sábado, 23 de abril de 2011

DOCTRINA/DIOSVIVIENTE.

miércoles 23 de febrero de 2011

BLASFEMIA EN LA WEB


RELATIVISMO MORAL.
La empresa Pepsi-Doritos, ha cometido una terrible blasfemia en contra de Jesús-Eucaristía y en contra del Espíritu Santo, recordemos que Jesús claramente dice que el único pecado que no será perdonado, ni en este mundo ni en el venidero es aquel en contra del Espíritu Santo, explico:
En nuestras Misas en la Santa Iglesia Católica, en el momento de la Consagración, el sacerdote llama al Espíritu Santo para que Éste transforme el pan y el vino, en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
Esta empresa al producir una propaganda en video, a cometido este pecado, no pueden ellos decir que no sabían lo que estaban haciendo, creo que han buscado ofender conscientemente a nuestro Dios, a su Santa Iglesia y a cada católico y a cada cristiano en general.
Por tanto hago un llamamiento a todos los cristianos y especialmente a mis hermanos católicos a NO CONSUMIR MAS PRODUCTOS DE DICHA EMPRESA y a todos los comerciantes para que no sigan expendiendo sus productos.
Realizo esta publicación para que nadie de entre nosotros diga que no sabía y sugiero que todo aquel que lea esta publicación y otras similares, las haga llegar a todos sus amigos, esto, por lo pronto lo haré a la brevedad.
Jesús los bendiga, Juan.

domingo 13 de febrero de 2011

CARTA ENCÍCLICA, DIVINUM ILLUD MUNUS

CARTA ENCÍCLICA


DIVINUM ILLUD MUNUS

DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII

SOBRE LA PRESENCIA
Y VIRTUD ADMIRABLE DEL ESPÍRITU SANTO.

INTRODUCCIÓN.

1. Aquella divina misión que, recibida del Padre en beneficio del género humano, tan santísimamente desempeñó Jesucristo, tiene como último fin hacer que los hombres lleguen a participar de una vida bienaventurada en la gloria eterna; y, como fin inmediato, que durante la vida mortal vivan la vida de la gracia divina, que al final se abre florida en la vida celestial.

Por ello, el Redentor mismo no cesa de invitar con suma dulzura a todos los hombres de toda nación y lengua para que vengan al seno de su Iglesia: Venid a mí todos; Yo soy la vida; Yo soy el buen pastor”. Más, según sus altísimos decretos, no quiso Él completar por sí sólo incesantemente en la tierra dicha misión, sino que, como Él mismo la había recibido del Padre, así la entregó al Espíritu Santo para que la llevara a perfecto término. Place, en efecto, recordar las consoladoras frases que Cristo, poco antes de abandonar el mundo, pronunció ante los apóstoles: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá vuestro abogado; en cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7)

Y al decir así, dio como razón principal de su separación y de su vuelta al Padre el provecho que sus discípulos habían de recibir de la venida del Espíritu Santo; al mismo tiempo que mostraba cómo éste era igualmente enviado por Él y, por lo tanto, que de Él procedía como del Padre; y que como abogado, como consolador y como maestro concluiría la obra por Él comenzada durante su vida mortal. La perfección de su obra redentora estaba providentísimamente reservada a la múltiple virtud de este Espíritu, que en la creación adornó los cielos (cf Job 26, 13) y llenó la tierra (Sab 1, 7).

2. Y Nosotros, que constantemente hemos procurado, con auxilio de Cristo Salvador, príncipe de los pastores y obispo de nuestras almas, imitar sus ejemplos, hemos continuado religiosamente su misma misión, encomendada a los apóstoles, principalmente a Pedro, cuya dignidad también se transmite a un heredero menos digno (San León Magno, Sermón 2 in anniv. ass. suae). Guiados por esa intención, en todos los actos de nuestro pontificado a dos cosas principalmente hemos atendido y sin cesar atendemos. Primero, a restaurar la vida cristiana así en la sociedad pública como en la familiar, tanto en los gobernantes como en los pueblos; porque sólo de Cristo puede derivarse la vida para todos. Segundo, a fomentar la reconciliación con la Iglesia de los que, o en la fe o por la obediencia, están separados de ella; pues la verdadera voluntad del mismo Cristo es que haya sólo un rebaño bajo un solo Pastor. Y ahora, cuando nos sentimos cerca ya del fin de nuestra mortal carrera, place consagrar toda nuestra obra, cualquiera que ella haya sido, al Espíritu Santo, que es vida y amor (De Spiritu Sancto 16, 39), para que la fecunde y la madure. Para cumplir mejor y más eficazmente nuestro deseo, en vísperas de la solemnidad de Pentecostés, queremos hablaros de la admirable presencia y poder del mismo Espíritu; es decir, sobre la acción que Él ejerce en la Iglesia y en las almas merced al don de sus gracias y celestiales carismas. Resulte de ello, como es nuestra CARTA ENCÍCLICA DIVINUM ILLUD MUNUS.

EL MISTERIO DE LA TRINIDAD.

3. Antes de entrar en materia será conveniente y útil tratar algo sobre el misterio de la sacrosanta Trinidad.

Este misterio, el más grande de todos los misterios, pues de todos es principio y fin, se llama por los doctores sagrados sustancia del Nuevo Testamento; para conocerlo y contemplarlo han sido, creados en el cielo los ángeles y en la tierra los hombres; para enseñar con más claridad lo prefigurado en el Antiguo Testamento, Dios mismo descendió de los ángeles a los hombres: “Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado” (Jn 1, 18).

Así pues, quien escriba o hable sobre la Trinidad siempre deberá tener ante la vista lo que prudentemente amonesta el Angélico: “Cuando se habla de la Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y humildad, pues —como dice Agustín— en ninguna otra materia intelectual es mayor o el trabajo o el peligro de equivocarse o el fruto una vez logrado” (Summa Theologiae I q. 31ª.2; De Trin. 1, 3). Peligro que procede de confundir entre sí, en la fe o en la piedad, a las divinas personas o de multiplicar su única naturaleza; pues la fe católica nos enseña a venerar un solo Dios en la Trinidad y la Trinidad en un solo Dios.

4. Por ello, nuestro predecesor Inocencio XII no accedió a la petición de quienes solicitaban una fiesta especial en honor del Padre. Si hay ciertos días festivos para celebrar cada uno de los misterios del Verbo Encarnado, no hay una fiesta propia para celebrar al Verbo tan sólo según su divina naturaleza; y aun la misma solemnidad de Pentecostés, ya tan antigua, no se refiere simplemente al Espíritu Santo por sí, sino que recuerda su venida o externa misión. Todo ello fue prudentemente establecido para evitar que nadie multiplicara la divina esencia, al distinguir las Personas. Más aún: la Iglesia, a fin de mantener en sus hijos la pureza de la fe, quiso instituir la fiesta de la Santísima Trinidad, que luego Juan XXII mandó celebrar en todas partes; permitió que se dedicasen a este misterio templos y altares y, después de celestial visión, aprobó una Orden religiosa para la redención de cautivos, en honor de la Santísima Trinidad, cuyo nombre la distinguía.

Conviene añadir que el culto tributado a los Santos y Ángeles, a la Virgen Madre de Dios y a Cristo, redunda todo y se termina en la Trinidad. En las preces consagradas a una de las tres divinas personas, también se hace mención de las otras; en las letanías, luego de invocar a cada una de las Personas separadamente, se termina por su invocación común; todos los salmos e himnos tienen la misma doxología al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; las bendiciones, los ritos, los sacramentos, o se hacen en nombre de la santa Trinidad, o les acompaña su intercesión. Todo lo cual ya lo había anunciado el Apóstol con aquella frase: “Porque de Dios, por Dios y en Dios son todas las cosas, a Dios sea la gloria eternamente” (Rom 11, 36); significando así la trinidad de las Personas y la unidad de naturaleza, pues por ser ésta una e idéntica en cada una de las Personas, procede que a cada una se tribute, como a uno y mismo Dios, igual gloria y coeterna majestad. Comentando aquellas palabras, dice San Agustín: “No se interprete confusamente lo que el Apóstol distingue, cuando dice "de Dios, por Dios, en Dios"; pues dice "de Dios", por el Padre”; “por Dios", a causa del Hijo; "en Dios", por relación al Espíritu Santo” (De Trin. 6.10: 1, 6).

Apropiaciones.

5. Con gran propiedad, la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor. No porque todas las perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas, pues indivisibles son las obras de la Trinidad, como indivisa es su esencia (San Agustín, De Trin. 1, 4-5), porque así como las tres Personas divinas son inseparables, así obran inseparablemente (San Agustín, ibid); sino que por una cierta relación y como afinidad que existe entre las obras externas y el carácter “propio” de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las otras, o —como dicen— “se apropian”. Así como de la semejanza del vestigio o imagen hallada en las criaturas nos servimos para manifestar las divinas Personas, así hacemos también con los atributos divinos; y la manifestación deducida de los atributos divinos se dice “apropiación” (Summa Teologiae I q. 39 a.7).

De esta manera, el Padre, que es principio de toda la Trinidad (San Agustín, De Trin. 4, 20), es la causa eficiente de todas las cosas, de la Encarnación del Verbo y de la santificación de las almas: “de Dios son todas las cosas”; “de Dios”, por relación al Padre; el Hijo, Verbo e Imagen de Dios, es la causa ejemplar por la que todas las cosas tienen forma y belleza, orden y armonía, Él, que es camino, verdad, vida, ha reconciliado al hombre con Dios; “por Dios”, por relación al Hijo; finalmente, el Espíritu Santo es la causa última de todas las cosas, puesto que, así como la voluntad y aun toda cosa descansa en su fin, así Él, que es la bondad y el amor del Padre y del Hijo, da impulso fuerte y suave y como la última mano al misterioso trabajo de nuestra eterna salvación: “en Dios”, por relación al Espíritu Santo.

El Espíritu Santo y Jesucristo.

6. Precisados ya los actos de fe y de culto debidos a la augustísima Trinidad, todo lo cual nunca se inculcará bastante al pueblo cristiano, nuestro discurso se dirige ya a tratar del eficaz poder del Espíritu Santo. Ante todo, dirijamos una mirada a Cristo, fundador de la Iglesia y Redentor del género humano. Entre todas las obras de Dios ad extra, la más grande es, sin duda, el misterio de la Encarnación del Verbo; en Él brilla de tal modo la luz de los divinos atributos, que ni es posible pensar nada superior ni puede haber nada más saludable para nosotros. Este gran prodigio, aun cuando se ha realizado por toda la Trinidad, sin embargo se atribuye como “propio” al Espíritu Santo, y así dice el Evangelio que la concepción de Jesús en el seno de la Virgen fue obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18.20), y con razón, porque el Espíritu Santo es la caridad del Padre y del Hijo, y este gran misterio de la bondad divina (1Tim 3,16), que es la Encarnación, fue debido al inmenso amor de Dios al hombre, como advierte San Juan: “Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo Unigénito” (Jn 3, 16). Añádase que por dicho acto la humana naturaleza fue levantada a la unión personal con el Verbo, no por mérito alguno, sino sólo por pura gracia, que es don propio del Espíritu Santo: El admirable modo, dice San Agustín, con que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, nos da a entender la bondad de Dios, puesto que la naturaleza humana, sin mérito alguno precedente, ya en el primer instante fue unida al Verbo de Dios en unidad tan perfecta de persona que uno mismo fuese a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre (Enchir. 30. Sto. Tomás; Summa Theologiae II q.32 a.1).

Por obra del Espíritu Divino tuvo lugar no solamente la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma, llamada unción en los Sagrados Libros (Hech 10, 38), y así es como toda acción suya se realizaba bajo el influjo del mismo Espíritu (San Basilio, De Sp. S. 16), que también cooperó de modo especial a su sacrificio, según la frase de San Pablo: “Cristo, por medio del Espíritu Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios” (Heb 9, 14). Después de todo esto, ya no extrañará que todos los carismas del Espíritu Santo inundasen el alma de Cristo. Puesto que en Él hubo una abundancia de gracia singularmente plena, en el modo más grande y con la mayor eficacia que tenerse puede; en Él, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, las gracias gratis dadas, las virtudes, y plenamente todos los dones, ya anunciados en las profecías de Isaías (Is 4, 1; 11, 2-3), ya simbolizados en aquella misteriosa paloma aparecida en el Jordán, cuando Cristo con su bautismo consagraba sus aguas para el nuevo Testamento.

Con razón nota San Agustín que Cristo no recibió el Espíritu Santo siendo ya de treinta años, sino que cuando fue bautizado estaba sin pecado y ya tenía el Espíritu Santo; entonces, es decir, en el bautismo, no hizo sino prefigurar a su cuerpo místico, es decir, a la Iglesia en la cual los bautizados reciben de modo peculiar el Espíritu Santo (De Trin. 15, 26). Y así la aparición sensible del Espíritu sobre Cristo y su acción invisible en su alma representaban la doble misión del Espíritu Santo, visible en la Iglesia, e invisible en el alma de los justos.


EL ESPÍRITU SANTO Y LA IGLESIA.

En los apóstoles, obispos y sacerdotes.

7. La Iglesia, ya concebida y nacida del corazón mismo del segundo Adán en la Cruz, se manifestó a los hombres por vez primera de modo solemne en el celebérrimo día de Pentecostés con aquella admirable efusión, que había sido vaticinada por el profeta Joel (Joel 2, 28-29); y en aquel mismo día se iniciaba la acción del divino Paráclito en el místico cuerpo de Cristo, posándose sobre los apóstoles, como nuevas coronas espirituales, formadas con lenguas de fuego, sobre sus cabezas (Cir. Hierosol., Catech. 17).

Y entonces los apóstoles descendieron del monte, como escribe el Crisóstomo, no ya llevando en sus manos como Moisés tablas de piedra, sino al Espíritu Santo en su alma, derramando el tesoro y fuente de verdades y de carismas (In Mat, hom. 1; 2Cor 3, 3). Así, ciertamente se cumplía la última promesa de Cristo a sus apóstoles, la de enviarles el Espíritu Santo, para que con su inspiración completara y en cierto modo sellase el depósito de la revelación: “Aún tengo que deciros muchas cosas, mas no las entenderíais ahora; cuando viniere el Espíritu de verdad, os enseñará toda verdad” (Jn 16, 12-13). El Espíritu Santo, que es espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad sustancial, recibe de uno y otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que luego comunica a la Iglesia, asistiéndola para que no yerre jamás, y fecundando los gérmenes de la revelación hasta que, en el momento oportuno, lleguen a madurez para la salud de los pueblos. Y como la Iglesia, que es medio de salvación, ha de durar hasta la consumación de los siglos, precisamente el Espíritu Santo la alimenta y acrecienta en su vida y en su virtud: “Yo rogaré al Padre y Él os mandará el Espíritu de verdad, que se quedará siempre con vosotros” (Jn 14, 16-17). Pues por Él son constituidos los obispos, que engendran no sólo hijos, sino también padres, esto es, sacerdotes, para guiarla y alimentarla con aquella misma sangre con que fue redimida por Cristo: “El Espíritu Santo ha puesto a los obispos para regir la Iglesia de Dios, que Cristo adquirió con su sangre” (Hech 20, 28); unos y otros, obispos y sacerdotes, por singular don del Espíritu tienen poder de perdonar los pecados, según Cristo dijo a sus apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonareis los pecados, les serán perdonados, y a los que se los retuviereis, les serán retenidos” (Jn 20, 22-23).

En las almas.

8. Nada confirma tan claramente la divinidad de la Iglesia como el glorioso esplendor de carismas que por todas partes la circundan, corona magnífica que ella recibe del Espíritu Santo. Baste, por último, saber que si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: “Lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia” (San Agustín, Serm. 187, de Temp.). Si esto es así, no cabe imaginar ni esperar ya otra mayor y más abundante manifestación y aparición del Divino Espíritu, pues la Iglesia tiene ya la máxima, que ha de durarle hasta que, desde el estadio de la milicia terrenal, sea elevada triunfante al coro alegre de la sociedad celestial.

No menos admirable, aunque en verdad sea más difícil de entender, es la acción del Espíritu Santo en las almas, que se esconde a toda mirada sensible.

Y esta efusión del Espíritu es de abundancia tanta que el mismo Cristo, su donante, la asemejó a un río abundantísimo, como lo afirma San Juan: “Del seno de quien creyere en Mí, como dice la Escritura, brotarán fuentes de agua viva”; testimonio que glosó el mismo evangelista, diciendo: “Dijo esto del Espíritu Santo, que los que en Él creyesen habían de recibir” (Jn 7, 38-39).

En el Antiguo Testamento y en el Nuevo Testamento.

9. Cierto es que aun en los mismos justos del Antiguo Testamento ya inhabitó el Espíritu Santo, según lo sabemos de los profetas, de Zacarías, del Bautista, de Simeón y de Ana; pues no fue en Pentecostés cuando el Espíritu Santo comenzó a inhabitar en los Santos por vez primera: en aquel día aumentó sus dones, mostrándose más rico y más abundante en su largueza (San León Magno, 3ª Homilía de Pentecostés). También aquéllos eran hijos de Dios, mas aún permanecían en la condición de siervos, porque tampoco el hijo se diferencia del siervo, mientras está bajo tutela (Gál 4, 1-2); a más de que la justicia en ellos no era sino por los previstos méritos de Cristo, y la comunicación del Espíritu Santo hecha después de Cristo es mucho más copiosa, como la cosa pactada vence en valor a la prenda, y como la realidad excede en mucho a su figura. Y por ello así lo afirmó Juan: “Aún no había sido dado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido glorificado” (Jn 7, 39). Inmediatamente que Cristo, ascendiendo a lo alto, hubo tomado posesión de su reino, conquistado con tanto trabajo, con divina munificencia abrió sus tesoros, repartiendo a los hombres los dones del Espíritu Santo (Ef 4, 8): “Y no es que antes no hubiese sido mandado el Espíritu Santo, sino que no había sido dado como lo fue después de la glorificación de Cristo” (S. Agustín, De Trin. 1, 4 e.20). Y ello porque la naturaleza humana es esencialmente sierva de Dios: “La criatura es sierva, nosotros somos siervos de Dios según la naturaleza” (S. Cirilo de Alejandría, Thesam. 1,5 c.5); más aún: por el primer pecado toda nuestra naturaleza cayó tan baja que se tornó enemiga de Dios: “Éramos por la naturaleza hijos de la ira” (Ef 2, 3). No había fuerza capaz de levantarnos de caída tan grande y rescatarnos de la eterna ruina. Pero Dios, que nos había creado, se movió a piedad; y por medio de su Unigénito restituyó al hombre a la noble altura de donde había caído, y aun le realzó con más abundante riqueza de dones. Ninguna lengua puede expresar esta labor de la divina gracia en las almas de los hombres, por la que son llamados, ya en las Sagradas Escrituras, ya en los escritos de los Padres de la Iglesia, regenerados, criaturas nuevas, participantes de la divina naturaleza, hijos de Dios, deificados, y así más aún. Ahora bien: beneficios tan grandes propiamente los debemos al Espíritu Santo.

Él es el Espíritu de adopción de los hijos, en el cual clamamos: “Abba”, “Padre”; inunda los corazones con la dulzura de su paternal amor: da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rom 8, 15-16). Para declarar lo cual es muy oportuna aquella observación del Angélico, de que hay cierta semejanza entre las dos obras del Espíritu Santo; puesto que por la virtud del Espíritu Santo, Cristo fue concebido en santidad para ser hijo natural de Dios, y los hombres son santificados para ser hijos adoptivos de Dios (Summa Theologiae III q.32, a.1). Y así, con mucha mayor nobleza aún que en el orden natural, la espiritual generación es fruto del Amor increado.

En los sacramentos.

10. Esta regeneración y renovación comienza para cada uno en el bautismo, sacramento en el que, arrojado del alma el espíritu inmundo, desciende a ella por primera vez el Espíritu Santo, haciéndola semejante a sí: “Lo que nace del Espíritu es espíritu” (Jn 3, 7). Con más abundancia se nos da el mismo Espíritu en la confirmación, por la que se nos infunde fortaleza y constancia para vivir como cristianos: es el mismo Espíritu el que venció en los mártires y triunfó en las vírgenes sobre los halagos y peligros. Hemos dicho que “se nos da el mismo Espíritu” : “La caridad de Dios se difunde en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5, 5). Y en verdad, no sólo nos llena con divinos dones, sino que es autor de los mismos, y aun Él mismo es el don supremo porque, al proceder del mutuo amor del Padre y del Hijo, con razón es don del Dios altísimo. Para mejor entender la naturaleza y efectos de este don, conviene recordar cuanto, después de las Sagradas Escrituras, enseñaron los sagrados doctores, esto es, que Dios se halla presente a todas las cosas y que está en ellas: por potencia, en cuanto se hallan sujetas a su potestad; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos; por esencia, porque en todas se halla como causa de su ser (Summa Theologiae I, q.8, a.3). Más en la criatura racional se encuentra Dios ya de otra manera; esto es, en cuanto es conocido y amado, ya que según naturaleza es amar el bien, desearlo y buscarlo. Finalmente, Dios, por medio de su gracia, está en el alma del justo en forma más íntima e inefable, como en su templo; y de ello se sigue aquel mutuo amor por el que el alma está íntimamente presente a Dios, y está en Él más de lo que pueda suceder entre los amigos más queridos, y goza de Él con la más regalada dulzura.

En la inhabitación.

11. Y esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, y que sólo en la condición o estado, mas no en la esencia, se diferencia de la que constituye la felicidad en el cielo, aunque realmente se cumple por obra de toda la Trinidad, por la venida y morada de las tres divinas Personas en el alma amante de Dios, vendremos a Él y haremos mansión junto a Él (cf Jn 14, 23), se atribuye, sin embargo, como peculiar al Espíritu Santo. Y es cierto que hasta entre los impíos aparecen vestigios del poder y sabiduría divinos; más de la caridad, que es como “nota” propia del Espíritu Santo, tan sólo el justo participa.

Añádase que a este Espíritu se le da el apelativo de Santo, también porque, siendo el primero y eterno Amor, nos mueve y excita a la santidad, que en resumen no es sino el amor a Dios. Y así, el Apóstol, cuando llama a los justos templos de Dios, nunca les llama expresamente templos “del Padre” o “del Hijo”, sino “del Espíritu Santo”: “¿Ignoráis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, pues le habéis recibido de Dios?” (1Cor 6, 19). A la inhabitación del Espíritu Santo en las almas justas sigue la abundancia de los dones celestiales. Así enseña Santo Tomás: “El Espíritu Santo, al proceder como Amor, procede en razón de don primero; por esto dice Agustín que, por medio de este don que es el Espíritu Santo, muchos otros dones se distribuyen a los miembros de Cristo” (Summa Theologiae I, q.38, a.2; S. Agustín, De Trin. 15, 19). Entre estos dones se hallan aquellos ocultos avisos e invitaciones que se hacen sentir en la mente y en el corazón por la moción del Espíritu Santo; de ellos depende el principio del buen camino, el progreso en él y la salvación eterna. Y puesto que estas voces e inspiraciones nos llegan muy ocultamente, con toda razón en las Sagradas Escrituras alguna vez se dicen semejantes al susurro del viento; y el Angélico Doctor sabiamente las compara con los movimientos del corazón, cuya virtud toda se halla oculta: “El corazón tiene una cierta influencia oculta, y por ello al corazón se compara el Espíritu Santo que invisiblemente vivifica a la Iglesia y la une” (Summa Theologiae II, q.8, a.1).

En los siete dones y en los frutos.

12. Y el hombre justo, que ya vive la vida de la divina gracia y opera por congruentes virtudes, como el alma por sus potencias, tiene necesidad de aquellos siete dones que se llaman propios del Espíritu Santo. Gracias a éstos el alma se dispone y se fortalece para seguir más fácil y prontamente las divinas inspiraciones: es tanta la eficacia de estos dones, que la conducen a la cumbre de la santidad; y tanta su excelencia, que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial. Merced a esos dones, el Espíritu Santo nos mueve y realza a desear y conseguir las evangélicas bienaventuranzas, que son como flores abiertas en la primavera, cual indicio y presagio de la eterna bienaventuranza. Y muy regalados son, finalmente, los frutos enumerados por el Apóstol (cf Gál 5, 22) que el Espíritu Santo produce y comunica a los hombres justos, aun durante la vida mortal, llenos de toda dulzura y gozo, pues son del Espíritu Santo que en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo y que llena de infinita dulzura a las criaturas todas (S. Agustín, De Trin. 5, 9).

Y así el Divino Espíritu, que procede del Padre y del Hijo en la eterna luz de santidad como amor y como don, luego de haberse manifestado a través de imágenes en el Antiguo Testamento, derrama la abundancia de sus dones en Cristo y en su cuerpo místico, la Iglesia; y con su gracia y saludable presencia alza a los hombres de los caminos del mal, cambiándoles de terrenales y pecadores en criaturas espirituales y casi celestiales. Pues tantos y tan señalados son los beneficios recibidos de la bondad del Espíritu Santo, la gratitud nos obliga a volvernos a El, llenos de amor y devoción.


EXHORTACIONES.



Foméntese el conocimiento y amor del Espíritu Santo.

13. Seguramente harán esto muy bien y perfectamente los hombres cristianos si cada día se empeñaren más en conocerle, amarle y suplicarle; a ese fin tiende esta exhortación dirigida a los mismos, tal como surge espontánea de nuestro paternal ánimo.

Acaso no falten en nuestros días algunos que, de ser interrogados como en otro tiempo lo fueron algunos por San Pablo “si habían recibido el Espíritu Santo”, contestarían a su vez: “Nosotros, ni siquiera hemos oído si existe el Espíritu Santo” (Hech 19, 2). Que si a tanto no llega la ignorancia, en una gran parte de ellos es muy escaso su conocimiento sobre Él; tal vez hasta con frecuencia tienen su nombre en los labios, mientras su fe está llena de crasas tinieblas. Recuerden, pues, los predicadores y párrocos que les pertenece enseñar con diligencia y claramente al pueblo la doctrina católica sobre el Espíritu Santo, mas evitando las cuestiones arduas y sutiles y huyendo de la necia curiosidad que presume indagar los secretos todos de Dios. Cuiden recordar y explicar claramente los muchos y grandes beneficios que del Divino Dador nos vienen constantemente, de forma que sobre cosas tan altas desaparezca el error y la ignorancia, impropios de los hijos de la luz. Insistimos en esto no sólo por tratarse de un misterio, que directamente nos prepara para la vida eterna y que, por ello, es necesario creer firme y expresamente, sino también porque, cuanto más clara y plenamente se conoce el bien, más intensamente se le quiere y se le ama. Esto es lo que ahora queremos recomendaros: Debemos amar al Espíritu Santo, porque es Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fortaleza” (Deut 6, 8). Y ha de ser amado, porque es el Amor sustancial eterno y primero, y no hay cosa más amable que el amor; y luego tanto más le debemos amar cuanto que nos ha llenado de inmensos beneficios que, si atestiguan la benevolencia del donante, exigen la gratitud del alma que los recibe. Amor este que tiene una doble utilidad, ciertamente no pequeña. Primeramente nos obliga a tener en esta vida un conocimiento cada día más claro del Espíritu Santo: “El que ama”, dice Santo Tomás, “no se contenta con un conocimiento superficial del amado, sino que se esfuerza por conocer cada una de las cosas que le pertenecen intrínsecamente, y así entra en su interior, como del Espíritu Santo, que es amor de Dios, se dice que examina hasta lo profundo de Dios” (cf 1Cor 2, 10; Summa Theologiae I-II, q.28, a.2). En segundo lugar, que será mayor aún la abundancia de sus celestiales dones, pues como la frialdad hace cerrarse la mano del donante, el agradecimiento la hace ensancharse. Y cuídese bien de que dicho amor no se limite a áridas disquisiciones o a externos actos religiosos; porque debe ser operante, huyendo del pecado, que es especial ofensa contra el Espíritu Santo. Cuanto somos y tenemos, todo es don de la divina bondad que corresponde como propia al Espíritu Santo; luego el pecador le ofende al mismo tiempo que recibe sus beneficios, y abusa de sus dones para ofenderle, al mismo tiempo que, porque es bueno, se alza contra Él multiplicando incesantes sus culpas.

No le entristezcamos.

14. Añádase, además, que, pues “el Espíritu Santo es espíritu de verdad”, si alguno falta por debilidad o ignorancia, tal vez tenga alguna excusa ante el tribunal de Dios; mas el que por malicia se opone a la verdad o la rehúye, comete gravísimo pecado contra el Espíritu Santo. Pecado tan frecuente en nuestra época que parecen llegados los tristes tiempos descritos por San Pablo, en los cuales, obcecados los hombres por justo juicio de Dios, reputan como verdaderas las cosas falsas, y al príncipe de este mundo, que es mentiroso y padre de la mentira, le creen como a maestro de la verdad: Dios les enviará espíritu de error para que crean a la mentira (cf 2Tes 2, 10): en los últimos tiempos se separarán algunos de la fe, para creer en los espíritus del error y en las doctrinas de los demonios (cf 1Tim 4, 1): Y por cuanto el Espíritu Santo, según antes hemos dicho, habita en nosotros como en su templo, repitamos con el Apóstol: “No queráis contristar al Espíritu Santo de Dios, que os ha consagrado” (Ef 4, 30). Para ello no basta huir de todo lo que es inmundo, sino que el hombre cristiano debe resplandecer en toda virtud, especialmente en pureza y santidad, para no desagradar a huésped tan grande, puesto que la pureza y la santidad son las propias del templo. Por ello exclama el mismo Apóstol: “Pero ¿es que no sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno osare profanar el templo de Dios, será maldito de Dios, pues el templo debe ser santo y vosotros sois este templo” (¡Cor 3, 16-17); amenaza tremenda, pero justísima.

Pidamos el Espíritu Santo.

15. Por último, conviene rogar y pedir al Espíritu Santo, cuyo auxilio y protección todos necesitamos en extremo. Somos pobres, débiles, atribulados, inclinados al mal: luego recurramos a Él, fuente inagotable de luz, de consuelo y de gracia. Sobre todo, debemos pedirle el perdón de los pecados, que tan necesario nos es, puesto que es el Espíritu Santo don del Padre y del Hijo, y los pecadores son perdonados por medio del Espíritu Santo como por don de Dios (Summa Theologiae III, q.3, a.8 ad 3), lo cual se proclama expresamente en la liturgia cuando al Espíritu Santo le llama remisión de todos los pecados (In Miss. Rom. fer, 3 post Pent).

Cuál sea la manera conveniente para invocarle, aprendámoslo de la Iglesia, que suplicante se vuelve al mismo Espíritu Santo y lo llama con los nombres más dulces de padre de los pobres, dador de los dones, luz de los corazones, consolador benéfico, huésped del alma, aura de refrigerio; y le suplica encarecidamente que limpie, sane y riegue nuestras mentes y nuestros corazones, y que conceda a todos los que en Él confiamos el premio de la virtud, el feliz final de la vida presente, el perenne gozo en la futura. Ni cabe pensar que estas plegarias no sean escuchadas por Aquel de quien leemos que ruega por nosotros con gemidos inefables (cf Rom 8, 26). En resumen, debemos suplicarle con confianza y constancia para que diariamente nos ilustre más y más con su luz y nos inflame con su caridad, disponiéndonos así por la fe y por el amor a que trabajemos con denuedo por adquirir los premios eternos, puesto que Él es la prenda de nuestra heredad (Ef 1, 14).

Novena del Espíritu Santo.

16. Ved, venerables hermanos, los avisos y exhortaciones nuestras sobre la devoción al Espíritu Santo, y no dudamos que por virtud principalmente de vuestro trabajo y solicitud, se han de producir saludables frutos en el pueblo cristiano. Cierto que jamás faltará nuestra obra en cosa de tan gran importancia; más aún, tenemos la intención de fomentar ese tan hermoso sentimiento de piedad por aquellos modos que juzgaremos más convenientes a tal fin. Entre tanto, puesto que Nos, hace ahora dos años, por medio del breve Provida Matris, recomendamos a los católicos para la solemnidad de Pentecostés algunas especiales oraciones a fin de suplicar por el cumplimiento de la unidad cristiana, nos place ahora añadir aquí algo más. Decretamos, por lo tanto, y mandamos que en todo el mundo católico en este año, y siempre en lo por venir, a la fiesta de Pentecostés preceda la novena en todas las iglesias parroquiales y también aun en los demás templos y oratorios, a juicio de los Ordinarios.

Concedemos la indulgencia de siete años y otras tantas cuarentenas por cada día a todos los que asistieren a la novena y oraren según nuestra intención, además de la indulgencia plenaria en un día de la novena, o en la fiesta de Pentecostés y aun dentro de la octava, siempre que confesados y comulgados oraren según nuestra intención. Queremos igualmente también que gocen de tales beneficios todos aquellos que, legítimamente impedidos, no puedan asistir a dichos cultos públicos, y ello aun en los lugares donde no pudieren celebrarse cómodamente a juicio del Ordinario en el templo, con tal que privadamente hagan la novena y cumplan las demás obras y condiciones prescritas. Y nos place añadir del tesoro de la Iglesia que puedan lucrar nuevamente una y otra indulgencia todos los que en privado o en público renueven según su propia devoción algunas oraciones al Espíritu Santo cada día de la octava de Pentecostés hasta la fiesta inclusive de la Santísima Trinidad, siempre que cumplan las demás condiciones arriba indicadas. Todas estas indulgencias son aplicables también aun a las benditas almas del Purgatorio.

El Espíritu Santo y la Virgen María.

17. Y ahora nuestro pensamiento se vuelve adonde comenzó, a fin de lograr del divino Espíritu, con incesantes oraciones su cumplimiento. Unid, pues, venerables hermanos, a nuestras oraciones también las vuestras, así como las de todos los fieles, interponiendo la poderosa y eficaz mediación de la Santísima Virgen. Bien sabéis cuán íntimas e inefables relaciones existen entre ella y el Espíritu Santo, pues que es su Esposa Inmaculada. La Virgen cooperó con su oración muchísimo así al misterio de la Encarnación como a la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Que Ella continúe, pues, realzando con su patrocinio nuestras comunes oraciones, para que en medio de las afligidas naciones se renueven los divinos prodigios del Espíritu Santo, celebrados ya por el profeta David: “Manda tu Espíritu y serán creados, y renovarás la faz de la tierra” (Sal 103, 30).

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 9 de mayo del año 1897, vigésimo de nuestro pontificado.

NOVENA PERENNE AL ESPÍRITU SANTO.

(Para ser rezada entre Pascua de Resurrección y Pentecostés).

Invocación al Espíritu Santo del Papa Juan XXIII.

“Renueva Tus maravillas en nuestros días, como por un nuevo Pentecostés.

Concede a Tu Iglesia que, unidad y firme en oración con María, la Madre de Jesús, y siguiendo el ejemplo del bendito Pedro, pueda promover el reino de nuestro Divino Salvador, el reino de verdad y justicia, el reino del amor y la paz. Amén”.

Ven Espíritu Santo, en tu fuerza y poder para renovar la faz de la tierra.

Temas diarios para Intercesión.

1er día: Intercesión por Israel, el pueblo de Tu alianza.

Ven Espíritu Santo sobre el pueblo judío, Israel –el primero en escuchar la Palabra de Dios y prepárales para la realización completa de la “esperanza de Israel”- bendice a nuestro hermano mayor, el pueblo de Tu alianza (Gen 12, 1-3; Sal 122, 6; Is 62, 1-2; Hech 28, 20; Rom 11).

Intercede: por la paz de Jerusalén, por la virtud de Jerusalén para brillar ante las naciones y por todo el pueblo judío -en Israel y la Diáspora- en tu nación, en Tu ciudad.

2º día: Intercesión por la Renovación de la Iglesia de Jesucristo.

Ven Espíritu Santo, reaviva Tu fuego y renueva Tu Iglesia (Mt 3, 11; Hech 2, 17-21).

Intercede: por la “Espiritualidad de Pentecostés” para renovar la Iglesia -en el mundo, en tu continente, en tu país. Incluyendo todas las intenciones mensuales del Papa, y especialmente el deseo de Juan Pablo II de que la “Espiritualidad de Pentecostés” se extienda en la Iglesia como un empuje renovado de oración, santidad, comunión y proclamación (Juan Pablo II, Vigilia Solemne de Pentecostés de 2004).

3er día: Intercesión por la unidad de los cristianos.

Ven Espíritu Santo, une a Tu Iglesia –“Padre, que sean uno para que el mundo crea” (Jn 17, 21; Ef 4, 1-6; 2, 11-18).

Intercede: por la reconciliación, la purificación de los recuerdos y la sanación de las divisiones de los cristianos, en el mundo, en tu continente, en tu nación.

4º día: Intercesión por la renovación de la sociedad.

Ven Espíritu Santo, y renueva la faz de la tierra -transforma la sociedad por el poder de tu Espíritu (Mc 16, 16-20).

Intercede: por la “Cultura de Vida” nacida del Espíritu, para que penetre en la sociedad, en el mundo, en los gobiernos, en tu continente, en tu nación.

5º día: Intercesión por la conversión y la santidad.

Ven Espíritu Santo, que la fe y la esperanza surjan en los corazones de las personas y que Tu Gloria se manifieste en Tu Iglesia (Rom 8, 28-30; 10, 9-10; Jn 3, 5-8).

Intercede: por la conversión de los pecadores -para crecer en santidad- la revelación de Su Gloria, en Su Iglesia, el mundo, tu familia.

6º día: Intercesión por la reconciliación y la sanación.

Ven Espíritu Santo, ayúdanos a vivir juntos en unidad, en humildad y en amor (Sal 133, 1-3; Ef 4, 1-6).

Intercede: por la reconciliación y la sanación para tener unidad en ti y en tu familia, tu diócesis, tu parroquia, tu comunidad, tu grupo de oración.

7º día: Intercesión para facultarnos para la evangelización.

Ven Espíritu Santo, danos poder para cumplir Tu llamada a ser testigos hasta los confines de la tierra -a ser portadores de la Buena Nueva (Hech 1, 8).

Intercede: para que el Espíritu Santo nos conceda una nueva fuerza para ser Sus testigos -para llevar el Evangelio a toda la Creación- por la Nueva Evangelización en Su Iglesia.

“Hoy desde esta plaza, Cristo os repite a cada uno: “Id al mundo y predicad el Evangelio a toda la Creación” (Mc 16,15). Él cuenta con cada uno de vosotros. La Iglesia cuenta con vosotros. El Señor os asegura: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Estoy con vosotros” (Juan Pablo II, vigilia de oración, víspera de Pentecostés de 1998).

8º día: Intercesión por la victoria de la Santa Cruz.

Ven Espíritu Santo, que Tu victoria sea proclamada y Tu Gloria revelada sobre la faz de la tierra (Ef 1, 15-23; 2, 16; 1Cor 1, 17-18).

Intercede: por la proclamación del poder y la victoria de la Santa Cruz y porque su poder salvador se manifieste por toda la tierra.

9º día: Intercesión por una nueva efusión del Espíritu Santo y Sus dones.

“Les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, “que oísteis de mí”… vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo” (Hech 1, 4).

Oh Jerusalén, Ciudad de David -Ciudad de Dios- Ciudad de la Última Cena, la Eucaristía -Ciudad de Su pasión, muerte y resurrección- Ciudad de la victoria de Su Santa Cruz -Ciudad del Cenáculo, donde María y los discípulos esperaron- Ciudad de Pentecostés, donde Su Espíritu Santo vino en forma de fuego y dio nacimiento a Su Iglesia --Ciudad del regreso del Señor, donde el espíritu y la Esposa dicen “Ven”.

Intercede: para ser bautizados en el Espíritu Santo y para recibir Sus dones para edificación de Su Cuerpo en amor y hacer que todo lo que está en los cielos y lo que está en la tierra le tenga a Él por cabeza (Ef 4, 12; 1, 10; 1Cor 12, 1-11).

Únete a la oración del Papa Juan Pablo II en Pentecostés de 2004:

Por este motivo, también os digo a vosotros: “¡Abríos con docilidad a los dones del Espíritu Santo! ¡Acoged con gratitud y obediencia los carismas que el Espíritu no deja de ofrecer! ¡No os olvidéis que todo carisma es ofrecido para el bien común, es decir, para beneficio de toda la Iglesia!”

“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, y enciende en ellos el fuego de Tu amor: Tú que, en la variedad de las lenguas humanas, reúnes a los pueblos en la única fe, aleluya” (Papa Juan Pablo II, Vísperas Solemnes de Pentecostés de 2004).

viernes 14 de enero de 2011

CALENDARIO LITÚRGICO 2011 (CHILE)

Miércoles de Ceniza

09 de Marzo


Domingo de Ramos

17 de Abril

Domingo

Viernes Santo

22 de Abril

Viernes

Sábado de Gloria

23 de Abril

Sábado

Domingo de Resurrección

24 de Abril

Domingo

Ascensión del Señor

02 de Junio

Jueves

Pentecostés

12 de Junio

Domingo

Corpus Christi

23 de Junio

Jueves

San Pedro

Y San Pablo

29 de Junio

Miércoles

Nuestra Señora

Del Carmen

16 de Julio

Sábado

Asunción de la

Santísima Virgen

María

15 de Agosto

Lunes

Todos los Santos

01 de Noviembre

Martes

Cristo Rey

20 de Noviembre

Domingo

1er Domingo

De Adviento

27 de Noviembre

Domingo

Inmaculada

Concepción de María

08 de Diciembre

Jueves

Natividad del Señor

25 de Diciembre

Domingo

Sagrada Familia

30 de Diciembre

Sábado

El Domingo 1º de Mayo, Festividad de La Divina Misericordia, S.S. el Papa Benedicto XVI, procederá a la Beatificación de nuestro muy amado Siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II, desde esa fecha en adelante, podremos dirigir nuestras oraciones a él, pidiendo su Intercesión.

Jesús los bendiga,

Nina y Juan.

DOCTRINA/DIOSVIVIENTE.

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