Del Patriarca Ireneo y de la Asamblea de los obispos ortodoxos serbios.
¡CRISTO HA RESUCITADO!
Cristo ha resucitado, triunfando sobre
la muerte y levantando a los difuntos. ¡Pueblos, estad alegres! (Canon
de Pascua, 9º canto).
Hoy celebramos, queridos hermanos y hermanas, al Señor nuestro Dios,
“que ha visitado y liberado a su pueblo” (Lc 1, 68) y la luz de su
Resurrección ha iluminado todo el universo! ¡Celebramos al Señor que fue
“entregado por nuestras faltas y resucitado para nuestra justificación”
(Rom 4,25) ¡Celebramos al Señor que, hecho hombre por nosotros, ha
soportado la muerte, para que por su resurrección se nos abran las
puertas de una vida nueva! Pero todos los que hemos sido bautizados en
Cristo, nuestro hombre viejo ha muerto con Él a fin de que, resucitados,
regenerados y reconstruidos en Él, vivamos con Él para siempre (Rom 6,
8). “Cristo ha resucitado de los muertos, primicias de los que se han
dormido” (I Cor 15, 20) y nosotros, que hemos muerto en Adán, somos
vivificados en Cristo, convirtiéndonos en una creatura nueva.
Por ello, en este día de luz entonamos
cantos victoriosos para Aquel que ha vencido el poder de la muerte,
Aquel que ha aplastado la sabiduría aparente de los sabios de este mundo
y que, por su Resurrección, ha salvado a los que creen el Él (1 Cor 1,
21). Viendo realizadas las palabras de los profetas, nos exclamamos con
el apóstol Pablo: “conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de
Dios” (Efe 3, 19). En efecto, de la misma manera que el poder de la
muerte, después de la caída de los antepasados del género humano en el
pecado, ha penetrado en este mundo, igualmente el Señor Cristo, nuevo
Adán, ha tomado sobre Él las heridas nacidas a causa del pecado, y ha
soportado voluntariamente la muerte por nosotros, ha destruido el poder
de la muerte y ha restituido al hombre en su belleza original. Así, por
la Resurrección, conocemos el sentido y la finalidad de la creación
divina, pues el Señor ha llevado a todos los hombres de la nada a la
existencia para vivir eternamente e incorruptiblemente en Cristo, su
Hijo Único. San Máximo el Confesor nos ha enseñado, bajo la inspiración
de Dios, que hemos nacido carnalmente, hemos sido regenerados por el
bautismo, pero que con la Resurrección nacemos eternamente en Cristo
que, primer nacido entre los muertos, regenera a toda la creación y le
confiere un carácter de incorruptibilidad. Por su Resurrección, Cristo
reúne este mundo y el paraíso, y acoge antes que a cualquier otro al
ladrón arrepentido, dándonos a todos la esperanza de que vivir en el
arrepentimiento no es en vano. Celebrando la Resurrección de Cristo,
celebramos y cantamos el misterio prodigioso de Dios que nos ha creado
para que en su Hijo, encarnado, crucificado y resucitado, Cristo
Salvador, seamos eternamente participantes de la naturaleza divina, es
decir, de la vida divina (2 Pedro, 1, 4).
Hasta la Resurrección de Cristo, todos
los hombres se encontraban después de la muerte en los espacios sombríos
del infierno, donde nada celebra a Dios; así, la absurdidad de la
muerte tenía encadenada a toda la creación (Salmo 6, 6; Isaías 38,18).
Cristo Dios desciende a las profundidades del infierno y las cadenas
eternas que retenían a los que allí se encontraban, fueron rotas. El
infierno fue vaciado y nuestro Señor condujo a nuestros antepasados y a
los justos hasta la luz de una vida nueva. Desde entonces, la muerte no
es más que un sueño. No significa ya el fin, sino que representa la
puerta de la vida eterna en Cristo. Por ello el apóstol Pablo exclama:
“Para mí, la vida es Cristo, y morir representa una ganancia” (Filip.
1,21).
Después de haber purificado nuestros
sentidos en la santa Cuaresma, ¡miremos a la luz inaccesible de la
Resurrección, miremos a Cristo que brilla en nuestros corazones!
¡Perdonándonos los unos a los otros, renovémonos por su Resurrección en
una vida nueva! ¡Comencemos a vivir en Cristo resucitado, para que todos
nosotros, desde esta vida, podamos considerarnos a nosotros mismos, así
como a los demás, como un solo Cuerpo, una sola Iglesia de Dios! Aunque
vivimos en una época difícil, llena de incertidumbres y tragedias, no
debemos dejar, tomando ejemplo de los antiguos cristianos, de estar
alegres y de amar con el amor de Cristo, no solamente a los demás, sino
también a nuestros adversarios, para que nada nos desvíe del camino de
vida que Cristo nos ha dado. Si no nos perdonamos los unos a los otros,
no se nos perdonará tampoco a nosotros; si condenamos, también nosotros
seremos condenados, según nos enseña el Señor. Sin perdón y sin tener en
cuenta nuestros propios pecados contra nuestros prójimos, amigos y
adversarios, no estaremos en medida de acoger en nuestros corazones la
luz de la Resurrección ni de convertirnos en defensores de la esperanza
en la eternidad, donde no hay más miedo, ni suspiros, ni tristeza ¡No
tengamos pues miedo de este mundo, queridos hermanos y hermanas, pues
Cristo ha vencido a la muerte! Temamos sólo el abandonar la luz para ir a
las tinieblas, es decir, salir de la alegría del Reino de Dios…
Nosotros, los cristianos no tenemos miedo a la muerte. Creemos
profundamente que no somos de este mundo, aunque vivamos aquí. Cristo,
Pascua eterna, nos ha abierto las puertas del Reino de Dios. Es nuestra
patria verdadera, y en este mundo no somos más que pasajeros que se
desplazan den el tiempo y el espacio, testimoniando a Cristo, por
nuestra existencia ¡No olvidemos nunca en Quién hemos sido bautizados,
para Quién vivimos, para que nuestro recorrido terrestre no sea en vano y
que nuestra esperanza no se deposite en los ídolos vacíos y vanidosos
de este mundo y de este siglo (Gal. 2, 2)!
¡Queridos hijos espirituales, no
descuidemos el amor! Pues es precisamente por nuestro amor de los unos
por los otros que seremos reconocidos como discípulos de Cristo (Jn 13,
35) ¡Estemos al lado de los que sufren, lloremos con los que lloran y
reconfortémosles con la esperanza en el Señor! ¡Que nuestro servicio de
Dios no sea una piedad externa a semejanza de los fariseos! ¿Cuál será
entonces nuestra recompensa? ¡Sacrifiquémonos por nuestros prójimos!
¡Demos a aquel que está necesitado! ¡Celebremos humildemente a Dios con
las palabras del publicano arrepentido! El pueblo de Dios está
dispersado, hoy en día, por el mundo entero, pero lo que nos reúne y
hace de nosotros Una Iglesia, no son las ideologías efímeras de este
mundo, sino la consciencia profunda de que estamos unidos en Cristo, en
quien hemos sido bautizados y al que comulgamos ¡Hagamos pues de tal
manera que aquellos que no han conocido la luz de la enseñanza de
Cristo, vean en nosotros un camino y reconozcan en nosotros a los
herederos auténticos de los apóstoles y de los santos de Cristo! En este
espíritu, todo el pueblo serbio ha tomado el ejemplo de San Sava que
nos ha mostrado infaliblemente el camino de Cristo como el único camino
de vida. Los santuarios de Nemanjic brillan como faros en obscuridad de
nuestra historia, y nos muestran todos los horizontes espirituales del
Reino de Dios, que no es de este mundo. Por ello, ningún sufrimiento, ni
ninguna injusticia infligida por los poderosos de este mundo pueden ni
deben dividirnos u oponernos.
En esta fiesta luminosa, rogamos
particularmente por todos los serbios expulsados, que desde hace dos
decenios ya, no pueden volver a sus hogares, pero también por los que se
han quedado a vivir en las moradas de sus antepasados y que, al lado de
sus pastores espirituales, soportan las amenazas y las presiones por la
única razón de que son serbios ortodoxos.
Estamos en particular y de todo corazón al lado de nuestros hermanos y
hermanas de Kosovo y de Metojia. Viviendo en esta auténtica tierra
serbia y celebrando a Dios, continúan testimoniando sobre el misterio de
la Pasión de Cristo y su Resurrección. El Kosovo de San Lázaro ha
estado siempre marcado con el signo de la Cruz y la Resurrección.
¡Muchas veces, nuestro pueblo ha sufrido el suplicio, pero siempre,
gracias al poder de Dios, se ha erguido y reconstruido, siguiendo
marchando sobre el camino de Cristo! Son nuestros santos los que nos
enseñan lo mejor, así como nuestros santuarios de Kosovo y de Metojia,
donde reposan las santas reliquias de numerosos cristianos agradables a
Dios y enlos que se ha grabado, como un sello, el misterio de la
Resurrección de Cristo. Nuestras iglesias y monasterios, nuestros
pueblos y ciudades, han sufrido durante siglos, pero los hemos
reconstruido siempre, regenerándonos a nosotros mismos, tal la Iglesia
viva de Dios. Por ello, más que llorar y lamentarnos, debemos entonar un
canto misterioso pues a la luz de la Resurrección, la cruz que llevamos
no es un símbolo de humillación y de vergüenza, sino de dignidad nueva y
de gloria. Para nosotros, serbios, y para todos los cristianos
ortodoxos, Kosovo y Metojia no es solamente una noción geográfica, sino
por encima de todo, un espacio espiritual que nos une a todos, allá
donde vivamos. Conforme al testamento de Kosovo del santo príncipe
Lázaro, no tenemos que olvidar nunca que el Reino celestial constituye
siempre el ideal supremo y el fin último, y que todos los bienes
terrestres son perecederos y efímeros.
Hoy los cristianos sufren por todo el
mundo, en particular en el Oriente Próximo y en Ucrania. ¡El ejemplo de
su fe y de su estoicismo tiene que ser un estímulo para nosotros y la
garantía que el Señor no abandonará jamás a su Iglesia y que la gracia
divina se multiplica precisamente en el momento en el que se multiplican
los sufrimientos! No tenemos que olvidar que el Señor Jesucristo mismo
huyó a Egipto con la santísima Virgen y José el justo, para escapar a la
violencia de Herodes, mostrándonos así que todos nosotros somos
extranjeros en un mundo que yace bajo el mal.
Queridos hermanos y hermanas, hay mucha
amargura y tristeza en nuestro pueblo después de todos los años
difíciles de pruebas que hemos atravesado y que atravesaremos. Pero bajo
ningún precio, no debemos nunca caer en la desesperación. Porque cuando
se sufre, un cristiano se arrepiente aún más ante Dios, y al mismo
tiempo se regocija pues sabe que el Señor no rechazará jamás un corazón
lleno de esperanza. Por ello dirijamos nuestras oraciones a Dios,
queridos hijos espirituales, para que nos preserve del odio y de las
malas acciones y nos enseñe el amor con el que Él ha amado este mundo.
Si somos capaces de reconocer el dolor y el sufrimiento de nuestros
prójimos y de arrepentirnos de nuestros pecados, entonces nuestro
esfuerzo no habrá sido en vano en vistas de la salvación y la vida
eternas.
Nuestros saludos y oraciones se dirigen
también a nuestros hermanos y hermanas que viven por todo el mundo; los
llamamos a volverse los unos a los otros en signo de amor fraterno y de
unidad, reunidos todos alrededor de su Iglesia, para continuar
testimoniando dignamente lo que son, cuál es su fe y a qué pueblo
pertenecen.
¡Conservemos la santidad del matrimonio y
de la familia, instruyendo a nuestros hijos en la fe, el temor de Dios y
la pureza, sin olvidar que la familia es “una Iglesia doméstica” y la
base de la comunidad cristiana! ¡Participemos regularmente en las
asambleas eucarísticas, comulgando al Cuerpo y a la Sangre de Cristo,
convirtiéndonos así en un solo Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, Pueblo
elegido, Iglesia del Dios Vivo! No olvidemos que este Misterio
prodigioso continúa en la fe y el amor que debemos testimoniar
concretamente en nuestro hogar, en nuestro trabajo, ante aquellos que
nos aman como ante los que nos odian, en resumen, en todas partes y
siempre. Para un cristiano, toda la existencia es una alegría litúrgica
pascual. Quien vive así, no mirará al otro como un extranjero: en cada
uno, reconocerá el rostro de nuestro Señor, que desea que todos los
hombres se salven. Testimoniar la alegre Nueva de que Cristo en verdad
ha resucitado, es nuestro deber cotidiano pues el Señor nos llama por el
Espíritu Santo a no encerrarnos en nosotros mismos, sino a llevar a los
otros hacia esta alegría y mostrarles la única vía de salvación. El
Cristo Resucitado nos llama a ser la luz del mundo, no un objeto de
escándalo. Al estar dispuestos a reconocer nuestras transgresiones y a
enderezarnos en la humildad, no nos humillamos sino que confirmamos de
esta manera que el Espíritu de Dios reside en nosotros.
Os anunciamos en particular la buena
nueva que, en la fiesta del descenso del Espíritu santo, que marca la
realización de la ascesis de Cristo para la salvación del mundo y de la
humanidad, en el mes de junio de este año, un santo y gran Concilio de
la Iglesia ortodoxa se celebrará en la isla apostólica de Creta. Debemos
todos rezar al Señor para que este hecho espiritual excepcional
inspirado por el Espíritu Santo, sea una confirmación concreta de la
unidad indestructible de la santa Iglesia ortodoxa confesada por todos
los cristianos auténticos y una llamada a todos los que creen en
Cristo, a ser Uno en nuestro Señor y Salvador único.
No olvidemos, queridos hermanos y
hermanas, que estamos llamados, allí donde estemos y sea lo que sea lo
que hagamos, a ser artesanos de la paz, llevando el testimonio de Dios
que nos da la paz y que es nuestra Paz. Aunque todos somos diferentes,
no tenemos que olvidar nunca que hemos sido creados a la imagen de Dios y
llamados a ser Uno en Cristo. Así, hay que tender la mano a aquel que
hace un mal paso, y no empujarlo a una caída más profunda; hay que
visitar a un enfermo y tener cuidado de él, y volver a poner en el
camino recto a aquel que se ha extraviado. Actuando así, obraremos de
tal manera que el Señor se exprese en nuestras acciones, Él, que nos ha
dicho que tenemos que ser la luz del mundo. ¡Y por encima de todo,
queridos hijos espirituales, nuestra vida debe ser una acción de gracias
permanente a Dios por todo y por todos! Pues, ¿qué podríamos ofrecer
de más grande al Cristo resucitado, que nos ha conducido de las
tinieblas a la luz del conocimiento y de la muerte a la vida eterna? Por
ello, con todos los ángeles y todos los santos del cielo, y al mismo
tiempo, con nuestros hermanos y hermanas en la tierra, entonemos el
canto victorioso y en la alegría de la fiesta, dirijámonos los unos a
los otros el saludo :
¡CRISTO HA RESUCITADO!
En el patriarcado serbio, en Belgrado – Pascua 2016
El patriarca serbio Ireneo y todos los obispos de la iglesia ortodoxa serbia.