jueves, 11 de agosto de 2011

A LA IGLESIA QUE AMO 3

A LA IGLESIA QUE AMO 3

Hacia una Iglesia más fraterna

Nuestra vida cristiana de discípulos del Señor, la vivimos en comunidades concretas donde tenemos que hacer realidad los deseos de Jesucristo: amaos, servios, daos el perdón, sed misericordiosos, dad la vida, etc. No podemos hablar de fraternidad, de servicio, de amor, de misericordia, de donación de la vida, si no lo hacemos en concreto. No podemos hablar de entrega a la Iglesia si no la realizamos en una comunidad concreta que vive en comunión con todas las comunidades y en expectativa de las necesidades de las mismas. Así hacemos la Iglesia del Señor.

Es importante detenerse, aunque sea por unos momentos, en ver desde dónde tenemos que hacer nuestra vida para que sea auténticamente creadora de comunidad fraterna en el lugar concreto en que Dios quiere que visibilicemos a la Iglesia. Es preciso que veamos la dinámica interna que ha de tener nuestra vida para que genere fraternidad y para que la Iglesia del Señor sea creíble. Son cuatro los núcleos que se han de desarrollar en mi vida para que la comunidad sea creíble, para que cada uno de nosotros hagamos posible la creación de comunidad:

- Una vida comunitaria más fraterna me exige salir de mi mismo

- Una vida comunitaria más fraterna me pide que me encuentre con personas concretas no elegidos por mí, sino por el Señor.

- Una vida comunitaria más fraterna presupone una experiencia profunda de Dios en mi vida y de los hombres como hijos de Dios.

- Una vida comunitaria más fraterna me hace manifestar una experiencia profunda de Iglesia.

Una vida comunitaria más fraterna
me exige salir de mí mismo.

Resulta difícil salir de uno mismo porque nos detenemos en nuestras preocupaciones, en nuestras tareas o, mejor, en las que a mi me gustan, en nuestros modos de pensar, hacer y decir; nos rodeamos de aquellos que son como nosotros o que nos van a dar la razón. Cuando vivimos así desde nuestros egoísmos, es imposible construir unidad. Siempre que leo el texto evangélico de Leví, descubro de algún modo, lo que significa salir de uno mismo:

«Después de esto, salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo: Sígueme. El, dejándolo todo, se levantó y le siguió. Leví le ofreció en su casa un gran banquete. Había un gran número de publicanos, y de otros que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y sus escribas murmuraban diciendo a los discípulos: ¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores? Les respondió Jesús: No necesitan médico los que están sanos, sino los que están mal. No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores» (/Lc/05/27-32).

Todos sabemos lo que significaba estar en el despacho de impuestos en tiempo de los judíos: eran los hombres que les quitaban el dinero y además aquel dinero iba para sus opresores, para quienes les tenían sometidos. Pero lo que interesa ver aquí es el trasfondo teológico que tiene este texto. Leví es un hombre que está ocupado en sus cosas; lo que tiene es su despacho. Los demás hasta ahora no le han importado nada; sólo le ha preocupado tener su dinero. La ocupación fundamental de su vida ha sido él mismo. Por eso es importante descubrir lo que Jesús le pide para ser su discípulo. Le dice: «Sígueme». Es decir, le pide que deje su despacho, su ocupación, que se olvide de ella y le siga. El Señor no le propone otra alternativa distinta: o se queda en su despacho, que es lo mismo que decir quedarse entre sus cosas, con sus ocupaciones, olvidarse de los otros para ocuparse de sí mismo; o le sigue a El, que es olvidarse de sí para ocuparse de los demás, para que todos los demás sean lo más importante, no solamente aquellos que son igual que él o piensan de la misma manera.

Entrar en casa de Leví es lo mismo que abrir las puertas de la existencia para que pase quien quiera. Es poner mi casa, mi vida a disposición de los demás. Mientras Leví ha estado en el despacho de los impuestos, solamente él entraba en su casa, en su vida. El era el gran motivo de su vida. Desde que oyó: «Sígueme», el gran motivo de su vida era Jesucristo. El primero que entra en su casa es el Señor. Y porque entra Jesús, entran los publicanos y los otros. El Señor es el que hace posible que Leví salga de si mismo y que los demás entren en su vida. El es quien ha hecho que los otros tengan importancia radical y no él mismo.

En el Evangelio resulta fundamental que para olvidarse uno de sí mismo, es necesario que entre el Señor. Solamente cuando El entra nos olvidamos de verdad de nosotros. A veces puede que entren otras cosas que son importantes y muy humanas e incluso de gran interés para los demás; pero si todavía no ha entrado el Señor, no nos hemos olvidado de nosotros mismos, puede que hayan entrado mis gustos, mis ilusiones, mis modos de entender la vida que ciertamente son muy humanos y que hacen bien a la gente, pero todavía me faltan pasos por dar. Urge que en mi vida entre el Señor, que me deje decir por Jesús: «Sígueme». Ante esta palabra ¿qué hago? ¿Voy sin más, sin ponerle ninguna condición, para lo que El quiera y como quiera o voy con mis mochilas o mis mostradores que, a lo mejor, son muy atractivos, pero al fin y al cabo son mostradores?

Para los cristianos hay un modo muy singular de saber si a «mi casa» he entrado yo mismo o he permitido pasar a alguien más o he dejado entrar a Jesucristo con todas las consecuencias. El modo de averiguarlo es ver a quiénes tenemos sentados a nuestra mesa o con quiénes estoy dispuesto a sentarme: solamente están los que piensan como yo, los que actúan como yo, los que se manifiestan de la misma manera que yo o si hay gentes diversas. No se trata únicamente de estar dispuesto a compartir con gentes diversas de una manera teórica, sino si de hecho comparto mi vida con ellos: «Había un gran número de publicanos y otros que estaban a la mesa con ellos» (Lc 5,29b).

Aceptar la insinuación del Señor: «Sígueme», significa que quiero tener un corazón universal; un corazón que no se cierra a nadie, que no hace grupos divididos entre sí. Aceptar a Jesucristo en nuestra vida, seguirlo, significa que voy a realizar lo que El hizo: poner la vida al servicio de todos los hombres, sabiendo que mi vida vivida desde Dios ayuda a los demás a olvidarse de sí y dispone al otro a entregar la vida para todos.

«¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?» (Lc 5,30b). Esta fue la pregunta de los fariseos a Jesús cuando entró en casa de Leví. Y ésta es la pregunta de todo hombre que no ha salido de sí mismo y que además quiere vivir para sí. Esta es nuestra pregunta en multitud de ocasiones; pregunta que hacemos a las personas que aceptan al otro sin más, porque es hijo de Dios. ¿Por qué estás con él, no ves que piensa de esta manera, que pertenece a este grupo, que vive con esas personas? ¿Por qué estás con ellos? En estas situaciones viene bien escuchar las palabras de Jesús: «No necesitan médico los sanos, sino los que están mal». Aun en el supuesto de que estuvieran peor que nosotros, tendríamos que estar con ellos, ya que las palabras del Señor son claras. Cuando no estamos con ellos, es porque pensamos que están fuera de lugar y de tiempo. Urge que salgamos de nosotros mismos.

Una comunidad se hace más fraterna cuando hay hombres que comienzan a olvidarse de si mismos y se acercan a los demás. Les abren su «casa» y lo hacen con todas las consecuencias porque saben que la «casa», es decir su vida es para los demás; además la abren con la misma bondad y estilo de Jesucristo, ya que aceptaron ir tras El. Seguirlo significa, en primer lugar, olvidar o, mejor, dejar el mostrador y todas las cosas que teníamos para la venta y ponernos a vender las cosas que son de Dios y que estamos convencidos que realizan al hombre, que le hacen ser más hombre. Hay una palabra en el Evangelio que es muy clarificadora: «El, dejándolo todo, se levantó y le siguió» (Lc 5,28). Dejar todo para seguir a Jesucristo. Dejar mis tareas para tomar las del Señor, mis modos de obrar y pensar, para aceptar los de Jesucristo. Ese dejar todo, ese vaciarse para llenarse, es la insinuación más grande de Dios al hombre, para que éste haga comunidad. No hay posibilidad de hacer comunidad si el hombre no deja de seguirse a sí mismo para seguir los pasos del Hombre, del Hijo de Dios, de Jesucristo.

Una vida comunitaria más fraterna
me pide que me encuentre con personas concretas
no elegidas por mí, sino por el Señor

Mi pertenencia a la Iglesia y muy en concreto a una comunidad determinada no es algo que yo he elegido, sino que me ha sido regalado por Dios. Es el Señor quien me ha escogido y me ha dado este don de pertenecer a la Iglesia, de ser de su cuerpo, de ser de su discípulo. El ha querido contar conmigo para mostrarse a los hombres, para darse a conocer. Pero todo esto lo tengo que hacer no teóricamente, sino con personas concretas, las que Dios ha querido poner a mi lado. No puedo esperar a que vengan otras para hacer comunidad, ya que sería no aceptar la llamada que Dios me hace en un tiempo y en un lugar y con unas personas concretas.

Esas personas con las que me encuentro me hacen posible vivir la palabra del Señor que tan insistentemente nos dice:

«Yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra, y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo vosotros igualmente. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿que mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Mas bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y los perversos» (/Lc/06/27-35).

Estas son palabras para todos los que escuchan al Señor. Por tanto, no se dirigen a un grupo determinado, con unas ideas o unas características determinadas. La única característica es escuchar a Jesús. El que escucha al Señor, que quiere situar su vida delante de El, tiene que vivir según estas palabras, que hacen posible la fraternidad.

Cuando un grupo se reúne en el nombre del Señor, lo primero que tiene que hacer es tomar conciencia de su condición de hijo de Dios y de quién es su Padre. Un padre bueno con todos, incluso con los que nosotros excluiríamos de nuestra lista: los ingratos y perversos, es decir, los desagradecidos y los mal pensados o los que piensan solamente en hacer el mal. Tomar conciencia de esta situación nos hace situarnos en la vida de un modo nuevo. Pensar que Dios quiere a todos los hombres tanto como me quiere a mi o tanto como yo me aprecio a mi mismo, que quiere a todos los que pasan por la vida junto a mí.

Es muy bueno hacer una lista de las personas que están a mi lado, de las que quiero y de las me cuesta querer, pasar junto a ellas y decir: Dios las quiere como a mi, Dios desea que yo las quiera. Pues el Señor quiere que haga un mundo nuevo, un mundo más humano, un mundo distinto, realizado con el cariño de Dios y no con mis egoísmos. Por ello, tengo que querer como Dios mismo. Pudiera parecer que el texto que hemos indicado antes tuviera poco que ver con nosotros, ya que en realidad no tenemos verdaderos enemigos. Pero hay que ser realistas. Debernos vernos en la realidad de lo que somos y por ello tenemos que asumir esta palabra del Señor en nuestra existencia personal.

«Amad a nuestros enemigos»

ENEMIGOS/QUIENES-SON: Los que no son como yo, los que a mí me gustaría cambiar, los que hacen de la vida otra cosa distinta a lo que yo hago, los que no hacen las cosas como yo, los que tienen otros proyectos diferentes de los míos, los que entienden que la vida cristiana habría que vivirla de otro modo distinto a como yo lo estoy haciendo; todos éstos se presentan como enemigos de mi vida. Y todos son prójimos a los que tengo que querer y en los que tengo que hacer realidad ese salir el sol del Padre, ese cariño de Dios para con todos los hombres. A todos ellos intento cambiarlos desde mi fuerza y con fuerza y a los que se presentan así, quisiera no tenerlos como compañeros de camino. Si por mí fuera elegiría a otros. En estos momentos tengo que pensar que estar con éste o con otro no es cosa mía sino de Dios; es El quien me ha puesto al lado de ese concreto que es distinto a mí. Y me ha puesto a su lado para que le quiera.

«Haced bien a los que os odian»

En el camino de mi vida no solamente me encuentro con personas con las cuales no quisiera compartir nada, sino con gentes que tampoco quieren nada conmigo. Es más, siento su rechazo, su falta de amor hacia mÍ. Es precisamente en estos instantes cuando tengo que ver también un gesto de amor de Dios para conmigo. Más que llevar mi vida a que dé respuestas parecidas, se me pide que vea en ellos lo que tienen y me dan de amor de Dios. En Jesucristo vemos un gesto fundamental con aquellos que le quieren matar. A Cristo su amor le lleva a decir: perdónales, Padre. El mismo les da su perdón. Esto se puede hacer solamente cuando hacemos salir el sol de Dios, que está en cada una de nuestras vidas, sobre todos los hombres. Muchas veces nos repetimos a nosotros mismos que somos imágenes de Dios. Y la imagen de Dios debe hacer visible a aquel de quien es semejanza Se nos pide a todos que hagamos esta semejanza de Dios, que hagamos como EL salir el sol sobre todos los hombres, incluso y diría mucho más y con más fuerza, sobre aquellos que nos hieren. Esto humanamente parecerÍa imposible. Y lo es, si partimos de nuestras fuerzas. Pero si nos sabemos con las fuerzas de Dios, si utilizamos la gran capacidad de amor que el Señor ha puesto en nuestra vida estamos creando comunidad.

«A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo,
no se lo reclames»

Dar a los demás lo que uno es y tiene cuesta mucho. Entregar la vida al otro cuando se le quiere cuesta poco. Pero darla cuando ese cariño espontáneo no existe, ofrecerla porque Dios la dio y porque, si quiero seguirlo, tengo que hacer lo mismo, cuesta algo más. Al crear comunidad se trata de hacer esto: dar la vida y entregarla a quien está a mi lado y con el cual me reúno en nombre del Señor Jesús. Solamente cuando soy capaz de dársela al que vive junto a mi, que tiene los mismos proyectos que yo, no porque se identifiquen en la forma de hacerlos realidad, sino porque es el proyecto de Jesús; cuando doy mi vida en concreto, con las personas determinadas con quienes vivo, es cuando estoy disponible para entregarla por cualquiera. Cuesta dar lo íntimo, lo profundo, y sin embargo para hacer comunidad hay que darlo. Si entregamos otras cosas no haremos comunidad cristiana. Hay que dar de los propios pensamientos, vivencias, cosas, formas de ser, maneras de entender, modos concretos de experimentar la presencia del Señor en la vida. Esto es lo que hay que comunicar para hacer visible el amor.

«Y lo que queráis que os hagan los hombres, hacedselo vosotros igualmente»

Muchas veces he pensado qué sucedería si cuando nos encontramos con otros, nos preguntásemos qué querríamos que nos hiciesen. Estoy seguro que nuestras relaciones y comportamientos con los demás cambiarían radicalmente. Nosotros queremos que los demás nos acepten, nos respeten, nos traten como personas que pensamos y tomamos decisiones. Ciertamente nuestro trato con los otros es de modo distinto: a veces lo que me importa es que me traten a mí de una manera determinada, pero no me preocupo de cómo trato a los demás. Deseo que los demás me quieran y me acepten como un otro que tiene capacidad para pensar, decidir y actuar. Ese seria el proyecto que debo tener sobre los demás. Haré comunidad o, mejor, tendré capacidad para hacer comunidad en la medida que sepa mirar al otro como quisiera que me mirasen a mí. En el fondo, se trata de entrar en la escuela de la mirada del Señor, de estar junto a El y ver cómo hacía El.

Quizá el texto que más nos ayude a entender lo que significa un encuentro con personas concretas sea éste:

«Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (I Jn 4,20).

Es un texto delicadísimo de manejar, porque nos puede explotar en las manos en cualquier momento; es un texto que arrinconaríamos en cualquier momento por puro instinto de conservación. No sé si es muy atrevido hacer un paralelismo entre amor y relación y así poder decir: «Si hablo a Dios y no hablo al hermano soy un mentiroso porque el que sabe relacionarse con el hermano a quien ve no puede relacionarse con Dios a quien no ve». A mi modo de entender me parece una analogía justa Y es que el amor fraterno, sincero, lúcido, esforzado, generoso, es fundamento y condición necesaria para la relación con Dios.

El amor fraterno no es una lucubración espiritual que pueda prescindir de la realidad de los contactos naturales. Tenemos que aceptar que cada hombre es un lugar de paso de unos hombres hacia otros, de Dios hacia los hombres y de los hombres hacia Dios. Los hombres no somos islas: somos encrucijadas, cruces de caminos o, más exactamente, lugar de encuentro de hombres que caminan. Cada hombre que pasa por mi, deja su impronta y se lleva mi marca. Cada hombre que se me pone delante, es una interpelación, me exige una respuesta. Y esta respuesta ha de ser madura y no infantil. Si es una respuesta infantil, no es la del discípulo de Jesucristo. Haremos comunidades cristianas infantiles, es decir, no cristianas, si nuestras respuestas son infantiles. Tengo que vivir la capacidad de amar al otro, porque es otro y porque es alguien que Dios puso delante de mí, para que hiciese comunidad con él. Mi madurez está en hacer comunidad con los que Dios va poniendo en mi vida, y en aceptar la realidad del otro tal y como Dios la pone desde una aceptación amorosa, que realiza al otro. Porque me acerco a él como Dios mismo se acercó, sin ponerle ninguna condición, con una entrega total para él y hacia él.

Una vida comunitaria más fraterna
presupone una experiencia profunda de Dios en mi vida
y de los hombres como hijos de Dios

Para hacer comunidad tengo que encontrarme con Dios en la profundidad de mi corazón, y ahí encontrarme con los hombres. Experimentar a los hombres desde Dios, como hijos de El. Ello me ha de llevar a vivir desde una cosmovisión que es fundamental para tener experiencia profunda de Dios. Quizá la palabra del Señor que más nos ayude a descubrir esa realidad sea ésta: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre; venga tu Reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo» (Mt 6,9-10). Sentir el cariño de Dios en nuestra vida es fundamental. Al igual que un niño pequeño necesita sentir el cariño de sus padres para poder crecer y hacerse persona, así también nosotros, para poder ser personas maduras, necesitamos sentir el cariño de Dios. No se trata de buscarlo, de poner todas nuestras fuerzas en posición de trabajo, sino de dejarnos querer por Dios. El hombre que se deja querer por Dios, es el que tiene capacidad para entregarse a los demás, el que no pone condiciones a nadie y siente la capacidad que Dios le da de entrega, de entusiasmo en la lucha, de novedad para ver todo lo que le rodea. Los santos se dejaban mirar por Dios. El mismo Cristo vive bajo la mirada de Dios; siente y percibe que Dios le mira. No vive tanto mirando a Dios, sino dejándose mirar por Dios. El hombre que se deja mirar y querer por Dios, se encuentra con un Dios que le capacita para hacer con los demás lo que percibe y experimenta que Dios hace con él. Descubrir el cariño de Dios hacia el hombre es descubrir, al mismo tiempo, cómo Dios no discrimina a nadie. Para El todos son iguales. Con todos se porta de la misma manera, aunque las respuestas sean distintas.

Cuando uno se deja mirar por Dios, se reconoce. Lo vemos en el Antiguo Testamento: «¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo?» (Gn 3,11a). El hombre ve su pecado cuando se deja mirar por Dios. En el Nuevo Testamento vemos también que el hombre auténtico, Jesucristo, cuando se deja ver por Dios, es reconocido por los demás: «Este es mi hijo amado en quien me complazco» (Mt 3,17b). Hay que dejarse contemplar por Dios para reconocerse, para saber quiénes somos y lo que tenemos que hacer, para llevar una vida auténtica y vivir junto a los otros como hijos de Dios. No hay posibilidad de vivir junto a los demás como hijos de Dios si no nos reconocemos mirados por Dios y queridos de El.

Dejarse querer por Dios significa al mismo tiempo, que reconocemos nuestro origen y el origen de todo lo que existe. Dios nos ha querido tanto que nos ha creado y ha hecho todo lo que existe. Este Dios nos quiere y nos pide que nosotros, que somos sus imágenes y semejanzas, hagamos lo mismo con todos los que nos rodean. Nos pide que tengamos las mismas actitudes. Decir a Dios «Padre nuestro» significa que le decimos: «Padre, nos dejamos mirar por ti, nos dejamos querer por ti. Hay muchos otros que quisieran que nos dejásemos mirar por ellos y que viviésemos para ellos, pero no; lo queremos hacer solamente por ti. Deseamos que tú seas nuestro dueño y nuestro Señor. Queremos que tú seas nuestro guía, nuestro acompañante». Cuando vemos así a Dios, lo experimentamos en la profundidad y experimentamos también en la profundidad a los hermanos.

Nuestra madurez como personas para hacer comunidad fraterna está en relación con la capacidad que tengamos para dejarnos mirar y querer por Dios. Y también con el tiempo que dediquemos a esta tarea.

No sólo decimos a Dios «Padre nuestro», sino que le decimos que está en los cielos. Esto es, le manifestamos que para poder encontrarnos con El, debemos salir de nosotros mismos, que tenemos que descentrarnos de nosotros; hacer que nuestra vida tenga un centro y un centro distinto a nuestros egoísmos, a nosotros mismos; hacer que nuestra vida tenga como centro de todo a Dios. El centro de los quehaceres de Jesucristo, de su hablar, era siempre el Padre. Quizá nosotros tengamos mucho que cambiar en estos aspectos y debamos hacer un examen constante sobre cuál es el centro de nuestra vida: ¿Soy yo mismo? ¿Es Dios? Para ello es bueno ver hacia dónde se mueven nuestros intereses en el hacer, decir y ser, en la comunidad concreta a la que pertenezco, en el trabajo que estoy realizando, con las personas con las que de algún modo se realiza mi vida. Solamente podré ver a los hombres como hijos de Dios, si descentro mi vida, si el centro no soy yo mismo, sino Dios, y los veo a ellos desde Dios. Para hacer comunidad cristiana esto es esencial.

También es importante para encontrarnos con Dios en la profundidad y con los hermanos, ver sus huellas en todo lo que existe, no sólo en cada ser humano, sino en todo lo creado. Dios derrama su gracia por todos los lugares. Hace falta que los hombres lo veamos, lo percibamos, que tengamos un olfato lo suficientemente grande para ver la presencia de Dios en lo que existe. Si Dios es origen de todo, todo está lleno de sus huellas. En todo tenemos que llegar a ver derramarse la gracia de Dios. «Santificado sea tu nombre». El nombre de Dios lo santifica El mismo con su presencia, con su gracia. Cuando los hombres somos capaces de leer la presencia de Dios en todo lo que existe a nuestro alrededor, tenemos unas posibilidades inmensas de encuentro con Dios y con los hermanos.

De nada serviría el encuentro con las realidades de Dios, presentes en todo lo que existe, ni sentir el cariño y la mirada de Dios en nuestra vida, si los hombres no somos capaces de decir: «Aquí me tienes, Señor». El «hágase tu voluntad» es manifestar que queremos dejar nuestra vida para que se haga verdad el cariño de Dios, el descentramiento, la presencia de Dios, de su gracia, de su amor. Decir: «Aquí me tienes, Señor» es expresar que prestamos nuestra vida para que todo ello se haga realidad. Cuando lo hacemos así, nos encontramos con Dios y con los hermanos; entonces estamos capacitados para hacer comunidad cristiana, una comunidad fraterna, en la que se respire la presencia de Dios, que es sencilla, pero que tiene que ser así porque es de Dios.

Una vida comunitaria más fraterna
me hace manifestar una experiencia profunda de Iglesia

C/RV-I: Hoy es fácil acercar a los hombres a Jesús, pero acercarlos a la Iglesia resulta más dificultoso. Y, sin embargo, necesitamos tener experiencias vivas de lo que es la Iglesia del Señor. Tenemos necesidad de mostrar comunidades cristianas donde se palpe la experiencia de Iglesia y resulte atrayente esa experiencia del Señor a través de unos hombres que El mismo ha elegido para formar parte de su pueblo y ser expresión auténtica del rostro de Jesús para los hombres. Hemos sido elegidos para ser Iglesia del Señor y cada uno de nosotros vivimos en unas comunidades en las que hacemos presentes a Cristo. Estas comunidades serán de verdad comunidades cristianas cuando expresen, por la vida que realizan todos sus miembros, lo que es la Eucaristía; cuando hagan realidad esta palabra del Señor:

«Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado. El, entonces, les dice: Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco. Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer. Y se fueron en la barca, aparte, a un lugar solitario. Pero les vieron marcharse y muchos cayeron en cuenta; y fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades, y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, vio mucha gente, sintió compasión de ellos pues estaban como ovejas que no tienen pastor y se puso a enseñarles muchas cosas. Era ya una hora muy avanzada cuando se le acercaron sus discípulos y le dijeron: El lugar está deshabitado y ya es hora avanzada. Despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer. El les contestó: Dadle vosotros de comer. Ellos le dicen: ¿Vamos nosotros a comprar doscientos denarios de pan para darles de comer? El les dice: ¿Cuántos panes tenéis? Id a ver. Después de haberse cerciorado le dicen: Cinco, y dos peces. Entonces les mandó que se acomodaran todos por grupos sobre la verde hierba. Y se acomodaron por grupos de cien y de cincuenta. Tomando los cinco panes y los dos peces, levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los iba dando a sus discípulos para que se los fueran sirviendo. También repartió entre todos los dos peces. Comieron todos y se saciaron. Y recogieron las sobras, doce canastos llenos y también lo de los peces. Los que comieron los panes fueron cinco mil hombres» (/Mc/06/30-44).

La comunidad cristiana manifiesta lo que es la Iglesia del Señor.

—Cuando se reúne con Jesús: «Los apóstoles se reunieron con Jesús». Una comunidad cristiana solamente alcanza su identidad cuando tiene claro que se reúne con Jesús. Cuando todos sus miembros son de la comunidad porque se reúnen con Jesús. No porque se junten por otras cosas o por otras situaciones, sino solamente porque lo hacen con Jesús, desde Jesús y por Jesús. Se reúnen para identificarse como familia, no por vínculos de sangre o por lazos ideológicos de cualquier otro tipo, sino solamente por ser de Jesús, por ser discípulos de Jesús. A Jesucristo le cuentan lo que hacen y lo que enseñan; con Jesucristo confrontan la vida: «Le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado». Es fundamental confrontar la vida con Jesús porque esta confrontación nos da identidad y nos muestra si es verdad lo que decimos: que nos reunimos en su nombre. Quizás una de las cuestiones más importantes para saber si somos comunidad cristiana en estos momentos en los que vivimos, sea la confrontación de nuestras vidas en común con el Señor, con Jesucristo: Situar nuestras personas en torno al Señor y ante El descubrir lo que hacemos y decimos en su nombre. Esta es una tarea esencial de la comunidad cristiana y necesaria para ser Iglesia del Señor, que no se mide por el número de sus miembros, sino por la cualidad de su reunión. Descubrir cuál es la cualidad que tiene nuestra reunión y hacerlo en torno al Señor es tarea fundamental en estos momentos.

—Cuando se reúne con Jesús en la intimidad del silencio: «Venid también vosotros aparte». Necesitamos el silencio como comunidad porque nos hace encontrarnos con nosotros mismos y con Dios, y por supuesto, también con los hermanos. Necesitamos del silencio, de la soledad, para rehacer nuestras vidas personales y como comunidad. Como la comunidad no vive para sí misma sino para los demás, vive el atosigamiento de los otros, sus necesidades, sus situaciones personales y comunitarias, sus esperanzas y fracasos, y necesita para rehacerse como comunidad e identificarse como tal, el silencio, la intimidad con quien le da el origen, para que no se confunda, no mezcle tareas y estilos, con una apariencia viva y vivida, con estilos distintos y desde tareas diferentes. Necesitamos el silencio para recuperarnos como comunidad: «Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer». En la intimidad con Jesucristo, los discípulos se sienten Iglesia del Señor: son distintos, pero uno en el Señor.

«Se fueron aparte en la barca a un lugar solitario». Irse en la barca significa que la Iglesia está en marcha, que ella es esa barca, pequeña y endeble aparentemente porque está formada por cada uno de los que hemos sido llamados por Jesús, pero grande porque está hecha por el Señor. Cuando yo leo así a mi comunidad, tengo la experiencia profunda de lo que es la Iglesia. Los que estamos formando parte de la comunidad, quizás somos humanamente poco, pero lo importante es lo que somos juntos y de quién somos parte, de esa barca, que es la Iglesia del Señor que está en marcha para anunciar a los hombres la gran noticia. La mayor noticia que un hombre puede saber y experimentar es que Dios está entre nosotros, que anda entre los hombres, que no le es extraña la vida del hombre, que le importamos los hombres; que le interesamos tanto que El mismo ha querido contar con nosotros para hacer su obra, que es la Iglesia de la que nosotros somos una pequeña parte; que la Iglesia tiene que ser una manifestación ante los hombres de que a Dios le importan los hombres, de que a El le interesa cuanto existe. Cada uno de los que formamos la barca, es decir, la Iglesia, por nosotros mismos valemos poco; pero no somos nosotros, sino obra de Dios y toda obra de Dios es valiosa. Además valemos porque por pura gracia suya ha querido elegirnos para ser parte de su barca, de su Iglesia, de esa presencia de El hasta que vuelva entre los hombres.

—Cuando, por la sola presencia de la comunidad, es atrayente para todos los hombres: «Cuando les vieron marcharse muchos cayeron en cuenta, y fueron allá corriendo, a pie, de todas las ciudades». Un grupo que dice pocas cosas. Es más, que sin decir ni hacer nada, los hombres marchan detrás de ellos por el atractivo que el grupo tiene por la presencia de Jesucristo en él. Quien hace atractivo a este grupo es el Señor. Los que van junto al Señor, ejercen la atracción porque se han dejado invadir por su fuerza y viven de ella. Se sienten pertenecientes y viviendo junto a El con todas las consecuencias. Lo que les importa es vivir esta presencia del Señor. Cuando la presencia del Señor es verdadera, los hombres necesitan la comunidad porque es indicadora de caminos, alentadora de empresas, sostenedora en los riesgos. Por eso los hombres, cuando ven que se marchan, van detrás de ellos: «Les vieron marcharse... y fueron allá corriendo».

Quizás el empeño de nuestras comunidades cristianas tenga que estar precisamente en ver cómo somos atractivos para los hombres que nos rodean. Ver si decimos algo a estos hombres y si lo hacemos desde los valores del Evangelio. Hay una cosa clara en la comunidad al igual que Jesucristo, ella tiene atractivo para los hombres que gustan y quieren vivir los valores de profundidad, los que dan valor real a la vida y a la historia. Una comunidad tiene que ver cómo atrae desde estos valores y no desde otros. Es fácil dejarnos llevar por atractivos momentáneos que nada tienen que ver con los valores evangélicos. Hoy, cuando tantos grupos se presentan a los hombres, cuando tantas cosas se les quiere dar desde estos grupos, la comunidad cristiana tiene la responsabilidad histórica de presentar a los hombres los valores del Hijo del hombre, del hombre auténtico, del hombre acabado, del hombre plenamente hombre, de Jesucristo.

—Cuando es capaz de vivir las circunstancias de cada hombre y de cada grupo: «Vio mucha gente, y sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor y se puso a enseñarles muchas cosas». Lo mismo que Cristo, el Hijo de Dios, se encarnó en una historia, en un pueblo concreto, se hizo hombre y pasó por las circunstancias por las que pasa todo hombre, así tiene que hacer la comunidad cristiana. Ha de vivir y encarnarse con los hombres y los problemas de su tiempo; no puede vivir de espaldas a ellos, a sus circunstancias, deseos, anhelos, esperanzas, esfuerzos, problemas. La comunidad cristiana, al igual que Jesucristo, tiene compasión de los hombres. Ve cómo los hombres andan como ovejas sin pastor, cómo los falsos pastores les llevan a la ruina. La Iglesia tiene que recordarles constantemente dónde está la salvación y la fuerza que les va a hacer encontrarse como hombres, como personas. El mundo en el que estamos viviendo tiene la tentación de dejar al hombre a la intemperie, solo, de querer llenarlo de cosas que no le identifican como tal hombre, sino que lo destruyen. La comunidad cristiana, al igual que Jesucristo, tiene que estar al lado de estos hombres, y lo tiene que hacer en todas las circunstancias y en todos los lugares. Es preciso que la comunidad presente el amor mismo de Dios en el mundo y ante los hombres con los que está. Dios quiere tanto al hombre, que no puede consentir que viva en ciertos modos; le duele que viva así. Cuando una comunidad cristiana hace y tiene este gesto del Señor, se está identificando como tal comunidad.

- Cuando cada miembro que forma la comunidad no vive de su fuerza, sino de la fuerza de Dios: «Despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer... Dadles vosotros de comer... Y tomando los cinco panes y los dos peces y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y los iba dando a los discípulos para que los fueran sirviendo». Cuando nosotros, con nuestras fuerzas, queremos dar de comer a los hombres y resolver sus problemas, no podemos. Nos pasa como a los primeros discípulos del Señor, que no pudieron dar de comer a toda aquella gente porque desde la fuerza de uno no nos es posible hacer nada. Tiene que ser la fuerza de Dios la que nos ayude a dar de comer a los demás. Debe ser con la fuerza del Señor con la que caminemos por la vida para hacer algo junto a los demás y por los demás. Nuestras fuerzas se agotan y se agostan, se terminan y acaban angustiándonos a nosotros y a los que están con nosotros. Terminamos cuando queremos vivir desde nuestras fuerzas, cayendo en la desesperanza y desesperando a los que nos rodean. Tenemos que vivir desde la fuerza de Dios para dar garantía de que nuestra vida contagia esperanza, capacidad de entrega y de servicio. Y lo hace sin cansancio, sin la angustia de saber que, aunque nosotros no lleguemos, llega el Señor.

No vivir de la fuerza de Dios trae como consecuencia que los demás nos estorben, nos compliquen la vida; los otros nos hacen pensar más allá de nosotros mismos. Por eso, la tentación de nuestra vida es decir: «Despídelos para que vayan a las aldeas y pueblos del contorno a comprarse de comer». Queremos que los demás se retiren de nuestro lado porque si están con nosotros tenemos que darles de comer y ayudarles a que sean hombres. Es fácil tener un rato a una persona junto a nosotros, pero tenerla siempre, cargar con la responsabilidad de hacerla persona, nos es difícil. Y nos es más difícil cuando vivimos desde nuestras fuerzas. Urge que vivamos de la fuerza de Dios, que nos lleva a no despedir a nadie, a querer tener siempre junto a nosotros a la gente. La fuerza del Señor nos impele a decir a los que están a nuestro alrededor y a todos los que hemos encontrado, lo que Jesús dijo a aquellas gentes: «Entonces les mandó que se acomodaran todos por grupos sobre la verde hierba». Cuando vivimos con la fuerza de Dios, nadie estorba, es más, necesitamos de todos, sentimos necesidad de todos los hombres, queremos que todos estén junto a nosotros. La comunidad cristiana tiene que ser un grupo que sienta la necesidad de tener a su lado a todos los hombres. No será comunidad cristiana mientras no sienta esta necesidad fundamental en su vida. Esto es lo que hizo Jesucristo y por esto murió y resucitó el Señor: por todos los hombres. «Partió los panes y los iba dando a los discípulos para que se los fueran sirviendo». Los discípulos son los que dan de comer, pero para ello han tenido que llenarse de la fuerza de Dios, salir de ellos mismos. Mientras querían echar de aquel lugar a las gentes que se habían reunido, estaban viviendo desde sí mismos, y por sí mismos no podían hacer nada Después, al aceptar la comida que da Dios, se llenan y se sacian y pueden saciar a los demás. La comunidad cristiana tiene que repartir el pan del Señor; cuando reparte otras cosas distintas, no es comunidad cristiana; cuando distribuye otras cosas, se rompe como comunidad cristiana y aparece como un grupo cualquiera; cuando da la fuerza de Dios, «comieron todos y se saciaron». Se sacian, es decir, tienen llenas sus vidas. Importa que los hombres llenen sus vidas, ya que entonces se sienten felices.

«Así dice el Señor Dios:
Maldito quien confía en el hombre,
y en la carne busca su fuerza,
apartando su corazón del Señor:
será como un cardo en la estepa,
no verá llegar el bien;
habitará la aridez del desierto,
tierra salobre e inhóspita.
Bendito quien confía en el Señor,
y pone en el Señor su confianza:
será como un árbol plantado junto al agua,
que junto a la corriente echa raíces;
cuando llegue el estío no lo sentirá,
su hoja estará verde;
en año de sequía no se inquieta,
no deja de dar fruto».

(Jer 17,5-8)

Desde este canto la comunidad cristiana atraviesa esta historia y hace presente al Señor Jesucristo.

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989.Págs. 36-55

A LA IGLESIA QUE AMO 3

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