio de la sangre de Cristo, el cordero sin defecto ni mancha, previsto antes de la creación del mundo y manifestado al final de los tiempos para nuestro bien» (1Pe 1,19-20).

Todos estos textos, y muchos otros de la Escritura, de la Tradición y de la Liturgia, nos afirman que quiso Dios reconciliar al mundo consigo mediante el sacrificio mortal de su propio Hijo hecho hombre.

Ante tan gran misterio, claramente revelado, podemos preguntarnos: ¿Por qué Cristo sufrió tanto? Cur Christus tam doluit? Es una cuestión teológica clásica. ¿No podía Dios haber dispuesto la redención del mundo de un modo menos doloroso?… Siempre la Iglesia ha sabido que «una sola gota de la sangre» de Cristo, y menos que eso, hubiera sido suficiente para redimir al mundo.

Pero quiso Dios tanto dolor -para manifestarnos el horror del pecado, -para enseñarnos que nadie llega a la salvación si no toma su cruz cada día; pero sobre todo -para declararnos el inmenso amor que nos tiene:

«Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Unigénito Hijo, para que el mundo sea salvado por Él» (Jn 3,16). Primero lo entregó en Belén, en la encarnación, finalmente en la Cruz, en el sacrificio redentor. Quiso Dios que la Cruz de Jesús fuera la revelación máxima de su amor: «Dios probó su amor hacia nosotros en que, siendo pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8). «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

Ésta es, muy en síntesis, la interpretación que la misma Revelación divina, por medio de la Escritura sagrada, da de la Pasión de Cristo. Otras interpretaciones de la Pasión, si se hacen al margen, o incluso en contra, de «la Tradición y la Escritura» (Vaticano II, Dei Verbum 9), no darán la verdad revelada del Misterio. Tampoco serán propiamente teológicas. No serán más que una mera ideología personal.


La Crucifixión de Cristo
Última modificación: 10 de abril de 2009 a las 10:04

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